15

La tumba de las glorias

Dos mensajeros de la Reina estaban de pie junto al mostrador; las bolsas de cuero negro colgaban de las trinchas, semejantes a las utilizadas por los paracaidistas, que cruzaban sus guerreras.

—¿Quién es el funcionario de guardia?

Gaunt repuso:

—Pensaba que se había ido usted. A las siete, ayer, al menos, eso…

Se oyó un ligero gemido de cuero, en el instante en que los dos mensajeros se apartaron rápidamente para dejarle paso.

—Quiero las llaves.

Gaunt desorbitó los ojos, al ver las heridas en el rostro de Turner.

—Llame al funcionario de guardia.

Turner cogió el teléfono y lo ofreció a Gaunt, pasándolo por encima del mostrador, añadiendo:

—Y dígale que baje con las llaves.

Gaunt comenzó a protestar. El vestíbulo se balanceó un poco, y volvió a quedar inmóvil. Turner oía la voz de acento galés, con un balido estúpido, que en parte se quejaba y en parte expresaba halagos. Turner cogió bruscamente del brazo a Gaunt, y le empujó hasta hacerle penetrar en la zona oscura del corredor.

—Si no hace lo que le digo, voy a conseguir que le destinen a la plaza peor que exista, hasta el fin de sus días.

—Ya le he dicho que nadie ha retirado las llaves.

—¿Dónde están, entonces?

—Las tengo aquí en la caja fuerte. Pero no puedo entregárselas, sin autorización firmada, lo sabe usted tan bien como yo…

—No quiero las llaves. Sólo quiero que las cuente ¡Cuente las llaves!

Los mensajeros, ostentosamente discretos, sostenían una conversación en tímidos susurros que la voz de Turner cortaba, como si de un hacha se tratara.

—¿Cuántas llaves debiera haber?

—Cuarenta y siete.

Gaunt llamó al otro guardia, más joven que él, y abrió la caja fuerte empotrada en el mostrador, de la que sacó el conocido llavero con las brillantes llaves. Dominados por la curiosidad, los dos mensajeros contemplaron cómo los cuadrados dedos de minero de Gaunt iban separando las llaves, como si de los discos de un ábaco se tratara. Gaunt las contó y las volvió a contar. Luego, entregó las llaves al otro guardia para que las contara también.

—¿Bien?

A su pesar, Gaunt reconoció:

—Cuarenta y seis. No hay duda.

El muchacho repitió:

—Cuarenta y seis. Falta una.

—¿Cuándo las contaron por última vez?

Gaunt musitó:

—Es difícil saberlo. Han salido y entrado constantemente, durante varias semanas.

Turner señaló la brillante reja nueva que impedía la entrada a la escalera que conducía al sótano.

—¿Cómo puedo bajar?

—Ya se lo dije. Bradfield tiene la llave. Es una reja puesta para caso de disturbios. Los guardias de la embajada carecen de autoridad para abrirla.

—Entonces, ¿cómo bajan las mujeres de la limpieza? ¿El encargado de la caldera?

—Ahora, desde lo de Bramen, se entra en la sala de calderas por una entrada independiente. También han puesto rejas allí. Se puede llegar hasta las calderas por las escaleras exteriores, pero está prohibido rebasar el cuarto de las calderas.

—Hay una salida de emergencia para caso de incendio… Y un ascensor de servicio.

—Sólo hay una escalera en la parte de atrás, pero la entrada está también cerrada.

—¿Y quién tiene las llaves?

—Bradfield. Lo mismo que la del ascensor.

—¿Dónde empieza la escalera?

—En el último piso.

—¿Junto a su vivienda?

—¿Y qué importa eso?

—¿Junto a su vivienda? ¿Sí o no?

—Cerca.

—Enséñeme esa entrada.

Gaunt dudó, miró al muchacho, miró a Turner, y volvió a mirar al muchacho. Con desgana, le dejó las llaves a éste, y, sin decir ni media palabra a los mensajeros, comenzó a subir muy de prisa las escaleras, precediendo a Turner.

Parecía que fuese plena jornada de trabajo diurno. Todas las luces estaban encendidas, y todas las puertas abiertas. Las secretarias, los oficinistas y los diplomáticos que apresuradamente circulaban por los corredores no les prestaron la menor atención. El tema del día era Bruselas. En voz baja, pronunciaban el nombre de esta ciudad, como si de una contraseña se tratara. Estaba en todos los labios; y todas las máquinas de escribir lo tartamudeaban; quedaba cortado en la blanca cera de las hojas matriz de las multicopistas, y vibraba en todos los teléfonos. Subieron a otro piso, y recorrieron un corto corredor que olía a piscina. Una corriente de aire fresco, procedente de la izquierda, llegó hasta ellos. La puerta que tenían al frente ostentaba un letrero que decía: «Guardia de la Cancillería. Privado». Y, debajo, había una tarjeta: «Míster y mistress Gaunt, embajada británica, Bonn».

—No será necesario que entremos, creo yo.

—¿Acudía aquí, para visitarle? ¿Los viernes por la tarde, después del ensayo del coro? ¿Venía aquí, no es eso?

Gaunt afirmó con un movimiento de cabeza.

—¿Y qué pasaba cuando se iba? ¿Le acompañaba usted?

—No me lo permitía. Me decía: «Quédate aquí, muchacho, y sigue mirando la tele. Conozco el camino».

—¿Y ésta es la puerta? ¿La de la escalera trasera?

Señalaba hacia la izquierda, hacia el lugar de donde provenía la corriente de aire. Gaunt dijo:

—Está cerrada, ¿ve? Lleva años cerrada, sin que nadie la abra.

—¿Y es el único acceso que hay?

—Baja directamente hasta el sótano. Había el proyecto de instalar uno de esos sistemas para echar la basura, pero se acabó el dinero y construyeron la escalera.

La puerta era sólida, de aspecto impenetrable, con dos fuertes cerraduras que nadie había abierto en mucho tiempo. Turner proyectó sobre la jamba la luz de una linterna eléctrica en forma de lapicero, y pasó suavemente los dedos por la madera. Después, agarró fuertemente la manecilla de la puerta.

—Venga acá. Usted pesa aproximadamente lo mismo que Harting. Pruebe. Coja la manecilla. No, no la baje. Empuje. Empuje con fuerza.

Sin hacer el menor ruido, la puerta se abrió.

Allí, el aire era muy frío y viciado, era como el aire norteamericano cuando los acondicionadores no funcionan. Estaban en el descansillo interior. Había una ventanuca, orientada hacia los terrenos de la Cruz Roja. Inmediatamente debajo, la chimenea de la cocina de los comedores de la embajada lanzaba a la oscuridad bocanadas de humo iluminado por el fuego. Oyeron un goteo. Un trozo de la parte interior de la jamba había sido limpiamente aserrado. Iluminados por el delgado chorro de luz de la linterna eléctrica, empezaron a descender por la escalera. Los peldaños eran de piedra, y su parte central estaba cubierta con una estrecha alfombra de cáñamo. Un cartel muy viejo decía: «Club de la Embajada. Bien venidos». Percibieron el sonido del choque de un cazo contra el aro de un hornillo, y una voz de mujer que leía el texto que le había sido dictado: «Y si bien el gobierno federal asegura, en sus declaraciones oficiales, que la razón de la retirada es de carácter meramente técnico, también es cierto que incluso los más serenos comentaristas…» Instintivamente, los dos se detuvieron, con el corazón en la boca, y prestaron oído a las palabras que tan nítidamente sonaban en el ámbito de la escalera. Gaunt murmuró:

—Es la ventilación. La voz sale por los respiraderos.

—Cállese.

Oyeron la voz de De Lisle, quien con lánguida entonación, corregía a la muchacha: «Moderados, llamémosles moderados, que es mucho mejor. Sustituya serenos por moderados, si no le molesta. No sea que piensen que ahogamos nuestras penas con el alcohol».

La muchacha soltó una risita.

Seguramente habían llegado a la planta baja, ya que ante ellos se alzaba un tabique de ladrillos que cegaba la entrada a un pasillo y, en el suelo, había restos de yeso húmedo. En un rudimentario tablón de anuncios se anunciaban diversiones de tiempos pasados. La Compañía de Teatro de la Embajada ofrecería, por Navidades, una representación de «El inspector», de Gogol; en la Residencia se celebraría una gran fiesta infantil, reservada a los niños pertenecientes a países de la Commonwealth, por lo que se rogaba que los nombres de los niños que quisieran asistir, así como todo género de detalles referentes al especial régimen alimenticio de los mismos, fueran comunicados a la Secretaría Privada antes del día 10 de diciembre. El año de estos avisos era el cincuenta y cuatro, y estaban firmados por Harting.

Durante unos instantes, Turner creyó perder las nociones de tiempo y lugar. Se esforzó en recuperarlas, y poco le faltó para conseguirlo. Volvió a oír el sonido de las barcazas, oyó tintineo de vasos, el ruido del hollín al caer y un golpe contra el cazo. Y, tras todos los sonidos, había como un constante latido, como un impulso interno.

Gaunt le preguntó:

—¿Decía algo?

—Nada.

Confuso y mareado, Turner se adentró, a ciegas, en el pasillo más cercano. La cabeza le latía dolorosamente. Gaunt dijo:

—Se encuentra usted mal. ¿Quién le hizo eso en la cara?

Se hallaban en una estancia, en la que tan sólo había un viejo torno, con la base cubierta de limaduras oxidadas. En la pared frontera había una puerta. Turner la abrió mediante un empujón, y durante un instante, perdió el dominio de sí mismo, ya que retrocedió y lanzó un grito de asco. Pero ante sí, tan sólo tenía las barras de hierro de la reja recientemente instalada, que, partiendo del techo, llegaban hasta el suelo, tan sólo los húmedos monos de trabajo colgados de un alambre, y la humedad manchando el cemento del suelo. Olía a colada y a aceite combustible quemándose; el fuego proyectaba sobre los ladrillos de las paredes un tembloroso resplandor rojo; en el metal nuevo de la reja bailaban diminutas luces. Turner se dijo que no tenía ante sus ojos una visión apocalíptica, ni mucho menos, y, cautelosamente, avanzó hacia la puerta siguiente, mientras pensaba que lo visto parecía un tren nocturno, durante la guerra, un vagón atestado de hombres dormidos.

Era una puerta de acero, que brillaba en contraste con el yeso, una puerta como una compuerta hundida en el agua, al otro lado; una puerta con orín en los bordes, así como en su marco, con las palabras PROHIBIDO ENTRAR, pintadas hacía ya mucho tiempo, con pintura adquirida por el gobierno, que ahora estaba ya en parte desprendida. En otros tiempos, el muro que Turner tenía a la izquierda, había sido blanco, y Turner pudo ver que la carretilla había rascado el muro al pasar junto a él. La bombilla en lo alto, estaba protegida con alambres en forma de cesto, y proyectaba oscuros dedos en su rostro. Turner hizo un frenético esfuerzo para no caer en un estado de inconsciencia. Las tuberías del agua, ceñidas por aros, en el techo, emitían murmullos y gorgoteos, y el horno de la caldera, al otro lado de la reja, escupía blancas chispas que encendían y apagaban menudas sombras. Turner pensó: «Este fuego bastaría para hacer funcionar al Queen Elizabeth, bastaría para marcar con hierros candentes a todo un ejército de prisioneros; es una lástima que solamente esté al servicio de una desolada fábrica de sueños».

Tuvo dificultades con la llave; y para que la cerradura se abriese, fue preciso que sacudiera fuertemente la manecilla. Se abrió bruscamente, con un ruido parecido al que produce una rama al desgajarse del tronco, y los dos oyeron el eco alejándose, volando hacia lejanas estancias. Turner pensó: «Dios mío, mantenme un poco más aquí, no cambies mi manera de ser ni cambias mi vida, no alteres ni borres la senda por la que avanzo…» Detrás de la puerta seguramente había un cascajo, ya que se oyó un chirrido, y la puerta no cedió más. Turner tuvo que empujarla con todo el peso de su cuerpo, tuvo que empujarla contra el agua, mientras Gaunt, el galés, daba un paso atrás, expectante y envidioso, pero sin atreverse a tocar la puerta. Al principio, mientras su mano buscaba el interruptor, no vio más que oscuridad; luego, una ventana cubierta de telarañas avanzó tenebrosamente hacia él, y le atemorizó porque Turner odiaba las cárceles. La ventana estaba en lo alto del muro, la parte superior formaba un arco, como el de los hornos de ladrillos, y el hueco estaba enrejado para mayor seguridad, a través de sus cristales superiores, Turner percibió la húmeda grava de la zona destinada a aparcamiento de coches; la ventana tenía forma ovalada, en lo alto, igual que los hornos de ladrillos, y mientras Turner permanecía con la mirada fija en ella, de pie pero tambaleándose, el haz de luz de un faro de automóvil recorrió lentamente el techo, como el foco de una cárcel cuando gira en busca de presos en fuga, y entonces todo el ámbito de la catacumba quedó estremecido por el rugir del motor del automóvil que se alejaba. En el alféizar de la ventana había una manta del ejército, y Turner pensó: «Se acordó de tapar la ventana; recordó las costumbres londinenses en los días de los bombardeos».

La mano de Turner había encontrado el interruptor; tenía forma de cúpula, como un seno de mujer, y cuando lo oprimió hacia abajo, produjo un sonido que le pareció el de un puñetazo en su propio cuerpo, y una nube de polvo surgida del negro cemento le envolvió. Gaunt musitó:

—A este sitio le llaman la tumba de las glorias.

La carretilla se encontraba en un hueco del muro, al lado de la mesa escritorio. Todo se hallaba al alcance de la mano; arriba, estaban las carpetas del archivo, debajo había papel de escribir de diversos tamaños, con un elegante membrete, y los correspondientes sobres alargados. En el centro de la mesa, junto a la lámpara, sobre un pedazo de fieltro y cuidadosamente cubierta con su funda de plástico gris, estaba la pesada máquina de escribir, con carro largo, que había desaparecido de la embajada, y a su lado, tres o cuatro cajitas de hojalata de cigarros holandeses. En otra mesa, había un termo y cierto número de tazas de los comedores de la embajada; el aparato para hacer té, con el reloj incorporado; en el suelo se encontraba un pequeño ventilador eléctrico, de plástico, pintado en dos tonos, orientado hacia la mesa para contribuir a paliar los perniciosos efectos de la humedad; en la silla nueva había un almohadón carmesí, parcialmente bordado, por miss Aickman. Turner reconoció todo lo anterior en el instante mismo de echarle la vista encima, lo reconoció casi sin emoción, y, mentalmente, saludó a aquellos objetos igual que se saluda con breves palabras a los viejos amigos, y acto seguido dirigió la mirada más allá, al archivo que cubría las paredes desde el techo hasta el suelo, a las delgadas carpetas negras, con lomos enmohecidos y un orificio circular, algunas de ellas con el grisáceo color del moho, otras arrugadas y arqueadas por la humedad, que formaban filas y más filas, como veteranos soldados uniformados de negro, bien adiestrados y dispuestos a romper el fuego cuando así se lo ordenaran.

Turner seguramente preguntó qué contenían aquellas carpetas, ya que Gaunt le hablaba entre murmullos. No, Gaunt no sabía lo que contenían. No. No era asunto de su competencia. No. Llevaban mucho tiempo allí, hasta el punto de que nadie recordaba cuándo fueron trasladadas a aquella estancia. Sin embargo, había quien decía que se trataba de carpetas del departamento del fiscal general. Sí, eso era lo que decían los parlanchines. Y los parlanchines también decían que las carpetas llegaron allí procedentes de Minden, en camiones, y que las almacenaron en la estancia, a fin de que no ocuparan el espacio necesario para otros documentos, en otras dependencias. Esto ocurrió hacía ya unos veinte años, y las carpetas habían permanecido allí durante esos veinte años. Llegaron cuando se dio por terminado el régimen de ocupación. Eso era cuanto sabía; y lo sabía porque lo había oído decir a los parlanchines, sí, sin hablar con ellos, de hecho, lo había oído por casualidad, ya que él no era chismoso, ni mucho menos, y ésa era una virtud que todos reconocían en él. Más, más de veinte años hacía, sí; porque los camiones llegaron una tarde de verano… Macmullen y otro, ya no recordaba quién, se pasaron gran parte de la noche ayudando a descargar los camiones… Sí, claro, en aquellos tiempos, se creía que quizá estos documentos fueran necesarios en la embajada… No, nadie se interesó por estos documentos, ya que, al fin y al cabo, nadie los necesitaba… Hacía mucho tiempo, el funcionario de guardia de la cancillería bajaba aquí alguna que otra vez, para buscar algo, pero de eso hacía mucho tiempo, tanto, que Gaunt ni siquiera podía recordarlo con exactitud, y nadie había bajado aquí en muchos años aunque Gaunt tampoco podía certificarlo, claro; sí, ya se había percatado de que era preciso medir las palabras al hablar con Turner… Seguramente la llave se guardó separada de las demás, durante cierto tiempo, y luego fue añadida a las que quedaban en poder del funcionario de guardia… Pero hacía ya algún tiempo, Gaunt no podía decir exactamente cuándo, había oído hablar de estos documentos; fue Marcus, uno de los chóferes, pero Marcus ya no estaba al servicio de la embajada, quien dijo que no se trataba de documentos del Departamento del Fiscal General, sino de documentos de una unidad militar especial…

La voz de Gaunt siguió murmurando, con acentos intencionados y secretos, como la voz de una vieja en la iglesia. Turner había dejado de escucharle porque había visto el mapa.

Era un mapa normal y corriente, en lengua polaca. Hacía poco tiempo que había sido clavado en el húmedo yeso de la pared, detrás de la mesa escritorio, en aquel lugar en que algunos colocan los retratos de sus hijos. En el mapa no constaban las ciudades importantes, ni las fronteras nacionales, ni indicaba su escala y también carecía de las lindas flechas de la rosa de los vientos. Solamente constaban los lugares en que estuvieron los campos de concentración. Neuegamme y Belsen, al norte; Dachau y Mauthausen, al sur; Treblinka, Sobidor, Majdanek, Belzec y Auschwitz, al este; y en el centro, Ravensbrück, Sachsenhausen, Kulmhof y Gross Rosen.

De repente, Turner pensó: «Algo que me deben, algo que me deben». Dios santo, qué estúpido había sido, qué torpe, cuán increíblemente obtuso. «Leo, ladrón, viniste aquí para cebarte en tu horrible infancia».

—Váyase. Si le necesito ya le llamaré —dijo Turner, con la mano derecha apoyada en una estantería, mientras miraba sin ver a Gaunt. Añadió—: Y no diga nada a nadie. ¿Comprende? No diga nada a Bradfield, a De Lisle, a Crabbe… A nadie.

Gaunt repuso:

—No diré nada.

—Yo no estoy aquí, no existo, esta noche no he venido, ¿comprende?

Gaunt le aconsejó:

—Debería acudir al médico.

—¡Largo! ¡Perdiendo el culo!

Arrastró la silla hacia atrás, arrojó el almohadón al suelo y se sentó ante la mesa. Apoyó la barbilla en la mano y esperó a que la habitación dejara de moverse. Se hallaba solo. Solo como Harting; tras haber penetrado sin autorización, igual que Harting; trabajando en horas extras, lo mismo que Harting; a la caza, como Harting, de una verdad oculta. Junto a la ventana había un grifo; Turner llenó de agua la tetera, y manipuló los distintos mandos hasta conseguir que el vapor silbara. Al regresar a la mesa, poco faltó para que tropezara con una caja verde. Tenía el tamaño de una estrecha cartera de documentos, pero era rígida y con ángulos agudos; estaba construida con aquella clase de cuero reforzado que se emplea para construir las cajas de las escopetas y de los juegos de bridge. A la altura del asa, ostentaba las iniciales de la reina; y en los ángulos llevaba refuerzos de acero. Alguien había hecho saltar los cierres y la caja se encontraba vacía. «Parece que eso es lo que hacemos: buscar algo que no está».

Se hallaba solo, con la única compañía de los documentos, con el desagradable olor de humedad recalentada por la estufa eléctrica, con la leve brisa del ventilador de plástico, y con el murmullo de la tetera. Despacio, comenzó a pasar páginas. Algunas de las carpetas que miró eran viejas —las había sacado de las estanterías—, y los documentos estaban redactados mitad en inglés y mitad en crueles tipos góticos, con pinchos, como los del alambre de púas. Los nombres se hallaban ordenados en la disposición de una formación de atletas, primero los apellidos y luego el nombre de pila, con un par de líneas en lo alto de la página y al pie una firma que autorizaba su definitivo destino. Los documentos que encontró en la carretilla eran recientes, escritos en papel suave, de buena calidad, y en ellos constaban firmas de nombres conocidos. Algunos eran hojas de registro de correspondencia entrante y correspondencia saliente, con los títulos de las personas subrayados, y una raya a lo largo del margen.

Se hallaba solo, en el punto en que Harting inició su viaje, con la única compañía de la senda a seguir, con el triste gorgoteo de las tuberías del agua, fuera, en el corredor, como pasos de pies calzados con zuecos, en los peldaños de un patíbulo. La voz de Hazel Bradfield le preguntaba: «¿Hacen como los caballos? ¿Duermen de pie?»

Se hallaba solo. Y lo que encontró allá, abajo, fue el complemento necesario para que Leo resucitara.

Meadowes estaba dormido, pero en momento alguno hubiera estado dispuesto a reconocerlo; y Cork, por caridad, jamás le hubiera acusado de ello; también era cierto que Meadowes tenía, de hecho, los ojos abiertos. Estaba sentado en su silla tapizada, de bibliotecario, reclinado, con la cabeza echada hacia atrás, en una actitud evocadora de una bien ganada jubilación; los sonidos del alba penetraban en la estancia, con el aire, a través de la ventana abierta.

En voz alta y en tono deliberadamente distraído, Cork dijo:

—Me voy. Bill Sucliffe me releva. ¿Quieres algo antes de que me largue? Estamos preparando té, si quieres te traigo una taza.

Meadowes se irguió en un súbito movimiento, y con voz confusa dijo:

—Nada, gracias. Dentro de un minuto estaré como nuevo.

Cork fijó la mirada en el aparcamiento, a través de la ventana abierta, y dejó que pasaran unos instantes para que Meadowes recobrara totalmente la conciencia. Luego, repitió:

—Estamos preparando té, si quieres te traeré una taza. Valerie ha puesto ya el agua al fuego.

Cork llevaba un montón de telegramas en la mano. Dijo:

—Desde lo de Bremen no habíamos tenido una noche como ésa. ¡Cuánto hablar y hablar! Palabras, todo palabras. A las cuatro de la madrugada ya se habían olvidado de observar todas las medidas de seguridad. Él y el Secretario de Estado hablaban directamente por una línea telefónica accesible a cualquiera. Ha sido increíble. Todo al cuerno: claves, códigos, toda la orquesta a paseo.

Como si hablase consigo mismo, Meadowes replicó:

—En realidad, ya se había ido todo al cuerno.

Y se acercó hasta la ventana, quedando al lado de Cork.

No hay alba que sea absolutamente siniestra. La tierra es demasiado dueña de sí misma; los gritos, los colores y los olores llevan en sí demasiada vida para que veamos en ellos la confirmación de nuestros tenebrosos presagios. Incluso los hombres que montaban guardia, en doble número desde el anochecer, ofrecían un aspecto tranquilo, doméstico. La luz del nuevo día que arrojaba reflejos a las largas chaquetas de cuero de aquellos hombres, era suave y raramente inocente. Los hombres recorrían con paso prudente y medido el perímetro de la embajada. Y Cork se sintió optimista. Dijo:

—Me parece que será hoy. A la hora del almuerzo, seré padre. ¿Tú qué opinas, Arthur?

Meadowes contestó:

—No, no va tan de prisa la cosa. Al menos en el primer parto.

Y los dos se dedicaron a contar los coches. Cork comentó:

—Tenemos la casa llena, o casi.

Y era verdad. Allí estaba el blanco «Jaguar» de Bradfield, el rojo automóvil deportivo de De Lisle, el pequeño «Wolseley» de Jenny Pargiter, el espectacular automóvil de Gaveston con la sillita de niño acoplada en un asiento, el baqueteado dos mil de Jackson, e incluso el viejo «Kapitän» de Crabbe, cuya presencia en el aparcamiento había sido por dos veces prohibida personalmente por el embajador. Todos estaban allí, a causa de la crisis.

Cork dijo:

—Tiene buena pinta el «Rover».

En reverente silencio, los dos hombres admiraron como se merecía su distinguido perfil recortado contra la valla de los comedores. Más cerca, se encontraba, en su aparcamiento reservado, y protegido por un cabo del ejército, el «Rolls» gris.

Meadowes preguntó:

—Se han entrevistado, ¿verdad?

—Sí, claro.

Cork se lamió la punta de un dedo, abrió la carpeta que llevaba bajo el brazo, y de ella sacó el telegrama que trataba del asunto en cuestión. Fingiendo cómicamente una voz de institutriz, leyó el informe, hecho por el embajador, del diálogo que éste había sostenido con el canciller federal: «… Contesté que usted, en cuanto a ministro de Asuntos Exteriores, había depositado su tácita confianza en las muchas seguridades que personalmente le había dado el canciller y que abrigaba la certeza de que el canciller ni por un momento tomaría en consideración la posibilidad de ceder a las presiones ejercidas por ciertos vociferantes grupos minoritarios. También le recordé la actitud adoptada por los franceses con respecto a la cuestión de la reunificación de Alemania, actitud que califiqué, no sólo de ilógica, sino también antinorteamericana, antieuropea y, ante todo, antialemana…»

Súbitamente, Meadowes dijo:

—Escucha… Cállate y escucha.

—¿Qué diablos…?

—Cállate.

Procedente de la parte más lejana del corredor, hasta sus oídos llegaba un monótono ronroneo, parecido al sonido del motor de un automóvil subiendo una cuesta.

Cork dijo secamente:

—No puede ser. Bradfield tiene las llaves, y Bradfield…

Oyeron el metálico ruido de la puerta plegable, y el leve suspiro del freno hidráulico.

—Son las camas. ¡Claro! Nos traen más camas. Lo están utilizando para transportar las camas. Lo han abierto para eso.

Como confirmación de la hipótesis oyeron claramente el sonido de metal chocando con metal, y el gemido de un muelle.

—El domingo esta casa parecerá un arca de Noé, ya verás. Niños, muchachas, incluso el personal alemán… Parecerá una nueva Babilonia. No, qué va, parecerá Sodoma y Gomorra. Oye, ¿y qué pasaría si naciera durante la manifestación? Mala suerte… Mi primer hijo, Cork segundo, nacería en cautividad…

—Sigue. Escuchemos el resto.

—«El canciller federal tomó buena nota de las preocupaciones británicas, que consideró injustificadas; me aseguró que celebraría consultas con sus ministros, y que procuraría restablecer la calma. Le indiqué que, a este fin, sería eficaz dar a la prensa una declaración de la política adoptada por el gobierno, pero el canciller estimó que la reiteración de tales declaraciones produce efectos contraproducentes. En este instante, el canciller me pidió que expresara a usted, en cuanto a ministro de Asuntos Exteriores, el testimonio de su más alta consideración, con lo que se hizo patente que el canciller daba por terminada la entrevista. Le pregunté si cabía la posibilidad de estudiar la conveniencia de efectuar nuevas reservas en los hoteles de Bruselas, como medida para atajar especulaciones carentes de base, ya que estaba usted personalmente preocupado por los informes según los cuales la delegación alemana había pagado las cuentas de los hoteles, cancelando las reservas. El canciller repuso que no le cabía la menor duda de que algo parecido debía hacerse».

Meadowes, distraídamente, dijo:

—Cero.

—«El canciller se interesó por la salud de la reina. Le habían dicho que Su Majestad padecía una leve afección gripal. Le contesté que, según mis noticias, Su Majestad había superado ya los peores momentos, pero que solicitaría información al respecto y se la comunicaría. El canciller dijo que confiaba en el pronto restablecimiento de Su Majestad, y observó que estábamos en una estación del año en que el tiempo suele ser variable y peligroso para la salud. Contesté que todos esperábamos que el tiempo fuese más estable, el próximo lunes, ante cuyas palabras tuvo la benevolencia de sonreír. Nos despedimos afablemente». ¡Ja, ja, ja! Parece que también hablaron de la manifestación de hoy. El canciller dijo que no debíamos preocuparnos Los de Londres pasan estas informaciones a palacio.

Cork bostezó, y terminó la lectura:

—«La entrevista terminó a las veintidós veinte, con las habituales fórmulas de cortesía. Se dio a la prensa un comunicado conjunto». Entretanto, los de la sección económica están que se suben por las paredes, y los de la sección comercial están averiguando la cuantía real de la baja de la libra esterlina, o del oro, o de que sé yo… A lo mejor vamos camino de una depresión gorda, pero igual da…

Meadowes dijo:

—Debieras presentarte a oposiciones. Eres demasiado listo para quedarte donde estás.

Cork dijo:

—Mira, con que sean mellizos ya me contento.

Y Valerie trajo el té.

En el instante en que Meadowes se llevaba la taza a los labios, oyó el ruido de la carretilla, y el conocido gemir de sus ruedas. Valerie dejó brusca y ruidosamente la bandeja sobre la mesa; un poco de té saltó al aire, yendo a parar al azucarero. Valerie llevaba un jersey verde, y Cork, a quien gustaba mirar a Valerie, advirtió, en el momento en que ésta se volvía hacia la puerta, que el cuello del jersey había irritado un poco la parte lateral del de la muchacha. Cork, reaccionando más rápidamente que los demás, dio la carpeta a Meadowes, fue a la puerta, y miró hacia el corredor. Vio la carretilla desaparecida, cargada de carpetas de archivo, rojas y negras, que avanzaba empujada por Turner. Turner iba en camisa y tenía ambos ojos amoratados, con señales de haber sido golpeado. Tenía un labio partido y con puntos de sutura. No se había afeitado. Sobre la pila de carpetas se encontraba la caja verde. Luego, Cork diría que Turner parecía haber empujado la carretilla, él solito, a través de las lineas enemigas, en el frente de batalla. A su paso se abrían las puertas del pasillo, una tras otra. De la sala de mecanografía salió Edna. Y salió Crabbe, y la Pargiter, y De Lisle, y Gaveston… Una tras otra aparecieron las cabezas y luego los cuerpos, de modo que cuando Turner llegó a la sección de archivos, alzó bruscamente la parte móvil del mostrador de acero, y de un negligente empujón, mandó la carretilla al centro de la estancia, la única puerta que permanecía cerrada era la de Rawley Bradfield, jefe de la cancillería.

—Déjenla donde está. Y no toquen nada.

Turner salió al corredor, y, sin llamar, entró en el despacho de Bradfield.