14

El hombre de los jueves

El tiempo de aquella pequeña meseta había sido robado a otras estaciones y a otros lugares. Era viento marino del mes de marzo el que cantaba al pasar por entre las telas metálicas, humillaba el vasto césped, y se estrellaba en el bosque situado detrás de Turner; y si una neurótica tía carnal hubiera plantado mimosas allí, en la tierra arenosa, a Turner no le hubiera costado gran cosa echar a correr por el sendero y coger en marcha el trolebús que le conduciría a la plaza de Bournemouth. Era el cierzo de noviembre el que formaba rígidos cilindros alrededor de los tallos, y así era por cuanto, allí, el frío se había hurtado al viento, y aprisionaba cual agua ártica, los tobillos de Turner; era el frío del hielo en la grieta de una piedra orientada al norte, aquel frío en que tan sólo el miedo puede inducirnos a mover las manos, y en que se aprecia la vida porque luchamos por conservarla. Los últimos rayos de un sol propio de Oxford agonizaban valerosamente en el desierto campo de juego; y el cielo era el de un otoñal atardecer en Yorkshire, un cielo tenebroso, sucio y en lamentos. Los árboles estaban inclinados desde su infancia, vencidos por el viento quejumbroso, como la espalda de un infantil Mickie Crabbe, inclinado bajo los grifos del baño, y cuando las ráfagas de viento cesaban, los árboles esperaban inmóviles, arqueados los troncos, los nuevos embates. Sentía el ardor de las recientes heridas del rostro, y sus pálidos ojos brillaban excitados por el dolor de la noche pasada en vela. Con la mirada fija en la parte baja de la colina, Turner esperaba. A lo lejos, y a su derecha, discurría el río, y, ahora, el viento había acallado al río, y las barcazas clamaban en vano. Hacia él, ascendía lentamente un coche; era un Mercedes negro, con matrícula de Colonia, conducido por una mujer, que no disminuyó la velocidad cuando pasó junto a Turner. Al otro lado de la tela metálica había un barracón nuevo, cerrado y con candados. Una corneja se había posado en la techumbre, y el viento alborotaba sus plumas. Un Renault, con placas del cuerpo diplomático francés, conducido por una mujer y con un acompañante masculino: Turner anotó la matrícula en la libreta negra. La caligrafía de Turner era infantil y rígida; trazaba las letras sin naturalidad. Pensó que, a fin de cuentas, seguramente había devuelto, en parte, los golpes recibidos, ya que tenía cortes en dos nudillos de la mano derecha, como si hubiera atizado un puñetazo a alguien que tuviera la boca abierta, y se hubiera cortado la piel con los dientes frontales. La caligrafía de Harting era limpia y redondeada, sin aristas, pero la de Turner era de grandes y rectos trazos, era una caligrafía que anunciaba enfrentamientos y choques.

Anoche, mientras estaban sentados en profundos sillones, De Lisle le había dicho: «Ustedes, usted y Leo, son individuos que se mueven. Bonn es una realidad estacionaria, y ustedes son móviles… Ustedes luchan entre sí, pero, en realidad, los dos luchan contra nosotros. Lo opuesto al amor no es el odio, sino la apatía… Usted debe acostumbrarse a la apatía».

Turner protestó:

—¡Por el amor de Dios!

De Lisle le había dicho en el momento de abrir la portezuela del automóvil para que él saliera:

—Esta es su parada. Si mañana por la mañana no ha regresado usted, avisaré a los carabineros.

Turner había comprado una llave inglesa en Bad Godesberg; se trataba de una herramienta de pesada cabeza que, ahora, se apoyaba contra su cadera. Un autobús gris oscuro, de marca Volkswagen, con matrícula SU, lleno de niños, se detuvo ante el barracón destinado a servir para que los jugadores se cambiaran las ropas. El ruido que hacían los muchachos llegó bruscamente a sus oídos, era un ruido de bandada de pájaros volando raudos a favor del viento, una irregular barahúnda de risas y quejas. Alguien hizo sonar un silbato. Los rayos del sol iluminaban a los muchachos, y parecían rayos de una linterna eléctrica proyectados a lo largo de un corredor. El barracón se tragó a los muchachos. Desesperado. De Lisle se lamentó anoche: «Nunca he conocido a nadie que saque tanto partido a sus defectos».

Rápidamente, Turner se escondió detrás de un árbol. Un «Opel Rekord». Dos hombres. Matrícula de Bonn. Mientras escribía, sentía que la llave inglesa se le clavaba en la cadera. Los dos hombres iban con sombrero y gabán, y sus rostros eran profesionalmente inexpresivos. El automóvil llevaba cristales velados a los lados. El automóvil siguió adelante, pero muy despacio, al paso. Turner vio los rostros rubios e inexpresivos orientados hacia él, como dos lunas mellizas en la artificial oscuridad. Turner se preguntó: «¿Fueron vuestros dientes los que ayer hice saltar con mi puño? Realmente, os parecéis tanto que no sabría distinguiros; espero que volvamos a vernos, amigos». El «Opel Rekord» no había rebasado las diez millas por hora en su ascensión. Pasó una camioneta, seguida de dos camiones. En un lugar indeterminado sonaron las campanadas de un reloj, ¿o quizá era la campana de una escuela? ¿O el toque del Angelus, o la esquila de ganado en los prados, o la llamada del transbordador en el río? Turner no volvió a oír aquel sonido, sin embargo, no había verdad que no fuera susceptible de confirmación, como diría míster Crail: «no hijo mío, y los pecados de los demás son un sacrificio ofrecido a Dios, son tu sacrificio». La corneja había abandonado la techumbre del barracón. El sol había desaparecido. Apareció un «Citroën». Un dos caballos, sucio como la niebla, con un guardabarros abollado, matrícula ilegible, conductor oculto por las sombras, un faro que brillaba y brillaba, encendiéndose y apagándose… y la bocina sonaba como si persiguiera a alguien. El «Opel» había desaparecido. ¡Corred, lunas, o si no os perderéis su llegada! Las ruedas se estremecen como miembros dislocados, en el momento en que el cochecito gira, sale de la carretera, y avanza saltando hacia él, por las roderas de helado barro del sendero, mientras la cola del vehículo sube y baja con coquetería. Turner oye el sonido de música de baile en el instante en que se abre la puerta, y siente la boca seca debido a las tabletas ingeridas, y las heridas del rostro se le antojan ramas entrecruzadas. Un día, cuando el mundo sea libre, le dijo su propia mente, las nubes estallarán al chocar entre sí, y los ángeles del Señor caerán deslumbrados, y todo el mundo los verá. Sin hacer ruido, volvió a guardarse la llave inglesa en el bolsillo.

La mujer estaba de pie, a menos de diez metros, de espaldas a Turner, indiferente al viento, así como a los niños que ahora correteaban sobre el campo.

Seguía con la mirada fija en la parte baja de la colina. El motor del automóvil estaba aún en marcha, y la carrocería se estremecía de interno dolor. Un limpiaparabrisas iba y venía en vano sobre el sucio cristal. Durante una hora, la mujer permaneció casi absolutamente inmóvil.

Durante una hora esperó con oriental quietud, sin prestar atención a nada, como no fuera a aquel ser que no llegaba. Estuvo todo el rato de pie, como una estatua, creciendo más y más, a medida que la luz abandonaba su figura.

El viento agitaba los faldones del abrigo de la mujer. Una vez alzó la mano para alisar los mechones de pelo que el viento había alzado. Y una vez, anduvo hasta el término de la senda para mirar abajo, al valle del río, en dirección a Königswinter; luego, regresó despacio, sumida en pensamientos, y Turner volvió a arrodillarse tras los árboles, mientras imploraba a las sombras que le protegieran.

Y llegó el momento en que la mujer se impacientó. Entró ruidosamente en el coche, encendió un cigarrillo, y dio una palmada al claxon. Los niños interrumpieron sus juegos, y sonrieron al escuchar el ronco sollozo del claxon alimentado por una batería ya agotada. Y el silencio volvió a reinar.

El limpiaparabrisas se había detenido, pero el motor aún funcionaba y la mujer lo aceleraba para que la calefacción diera más calor. Los cristales de las ventanillas estaban humedecidos. La mujer abrió el bolso, y sacó un espejo y la barra de lápiz para los labios.

Ahora estaba reclinada en el asiento, con los ojos cerrados, atenta a la música de baile que difundía la radio, mientras, con una mano, seguía el ritmo golpeando el volante. Al oír el motor de un coche, la mujer abrió la portezuela, y miró fuera. Pero tan sólo se trataba del «Opel» negro, que de nuevo descendía, despacio, la ladera de la colina. Y pese a que las lunas estaban orientadas hacia ella, la mujer no se alteró.

El campo de juego estaba desierto. Los postigos del barracón se hallaban cerrados. La mujer encendió la bombilla en lo alto, y miró la hora; hasta allí llegaba el resplandor de las primeras luces encendidas en el valle, y el río se había ocultado tras la niebla baja del ocaso. Lentamente, Turner avanzó por el sendero, y abrió la puerta del automóvil opuesta a la correspondiente al conductor.

—¿Espera a alguien? —preguntó Turner, quien, acto seguido se sentó junto a la mujer, cerrando rápidamente la puerta, de modo que la luz se apagó al instante.

Entonces, Turner cerró la radio.

En tono airado, la mujer dijo:

—Pensaba que ya se había ido de aquí. Creía que mi marido le había despachado.

Hablaba dominada por el miedo, la ira y la humillación. Añadió:

—¡Parece que no ha dejado de espiarme ni un instante! ¡Agazapado tras los arbustos, igual que un polizonte! ¿Cómo se ha atrevido a hacerlo? ¡Usted, un tipejo vulgar, estúpido y sin importancia!

La mujer alzó el puño, y quizá dudó un instante al ver el lamentable estado en que se hallaba el rostro de Turner, pero ningún efecto hubiera podido seguirse de esta vacilación debido a que, en aquel mismo instante, Turner la golpeó con la mano muy fuertemente en la boca, de modo que la cabeza de la mujer se proyectó hacia atrás y fue a chocar contra el armazón de la ventanilla, produciendo un sordo sonido. Turner abrió la puerta, dio la vuelta alrededor del coche, sacó de su interior a la mujer, y volvió a pegarle, con la mano abierta. Turner dijo:

—Vamos a dar un paseo. Y hablaremos de su vulgar y estúpido amante.

A lo largo del sendero, la llevó hasta el borde de la colina. La mujer anduvo sin ofrecer resistencia, agarrándose con las dos manos al brazo de Turner, la cabeza gacha, mientras lloraba en silencio.

Miraban hacia abajo, hacia el Rin. Ya no hacía viento. En lo alto, ya las primeras estrellas titilaban como chispas de fósforo mecidas suavemente por el mar, A lo largo del río se encendían series de luces que vacilaban en el instante de su aparición, y, luego, sobrevivían como por milagro, y crecían cual minúsculos fuegos alentados por la brisa de la negra noche.

Hasta ellos tan sólo llegaban los sonidos del río; el murmullo de las barcazas, y las campanadas infantiles de los relojes que daban los cuartos de hora. A su olfato llegaba también el húmedo aroma del Rin, y sentían su frío aliento en la piel de las manos y de las mejillas.

—Todo comenzó como un juego, como una apuesta.

La mujer se apartó de Turner, y fijó la mirada en el valle, con los brazos cruzados alrededor de su cuerpo, como si sostuviera una toalla.

—No vendrá. Lo sé. Me consta que no vendrá.

—¿Por qué no ha de venir?

—Leo nunca decía ciertas cosas. Era demasiado puritano para hablar de ellas.

La mujer encendió un cigarrillo, siguió:

—Y es así porque Leo nunca dejará de buscar.

—¿Qué busca?

—¿Y qué es lo que todos buscamos? Padres, hijos, una mujer…

Miró a Turner y le desafió:

—¡Vamos! ¡Pregunte! ¡Pregúntelo todo!

Turner esperó en silencio.

—¿Cuándo comenzaron nuestras relaciones íntimas? ¿Es eso lo que quiere saber? Me hubiera acostado con él aquella misma noche, si me lo hubiera pedido, pero no me lo pidió porque soy la esposa de Rawley. Con esto quiero decir que Leo sabía muy bien que tenía que seguir viviendo. Era un hombre muy hábil, capaz de seducir a cualquiera.

Se interrumpió, y tras unos instantes de silencio dijo:

—No debiera decirle ni media palabra. Es una estupidez que lo haga.

—Mayor estupidez seria no hablar. Se encuentra en una situación muy difícil, No sé si se da cuenta…

—No puedo recordar ni un solo instante de mi vida en que no me haya portado como una estúpida. ¿No es éste el único modo de superar el sistema que hemos heredado? Leo y yo éramos como dos viejas prostitutas, y nos enamoramos.

Estaba sentada en un banco, y jugueteaba con sus guantes.

—Fue durante una cena fría. Una horrible cena fría, típica de Bonn, con pato frío y alemanes. Alguien daba la bienvenida a alguien. O quizá fuera la despedida de alguien. Creo que se trataba de norteamericanos. Míster y mistress Nosecuántos Tercero. Era una fiesta dinástica. Algo horriblemente provinciano.

Hablaba con voz sincera, de prisa y con injustificada confianza en sí misma, pero, pese a sus esfuerzos, en su voz había aún aquella nota de difícilmente conseguida pericia que Turner había tenido ocasión de advertir en las voces de todas las esposas de diplomáticos británicos que había conocido a lo largo y ancho del mundo, aquella voz habituada a romper silencios, a salvar momentos de tensión, a encajar ofensas; una voz que no era especialmente culta ni especialmente refinada, pero que, al igual que la de una institutriz empeñada en que sus educandos se plieguen a ciertas normas de conducta ya olvidadas, perseguía siempre, tercamente, sus objetivos.

—Habíamos llegado aquí directamente desde Aden, y llevábamos un año en Bonn. Antes, habíamos estado en Pekín, y, ahora, estábamos en Bonn. Corría el pasado mes de octubre. El octubre de Karfeld. La situación comenzaba a complicarse. En Aden habíamos tenido que aguantar las bombas; en Pekín, la multitud nos atacó, y, ahora, nos querían quemar vivos en la plaza del mercado. Pobre Rawley, parece atraer hacia sí las humillaciones. También fue prisionero de guerra. Debieran darles un nombre a los hombres como Rawley. Sí, se les podría llamar la generación humillada.

Turner dijo:

—Le quedaría muy agradecido si supiera que dice esto.

—Rawley me quiere sin necesidad de eso.

Hizo una pausa. Siguió:

—Lo divertido es que ni siquiera me había dado cuenta de su existencia. Pensaba que era, simplemente, un aburrido e insignificante… empleado temporal. El hombrecillo atildado que tocaba el órgano en la iglesia, y que fumaba aquellos repugnantes cigarros en los cócteles… No era nada… Era un ser vacío. Y aquella noche, en el momento en que entró, en el instante en que se asomó a la puerta, y vi que se fijaba en mí y se disponía a acercarse, pensé: «¡Cuidadito…! ¡Pesado a la vista…!» Se me acercó sin vacilar, y me dijo: «Hola, Hazel…» Nunca me había llamado Hazel, por lo que pensé: «Desgraciado caradura, esto lo pagarás de un modo u otro».

Turner dijo:

—La felicito. Supo usted hacer frente al peligro.

—Comenzó a hablar. No sé de qué habló, porque me fijé muy poco en lo que decía, y creo que él tampoco. Supongo que habló de Karfeld, de los disturbios, de los gritos y las manifestaciones. Pero, sí, me fijé en él. Por primera vez me fijé en él.

Guardó silencio durante unos instantes. Prosiguió:

—Y pensé: «¿Pero dónde has estado, hija mía, durante toda tu vida?» Fue algo así como averiguar cuánto le queda a una en una vieja cuenta corriente, y comprobar que en vez de estar exhausta, y quizá con deudas, una tiene todavía dinero en ella. Leo tenía vida.

Se rió.

—No se parecía en nada a usted. Usted es el ser más muerto que he conocido en mi vida.

Turner de buena gana la hubiera abofeteado otra vez, si no hubiera sido por el tono horriblemente familiar que Hazel Bradfield había empleado.

—Lo primero que una notaba en Leo era su tensión. Era un hombre que se exhibía. Su modo de hablar, sus modales, todo era falso en él. Vivía alerta, en guardia. Escuchaba sus propias palabras del mismo modo que escuchaba las de los demás, y se preocupaba constantemente de hablar con el ritmo adecuado, poniendo los adverbios en el lugar debido. Intenté clasificarle. Si no supiera su procedencia, ¿de dónde hubiera dicho que era? Un alemán venido de Sudamérica… Un agregado comercial argentino, uno de esos relamidos teutones latinizados.

De nuevo se interrumpió, y quedó sumida en recuerdos. Siguió:

—Dominaba muy bien esos vocablos alemanes que redondean tan bien las frases, y los empleaba para dar equilibrio a su habla. Le incité a hablar de sí mismo, le pregunté dónde vivía, quién le preparaba las comidas, dónde pasaba los fines de semana. Apenas me di cuenta que ya estaba dándome consejos, consejos propios de la vida diplomática, y comenzó a decirme dónde podía comprar la carne más barata. Los exportadores holandeses eran excelentes para proveerse de esto, y la Naafi magnífica para comprar aquello; había que comprar la mantequilla en el economato, y las nueces en la cooperativa. Igual que una mujer. Sabía mucho de infusiones; los alemanes tienen la manía de cuidar la digestión. Luego, me ofreció un secador para el pelo. —Súbitamente furiosa, preguntó—: ¿De qué se ríe?

—¿Me reía?

—Sabía un medio para obtener descuentos. Dijo que podía conseguir descuentos de un veinticinco por ciento. Había comparado todos los precios y modelos de secadores para el pelo.

—Y también se había fijado en su pelo.

Hazel Bradfield se revolvió, más furiosa.

—¡Insolente! ¡No le llega usted ni a la suela del zapato a Leo!

Turner volvió a pegarle. Le propinó una bofetada, y los dedos de Turner se hundieron en la carne de la mejilla de Hazel Bradfield, quien dijo:

—¡Hijo de puta!

En la oscuridad, Hazel Bradfield palideció, y su cuerpo tembló de ira.

Turner le ordenó:

—Siga.

Al fin, Hazel Bradfield reanudó su relato:

—Le dije que sí. De todos modos estaba harta de todo. Rawley hablaba con un consejero francés, en un rincón; y todos los demás luchaban por conseguir comida, allí, en el aparador. Por esto le dije que sí, que me gustaría comprar un secador de pelo con un descuento del veinticinco por ciento. Le dije que mucho temía no llevar el suficiente dinero encima. ¿Le molestaba aceptar un cheque? En realidad, pareció que al acceder a comprar el secador hubiese accedido a acostarme con él. Esta fue la primera vez que le vi sonreír. Sonreía muy poco. Se le iluminó el rostro. Le dije que fuera a buscar comida, y le observé porque quería saber cómo se las arreglaría. Caminaba con delicadeza… Eiertanz, se llama aquí a este modo de andar.

Caminaba como si estuviera en la iglesia, pero con más firmeza. Los alemanes formaban una barrera ante el aparador, y luchaban por conseguir los espárragos y todo lo demás, y vi que Leo penetraba limpiamente en aquella barrera, y que salía con dos platos repletos de comida, con los cuchillos y los tenedores en el bolsillo del pañuelo, sonriendo, loco de contento. Tengo un hermano, llamado Andrew, muy ligero, que juega al rugby, en el puesto de medio. Realmente, al ver a Leo, se me antojó que ni siquiera mi hermano le aventajaba en ligereza. A partir de aquel instante fui feliz. Un imbécil canadiense intentó convencerme para que asistiera a una conferencia sobre agricultura, y le mandé directamente al cuerno. Los canadienses son los únicos que todavía creen en estas cosas. Son como los ingleses en la India.

Hazel Bradfield oyó un ruido; volvió bruscamente la cabeza, y miró hacia el sendero. Los troncos de los árboles destacaban en negro contra el bajo horizonte El viento había cesado. La humedad de la noche había penetrado sus ropas.

Turner dijo:

—No vendrá. Usted misma lo ha dicho. Siga. De prisa.

—Nos sentamos en las escaleras y volvió a hablarme de él. No, no necesitaba que le invitaran a hacerlo… Hablaba de sí mismo de un modo espontáneo… Era fascinante. Habló de Alemania, tal como era en los primeros tiempos de la posguerra. Dijo: «Únicamente los ríos seguían intactos». Nunca conseguí averiguar si hablaba traduciendo sus frases del alemán, si se servía de su imaginación, o si repetía frases oídas a otra gente.

Dudó un instante, y, de nuevo, miró hacia el sendero. Siguió:

—Me contó que, por la noche, a la luz de arcos voltaicos, las mujeres construían habitáculos, y que, formando hileras, se pasaban las piedras, igual que si se dedicaran a apagar un incendio… Me contó que se acostumbró a dormir en el interior de un camión, sirviéndose de un extintor de incendios a modo de almohada, e incluso representó mímicamente cómo dormía, poniendo la cabeza inclinada a un lado, y torciendo la boca, para indicar el dolor que sentía en el cuello.

Se puso súbitamente en pie.

—Vuelvo al coche. Si viene y lo encuentra vacío, huirá. Es asustadizo como un gato.

Turner la siguió a lo largo del sendero, pero en la llanura no había nadie, como no fuera el «Opel Rekord», aparcado junto a la cuneta, y con los faros apagados.

Hazel Bradfield dijo:

—Sentémonos en el coche. No haga caso de esos del «Opel».

Por primera vez, Hazel Bradfield se dio plena cuenta, al verlo a la luz de la bombilla del coche, del estado en que se encontraba el rostro de Turner, y dio un respingo:

—¿Quién se lo ha hecho?

—Los mismos que se lo harán a Leo, si le encuentran antes que nosotros.

Permanecía reclinada en el asiento, con los ojos cerrados. La techumbre de lona del dos caballos estaba rasgada, y colgaba como harapos de mendigo. En el suelo había un volante de automóvil de juguete, unido a un vástago de plástico, que Turner apartó de una patada.

—A veces, pensaba: «Estás vacía, te limitas a fingir que vives». Pero una nunca se atreve a pensar esto de un amante. Creo que era un negociador, un actor. Vivía aprisionado entre diversos mundos: Alemania e Inglaterra, Königswinter y Bonn, la capilla y los descuentos, el primer piso y la planta baja. No es posible que un hombre libre todas estas batallas y siga vivo.

Con toda sencillez explicó:

—A veces nos servía, y también a mí me servía igual que si fuera un camarero. Todos éramos clientes suyos, fuera lo que fuese aquello que deseábamos obtener. No vivía, sino que solamente sobrevivía. Siempre ha sobrevivido. Incluso ahora.

Encendió un cigarrillo. En el interior del automóvil hacía mucho frío. Intentó ponerlo en marcha para hacer funcionar la calefacción, pero el encendido falló.

—Después de aquella primera velada, ya todo quedó decidido. Rawley vino a mi encuentro. Eramos los únicos invitados que quedaban, los demás se habían ido ya. Rawley había tenido una discusión con Lésère, acerca de no sé qué, y estaba muy contento, porque parece que había ganado. Leo y yo aún estábamos sentados en las escaleras, tomando café, y Rawley se me acercó y me dio un beso en la mejilla. ¿Qué es eso?

—Nada.

—He visto una luz, al pie de la colina.

—Era una bicicleta que pasaba por la carretera. Ahora está ya lejos.

—Me molesta que Rawley me bese en público, y él lo sabe. Rawley nunca me besa en privado. «Vamos, querida, ha llegado el momento de irnos». Cuando le vio venir, Lésère se puso en pie, pero Rawley ni siquiera le miró. Me llevó junto a Lésère, a quien dijo: «Esta es la persona a quien en realidad debiera usted pedir disculpas, mi querido Lésère; ha estado sola, sentada en la escalera, toda la noche». Llegamos a la puerta. Rawley se detuvo para recoger el gabán, y allí estaba Leo, con el gabán de Rawley en las manos, ofreciéndoselo.

Sonrió, y fue una sonrisa de verdadero amor, de feliz recuerdo.

—Parecía que Leo se hubiera olvidado ya de mí. Rawley le dio la espalda, y metió los brazos en las mangas, y yo pude ver que los brazos de Leo se ponían rígidos, y que los dedos se le engarabitaban. Y conste que me alegré. Verdaderamente deseaba que Rawley se portara de aquel modo.

Encogió los hombros, y dijo:

—Me había pescado, me tenía en su poder. Yo había esperado cazar una mosca, y, al fin y al cabo, la había cazado, pero era una mosca con plumas y cresta, y todo. Al día siguiente, miré el libro rojo para ver quién era. Y supe quién era Leo: un don nadie. Llamé a Mary Crabbe, sólo para divertirme un poco, y le pregunté por él. Le dije: «Ayer conocí a un hombrecillo extraordinario…» A Mary casi le dio un ataque. Me contestó: «¡Dios mío, este hombre es pura pólvora! Procura tratarle lo menos posible. En cierta ocasión arrastró a Mickie a un club nocturno, y le metió en un lío espantoso. Afortunadamente, su contrato termina el próximo diciembre, y entonces se irá». Entonces procuré obtener información por medio de Sally Askew, que es una mujer de conciencia muy rígida. Y poco me faltó para morirme de risa…

Se echó a reír, y, luego, inclinó la cabeza, hundiendo la barbilla en el pecho, para imitar la sonora voz de la esposa del plenipotenciario encargado de cuestiones económicas.

—«Es un soltero muy útil, cuando hay escasez de teutones para cualquier reunión». Aquí los alemanes escasean con frecuencia; hay más extranjeros que alemanes aquí. En Bonn, hay gran abundancia de diplomáticos dedicados a cazar a poquísimos alemanes. Sally dijo que el único problema consistía en que los alemanes volvían a sentirse patriotas al viejo estilo, y que miraban mal a los tipos como Leo, por lo que Aubrey, muy a su pesar, había decidido prescindir de él. Sally me dijo: «Leo es un elemento que irrita el subconsciente de los alemanes, ¿comprendes?» Quedé intrigadísima. Colgó el teléfono, me fui como una bala a la sala de estar, y le escribí una carta larga, larguísima, en la que no le decía nada.

Intentó otra vez poner el motor en marcha, sin conseguir siquiera un primer estremecimiento. Se arrebujó con el abrigo.

—Vamos, vamos, Leo; no seas tan caro de ver… En el «Opel» negro se encendió y se apagó una luz, como si se tratara de una señal. Turner guardó silencio, pero sus gruesos dedos tocaron la llave inglesa que guardaba en el bolsillo.

—Fue una carta de colegiala. Muchas gracias por sus atenciones. Siento mucho haberle retenido durante toda la velada, y acuérdese del secador de pelo. Después le contaba una larga anécdota, inventada, en la que le decía que había ido de compras al Spanischer Garten, y que a una vieja señora se le cayeron dos marcos en un montón de naranjas, y que nadie pudo extraer los dos marcos, por lo que la señora dijo que debían considerarlos como pago, ya que ella los había dejado en la tienda. Llevé personalmente la carta a la embajada, y Leo me llamó por teléfono aquella misma tarde. Dijo que había dos modelos. El más caro tenía diversas velocidades, y no necesitaba adaptador.

—Transformador.

—¿Y qué color prefería? Yo no hacía más que escucharle. Dijo que le sería muy difícil decidir en mi lugar debido al problema de las velocidades y del color. ¿No sería mejor que nos viésemos y hablásemos del asunto? Era jueves, y nos reunimos aquí. Dijo que todos los jueves venía aquí, para respirar aire puro, y que se entretenía contemplando los juegos de los niños. Yo no creía lo que me decía, pero me sentía inmensamente feliz.

—¿Y esto es todo lo que dijo, con respecto a sus venidas a este lugar?

—Una vez, dijo que le debían tiempo.

—¿Quién se lo debía?

—La embajada. Parece que se basaba en que Rawley le había privado de algo para dárselo a otro. Un trabajo o algo así. Por esto, en vez de estar en la embajada, venía aquí.

Sacudió la cabeza, embargada de genuina admiración y dijo:

—Es tozudo como una mula. Dijo: «Me deben tiempo, por eso, me lo tomo por mi cuenta; éste es el único modo de vivir».

—Pensaba que no decía ciertas cosas, según ha afirmado usted antes.

—Nunca hablaba de cosas importantes.

Turner esperó en silencio. Hazel Bradfield prosiguió:

—Nos limitamos a pasear, y a contemplar el río, y, luego, de regreso, nos cogimos de la mano. Al despedirnos, dijo: «Olvidé enseñarle el secador». Y yo contesté: «¡Qué pena! No nos queda más remedio que volvernos a ver el próximo jueves, ¿verdad?» ¡Se quedó terriblemente escandalizado cuando se lo dije!

Hazel Bradfield imitaba la voz y el acento de Harting, de un modo que era posesivo y burlón al mismo tiempo, y que producía el efecto de alejar de ella a Turner, en vez de acercarle.

—«Mi querida mistress Bradfield… Le interrumpí: Si viene el próximo jueves, le permitiré que me llame Hazel».

Hizo una pausa, y observó:

—Seguramente piensa usted que soy una mujerzuela.

Turner preguntó:

—¿Y qué pasó luego?

—Nos veíamos todos los jueves. Aquí. Aparcaba su automóvil en el sendero, y yo dejaba el mío en la carretera. Eramos amantes, pero por el momento, no nos acostábamos. Se trataba de un aventura muy de adultos, de gente mayor. A veces, Leo hablaba, y otras callaba. Me señalaba siempre su casa, desde aquí, allá, al otro lado del río, igual que si pretendiera vendérmela. Recorríamos el sendero, e íbamos de un promontorio a otro, para ver la casa. En cierta ocasión, bromeé un poco: «Eres como el diablo en el instante de mostrarme desde lejos su reino». No le gustó ni pizca. Era un hombre que jamás olvidaba nada. En esto radicaba una de sus facetas de hombre que solamente sobrevivía. No le gustaba que hablara de maldades, de dolores, de miserias y cosas por el estilo. Esto era algo que él conocía del derecho y del revés.

—¿Y qué más?

Turner vio que Hazel Bradfield inclinaba la cabeza a un lado, y que en sus labios se dibujaba una sonrisa.

—Ocurrió un viernes, en la cama de Rawley. Leo es vengativo. Siempre sabía si Rawley estaba en Bonn o fuera. Solía averiguarlo en la oficina de viajes, examinaba los libros del encargado de obtener los pasajes. Y me decía: «Está en Hannover… y la semana próxima va a Bremen».

—¿Y por qué efectuaba estos viajes Bradfield?

—Dios mío… Qué sé yo… Visitaba consulados y cosas por el estilo. Leo me preguntó lo mismo. ¿Cómo iba yo a saberlo? Rawley nunca me cuenta nada. Llegué a pensar que Rawley se dedicaba a seguir a Karfeld en sus giras por Alemania. Siempre iba a los lugares en que había manifestaciones.

—Y luego, ¿qué pasó?

Encogió los hombros.

—Pues sí, continuamos.

—¿Lo sabía Bradfield?

—¡Dios mío! ¿Lo sabía? ¿No lo sabía? Parece usted alemán. Ni lo sabía ni dejaba de saberlo. A usted le gusta que se le digan las cosas de un modo tajante, ¿no es eso? Pues no, hay realidades que no pueden expresarse tajantemente. Hay ciertas realidades que no son verdad hasta que se manifiestan con palabras. Y eso Rawley lo sabe mejor que nadie.

Turner musitó:

—¡Cristo! ¡Todo lo interpreta del modo que más pueda favorecerle!

Y recordó que algo parecido había dicho a Bradfield, hacía tan sólo tres días.

Hazel Bradfield miró al frente, a través del parabrisas.

—¿Cómo valorar a la gente, cómo valorar las cosas? ¿Cómo valorar a los hijos, a los maridos, cómo valorar las carreras profesionales? Si una cede, se dice que una se sacrifica. Si una lucha por sobrevivir, la llaman zorra. Sí, una tiene el deber de destrozarse a sí misma. ¿Y para qué? Yo no soy Dios. Yo no puedo ser la víctima de todos. No puedo vivir para ellos, a fin de que ellos vivan para otros. Todos somos santos. Todos somos insensatos. ¿Por qué no vivimos para nosotros mismos, y a eso le llamamos servicio, aunque sólo sea para variar un poco?

—¿Lo sabía o no lo sabía?

Turner la cogió por el brazo, y exclamó:

—¡Lo sabía!

Las lágrimas resbalaban hacia abajo, cruzando de lado el puente de la nariz de Hazel Bradfield. Se las secó con la mano. Y, al fin, dijo:

—Rawley es diplomático. Rawley practica el arte de lo posible. Rawley es el hombre de los objetivos delimitados, de la mentalidad competente y eficaz, el hombre del «no nos acaloremos, no demos nombres a las cosas, no iniciemos negociaciones sin saber antes qué es lo que queremos conseguir». No, no puede enfurecerse; Rawley es capaz de entregarse a cualquier cosa, menos a mí.

—Pero lo sabía.

En tono fatigado, dijo:

—Eso creo. Nunca se lo pregunté. Sí, lo sabía.

—Y lo sabía porque usted le obligó a que renovara el contrato, el pasado mes de diciembre.

Sí, usted le indujo a hacerlo.

—Es verdad. Fue horrible. Verdaderamente horrible… —explicó, como si alegara una causa más elevada y más noble, que los dos reconocían como tal—. Pero tuve que hacerlo, o de lo contrario Leo se iría.

—Y precisamente eso era lo que Leo deseaba. Por esto hizo el amor con usted.

Hazel Bradfield dijo:

—Sí, fue un matrimonio interesado; Leo quería sonsacarme cuanto pudiera, pero luego siguió conmigo por amor. ¿Le satisface la explicación?

Turner no contestó.

—Leo nunca daba explicaciones hablando. Ya se lo he dicho. «Con un año más tendré bastante. Sólo un año, Hazel. Un año, a contar desde diciembre, y me iré. En la embajada no se dan cuenta de lo mucho que me necesitan». Y por esto, le invité a tomar unas copas en casa. Con Rawley. Fue al principio, antes de que comenzaran las murmuraciones. Estuvimos solos, los tres; antes había convencido a Rawley de que regresara a casa temprano. «Rawley, te presento a Leo Harting, que trabaja en la embajada, y toca el órgano en la iglesia». Dijo: «Sí, claro, claro, ya nos conocíamos». Hablamos de temas intrascendentes, de los precios y mercancías del economato, de las vacaciones de primavera, del verano en Königswinter… Yo dije: «Míster Harting nos ha invitado a cenar». Y, a la semana siguiente, fuimos a Königswinter. Nos ofreció una serie de especialidades, todo lo previsible: dulces de ratafía, licores especiales con el café… Y esto es lo que hice.

—¿Todo? ¿Qué significa este lo que hice?

—¿Es que también tengo que explicárselo? ¡Exhibí a Leo! ¡Le mostré a Rawley lo que yo quería que me comprase!

Ahora reinaba un silencio total. Las cornejas se estaban quietas, como centinelas, en las ramas que se balanceaban lentamente, y el viento había dejado de agitar sus plumas.

Hazel Bradfield preguntó:

—¿Hacen como los caballos? ¿Duermen de pie?

Volvió la cabeza para mirar a Turner, pero éste no contestó. Como en un estado de ensoñación, Hazel Bradfield dijo:

—Leo odiaba el silencio. Le daba miedo. Por esto le gustaba la música. Y por esto le gustaba su casa… Era muy ruidosa. Ni siquiera un muerto hubiera podido dormir allí. Y Leo, mucho menos.

Los recuerdos la hicieron sonreír.

—Leo no vivía allí. No, aquello no era vivir. En realidad, Leo estaba al servicio de la casa, como la tripulación está al servicio de un barco. Se pasaba la noche yendo de un lado para otro. Arreglaba una ventana, luego un postigo, y siempre estaba así. Toda su vida se desarrollaba de esta manera. Era hombre de terrores secretos, de recuerdos secretos, de hechos de los que nunca hablaba, pero que creía que una estaba en la obligación de saber.

Lanzó un bostezo. Dijo:

—Ya no vendrá. Le molestaba la oscuridad, también.

Con voz imperiosa, Turner preguntó:

—¿Dónde está? ¿Qué está haciendo?

Hazel Bradfield guardó silencio.

—Sé que se lo dijo, se lo dijo en un murmullo, aquella noche en que alardeó ante usted. Le dijo que pondría el mundo en sus manos. Era un ser muy astuto, se sabía todos los trucos, engañó a mucha gente…

—No, no era así. Se equivoca de medio a medio.

—¡Pues, entonces, hable!

—No hay nada de qué hablar. Eramos amigos por correspondencia. Me daba noticias de otro mundo.

—¿De qué otro mundo? ¿Del maldito mundo de Moscú, y de la lucha por la paz?

—Estaba en lo cierto: es usted vulgar. Quiere que todas las líneas sean rectas, y todos los colores uniformes. No tiene usted el valor suficiente para enfrentarse con los matices.

—¿Y él sí?

Pareció que Hazel Bradfield se olvidaba de Leo. Secamente, como si Turner la hubiera hecho esperar más tiempo del debido, dijo:

—Por el amor de Dios, vayámonos ya…

Turner tuvo que empujar el automóvil durante un largo trecho, a lo largo de la senda, antes de que el motor se pusiera en marcha. Mientras descendían por la ladera de la colina, vieron que el «Opel» se apartaba de la cuneta, y, apresuradamente, se colocaba tras ellos, a una distancia de treinta metros. Hazel Bradfield emprendió el camino de Remagen, y detuvo el automóvil ante un hotel, junto al río, cuya dueña, una mujer ya vieja, le dio un par de palmaditas en el brazo, cuando Hazel se sentó. ¿Dónde estaba ese pequeño señor?, preguntó la mujer, der nette kleine Herr, siempre tan jovial, que fumaba cigarros, y hablaba tan bien el alemán…

Hazel Bradfield dijo a Turner:

—Lo hablaba con un ligero acento. Sí, con una sombra de acento inglés. Había aprendido a tener acento.

La estancia con ventanas al exterior se hallaba vacía, con la sola excepción de una joven pareja, sentada en un rincón. La muchacha lucía una larga y rubia cabellera. Miraron sorprendidos el rostro herido de Turner. Desde la mesa, situada junto a la ventana, Turner vio cómo el «Opel» aparcaba en la explanada, bajo su vista. La matrícula del automóvil era distinta, pero las lunas permanecían invariables. Tenía un terrible dolor de cabeza; apenas hubo bebido la mitad del whisky que le habían servido, le entraron ganas de vomitar. Pidió agua. La vieja le trajo una botella de agua mineral de la localidad, y le dio una larga explicación sobre el agua. Dijo que la habían utilizado en las dos guerras, cuando el hotel quedó convertido en hospital de urgencia, dedicado a atender a los que resultaban heridos en el intento de cruzar el río.

Hazel Bradfield dijo:

—El pasado viernes debíamos encontrarnos aquí para ir a cenar a su casa, Rawley se iba a Hannover. Pero, en el último momento, Leo se excusó. El jueves por la tarde llegó con retraso. No me inquieté por ello. A veces, ni siquiera venía porque tenía trabajo. Durante el último mes, más o menos, se portaba de una manera distinta. Advertí que había cambiado. Al principio pensé que se debía a la presencia de otra mujer en su vida. Estaba siempre yendo a sitios…

—¿Qué sitios?

—Una vez fue a Berlín. También fue a Hamburgo, Hannover, Stuttgart… Igual que Rawley. Al menos, eso me decía, aunque yo nunca estuve segura de que me dijera la verdad. La sinceridad no era su principal virtud. No se parecía en nada a usted.

—¿Y llegó con retraso? ¿El pasado jueves? ¡Dígalo ya!

—Sí. Había almorzado con Praschko.

En voz baja, Turner dijo:

—En el «Maternus».

—Leo y Praschko habían tenido una discusión. Así me lo dijo, con palabras muy propias de él. Uno de los más característicos Leo–ísmos era hablar de un modo que en nada comprometía al oyente. Era la Voz Pasiva. Habían tenido una discusión. Y no dijo sobre qué. Estaba preocupado, pensativo. Le conocía lo bastante bien como para no intentar sacarle de su ensimismamiento, y, por esto, nos limitamos a pasear. Paseamos mientras ellos nos vigilaban. Yo sabía lo que le preocupaba.

—¿Qué?

—Era el año que tanto había deseado. Había encontrado lo que buscaba, y ahora no sabía qué hacer con ello.

Encogió los hombros.

—Y, en aquel momento, también yo había encontrado lo que buscaba. Leo no se enteró de eso. Una sola palabra suya hubiera bastado para que yo hiciera las maletas, y me fuera con él.

Hazel Bradfield tenía la mirada fija en el río.

—Ni hijos, ni marido, ni ningún vínculo de sangre me lo hubiera impedido, si Leo hubiera querido que me fuera con él.

Turner preguntó en voz baja:

—¿Y qué encontró?

—No lo sé. Lo encontró, habló con Praschko, y Praschko le falló. Leo sabía que Praschko ya no podía serle de utilidad, pero tuvo que ir a su encuentro y cerciorarse de que no estaba equivocado al juzgar a Praschko.

—¿Y cómo sabe usted que ésta fue la reacción de Leo? ¿Qué le contó?

—Seguramente me dijo mucho menos de lo que en realidad pensaba. Creía que yo formaba parte de él.

Volvió a encoger los hombros:

—Yo era como un amigo para Leo. Y los amigos no formulan preguntas. ¿O sí?

—Siga.

—Dijo que Rawley se iba a Hannover, que el viernes por la noche, Rawley estaría en Hannover. Por esto, Leo proyectó cenar los dos juntos, en Königswinter. Sería una cena especial. Le pregunté: «¿Para celebrar algo?» «No. No, Hazel, no será una celebración». Pero, en aquellos días todo tenía un carácter especial, dijo, y no teníamos ya mucho tiempo por delante. No le renovarían el contrato. Pasado el próximo diciembre, ya no tendría más años por delante. Por lo tanto, ¿por qué no gozar de una buena cena, alguna que otra vez? Y, entonces, me miró de un modo terriblemente ambiguo, huidizo, y volvimos a caminar, él delante, y yo detrás. Me dijo que mejor sería que nos encontrásemos en Remagen, aquí. Y añadió: «Oye, Hazel, ¿se puede saber por qué diablos ha ido Rawley a Hannover? No sé, se me ha ocurrido ahora la pregunta… No es que me importe demasiado…»

Hazel Bradfield imitaba también la expresión del rostro de Leo Harting, frunciendo exageradamente el ceño, a la alemana, con un gesto de excesiva sinceridad. Y, seguramente, Hazel Bradfield empleaba esta expresión para burlarse cariñosamente de Leo Harting, cuando estaban solos los dos.

—¿Y por qué diablos fue Rawley a Hannover?

—Para nada. Sencillamente, no fue. Y Leo seguramente se enteró, ya que canceló la cita.

—¿Cuándo?

—Me llamó por teléfono, el viernes por la mañana.

—¿Qué dijo? Repítalo exactamente.

—Exactamente, dijo que aquella noche no podía acudir. No dio razón alguna. Lo sentía infinitamente, pero tenía que hacer algo, algo urgente. Habló en tono oficial: «Lo siento infinitamente, Hazel».

—¿Y nada más?

Hazel Bradfield hablaba esforzándose en evitar que los acentos dramáticos dominasen sus palabras.

—Le dije que bueno. Le deseé buena suerte.

De nuevo encogió los hombros.

—Y no le he vuelto a ver. Desapareció. Comencé a preocuparme. Llamé a su casa, de día y de noche, a todas horas. Y ésta es la razón por la que le invité a usted a cenar en casa. Pensé que quizá sabía algo. Pero estaba equivocada. Cualquier imbécil hubiera podido darse cuenta.

La muchacha rubia estaba de pie. Llevaba un largo y ceñido vestido de ante, y tuvo que tirar de él hacia abajo, a la altura del pubis, para alisar las profundas arrugas que lo cruzaban. La vieja señora escribía la nota de la consumición. Turner la llamó y le pidió más agua. La vieja señora salió a buscarla.

—¿Ha visto alguna vez esta llave?

Turner sacó con torpes movimientos la llave del interior del sobre oficial, y la dejó sobre el mantel, ante la vista de Hazel Bradfield, quien la cogió cautelosamente, y la sostuvo en la palma de la mano. Entonces, dijo:

—¿Dónde la ha encontrado?

—En Königswinter. Estaba en un bolsillo del traje azul.

Hazel Bradfield dijo sin dejar de examinar la llave:

—Es el traje que usaba los jueves.

Turner le preguntó sin disimular su asco:

—¿Esta es la llave que usted le dio? ¿La llave de su casa?

Al cabo de un rato, Hazel Bradfield repuso:

—Quizás ésa es la llave que nunca quise darle, quizás sea la única cosa que siempre me negué a entregarle.

—Siga.

—Imagino que esta llave es lo que Leo quería obtener de Jenny Pargiter. Esa zorra, Mary Crabbe, me dijo que Leo había tenido una aventura con la Pargiter.

Miró hacia la explanada, fijó la mirada en el «Opel» aparcado a la sombra, entre dos luces, y, después, sus ojos se orientaron hacia la zona al otro lado del río, allí donde se alzaba la casa de Leo.

—Dijo que en la embajada había algo que le pertenecía. Algo que le pertenecía desde hacía muchos años. «Me lo deben, Hazel». Pero no quiso decirme qué era. Recuerdos, dijo. Se trataba de algo enraizado en tiempos lejanos, y yo podía hacerme con la llave y entregársela. Entonces, él recuperaría lo que le pertenecía. Le dije: «Habla con ellos; díselo a Rawley; Rawley es comprensivo, humano». Dijo que no, que Rawley era la última persona a quien se lo pediría. No se trataba de nada valioso. Lo tenían guardado bajo llave, y ni siquiera sabían que lo tenían. Sé que quiere usted interrumpirme. No lo haga. Calle y escuche, porque le estoy diciendo más de lo que se merece.

Hazel Bradfield bebió un sorbo de whisky.

Prosiguió:

—Fue la tercera vez… en nuestra casa. Leo estaba en la cama, y comenzó a hablar del asunto: «No es nada malo, nada relacionado con la política, sino algo que me deben». Si él entrase también en el turno de guardia solucionaría fácilmente su problema, pero él no podía desempeñar los deberes de funcionario de guardia, debido a ser lo que era. Había una llave que nadie echaría en falta, ya que, en realidad, nadie sabía cuántas llaves había en el llavero. Y ésta era la llave que necesitaba.

Hizo un inciso.

—Rawley le fascinaba. Le gustaba estar en el cuarto en que Rawley se vestía, le gustaban las prendas y objetos propios del atuendo de un gentleman. Le gustaba verlos. En ocasiones, yo no era más que eso, para él: la esposa de Rawley. Le gustaba examinar los gemelos de la camisa, los sombreros… Quería enterarse de pormenores domésticos, tales como quién le limpiaba los zapatos, qué sastre le vestía… Entonces era cuando jugaba sus bazas importantes: cuando se vestía. Fingía recordar los pensamientos que le habían ocupado durante toda la noche. «Oye, Hazel, yo creo que podrías procurarme esta llave; sí, un día en que Rawley trabaje en la embajada hasta una hora avanzada de la noche, ¿no crees?, o sea, podrías ir a verle, y decirle que te habías olvidado algo en la sala de actos; sería sencillísimo la llave es distinta de las demás, es fácil de identificar, Hazel». Era esta llave.

Se la devolvió a Turner, y dijo, con átono acento:

—Le dije: «Eres listo, y no te costará mucho trabajo hacerte con la llave esa».

—¿Esto ocurrió antes de Navidades?

—Sí.

Turner susurró:

—¡Dios mío! ¡Qué estúpido, pero qué estúpido he sido!

—¿Por qué? ¿De qué se trata?

En los ojos de Turner brillaba el destello del logro.

—Nada. Sólo que, por un momento, olvidé que Leo Harting era un ladrón. Esto es todo. Pensé que sacaría un molde de la llave, pero no, no lo hizo, sino que la robó. ¡Es lógico!

—¡No es un ladrón! ¡Es un hombre! ¡Todo un hombre! ¡Es mil veces más hombre que usted!

—Sí, sí… ¡Claro! Ustedes dos eran superiores a cualquier otro. Sí, no se preocupe, ya he oído más de una vez este tipo de bobadas. Ustedes vivían en esa sublime zona de la vida que los demás ignoran, ¿no es eso? Ustedes eran los artistas, y Rawley el idiotizado técnico. Ustedes tenían alma, sí, y oían voces… Y Rawley se alimentaba de las sobras porque, al fin y al cabo, la amaba a usted. ¡Y pensar que yo creía que Jenny Pargiter era la persona que provocaba las risitas de todos! ¡Dios mío!

Miró hacia fuera, y, con la vista fija en el exterior, dijo:

—¡Pobre desgraciado! ¡Pobre hijo de mala madre! Jamás sentiré simpatía hacia Bradfield, de eso puede estar segura, pero, por Dios, le juro que le comprendo, que le comprendo absolutamente.

Después de dejar unas monedas encima de la mesa, Turner siguió a Hazel Bradfield. Y, tras ella, bajó los peldaños de piedra. Hazel Bradfield estaba asustada. Turner indagó:

—Supongo que Leo Harting jamás le habló de Margaret Aickman. No sé si sabe que iba a casarse con ella. Margaret Aickman ha sido la única mujer a quien Harting ha querido.

—Sólo a mí me quiso.

—Pero no le habló de ella. A otros, sí. De ella habló a todos, salvo a usted. ¡Fue su gran amor!

—No le creo. ¡Es mentira! ¡No le creo!

Turner abrió la portezuela del coche, e, inclinándose, introdujo la cabeza para hablar a Hazel Bradfield:

—Usted está en posesión de la verdad, ¿no es eso? Ha sido usted tocada por el dedo de una divinidad. Leo Harting la amaba. ¡Que se hunda el mundo, si es que así puede usted tener a su cariñito!

—Sí. He sido tocada por el dedo de una divinidad, como dice usted. Conmigo, Leo era sincero, era un ser real. Yo le obligué a serlo. Y sigue siéndolo, haga lo que haga en estos momentos. Fuimos felices, y no voy a tolerar que usted destruya este recuerdo. No, ni usted ni nadie. El fue quien me encontró, quien me descubrió, quien me hizo saber quién era yo.

—¿Y qué más encontró?

Milagrosamente, el motor del automóvil se puso en marcha.

—Encontró mi personalidad, y lo que encontró allá, abajo, fue el complemento necesario para que Leo resucitara…

—¿Abajo? ¿Dónde? ¿Adónde fue? ¡Dígamelo! ¡Usted lo sabe! ¿Qué le dijo?

El automóvil se puso en marcha, y se alejó lentamente por la explanada, sin que, ni por un instante, Hazel Bradfield volviera la vista atrás. Poco después se hundía en la noche, allá donde brillaban las diminutas luces.

El «Opel» se puso en marcha, dispuesto a seguir a Hazel Bradfield. Turner dejó que se alejara, y, luego, echó a correr hacia la carretera, y saltó a un taxi.

Los coches llenaban los aparcamientos de la embajada. En la entrada, la guardia había sido doblada. Una vez más, el «Rolls Royce» del embajador esperaba ante la puerta, como un viejo buque presto a conducirle al lugar en que se había alzado el temporal. Turner subió corriendo las escaleras. Tras él se agitaban los faldones del impermeable. Y, en la mano, dispuesta, llevaba la llave.