12

«Y allí estaba Leo, el hombre de segunda»

—He hablado ya con Lumley. Esta noche regresa usted a Inglaterra. La sección de viajes se encargará de conseguirle el pasaje.

Sobre el escritorio de Bradfield se amontonaban los telegramas.

—En su nombre, he pedido excusas a Siebkron.

—¿Excusas?

Bradfield cerró la puerta con pestillo.

—¿Es que todavía voy a tener que explicárselo? No cabe la menor duda, de que usted, lo mismo que Harting, tiene una mentalidad política subdesarrollada. Se encuentra usted aquí temporalmente, en calidad de diplomático; si no fuera así, puede usted tener la certeza de que en estos momentos estaría en la cárcel.

Bradfield estaba pálido de ira. Prosiguió:

—Sólo Dios sabe qué idea se le metió a De Lisle en la cabeza. Hablaré en privado con él.

Premeditadamente, ha desobedecido usted mis instrucciones. Bueno, imagino que las gentes de su oficio tienen su propio código de conducta, y que soy tan sospechoso como cualquier otro.

—Sus palabras le favorecen en exceso.

—Sin embargo, en este caso, Lumley, el embajador y las necesidades de la presente situación le colocaron específicamente bajo mi autoridad, y yo le ordené específicamente que no tomara iniciativa alguna que pudiera tener repercusiones fuera de la embajada. ¡Cállese y escúcheme! Y pese a lo dicho, en vez de mostrar aquella mínima consideración a que estaba usted obligado, acude a la casa de Harting a las cinco de la mañana, aterroriza a un hombre que estaba a su servicio, despierta a los vecinos, llama a gritos a De Lisle, y, por fin, provoca una intervención policial en toda regla que, dentro de pocas horas, será la comidilla de toda nuestra comunidad. Y no contento con eso, es usted cómplice de una estúpida mentira, según la cual contaron a la policía que estaban ustedes llevando a cabo un inventario. Creo que después de la definición que de sí mismo dio usted anoche a Siebkron, incluso éste sonreirá al escuchar esta historia.

—¿Algo más?

—Sí, señor, mucho más. Sea lo que fuere aquello que Siebkron pensaba que Harting había hecho, ahora usted le ha proporcionado una base para seguir creyéndolo. Usted mismo vio cuál es la actitud adoptada por Siebkron. Sólo Dios sabe lo que ahora pensará de nosotros este hombre.

Turner aconsejó:

—En este caso, más valdrá que se lo cuente todo. ¿Por qué ocultarlo? Evítele esfuerzos mentales. ¡Dios mío, Siebkron sabe más cosas que nosotros! ¿Por qué nos empeñamos en convertir en un secreto algo que todo el mundo sabe? Lo peor que podemos hacer es alentarles a que nos vayan a la caza.

—¡No quiero ni oír hablar de eso! Cualquier cosa, cualquier duda, cualquier sospecha por su parte, es mejor que nuestro reconocimiento, en este momento, de que durante veinte años un miembro del personal diplomático de esta embajada ha estado al servicio de los soviéticos. ¿Es que no puede usted comprenderlo? ¡Me niego a decírselo! Que piensen y que hagan lo que quieran. Sin nuestro asentimiento, únicamente pueden hacer conjeturas.

Sus palabras fueron como un acto de fe personal. Estaba sentado, inmóvil y con la espalda erguida, como un centinela de guardia ante el emblema nacional.

—¿Esto es todo?

—Por lo general, se cree que ustedes tienen la obligación de trabajar en secreto. Se les llama con la idea de que observarán ustedes ciertas normas de discreción. Podría decirle unas cuantas cosas referentes a su comportamiento aquí, y de buena gana lo haría si no hubiera usted demostrado con claridad meridiana que todo lo referente al comportamiento y los modales le tiene muy sin cuidado. Sin embargo, quiero que sepa que nos llevará mucho tiempo limpiar toda la suciedad que ha conseguido usted dejar a su paso. Al parecer, usted cree que no me entero de nada. Pues sepa que ya he tenido que tranquilizar a Gaunt y a Meadowes. Y no tengo la menor duda de que también habré de apaciguar los ánimos de otros.

Turner dijo:

—Más valdrá que me vaya esta tarde.

Turner había mantenido la mirada fija en el rostro de Bradfield. Prosiguió:

—No he hecho más que organizar líos, ¿no es eso? Bueno, lo siento. Siento mucho que esté usted tan descontento de mis servicios. Escribiré una carta ofreciendo excusas. Esto es lo que Lumley quiere que haga. Una carta suave como un guante. No se preocupe, escribiré la carta. —Lanzó un suspiro—. Parece que soy una especie de Jonás. Lo mejor que puede hacer es echarme. Esto representa un mal trago para usted. No le gusta despedir a la gente, ¿verdad? Prefiere firmarles un contrato.

—¿Qué pretende insinuar?

—¡Que tiene usted muy buenas razones para pedir discreción al prójimo! En broma, le pregunté a Lumley: ¿Qué es lo que Bradfield quiere? ¿Los documentos o el hombre que los robó? ¡Oiga, Bradfield! ¿Se puede saber qué lío se trae entre manos? ¡Espere! Hoy le da usted un cargo, y al día siguiente no quiere usted ni oír hablar de él. Si ahora le trajesen el cadáver de Harting, se quedaría usted tan fresco. Se limitaría a buscar documentos en sus bolsillos, y, luego, diría que lo enterrasen.

Turner, sin saber por qué, se fijó en los zapatos de Bradfield. Estaban confeccionados a mano, y eran de aquel color de caoba oscura que tan sólo logran dar al cuero los criados o aquellos hombres que han crecido acostumbrados a ser servidos.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Ignoro quién es la persona que le tiene a usted bajo su poder, y no me importa. A juzgar por la manera en que se arrastra ante él, diría que es Siebkron. ¿Se puede saber por qué nos invitó a los dos a su casa, anoche, si tanto teme ofenderle? ¿Con qué finalidad lo hizo? ¿O acaso, Siebkron le ordenó que así lo hiciera? No conteste todavía, ahora me toca hablar a mí. Usted es el ángel custodio de Harting, ¿no se da cuenta de esto? Se nota a la legua, y tan pronto llegue a Londres lo diré por escrito y con letras de a palmo. Usted le renovó el contrato, ¿verdad? Esto sólo para empezar. Le renovó el contrato, pese a que le despreciaba. Pero no sólo le dio trabajo, sino que se inventó usted trabajo para él. Sabía usted muy bien que al Ministerio de Asuntos Exteriores el Programa de Destrucción le importaba un pito. Y lo mismo cabe decir del índice de personalidades. Pero usted interpretó una comedia, y usted dio importancia a lo que no la tenía, sólo para beneficiar a Harting. Y no me diga que actuó impulsado por la compasión hacia un hombre que no pertenecía a su clase.

Con aquel leve matiz de desengaño o de desprecio hacia sí mismo, que Turner había tenido ocasión de advertir en Bradfield, éste observó:

—Si algo hubo de eso, poco o nada queda ahora.

—Entonces, ¿quiere hacer el favor de explicarme lo de las juntas de todos los jueves?

Una sombra de dolor, de puro y simple dolor, cruzó el rostro de Bradfield.

—Dios mío, es usted insoportable.

Lo dijo como si expresara en voz alta un pensamiento, un juicio formulado en su fuero interno, antes que como un reproche.

—Sí, hábleme de esa junta de los jueves a la que no iba. Usted fue quien impidió que Harting siguiera yendo a la junta, y quien encargó de ello a De Lisle. Sin embargo, Harting continuó saliendo de la embajada todos los jueves por la tarde. ¿Se lo prohibió usted? ¡Y un cuerno! Y supongo que incluso sabe adónde iba.

Con la llave de oscuro metal que había encontrado en el traje azul de Harting, Turner señaló a Bradfield.

—Sí, lo sabe porque me consta que hay un lugar al que iba, un lugar especial, un escondite. Creo que le estoy diciendo algo que usted sabe. ¿Y con quién se reunía Harting, en este lugar? ¿También lo sabe? Antes, yo pensaba que se reunía con Praschko, pero dejé de hacerlo cuando recordé que fue usted quien me sugirió la idea. Por esto, ahora, ando con pies de plomo siempre que pienso en Praschko.

Turner hablaba a gritos, con el cuerpo inclinado sobre la mesa, mientras Bradfield le escuchaba con la cabeza gacha.

—Y en cuanto a Siebkron, no olvide que dirige una red policial, y que, según sabemos, emplea docenas y docenas de agentes. Harting tan sólo era el eslabón de una cadena. No puede usted controlar lo que Siebkron puede llegar a saber ni lo que debe ignorar. Sepa que nos enfrentamos con hechos reales, no con un problema diplomático.

Turner indicó con la mano la ventana y las borrosas colinas que se alzaban al otro lado del río.

—Allí la gente vive, la gente fornica, habla con los amigos, viaja… Esa gente ha salido a la superficie exterior, y sabe cómo es el mundo.

Bradfield observó:

—Saberlo exige muy poco esfuerzo, a cualquier persona inteligente.

—Y eso es lo que comunicaré a Lumley tan pronto llegue a la tierra de las nieblas. ¡Harting no trabajaba solo! Tenía un jefe, así como una persona que le controlaba. Y por lo que yo sé, este jefe y esta persona eran un mismo hombre. ¡Y por lo que yo sé, Leo Harting era el caprichito de Rawley Bradfield! ¡Sí! ¡Porque también había un poquito de vicio en el asunto! ¡Un poquito de ese vicio que tanto se da en los elegantes colegios ingleses!

Bradfield estaba de pie, con el rostro contraído por la ira. En voz silbante dijo:

—Diga a Lumley lo que quiera, pero salga de aquí y no vuelva jamás.

En aquel instante, la rojiza y abotargada cara de Mickie Crabbe asomó por la puerta que comunicaba con el despacho de miss Peate. Tenía una expresión intrigada y algo indignada. En un gesto absurdo, se mordisqueaba el bigote de color de jengibre. Dijo:

—Oye, Rawley…

Pero se interrumpió y volvió a empezar, como si la primera vez hubiera iniciado mal la frase:

—Siento mucho interrumpirte, Rawley. Bueno, pero el caso es que he intentado entrar por la puerta que da al corredor, y el pestillo estaba echado. Lo siento, Rawley. Quería decirte algo referente a Leo.

Pronunció muy de prisa las palabras siguientes:

—Acabo de verle en la estación del ferrocarril. La mar de feliz, tomándose una cerveza.

Bradfield dijo:

—Di lo que sepas lo antes posible. De prisa.

Crabbe comenzó a hablar en tono defensivo:

—Bueno, he ido para hacerle un favor a Peter De Lisle. Esto es todo.

Turner percibió un olorcillo a alcohol y menta en el aliento de Crabbe.

—Peter se fue al Bundestag. Ya sabes, el debate sobre la legislación para circunstancias de excepción. Cosa seria, parece. Hoy era el segundo día de debate. Por esto, Peter me pidió que fuese a la estación, para ver qué pasaba en la juerga esa que habían organizado los tipos esos. Ya sabes, la llegada de los jefes del Movimiento, desde Hannover. Se trataba de ir allá, y verles llegar, y fijarme en quiénes venían, y todo lo demás.

Como si se disculpara, observó:

—A menudo, hago trabajillos extras para ayudar un poco a Peter. La cosa resultó un festival por todo lo alto. Periodistas, televisión, focos, montañas de coches en la carretera…

Dirigió una mirada nerviosa a Bradfield.

—Donde suelen estar los taxis, se encontraban aparcados todos los coches, tú ya sabes dónde, Rawley. Bueno, y una multitud tremenda. Todos gritando «rarara…», y ondeando banderas negras, como antes. También había una banda de música…

Sacudió la cabeza maravillado ante la imagen que, sin duda, evocaba.

—La plaza estaba materialmente cubierta de carteles con frases.

Turner le apremió:

—¿Y ha visto a Leo? ¿Entre la multitud?

—Bueno, algo así.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Bueno, pues que le he visto por detrás. La cabeza y los hombros. Durante un instante tan sólo. No tuve tiempo de abordarle. Desapareció en seguida.

Con sus grandes manos de acero, Turner agarró a Crabbe:

—¡Ha dicho que le ha visto tomándose una cerveza!

Bradfield dijo:

—Suéltele.

—¡Alto ahí! ¡Estése quieto!

Y, por un instante, la expresión de Crabbe fue casi feroz. Siguió:

—Le vi después, cuando se acabó el espectáculo. Cara a cara, casi.

Turner le soltó.

—Llegó el tren, y todos comenzaron a gritar y a dar vivas, y a apretujarse para ver a Karfeld. Creo que incluso hubo tortas, allí, en la parte exterior de la multitud. Pero los que se pegaron fueron los periodistas, principalmente. Chusma.

Pronunció esta última palabra con verdadero odio.

A propósito, el mierda ese de Sam Allerton estaba allí. Seguro que fue él quien provocó las bofetadas.

—¡Por el amor de Dios! Turner aulló.

Y Crabbe le miró derechamente a la cara, con expresión que parecía un reproche por sus malos modales.

—Primero salió Meyer-Lothringen. La policía había montado como una especie de puente, con jaulas de transportar ganado, para que pasara. Luego salió Tilsit, y después Halbach, y todos gritaban como locos.

Hizo una pausa, y, con una oscura expresión, añadió:

Beatles. La mayoría eran chavales. Muchachos con pinta de estudiante, y con el pelo largo. Todos se abalanzaban sobre los jefes del Movimiento y querían tocarlos. No vimos a Karfeld. Un tipo que tenía al lado dijo que seguramente había salido por el otro lado, y que, luego, se metió por el paso subterráneo para que la multitud no le viera. De ahí que se empeñe en que le monten estas enormes tribunas y plataformas, en todos sitios. Bueno, el caso es que la mitad de la multitud salió de estampía, en busca de Karfeld. La otra mitad se quedó, no fuera que apareciera. Y, entonces, anunciaron por un altavoz que podíamos ir a casita porque Karfeld se había quedado en Hannover. Tanto mejor para Bonn, pensé yo.

Sonrió, y preguntó:

—¿No?

No le contestaron. Crabbe prosiguió:

—Los periodistas estaban furiosos, y pensé que lo mejor era que llamase por teléfono a Rawley, para decirle que Karfeld no había venido. A los de Londres les gusta seguirle la pista. A Karfeld, claro.

Dirigió estas últimas palabras a Turner.

—Les gusta saber con quién habla, y qué clase de compañías frecuenta.

Tras una pausa, prosiguió:

—Bueno, el caso es que, junto al vestíbulo de la estación, hay una oficina de correos que está abierta las veinticuatro horas del día, y, al salir de esta oficina, pensé que no estaría nada mal que me tomara una taza de café, para aclarar ideas.

Crabbe hizo un débil intento, mediante un gesto, de conseguir que Bradfield y Turner comprendieran sus deseos.

—Y resulta que eché una ojeada a la sala de espera, a través del cristal de la puerta. Las puertas están al lado. O sea, la puerta del restaurante y la de la sala de espera están una al lado de la otra. Hay como un bar, con algunas mesas para sentarse. Quiero decir para sentarme y tomar una copa.

Lo dijo como si hacer esto último fuera una extraña excentricidad que, en alguna que otra ocasión, había presenciado.

—Hay dos restaurantes. El de primera y el de segunda. Y los dos tienen puerta de cristal.

Turner dijo entre dientes:

—¡Por compasión!

—Y allí estaba Leo. En el de segunda. Sentado ante una mesa. Iba con trinchera, sí, era una prenda de aspecto militar. Tenía mal aspecto.

—¿Borracho?

—No sé. Realmente, sería demasiado, ¿no? Eran las ocho de la mañana.

Al hacer esta observación, Crabbe compuso una expresión de inocencia.

—Se le veía cansado, y, bueno, no tenía aquel aspecto atildado que suele tener. Estaba así, como sin brillo.

Y añadió en un estúpido comentario:

—Claro que esto a cualquiera puede ocurrirle, supongo.

—¿Habló con él?

—No, gracias. Ya sé cómo las gasta cuando se encuentra en este estado de ánimo. Le dejé en paz, y decidí regresar para decírselo a Rawley.

Bradfield terció rápidamente:

—¿Llevaba algo? ¿Una cartera? ¿Algo que pudiera contener papeles?

Crabbe murmuró:

—Nada, muchacho. Lo siento.

Los tres quedaron en silencio, mientras Crabbe, parpadeante, miraba alternativamente a Bradfield y a Turner.

Al fin, Bradfield musitó:

—Está bien, Crabbe. Hiciste lo que debías.

Turner gritó:

—¿Que hizo bien, dice? ¡Hizo lo peor que podía hacer! ¡Leo no es un enfermo infeccioso! ¿Por qué no habló con él? ¿Por qué no lo cogió por el cogote y lo arrastró hasta aquí? ¿Por qué no le habló razonablemente e intentó convencerle? ¡Dios mío, si parece que estén muertos, ustedes dos! Bueno, ¿y ahora qué? Probablemente se ha esfumado, y quizás ésta ha sido nuestra última ocasión para cogerle. Lo más seguro es que estuviera esperando por última vez a su enlace. Quizá le han traicionado, en el momento de facilitarle la huida. ¿Estaba solo o acompañado?

Turner abrió la puerta.

—He preguntado si estaba solo o acompañado. ¡Vamos, conteste!

Crabbe dijo:

—Iba con una niña.

—¿Con quién?

—Con una niña de seis o siete años. Hablaba con ella, y parecía que esta niña iba con alguien que no era Harting.

—¿Le reconoció?

—Lo dudo. Parece que ni me vio.

Turner cogió el impermeable que había colgado en un perchero. Crabbe dijo al ver el gesto de Turner:

—Yo no voy, lo siento.

—¿Y usted? ¿Qué espera, aquí pasmado? ¡Vamos!

Bradfield permaneció inmóvil.

—¡Por el amor de Dios!

—Yo me quedo. Crabbe tiene automóvil y podrá acompañarle. Ha transcurrido casi una hora desde que le vio, o creyó verle; ahora hay mucho tránsito, y tanto venir como ir a la estación lleva bastante tiempo. Seguramente se ha ido ya. No estoy dispuesto a ocuparme de gestiones inútiles.

Haciendo caso omiso de la atónita expresión de Turner, prosiguió:

—El embajador me ha ordenado que no salga del edificio de la embajada. Esperamos noticias de Bruselas, de un momento a otro; es muy probable que el embajador quiera entrevistarse con el canciller.

—Pero ¿qué diablos cree usted que es esta conversación de ahora? ¿Una conferencia tripartita? ¡Harting puede llevar encima un montón de documentos secretos! No es de extrañar que tenga aspecto de hombre preocupado… ¿Se puede saber qué le pasa, Bradfield? ¿Es que verdaderamente quiere que Siebkron encuentre a Harting antes que usted? ¿Es que quiere que Siebkron le atrape con todos los documentos encima?

—Ya se lo he dicho antes, los documentos secretos no son sacrosantos, no son lo más importante que existe en el mundo, aunque debo reconocer que preferimos conservarlos en nuestro poder. En cuanto a mis deberes en la embajada…

—¿Pero estos secretos, los de la caja verde, sí son de suma importancia?

Bradfield dudó. Turner gritó:

—¡Yo carezco de toda autoridad sobre Harting! ¡Ni siquiera sé qué aspecto tiene! ¿Qué diablos puedo hacer, cuando le encuentre? ¿Decirle que usted quiere hablar con él? Usted es su jefe, ¿sí o no? ¿Quiere usted que Ludwig Siebkron le encuentre antes que usted?

En una absurda reacción, las lágrimas comenzaron a llenar los ojos de Turner. Lanzó un grito de encarecida súplica:

—¡Bradfield!

Sin mirar a Bradfield, Crabbe musitó:

—Estaba solo. Completamente solo, amigo mío. Con la niña, claro. De eso estoy seguro.

Bradfield miró a Crabbe, y, después a Turner. Una vez más había en su rostro una expresión de íntimo dolor, difícilmente contenido. Al fin, muy a su pesar, reconoció:

—Es cierto. Yo soy el superior de Harting. A mí me incumbe esta responsabilidad. Más valdrá que vaya.

Cerró cuidadosamente la puerta del despacho, le dijo a miss Peate que Gaveston le sustituyera durante su ausencia, y, seguido de Crabbe y Turner, se dirigió hacia las escaleras.

A lo largo del corredor se alineaban los nuevos extintores de incendios, recién llegados de Londres, como centinelas de rojo uniforme. En el descansillo había un cargamento de camas de acero, desmontadas, en espera de que alguien las montara. En una carretilla para transportar expedientes, había un montón de mantas. En el vestíbulo, dos hombres, subidos a sendas escaleras, colocaban un telón de acero. Gaunt, el moreno guardia de la embajada, contempló sorprendido cómo los tres hombres —Crabbe al frente de los otros dos— salían por las puertas de cristal, en dirección al aparcamiento.

Bradfield condujo el automóvil con una audacia que sorprendió a Turner. Recorrieron las calles a toda velocidad, pasando los semáforos con luz ámbar, y avanzando por la izquierda de la calle, a fin de tomar más fácilmente el viraje que debía conducirles a la estación. Al llegar al punto en que la policía comprobaba los documentos de los conductores, apenas se detuvieron; Bradfield y Crabbe habían sacado de antemano sus rojas cartillas de identificación, y las mostraron a través de la ventanilla. El automóvil rodaba por una calle de húmedos adoquines, sobre las vías del tranvía. Cuando las ruedas patinaban, Bradfield mantenía el volante inmóvil, y esperaba pacientemente a que el automóvil recuperase la estabilidad. Avanzaron hacia una intersección con la señal «Ceda el paso» y la cruzaron sin disminuir la velocidad, bajo las narices de un autobús que surgió por uno de los lados. Aquí había menos coches, y los peatones atestaban el arroyo.

Algunos llevaban banderas, y otros vestían las grises gabardinas y se tocaban con los negros sombreros que constituían el uniforme de los miembros del Movimiento. Los viandantes se apartaban, y miraban la matrícula del automóvil conducido por Bradfield, así como la brillante pintura que delataba su procedencia extranjera. Bradfield no tocaba el claxon ni cambiaba la marcha, sino que seguía adelante dejando que fueran los peatones quienes se apartaran para evitar el atropello. En una ocasión, un viejo, sordo o borracho, le obligó a frenar; en otra, un muchacho atizó una palmada al techo del coche, y Bradfield se quedó rígido y pálido. En las escaleras de la estación había confetti, y las columnas estaban cubiertas de carteles con frases del Movimiento. Un taxista gritaba como si el automóvil de Bradfield hubiera chocado con su taxi. Habían aparcado en el lugar destinado a los taxis.

Crabbe gritó a Turner, quien había echado a correr:

—¡A la izquierda!

Un ancho pasillo les condujo al vestíbulo.

Turner oyó la voz de Crabbe, que le gritaba por segunda vez:

—¡Siga a la izquierda!

Para llegar al andén había que cruzar tres barreras; sentados en sus garitas de cristal, había tres empleados dedicados a comprobar los billetes de los viajeros. Unos avisos redactados en tres idiomas, advirtieron a Turner que no debía pedir trato de favor a los empleados de la compañía de ferrocarriles. Unos sacerdotes que formaban un grupo hablaban en voz baja, le miraron con expresión de censura. Su gesto decía que la prisa no es virtud cristiana. Una muchacha rubia, con la piel del rostro muy tostada, cargada con un saco de lona y unos esquíes muy usados, pasó peligrosamente cerca de Turner, quien vio el temblor del jersey de la chica.

Crabbe dijo:

—Estaba sentado aquí.

Pero en aquel instante, Turner ya había abierto la puerta de cristal del restaurante, y estaba dentro de él, mirando, a través del humo de tabaco que impregnaba la atmósfera, todas las mesas una a una. Un altavoz difundió en roncos tonos un aviso referente a la necesidad de efectuar transbordo en Colonia. Crabbe decía:

—Se ha ido. El pájaro ha volado.

El humo del tabaco era muy denso; parecía ascender, en la zona iluminada por los tubos, y arremolinarse en los rincones oscuros. Olía a cerveza, jamón y desinfectante municipal; el mostrador, al fondo, formado con baldosas, brillaba como un muro de hielo en la niebla. En el reservado formado con tabiques de madera de color castaño, había una familia de gente pobre que se hallaba de viaje; las mujeres eran viejas y vestían de negro; llevaban las maletas atadas con cuerdas; los hombres leían periódicos griegos.

En otra mesa, una niña, junto a un borracho, hacía rodar tapetes circulares para cerveza. Esta era la mesa que Crabbe indicaba:

—Ahí, donde está la niña, se estaba tomando una pilsen.

Prescindiendo del borracho y de la niña, Turner cogió los vasos y los miró, sin ver en ellos nada revelador. En el cenicero había tres colillas muy apuradas. Una de ellas todavía humeaba. La niña estuvo mirando a Turner, mientras éste se agachaba, buscaba en el suelo, y se erguía con las manos vacías; le observó mientras iba de una a otra mesa, y fijaba su mirada en los rostros, ponía la mano en un hombro, apartaba un periódico, tocaba un brazo.

Turner gritó:

—¿Es él?

En un rincón, un solitario sacerdote leía el Bildzeitung; a su lado, medio oculto por las sombras, un gitano de oscuro rostro comía castañas asadas, que sacaba de una bolsa de papel.

—No.

—¿Es éste?

Crabbe, muy nervioso, dijo:

—Lo siento, amigo mío. No hemos tenido suerte. No se excite.

Junto a la ventana de opacos cristales, dos soldados jugaban al ajedrez. Un hombre con barba, efectuaba los movimientos propios de comer, pese a que no tenía comida ante sí. Fuera, en el andén, llegaba un tren; la vibración sacudió platos, vasos y tazas. Crabbe conversaba con la camarera. Tenía la cabeza inclinada hacia ella, hablaba en susurros, y había puesto la mano en la carne del brazo de la mujer. La camarera sacudió negativamente la cabeza.

—Veamos si la otra sabe algo —dijo Crabbe, cuando Turner llegó junto a él.

Los dos, juntos, cruzaron la estancia, y, en esta ocasión, la mujer sacudió afirmativamente la cabeza, orgullosa de recordar, y explicó una larga historia, mientras señalaba a la niña, y hablaba de «der kleine Herr», del pequeño caballero, y, otras veces, tan sólo de «der Kleine», como si el tratamiento de «caballero» antes fuera un tributo a quienes la interrogaban que a Harting.

Un tanto sorprendido, Crabbe dijo:

—Estuvo aquí hasta hace un cuarto de hora. Al me nos eso es lo que la camarera dice.

—¿Se fue solo?

—No le vio salir.

—¿Qué impresión le causó Harting?

—Despacito, despacito… Esta mujer no es ningún genio, amigo mío. Si le hacemos preguntas así, se negará a contestar.

—¿Por qué se fue? ¿Es que vio a alguien? ¿Le hicieron alguna seña desde la puerta?

—Muchacho, no se líe la manta a la cabeza. La camarera no le vio salir. Apenas se fijó en Harting, por que éste pagó las consumiciones en el momento en que se las sirvieron. Igual que si, en un momento dado, tuviera que salir a toda prisa. Como si esperase un tren. Salió para ver el espectáculo, cuando llegaron los del Movimiento, luego regresó, encendió otro cigarro, y se tomó otra copa.

—Entonces, ¿qué diablos pasa? ¿Por qué pone usted esa cara?

Con el ceño ridículamente fruncido, Crabbe murmuró:

—Es rarísimo.

—¿Qué es rarísimo?

—Eso. Todo. Ha estado aquí. Estaba solo. Se ha tomado unas copas, sin emborracharse. Durante un rato ha jugado con la niña. Era una niña griega. Sí, eso ha sido lo mejor, desde su punto de vista: jugar con la niña.

Crabbe entregó una moneda a la mujer, y le dio las gracias muy ceremoniosamente.

Crabbe dijo:

—Quizá sea mejor que no le hayamos encontrado Cuando se encuentra en este estado de ánimo es un tipejo agresivo. Se pega con el lucero del alba.

—¿Cómo lo sabe?

Crabbe esbozó un gesto de recuerdo de algo desagradable, y murmuró, con la mirada todavía fija en la camarera:

—¡Si le hubiera visto usted, aquella noche, en Colonia! ¡Dios mío!

—¿Se refiere a la pelea? ¿Estaba usted allí?

Crabbe repitió, en tono de conmovida sinceridad:

—Puede estar seguro de que, cuando el muchacho se enfada de veras, más vale no estar por sus alrededores. Mire.

Crabbe había extendido la mano, bajo la vista de Turner. En la palma había un botón de madera, idéntico a aquellos que Turner había encontrado en el interior de la caja de metal, con la superficie rascada, en Königswinter. Crabbe dijo:

—La camarera encontró esto en la mesa. Pensó que quizá Harting lo necesitaba y se lo pediría. Lo conservó, no fuera que volviera a buscarlo.

Bradfield se acercó lentamente a ellos. Tenía las facciones contraídas, aunque sin expresión.

—Parece que no está aquí.

No le contestaron.

—¿Estás seguro de que le viste?

—Totalmente seguro. Lo siento, Rawley.

—Bueno, supongo que estamos obligados a creerte. Propongo que regresemos a la embajada.

Miró a Turner.

—A no ser que usted prefiera quedarse, para comprobar cualquier otra teoría.

Dirigió la mirada alrededor. Todos los rostros estaban orientados hacia él. Detrás del mostrador, una cafetera cromada lanzaba vapor, sin que nadie le prestara atención. Todos estaban quietos.

—Parece que ha conseguido impresionarles, Turner.

Mientras se dirigían despacio hacia el coche, Bradfield dijo:

—Puede usted venir a la embajada para recoger sus cosas, pero debe partir antes de la hora del almuerzo. Si ha de llevarse documentos, déjelos a cargo de Cork y se los mandaremos por correo. Hay un vuelo a las siete. Más valdrá que coja este avión. Y si no consigue plaza, váyase en tren. Pero de un modo u otro, váyase.

Esperaron en silencio, mientras Bradfield hablaba con los policías y les mostraba su roja tarjeta de identidad. El alemán de Bradfield tenía un sonido muy inglés, pero era gramaticalmente impecable. Los policías asintieron con la cabeza y saludaron. Entonces, el automóvil prosiguió su camino. Por entre los rostros adustos de la multitud, se dirigieron despacio a la embajada.

Crabbe musitó:

—Es raro que Leo pasara la noche en un lugar como éste.

Pero Turner tocaba ahora con las puntas de los dedos la llave que guardaba en el sobre oficial, en su bolsillo, y todavía se preguntaba, intensificando así su sensación de fracaso, qué puerta había abierto aquella llave.