6

El hombre-memoria

Se encontraban en un pequeño santuario, en un tanque reforzado con acero, que se utilizaba como fortaleza y como oficina, al mismo tiempo. Las ventanas estaban doblemente protegidas, primero con una fina tela metálica, y después, con barrotes de acero. De las estancias contiguas llegaba el constante rumor de pasos y de roce de papeles. Meadowes vestía de negro. De los bordes de las solapas de la chaqueta de Meadowes sobresalían cabezas de alfileres. A lo largo de las paredes, los alargados armarios de acero estaban de pie, como centinelas, cada uno de ellos con un número y una cerradura de combinación.

—Entre todos aquellos a quienes he jurado no volver a ver jamás…

—Turner ocupa el primer lugar. De acuerdo. No es usted el único. Más vale olvidarlo. ¿Le parece bien?

Se sentaron. Meadowes dijo:

—La chica ignora que está usted aquí, y no pienso decírselo.

—De acuerdo.

—El la había visto unas cuantas veces, y entre los dos no había nada.

—Me mantendré alejado de ella.

Meadowes habló sin dirigirse a Turner, sino, más allá, a los archivadores de acero.

—Sí. Está obligado.

Turner dijo:

—Haga un esfuerzo, y olvide que trata conmigo. Tómeselo con calma, hay tiempo.

Durante unos instantes la expresión de Turner pareció alterarse, las sombras cubrieron sus vulgares facciones hasta que el rostro adquirió, sin dejar de ser el mismo, un aspecto tan viejo y tan cansado como el de Meadowes, quien, ahora, dijo:

—Se lo voy a contar inmediatamente. Le contaré cuanto sé, y, después, se larga, ¿eh?

Turner afirmó con la cabeza. Meadowes dijo:

—Comenzó con el Club de Automovilistas Exiliados. En realidad, fue allí donde le conocí. Me gustan los coches, siempre me han gustado. Me había comprado un «Rover» de tres litros, para cuando esté jubilado…

—¿Cuánto tiempo lleva usted aquí?

—Un año. Sí, ahora hace un año.

—¿Vino directamente de Varsovia?

—Pasamos una corta temporada en Londres. Luego, me destinaron aquí. Tenía cincuenta y ocho años, me faltaban dos más, y, después de lo de Varsovia, me había propuesto tomarme las cosas con calma. Quería ocuparme de la chica, hacer lo posible para que se recuperase…

—Comprendo.

—Por regla general, salgo poco de casa, pero ingresé en este club, un club de gente decente, cuyos socios son casi todos ingleses o de los países de la Commonwealth. Pensé que sería agradable. Pasaría allí una velada a la semana, luego habría las excursiones veraniegas, y las reuniones de invierno. Podía llevar a Myra, para que volviera a tratar gente, y, al mismo tiempo, vigilarla. Al principio, también a ella le gustó. Se sentía desorientada y necesitaba tratar con gente.

Turner dijo:

—Sí…

—Cuando ingresamos, los socios eran, por lo general, simpáticos y agradables, aunque, como ocurre en todo club, también éste tiene altibajos. Todo depende de quiénes lo rigen. Cuando se forma un grupo de gente buena, uno se divierte; cuando se reúne un grupo de mala gente, vienen en seguida las murmuraciones y todo lo demás.

—¿Y Harting, era un hombre importante, allí?

Meadowes habló con un firme acento de reproche, como el padre que corrige a su hijo.

—¿Quiere hacer el favor de dejar que se lo explique a mi modo? No, Harting no era importante entonces. Era socio, un socio más. Iba muy de vez en cuando. Creo que, en seis semanas, no fue ni una sola vez. En realidad, no era un lugar adecuado para él. Al fin y al cabo, tenía la calidad de diplomático, y el Club de los Exiliados no es para diplomáticos. A mediados de noviembre celebramos junta general. ¿No saca su libretita negra?

Inmóvil, Turner repuso:

—Noviembre. Junta general. Hace cinco meses.

—Fue una reunión extraña. Había un ambiente raro. Karfeld había comenzado su campaña hacía seis semanas, y creo que todos nos preguntábamos qué iba a ocurrir. Freddie Luxton, que era quien presidía, se disponía a irse a Nairobi; a Bill Aintree, secretario de actividades sociales, acababan de comunicarle su nuevo destino en Corea, y los restantes socios estábamos la mar de ocupados en la tarea de elegir nuevos directivos, de discutir los diversos puntos de la orden del día, y de organizar la excursión de invierno. Y, entonces, intervino Leo, de manera que su intervención representó su primer paso en el camino que habría de llevarle a trabajar en archivos.

Meadowes guardó silencio durante unos instantes, y dijo:

—Realmente, no sé cómo pude ser tan estúpido. De veras que no lo sé.

Turner esperó.

—La verdad es que no le conocíamos, por lo menos ignorábamos que estuviera interesado en las cosas del Club de los Exiliados. Además, también tenía su fama.

—¿Qué clase de fama?

—Bueno, se decía que era un poco bohemio. Siempre de juerga. Y corría cierta historia sobre algo ocurrido en Colonia. No me gustaba lo que de él había oído decir, y, se lo digo francamente, no quería que Myra le tratara.

—¿Qué decía esta historia de Colonia?

—Bueno, no se trataba más que de rumores.

Tuvo una pelea. Una de esas peleas de club nocturno.

—¿Se daban detalles?

—No.

—¿Quién más intervino en la pelea?

—No tengo la menor idea. ¿Por dónde iba?

—Los «Exiliados». La junta general.

—La excursión de invierno, sí. Entonces, Bill Aintree dijo: «Bueno, ¿qué sugerencias hacen los miembros?» Y Leo se levanta inmediatamente. Estaba tres sillas detrás de la mía. Y yo voy y digo a Myra: «¿Qué se le habrá ocurrido a ése?» Pues bien, Leo dijo que tenía una propuesta que hacer. Para la excursión de invierno. Dijo que era amigo de un hombre ya viejo, propietario de una flota de barcazas; se trataba de un hombre muy rico, y que sentía gran simpatía hacia los ingleses, que ocupaba un cargo importante en la Sociedad Anglo-Germana. Y este hombre estaba dispuesto a prestarnos dos barcazas, con su tripulación, para llevar a todos los socios del club a Coblenza, y, luego, devolverlos aquí. Estaba dispuesto a hacer esto en agradecimiento a cierto favor que los ingleses le prestaron durante la ocupación.

Meadowes hizo una pausa. Una débil sonrisa de afecto iluminó sus entristecidas facciones. Y, entonces, dijo:

—Leo conocía a mucha gente de este tipo. Añadió que en las barcazas habría lugar bajo techo para todos, que durante el trayecto podríamos tomar café y ron, y que al llegar a Coblenza haríamos un gran almuerzo. Leo lo había dispuesto todo; calculaba que podía arreglárselas de manera que nos saliera a veintiún marcos con ochenta céntimos por cabeza, contando las bebidas y un regalo para su amigo.

Meadowes se detuvo un instante, y dijo:

—Lo siento, pero no puedo explicarlo de prisa. Tengo que hacerlo a mi modo.

—No he dicho nada.

—Me está presionando constantemente, lo noto —dijo Meadowes en tono quejoso, y, luego, suspiró. Volvió a hablar—: Todos se entusiasmaron, sí, todos lo aceptamos, tanto si a la comisión le gustaba como si no. Ya sabe cómo es la gente, cuando un hombre sabe qué es lo que la gente quiere…

—Sí, lo sé. ¿También él lo sabía?

—Imagino que algunos pensaron que Leo actuaba con algún propósito u otro, pero a nadie le importaba. Unos cuantos de nosotros pensamos que posiblemente él sacaría tajada del asunto, sí, francamente, eso pensábamos, pero daba igual, porque, al fin y al cabo, quizá se lo merecía. Y el precio era más que aceptable. Bill Aintree se iba, por lo que a él le traía sin cuidado lo que ocurriera, y, en consecuencia, elevó a propuesta la sugerencia de Leo. Freddie Luxton ya tenía las maletas hechas, y también le traía sin cuidado el asunto, por lo que secundó la propuesta. La moción se aprobó, sin que nadie dijera ni media palabra en contra, y, apenas hubo terminado la junta, Leo se dirigió derechamente hacia mí y hacia Myra, deshaciéndose en sonrisas, y dijo: «Estoy seguro de que a Myra le gustará. Será una bonita excursión fluvial. Así Myra tendrá ocasión de distraerse un poco». Lo dijo como si hubiera hecho la propuesta sólo para complacer a Myra. Le dije que sí, que a Myra le gustaría, y le invité a una copa. Realmente, tenía la impresión de que no nos portábamos bien con él en aquellos momentos, después de que Leo se había preocupado tanto por nosotros, porque nadie le prestaba la menor atención, y eso estaba mal, fuese lo que fuere lo que de él se dijera. Me daba lástima. —Guardó silencio un momento, y añadió con sencillez—: Y le estaba agradecido. Todavía le estoy agradecido, porque fue una bonita excursión.

De nuevo guardó silencio, y de nuevo Turner esperó, mientras el otro, mucho mayor que él, luchaba con sus íntimas contradicciones, sus personales perplejidades. A través de la enrejada ventana, hasta allí llegaba el incansable latido del corazón de hierro de Bonn, el lejano rugido de perforadoras y grúas, el lamento del vano galope de los coches. Por fin, Meadowes dijo:

—Sinceramente, debo reconocer que pensé que a Leo le interesaba Myra. No me importa confesar que comencé a vigilar. Pero no hubo ni el menor signo de eso, tanto por parte de Leo como por parte de Myra. Y sabe Dios que, desde lo ocurrido en Varsovia, tengo muy fino olfato para eso.

—Le creo.

—Me importa muy poco que me crea o no. Es la verdad y basta.

—¿También tenía Leo cierta fama en este aspecto?

—Un poco.

—¿Entre qué gente?

Meadowes fijó la mirada en sus manos y dijo:

—Si no le importa, seguiré con mi historia. No estoy dispuesto a difundir aquellos puercos rumores. Y menos aún ante usted. En este lugar se dicen muchas estupideces perjudiciales.

Con el rostro impasible, como el de un muerto, Turner dijo:

—Ya lo averiguaré. Esta labor me llevará algún tiempo, pero es una cuestión que no le atañe.

Meadowes prosiguió:

—Hacía un frío terrible. En el agua flotaban trozos de hielo, y era hermoso y lo pasábamos bien, aunque no sé si usted puede comprenderlo. Tal como Leo prometió, hubo café y ron para los mayores, y Coca-Cola para los chavales, y todos estábamos alegres como unas pascuas. Fuimos a Königswinter y tomamos una copa en casa de Leo, antes de embarcarnos, y, en ningún momento, dejó Leo de ocuparse de nosotros, de Myra y de mí. Se había encaprichado con nosotros, y eso era todo. Parecía que en la barcaza no hubiera más que nosotros dos, para Leo. Myra lo pasó en grande. Leo le puso un chal sobre los hombros, le contó historietas divertidas… Nunca la había visto reír tanto desde lo ocurrido en Varsovia. No hacía más que decirme: «Hacía años que no me divertía tanto…»

—¿Qué clase de historietas le contó?

—Sobre todo cosas suyas… De sus andanzas… Contó una, que pasaba en Berlín, en la que él iba empujando una carretilla llena de expedientes, y tenía que cruzar un campo de pruebas militares, en el momento en que unas unidades de caballería hacían prácticas, y el sargento mayor iba a caballo, y al momento siguiente imitaba la voz del cabo de guardia… Incluso imitaba las trompetas… Realmente maravilloso, estaba maravillosamente dotado para eso. Un hombre muy divertido, Leo. Mucho.

Miró a Turner como si esperase que le contradijera, pero el rostro de Turner carecía de expresión.

—Al regresar, me apartó de los demás, y me dijo: «Arthur, quisiera hablar a solas contigo». Es así Leo: a solas. Ya sabe cómo habla.

—No.

—Confidencialmente, cada individuo se siente un ser tratado de un modo especial cuando habla con Leo. Y me dijo: «Arthur, Rawley Bradfield me ha llamado a su despacho, hace poco. Quieren trasladarme a archivos para que te ayude, y, antes de aceptar, quisiera saber qué te parece a ti». ¿Se ha fijado? Ponía la decisión en mis manos. Si a mí no me gustaba la idea, él la rechazaría. Esto era lo que sus palabras venían a decir. Bueno, para mí fue una sorpresa. No, no me importa confesárselo. No sabía qué pensar, al fin y al cabo, Leo era secretario de segunda. Mi primera reacción fue pensar que no era correcto que un secretario de segunda me ayudara. Y, dicho sea con toda franqueza, no acababa de creer en Leo. Así es que le pregunté: «¿Tienes experiencia en el trabajo de archivero?» Contestó que sí, pero que ya hacía mucho tiempo de eso, aunque siempre le había hecho ilusión volver a trabajar en los archivos.

—¿Cuándo fue?

—¿Cuándo fue, qué?

—Que trabajó de archivero.

—En Berlín, supongo. No se lo pregunté. Uno nunca le hacía preguntas a Leo acerca de su pasado, porque nunca se sabía qué respuestas podía suscitar.

Meadowes sacudió la cabeza.

—Bueno, y el caso es que allí tenía a Leo con su propuesta. La idea no me parecía correcta, pero ¿qué podía decir yo? Contesté: «Depende de Bradfield, que sea él quien decida; si te manda a archivos, y tú quieres venir, puedes tener la seguridad de que no te faltará trabajo». Con toda sinceridad debo decir que el asunto me preocupaba un poco. Incluso pensé en hablar con Bradfield, pero no lo hice. Pensé que lo mejor es dejar que la tormenta se disipara por sí misma, y que probablemente no volvería a hablarse de la cuestión. Y, durante cierto tiempo, así fue. Myra empeoró, en nuestro país se produjo la crisis de dirección política, y en Bruselas las disputas sobre el oro. Y, por otra parte, Karfeld recorría Alemania a bombo y platillo. Vinieron comisiones inglesas, protestas de los sindicatos, delegaciones de ex combatientes, y qué sé yo… El departamento de archivos parecía una colmena, había un trabajo enorme, y me olvidé de Harting, quien entonces era ya secretario de actividades sociales del Club de los Exiliados, y al que prácticamente sólo veía allí. Bueno, con eso quiero decir que Harting había dejado de tener importancia para mí, ya que tenía demasiadas cosas en las que pensar.

—Comprendo.

—Y, entonces, Bradfield me llamó. Fue el día antes de las vacaciones de Navidad, el 20 de diciembre, creo. Primeramente me preguntó por la marcha del Programa de Destrucción. Quedé un poco desconcertado. Durante los últimos meses habíamos estado agobiados de trabajo, y el Programa de Destrucción era lo último sobre lo que a alguien se le hubiera ocurrido preocuparse.

—Ahora, cuéntemelo todo con la mayor exactitud. Me interesa tanto la paja como el grano.

—Contesté que iba muy retrasado. Entonces, me preguntó qué tal me parecería si mandara a alguien para ayudarme, si alguien viniera al departamento de archivos para poner al día el Programa de Destrucción. Dijo que se había formulado esta propuesta, que no se trataba aún de nada concreto, pero que ante todo quería saber mi opinión, y que se había pensado que Harting era la persona que podía echarme una mano.

—¿Quién pensó esto?

—No lo dijo.

—De repente, los dos tuvieron la misma idea, y, cada cual a su manera, quedó perplejo.

—¿Cómo es posible que alguien se atreviera a hacer una propuesta de este tipo a Bradfield?

Turner confesó:

—Esto es exactamente lo que yo me estaba preguntando.

Se hizo un silencio. Turner preguntó:

—¿Y entonces, usted le dijo que sí, que podía aceptar a Harting en su departamento?

—No. Le dije la verdad, o sea, que no le necesitaba.

—¿Que no le necesitaba? ¿Eso le dijo a Bradfield?

—No me ponga nervioso, deje que le explique. Bradfield sabía muy bien que yo no necesitaba a nadie. Al menos, así era en lo referente al Programa de Destrucción. Yo había estado en Londres, y había hablado con los de la central de archivos… Sí, eso fue en noviembre, después de que Karfeld comenzara su campaña y nos atemorizara a todos. Les dije que el programa me preocupaba porque estaba muy atrasado, y les pedí permiso para suspenderlo hasta que pasara la crisis. Me dijeron que podía olvidarme del programa.

Turner le miró.

—¿Y Bradfield lo sabía? ¿Está usted seguro de que Bradfield lo sabía?

—Le mandé un extracto de la conversación, y Bradfield ni siquiera se refirió al asunto a partir de entonces. Luego, hablé con la secretaria particular ésa que tiene, y me dijo que estaba segura de haberle pasado el extracto.

—¿Dónde está? ¿Dónde está ahora el extracto?

—Ha desaparecido. Se trataba de una nota suelta que Bradfield podía destruir o conservar, a su capricho. Pero los de la central tenían plena constancia del estado de cosas, y se quedaron muy sorprendidos luego, cuando se enteraron de que volvíamos a ocuparnos del Programa de Destrucción.

—¿Con quién habló en la central?

—Una vez con Maxwell, y otra con Cowdry.

—¿Le recordó usted a Bradfield la situación?

—Comencé a hacerlo, pero me interrumpió. No me dejó hablar. Dijo: «Entonces, queda decidido; a mediados de enero, Harting se incorporará a su departamento, y se encargará del índice de personalidades y del Programa de Destrucción». En realidad fue una imposición. Bradfield añadió: «Olvídese de que Harting es diplomático, y trátele como a un subordinado. Trátele como quiera. Ahora bien, cuente con que a mediados de enero se incorporará a archivos». Ya sabe usted la facilidad con que Bradfield prescinde de la opinión de los demás, especialmente de la de Harting.

Turner escribía en la libreta, pero Meadowes prosiguió:

—Y así fue como Harting llegó a mi departamento. Esa es la verdad. No le necesitaba, tampoco confiaba en él, por lo menos no confiaba totalmente en él, y, desde un principio, creo que se lo di a entender. Estábamos agobiados de trabajo, yo no podía perder tiempo en adiestrar a un hombre como Leo. ¿Qué querían que hiciera con él?

Una muchacha trajo té. Un paño de lana, de color castaño, cubría la tetera; los terrones de azúcar iban envueltos en papel con el distintivo de la NAAFI. Turner dirigió una sonrisa a la muchacha, pero ésta no le hizo el menor caso. A los oídos de Turner llegó una voz que, a gritos, hablaba de Hannover. Meadowes dijo:

—Según se dice, las cosas también andan mal en Inglaterra. Manifestaciones, violencia, protestas y más protestas… ¿Qué les ocurre a los hombres de su generación? ¿Qué les hemos hecho nosotros? No sé, no llego a comprenderlo.

—Sigamos con todo lo referente al momento en que Harting llegó a su departamento —dijo Turner, quien, luego, pensó: «Eso es lo que pasa cuando uno tiene un padre en el que antes creía; una escala de valores que se justifican por sí mismos, y, entre padre e hijo, un abismo más ancho que el Atlántico».

Cuando Leo vino, le dije: «Leo, por el momento, limítate a no molestar; no te pegues a mí, y deja trabajar en paz a los demás». Lo aceptó como un cordero. Dijo: «De acuerdo, Arthur, como tú quieras». Le pregunté si tenía algo en qué trabajar, y contestó que sí, que el índice de personalidades le mantendría ocupado, por el momento.

Al fin, Turner alzó la vista de su libreta, y en voz baja dijo:

—Es como un sueño, como un hermoso sueño. Primeramente se hace el amo en el Club de los Exiliados, en un asalto llevado a cabo por un solo individuo, siguiendo la clásica táctica del Partido. Sí, llega y dice: «No os preocupéis, yo me encargaré del trabajo ingrato, y vosotros, entretanto, descansad». Luego, le engaña a usted, después a Bradfield, y, al cabo de un par de meses, tiene los archivos en la palma de la mano. ¿Cómo era? ¿Chulito? Imagino que era uno de esos tipos siempre engallados.

—No era chulito, ni mucho menos, sino de modales afables, como apagados, diría yo. No era como algunos decían.

—¿Algunos? ¿Quién?

—Bueno… Ni me acuerdo. Había mucha gente que no le tenía simpatía. Y eran muchos más todavía los que sentían celos de él.

—¿Celos?

—Al fin y al cabo, era diplomático, ¿no?, pese a que tenía un contrato temporal. Decían que a los quince días obtendría la dirección de los archivos, y que conseguiría cobrar el diez por ciento sobre el giro de fichas y documentos. Bueno, ya sabe cómo habla la gente. Pero no, Leo había cambiado. Todos tuvieron que reconocerlo, incluso el joven Cork y Johnny Slingo. Decían que el cambio se había producido casi exactamente en el momento en que comenzó la crisis. La crisis tuvo el efecto de centrarle.

Meadowes sacudió la cabeza, como si le disgustara ver cómo un hombre honrado emprendía la senda del mal.

—No me diga… Le pilló a usted de sorpresa, y se aprovechó.

—Y era eficaz…

—No sé cómo se las arregló. No sabía nada de archivos, por lo menos del tipo de los nuestros; y puedo jurarle que jamás se acercó a nadie para hacerle preguntas; pero a mediados de febrero, el índice de personalidades estaba ya terminado y enviado a la superioridad, y el Programa de Destrucción volvía a encontrarse en marcha. A su alrededor, todos trabajábamos. Karfeld, Bruselas, la crisis de la coalición, y todo lo demás, nos mantenía ocupados. Y allí estaba Leo, firme como una roca, trabajando en sus cosas. Nadie tuvo que decirle dos veces la misma cosa. Creo que esto era la base de su secreto. Tenía una memoria excelente. Conseguía un dato, se lo guardaba, y lo sacaba a relucir semanas después, cuando uno ya se había olvidado. Tengo la impresión de que jamás olvidaba ni una palabra. Escuchaba con la vista, sí.

Meadowes, sumido en el recuerdo, bandeó la cabeza.

—El hombre-memoria, así le llamaba Johnny Slingo.

—Es muy útil tener memoria, para un archivero.

Tras un silencio, Meadowes dijo:

—Usted lo ve todo desde un punto de vista distinto. No sabe distinguir entre lo bueno y lo malo.

Turner, sin dejar de escribir, contestó:

—Cuando me equivoque, dígamelo. Se lo agradeceré mucho.

En el tono reflexivo del hombre que hace comentarios sobre el oficio al que se dedica, Meadowes dijo:

—El Programa de Destrucción es un juego extraño. Al principio, uno cree que se trata de algo muy sencillo. Se elige un archivo, un archivo voluminoso, digamos un archivo sobre un tema determinado, y con veinticinco volúmenes. Desarme, por ejemplo, que es un verdadero lío. Primeramente, uno busca los números más bajos, para comprobar fechas y documentos, ¿de acuerdo? Bueno, pues, ¿qué es lo que uno encuentra? Desmantelamiento de las industrias del Ruhr, 1946; política de la Comisión de Control sobre la concesión de licencias de arma larga, 1949. Reestructuración de las fuerzas armadas alemanas, 1950. Algunos documentos dan risa de tan viejos. Entonces, uno va y echa una ojeada a las columnas actuales, a fin de establecer una comparación, ¿y qué es lo que uno encuentra? Cabezas nucleares para la Bundeswehr. Entre un documento y otro hay una distancia de millones de kilómetros. Y uno dice, «quememos los papeles antiguos porque carecen de importancia; por lo menos, podemos prescindir de quince volúmenes». ¿Quién es el funcionario que se encarga de los asuntos de desarme? Peter De Lisle. Hay que pedirle permiso: «¿Podemos destruir todos los documentos anteriores a mil novecientos sesenta?» Contesta que no tiene nada que objetar, y parece que uno tenga vía libre.

Meadowes sacudió la cabeza, y prosiguió:

—Pues no señor, no es así. Uno ni siquiera ha empezado todavía, porque uno no puede coger sencillamente los últimos diez volúmenes y arrojarlos al fuego. En primer lugar, está el libro de registro. ¿Quién se encargará de cancelar las anotaciones? Luego está el índice de cartulinas, que es preciso poner al día. ¿Había tratados, entre los documentos? Pues, entonces, hay que consultar con el departamento jurídico. ¿Había cuestiones de interés militar? Pues hay que consultar con el agregado militar. ¿Hay copias en Londres? No. Pues a esperar dos meses más, porque no se pueden destruir los originales sin el permiso escrito de la central. ¿Se da cuenta?

Pacientemente, Turner dijo:

—Sí, lo comprendo.

—Luego están las contrarreferencias, o sea, los archivos hermanos, en la misma serie. ¿Quedarán afectados por el programa? ¿Deben ser destruidos también? ¿O será mejor conservarlos, a título de precaución? Y antes de que uno se dé cuenta, ya está yendo de un lado a otro del archivo, buscando en todos los rincones y cajoncitos. Una vez se ha comenzado, no hay modo de terminar. Nada es sagrado.

—Parece que este trabajo era exactamente el que más interesaba a Harting.

Meadowes observó simplemente, como si contestara una pregunta:

—No hay límites. Quizás a usted no le guste, pero éste es el único sistema que, a mi juicio, se puede seguir para realizar esta tarea. Cualquiera tiene derecho a mirarlo todo, ésta es mi norma. Sí, cualquier persona que sea destinada al archivo, merece mi confianza. No hay otro modo de conseguir que el servicio funcione. Yo no puedo rondar constantemente para saber lo que cada cual mira.

Sin hacer caso de la sorprendida mirada de Turner, Meadowes preguntó:

—¿Usted cree que es posible? Entre los archivos, Leo se encontraba como pez en el agua. Yo estaba pasmado. En primer lugar, advertí que allí Leo era feliz. Le gustaba trabajar en los archivos y no tardó en llegar el momento en que también a mí me gustó tenerle en mi oficina. Estaba a gusto entre nosotros.

Se interrumpió, y, con una inesperada sonrisa, dijo:

—Lo único que verdaderamente nos molestaba eran aquellos horrendos cigarros holandeses que fumaba, de Java creo que eran. La oficina hedía que no se podía estar en ella. Solíamos burlarnos de él por lo de los cigarros, pero Leo no nos hacía el menor caso. Sin embargo, creo que ahora echo en falta el hedor de aquellos cigarros.

Tras estas palabras, Meadowes prosiguió a ritmo más lento:

—Creo que, en la cancillería, Leo se encontraba desplazado; no es, ni mucho menos, un hombre como los que están en la cancillería. Y, en mi opinión, la planta baja tampoco era lo apropiado para él. El departamento de archivos; sí, éste era exactamente el lugar que le correspondía.

Con una inclinación de cabeza indicó la puerta cerrada.

—Eso, a veces, es como una tienda. Por un lado, están los clientes, y, por el otro, los que trabajamos dentro, como Johnny Slingo, Valerie… Bueno, el caso es que éstos también le cogieron simpatía a Leo. Cuando vino, estaban todos en contra de él, pero al cabo de una semana todos le querían. Así es. Leo sabía tratarles. Ya sé lo que está usted pensando: Leo halagó mi ego. ¿No es eso? Bueno, pues sí. A todos nos gusta que se nos tenga simpatía, y él nos la tenía. De acuerdo, me siento solo; Myra me preocupa, he fracasado en cuanto a padre, y no he tenido un hijo varón; me parece que esta circunstancia también influyó, pese a que Leo tan sólo tiene diez años menos que yo. Quizá todo se debía a que era un hombre pequeño.

—Le interesaban las mujeres, ¿verdad? —preguntó Turner, antes con el propósito de romper el embarazoso silencio, que con el propósito de obtener contestación a una pregunta previamente meditada.

—De boquilla solamente, para bromear.

—¿Ha oído hablar de una mujer llamada Aickman?

—No.

—Margaret Aickman. Iban a casarse, ella y Leo.

—No, no he oído hablar de ella.

Seguían sin mirarse. Meadowes prosiguió:

—Le gustaba su trabajo. En las primeras semanas. Creo que hasta entonces no se dio cuenta de lo mucho que sabía, en comparación con nosotros. Me refiero a Alemania, a lo mucho que sabía sobre Alemania, sobre la entraña de Alemania.

Calló embargado por los recuerdos, igual que si hubieran transcurrido ya cincuenta años. Añadió:

—También conocía aquel mundo. Lo conocía de arriba abajo, del derecho y del revés.

—¿Qué mundo?

El de la Alemania de la posguerra. El de la ocupación. El de aquellos años que ya no se quiere recordar. Se lo conocía como la palma de la mano.

Un día me dijo: «Arthur, he visto estas ciudades arrasadas, cuando estaban como un solar, y he oído hablar a esta gente cuando incluso su lengua estaba prohibida». A veces quedaba absorto en estos pensamientos. Y más de una vez le había sorprendido sumido en un expediente, silencioso como una rata, fascinado. Otras veces miraba alrededor de la oficina, en busca de alguien que tuviera un instante libre, de alguien a quien decir algo que acababa de descubrir. Decía: «Fíjate, ¿ves? Desmantelamos esta industria en mil novecientos cuarenta y siete. Y mírala ahora». Otras veces se quedaba como ensoñado, y, entonces, no había modo de sacarle de su sueño, permanecía atrapado en él. Tengo la impresión de que saber tantas cosas le atormentaba. Era extraño. Creo que, en ocasiones, casi se sentía culpable. Sus recuerdos le pesaban mucho. Un día en que nos dedicábamos a la tarea de sacar expedientes de un archivo para desembarazarnos de ellos, dijo: «Me obligas a destruir mi infancia. Me estás convirtiendo en un viejo». Y yo le contesté: «Si es así, eres el hombre más afortunado del mundo». Nos reímos mucho.

—¿Habló alguna vez de política?

—No.

—¿Qué decía de Karfeld?

—Le preocupaba. Es natural. A eso se debía que estuviera tan contento de poder ayudarnos.

—Claro…

En tono de desafío, Meadowes dijo:

—Había confianza mutua. Y esto es algo que usted no puede comprender. Y lo que dijo era verdad: intentábamos desembarazarnos del pasado, de lo viejo; se trataba de un pasado que representaba su infancia; el pasado era lo que más significado tenía para él.

—Bien…

—Oiga, yo no intento defenderle. Por lo que sé, este hombre ha destrozado mi carrera, lo que quedaba de ella después de que usted la destruyera.

Pero le digo una cosa: debe usted esforzarse por ver lo que había de bueno en él.

—No he venido a discutir.

—Sus recuerdos verdaderamente le atormentaban. Recuerdo que una vez estuvimos escuchando música; sí, me hizo escuchar unos discos. Supongo que tenía intención de vendérmelos. Leo había cerrado un trato con una tienda de discos de la ciudad, del que estaba muy orgulloso. Y yo le dije: «Déjalo, Leo, pierdes el tiempo La música no me impresiona, pongo un disco, lo escucho, y, luego, pongo otro, y, entonces, ya ni me acuerdo del primero». Rápida, inmediatamente, Leo repuso: «En este caso, debieras ser político, Arthur. Sí, esto es lo que hacen los políticos». Y lo dijo porque lo sentía, puede estar seguro.

En el rostro de Turner apareció una súbita sonrisa.

—Es verdaderamente divertido.

Meadowes dijo:

—Lo hubiera sido, si Leo no lo hubiese dicho con tanta ferocidad. En otra ocasión hablábamos de Berlín, de algo referente a la crisis, y yo le dije: «Bueno, no te preocupes, porque ya nadie piensa en Berlín». Y era verdad. Me refería a los documentos archivados; nadie pide documentos referentes a Berlín, y nadie se preocupa de lo ocurrido allí, por lo menos no con tanta frecuencia como antes. Desde un punto de vista político, Berlín está muerto. Y Leo contestó: «No. Todos tenemos dos memorias; la pequeña memoria, que sirve para recordar lo pequeño, y la memoria grande, que sirve para olvidar lo grande». Eso dijo, exactamente. Me impresionó. Quiero decir que muchos de nosotros seguimos esta actitud. Es algo que no podemos evitar.

—¿Leo le acompañaba a su casa, alguna que otra vez? Y, entonces, pasaban la velada juntos…

—De vez en cuando. Si Myra no estaba en casa.

—Y otras veces era yo quien iba a verle a su casa.

—¿Por qué cuando Myra no estaba? ¿Es que todavía no confiaba en él? —preguntó Turner, en tono duro.

Y Meadowes repuso serenamente:

—Corrían rumores. Se decían cosas sobre Leo. Y yo no quería que Myra le tratase.

—Rumores sobre Leo, sí, pero ¿a qué hacían referencia?

—A mujeres tan sólo. Mujeres en general. Era soltero y le gustaba divertirse.

—Repito, ¿con quién le gustaba divertirse?

Meadowes sacudió negativamente la cabeza.

—Se equivoca.

Jugueteaba con dos sujetapapeles, intentando enlazarlos.

—¿Habló alguna vez de los años de guerra, en Inglaterra? ¿De un tío que vivía en Hampstead?

—Una vez me contó su llegada a Dover, con un cartel colgado del cuello. Esto tampoco era raro.

—¿Qué no era raro?

—Que hablase de sí mismo. Johnny Slingo dijo que había conocido a Leo cuatro años antes de que viniese a trabajar al departamento de archivos, y que, entonces, no le pudo sonsacar ni media palabra. Johnny dijo que Leo se había convertido en un hombre de carácter abierto, y que esto seguramente se debía a que se hacía viejo.

—Siga.

—Bueno, pues esto era cuanto tenía: un cartel con las palabras «Harting Leo». Le pelaron, le despiojaron, y le mandaron a la escuela de agricultura. Al parecer le permitieron escoger entre agricultura y artes y oficios del hogar. Eligió agricultura porque tenía la esperanza de llegar a ser propietario de tierras. Me pareció cómico que Leo hubiera tenido intención de dedicarse al cultivo de la tierra, pero así era la cosa.

—¿No hizo referencia al comunismo? ¿No habló de algún grupo de muchachos de extrema izquierda, allí, en Hampstead? ¿No dijo nada de este estilo?

—Nada.

—Y si lo hubiera dicho, ¿me lo diría usted a mí?

—Lo dudo.

—¿Habló alguna vez de un hombre llamado Praschko? ¿Un hombre que había conseguido un escaño en el Bundestag?

Meadowes dudó, y, al fin, dijo:

—Una noche dijo que Praschko le abandonó.

—¿En qué sentido? ¿Qué hizo para abandonarle?

—No lo dijo. Contó que Praschko y él emigraron juntos a Inglaterra, y que, al acabar la guerra, regresaron juntos a Alemania. Entonces, Praschko siguió un camino, y Leo otro.

Meadowes encogió los hombros.

—No insistí para que me dijera más. ¿A santo de qué? Nunca más volvió a referirse a Praschko.

—Y, en cuanto a lo de su memoria, ¿en qué cree usted que pensaba?

—Supongo que en historia, en cosas históricas. Leo pensaba mucho en la historia. Sin embargo, debe tener en cuenta que esto ocurrió hace un par de meses.

—¿Y qué importa el momento?

—Porque era antes de que se metiera en el laberinto.

—¿En dónde?

Meadowes repuso sencillamente:

—Se metió en un laberinto. Esto es lo que intentaba contarle.

Turner dijo:

—Quiero que me hable de los archivos que faltan. Quiero inspeccionar los libros de registro de archivos y de correspondencia.

—Tendrá que esperar a que llegue a ello. Hay algunas cosas que no son simples hechos, y si presta atención es posible que se entere de estas cosas. Usted es como Leo, sí. Siempre quiere enterarse de la respuesta, incluso antes de haber escuchado la pregunta. Lo que intentaba decirle es que yo supe, desde el día en que Leo llegó al departamento de archivos, que iba en busca de algo. Todos lo sabíamos. En el caso de Leo, eso era algo que se intuía. Uno se daba cuenta de que buscaba algo. Bueno, en realidad, todos buscamos algo, pero Leo buscaba algo real. Algo casi tangible, algo que para él tenía gran importancia. Y esto es raro aquí, puede estar seguro.

Meadowes habló como si se basara en los conocimientos adquiridos a lo largo de toda una vida.

—Los archiveros se parecen a los historiadores. Hay períodos hacia los que sienten especial cariño, períodos, lugares, reyes y reinas. Aquí, todos los archivos están relacionados entre sí. Así debe ser. Deme un archivo cualquiera de la sala contigua, el que le dé la gana. Basándome en este archivo puedo seguir un camino que pase por todos los archivos del departamento, desde los derechos de flete en Islandia hasta las últimas cotizaciones del oro. Eso es lo más fascinante que tiene este trabajo. Es un trabajo que desborda todos los límites.

Mientras Meadowes hablaba, Turner estudiaba el rostro, gris y paternal, que tenía ante sí, los ojos grises velados por las preocupaciones y comenzó a sentirse excitado. Meadowes dijo:

—Uno cree que dirige un departamento de archivos. Hizo una pausa, y concluyó: —Pero no es así. Ocurre lo contrario. El departamento de archivos le dirige a uno. En un archivo hay temas que le dominan a uno, sin que uno pueda evitarlo. Ahí tenemos, por ejemplo, el caso de Johnny Slingo. Le ha visto al entrar, sentado a la izquierda, era ese hombre mayor, con el guardapolvo. Es del tipo intelectual, con estudios universitarios, y todo lo demás. Johnny solamente lleva un año aquí, procede de administración, y, ahora, se ha liado con los nueve, nueve, cuatros. O sea, las relaciones de la República Federal Alemana con las terceras potencias, es decir, las que no son la Gran Bretaña. Bueno, pues Johnny es capaz de sentarse ahí, donde está usted, y recitar las fechas y los lugares en que han tenido lugar todas las negociaciones basadas en la doctrina Hallstein. O por ejemplo, tenemos mi caso. Yo tengo afición a la mecánica. Me gustan los coches, los inventos, en fin, todo lo concerniente a este mundo de la mecánica. Pues estoy convencido de que sé mucho mejor que cualquier funcionario de la sección comercial todo lo referente a usurpaciones de patentes cometidas por los alemanes.

—¿Cuál era el laberinto de Leo?

—Espere. Lo que le digo es importante. Durante las últimas veinticuatro horas he dedicado mucho tiempo a pensar en eso, y me escuchará usted, tanto si le gusta como si no. Los archivos llegan a dominarle a uno, es algo inevitable. En cuanto uno se descuida, pasan a ser lo único importante en la vida de uno. He visto casos, en que los archivos se han convertido en algo así como la esposa y los hijos, para algunos. Y, a veces, los archivos le obsesionan a uno, y uno se mete en un laberinto, y no puede salir de él. Esto es lo que le ocurrió a Leo. No sé exactamente cómo puede ocurrir, pero ocurre. Un documento le llama a uno la atención, un documento sin importancia, como por ejemplo el referente a una posible huelga de los obreros del azúcar de Surabaya. Esta es nuestra frase de moda, ahora. Y uno se pregunta: «¿Cómo es posible que míster Fulano de Tal no ha dado el visto bueno a este papel?» Uno pregunta, y se entera de que Fulano de Tal no ha visto el documento en cuestión. Pues bien, es preciso pasárselo, ¿no es verdad? Pero resulta que los hechos ocurrieron hace tres años, y que, ahora, míster Fulano de Tal es embajador en París. Entonces, uno procura averiguar qué decisiones se tomaron sobre el asunto, si es que se tomaron decisiones. ¿Qué consultas se celebraron? ¿Por qué no sé informó a Washington? Uno busca las referencias a otros archivos, saca los documentos originales. Y, en ese momento, ya es demasiado tarde, se ha perdido el sentido de la proporción, uno se ha alejado de la realidad, y cuando uno se da cuenta han pasado ya diez días, y está tan a oscuras como al principio. Pero quizá pasen dos años sin que uno vuelva a meterse en un laberinto. Es como una obsesión, como una evasión personal, individual. A todos nos ocurre. Somos así.

—¿Y también le ocurrió a Leo?

—Sí, también a Leo. Sólo que, desde el día en que llegó al departamento de archivos, tuve la impresión de que… bueno, de que esperaba. Lo advertí en su modo de mirar, en la manera en que manejaba los documentos… Siempre observando a los demás… Si alguna vez alzaba yo la vista, siempre me tropezaba con sus ojillos pardos mirando, mirando… Ya sé que usted dirá que eso son imaginaciones mías. Me importa muy poco lo que usted piense. Tampoco me sirvió de gran cosa darme cuenta de eso. Todos tenemos problemas, y, además, en aquellos días, el departamento de archivos parecía una fábrica. De todos modos, lo que le he dicho es verdad. Lo he pensado detenidamente, y es verdad. Al principio, la actitud de Leo no llamaba excesivamente la atención. Sólo lo bastante como para que me fijara en ella. Pero, después, poco a poco, fue adentrándose en su laberinto.

De repente sonó un timbre, cuyo sonido, largo e insistente, recorrió los corredores. Oyeron portazos y pasos apresurados. Una muchacha gritaba: «¿Dónde está Valerie? ¿Dónde está Valerie?» Meadowes dijo:

—Ensayo de alarma de incendio. Ahora tenemos dos o tres a la semana. No se preocupe. Los de archivos estamos exentos.

Turner se sentó. Parecía haber palidecido. Se pasó su pesada mano por el pelo rubio y revuelto. En voz baja dijo:

—Siga, le escucho.

—Desde el mes de marzo, Leo estuvo inmerso en un laberinto increíble, o sea, todos los siete, cero, sietes. Esta serie trata de los estatutos. Hay doscientos o más, y la mayoría de ellos se refieren al problema de la restitución de después del período de ocupación. Plazos para efectuar las correspondientes evacuaciones, derechos accesorios, procedimientos de apelación, fases de autonomía, y qué sé yo cuántas cosas más. Todo correspondía a los años que mediaron entre el cuarenta y nueve y el cincuenta y cinco, y se trataba de hechos que ahora carecen de importancia. Leo hubiera podido entrar en el laberinto por seis o siete puntos de infiltración que le ofrecía el Programa de Destrucción, pero tan pronto vio los siete, cero, sietes, se prendó de ellos. Dijo: «Esto es lo que necesitaba, Arthur; con esto podré adquirir experiencia; conozco bien el tema de que tratan los siete, cero, sietes». Creo que, en el curso de los últimos quince años, nadie se había ocupado de aquellos expedientes. Sin embargo, pese a que la materia de que trataban había perdido ya toda actualidad, no por ello dejaba de ser compleja. Era sorprendente lo mucho que Leo sabía. Toda la terminología, tanto alemana como inglesa, todas las expresiones jurídicas…

Meadowes sacudió admirativamente la cabeza. Siguió:

—En cierta ocasión vi una nota que Leo redactó para pasarla al agregado jurídico. Se trataba de un resumen del contenido de un expediente. Pues bien, estoy seguro de que yo no hubiera sabido redactarlo, y dudo mucho que en la cancillería haya alguien capaz de hacerlo. Trataba del código penal prusiano, y de la competencia jurídica regional. Y para colmo, la mitad estaba redactado en alemán.

—Sabía mucho más de lo que estaba dispuesto a dar a entender. ¿No es eso lo que pretende decir?

Meadowes repuso:

—No. Y haga el favor de no atribuirme palabras que no he dicho. Lo que yo quiero decir es que explotaban a Leo. Tenía muchos conocimientos que no había utilizado durante largos años. Y de repente vio que los podía emplear.

Tras una pausa, Meadowes volvió al tema del que antes hablara.

—En el caso de los siete, cero, sietes, no se planteaban, en realidad, problemas de destrucción, antes bien, se trataba de mandarlos a Londres para que allí los guardasen, de modo que nosotros quedáramos libres de ellos, pero de todos modos, era preciso leerlos y redactar la correspondiente propuesta, lo mismo que si se tratara de cualquier otro material archivado, y, durante las últimas semanas, Leo se ocupó con creciente empeño de los siete, cero, sietes. Ya le he dicho que Leo, aquí, en el departamento de archivos, hablaba poco. Pero, tan pronto hincó el diente en los estatutos, comenzó a hablar todavía menos. Y esto se debía a que se había adentrado en un laberinto.

—¿Cuándo ocurrió esto?

Las últimas hojas de la libreta de Turner constituían un dietario, y éstas eran las páginas que Turner tenía ahora ante la vista. Meadowes dijo:

—Hace tres semanas. Y, entonces, Leo fue penetrando más y más en el laberinto. Aunque no por esto dejó de ser cordial, y seguía andando a saltitos, de un lado para otro, ya para ofrecer una silla a una de las chicas, ya para cargar con un paquete de otra… Sin embargo, algo había llamado su atención, algo que para él, tenía gran importancia. Seguía siendo tan curioso como de costumbre. En esto es incorregible. Necesitaba siempre saber con toda exactitud, en qué se ocupaba cada uno de nosotros. Pero lo hacía de un modo discreto, apagado. Y comenzó a empeorar. Comenzó a estar más y más pensativo; y más y más serio. Entonces, un lunes, el último lunes, experimentó un cambio.

Turner dijo:

—Hace una semana. El día 5.

—Siete días. ¿Sólo siete días? ¡Dios mío…!

Súbitamente, de la puerta llegó olor a lacre caliente, y el sordo sonido producido por un pesado sello al ser estampado sobre un paquete. Meadowes, en una digresión, murmuró:

—Están preparando la saca de las dos.

Echó una ojeada al reloj de plata que extrajo del bolsillo, y añadió:

—Tiene que llegar a las doce y media.

—Si lo prefiere, volveré después del almuerzo.

Meadowes dijo:

—No, prefiero terminar antes, si no le importa.

Se guardó el reloj.

—¿Dónde está Leo? ¿Lo sabe usted? ¿Qué le ha ocurrido? Ha huido a Rusia, ¿verdad?

—¿Es eso lo que usted cree?

—Puede haber huido a cualquier lugar. Cualquiera sabe… No, Leo no era como nosotros. Intentaba serlo, pero no lo era. Supongo que, en cierta manera, se parecía más a usted. Era perverso. Estaba siempre ocupado, pero hacía las cosas de un modo complicado. Para él nada era sencillo. En esto estribaba su problema. Tuvo una infancia demasiado larga, o quizá careció de infancia. En realidad, los dos extremos producen los mismos resultados. Prefiero que la gente madure despacio.

—Hábleme del último lunes. Experimentó un cambio, ¿en qué consistió este cambio?

—Mejoró. Se había liberado de algo, fuese lo que fuere. Había salido del laberinto. Cuando llegué, Leo sonreía con aspecto verdaderamente feliz. Johnny Slingo y Valerie también se dieron cuenta. Desde luego, todos habíamos estado trabajando al máximo; yo había pasado gran parte del sábado, y todo el domingo, aquí; y los demás habían estado yendo y viniendo constantemente.

—¿Y Leo?

—También había estado ocupado. De eso no cabe la menor duda, pero no lo habíamos visto demasiado. Se pasó una hora aquí, tres horas abajo…

—¿Abajo? ¿Dónde?

—En su despacho. A veces, cogía unos cuantos expedientes y se iba a trabajar abajo, a su despacho. Allí había más silencio. Leo solía decir: «Me gusta trabajar allí; es mi antiguo despacho, Arthur, y no quiero que quede cubierto de polvo y con olor a vacío».

Con voz muy tranquila, Turner preguntó:

—¿Y se llevaba los expedientes allá, no es eso?

—Luego, hubo la función religiosa, que le ocupó cierto tiempo, el domingo.

—A propósito, ¿desde cuándo tocaba el órgano?

—Desde hace muchos años.

Meadowes soltó una risita, y añadió:

—Para él era como un reaseguro. Lo hacía para ser todavía más imprescindible.

—¿De modo que el lunes parecía feliz?

—Sereno. Esta es la palabra adecuada. Dijo: «Arthur, quiero que sepas que me gusta trabajar aquí». Luego, se sentó y comenzó a trabajar.

—¿Y desde este momento, su estado de ánimo no varió?

—Más o menos.

—¿Qué quiere usted decir con este «más o menos»?

—Bueno, tuvimos una discusión. Ocurrió el miércoles. El martes, Leo estuvo feliz y contento, y el miércoles le pillé con las manos en la masa.

Meadowes tenía las manos cruzadas sobre los muslos, y, con la cabeza inclinada, las miraba fijamente.

—Intentaba mirar el archivo verde, el de «Máximo Secreto».

En un ademán nervioso, Meadowes se llevó una mano a la cabeza, y añadió:

—Ya le he dicho que siempre fue un hombre curioso. Hay gente que es así, y no puede evitarlo. Todo despertaba su curiosidad, fuese lo que fuese. Si hubiera dejado una carta de mi madre sobre el escritorio, estoy seguro de que Leo la habría leído, a poco que se le hubiera presentado la oportunidad. Siempre creía que los demás conspiraban contra él. Al principio, su actitud nos molestaba a más no poder; lo miraba todo, archivos, armarios, todo. Apenas llevaba una semana aquí, que ya comenzaba a firmar el recibo del correo, de todo el correo, abajo, donde se reciben las sacas. Al principio, no me gustó que lo hiciera, pero, cuando se lo dije, se ofendió, y, para acabar de una vez, le dejé que se saliera con la suya.

Abrió las manos, como si en ellas buscara las razones que explicaran la actitud de Harting.

—Luego, en marzo, llegaron de Londres unos documentos urgentes, referentes a cuestiones comerciales —instrucciones especiales sobre nuevas orientaciones y planeamiento a largo plazo—, y sorprendí a Leo con el paquete encima del escritorio. Le dije: «Oye, ¿es que no sabes leer? Estos documentos tienen destinatario. No son asunto tuyo». No movió ni un músculo de la cara, pero vi que estaba realmente furioso. Dijo: «Creía que podía manejar todo tipo de papeles». Por menos de un pitillo me hubiera atizado. Le dije: «Pues creías mal». Esto ocurrió en marzo. El enfado nos duró un par de días.

En voz baja, Turner dijo:

—El Señor nos ampare…

—Luego vino lo del verde. Los verdes son documentos extraños. Yo no conozco su contenido, Johnny y Valerie tampoco. El verde vive en su propia caja. Su Excelencia tiene una llave, y Bradfield otra, que comparte con De Lisle. Y la caja ha de volver todas las noches aquí, a la sala que llamamos «fuerte», o sea, la sala especialmente protegida. Cada vez que la caja entra o sale, el movimiento consta por escrito y queda autorizado por la correspondiente firma, y yo soy el único que puede realizar los trabajos de archivo referentes a la caja. De todos modos, el caso es que ocurrió el miércoles a la hora del almuerzo. Leo estaba aquí, solo; Johnny y yo bajamos a los comedores.

—Leo almorzaba a menudo aquí, ¿no es cierto?

—Sí, lo prefería. Le gustaba la tranquilidad.

—Comprendo.

—En los comedores había una larga cola, y yo no puedo soportar hacer cola, por lo que dije a Johnny: «Quédate tú, yo vuelvo a la oficina, trabajaré un poco, y probaré suerte dentro de media hora». Así es que llegué de improviso. Entré, no vi a Leo, y me di cuenta de que la puerta de la sala fuerte estaba abierta. Allí le encontré, de pie, con la caja del despacho verde.

—¿Qué quiere decir «con»?

—Que la tenía en las manos. Parecía que mirase la cerradura. Sí, como por curiosidad. Al verme, me sonrió muy serenamente. Ya le he dicho que Leo es listo. Y me dijo: «Arthur, me has cogido in fraganti, has descubierto mi terrible secreto». Yo le dije: «¿Se puede saber qué diablos haces? ¿Te das cuenta de lo que tienes en las manos?» Exactamente así se lo dije. Y él, en tono capaz de desarmar a cualquiera, contestó: «Bueno, ya sabes cómo soy. Es algo que no puedo evitar». Y dejó la caja, añadiendo: «En realidad, he venido a buscar unos siete, cero, sietes, ¿los has visto por ahí? Son de marzo y febrero del cincuenta y ocho, aproximadamente».

—¿Y qué pasó?

—Le leí la cartilla. Era lo único que podía hacer. Le dije que daría cuenta a Bradfield, y todo lo demás. Reconozco que yo estaba furioso en aquellos momentos.

—Pero no cumplió sus amenazas…

—No.

—¿Por qué?

Tras unos instantes de silencio, Meadowes dijo:

—No creo que pueda usted comprenderlo. Ya sé que piensa que tengo el cerebro reblandecido. El viernes era el cumpleaños de Myra; íbamos a celebrarlo en el Club de los Exiliados. Y Leo tenía ensayo del coro, y, después, estaba obligado a asistir a una cena.

—¿Cena? ¿Dónde?

—No lo dijo.

—En su agenda no consta.

—Eso no es asunto mío.

—Siga.

—Leo había prometido vernos un momento, durante la velada, y que le daría a Myra su regalo de cumpleaños. Se trataba de un secador de pelo que habíamos elegido los dos, juntamente.

Meadowes volvió a sacudir la cabeza.

—¿Cómo puedo explicárselo? Ya se lo he dicho: tenía la impresión de ser, en cierto modo, responsable de lo que a Leo le ocurriera. Era un tipo de esta clase. Usted y yo podríamos hacerle volar con sólo soplarle encima, si nos diera la gana.

Turner le miró con incredulidad. Meadowes le devolvió la mirada sin pestañear.

—Y creo que había algo más. Si yo iba a ver a Bradfield, y le decía lo que había pasado, Leo se la cargaría de todas todas. Y no tenía adónde ir. ¿Comprende? Igual que ahora, por ejemplo. Con esto quiero decir que espero y deseo que se haya ido a Moscú, porque en ningún otro lugar le aceptarían.

—¿Esto significa que sospechaba de él?

—Creo que sí. En el fondo, creo que sospechaba de él. Lo que pasó en Varsovia explica mi reacción actual, ¿sabe usted? Me hubiera gustado que Myra se quedara allí, con su estudiante. Sí, ya lo sé, le dieron aquella misión, le encargaron que sedujera a Myra, pero él le dijo que se casaría con ella, ¿no es cierto? Por amor al niño. Yo hubiese querido a aquel niño más de lo que soy capaz de expresar. Y esto es lo que usted me quitó, y lo que también le quitó a Myra. Todo radicaba en esto. Y precisamente esto es lo que usted no debiera haber hecho.

Ahora, Turner agradecía la intensidad del tránsito de Bonn, agradecía la presencia de cualquier ruido que ahogara el acusador eco de la monótona voz de Meadowes.

—¿Y la caja desapareció el jueves?

Meadowes encogió despectivamente los hombros.

—La oficina privada la devolvió el jueves al mediodía. Yo mismo firmé la entrada de la caja en la sala fuerte de archivos. Y el viernes ya no estaba aquí. Eso es todo.

Hizo una pausa.

—Hubiera debido dar parte inmediatamente. Hubiera debido acudir a toda prisa a ver a Bradfield, el viernes por la tarde, tan pronto me di cuenta de la desaparición. Pero no lo hice. Dejé pasar la noche. Pensé en ello durante todo el sábado. A Cork le di la lata hasta marearle, me desfogué con Johnny Slingo, convertí sus vidas en un infierno. Creí volverme loco. Pero tampoco quería provocar una falsa alarma. Durante la crisis habíamos perdido los más diversos objetos. La gente ha prescindido de todo escrúpulo últimamente, alguien nos birló la carretilla, todavía no sé quién fue, pero sospecho de un empleado de la oficina del agregado militar. Otro se llevó una silla giratoria de nuestra oficina. Del almacén falta una máquina de escribir de carro largo; desaparecen dietarios, objetos de todo tipo, incluso tazas de los comedores. De todos modos, estos pensamientos tan sólo tenían el valor de excusas. Pensaba que la caja estaba en poder de alguno de los que necesitaban consultar su contenido, en manos de De Lisle, de la oficina privada…

—¿No le preguntó a Leo?

—Había desaparecido ya, ¿recuerda?

Una vez más, Turner recurrió al sistema del interrogatorio rutinario.

—Este hombre, utilizaba una cartera de mano, ¿verdad?

—Sí.

—¿Le permitían entrar aquí con la cartera?

—Solía llevar bocadillos y un termo en ella.

—Es decir, ¿le permitían entrar con ella?

—Sí.

—¿El jueves vino con la cartera?

—Creo que sí. Sí, casi seguro.

—¿Era la cartera lo bastante grande para que cupiera en ella la caja que contenía el despacho?

—Sí.

—¿Almorzó aquí el jueves, este hombre?

—Salió hacia las doce.

—¿Y regresó?

—Ya le he dicho que el jueves era un día especial para él, era el día de la junta. Esa junta es una función que todavía tiene que cumplir, propia del cargo que antes desempeñaba. Acude a un ministerio, en Bad Godesberg. Es algo referente a reclamaciones pendientes. Creo que el pasado jueves tenía que almorzar con alguien, antes de ir a la junta.

—¿Siempre asistió a esta junta? ¿Todos los jueves?

—Siempre, desde que comenzó a trabajar en el departamento de archivos.

—¿Tenía la llave?

—¿De dónde? ¿Qué llave?

Turner pisaba terreno resbaladizo ahora.

—La llave para entrar y salir del departamento de archivos. ¿O sabía la combinación?

Meadowes se echó a reír.

—Solamente el jefe de la cancillería y yo sabemos cómo entrar y salir de aquí. Hay tres combinaciones y media docena de timbres de alarma, y, una vez dentro, es preciso saber entrar en la sala fuerte. Ni Slingo, ni De Lisle, nadie conoce el medio de entrar aquí. Solamente nosotros dos.

Turner escribía muy de prisa. Al cabo de unos instantes, dijo:

—¿Qué más falta?

Meadowes abrió un cajón de su mesa, cerrado con llave, y sacó una lista. Sus movimientos fueron ágiles y reveladores de una sorprendente confianza en sí mismo.

—¿No se lo dijo Bradfield?

—No.

Meadowes le entregó la lista, diciéndole:

—Puede guardársela. Hay cuarenta y tres. Todos son archivos de caja, y han desaparecido a partir del mes de marzo.

—Desde que el individuo se metió en el laberinto.

—Son papeles cuyas clasificaciones van desde la de confidencial hasta la de «Máximo Secreto», pero la mayoría tienen la de «Secreto» pura y simplemente. Hay documentos referentes a organización, conferencias, personalidades, y dos concernientes a tratados. La materia de que tratan varía desde desmantelamiento de industrias químicas del Ruhr, en 1947, hasta resúmenes de conversaciones extraoficiales anglo-alemanas, en reuniones de trabajo, celebradas durante los últimos tres años. Sin contar el verde, que se refiere a conversaciones oficiales y extraoficiales…

—Sí, Bradfield me informó de eso.

—Son como piezas de un rompecabezas, créame, como piezas de un rompecabezas… Desde un principio tuve esta idea… Y, mentalmente, he movido y dispuesto de distintas formas estas piezas, hora tras hora. No he dormido. Y alguna que otra vez…

Calló. Volvió a hablar.

—Alguna que otra vez, he pensado que tenía una idea, como si se esbozara una imagen, una imagen vaga, a medias…

Tras dudar un instante concluyó en tono decidido, terco:

—Pero no, no forman un cuadro claro, no hay base para poder formar un cuadro. Algunos documentos figuran en los libros de registro como enviados por el propio Leo a distintas personas, en otros consta la nota «aprobada su destrucción», pero la mayoría han desaparecido pura y simplemente. No es posible elaborar hipótesis, no, de ninguna manera. La falta de un documento sólo se advierte cuando alguien lo pide.

—¿Archivos de caja?

—Eso, cajones, cajas, ya se lo he dicho. Los cuarenta y tres archivos lo son. Juntos pesarán unos noventa kilogramos.

—¿Y las cartas? También faltan cartas, ¿no es cierto?

A su pesar, Meadowes confesó:

—Sí. Han desaparecido treinta y tres cartas dirigidas a nosotros, correspondencia entrante.

—O sea, que estas cartas no llegaron a ser archivadas… Mientras estaban aquí, esperando, en cualquier sitio, ¿alguien las cogió? ¿Ignora de qué trataban estas cartas?

—Efectivamente, no lo sabemos. Procedían de oficinas gubernamentales alemanas. Sabemos las referencias gracias a que la oficina de recepción de correspondencia las apuntó en el libro de registro. Sin embargo, estas cartas no llegaron al departamento de archivos.

—¿Pero usted comprobó las referencias?

Muy secamente, Meadowes dijo:

—Las cartas desaparecidas corresponden a los archivos desaparecidos. Y las referencias son idénticas. Esto es cuanto puedo decirle. Como sea que proceden de oficinas gubernamentales alemanas, Bradfield ha ordenado que no pidamos las copias hasta que se haya llegado a un acuerdo en Bruselas, no sea que nuestra curiosidad les descubra la desaparición de Harting.

Turner se metió la libreta negra en el bolsillo, se levantó y se dirigió a la ventana enrejada. Tocó las cerraduras y comprobó la resistencia de la tela metálica. Turner dijo:

—Aquel hombre tenía algo, algo especial, algo que indujo a usted a fijarse en él.

Desde la carretera llegó a sus oídos el gemido en dos tonos de una bocina de coche, en el toque anunciador de un caso de emergencia. El sonido se acercó a ellos, y luego se alejó. Turner repitió:

—Era un hombre diferente. No ha dejado usted de decirlo ni un instante. Leo era eso, Leo era aquello. No apartaba usted la vista de él. Su atención quedó absorta por la personalidad de este hombre, me consta. ¿Por qué?

—No, no es eso.

—¿Y los rumores que corrían? ¿Qué se decía de él, para que usted sintiera tanto miedo? ¿Era el caprichito de alguien, Arthur? ¿A sus años, se había convertido Harting en el amor querido de Johnny Slingo? ¿Es que pertenecía al club de la acera de enfrente, y ésa es la causa de todos estos rumores?

Meadowes sacudió negativamente la cabeza, y dijo:

—Usted ha perdido todo el veneno que antes tenía. Ya no me da miedo. Le conozco, sé muy bien hasta dónde puede llegar en su perversidad. Lo de ahora no tiene nada que ver con lo de Varsovia. No, no era un hombre de esta clase. Y le advierto que ya no soy un niño, y que Johnny no es homosexual.

Turner seguía mirándole fijamente. Usted oyó decir algo. Usted sabía algo. Le vigilaba, me consta que usted le vigilaba. Le vigilaba cuando cruzaba una estancia, cuando cogía un documento archivado. Este hombre realizaba la más estúpida de cuantas tareas pueden llevarse a cabo en un archivo, y usted habla de él como si del embajador se tratara. Usted mismo ha dicho que la situación, aquí, era caótica. Todos, excepto Leo, andaban de cabeza, dedicados a buscar documentos, a registrarlos, a relacionarlos entre sí, en un esfuerzo para que todo siguiera funcionando debidamente durante la crisis. ¿Y qué hacía Leo?

Leo se dedicaba al Programa de Destrucción. Igual hubiera podido hacer labor de ganchillo. Usted mismo me ha dicho que el trabajo de Leo carecía de importancia. Por tanto, ¿qué era lo que le llamaba la atención en él? ¿Por qué no apartaba usted la vista de él?

—Está usted soñando. Tiene una mente retorcida, y no puede ver nada con claridad. Pero, si se diera el caso de que estuviera usted en lo cierto, puede usted tener la seguridad de que no le diría ni media palabra, ni siquiera en el lecho de muerte.

Un aviso en la parte exterior de la oficina de claves decía: «Volveremos a las dos y cuarto. En caso de urgencia, llamar al 333». Golpeó con los nudillos la puerta del despacho de Bradfield, e intentó abrirla. Estaba cerrada con llave. Se acercó a la barandilla de la escalera, y malhumorado, miró abajo, al vestíbulo. Detrás del mostrador de recepción, un joven guardia de la cancillería leía una compleja obra sobre mecánica. Desde el lugar en que se encontraba, podía distinguir los esquemas en la página de la derecha. En la sala de espera acristalada, el encargado de negocios de Ghana contemplaba pensativo una fotografía de Clydeside, tomada desde gran altura.

Una voz musitó a su espalda:

—Están todos almorzando, muchacho. Los teutones permanecerán quietos, todos, todos, hasta las tres. Es la hora de la tregua cotidiana. Luego, el espectáculo proseguirá.

Entre los extintores de incendios vio una figura desmadejada y vulpina. Y el hombre dijo:

—Crabbe. Mickie Crabbe.

Parecía que pidiese disculpas al pronunciar su nombre. Añadió:

—Peter De Lisle acaba de regresar. Y conste que no lo digo para apremiarle. Ha estado en el Ministerio del Interior, salvando vidas de mujeres y niños. Rawley le ha dicho que volviera aquí, y que le invitase a comer a usted.

—Quiero mandar un telegrama. ¿Puede decirme dónde está la oficina tres, tres, tres?

—Es la sala de descanso del proletariado de la embajada, muchacho. Están allí haraganeando un poco, después de todo el follón. Tiempos turbulentos, éstos. Tómese con calma eso del telegrama. Si es urgente, seguirá siéndolo; y si se trata de un mensaje importante, ya es demasiado tarde para mandarlo. Vamos, al menos esto es lo que pienso yo…

Crabbe le acompañó a lo largo del silencioso corredor, como un decrépito cortesano que le precediera, iluminándole el camino hacia el dormitorio. Al pasar por delante del ascensor, Turner se detuvo y lo miró una vez más. La puerta estaba cerrada y asegurada con un candado, y había un cartelito que decía: «No funciona».

Turner se decía: «Los distintos trabajos que uno hace no están relacionados entre sí, entonces, ¿por qué preocuparse? Bonn no es Varsovia. Lo de Varsovia ocurrió hace cien años. Y lo de Bonn ocurre ahora, hoy. Hacemos lo que debemos hacer, y seguimos adelante». En su imaginación, volvió a ver la sala rococó de la embajada de Varsovia, la lámpara de cristal oscurecido por el polvo, y a Myra Meadowes, sola ante él, sentada en el sofá. Y Turner le gritaba: «La próxima vez que les destinen a un país de detrás del telón de acero, haga el favor de tener más cuidado al elegir sus amantes».

Turner pensó: «Dile que he salido de Inglaterra para cazar a un traidor, a un traidor de cuerpo entero, a sueldo, de colmillo retorcido. Sé muy bien lo que busco. Incluso veo la meta, allá, al término de mi camino».

Pensó: «Vamos, vamos, Leo… Tú y yo somos de la misma raza, somos gente del inframundo. Te perseguiré por las cloacas, si es preciso. Estoy acostumbrado, por esto huelo tan bien. Tú y yo llevamos encima todo el pus de la Tierra. Te perseguiré, te perseguiré. Y cada uno de nosotros se perseguirá a sí mismo».