24

Salí del aparcamiento de los juzgados y cogí Rexford Drive para cruzar el complejo municipal de Beverly Hills. El semáforo de Santa Mónica duró tanto que me dio tiempo a llamar a Milo y dejarle un mensaje en el buzón de voz.

Mientras conducía hacia casa, reflexionaba sobre el romance entre Nora y Meserve. ¿Socios en el peor de los delitos o un simple romance entre un joven y una madurita?

¿No estaría bien que cogieran a Reynold Peaty haciendo algo malo, que confesara ser un asesino múltiple y que todos pudiéramos seguir con nuestras vidas?

Me di cuenta de que estaba conduciendo demasiado deprisa y reduje la velocidad. Puse un CD y escuché la dulce voz de la soprano Mindy Smith. Esperaba a que su hombre llegara en el siguiente tren.

Lo único que me estaba esperando a mí era el correo y un periódico sin leer. Puede que fuera hora de buscarme otro perro.

Cuando giraba en Sunset, un Audi Quattro que estaba aparcado en el lado este de Beverly Glen se puso detrás de mi y se mantuvo a poca distancia. Aceleré y el Audi también lo hizo. Estaba tan cerca de mi trasero que podía ver muy cerca los cuatro aros del emblema en mi retrovisor. El parabrisas tintado no me permitió ver más. Giré a la derecha. En lugar de adelantarme, el Audi redujo la velocidad, se mantuvo a mi lado durante un segundo y aceleró bruscamente con un gran estruendo. Adiviné un conductor, sin pasajeros. Llevaba una pegatina en el parachoques trasero con letras rojas sobre fondo blanco. Pasó demasiado rápido como para poder leer todo el mensaje, pero creí ver la palabra «terapia».

Cuando llegué al camino en herradura que lleva hasta mi calle busqué el coche con la mirada. Ni rastro.

Otro día feliz en las carreteras de Los Ángeles. Yo había sido un obstáculo y él se había sentido obligado a hacérmelo saber.

Cuando llegué a mi casa, el teléfono estaba sonando.

Robin dijo:

— Perdona por no haberte cogido el teléfono.

Eso me descolocó unos segundos. Entonces me acordé de que la había llamado esa mañana y no le había dejado ningún mensaje.

Ella entendió la razón de la pausa y dijo:

— Identificador de llamadas. ¿Qué pasa?

— Solo quería saludarte.

— ¿Quieres que quedemos? ¿Solo para hablar?

— Claro.

— ¿Qué tal si hablamos y comemos? — dijo ella— . Nada muy serio, di el sitio.

Hacía mucho que ella no estaba en la casa que ella misma había diseñado.

— Podría preparar algo aquí — dije.

— Si no te importa, preferiría salir.

— ¿A qué hora quieres que te recoja?

— ¿Qué tal a las siete o siete y media? Te esperaré fuera.

¿Eso quería decir que no entrara? ¿O era que quería aire fresco después de horas y horas de serrín y barniz?

¿Importaba?

Rose Avenue tenía unas cuantas tiendas de ropa y cafeterías de diseño más intercaladas entre lavanderías y restaurantes de comida rápida. El aire del océano que entraba por las ventanas era amargo, pero no resultaba desagradable. El cielo nocturno era un remolino de gris e índigo, que se entremezclaban como los pigmentos en la paleta de un pintor. Pronto los cafés de diseño estarían llenos de gente con gente guapa con sus margaritas en la mano y derramando posibilidades a la calle.

Robin vivía a pocos minutos de allí. ¿Participaba alguna vez en aquella escena?

¿Importaba eso también?

La manzana en la que vivía en Rennie era tranquila y escasamente iluminada. Estaba formada por una hilera ordenada de pequeñas casitas y dúplex. Vi los parterres que ella había plantado a la entrada, antes de verla a ella salir de entre las sombras.

Se le balanceaba el pelo mientras se acercaba al coche. La noche se tornó negro caoba. Sus rizos me recordaban, como siempre, a las uvas de la vid.

Llevaba un top muy ajustado de algún color oscuro, unos vaqueros también ajustados de color claro, unas botas de tacón muy alto que hacían ruido al caminar. Cuando abrió la puerta, la luz lo desveló todo: una camiseta de tirantes anchos marrón chocolate, de seda texturizada, un tono más claro que el de sus ojos almendrados. Los vaqueros eran color crema, las botas color café. Llevaba un brillo rosa metalizado en los labios. El colorete que llevaba en las mejillas le daba un aspecto felino.

Esas curvas.

Me dedicó una sonrisa amplia y ambigua, y se puso el cinturón de seguridad. La tira le caía en diagonal entre los pechos.

— ¿Adónde vamos? — dijo ella.

Le había hecho caso con lo de nada serio. Alta cocina implicaba ritual y muchas expectativas y ninguno de los dos queríamos nada de eso.

A Allison le gustaba la alta cocina. Le encantaba darle vueltas a una copa de vino entre sus dedos con manicura francesa, mientras entablaba una conversación acerca del elegante menú con los camareros estirados, a la vez que acariciaba mi pantorrilla con su pie descalzo…

Le mencioné un sitio de marisco en la Marina que Robin y yo frecuentábamos antes de la Edad de Hielo. Espacioso, al lado del puerto, sin problemas de aparcamiento, bonita vista del puerto lleno de barcos blancos.

— Ese sitio. Claro — dijo.

Nos pusimos en una mesa en el exterior, cerca de la pared de cristal que protegía del viento. La noche se había vuelto algo más fresca y habían encendido unos calentadores de butano. El bar deportivo de enfrente estaba lleno de gente, pero todavía era pronto para la gente que iba a la Marina por lo que la mitad de las mesas estaban vacías. Una camarera muy alegre que no aparentaba más de doce años nos tomó nota de las bebidas y nos trajo un vino a Robin y un Chivas a mí antes de que pudiéramos complicar las cosas.

Mientras bebíamos y mirábamos los yates, pospusimos las complicaciones un poco más.

Robin dejó su vaso en la mesa.

— Parece que estás en forma.

— Tú estás preciosa.

Robin miró el agua fijamente. Negra, lisa y en calma bajo un cielo teñido de amatista.

— Debe de haber sido una puesta de sol preciosa.

— Nosotros ya tuvimos unas cuantas de esas — le recordé— . Aquel verano en que vivimos en la playa.

El año en el que reconstruimos la casa. Robin hizo de contratista. ¿Echaba de menos el lugar?

Robin dijo:

— Tuvimos unos cuantos espectaculares en Big Sur. Ese sitio Zen tan loco que se suponía que era de lujo y luego nos metieron en servicios químicos y tuvimos que soportar aquel horrible olor.

— El encanto rural. — Me pregunté si el sitio estaba en la lista de balnearios y retiros que acabábamos de seguir Milo y yo— . ¿Cómo se llamaba?

— El Great Mandala Lodge. Cerró el año pasado. — Miró hacia otro lado, y yo sabía por qué. Ella había ido otra vez. Con el otro.

Robin bebió de su vino y dijo:

— Hasta con el olor y los mosquitos y esa estúpida astilla que se me clavó en el dedo del pie por culpa de un pino, fue divertido. Quien iba a saber que un pino pudiera ser letal.

— Te estás olvidando de mis astillas — dije yo.

Me vinieron a la mente imágenes de enormes incisivos.

— No me he olvidado, solo había elegido no recordártelo. — Dibujó círculos en el aire con la mano— . Te di eremita en tu precioso trasero. ¿Cómo íbamos a saber que había otra pareja mirando? Con todas las otras cosas que podían ver desde su cabaña.

— Deberíamos haberles cobrado por la clase — dije yo— . Cursillo intensivo de educación sexual para parejas de lunas de miel.

— Parecían bastante torpes. Toda esa tensión durante el desayuno. ¿Crees que duró mucho su matrimonio?

Me encogí de hombros.

Robin bajó un poco la vista.

— Ese sitio se merecía irse al traste. Lo que te cobraban y encima olía a cloaca.

Más alcohol para ambos.

Yo dije:

— Es agradable estar contigo.

— Esta mañana, justo antes de que me llamaras, estaba pensando. — Sonrío levemente— . Siempre es arriesgado, ¿no?

— Pensabas, ¿en qué?

— El reto de las relaciones. No tú y yo. El y yo.

Se me retorcieron las tripas. Me terminé el güisqui. Miré a mi alrededor en busca de la camarera con cara de niña.

— El y yo como respuesta a en qué estaba pensando cuando decidí enrollarme con él — aclaró Robin.

— Eso no suele ser de ninguna utilidad.

— ¿Nunca te da por dudar de ti mismo?

— Claro que lo hago.

— Yo encuentro que es bueno para el alma — dijo ella— . La vieja niña católica que vuelve a salir a la luz. Todo con lo que logré dar fue con que él se convenció de que me quería, y que lo hizo con tal intensidad que logró convencerme a mí a medias. Se lo tomó muy mal…, pero ese no es tu problema. Perdona por haberlo mencionado.

— No es mal tío.

— A ti nunca te gustó.

— No lo soportaba. ¿Dónde está?

— ¿Te importa?

— Me gustaría que estuviera bien lejos.

— Entonces tu deseo se ha hecho realidad. Está en Londres, enseña técnica vocal en la Royal Academy of Drama. Su hija se ha ido a vivir con él, tiene doce años y le apetecía el cambio. — Se tiró de los rizos— . Ha sido muy desconsiderado sacar ese tema.

— Es un gilipollas — dije yo— . Pero el problema no erais él y tú, sino alguien que no soy yo y tú.

— No sé lo que era — afirmó— . Ha pasado todo este tiempo y sigo sin saber qué fue. Es como la primera vez.

La primera ruptura. Hace muchos años. A ninguno de los dos nos faltó tiempo para buscar un nuevo compañero de cama.

— Puede que sea así como deba ser con nosotros — comenté yo.

— ¿Qué quieres decir?

— Millones de años juntos y unos siglos de separación.

En algún sitio en mar abierto sonó la sirena de un barco.

— Fue algo mutuo, pero por alguna razón tengo la sensación de que debería pedirte perdón — declaró ella.

— No tienes por qué.

— ¿Qué tal está Allison?

— Con lo suyo.

Robin habló con voz suave:

— ¿Lo vuestro se ha acabado de verdad?

— Yo apostaría por ello.

— Haces que suene como si tú no tuvieras ningún control sobre ello — dijo ella.

— En mi limitada experiencia — aclaré yo— , rara vez ha sido necesario hacer un comunicado formal.

— Perdona — dijo ella.

Bebí más.

— Alex, ¿de verdad que lo ves como algo mutuo y no como si hubiera sido mi culpa?

— Sí. Y no lo entiendo mejor de lo que tú lo haces.

— Sabes que nunca te fui infiel. No lo toqué hasta que ya vivíamos separados.

— No me debes ninguna explicación.

— Después de todo por lo que hemos pasado — continuó ella— , No puedo calcular todo lo que te debo.

El sonido de unas pisadas que se acercaban a nuestra mesa me salvó de tener que contestar. Levanté la vista, esperaba ver a Doña Alegría. Estaba más que listo para que me trajera otra bebida.

Un hombre se plantó imponente ante nosotros.

Tenía una enorme barriga, era rubicundo y rondaba los cincuenta años. Llevaba gafas de pasta negras, un poco torcidas, y tenía la frente brillante a causa del sudor. Llevaba un jersey marrón de cuello en pico sobre un polo blanco, pantalones grises y mocasines marrones. Unos carrillos rubicundos le caían sobre el cuello del polo.

Se balanceó y colocó sus manos exentas de vello sobre la mesa. Tenía los dedos rollizos como salchichas y llevaba un anillo de fraternidad en el dedo anular de la mano izquierda.

Se inclinó hacia delante y su peso hizo que la mesa se balanceara. Tenía los ojos somnolientos detrás de los cristales y nos miró fijamente. Olía a cerveza.

Algún tío que deambulaba por el bar.

Había que ser simpático. Sonreí con precaución.

Intentó ponerse derecho, perdió el equilibrio y dio un manotazo contra la mesa, con la fuerza suficiente como para que se derramara el agua que había en nuestros vasos. Robin sacó el brazo con rapidez antes de que se cayera su copa de vino.

El borracho la miró con desprecio.

— ¡Hey! Amigo… — le interrumpí.

— Yo no soy su amigo — dijo, marcando las pausas.

Tenía la voz ronca. Miré a mi alrededor en busca de Doña Diversión.

Cualquiera. Quien fuera. Vi a un ayudante de camarero un poco más arriba que estaba limpiando unas mesas. Levanté las cejas. Continuó limpiando las mesas. La pareja que estaba más cerca de nosotros, dos mesas más abajo, estaba muy metida en un tango de miradas.

Le dije al borracho:

— El bar está ahí detrás.

Él se inclinó aún más hacia delante y se acercó todavía más.

— ¿No sabe quién soy? — preguntó de nuevo, intensificando las palabras.

Negué con la cabeza.

Robin tenía espacio para echarse hacia atrás. Le hice un gesto para que se fuera. Cuando empezó a levantarse, el borracho gruñó:

— ¡Siéntate, puta!

Mi cerebro se disparó.

Recibía mensajes contradictorios del córtex prefrontal: jóvenes ruidosos que gritaban: «¡Estamos jodidos, tío! ¡Machácalo hasta dejarlo hecho una mierda!» La voz aflautada de un anciano que decía: «Cuidado. Las consecuencias.»

Robin se dejó caer en su asiento.

Me pregunté de cuánto kárate me acordaría.

El borracho preguntó:

— ¿Quién soy?

— No lo sé. — Mi tono dejaba entender que el anciano estaba perdiendo terreno frente a los chicos malos prefrontales. Robin me hizo un leve gesto de negación con la cabeza.

El borracho insistió:

— ¿Qué ha dicho?

— Que no sé quien es usted y estaría muy agradecido si…

— Soy el doctor Hauser. El doctor Hauser. Y usted es un mentiroso de mierda.

El anciano me susurró: «Autocontrol. El autocontrol lo es todo».

Hauser echó un puño hacia atrás.

El anciano me susurró de nuevo: «Borra todo lo anterior».

Lo cogí por la muñeca, se la retorcí con fuerza y le di con la base de la mano justo debajo de la nariz. Lo suficientemente fuerte como para dejarlo aturdido, pero no como para dejarle un trozo de hueso clavado en el cerebro.

Cuando se tambaleó hacia atrás salté y lo cogí por la camisa de manera que le corté la caída y le dejé posarse con más suavidad.

Mi recompensa fue que me llenara la cara de babas de cerveza. Lo solté justo antes de que su culo tocara el suelo. Al día siguiente, la rabadilla le iba a doler como nunca en su vida.

Se irguió en el suelo un momento, echaba espuma por la boca y se frotaba la nariz. El sitio donde le había golpeado estaba enrojecido y un poco hinchado. Hizo que su boca generara más saliva, cerró los ojos, se tiró al suelo, se dio la vuelta y empezó a roncar.

Una voz alegre dijo:

— ¡Vaya! ¿Qué ha pasado?

— Ese tío intentó pegarle al otro tío y primero protegió a su dama — le contestó otra voz nasal.

El ayudante de camarero se había colocado al lado de la camarera. Lo miré a los ojos y sonrió incómodo. Había estado mirando la escena todo el tiempo.

— Estabas en tu derecho, tío. Así se lo voy a decir a la poli.

La poli no llegó hasta once interminables minutos después.