19

Nuestro segundo garito de la noche, este era un proyecto de taberna irlandesa, frío y húmedo, en Pico.

Lou Giacomo asimiló la decoración.

— Esto podría ser Queens.

Nos sentamos los tres en un reservado con el respaldo rígido y cojines de cuero sintético. Milo pidió una Coca-Cola light y yo tomé un café.

Giacomo dijo:

— Una Bud normal, no light.

La camarera que nos atendió era joven y llevaba un piercing en el labio.

— Nunca pensaría que usted es la clase de tío que tome light.

Giacomo ignoró el comentario. Ella lo miró y se fue.

Giacomo dijo:

— Tíos, ¿vosotros qué sois? ¿Borrachos reformados o algo así?

Milo ensanchó los hombros y ocupó más espacio en el reservado.

Giacomo se masajeó una muñeca gruesa.

— No era para ofender. No estoy en mi mejor momento.

— Siento mucho lo de Tori — dijo Milo— . De verdad.

— Como ya te dije la primera vez, ya lo sabía. Ahora mi señora dice que también lo sabía.

— ¿Qué tal lo lleva?

— Quiere tenerme en casa cuanto antes. Puede que me vaya a dar la bienvenida con otro ataque de nervios. No pienso volver hasta que me haya asegurado de que Tori tiene un entierro en condiciones.

Se le llenaron los ojos de lágrimas.

— Menuda estupidez que acabo de decir. Es una puñetera cala vera, ¿cómo narices va a tener un entierro en condiciones? Fui allí, a donde el forense. No me la querían enseñar, me contaron toda esa mierda, como en la tele, que no tenía que verla. Los obligué a que me la enseñaran.

Sus manos, con forma de espada, dibujaron un óvalo en el aire.

— Vaya mierda de cosa. La única razón por la que la tenían era porque una señora estaba trabajando con ella, en un proyecto científico de mierda, la estaba agujereando, sacaba…

Giacomo había perdido la compostura de repente, como si le hubiera dado un ataque. Estaba pálido y sudaba, se recostó en el asiento mientras trataba de respirar con dificultad, como si le hubieran dado un puñetazo.

— ¿Señor Giacomo? — se preocupó Milo.

Giacomo cerró los ojos y le hizo un gesto con la mano de que lo dejara en paz.

Cuando la joven camarera trajo las bebidas, Giacomo todavía estaba sollozando y ella fue lo suficientemente madura como para mirar para otro lado.

— Perdonad por la mariconada.

— No te disculpes — dijo Milo.

— ¡Mierda! De verdad que lo siento. — Giacomo se frotó los ojos y se pasó los puños de la camisa por los párpados. El tweed le dejó rastros de color rojo por las mejillas— . Lo que me dijeron fue que tenía que rellenar unos formularios para poder llevármela. Después de eso me voy de aquí.

Miró su cerveza como si fuera una muestra de orina. Se la bebió de todas maneras.

— Tengo una cosa que deciros: las veces que Tori llamó, su madre le dio la lata, que si había conseguido algún papel, que si dormía lo suficiente, que si salía con alguien. Yo se lo intentaba decir a Arlene. No la molestes. Ella decía que lo hacía porque le importaba. Lo que quería decir que a mí no.

Giacomo bebió más cerveza.

— Y ahora, de repente, me dice que puede que Tori estuviera saliendo con alguien. ¿Cómo lo sabe? Tori no lo dijo, pero tampoco lo negó.

— ¿Algún detalle?

Giacomo sonrió.

— Intuición materna. — Giró su jarra— . Ese sitio apesta. Vuestra oficina del forense. Huele como la basura cuando la dejas fuera un mes. ¿Podéis usar de alguna manera lo que os acabo de contar?

— No sin algún tipo de prueba.

— Cifras, no es que esté intentando hacerles la puñeta, pero con lo que me voy a encontrar cuando llegue a casa no es ningún plato de gusto. Tener que tratar con la Iglesia, quién sabe cuál será la opinión del papa acerca del entierro, mi hermana va a hablar con el monseñor, ya veremos.

Milo bebió de su vaso de Coca-Cola light.

— No dejo de decirme a mí mismo que Tori está en un lugar mejor. Si pudiera convencerme de ello, igual también podría… — sugirió Lou Giacomo.

— Si llamo a tu mujer, ¿ella podría contarme más cosas? — le preguntó Milo.

Giacomo negó con la cabeza.

— Pero, tú mismo. Siempre estaba dándole la lata a Tori, que si comes, que si haces ejercicio, ¿cómo tienes los dientes? De lo que nunca se dio cuenta era de que Tori, por fin, quería crecer. Así que, ¿qué creéis? ¿Tori está relacionada con la otra chica?

Milo mintió con delicadeza.

— No podría decirle eso, señor Giacomo.

— Pero tampoco dejas de decirlo.

— En este punto todas las opciones están abiertas.

— Lo que quieren decir que no tienen ni idea.

— Esa es una evaluación bastante acertada.

La sonrisa de Giacomo era intranquila.

— Seguramente os vais a enfadar, pero he hecho una cosa.

— ¿El qué?

— Fui allí. Al piso de Tori. Llamé a todas las puertas y les pregunté si se acordaban de Tori, o si habían visto a algún tío por allí. Vaya mierda de sitio. Sobre todo mucho mejicano viviendo allí, todos me miraban confundidos, nadie hablaba inglés. Podrían buscar a los dueños y buscar los archivos de alquileres.

— Ya hemos visto que lo has intentado y te han dicho que no.

— ¡Oye…!

— No te preocupes, solo dime lo que te dijeron — le tranquilizó Milo.

— No me dijeron una mierda. — Giacomo le dio un trozo de papel. Del Holiday Inn. Un nombre y el número 323.

— Home Rire Management — leyó Milo.

— Un puñado de chinos, estuve hablando con una mujer que tenía acento. Me dijo que hacía dos años que el edificio ya no les pertenecía. Intenté explicarle que esto era importante pero no me sirvió de nada. — Giacomo se pasó las manos por los lados de la cabeza— . Zorra estúpida, es como si me fuera a estallar la cabeza. Me voy a llevar a Tori a casa en un puto bolso de mano.

Lo llevamos al Holiday Inn en el coche, dejamos el motor en marcha y lo acompañamos hasta la puerta de cristal del hotel.

— Siento mucho los comentarios que he hecho borracho, ¿vale? La otra vez, en el sitio indio, vosotros os tomasteis un té y yo… — Se encogió de hombros— . Fuera de lugar, no es asunto mío.

Milo le puso una mano en el hombro.

— No hace falta que te disculpes. Con todo lo que has pasado, lo menos que puedo hacer es intentar entenderlo.

Giacomo no repelió el contacto físico.

— Sé directo conmigo: ¿Consideras que este es caso malo? ¿Comparado con los otros que te dan?

— Todos son malos.

— Sí, claro, seguro. Como si el hijo de cualquier otra persona no fuera tan importante como la mía. Pero yo en la que pienso es en mi hija, ¿crees que alguna vez dejaré de pensar en ella?

— La gente dice que con el tiempo es más fácil — le consoló Milo.

— Eso espero. Si encuentran algo, ¿me lo haréis saber?

— Por supuesto que sí.

Giacomo asintió y le dio la mano a Milo.

— Sois buena gente.

Vimos como entraba en el vestíbulo del hotel, pasó por el mostrador de recepción sin mediar palabra y se quedó delante del ascensor, indeciso, sin apretar el botón. Treinta segundos después, se dio con la mano en la cabeza y lo apretó. Se dio la vuelta, nos vio y movió los labios para formar la palabra «tonto».

Milo sonrió. Volvimos a su coche y nos fuimos.

— «La gente dice que con el tiempo es más fácil» — dijo Milo— . Muy terapéutico, ¿eh? Hablando de mentiras, tengo que ir a la oficina y apuntar todo eso de lo que la pequeña Brie no quería que quedara constancia. No quiero aburrirte.

— ¿Quieres que nos veamos mañana en el piso de Michaela?

— Eso también puede ser aburrido. Pero, ¿qué tal si llamas a la mamá de Tori, a ver si el que seas doctor sirve de ayuda? Al ex marido también. Aquí tienes sus teléfonos.

Hice las llamadas a la mañana siguiente. Arlene Giacomo era una mujer cuerda y concienzuda.

— ¿Lou los ha vuelto locos? — preguntó ella.

— Todavía no.

— Me necesita — dijo— . Lo quiero de vuelta en casa.

La dejé hablar un rato. Elogió mucho a Tori, pero no aportó nada nuevo. Cuando saqué el asunto de las citas, ella dijo:

— Una madre lo sabe, créame. Pero no tengo ningún detalle, Tori era muy libre, ya no hablaba con mamá de cosas de chicas. Eso era algo de lo que su padre no se podía dar cuenta, siempre la estaba molestando.

Le di las gracias y marqué el número de Michael Caravanza. Contestó una mujer.

— Espere un momento. ¡Miikiii!

Un momento después oí un arrastrado «¿Si?»

Le expliqué el motivo de mi llamada.

— Espere un momento…, un segundo, nena. ¿Llama por Tori? ¿La han encontrado? — preguntó.

— Ayer se identificaron sus restos.

— Restos… ¡mierda! No quiero decírselo a Sandy, ella conocía a Tori.

— ¿La conocía bien?

— No — dijo Caravanza— , solo de la iglesia. ¿Qué pasó?

— Eso es lo que estamos intentando averiguar. ¿Tuvo algún contacto con ella después de que se mudara a Los Ángeles?

— Estábamos divorciados, pero nos llevábamos bien, ¿sabe? Como se suele decir éramos amigos. Me llamó un par de veces, seguramente el primer mes. Luego dejó de llamar.

— Dejó de sentirse sola.

— Supuse que se habría liado con alguien.

— ¿Ella le dijo eso?

— No, pero conozco…, conocía a Tori. Cuando tenía esa voz era porque estaba excitada por algo. Y seguro que no era su carrera de actriz, no estaba consiguiendo ningún papel. Eso sí me lo dijo.

— ¿Alguna idea de con quién podía estar saliendo?

— ¿Cree que él la mató?

— Cualquier cosa puede sernos de ayuda.

— Bueno — dijo Michael Caravanza— , si hizo lo que decía que iba a hacer, se lió con una estrella de cine. Ese era su plan. Ir a Hollywood, ir a los clubes adecuados, o lo que sea, conocer a una estrella de cine y demostrarle que ella también podía ser una estrella.

— Ambiciosa.

— La ambición fue lo que nos separó. Yo soy un tío trabajador, Tori creía que su mierda no… ella creía que iba a ser Angelina Jolie o algo así… ¿qué es eso?… espera un momento, nena, un segundo… perdone, Sandy es mi prometida.

— Enhorabuena — dije yo.

— Sí, voy a intentarlo con eso del matrimonio otra vez. Sandy es muy buena y quiere tener niños. Esta vez no haremos nada demasiado grande en la iglesia. Esta vez va a ser solo con un juez y luego nos iremos a Aruba o algo así.

— Suena bien.

— Eso espero. No me malinterprete, Tori era una chica estupenda. Solo es que ella creía que podía ser alguien más.

— En las pocas ocasiones en las que le llamó — dije yo— , ¿dijo algo que pudiera servirnos de ayuda?

— Déjeme pensar — dijo Caravanza— . Solo llamó tres veces, o cuatro, lo que sea… ¿Qué dijo?…sobre todo, que se sentía sola. Eso era, básicamente, que se sentía sola. Vivía en un piso de mierda. No me echaba de menos ni quería que volviéramos juntos, de eso nada. Solo quería decirme que se sentía como una mierda.

— ¿Qué le dijo usted?

— Nada, solo la escuchaba. Eso era también lo que hacía cuando estábamos casados. Ella hablaba y yo escuchaba.

Llamé a Milo al móvil y le conté las dos conversaciones.

— Liada con una estrella de cine, ¿eh?

— Puede que se conformara con alguien que se pareciera a una.

— Meserve o cualquier otro adonis de PlayHouse.

— Con su nivel de ingenuidad, cualquiera que hubiera estado en el mundillo algo más que ella la habría impresionado.

— Me pregunto cuánto tiempo hará que Meserve se está beneficiando de la comprensión de Nora Dowd.

— Más de dos años — le respondí— . Él ya estaba allí antes de que llegara Michaela.

— Y cuando apareció Tori. Así que, ¿dónde coño está…? Vale, gracias, déjame darle vueltas a esto mientras espero al casero de Michaela.

El día pasó con la importancia de un corcho en el océano. Pensé en llamar a Allison, después a Robin y luego a Allison otra vez. Decidí no llamar a ninguna, y ocupé mi sábado en correr, dormir y hacer cosillas por la casa.

Los cielos azules y gloriosos del domingo solo sirvieron para empeorar las cosas; era un día para estar con alguien.

Conduje hasta la playa. El sol había hecho que la gente y los coches se acercaran a la costa. Chicas de cabellos dorados se paseaban en bikini y pareo, los surferos entraban y salían de sus trajes de neopreno mojados y los turistas se quedaban embobados ante maravillas de la naturaleza variadas.

En la autopista de Pacific Coast, un llamativo coche patrulla de la autopista que iba muy lentamente aminoró aún más su velocidad desde Carbon Beach hasta Malibu Road. La entrada sur al cañón de Látigo estaba más cerca, pero suponía más kilómetros de carreteras de curvas. Continué hacia Kenan Dune y me perdí.

Yo solo.

Subí por el cañón con las dos manos en el volante mientras las curvas ponían a prueba la suspensión muelle del Seville. A pesar de haber estado allí, las curvas cerradas y las caídas en picado en caso de que se girara mal me sorprendieron.

No era un sitio para un paseo en coche de placer y la ruta de noche sería traicionera si no se conocía muy bien. Dylan Meserve había estado aquí de excursión y luego había vuelto para escenificar un secuestro fraudulento.

Puede que por el aislamiento. Todavía tenía que encontrarme otro vehículo que retara a la montaña.

Conduje unos cuantos kilómetros más, logré apañármelas para dar la vuelta en un estrechísimo borde de asfalto, giré a la izquierda en Kanan y me dirigí al valle.

El último domicilio conocido de Tori Giacomo era un sombrío multicine blanco. La calle estaba llena de coches y camiones viejos. Como ya me había descrito su padre, toda la gente que vi tenía la piel oscura. Algunos iban vestidos para ir a la iglesia. Otros tenían aspecto de que la fe era lo último que se les pasaba por la cabeza.

El cañón de Laurel me llevó de vuelta a la ciudad por el sur y Beverly Boulevard me llevó a Hankock Park por el este. No había ningún Range Rover en la entrada de la casa de Nora Dowd y cuando entré y llamé a la puerta con los nudillos no respondió nadie.

Vete al oeste, hombre sin objetivos.

Las hierbas sobre las que habían tirado a Michaela se habían mullido y ocultaban cualquier rastro de violencia. Miré las plantas y la tierra y volví al coche.

En Holt Avenue vi a Shandy Winograd y a un hombre joven de barba poco poblada, que llevaba un traje negro y un sombrero de ala ancha, que caminaban con cuatro niños pequeños y empujaban un cochecito doble hacia el norte, en dirección a Pico. El supuestamente enfermo Gershie Yoel era la viva imagen de la salud mientras intentaba subir por los pantalones de su padre. El rabí Winograd se las arreglaba para quitárselo de encima, pero al final cogió al niño y se lo puso encima del hombro como un saco de harina. Al niño le encantó.

A poco camino en coche, en el edificio de Reynold Peaty en Guthrie, busqué a Sean Binchy, pero no lo pude encontrar. ¿Ese tío era tan bueno de verdad? ¿O las obligaciones de los renacidos prevalecían el domingo?

Mientras me deslizaba pasando el edificio de Peaty, una familia hispana joven bajó la escalera y se dirigió a una furgoneta azul rayada. Definitivamente llevaban atuendo de iglesia, incluidos los tres niños gorditos de menos de cinco años. Estos padres parecían aún más jóvenes que los Winograd, apenas debían de haber salido de la adolescencia. La cabeza rapada y la cara fanfarrona, como esculpida en piedra, iba muy bien con su rígido traje gris. Tanto él como su mujer eran pesados. Ella tenía la mirada cansada y llevaba mechas rubias.

Cuando estaba de interno, los otros empleados de psicología habían acuñado una frase corta llena de sabiduría: «niños que tienen niños». El tsk-tsk que no se dice.

Allí estaba yo, conduciendo solo.

¿Quién me lo iba decir?

Paré sin intención alguna frente al edificio de Peaty. Uno de los niños pequeños me saludó con la mano y yo le devolví el saludo, y ambos padres se dieron la vuelta. El papá de la cabeza rapada me miró con ira. Me fui de allí.

No había ningún tipo de acción en PlayHouse y lo mismo en el complejo pintado de color amarillo melón en Overland, que Dylan Meserve había dejado sin avisar.

Era un sitio venido a menos. Había manchas de óxido cerca de las alcantarillas de las que no me había dado cuenta la primera vez que fui. En la rejilla de ventanas de la parte de delante no había signos de que viviera nadie.

Todo eso exhumó los recuerdos de mis días de estudiante cuando vivía en Overland, solo y anónimo, y tan lleno de dudas acerca de mí mismo que se me podían pasar las semanas en una bruma narcótica.

Me imagino a Tori Giacomo reuniendo el valor suficiente para hacer un viaje al otro lado del país para terminar en una triste y pequeña habitación en una calle llena de desconocidos. Impulsada por la ambición o por las desilusiones. ¿Había alguna diferencia?

Soledad, todos los días en soledad.

Me acordé de una de las frases que yo usaba entonces para ligar con las chicas.

«No, no prescribo drogas, me van más las leyes naturales.»

El señor sardónico. Me funcionaba muy a menudo.

El lunes por la mañana, a las once, Milo me llamó desde el coche.

— El puto casero me dejó plantado en sábado. Mucho tráfico para venir desde La Jolla. Al final, va y me dice que puedo pedirle la llave a su hermana que vive en Westwood. Gilipollas. Esperé a que llegaran los informáticos y terminé de hacer mi propia ronda.

— ¿Encontraste algo?

— No vivía desahogada. No había comida en el frigorífico, solo galletas Granola y batidos de régimen de lata en la despensa. En su mesilla de noche había Neobrufen, Advil, Motrin, Almax, Actonel y un poco de marihuana. No había píldoras anticonceptivas. No era muy aficionada a la lectura, toda su biblioteca la formaban ediciones pasadas de Us, People y Glamour. Tenía tele, pero no conexión de cable, no había línea en el teléfono. Mi citación tendrá efecto en unos días, pero como ya te dije su línea fija se la desconectaron por impago y no encuentro ninguna cuenta de móvil. Una cosa que si que tenía era ropa bonita. No mucha, pero sí muy bonita, segura mente se gastaba toda su pasta en trapitos. El gerente del restaurante en el que trabajaba dijo que estaba bien, que no daba problemas y que tampoco era que le hubiera causado una impresión especial. No recordaba haberla visto con ningún tío. El jefe de Meserve en la zapatería dijo que no se podía confiar en él y que a veces era altanero con los clientes. De todas formas, ya veremos si sale alguna huella interesante. No había signos de violencia o lucha, no parece que la hayan matado allí. ¿Qué tal tu fin de semana?

— Tranquilo.

— Suena bien.

Le conté que conduje hasta Látigo, me dejé en el tintero el resto del viaje y los recuerdos que había desempolvado.

— No es broma. Yo también fui, a primera hora de la mañana. Bonito, ¿no? — dijo Milo.

— Y lejos.

— Hablé con algunos vecinos, entre ellos con el viejo al que Michaela asustó cuando saltó desnuda a la carretera. Nadie la había visto ni a ella ni a Meserve por allí antes. Además, logré hablar por teléfono con el señor Albert Beamish esta mañana. Los sábados y los domingos los pasa en su casa del desierto de Palm. El sol no ayudó mucho a su disposición. Lo que se moría por contarme era que había visto el Range Rover de Nora abandonar su casa el viernes, sobre las nueve.

— Justo después de nuestra reunión con Brad en su casa.

— Puede que Brad le aconsejara que se cogiera unas vacaciones. O puede que solo le apeteciera un tiempo de descanso y no se molestó en decírselo a sus alumnos, porque es una niña rica indolente. Le pedí a Beamish que mantuviera los ojos abiertos y le di las gracias por ser tan observador. Él me contestó riñéndome:

— Muéstreme su gratitud haciendo su trabajo con una mínima competencia.

Me reí.

— ¿Con sus superpoderes de observación ha podido comprobar los ocupantes del Rover?

— Ojalá. El coche de Meserve todavía no ha aparecido, pero, si está con Nora, puede que ambos estén usando el de ella y dejen el de él guardado. Puede que en el garaje de Nora o en el de PlayHouse. Igual puedo curiosear por alguna puerta y echar un vistazo. Cambiando de tema, Reynold Peaty está siendo fiel a su estilo de solitario perdedor. Ha estado en su piso todo el fin de semana. Le di el domingo libre a Sean porque es religioso, así que puede que nos hayamos perdido algo. Pero sí que vigilé el lugar por la tarde sobre las cuatro.

No coincidió conmigo por un par de horas. De nuevo.

— Por último y seguramente menos importante — dijo Milo— , el edificio de Tori Giacomo ha cambiado de dueño dos veces desde que ella vivía allí. Las primeras propietarias eran dos hermanas nonagenarias que fallecieron de muerte natural. La propiedad pasó a un albacea, un especulador de Las Vegas lo compró muy barato y lo revendió a un consorcio de empresarios de Koratown. No hay ningún registro de antiguos inquilinos; el aroma de la futilidad impregna el aire.

— ¿Cuándo vas a ir a casa de Nora?

— Estoy aparcando mientras hablamos… — Se oyó como se cerraba de golpe la puerta de un coche— . Ahora me dirijo a la puerta de la casa. Toe, toe… — Habló con una voz más aguda, andrógina— . ¿Quién hay? El teniente Sturgis. ¿Qué teniente Sturgis? ¿Lo oyes, Alex?

— ¿Que si oigo el qué?

— Exacto. Vale, ahora estoy en el garaje… no abre, está cerrado con llave…, ¿dónde hay un ariete cuando se necesita? ¡Eeeeso, eso es todo, amigos!, este ha sido un programa del canal de Viajes Inservibles.