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— No te necesito para hacer el diagnóstico. Está pirada. Incluso sin colocarse — dijo Milo.
— ¿Colocarse?
— ¿No lo oliste? Apesta a hierba, tío. ¿Esos ojos?
Los bordes rojos, falta de coordinación, las respuestas estaban un poco a destiempo.
— Debo de estar patinando.
— No te acercaste a ella lo suficiente como para olerlo. Cuando le di mi tarjeta apestaba. Seguro que acababa de fumarse un canuto.
— Seguramente por eso no abrió la puerta.
Miró calle abajo. La manchita en la que se había convertido Nora Dowd había desaparecido.
— Pirada, colocada y no tiene archivos. Me pregunto si el dinero lo tiene por matrimonio o por herencia. O puede que pasara su tiempo en el fondo del embudo e hiciera buenas inversiones.
— Nunca he oído hablar de ella.
— Como ella misma dijo, el eje se mueve.
— Los planetas tienen eje, las estrellas no.
— Lo que sea. No le tenía mucha simpatía a Michaela, ¿verdad?
— Ni aunque la fingiera. Cuando apareció Dylan Meserve ella se desbocó. Puede que quizás porque él se aproveche de varias maneras.
— Un consultor creativo — apostilló Milo— . Sí, están haciendo el trabajo sucio.
— En una situación como esa — añadí yo— , una preciosa joven puede ser una amenaza para una mujer de su edad.
— Un par de chicos atractivos, en el monte, desnudos… Dowd debe de tener, ¿cuánto?, ¿cuarenta y cinco, cincuenta?
— Eso sería lo que yo me imaginaría.
— Una señora rica se sube el ego haciendo de gurú para los hambrientos y bellos…; del rebaño elige a Dylan, y él va y se pone a tontear con Michaela. Sí, es un buen motivo, ¿no? Puede que le dijera a Dylan que limpiara. Por lo que sabemos, puede estar allí mismo, retenido en aquella enorme casa de la dueña de la escuela y su coche en su garaje.
Mire hacia atrás para ver la gran casa color crema.
— También podría ser un buen sitio para haber retenido a Michaela antes de saber qué hacer con ella.
— Meterla en el Range Rover y tirarla cerca de su propio piso para poner tierra de por medio. — Se metió las manos en los bolsillos— . ¿No sería eso ensuciarse mucho? Vale. Veamos lo que nos pueden contar los vecinos de la señora colocada.
Llamaron a tres timbres, y les abrieron tres limpiadoras que les dijeron lo mismo: «Señora no está en la casa».*
En la cuidada mansión estilo Tudor tres casas más al norte de la de Nora Dowd un hombre de avanzada edad con una rebeca verde brillante, una camisa de lana roja, pantalones grises de cuadros escoceses y zapatillas de estar por casa burdeos los estudió por encima de sus gafas antiguas. Las puntas de las zapatillas llevaban unos lobos negros bordados. La oscura entrada de mármol a su espalda desprendía un cierto aire a vejez.
Se tomó su buen tiempo para observar la tarjeta de Milo. Su reacción a las preguntas acerca de Nora Dowd fue: «¿Esa? ¿Por qué?». Tenía una voz que sonaba como la gravilla al pisarla con mucho peso.
— Son preguntas de rutina, señor.
— No me venga con esas. — Era alto, pero estaba encorvado, tenía la piel acartonada, el pelo grueso y blanco y los ojos azules empañados. Con los dedos rígidos dobló la tarjeta y la aprisionó de una palmada. Tenía una nariz carnosa, con los poros abiertos, que caía sobre un labio superior torcido.
— Albert Beamish, pertenecí a Martin, Crutch y Melvyn, y otros noventa y tres socios, hasta que me obligaron a jubilarme. Eso fue hace dieciocho años, así que calculen bien y elijan bien sus palabras. Podría caerme muerto aquí mismo y tendrían que mentirle a otro.
— Hasta ciento veinte, señor.
— Sigue chaval. ¿Qué ha hecho esa? — le insistió Albert Beamish.
— Han asesinado a una de sus alumnas y estamos recabando información de las personas que conocían a la víctima.
— Y han hablado con ella y han visto que es una lunática.
Milo se rió entre dientes.
— ¿Alumnos? ¿La dejan enseñar? ¿Cuándo empezó? — preguntó Albert Beamish.
— Tiene su propia escuela de interpretación.
Beamish se rió entrecortadamente. Tardó un rato en llevarse el cóctel que tenía en la mano a los labios.
— Interpretación. Eso es más de lo mismo.
— ¿De lo mismo de qué?
— Ser la niña mimada e indolente que ha sido siempre.
— La conoce desde hace tiempo — comentó Milo.
— Creció en esa enorme cabaña de madera. Su abuelo la construyó en los años veinte, una plaga para el barrio entonces, igual que ahora. Aquí no encaja, tendría que estar en Pasadena o en otro sitio donde gusten esas cosas. — Los ojos nublados de Beamish se dirigieron hacia el otro lado de la calle— . ¿Ve alguna otra de ese estilo por aquí?
— No, señor.
— Hay una razón para ello, chaval. Resulta que no encaja. Intenté decírselo a Bill Dowd padre, su abuelo. Nada de sofisticación. Venía de Oklahoma, hizo dinero con los ultramarinos, alimentos deshidratados y cosas así. Su mujer era de clase baja, sin educación, creía que podía comprar su puesto en la sociedad. A la nuera le pasaba lo mismo, su madre. Una golfa rubia que se pasaba el día celebrando fiestas ostentosas.
Beamish bebió un poco más.
— Puñetero elefante.
Milo dijo:
— ¿Señor?
— Una vez compraron un puñetero elefante. Por un cumpleaños, no me acuerdo del de quién. Ensució la calle, el hedor duró varios días. — Movió las aletas de la nariz— . Bill hijo no trabajó ningún día de su vida, se pasó la vida haciendo el tonto con el dinero de su padre, se casó mayor. Su mujer, igual que su madre, ninguna clase. Y ahora llegan ustedes y me dicen que esa enseña interpretación. Y, ¿dónde tiene lugar esa parodia?
— Al este de Los Ángeles — dijo Milo— . Se llama PlayHouse.
— Nunca me aventuro tan lejos de la civilización — dijo Beamish— . ¿Es una casa de juegos
— Es un edificio de madera, como la casa — dije yo.
— ¿Encaja allí?
— El barrio es bastante hetero…
— Pilas de maderas. Toda esa madera oscura y esos cristales sucios deberían estar en una iglesia para impresionar y deprimir a la vez. Bill Dowd padre amasó su fortuna con latas de guisantes o lo que sea, y se puso a ponerle clavos a ese montón de madera. Seguramente se le ocurrió la idea cuando compraba tierras y casas en Pasadena, Pasadena Sur o Altadena, señor cuántas «-denas». Ninguno de ellos dio un palo al agua en su vida.
— ¿Cuántos hermanos? — pregunté.
— Dos. Bill tercero y Bradley. Uno tonto y el otro sospechoso. El sospechoso se coló en mi jardín y me robó los caquis. — Los puntitos de enfado iluminaron sus ojos azul lechoso— . Me dejaron el pobre árbol desnudo. Él lo negó, pero todos lo sabían.
— ¿Cuándo fue eso, señor? — preguntó Milo.
— Acción de Gracias del 72. El delincuente nunca lo admitió, pero mi mujer y yo siempre supimos que había sido él.
— ¿Por qué? — insistió Milo.
— Porque ya lo había hecho antes.
— ¿Le robó?
— A otros. No me pregunte el qué o a quién, nunca me enteré de los detalles, solo comentarios de las mujeres en sus conversaciones. Ellas también debían de creerlo. Lo mandaron a un internado. Una academia militar o algo así.
— ¿Por los caquis?
— No — dijo Beamish, exasperado— . Nunca les contamos a sus padres lo de los caquis. No había por qué meterse donde no nos llamaban.
— ¿Y qué hay de Nora Dowd? — dijo Milo— . ¿Algún problema con ella?
— Es la más pequeña y la más mimada. Siempre tuvo esas ideas raras.
— ¿Qué ideas, señor?
— Ser actriz — Beamish curvó los labios— . Se pasaba el día corriendo de un sitio para otro, intentando conseguir un papel en alguna película. Siempre pensé que su madre era la que estaba detrás de todo eso.
— ¿Consiguió algún papel alguna vez?
— No que yo sepa. ¿De verdad que hay algún tonto que pague por oír lo que ella tenga que decir en su casa de juegos?
— Eso parece — indicó Milo— . ¿Se ha casado alguna vez?
— Negativo.
— ¿Vive con alguien?
— Tiene ese montón de palos para ella sola.
Milo le enseñó la foto de Dylan Meserve.
— ¿Quién es ese? — preguntó Beamish.
— Uno de sus alumnos.
— Parece un delincuente. ¿Follan?
— ¿Alguna visita? — sondeó Milo.
Beamish le quitó la foto de las manos a Milo.
— Tiene números alrededor del cuello. ¿Es un puñetero delincuente?
— Un arresto por un delito menor.
— En los tiempos que corren eso puede incluir homicidio — ilustró Beamish.
— A usted no le gusta la señora Dowd.
— No veo la utilidad de ninguno de ellos — dijo Beamish— . Los caquis. Eran de una variedad japonesa, dulces, firmes, nada que ver con esas abominaciones gelatinosas que se compran en el mercado. Cuando mi mujer vivía, le encantaba hacer compota en Acción de Gracias. Ese gandul no nos dejó ni uno. Dejó el árbol desnudo del todo.
Le devolvió la foto a Milo.
— No lo he visto nunca, pero tendré los ojos abiertos.
— Gracias, señor.
— ¿Qué opina de su mascota?
— ¿Qué mascota, señor?
Albert Beamish se rió con tanta fuerza que empezó a toser.
— ¿Está usted bien, señor? — se interesó Milo.
Beamish cerró la puerta de un portazo.