Capítulo 12

A la mañana siguiente me levanto temprano, pero Bradford y Skylar ya se han ido. Dylan se va poco después, porque hoy es el día de servicio a la comunidad de su clase de segundo curso, y se supone que los niños tienen que ayudar a los pobres. Como no hay ningún pobre en Hadley Farms, han decidido ayudar a la clase media del condado más cercano plantando flores frente a un Wal-Mart. Me he ofrecido voluntaria para acompañar a los chicos, pero lo mismo han hecho todas las madres de la clase que quieren demostrarles a sus hijos, y a ellas mismas, que son las mejores madres de la urbanización. Además, el escrito de trescientas palabras que he redactado ofreciéndome para ello no ha servido ni para figurar en la lista de espera.

Me meto en el baño para lavarme la cara, y revivo mentalmente la discusión de anoche con Bradford. Me miro en el espejo, y mi nueva imagen me pilla totalmente desprevenida: mi habitual maraña de pelo de cada mañana tiene mucho peor aspecto teñida de rubio. Y, a juzgar por mi corta experiencia en estas lides, debo decir que la respuesta a la eterna pregunta acerca de si las rubias se lo pasan mejor es un rotundo no.

Kate me llama cuando Owen se ha metido en la ducha para contarme las maravillosas veinticuatro horas que han pasado juntos. Desde que él ha dejado a su mujer y se ha ido a vivir oficialmente con ella, han tomado un baño de burbujas juntos, han hecho el amor cinco veces y, lo que según Kate es mejor, se han quedado en la cama viendo la tele.

—Es que antes nunca teníamos tiempo para ver la televisión juntos —me cuenta Kate.

Suspiro, aunque no estoy segura de que me da más envidia: que hayan hecho el amor tantas veces o la compañía que se han hecho el uno al otro. Lo cierto es que anoche yo no tuve ni lo uno ni lo otro. Felicito a Kate por el comienzo de su nueva vida.

—Pues puede que mi nueva vida esté llegando a su fin —le cuento—. Tal vez sea la única manera de que uno de los dos sea feliz.

—Vaya por Dios, ¿qué ha pasado? —pregunta Kate, siempre dispuesta a apoyarme.

—Anoche, Bradford y yo discutimos.

—Bueno, todo el mundo discute; es parte de la relación —dice ella. Lleva viviendo con Owen un día y ya es una experta en la materia.

—Ya lo sé, pero es que la discusión de anoche fue especialmente amarga. Ni él ni yo hicimos ningún esfuerzo por comprender al otro. —Le hago un rápido resumen de la batalla y, para que a Kate le quede claro lo grave que fue, termino diciéndole que Bradford dio la bronca por concluida haciéndome saber lo horrible que estaba con el cabello teñido de rubio.

—¿Te has teñido el pelo de rubio? —dijo Kate, sorprendida.

—Sí, pero eso no es lo que importa. Creo que va a dejarme.

—Siempre estás diciendo lo mismo —alega Kate—, pero eso no va a pasar. ¿Por que no quedamos para almorzar y lo hablamos? Owen se muere de ganas de ir a algún restaurante de comida cajun. Te pasamos a buscar dentro de un rato.

—Hay un nuevo establecimiento cajun en la Sesenta y seis —digo—. Dicen que no se come nada mal.

—Owen tiene una idea mejor. Quiere que cojamos su avión privado y que nos demos una vuelta por Nueva Orleans. O N'awlins, como dicen por allí.

—¿Nueva Orleans? ¿No está un poco lejos? —pregunto, atónita.

—Será divertido, ya verás —insiste Kate—. Además, Owen dice que para comer buen jambalaya hay que ir a Bourbon Street.

Kate ha pronunciado eso de «Owen dice» con el mismo tono reverente que utilizan los sacerdotes bautistas sureños cuando citan «lo que dice el Señor». No obstante, ir a Nueva Orleans me parece un mandamiento bastante extraño.

—No, no puedo —digo, pensando en que no soy el tipo de persona que vuela a otra ciudad para almorzar.

—¿Por qué no? —pregunta ella.

Estoy a punto de contestar, pero entonces me doy cuenta de que, en realidad, no tengo ninguna razón que me impida hacerlo. Dylan estará fuera con sus compañeros de clase todo el día, y luego se irá a dormir a casa de un nuevo amigo. Yo, personalmente, no tengo ningún plan, y tampoco tengo ganas de quedarme todo el día encerrada sola en este caserón. Tal vez debería empezar a ser el tipo de persona que vuela a Nueva Orleans para almorzar.

—Bueno, supongo que podría ir con vosotros —digo, vacilante—. Pero me dan un poco de miedo los aviones pequeños.

—No es pequeño —dice Kate—. Nada que tenga que ver con Owen es pequeño.

Cuando colgamos, me meto en mi descomunal armario abierto y trato de decidir que ponerme. Ahora que tengo tanto espacio, debo llenarlo con algo más que mis míseras veinticuatro perchas, sobre todo teniendo en cuenta que de la mitad de ellas cuelgan varios pantalones negros de Banana Republic casi idénticos. Cojo uno y busco algo para ponerme encima. Dudo entre un suéter de color rojo cereza, uno de color verde lima y otro de color melocotón. Desde que me he puesto a cocinar en televisión, no puedo librarme de la comida ni siquiera en mi armario. Me decido por uno de cuello de cisne... color amarillo limón.

Kate me llama desde el coche. Salgo de casa y me meto en la impresionante limusina de Owen, que es todavía más grande que la que alquilé para mi graduación en la facultad, y que tuve que compartir con otros dieciocho compañeros de promoción. No sé para qué necesita Owen semejante vehículo, teniendo en cuenta que Kate y él viajan acurrucados en un rincón.

Kate asiente con agrado al ver mi pelo. No sé si le gusta el color, o es que simplemente se alegra de que por fin haya hecho algo en pos de la belleza. Una vez nos hemos saludado, ella se vuelve hacia Owen, que se convierte de nuevo en el centro de atención. Nos pasamos el trayecto escuchando sus proezas, esta vez en el mundo de los negocios, y el resumen de los negocios que ha ultimado últimamente. En un momento dado, trato de centrar la conversación en Kate, que acaba de aparecer en la lista que hace Vogue de los diez mejores médicos estéticos, justo en el número seis, después de ese tipo que asegura que si comes salmón tres veces al día tendrás la piel más limpia. O eso, o te acaban saliendo escamas.

—No quiero hablar de mí —dice Kate, acariciándole el brazo a Owen y deseosa de volver a acariciarle también el ego.

Yo, mientras tanto, me dedico a escuchar, asombrada, la cantidad de variaciones que mi amiga es capaz de hacer de la expresión «cariño, eres increíble». Al cabo de un rato, el coche se para, aunque no estoy muy segura de dónde. Salimos del vehículo y compruebo, sorprendida, que nos hemos detenido en una pista de asfalto y que un piloto y dos auxiliares de vuelo nos esperan junto a un flamante jet Gulfstream.

—¿Llevan equipaje, señor Hardy? —pregunta uno de los auxiliares, sonriente.

—No, sólo vamos a ir a comer —contesta Owen, subiendo la escalerilla.

Kate va tras él, pero yo titubeo un instante. Miro al piloto, que va vestido con un elegante uniforme azul, engalanado con unas alas doradas que se parecen sospechosamente a las que le dan a Dylan las azafatas cuando volamos por American. El piloto me coge de la mano, me acompaña escalones arriba y me deposita en mi butaca.

—¿Está cómoda? —me pregunta.

Seguramente estaría más cómoda si se fuese a la cabina a revisar el plan de vuelo, a comunicarse con la torre de control, a toquetear los botones y los interruptores del panel de control o si se pusiera a leer el manual de instrucciones. Bueno, eso último tal vez no. Espero que haga ya mucho tiempo que se lo estudió.

Me abrocho el cinturón, pero no me muestran ningún vídeo sobre el protocolo a seguir en caso de emergencia, ni sobre cómo utilizar el cojín del asiento como salvavidas. Tampoco es que quiera confiarle la vida a un cojín rayado.

—¿Están listos? —nos pregunta el piloto, sonriente.

Espero a que los auxiliares vengan a decirnos que pongamos el respaldo de la butaca derecho y que pleguemos la mesilla, pero tan sólo se limitan a preguntarnos si el zumo de naranja que lleva el cóctel que hemos pedido lo preferimos con o sin pulpa.

Una vez el avión ha despegado, Kate y Owen siguen interesados en lo mismo de antes de despegar. Se hacen mimos hasta que alcanzamos la altitud de crucero, y luego se levantan y se van a la parte de atrás del aparato.

—Owen ha instalado un dormitorio en el avión —me dice Kate con un susurro. Entonces, viendo mi cara de asombro, añade—: Equipado con una cama propia de una reina.

Siempre he tenido la fantasía de hacer el amor en un aeroplano, a treinta mil pies del suelo. Nos imagino a mi amante y a mí encerrados en el diminuto cuarto de baño de un avión de línea regular, con las espaldas pegadas a la pared, mientras un pasajero en apuros se dedica a aporrear la puerta. Es arriesgado, incómodo y, seguramente, ilegal, pero ¿no es eso lo que lo convierte en algo excitante?

Sea como sea, estoy un tanto desconcertada. ¿Para qué me ha invitado Kate a venir con ellos? No es que vayamos a tener mucho tiempo para hablar de Bradford si se va a pasar todo el tiempo agasajando a Owen.

Me entretengo con mi nuevo iPod, al que no creo que vaya a conseguir nunca cogerle el tranquillo, hasta que Kate vuelve a la cabina abrochándose su sujetador de La Perla.

—Esa mamadita le acaba de costar a Owen cinco millones de dólares —comenta, orgullosa.

—¿Tan buena eres? —pregunto.

Kate se echa a reír.

—No, me refiero a un edificio por el que estaba pujando. Decía que iba a plantarse en veinticinco millones, pero lo han llamado mientras estábamos dándole al asunto, y yo no he dejado de hacer lo que estaba haciendo. Así que, antes de darse cuenta, ya estaba diciendo «Sí, sí, sí...», y ha tenido que aceptar pagar treinta —dice, sin dejar de reírse.

—¿Hacéis muy seguido el amor? —pregunto.

—Mucho —contesta ella alegremente.

—¿Cuánto es mucho? ¿Crees que debe de haber algo así como una media nacional? Tengo entendido que hay un estudio que indica que una tercera parte de las parejas casadas mantienen relaciones sexuales tres veces por semana, otra tercera parte, tres veces al mes, y otra, tres veces al año.

—Entonces ¿crees que por el hecho de hacerlo tres veces al día recibiré un galardón del Instituto Kinsey? —pregunta Kate, con una sonrisa maliciosa en los labios.

Owen vuelve del dormitorio, ajustándose el cinturón y con aspecto satisfecho.

—Ha sido increíble —reconoce, sentándose junto a Kate, que me guiña un ojo.

—Me alegro —dice ella.

—Había otros cuatro postores, pero he logrado quedarme con el edificio —explica Owen.

—¿Eso es todo lo que ha sido increíble? —lo espolea Kate.

Owen se frota la nuca y le da un beso.

—Tienes razón; también me he quedado con la chica —añade.

Ambos consiguen quedarse sentados el resto del vuelo hasta que aterrizamos. Cuando bajamos del avión, nos está esperando otra espectacular limusina. ¿Cómo harán los ricos para mantener la línea si nunca caminan más de dos metros?

Yo suponía que iríamos a uno de esos famosos restaurantes de la ciudad, como K-Paul's o Antoine's. Sin embargo, en cuanto menciono esos lugares, Owen hace una mueca.

—Son para turistas —dice. Y ¿qué se supone que somos nosotros? En vez de ir a esos sitios, Owen nos lleva a un localucho con seis mesas y un reducido escenario sobre el que tres arrugados músicos de jazz tocan unos temas asombrosos. Owen ha pedido por nosotras y, la verdad, no sé lo que estoy comiendo, pero está buenísimo. El postre resulta ser una masa pegajosa de chocolate blanco, bizcocho, nata montada y salsa al whisky. El mismo tipo de mejunje que suelo preparar en mi programa. Pido la receta y el chef me la escribe amablemente en una servilleta.

De vuelta en la calle, nos mezclamos con la multitud de turistas y paseantes que llenan el centro histórico de la ciudad. Esto está tan abarrotado como Times Square en Nochevieja. Encima de nosotros, los intrincados balcones de hierro están repletos de hombres y mujeres medio desnudos y completamente borrachos que tratan de llamar la atención lanzando serpentinas de colores a la calle. Aunque las mujeres, por si ese sistema no es lo bastante efectivo, intentan hacerse notar recurriendo a otro truco: mostrar los pechos. Los hombres, por su parte, son menos sutiles y se limitan a bajarse los pantalones.

Puede que no haya bebido el suficiente bourbon como para apreciar Bourbon Street en todo su esplendor, porque todo esto me resulta tan atractivo como la convención del partido republicano. Owen, en cambio, parece que se está divirtiendo. Lleva a Kate cogida de la cintura y no para de mirar a su alrededor. Mi amiga decide que tenemos que empaparnos del espíritu festivo reinante y entra en una tienda a comprar abalorios para los tres.

Yo me quedo entre el establecimiento y la calle. Por un lado, oigo cómo Kate trata de convencer al dependiente para que le venda tres abalorios por cinco dólares. Del otro, compruebo que Owen está metido de lleno en otra transacción muy distinta.

—¿Te gustan? —le pregunta una universitaria pechugona, levantándose su escueta camiseta del Estado de Florida y proporcionándole a Owen una completa visión de sus voluminosas domingas.

—¿Cómo no iban a gustarme? —contesta él. La chica se le acerca y pega su curvilíneo trasero al de Owen, que no parece avergonzado en absoluto. Entonces, ella le coge el brazo y se lo coloca alrededor de su cintura desnuda mientras Owen sonríe de oreja a oreja.

—Estás muy bueno —le dice la estudiante.

—Y tú también —responde él.

Ya sé que estamos en Nueva Orleans, y que se supone que hay que dejar la moral en el aeropuerto o, en nuestro caso, en nuestro jet privado, pero tengo la incómoda sensación de que Owen acaba de pasarse de la raya. Una cosa es contemplar el espectáculo y otra implicarse en él con tanto entusiasmo. Si el está tan enamorado de mi mejor amiga, ¿no debería tener ojos sólo para ella?

Kate sale de la tienda sonriente, agitando los colgantes naranjas y amarillos por encima de la cabeza.

—¡Cariño! —exclama. Sin embargo, en cuanto ve que su amorcito tiene una jovencita pegada a él, se queda boquiabierta.

Owen y Miss Florida se lo están pasando tan bien que él tarda un minuto en desembarazarse de ella. La universitaria le planta un beso en los morros y sigue caminando, y Owen le dedica una última mirada de despedida.

—Te gusta Nueva Orleans, ¿eh? —le dice Kate, en tono socarrón.

—Pues sí—contesta él, sin un atisbo de arrepentimiento por el flirteo que acaba de tener.

Yo creo que este hombre tiene un concepto tan elevado de sí mismo que ni siquiera sabe cuándo debe sentirse avergonzado. Y es evidente que Kate no va a decirle nada. Prefiere pasar por alto este desliz que reconocer que Owen la ha decepcionado.

Vamos hasta el Preservation Hall, porque quiere seguir escuchando jazz. Ya está atardeciendo y la cola para entrar es descomunal, pero Owen le susurra algo al gorila de la puerta y entramos inmediatamente. Nos quedamos a ver una función y luego la limusina pasa a buscarnos y nos lleva hasta el avión.

Owen llama por teléfono cinco veces y repasa tres informes antes de que hayamos alcanzado los diez mil pies de altura. Luego se pone de pie y se despereza, listo para volver a divertirse.

—Oye, cariño, ¿por qué no hacemos una siestecita? —propone, aunque no parece cansado en absoluto.

Kate va tras él y le pone la mano en el trasero. Me pregunto cuántas «siestecitas» se han pegado ya hoy. De todas formas, debo romper una lanza en favor de ellos, ya que están contribuyendo desaforadamente al crecimiento de la media nacional de relaciones sexuales.

 

Todavía no he tenido oportunidad de contarle a Bradford lo de mi escapadita a Nueva Orleans, porque hace tres días que casi no lo veo. Llega a casa tarde y se levanta temprano, y la única noche que podríamos haber podido hablar, Kirk y yo tenemos que preparar el siguiente programa. He conseguido adaptar la salsa al whisky de Nueva Orleans a mis recetas, pero me temo que eso es lo único bueno que ha sucedido en esta casa últimamente.

Bradford ha vuelto a dormir en el dormitorio, pero nadie lo diría. Nos quedamos cada uno en nuestro lado de la cama de matrimonio y, cuando trato de cruzar la frontera para hacer las paces, él ya se ha dormido. O finge haberse dormido.

El jueves por la mañana lo llamo a la oficina, pensando que tal vez podríamos disfrutar de una cena romántica y tratar de olvidarnos de la discusión del otro día, pero su secretaria me fastidia los planes.

—Está en una reunión —me dice en tono de disculpa—. Una de las importantes. Lo siento, pero no puedo molestarlo.

Pues yo sí que me siento molesta. Ésta es la primera vez que Bradford da instrucciones de que nadie lo interrumpa, ni siquiera yo.

Bueno, que se vaya al diablo. Al fin y al cabo, todo esto es culpa suya. O puede que mía. Una mañana traté de decirle que lo sentía, pero cuando me preguntó qué era exactamente lo que sentía, me di cuenta de que, realmente, no lo sabía. No puedo pedir disculpas por tener un trabajo absorbente y un ex marido. Aunque a mí me sabe mal que él tenga un trabajo tan absorbente y una ex mujer.

Por la tarde, ayudo a Dylan con los deberes y lo llevo a una hamburguesería, donde se zampa una hamburguesa con queso y se pone a jugar con los videojuegos que hay al fondo del local. Juraría que los que tiene en su ordenador son casi idénticos. Sin embargo, por alguna extraña razón, le resulta más divertido cuando tiene que poner una moneda de veinticinco centavos para jugar.

De vuelta en casa, se queda dormido sobre mi regazo, mientras vemos un programa sobre constelaciones en el Discovery Channel. Por qué no salimos fuera a ver las estrellas es otra pregunta que me hago. Puede que mañana por la noche saque unas mantas y le proponga a Bradford que salga al jardín con nosotros a buscar la Osa Mayor.

Acarreo a Dylan hasta su cama y enciendo la lámpara de noche de Harry Potter, que hace juego con su pijama y sus sábanas, también de Harry Potter.

En lugar de acostarme yo también, voy a la cocina y me pongo a ojear el montón de periódicos que hay apilados en una esquina. Esta noche, por alguna razón, las tiras cómicas de Roz Chast no me hacen ninguna gracia, y no puedo dejar de mirar el reloj. Bradford llega pasadas las once; parece cansado.

—¿Quieres que te prepare algo de comer? —pregunto, tratando de ser amable con él.

—No, gracias. Ya he comido algo en la oficina —contesta—. He tenido un día agotador.

—Ya lo veo —digo, y espero que se lo tome como un comentario amistoso, no como un reproche.

Se quita la chaqueta y la cuelga del respaldo de la silla. Tiene la corbata aflojada y la camisa blanca de Brooks Brothers arrugada, lo cual no es habitual en él.

—Tengo que darte una noticia —dice—. No te enfades. El sábado me voy a Hong Kong.

—¿A Hong Kong? —repito, marcando bien las sílabas.

—Es un viaje de negocios —me explica—. Están pasando muchas cosas importantes en nuestra sucursal de allá.

—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —pregunto, mordiéndome el labio. Ya sé que es un vuelo bastante largo, pero espero que la estancia no lo sea.

—Tres meses —responde, bajando la voz.

Tomo asiento y clavo la vista en el ejemplar del New Yorker que tengo delante: lo veo todo borroso. No pienso recordarle que he comprado entradas para ir a ver Madama Butterfly la semana que viene. De todos modos, no podría haber escogido una ópera peor. ¿No es esa en la que la soprano se suicida después de que su amante la haya abandonado?

—Tres meses es mucho tiempo —digo, midiendo mis palabras. No pienso acordarme de James, no; y no pienso preguntarme qué habré hecho yo para que todos los hombres con los que estoy acaben escapándose a lugares exóticos.

—Es una oportunidad que no puedo desaprovechar. La verdad es que hace tiempo que venía considerándolo.

—Pues es la primera vez que lo mencionas.

—Me lo propusieron hace ya unas semanas —dice Bradford, metiéndose las manos en los bolsillos—. Al principio, dije que no, pero lo he pensado bien y he llegado a la conclusión de que nos vendrá bien estar una temporada separados.

—O puede que nos venga muy mal.

—Yo no lo veo como una separación —prosigue él.

Y yo tampoco lo he visto así, hasta que Bradford lo ha mencionado.

Me quedo muy, muy quieta: puede que, si no me muevo, no se me caiga el mundo encima.

—Lo de la otra noche fue una discusión estúpida —digo en voz baja—. Todas las parejas discuten, pero no quiere decir que tengas que escaparte a Hong Kong y desaparecer del mapa.

Bradford se acerca y me pone las manos sobre los hombros.

—Ni voy a escaparme, ni voy a desaparecer —me asegura, esbozando una débil sonrisa—. Hong Kong no es la Patagonia.

—Pero podría serlo —digo.

Bradford me suelta los hombros y suspira.

—Sara, por favor, volvemos a lo mismo de siempre. Tienes que ser capaz de confiar en mí.

—Pues yo no vi que confiaras mucho en mí cuando te quejaste de que pasaba demasiado tiempo con James y con Kirk —suelto. Entonces me doy cuenta de que estamos retomando la misma discusión de la otra noche—. Todavía te amo —murmuro.

Bradford no contesta, simplemente se me acerca y me besa con delicadeza. Y, cuando me da el siguiente beso, me entrego por completo a él, y las barreras que hay entre nosotros comienzan a derrumbarse. Me desabrocha la blusa y se pone a besarme el cuello apasionadamente. Entonces, me apoya sobre el mármol de la cocina y me aprieta contra él. No estamos exactamente en el retrete de un avión a treinta mil pies del suelo, pero, aun así, resulta fabuloso.