Capítulo 7
Me paso tres días deprimida por culpa de James. Con todo, consigo seguir con mi vida habitual, aunque algunas noches no las tengo todas conmigo. Una de esas noches en particular resulta ser peor que las otras; no puedo dormir y me levanto a las dos de la mañana a echar un vistazo a la programación de la tele, buscando algo para ver. Le chagrin et la pitié parece una buena elección.
Cuando finalmente James vuelve a ponerse en contacto conmigo, intento no perder la compostura y apelo a la renovada madurez que me ha imbuido la doctora Joy para mantener la calma. Nos pasamos dos días enteros negociando acerca de qué le diré a Dylan, cuándo nos reuniremos y dónde va a tener lugar el encuentro. Kate sigue desempeñando su ya clásico papel de mejor amiga y consejera matrimonial o, en este caso, ex matrimonial, y me llama casi cada hora. Es demasiado educada como para quejarse de mis continuos lamentos, tanto, que a mitad de semana su condescendencia comienza a cansarme incluso a mí. Es hora de hablar de otra cosa, así que cuando ella menciona que va a ir a una subasta a Sotheby's para comprarle un regalo de cumpleaños a Owen, me ofrezco a acompañarla y a aconsejarla en su compra. A no ser que se trate de dibujos de latas de sopa. Llego temprano y me quedo esperando en la acera, frente a la entrada del local, mirando el continuo desfile de coleccionistas y compradores de arte que se escabullen hacia el interior de la sala de subastas. Los hombres van vestidos con conservadores trajes de Louis de Boston y acarrean caros maletines de T. Anthony. Las mujeres, por su parte, llevan frescos, elegantes y ajustados vestidos de St. John, y calzan aburridos, pero fiables, zapatos de salón. A medida que van pasando junto a mi, más de una me dedica una mirada y vuelve rápidamente la cabeza al frente. Probablemente, al verme enfundada en mi vestido de algodón de veintiocho dólares del H & M se han dado cuenta de que no pertenezco al club. Aunque, francamente, a mí el vestido me parece encantador.
—Llevas un vestido encantador —dice Kate en cuanto llega, dándome un beso y tocando la tela con admiración—. Qué suerte tienes de que te quede tan bien la ropa barata. Yo nunca he podido ponérmela; sencillamente, no me queda bien.
Menudo piropo. Mis caderas están hechas a la medida del poliéster. Sin embargo, ¿cómo iba nada a quedar mal sobre el esbelto cuerpazo de Kate? Lo más probable es que la ropa barata no se adapte a su imagen. Y, a decir verdad, el sofisticado vestido de John Galliano que lleva hoy le sienta como hecho a medida; claro que probablemente lo está.
—He estado repasando el catálogo de la subasta—dice Kate, mientras atravesamos el majestuoso vestíbulo de vidrio y granito de este emporio del arte—. Ya sé exactamente qué voy comprarle. Hay una litografía imponente de un paisaje de Nueva York, obra de Red Grooms, en la que juraría que se ve uno de los edificios de Owen. Y Grooms es uno de sus artistas favoritos. Es genial.
—Suena bien —digo, pensando dónde coloca un hombre casado una litografía que le ha regalado su amante. ¿En el baño? ¿En el sótano? ¿En el fondo del armario? Puede que, simplemente, se lo regale a otra amiguita.
Nos dirigimos al piso de arriba a apuntarnos en el registro.
—Deberías coger una paleta, por si te apetece pujar por algo —me sugiere Kate. Y, aunque me parece tan probable como que George Bush apruebe las relaciones prematrimoniales entre adolescentes, doy mi nombre y mis datos personales a una malcarada mujer de sesenta y pocos años con un maquillaje demasiado pálido y un casco de cabello demasiado oscuro. Introduce la información en el ordenador, hace dos llamadas telefónicas en voz baja y aprieta algunas teclas más en el teclado de su iMac.
—Parece que sus datos bancaríos han pasado el visto bueno —me dice con desden, dejándome muy claro que ella nunca dejaría que alguien que lleva un bolso de LeSportsac participase en una subasta. A regañadientes, me entrega una paleta para pujar.
—Yo también necesito una —le dice Kate—. Ya debo de figurar en el registro.
Su Majestad teclea el nombre de Kare y, al cabo de un instante, esboza una sonrisa zalamera.
—Ah, doctora Steele, es un placer verla de nuevo por aquí —dice en tono lisonjero—. Las pondré a usted y a su amiga delante. —Luego, baja la voz y añade—: Puede que cuando acabe la subasta le haga una consulta sobre liposucciones.
Pongo los ojos en blanco. Desde que Kate se ha hecho conocida, todo el mundo le hace favores, esperando que, a cambio, ella les haga uno de sus tratamientos mágicos. Esta mujer debe de creerse que darnos una buena silla en la subasta bien merece un kilo de grasa; eliminado quirúrgicamente por Kate, claro está.
Atravesamos un largo pasillo y nos acomodamos en nuestros asientos, en la segunda fila. Mientras tanto, me pongo a practicar discretamente con la paleta para pujar. ¿Qué pasaría si estornudase, me fuera a limpiar la nariz y alzara la paleta accidentalmente? Tal vez acabara adquiriendo uno de esos cuadros de platos rotos de Julian Schnabel que, por cierto, nunca me han gustado. Me recuerdan demasiado a ese horrible verano que trabajé de camarera.
Kate ojea el catálogo y me marca algunos artículos medianamente asequibles que, según ella, debería considerar comprar. Comprueba el número del lote de Red Grooms que quiere y sigue pasando páginas. El subastador, un hombre mayor de cabello cano y con pajarita, sube al estrado y en un instante la sala se queda en silencio. El sujeto da la bienvenida en un elegante inglés británico, e inmediatamente me siento más a gusto: puede que me recuerde a ese tipo que solía presentar aquel programa de teatro tan bueno.
Comienzan a subastarse los primeros artículos y, poco a poco, los precios van subiendo.
—Mil dólares más y tendremos un nuevo precio récord para esto —declara el subastador, refiriéndose a una bandera de Jasper Johns. Por alguna razón, el comentario anima a la gente a pujar con más ganas que antes.
—¡Adjudicado! —anuncia finalmente cuando alguien supera la marca. La gente rompe a aplaudir. Por lo visto, cuanto mayor es el precio, más felices están los ricos. Se jactan de poder pagar los mejores colegios, de tener paquetes de tales acciones y de comprar el queso de cabra más caro. Yo, en cambio, sólo aplaudo cuando llegan las rebajas.
La subasta sigue su curso, y las pujas se convienen en batallas encarnizadas. Sin embargo, cuando echo un vistazo a mi alrededor, me doy cuenta de que la acción se limita a una breve asunción con la cabeza, a un dedo levantado o a una tímida elevación de la paleta, Mientras me entretengo tratando de averiguar si el hombre que está sentado al final de nuestra fila, frotándose la frente, está pujando o es que necesita una aspirina, se oye un murmuro en la sala. Su Majestad en persona aparece por una puerta lateral seguida de una pareja. Los invita a sentarse en unas butacas reservadas y se despide con efusividad. Una vez se ha ido, miro con más atención al dúo que ha levantado todo este revuelo. Y entonces los reconozco.
No doy crédito. Me clavo en mi asiento y cojo a Kate por el brazo. Presa del pánico, se me escapa la paleta de las manos y cae al suelo con estrépito; cuando me inclino para recogerla, me golpeo la cabeza con el apoyabrazos y ahogo un aullido.
—¿Estás bien? —me susurra Kate.
—No —contesto, nerviosa, cogiendo mi bolso de LcSportsac—. Tenemos que salir de aquí.
—Pero si la litografía de Red Grooms es el próximo artículo —me dice ella, sorprendida—. Espera a que acabe y nos vamos.
No, hav que irse ya, porque no quiero que Kate vea a la parejita que acaba de llegar cogidita del brazo y que está charlando tan cariñosamente. Se trata, ni más ni menos, que de Owen y su preciosa y rubia esposa, y se encuentran solamente cuatro filas por detrás de nosotros.
Arriba, en el estrado, la puja por la colorida y grandiosa litografía de Red Grooms da comienzo. Kate endereza la espalda, empuña la paleta con fuerza y me da un golpecito con el brazo.
—Aquí está —dice, excitada—. Recuerda que confío en ti. Pase lo que pase, no dejes que me pase del presupuesto.
—No te preocupes —respondo. Aunque, en mi opinión, Kate ya ha rebasado su presupuesto. Se ha gastado demasiado en Owen.
El subastador anuncia el precio de salida y empieza la puja, que avanza de cien dólares en cien dólares, así que la paleta de Kate sube y baja tan rápido que es como si estuviera jugando un partido de ping-pong. A pesar de todo, no tarda en resultar evidente que hay otra persona particularmente interesada en el lote. A medida que la puja va subiendo, también lo hace el entusiasmo del subastador, que parece disfrutar con el enfrentamiento. Con cada puja su mirada va de Kate a su adversaria, que está sentada a unas pocas filas por detrás de nosotras. Kate no deja de mirar hacia el estrado, pero yo estoy convencida de que la mujer que puja contra Kate no es otra que la mujer de Owen. De una u otra forma, el magnate inmobiliario va a recibir por su cumpleaños justo lo que quería.
—Te estás acercando al límite —le susurro a Kate—. Puede que ya sea hora de abandonar.
—Una más —dice ella. Sin embargo, la puja no se detiene y Kate no se retira. Se comporta como uno de esos jugadores de máquinas tragaperras de Las Vegas, que están convencidos de que van a conseguir el bote en la próxima tirada. Al infierno con el presupuesto; ella quiere ganar.
—Para ya —insisto, mientras el precio sigue subiendo.
—No me importa —dice—. Lo hago por Owen. Se lo merece.
Sea cual sea el valor de Owen, la litografía va a salirle a Kate mucho más cara de lo que ella pensaba. Su rival supera sin pestañear todas y cada una de las pujas, y pronto resulta obvio que no piensa rendirse. Con todo, Kate no capta el mensaje hasta que ha rebasado su presupuesto en un trescientos por ciento. Entonces, desanimada, baja la paleta definitivamente.
—¡A la una! ¡A las dos! ¡A las tres!—anuncia el subastador, encantado, dejando caer la maza contra el podio—. ¡Vendida a la señora de Owen Hardy!
Kate, que no está acostumbrada a perder, tarda unos instantes en registrar el nombre que acaba de oír. Entonces me mira, incrédula y, acto seguido, salta de su silla y se vuelve hacia atrás.
—¿Owen? —suelta, captando la atención del hombre por el cual, segundos antes, estaba dispuesta a dejarse un dineral.
El poderoso Owen Hardy, famoso por sus aptitudes para negociar con los sindicatos más poderosos de la ciudad, sólo tiene una respuesta cuando se encuentra entre su esposa y su amante. Parece sofocado, y se limita a encogerse de hombros.
Kate vuelve a sentarse. No pretende montar una escena. No obstante, la gente se pone a murmurar y varias personas vuelven la cabeza para ver a la mujer que ha pronunciado el nombre de Owen.
—Vamonos de una vez —le digo, tirándole de la manga.
—No —contesta ella, decidida—. No pienso ser yo la que se vaya.
Vuelvo a tomar asiento. Tenía la esperanza de que Kate recobrara su sano juicio al ver a Owen y su mujer, de que se diera cuenta de que ese matrimonio todavía no estaba tan acabado como él aseguraba. No obstante, ahora parece más decidida que nunca. Endereza la espalda, cuadra los hombros y se aparta el cabello. Incluso sus mejillas vuelven a recuperar su habitual color rosado.
—No pienso escabullirme. Vamos a ir a saludarlos.
¿En serio? Y ¿qué más vamos a decirles? Ahora mismo esa puerta lateral me parece una buena salida. Sin embargo, tan pronto como la subasta del lote se da por concluida, Kate me coge del brazo con fuerza y me arrastra hasta la parejita.
—Hola, Owen —dice ella como si tal cosa, sonriendo.
—Ah, hola, Kate —responde él. Por lo visto, el hecho de estar entre su esposa y su amante le ha dado a su voz un tono más agudo. Kate no espera a que la presenten y le ofrece la mano a la mujer del magnate.
—Hola, soy Kate Steele.
—Tess Hardy —responde la elegante rubia, dándole a Kate un apretón de manos. Lo único que deseo en este momento es que esa roca de ocho quilates que tiene Tess en el dedo anular no atraviese la palma de mi amiga—. ¿De qué os conocéis mi marido y tú?
«De intimar —pienso y—; en el sentido bíblico del término.» Aunque creo recordar que Dios tenía algo que decir al respecto; de hecho, me parece que estaba en contra.
—Kate es mi dermatóloga —explica Owen, cuya voz, normalmente gravísima, suena cada vez más aguda.
—Vaya, ésa Kate Steele —dice Tess, volviéndose hacia Kate y .mtemplándola con admiración. Luego frunce el ceño y vuelve a irar a su esposo—. Así que vas a una dermatóloga, ¿eh? Nunca me lo habías dicho.
Así que no soporta que Owen no se lo cuente todo. Me gustaría ver cómo reacccionaría si se enterase de que sus visitas a la doctora no son exactamente de carácter médico.
—No suelo ir muy a menudo —se defiende Owen, balanceándose de un pie al otro.
—Y ¿qué es lo que te hace? —pregunta Tess, que no parece querer dejar el tema.
Buena pregunta. Yo también siento curiosidad al respecto.
De repente, las miradas de Kate y de Owen se cruzan, y detecto cómo Kate esboza una pícara sonrisa.
—Peelings —contesta ella, que parece que se está divirtiendo con todo esto.
Tess titubea, pero luego parece llegar a una conclusión.
—Pues se supone que eso es una maravilla para el rostro —dice, acariciándole la mejilla a su marido—. La verdad es que, últimamente, estás radiante. Y ahora sé por qué.
Pues sí, ese brillo en su cara tiene algo que ver con Kate, y también con los peelings, pero no de la manera en que Tess se imagina.
Justo entonces una de las jóvenes empleadas de chaqueta azul de Sotheby's le da un golpecito a Tess en el hombro y le indica que tiene que ocuparse del papeleo por la compra del lote de Grooms.
—Claro —contesta Tess. Luego se vuelve hacia Kate y añade—: has sido una rival dura de pelar, pero tenía que hacerme con esa litografía. Quería regalársela a Owen por su cumpleaños.
Tess se va con la chica y, en cuanto se han perdido de vista, Owen coge a Kate de la mano.
—Lo siento. No tenía ni idea de que estarías aquí —se disculpa.
—No es culpa tuya —lo exonera Kate.
¿Que no es culpa suya? Por lo que a mí respecta, todo esto es culpa suya. De hecho, él tiene la culpa de todo; hasta de la lluvia acida.
—Eres una mujer increíble. No sabes cuánto te quiero —dice Owen, apretándole la mano con fuerza, para luego soltarla. Todo sea por la discreción.
—Yo también te quiero—dice Kate.
—Lo sé —dice él, sonriendo—. Tienes que quererme mucho. Querías comprar esa litografía para regalármela, ¿verdad?
—La verdad es que quiero hacer muchas cosas por ti —lo pincha ella, dejando que Owen deje volar la imaginación.
Se dan un abrazo y, rápidamente, conciertan una cita para la tarde siguiente. Kate sale de Sotheby's triunfal y nos echamos a andar avenida York abajo, calcinándonos.
—Supongo que te ha quedado claro —digo, preguntándome si ese encuentro ha tenido algún efecto revelador en Kate—, Owen tiene una esposa; y tú tienes un problema.
Sin embargo, Kate se limita a encogerse de hombros.
—El único problema que tengo ahora es que no sé que regalarle por su cumpleaños.
—Incluso una tarjeta de felicitación sería demasiado para él —digo.
—No seas así —contesta Kate—. Owen me ama. Lo que pasa es que está en una situación un tanto complicada. Todavía no ha hecho oficial su separación, pero eso no es más que un detalle. Él y su mujer viven vidas separadas, así que nadie va a salir herido. Son amigos, pero hace años que no mantienen relaciones sexuales. Incluso pertenecen a clubes de campo distintos.
Que no mantengan relaciones sexuales todavía tiene un pase, pero ¿que pertenezcan a clubes diferentes? Tal vez ese matrimonio sea más inestable de lo que pensaba. Las personas a veces acaban tomando caminos distintos, eso lo sé muy bien. Pero ese proceso siempre resulta muy doloroso.
—Escucha, Kate, solamente quiero lo mejor para ti. Y verte como la tercera en discordia no me hace feliz.
—A mí tampoco —reconoce Kate—, pero las cosas pueden cambiar. —Cada vez anda más deprisa y, al cabo de una manzana, casi tengo que correr para seguir su ritmo. Para cuando llegamos a su consulta, estoy empapada en sudor. Ella se detiene frente a la puerta del edificio, me lanza un beso y me dedica una sonrisa valiente—. No te preocupes, Sara. Puede que Tess Hardy haya ganado la litografía, pero yo todavía puedo ganarme a su hombre.
Más tarde, ya de noche, me entretengo viendo las noticias de las once mientras espero a que Bradford llegue a casa. Si muestran un solo incendio más en Brooklyn, pienso cambiar de canal y ponerme a ver reposiciones de Todo el mundo quiere a Raymond. Por lo menos no me estoy atiborrando de chocolate con almendras: he conseguido conformarme con helado de chocolate. A finales de la semana ya debería ser simplemente sorbete de limón.
Estoy haciendo zapping cuando Dylan entra en el salón, vestido con su pijama de Harry Potter y estrujando a Bunny, el oso de peluche que tiene desde que era un bebe. Su conocimiento del mundo animal ha aumentado desde entonces, pero él sigue llamándolo así. Extiendo los brazos y Dylan salta a la cama y se acurruca junto a mí. Me pongo a acariciarle el cabello y me embebo de ese aroma dulzón tan característico de los crios, mezcla de chicle y champú para niños. ¡Cuánto tiempo seguirá siendo así de adorable? Espero que siempre.
—¿Qué te pasa, cariño? ¿No puedes dormir? —le pregunto—. ¿Quieres que te cuente un cuento?
—Vale —responde él.
Abro el cajón de la mesita de noche y saco un libro de cuentos infantiles que tengo para estas ocasiones. Sin embargo, cuando empiezo a leerle a Dylan su favorito, no da muestras de su habitual interés.
—¿Es verdad que mi papá ha vuelto de la Patagonia? —me pregunta entonces, sin más, cruzándose de piernas y mirándome fijamente a los ojos—. ¿Es verdad que lo has visto? ¿Voy a poder verlo yo también?
¿Papá? ¿Patagonia? ¿Cómo se ha enterado? Me ha cogido completamente desprevenida. ¿Habrá llamado James cuando yo no estaba en casa? Lo mataré. Con todo, no puedo dejar que Dylan se dé cuenta de lo furiosa que estoy. Voy a mantener la calma, aunque tenga que volver al chocolate con almendras.
—¿Por qué me lo preguntas? —digo, utilizando el tono de voz más moderado de que soy capaz.
—Skylar me lo ha contado —contesta él, radiante—. Ahora me habla. Lo sabe todo.
Y ¿cómo se ha enterado ella de esto? ¿Acaso nos espía cuando su padre y yo hablamos? ¿Habrá cogido otro teléfono cuando James me ha llamado? Qué más da. Ahora mismo, eso es secundario.
De repente, me veo obligada a soltar el discurso que llevo días preparando.
—Mira, Dylan, quería darte una sorpresa, pero ¡me has descubierto! —miento, con forzado entusiasmo. De hecho, demasiado entusiasmo, así que trato de no mostrarme tan efusiva—. Resulta que James, tu padre biológico, ha venido a Nueva York. Ya sabes que te quiere mucho, pero que le es imposible estar con nosotros. Bueno, pues ahora está aquí y he pensado que podríamos ir todos juntos al zoo. Pero sólo si te apetece.
—¡Sí! ¡Sí ¡Sí! —exclama Dylan, poniéndose a dar saltos en la cama—. ¡Voy a conocer a mi papá! ¿Vamos a irnos a la Patagonia con él?
—Pues claro que no, cariño —respondo—. Ahora vivimos aquí, con Bradford.
—Pues Skylar me ha dicho que vamos a irnos de aquí pronto y que su mamá va a volver a vivir con ella y con Bradford —dice Dylan—. Y que ya es seguro.
Esta noticia sí que es nueva para mí, y espero que Skylar no lo sepa por Bradford o por Mimi. Lo más probable es que se lo haya inventado. Por otra parte, en lo que sí tiene razón es en que James ha vuelto, y no sé de dónde puede haberlo sacado.
Tengo ganas de abrazar a Dylan con fuerza, pero el corazón me late tan deprisa que tengo miedo de que mi hijo se dé cuenta, así que me limito a acariciarle la mano.
—Skylar es un encanto, pero está equivocada. A partir de ahora, sólo debes hacer caso de lo que te diga yo.
—Vale, pero es que estoy un poco asustado —me dice, pegándose a mí.
—No te preocupes; yo siempre estaré a tu lado. Si tienes miedo, no hace falta que veas a James.
—Sí que quiero ver a papá —responde Dylan, apretando a su osito con fuerza—, pero es que has dicho que vamos a ir al zoo, y a mí me dan miedo los leones.
En el fondo, él tiene suerte de tenerle miedo a una sola cosa en particular. Yo, en cambio, siento una abrumadora sensación de pánico, y no tengo un motivo único y exclusivo para ello. Puedo echarle la culpa a James, claro, pero lo cierto es que también tengo un mal presentimiento con respecto a Bradford. ¿Por qué será? Al parecer, al oír el comentario de una mocosa de casi catorce años en boca de un inocente chiquillo: de siete, me he preocupado. Sin embargo, es ridículo. Bradford y yo estamos enamorados el uno del otro.
Dylan se duerme entre mis brazos y decido llevarlo de vuelta a su cuarto. Me quedo mirándolo unos instantes y luego le pongo a Bunny al lado, para que se lo encuentre en cuanto se despierte. Al volver a mi dormitorio, me doy cuenta de que no tengo nada a lo que aferrarme. Me meto en la cama y me quedo mirando la tele, ausente. Espero que Bradford llegue antes de las dos, porque no quiero pasarme otra noche con la única compañía de la carta de ajuste.
Estoy tan ocupada preocupándome de Bradford, de Mimi, de James, de Dylan, de Owen, de Kate, de Skylar y hasta de si los mellizos de Berni comen bien, que me paso los primeros días de clase en una nube. Por lo menos, ya me he acostumbrado a la rutina. El librillo de las normas de la escuela es tan grueso que podría empapelar el aula con sus páginas, y mi lista de alumnos tiene tantos asteriscos que parece la Osa Mayor. Dos de mis estudiantes de Arte toman Prozac, tres toman Ritalin y doce no pueden comer cacahuetes. Ya sé que no es como para tomárselo a risa, pero ¿cómo es posible que de repente haya tantos chicos alérgicos a los cacahuetes? El típico bocadillo de manteca de cacahuete que todos solíamos comer es, para muchas madres de hoy, una auténtica amenaza a escala nacional. De hecho, este asunto ha llegado tan lejos que a algunos de mis alumnos no sólo no les está permitido comer cacahuetes, sino tampoco olerlos.
Al tercer día de clase, vuelvo a casa más tarde de lo habitual, dejo mi bolso y cojo el preciado directorio de la escuela. El hecho de disponer del teléfono particular de todas y cada una de las alumnas de la exclusiva escuela Spence significa que tengo acceso a algunos de los padres más ilustres de Nueva York, aunque, a decir verdad, el directorio Brearley se cotiza más, porque contiene el número particular de Caroline Kennedy. Con todo, las normas de la escuela Spence indican que la lista sólo puede utilizarse para asuntos relacionados exclusivamente con el colegio. Lo cual no explica por qué, el año pasado, alguien pagó novecientos dólares a eBay por la copia de un ejemplar.
—¿Qué tal el día, cariño? —me pregunta entonces una voz amiga.
Me echo a reír y voy hasta la otra habitación, donde me encuentro a Berni sentada en el sofá de Betsy Ross, haciendo punto. La ola de calor por fin se ha acabado, igual que su embarazo, pero mi sala de estar se ha convertido en su Starbucks particular. Además, para colmo, tengo conexión inalámbrica a Internet. De todos modos, no parece que sea suficiente, porque Berni no para de darme la lata para que sirva también café frappé.
—¿Desde cuándo sabes hacer punto? —pregunto, fijándome en el ovillo que tiene en el regazo y que, poco a poco, se convertirá en no sé qué. Tal vez en unos patucos, o en una mantita, aunque las mantas no suelen tener forma de trapecio.
—En Hollywood, todo el mundo hace punto —me asegura Berni, siguiendo con su tarea—. Necesito seguir en contacto con el negocio de alguna manera.
—¿Cómo están los bebés? —pregunto, mirando por encima del ordenador portátil que ha colocado junto a ella, en el sofá.
Berni deja de hacer punto durante unos instantes, lee algo en la pantalla y sonríe. Los rostros de sus dos angelitos, profundamente dormidos, llenan la pantalla.
—No sé cómo hay gente que puede vivir sin vídeo remoto —comenta—. La canguro está con ellos, pero no puedo perderlos de vista ni un minuto. Y ellos también pueden verme.
Echo un vistazo por el cuarto de estar en busca de alguna cámara. Puede que Berni haya instalado una para que sus hijos puedan presenciar en directo a su madre haciendo punto. Pues no.
—¿Les has puesto una foto tuya en la cuna? —digo en broma.
—Mejor. La cuna tiene un DVD incorporado que muestra mí foto con la palabra «mamá» escrita debajo.
Dios mío, no sabía que los bebés ya hubieran aprendido a leer.
—Es una foto de hace diez años en la que salgo muy elegante —prosigue ella, animada—. Quiero que mis hijos tengan de mí la mejor imagen posible.
No me parece una buena idea. Si los mellizos piensan que la mujer glamourosa y esbelta de la foto es «mamá», ¿cómo llamarán a la señora que les da el pecho cada día?
Me siento junto a Berni y le quito las agujas de hacer punto de las manos con la intención de retomar los tres puntos que estaba terminando cuando se ha puesto con el ordenador. Cuando me ve con las agujas en las manos, se queda mirándome con asombro, como si alguien que jamás ha sido invitado a la ceremonia de los Osear no pudiera saber tejer.
—Hago esto desde que era una niña —digo, cogiendo el ritmo rápidamente.
—No se te da nada mal —opina Berni, reclinándose contra el respaldo del sofá y deleitándose con mi técnica—. Podrías acabarlo en un abrir y cerrar de ojos.
Me gustaría que me aclarase qué es lo que podría acabar, pero, aparte de eso, me agrada estar sentada aquí, con la mente en blanco, alternando las agujas de manera automática. Casi había olvidado lo relajante que es. En lugar de irnos de luna de miel a Tahití, Bradford y yo podríamos quedarnos en casa haciendo punto.
—Bueno, ¿vamos a ir a la fiesta de Hadley Farms de esta tarde? —pregunta Berni—. Priscilla me ha dicho que todas las vecinas son encantadoras.
—Y ¿qué es lo que hacen en esas fiestas de bienvenida? —pregunto—. ¿Escribir cartas a algún consultorio sentimental? ¿Discutir sobre cuál es el mejor detergente? —digo, acabando una pasada, cambiando las agujas de mano y comenzando otra. Mmm... Debo admitir que yo tampoco estoy pasando la tarde en el Museo Metropolitano.
—Priscilla me ha asegurado que será divertido —dice Berni—. Y necesito salir de casa.
Pienso en esta última frase un instante y le suelto:
—Pero si va estás fuera de tu casa.
—Técnicamente, sí, pero la verdad en que ya me estoy cansando de tus paredes.
Supongo que podríamos mudarnos al estudio, o a la biblioteca, o a la otra sala de estar. La verdad es que todavía no he descubierto en qué se diferencian: todas esas habitaciones tienen un sofá, estanterías llenas de libros y una pantalla de plasma.
—De acuerdo —suspiro, dejando lo que estaba tejiendo sobre el sofá—. Por lo menos podré picar algo.
Sin embargo, no es precisamente algo de comer lo primero que me ofrece Priscilla, la perfecta anfitriona, cinco minutos después de haberme mezclado entre una multitud de mujeres vestidas de rosa y verde, que parecen haberse puesto de acuerdo en engrosar todavía más el bolsillo de Lilly Pulitzer. Por otro lado, en la sala hay tantos pendientes de perlas como para haber acabado con todas las ostras de la bahía de las Ostras. Y, a juzgar por las sonrisas amables que me ofrecen las asistentes, seguro que la farmacia local debe de haber agotado las existencias de dentífrico blanqueador.
—¿Qué te sirvo?—me pregunta Priscilla, dándonos la bienvenida—. Los Martini con vodka están en el bar, y los vibradores, sobre la mesa.
Interesante manera de romper el hielo. Y, por lo visto, funciona, porque todas las mujeres se han puesto a probar los vibradores sobre sus mucñecas, como si fueran muestras de un perfume.
—Me conformo con una Coca-Cola light —contesto, nerviosa, tratando de averiguar de qué va todo esto.
—Yo también —dice Berni.
—Venga, chicas, animaos —nos alienta Priscilla—. Me muero por enseñaros lo que hemos traído. Hay vibradores de neón, vibradores sumergibles con doce velocidades, y uno nuevo que funciona por control remoto. Todo por cortesía de la APA.
—¿Que la asociación de padres se dedica a distribuir vibradores? Qué progresistas —comento—. Lo único que distribuye la APA de mi colegio son folletos informativos sobre cómo librarnos de los piojos.
Priscilla se echa a reír.
—Qué graciosa. ¿No te parece un buen nombre? Son las siglas de «Artículos Para Adultos». Cuando celebramos estas fiestas, ni siquiera tenemos que mentirles a nuestros hijos. Sólo les decimos que vamos a una reunión de la APA.
Justo la idea que tenía yo de las mujeres acaudaladas de los barrios residenciales. Creía que cuando vivía en Manhattan estaba en la onda, pero ni siquiera podía conseguir que mi grupo de lectura leyese El almuerzo desnudo, de William Burroughs. No querían que los viesen en el metro leyendo un libro con semejante título. Y eso por no hablar de Trópico de Capricornio, de Henry Miller. Todavía los avergonzaba más que la gente pensara que estaban metidos en la astrología.
—¿Cuándo empezamos? —pregunta una mujer muy guapa, acercándose a nosotras—. Me muero por ver las nuevas bragas comestibles. Espero que sean las de dulce de leche. Mi marido ya está harto del sabor a fresa —dice, ajustándose la cinta de terciopelo rosa que lleva en el pelo y poniéndose un mechón de cabello detrás de su pendiente de oro.
—Te encantarán las de sabor a natillas —dice Priscilla—. Pero tienes razón, ya es hora de comenzar. —Nuestra anfitriona hace sonar su vaso de Martini dándole un golpecito con un cuchillo de untar de Tifiany. Increíblemente, el suave sonido llama la atención de todas las asistentes, que enseguida toman asiento. Priscilla, por su parte, se sienta detrás de la mesa donde están los vibradores—. Espero que hayáis pasado un buen verano —dice, empezando con la misma frase que el director de la escuela Spence empleó el otro día para iniciar su discurso de bienvenida—. Y espero que todas hayáis hecho buen uso de la esponja vibradora de la última reunión de la APA. —Definitivamente, el director no hubiera usado esta frase.
Priscilla se frota las manos y entra por fin en materia.
—Bueno, vecinas, comencemos —dice.
Una de las asistentes se levanta del sofá de cretona. Casi no la había visto porque su vestido tiene el mismo estampado floral que el tapizado.
—Hola. Para nuestras nuevas amigas, me llamo Lizzie —dice, dedicándonos una sonrisa a Berni y a mí—. Me gustaría deciros que la Crema Afrodisíaca de la semana pasada ha resultado ser fabulosa.
Qué bien. Supongo que todas podemos aprender una o dos cosas de las demás. Cuando hayamos acabado con esto, tal vez alguna de mis nuevas amigas pueda darme el nombre de alguna buena tintorería en la zona.
—Si todavía no la habéis probado —continúa Lizzie, mirándome directamente a los ojos—, sabed que la Crema Afrodisíaca te pone a tono para el sexo, incluso si estás de mal humor o te sientes cansada. Es mucho más efectiva que encender unas cuantas velas. Lo único que hay que hacer es aplicar media cucharadita de café sobre el clítoris.
Que gracioso. Recuerdo haber ido a fiestas en las que «clítoris» no era la primera palabra que alguien decía. E incluso había fiestas en las que la palabra en cuestión ni siquiera salía a colación. Ahora que lo pienso, me he acostado con hombres que, seguramente, no habían oído hablar del clítoris en su vida y, claro, no tenían ni idea de dónde encontrarlo.
—A mí también me ha funcionado —dice la única mujer de toda la sala que va vestida de negro—. Y lo cierto es que hacía tres años que no tenía ganas de sexo.
Todas las asistentes rompen en aplausos.
—¡Tres hurras por Margaret! —exclama una.
—¡Y eres orgasmos! —suelta otra.
Margaret se sonroja y Berni levanta la mano. Madre mía, no puedo creer que vaya a intervenir. Puede que, después de todo, haya estado encerrada en casa demasiado tiempo.
—Ahora mismo, necesitaría más de media cucharadita para tener ganas de sexo —asegura sin complejos ante la audiencia—. De hecho, podría bañarme en esa crema y seguiría sin querer hacer el amor. ¿Cuánto se tarda en volver a tener ganas después de tener hijos?
Las mujeres se miran unas a otras y se ríen en voz baja.
—Unos dieciocho años —responde una.
—Con suerte —añade otra.
Sin embargo, Priscilla no está dispuesta a permitir que ningún tipo de negatividad nuble su fiesta.
—Pues yo te digo que si compras un tubo de esta crema, en menos de una semana tu matrimonio habrá mejorado —replica, optimista.
A decir verdad, con la variedad de vibradores que hay sobre la mesa no me extrañaría que eso del matrimonio pasase de moda. ¿Para qué soportar ronquidos y pelos en la ducha pudiendo reemplazar a tu marido por una poderosa herramienta de diez velocidades? Por el momento, sin embargo, prefiero a Bradford. Los consoladores no saben hacer mimos.
Como si de una vendedora de Tupperware se tratase, Priscilla esgrime el tubo de crema y se echa un poco en el dedo.
—Mmm... —murmura, pasándose sensualmente la lengua por el índice y poniendo los ojos en blanco—. Sencillamente deliciosa, y no cabe duda de que bien vale veinticuatro dólares con cincuenta.
Vale, puede que este buena, pero ¿qué es lo que la hace diferente de otras cremas? Puede que sea baja en calorías.
Varias mujeres más comparten sus gloriosas experiencias, y otras plantean algunas preguntas. Priscilla parece un poco confusa cuando una le pregunta si la crema para tensar el cuello del útero se puede emplear también como contorno de ojos.
—Yo no la malgastaría así —responde la siempre solícita Lizzie—. Para las patas de gallo yo usaría Preparation H. Te aseguro que va de maravilla.
—Me lo apunto —me susurra Berni al oído—. Y no me refiero a la crema para los ojos.
De repente, Priscilla anuncia que tiene una sorpresa para todas nosotras.
—¡A la terraza! —exclama, eufórica, señalando el enorme balcón que da al pomposo jardín de la finca—. ¡Elegid el color que más os guste!
Sin pensárselo dos veces, salen todas a la terraza, y yo tras ellas: parece que esto está empezando a gustarme. Me siento un tanto decepcionada cuando me doy cuenta de que los únicos utensilios que nos esperan fuera son varios pañuelos de seda de distintos colores. Incluso desde lejos me doy cuenta de que no son de Missoni, así que me pregunto qué tipo de interés pueden suscitar entre las concurrentes.
—¿Qué tenemos que hacer con esto? —pregunto, compitiendo con Lizzie por el pañuelo de color violeta.
—¡Sexjercicio! —esclama Priscilla, sosteniendo su propio pañuelo entre las piernas y tirando de los extremos—. ¡A mover esos traseros, novatas de la APA! ¡Agitad esas pelvis!
Sin ningún tipo de pudor, las mujeres se ponen a contonearse contra sus coloridos pañuelos, siguiendo a Priscilla y practicando los movimientos que se supone que usarán para una erótica noche de pasión. Precioso. Cuarenta mujeres aprendiendo a fingir un orgasmo. Aunque estoy convencida de que la mayoría de ellas ya sabe cómo hacerlo.
Abajo, en el césped, el jardinero contempla el espectáculo. Sin embargo, parece que la visión de un montón de mujeres vestidas con recatados modelitos de Lilly Pulitzer es tan excitante como cortar hierba. El hombre no tarda en darse la vuelta y ponerse a podar los setos. Deberíamos ofrecerle un poco de Crema Afrodisíaca.
—Ahora, cerrad los ojos —ordena Priscilla—. Seguid moviendo las caderas e imaginaos que estáis haciendo el amor con vuestros maridos.
—Yo ya no lo recuerdo—comenta Berni, que deja de moverse y se echa el pañuelo sobre los hombros. Detrás de mí, sin embargo, hay dos mujeres que se han tomado la orden de Priscilla al pie de la letra y se han puesto a interpretar una apasionada noche de sexo con sus esposos.
—La bolsa ha caído hoy cincuenta y ocho puntos —suelta una, imitando el tono de voz de su marido.
—Pero, gracias a Dios, el NASDAQ ha repuntado —dice la otra, partiéndose de risa.
Yo, en cambio, no necesito usar tanto mi imaginación. Simplemente me pongo a pensar en lo bien que me siento cuando tengo a Bradford junto a mí y nos fundimos el uno con el otro. Ninguna esponja vibradora podría ser más gratificante que eso. No obstante, cuando se acaban los ejercicios y todas acuden en masa a hacer sus compras, me gasto veinte pavos en las bragas con sabor a natillas. Al menos, ya tengo postre para esta noche.