Capítulo 11

 

SARAH miró a Max, que estaba en la puerta.

—¿Qué diablos has hecho? —le preguntó.

Max no tuvo oportunidad de responder. Los ojos de Bastiaan lo atravesaron como un láser.

—¿Estás diciendo que la cuenta es tuya? Ella fue a ese banco esta tarde.

—A ingresar un cheque de tres mil euros que mi padre acababa de enviarme para ayudarme con los gastos de la ópera. Lo ingresé directamente en la cuenta de Max —dijo Sarah con incredulidad.

Ella miraba a Bastiaan, pero no había expresión en su rostro ni en su voz. Su mirada se centró entonces directamente en Max.

—¿Tomaste los veinte mil euros de Philip? —le preguntó ella con ira e incredulidad.

Max levantó las manos.

—Yo no se lo pedí, cherie. Él me lo ofreció.

—¿Mi primo te ofreció veinte mil euros? —quiso saber Bastiaan.

Max lo miró directamente.

—Él vio lo justos que estábamos de fondos… quería ayudar.

Bastiaan se volvió a mirar a Sarah.

—¿Y tú lo sabías?

Aquella pregunta la mordió como si fueran las fauces de un lobo. Sin embargo, fue Max el que respondió.

—Por supuesto que no lo sabía. Ella ya me había advertido que no me acercara a él.

—Y, sin embargo —repuso Bastiaan con una peligrosa emoción en la voz—, tú lo hiciste de todos modos.

—Ya te lo he dicho… Él me ofreció el dinero sin que yo se lo pidiera. ¿Por qué iba yo a negarme? —replicó con gesto desafiante y acusador—. ¿Acaso se supone que nos tenemos que morir de hambre en el arroyo para que el mundo disfrute de nuestro arte?

No obtuvo respuesta. El mundo, con o sin ópera, acababa de cambiar para Bastiaan.

Miró a Sarah. El rostro de ella era como el de una estatua. Algo cambió dentro de él. Algo que fue como una lanza que le atravesaba por dentro, pero la ignoró. Volvió a mirar a Max y, por último, a Sarah.

—¿Y los doscientos mil euros que mi primo quiere entregar ahora a un afortunado receptor? —preguntó.

—Si me los ofreciera, los aceptaría —dijo Max sin dudarlo—. Estarían bien gastados. Mucho mejor que los juguetes sin sentido en los que los hombres ricos gastan su dinero.

—Sin embargo —intervino Sarah—, eso es exactamente lo que Philip está planeando hacer.

Abrió el cajón de su tocador y sacó su teléfono. Entonces, buscó un mensaje y se lo mostró a Bastiaan.

—Este mensaje me lo mandó mientras íbamos a Saint Paul de Vence.

Bastiaan lo miró. Adjunto al mensaje había también una fotografía de un potente coche que acababan de lanzar y sobre el que Philip y él habían estado hablando durante la cena en Villeneuve.

El texto que lo acompañaba era muy sencillo.

 

¿No te parece que este sería un estupendo regalo que me podría hacer yo mismo para mi vigésimo primer cumpleaños? ¡Me muero de ganas!

En la siguiente línea se podía ver lo que ella había respondido.

 

¡Impresionante! ¿Qué le parece a Bastiaan? Pregúntale a él primero.

 

Sarah volvió a tomar la palabra.

—Tuve todo el tacto que pude. Siempre lo he tenido. No quiero hacerle daño, sea lo que sea lo que él sienta por mí, pero nunca quise animarlo. Y sobre esto tampoco —replicó con la misma voz hueca y distante—. Sé que no te gusta que tenga un coche tan potente siendo tan joven.

Bastiaan se sintió como si acabara de darse una ducha de agua helada. Philip no le había querido contar por qué quería el dinero…

No era para ella. Nada de ese dinero era para ella… Además, Sarah no era la persona que había creído que era en ningún aspecto posible. No era ni una cantante de club nocturno, ni una cazafortunas ni una amenaza en ningún sentido para Philip. Todas las acusaciones habían sido falsas.

Sarah se puso de pie. Tenía una expresión fría en el rostro.

—Es mejor que te vayas —dijo—. Mi actuación va a empezar pronto. Y permanece alejado de mí… Y vete al infierno.

Desde la puerta, Max trató de intervenir.

—Sarah…

Había incertidumbre en su voz. Cuando Sarah lo miró, se limitó a encogerse de hombros y se marchó. Ella miró a Bastiaan con el odio reflejado en los ojos. Odio en estado puro.

—Vete al infierno —repitió.

Sin embargo, no había necesidad alguna de decírselo porque Bastiaan ya se encontraba allí.

Se dio la vuelta y se marchó.

Sarah permaneció durante un largo tiempo inmóvil. Su cuerpo estaba tenso por los cables de la agonía y de la rabia. Entonces, se le llenaron los ojos de lágrimas. Lágrimas de furia y de tristeza.

 

 

Su tía lo observaba desde el otro lado del salón de su casa de Atenas. Bastiaan acababa de almorzar con ella y con Philip y, en aquellos momentos, como Philip se había marchado a estudiar y se encontraban solos, su tía lo estaba interrogando sobre su misión en la Riviera.

—Bastiaan, ¿me estás diciendo que esa mujer de Francia es una cantante de ópera y que no estaba tratando de cazar a Philip?

Él asintió.

—¡Eso es maravilloso! —exclamó su tía con expresión alegre. Entonces, pareció preocupada—. ¿Y crees que él, a pesar de todo, sigue enamorado de ella?

—No lo creo. No hace más que pensar en la invitación que le ha hecho Jean-Paul para irse al Caribe con su familia y con él. Además, parece que le gusta mucho la hermana de Jean-Paul. Precisamente, hoy es su cumpleaños.

El rostro de la madre de Philip se iluminó.

—¡Ah! Christine es una chica encantadora. Harían tan buena pareja… —suspiró mientras miraba a su sobrino—. Muchas gracias, Bastiaan. No sabes lo agradecida que te estoy por haberme tranquilizado sobre esa cantante y mi niño.

La mirada de Bastiaan quedó velada un instante. Entonces, se produjo una mirada fugaz que él ocultó rápidamente. Su expresión cambió.

—Sin embargo, he cometido un error —admitió. En realidad, habían sido más de uno—. Le dejé conducir mi coche a Philip mientras estábamos allí. Y ahora está decidido a comprarse uno propio.

El rostro de su tía se llenó de ansiedad.

—Bastiaan, por favor… impídeselo. ¡Se va a matar!

—No puedo impedírselo, ni tú tampoco. Está creciendo. Tiene que aprender a tener responsabilidad, pero… lo que sí puedo hacer es enseñarle a conducir un coche así con prudencia. Ese es el acuerdo al que hemos llegado.

—Bueno… —admitió ella resignada— si haces todo lo posible para mantenerlo a salvo…

—Lo haré —prometió Bastiaan.

Se levantó. Necesitaba marcharse de allí. Lo necesitaba desesperadamente. Se iba a marchar a su isla porque ansiaba estar solo. Ansiaba cualquier cosa que le impidiera pensar o sentir.

Mientras se dirigía hacia la puerta, Philip lo llamó desde su habitación.

—¡Bast! Vas a venir, ¿verdad? Me refiero a la premiere de Sarah. Sería genial que lo hicieras. Solo la has visto cantar como Sabine. A ella le encantaría que vieras lo que realmente se le da bien hacer. Estoy seguro de ello.

Bastiaan guardó silencio. Lo que a Sarah le gustaría sería ver su cabeza en una bandeja.

—Ya veré —respondió.

—Es a finales de la semana que viene —le recordó Philip.

Bastiaan sabía que no importaría que fuera al día siguiente o en el fin de la eternidad. Lo sabía por la constante negativa de ella a contestar a sus mensajes, sus correos o sus cartas. En todos ellos, le pedía, le suplicaba tan solo una cosa…

Aquel mismo deseo le acompañaba todos los días. Sin embargo, sabía que no había esperanza alguna. Daba igual que saliera a navegar, a nadar, a pasear, a emborracharse… No lograba olvidarla. Su lugar lo ocupaban tan solo tres palabras. Tres simples palabras. Tres palabras que eran como puñaladas en el vientre.

«La he perdido».

 

 

—¿Sarah?

Max habló con cautela. No era solo por el espinoso asunto de la generosidad de Philip o la inmediata disposición de Max a aceptar el dinero del joven griego. La estaba tratando con guantes de seda. Sarah deseó que no fuera así. Deseó que él volviera a ser el Max tirano y agresivo de siempre. Deseó que todo el mundo dejara de andar de puntillas a su alrededor.

Era su primer ensayo en el lugar en el que se iba a celebrar el festival, un pequeño pero hermoso teatro construido en los terrenos de un château en el norte de Provence. Agradecía, y mucho, estar lejos de la Riviera, del club nocturno. Lejos de todo lo que pudiera recordarle lo ocurrido allí.

No lo conseguía. Ni siquiera cuando cantaba. Todo se resumía en una única palabra. Dolor. Un dolor que soportarlo resultaba agónico y que era imposible de detener.

—¿Estás segura de que quieres empezar con esa aria? —le preguntó Max con cautela—. ¿No prefieres empezar con algo más sencillo?

—No.

Su tono de voz fue totalmente inexpresivo. Quería hacerlo así. Necesitaba hacerlo. El aria que le había resultado imposible cantar era la única que quería ensayar en aquellos momentos.

Se colocó y se preparó. Postura, garganta, músculos, respiración… Anton comenzó a tocar. Mientras permanecía inmóvil esperando la indicación para empezar, los pensamientos no dejaban de acompañarla llenos de dolor…

«¿Cómo era posible que no comprendiera esta aria? ¿Cómo pude pensar que era imposible creer en ello, creer en lo que ella siente y tiene que soportar?».

Llegó su momento. Max levantó la mano para guiarla a medida que la música llegaba a su punto álgido. Sarah dio un paso al frente sin ver a Max. Tan solo veía su dolor.

Y de ese dolor salió el dolor de la novia de la guerra. Su voz angustiada tratando de llegar al mundo con el dolor de las esperanzas destruidas, de la felicidad extinta y del futuro sin esperanza. La futilidad, la pérdida, el valor, el sacrificio, la tristeza de la guerra… Todo en una única voz. La voz de Sarah.

Cuando su voz calló por fin, Anton levantó las manos del teclado. Entonces, se puso de pie y se acercó a ella. Le tomó las manos y se las besó.

—Has cantado lo que he escrito —dijo con la voz llena de sentimiento. No dijo nada más. No era necesario.

Sarah cerró los ojos. En el interior de su cabeza, recordó la letra del aria. Palabras fieras. Penetrantes.

«Esto es lo único que tengo y será suficiente. ¡Será suficiente!».

Sin embargo, en lo más profundo de su pensamiento, tan solo podía escuchar una única palabra. Y estaba burlándose de ella.

«Mentirosa».

 

 

Bastiaan tomó asiento. Estaba en el gallinero. Nunca antes se había sentado tan lejos ni tan alto, en un asiento tan barato. Sin embargo, necesitaba ir a un sitio en el que Philip, que ocupaba uno de los palcos, no pudiera verlo.

Le había dicho a su primo que, lamentablemente, no podía asistir a la premiere de La novia de la guerra. Había mentido. Lo que no quería era que Philip le dijera a Sarah que él iba a estar presente.

No se lo habría perdido por nada del mundo. Una profunda emoción se apoderó de él al mirar hacia abajo. En algún lugar detrás de aquel pesado telón estaba ella. La urgencia ardía dentro de él. Sarah había bloqueado todos sus intentos por comunicarse con ella.

De hecho, incluso Max se había negado a ayudarle. Por lo tanto, se había mantenido alejado. Hasta aquel momento.

«Esta noche… esta noche tengo que hablar con ella».

Cuando las luces se apagaron y los espectadores guardaron silencio, sintió que se le nublaba la visión. Comenzó a ver imágenes que lo atormentaban y lo seducían.

Sabine, con los ojos brillándole de pasión, mirándolo mientras hacían el amor. Sabine sonriendo, riéndose y agarrándole la mano. Sabine, siendo simplemente ella. Hora a hora. Día a día. Mientras comían, nadaban, tomaban el sol o miraban las estrellas.

Sabine… tan hermosa y tan maravillosa…

«Hasta que yo lo estropeé todo».

Había dejado que el miedo y la sospecha envenenaran todo lo que había entre ellos. Lo había estropeado todo.

«No sabía lo que tenía hasta que lo perdí».

¿Podría recuperarlo? ¿Podría recuperarla a ella?

Tenía que intentarlo. Al menos, tenía que intentarlo.

 

 

—Bueno, Sarah. Ha llegado el momento —le decía Max mientras le masajeaba suavemente los hombros—. Puedes hacerlo. Sabes que puedes hacerlo.

Ella no era capaz de responder. Solo era capaz de esperar mientras Max hablaba con los otros para darles ánimos y tranquilizarlos. Tenía un aspecto impecable, con un chaqué blanco, pero se le notaba la tensión en cada línea de su cuerpo.

Sarah oyó que los espectadores comenzaban a aplaudir cuando los músicos dejaron de afinar y Max, que iba a dirigirlos aquella noche, se subió al podio. Ella trató de respirar, pero no era capaz. Quería morirse, lo que fuera para tratar de evitar lo que iba a tener que hacer. Llevaba toda su vida preparándose para ello. Llevaba toda su vida trabajando para ello, sin permitir que nada más reclamara un minuto de su tiempo ni de su concentración.

Trató de no pensar en el hombre que tanto daño le había hecho. El más despreciable de todos los hombres, que había sido capaz de juzgarla y condenarla mientras…

No había permitido que aquella clase de pensamientos entraran en su cabeza. Los había mantenido a todos a raya, junto con los mensajes que había borrado sin leer ni escuchar. De ese modo, le decía claramente que se marchara al infierno y permaneciera allí. No quería volver a tener contacto alguno con él.

Lo único importante de su vida era su voz. Su voz y su trabajo. Había trabajado mucho para conseguirlo y, por fin, había llegado el momento. Y ella se quería morir.

Por fin, la música comenzó a sonar. Max empezó con la obertura. Sarah estaba tan nerviosa que se sentía a punto de desmayarse. Sin embargo, poco a poco, la música, que conocía a la perfección, comenzó a penetrar en su cuerpo. El telón se alzó. El coro comenzó su canto, una invocación a la paz cuando las nubes de la guerra empezaban a reunirse en el horizonte. Entonces, las luces del escenario cambiaron. Max levantó la batuta para indicarle que había llegado su turno. Ella fijó la mirada en él y respiró.

Su voz resonó en el auditorio, alta, pura y potente. En aquel momento, le pareció que no existía nada más que su voz en todo el universo.

 

 

Oculto en el gallinero, Bastiaan permaneció inmóvil escuchándola cantar. El puñal que le parecía sentir en el vientre se le retorcía con cada nota que ella entonaba.

Durante toda la ópera, le resultó imposible mover ni un solo músculo. Todo su ser estaba pendiente de la esbelta figura que ocupaba el escenario. Su expresión solo cambió en una ocasión. Fue durante la desgarradora aria en la que lloraba la muerte de su esposo, en la que expresaba la agonía de la pérdida en cada nota. Sus ojos se ensombrecieron. La emotividad de la música, de la clara y potente voz, le llegaron muy adentro.

Cuando su voz se desvaneció, las luces del escenario lo hicieron también, hasta que tan solo quedó un foco sobre ella. Ese foco también se apagó, dejando que el coro cerrara la intemporal tragedia con un canto de duelo por las vidas que se perderían en conflictos futuros. Por fin, el silencio y la oscuridad se adueñaron por completo del auditorio.

Durante un instante, todos los espectadores quedaron en silencio. Entonces, comenzaron los aplausos. No se detuvieron cuando las luces volvieron a encenderse y aparecieron todos los cantantes. Por último, Sarah y el resto de los solistas aparecieron en el escenario. El aplauso se intensificó y todo el mundo se puso de pie. Cuando Max salió al escenario con Anton a su lado, los dos tomaron a Sarah de la mano y la llevaron hacia la parte delantera del escenario para que pudiera recibir unos aplausos que iban en aumento.

A Bastiaan le dolían las manos de tanto aplaudir. Solo tenía ojos para ella. Para Sarah. En aquellos momentos, ella soltó la mano de Max para llamar al tenor y a los otros solistas para que compartieran con ellos la ovación. Por último, se reunieron con los demás cantantes y todos juntos disfrutaron de los aplausos mientras los miembros de la orquesta realizaban profundas reverencias.

Bastiaan podía ver la expresión del rostro de ella, bello y transfigurado. No se pudo quedar más tiempo. Se levantó del asiento y salió al exterior. El corazón le latía con fuerza, pero no por el ejercicio de bajar tantas escaleras. Con decisión, se dirigió hacia la puerta del escenario y se acercó al portero que allí estaba.

—Esto es para Max Defarge. Encárguese de que lo reciba esta misma noche —le dijo.

Le entregó el sobre blanco que se había sacado del bolsillo interior de la americana junto con un billete de cien euros. Quería asegurarse de que se cumplían sus instrucciones. Entonces, se marchó.

Había pensado en ir al camerino. No podía hacerlo. ¿En qué había estado pensando? ¿Que podría entrar allí tal y como lo había hecho la primera noche que la escuchó cantar?

No. En aquella ocasión, vio a Sabine. No a Sarah.

De hecho, Sarah distaba tanto de Sabine como Bastiaan estaba de las estrellas del cielo. Volvió a notar cómo el puñal se le retorcía en el vientre y sintió la ironía de aquella situación como ácido en las venas. Que añorara en aquellos momentos precisamente a la mujer que había arrojado de su vida, a la que había despreciado y destruido.

Su teléfono móvil comenzó a vibrar. Lo sacó y vio que era un mensaje de Philip.

 

Bast, ¡te has perdido algo sensacional! Sarah ha estado sublime y los espectadores se han vuelto locos con su actuación. Es una pena que no estés aquí. Me voy a quedar a la fiesta que se celebrará en cuanto los espectadores se marchen. ¡Me muero de ganas por darle un abrazo!

 

Bastiaan no respondió. Se limitó a guardarse el teléfono. El corazón le pesaba como si fuera de plomo.