Capítulo 7

 

SARAH se quitó las pestañas postizas con dedos titubeantes. Entonces, con manos temblorosas, se limpió el pesado maquillaje sin preocuparse demasiado de retirarse por completo el de los ojos. Se sentía temblando por dentro y con el ánimo hecho pedazos. Se había obligado a alejarse de él, pero ese hecho no parecía haber conseguido que se sintiera mejor.

Se apoderó de ella una extraña sensación, una mezcla de pánico y de anhelo, de confusión y tormento. Un abrumador deseo de marcharse de allí lo más rápidamente posible para llegar a la seguridad de su habitación en la pensión. No esperaría a cambiarse. Simplemente agarró su ropa de diario, la metió en una bolsa de plástico y, tras guardarla en su bolso, se dirigió a la puerta trasera del club. Ya hacía mucho que Max se había marchado y se alegró de ello.

Al salir al callejón al que daba la puerta trasera, sintió el aire fresco de la noche y se detuvo en seco. El Ferrari de Bastiaan bloqueaba el paso y él estaba apoyado sobre la carrocería con los brazos cruzados sobre el pecho. Sin decir una palabra, él abrió la puerta del asiento del copiloto.

—Dame una razón de por qué no quieres venir a cenar conmigo —le dijo.

Su voz había sonado profunda e intensa. Tenía la mirada prendida en la de Sarah y se negaba a soltarla. Ella sintió que abría la boca para hablar, pero no consiguió pronunciar palabra. Tenía en la cabeza un tumulto de pensamientos y sentimientos que la confundían.

—No puedes, ¿verdad? Porque esto lleva esperando desde el primer momento en que te vi.

Sarah aún estaba tratando de encontrar las palabras y los pensamientos que le permitieran reaccionar, pero le resultó imposible. Tan solo pudo sucumbir a las emociones que le recorrían todo el cuerpo y la animaban a tomar una decisión. Sintió un último y frágil pensamiento.

«Lo he intentado… He intentado evitar que esto ocurra. He intentado negarlo, he intentado evitarlo, pero no puedo… No puedo seguir negándolo. No puedo».

Ya no pudo seguir resistiéndose. Se sentó en el lujoso y cómodo asiento del poderoso deportivo y se entregó por completo a lo que estaba ocurriendo. Sucumbió a la tentación que representaba aquel hombre que le cerraba la puerta y oyó cómo arrancaba el motor. Entonces, el vehículo comenzó a moverse para llevarla al lugar al que él deseaba. Al lugar al que ella quería ir.

Lo miró de reojo y observó que él estaba haciendo lo mismo. Sarah apartó la mirada para centrarla en la acera y en los edificios que discurrían a su lado. Sabía lo que estaba haciendo y por qué.

Estaba a pocos centímetros del cuerpo esbelto de Bastiaan, sintiendo la poderosa vibración del potente motor del coche. Observó el lujoso interior, lo seductor que era estar sentada allí a su lado.

Sabía bien que su cuerpo estaba ceñido por el vestido que llevaba en sus actuaciones y que su imagen era la de una mujer llena de glamour y belleza. El hombre que estaba sentado a su lado, vestido con un elegante esmoquin, con un reloj de oro en la muñeca, gemelos en los impecables puños y el aroma especiado de su colonia, había contribuido mucho a que la situación resultara tan seductora y embriagadora.

Se dejó llevar. Ya era demasiado tarde.

—¿Adónde vamos? —le preguntó sin poder mirarlo. No se podía creer que estuviera haciendo aquello.

Bastiaan la miró con una sonrisa en los labios.

—Ya traté en una ocasión de llevarte a Le Tombleur. Tal vez en esta ocasión te muestres más dispuesta.

Sarah sintió que una descarga de alto voltaje le recorría el cuerpo de un modo que jamás había experimentado antes. Las voces de protesta que aún trataban de hacerse oír iban desapareciendo poco a poco ante la ardiente y masculina presencia de Bastiaan. El efecto que él producía en ella era cada vez más fuerte.

No tardaron mucho en llegar al restaurante, cerca de la costa de la Riviera. Bastiaan la ayudó a salir del coche y la acompañó al interior. Al verlos, el maître se acercó rápidamente a ellos y, tras colmarlos de atenciones, los acompañó a una mesa en la terraza. Desde allí, se divisaban las luces de la Riviera, iluminando la costa como si fuera un collar de perlas.

Sarah tomó asiento. Miró de nuevo a Bastiaan y vio que él estaba estudiando la carta. ¿Por qué la afectaba de aquel modo? ¿Por qué se sentía tan abrumada por él? ¿Por qué se había visto obligada a sucumbir a una tentación a la que debería haberse resistido?

¿Qué ocurriría después? No se atrevió a pensar. Se limitó a abrir la carta y mirar sin ver en realidad los complicados nombres de los platos. ¿Tenía hambre? No lo sabía. Tan solo estaba segura de que los latidos de su corazón eran cada vez más rápidos y que la piel le ardía…

—Bien, ¿qué te gustaría cenar?

La voz de Bastiaan la sacó de sus pensamientos y se alegró de ello. Se obligó a sonreír débilmente.

—Algo ligero —dijo—. ¡Con este vestido, otra cosa me resultaría imposible!

Fue un error hacer aquel comentario, a pesar de que ella lo había dicho en tono de broma. Bastiaan la sometió a un intenso escrutinio, que le provocó un ardiente rubor que tan solo pudo aplacar centrándose de nuevo en la carta. Encontró un plato que parecía cumplir sus requerimientos. Vieiras con salsa de azafrán. Él también eligió rape a la plancha. A continuación, escogió el vino adecuado.

Después, Bastiaan se reclinó sobre la silla y la miró a placer. La satisfacción se apoderó de él. No le había sorprendido que ella terminara cediendo, pero no por ello le resultaba menos gratificante. Por fin la tenía solo para él.

Su sensación de satisfacción se acrecentó. Al seducirla tal y como había planeado, conseguiría su objetivo de aplastar todas las ambiciones que ella pudiera tener referentes a su primo. Sin embargo, al verla sentada allí con él en la terraza, con la noche envolviéndolos, de alguna manera, su primo pareció muy irrelevante.

—Bueno, háblame un poco de ti, Sabine —comenzó. Era una pregunta inocua y previsible, pero vio que ella parecía ocultar sus ojos con un velo.

—¿De mí? —repitió—. ¿Y qué puedo decir que no sea ya evidente? Soy cantante, ¿qué si no?

—¿De qué parte de Francia eres? —le preguntó él. Otra pregunta sin importancia. Sin embargo, una vez más, la vio dudar.

—De Normandía. De un pueblo pequeño no muy lejos de Rouen —dijo. Era la localidad donde nació su madre. La parte de Francia que mejor conocía y, por lo tanto, parecía la respuesta más segura.

—¿Y siempre has querido ser cantante?

Sarah se encogió de hombros.

—Una utiliza el talento que Dios le ha dado —repuso. Una respuesta tan genérica como le fue posible.

Bastiaan entornó la mirada y Sarah lo advirtió. ¿Se había dado cuenta de que le estaba contestando con evasivas? Se alegró de que llegara el sommelier en ese momento, desviando así la atención de Bastiaan. Sin embargo, cuando se marchó, Bastiaan levantó su copa de vino.

—Por nuestro tiempo juntos —dijo con una sonrisa.

Sarah levantó también su copa y lo miró a los ojos. Era como ahogarse en terciopelo negro. Sintió que se le aceleraba la sangre y que se le hacía un nudo en la garganta. Un sentimiento de irrealidad se apoderó de ella y, sin embargo, todo era muy real, muy vívido. Estaba sentada allí, muy cerca del hombre que era capaz de incendiar sus sentidos con tan solo una mirada.

Aquello era ridículo. Sentirse tan abrumada por aquel hombre… Tenía que recuperar la compostura. Si iba a refugiarse en la personalidad de Sabine, debía mostrarse tan tranquila y relajada como ella lo estaría. Respiró profundamente y, tras dejar de nuevo la copa sobre la mesa, deslizó la mirada por la increíble vista que se extendía a sus pies.

—Si la comida es tan excepcional como el lugar, entiendo por qué este restaurante tiene una reputación tan buena —murmuró. Le pareció un comentario seguro al que poder aferrarse.

—Espero que te agraden mucho las dos cosas —replicó él.

—¿Tiene ya una estrella Michelin? —preguntó Sarah tras volver a mirarlo de nuevo. Otro comentario inocuo.

—Una, pero está a punto de conseguir la segunda.

—Me pregunto cuál es la diferencia…

Bastiaan tomó su copa. Hablar de estrellas Michelin era un tema perfectamente aceptable que les duró hasta que llegó la cena. Entonces, comenzaron a hablar de la Costa Azul. Comentaron cómo había cambiado y cómo se había desarrollado y cuáles eran sus encantos y atractivos.

Bastiaan era el que más hablaba y pronto se dio cuenta de que Sabine se limitaba a hacerle preguntas para conseguir que la conversación fluyera.

Todo el tiempo y al mismo tiempo, como la profunda y poderosa corriente de un río, se estaba produciendo otra conversación, silenciosa y sin palabras, que iba ganando fuerza con cada sonrisa, con cada gesto, con cada movimiento de los cubiertos, con cada roce de la copa de vino, con cada cambio en la postura del cuerpo… Con cada bocanada de aire que tomaban.

Aquella conversación solo podía tener un final. Tan solo podía llevarlos a un único destino. El destino al que Bastiaan había decidido que ella debía ir. El lugar al que Sarah no podía resistirse a acompañarle.

 

 

Sarah se montó en el coche y Bastiaan hizo lo propio para colocarse detrás del volante, junto a ella. Inmediatamente, el espacio que los confinaba pareció encoger. Sarah era incapaz de reaccionar. Oyó el potente rugido del motor y el deportivo avanzó repentinamente, apretándola aún más contra el asiento. Podía sentir el rumor de los latidos de su corazón y el calor del rubor sobre la piel.

Sabine, atractiva, sensual y sofisticada, podía rendirse a la tentación que le suponía Bastiaan Karavalas y todo lo que le prometía. Sabine la había conducido a ella hasta aquel lugar, hasta aquel momento, un momento que Sabine desearía que llegara, un momento en el que Sabine desearía estar.

«Va a ocurrir. Va a ocurrir y yo no voy a detenerlo. Quiero que ocurra».

Así era. Tal vez sería una decisión precipitada y alocada, lo último que había esperado que le ocurriera aquel verano, pero iba a marcharse con Bastiaan Karavalas aquella noche.

En cuanto al día siguiente… Ya se ocuparía de eso cuando llegara el momento.

En aquel instante, solo estaban él y ella y Sarah iba a dirigirse a donde él quisiera llevarla.

Y Bastiaan la llevó a su apartamento de Montecarlo.

Era completamente diferente a la villa de Cap Pierre. Estaba situado en un moderno edificio de varias plantas y su decoración era minimalista y contemporánea. Sarah se colocó junto a los enormes ventanales y miró hacia el puerto, observando cómo las luces de la ciudad titilaban como diamantes. Sentía la rica sensualidad de su cuerpo, el temblor de sus extremidades mientras esperaba que el hombre que estaba a sus espaldas hiciera algún movimiento. Que la tomara entre sus brazos y la llevara a la cama.

Oyó que él murmuraba algo y sintió la calidez de su aliento en la nuca. Después, sintió las manos sobre los hombros con un tacto ligero como una pluma y a la vez muy poderoso. Aquella sensación le cortó la respiración y le hizo entreabrir los labios al tiempo que el temblor de sus extremidades se intensificaba. Bastiaan le deslizó las poderosas manos por los brazos desnudos y le agarró las muñecas. Entonces, con un movimiento tan sutil como irresistible, le hizo darse la vuelta hacia él.

Sarah levantó su rostro hacia el de él. Estaba tan cerca que podía sentir la fuerza y el calor de su cuerpo, vibrar con la oscura intensidad de aquella mirada, de aquellos ojos que le transmitían todo lo que sabía que reflejaban los suyos propios.

Él sonrió, como si supiera lo que ella estaba sintiendo. Le recorrió el rostro a placer, fijándose en todos los detalles, en cada curva de sus rasgos.

—Eres tan hermosa… tan hermosa —comenzó con voz ronca.

Durante un largo momento, mantuvo la mirada prendida de la de ella. Estaban de pie, frente a frente. Después, le rodeó la esbelta cintura con las manos y la atrajo hacia él muy lentamente, como si cada ligero incremento en la presión que ejercía a sus manos para atraer a Sarah hacia él fuera en contra de su voluntad, aunque le resultara tan imposible resistirse como a ella.

Ella tampoco quería… Tan solo deseaba sentir la boca de Bastiaan acercándose a la suya, ansiaba que él fusionara los labios con los suyos, que tomara su boca y la poseyera, que la moldeara y entreabriera…

Cuando lo hizo por fin, Sarah cerró los ojos y suspiró, emitiendo un sonido de absoluto placer. Con habilidad y lenta sensualidad, la boca de Bastiaan poseyó la de ella y la saboreó. Dentro de su ser, Sarah sintió que el calor de su cuerpo se licuaba. El corazón pareció dejar de latirle cuando sintió cómo los labios se deslizaban deliciosamente sobre los suyos, obligándole a abrir la boca y profundizando el beso.

Bastiaan le apretó la cintura con más fuerza y se movió ligeramente para poder amoldarse más contra el cuerpo de Sarah. Entonces, ella se sorprendió al darse cuenta de lo excitado que él estaba. Esa excitación encendió la suya. La sangre comenzó a latirle con fuerza en las venas. El aliento se le quebró en la garganta y animó a que él profundizara y acelerara la posesión de sus labios. Levantó las manos y rodeó la ancha espalda, extendiendo los dedos contra la suave tela de la chaqueta. Sintió que sus pechos se apretaban contra el muro de aquel torso y oyó que él gruñía y la estrechaba con más fuerza contra su cuerpo.

El deseo se apoderó de ella. Cada célula de su cuerpo cobró vida y sensibilidad, plena de ansia por experimentar más de lo que ella ya estaba viviendo. Entonces, como movido por un impulso, Bastiaan la tomó entre sus brazos como si no pesara más que una pluma. Avanzaba con ella así a grandes zancadas, pero sin dejar de besarla. No tardó en depositarla sobre la fría colcha de raso que cubría una amplia cama. Después, se acomodó junto a ella.

Continuó devorándole la boca con la suya y le colocó un muslo encima de los de ella. El deseo ardiente y descarado se apoderó de ella. Sintió que los senos se le tensaban y vibraban, por lo que echó hacia atrás la cabeza para levantarlos más. Otro profundo gruñido se escapó de los labios de Bastiaan. Él le hizo levantar los brazos por encima de la cabeza y la inmovilizó con una mano mientras con la otra le moldeaba posesivamente uno de los senos. Ella gimió de placer y movió la cabeza incansablemente de un lado a otro. Su boca, libre de la de él, se sentía abandonada y sola.

¿Era ella aquella mujer? ¿Podría ser ella? Tumbada así, ardiendo con un deseo que la consumía, que la poseía descarada y totalmente.

Bastiaan colocó el pesado muslo entre los de ella. Sarah meneó las caderas contra él. Deseaba experimentar más sensaciones de las que se estaban desatando dentro de ella. Hablaba sin saber lo que decía. Solo sabía que debía implorarle que le concediera lo que tanto estaba deseando, más y más a cada instante que pasaba…

Nunca antes se había sentido así, presa de una excitación profunda y salvaje, como si estuviera ardiendo con un fuego que nunca antes había conocido.

Bastiaan le sonrió.

—Creo que ya va siendo hora de que nos despojemos de estas ropas tan innecesarias, cherie…

Él se puso de pie para hacer efectivas sus palabras. Sarah era incapaz de moverse. Tan solo podía mirarlo bajo la tenue luz mientras se iba quitando las prendas que llevaba puestas. Cuando su firme y esbelto cuerpo volvió a inclinarse sobre el de ella, Sarah sintió su desnudez como si fuera un hierro candente. De repente, sin saber por qué, se le sonrojaron las mejillas y cerró los ojos.

Bastiaan lanzó una pequeña carcajada.

—¿Ahora te pones tímida? —le preguntó.

Sarah no podía responder, pero al menos pudo abrir los ojos. Durante un instante, le pareció ver en la penumbra que él, de repente, dudaba… Sin embargo, el gesto no tardó en desaparecer. Se vio reemplazado por una profunda y sensual apreciación.

—Eres muy hermosa tal y como eres, cherie, pero me gustaría ver tu belleza au naturel.

Llevó una mano a los hombros de Sarah e hizo caer los tirantes del vestido que ella llevaba puesto. Con delicadeza y sensualidad, le bajó el vestido hasta la cintura, mirándola de aquella manera perezosa y sensual que a ella le excitaba tanto. A continuación, siguió tirando de él y le quitó las braguitas al mismo tiempo, deslizándole ambas prendas por las piernas para liberárselas. Solo le dejó las medias.

Bastiaan estuvo a punto de sucumbir a la poderosa necesidad de poseerla tal y como estaba. Sin embargo, eso sería una locura. Echando mano de su autocontrol, se apartó de ella y abrió un cajón de la mesilla.

Sarah quería que volviera a su lado inmediatamente y le agarró, murmurando, buscándole…

—Espera… tan solo un momento…

A Bastiaan casi le resultaba imposible hablar. Su excitación era absoluta. Su cuerpo estaba a punto de explotar. Tenía que poseerla, tenía que completar lo que había deseado hacer desde el primer momento que vio su sensual y atractivo cuerpo, desde que aquellos ojos le lanzaron por primera vez su respuesta esmeralda…

Aquella mujer podría ser tan mercenaria como se temía, tan manipuladora como sospechaba, pero nada importaba. Tan solo aquel momento, aquella urgencia, aquel incontenible deseo que lo poseía.

Un instante después estuvo preparado. Una sensación de triunfo se apoderó de él. Por fin iba a poseer lo que tanto deseaba, iba a poseerla a ella, a la mujer que no le podía pertenecer a nadie más que a él.

Ella lo atraía hacia su cuerpo, lo envolvía con los muslos abriéndole su cuerpo. Con una sensación de alivio y de plenitud, fusionó por fin profundamente su cuerpo con el de ella.

Inmediatamente, como si se tratara de una tormenta de fuego, las sensaciones explotaron dentro de él y se vio abrasado por unas ardientes llamas que lo consumían en aquella pira de placer. Durante un instante tan breve que apenas fue consciente de él, sintió pena por no haberla esperado. Entonces, con una increíble sensación de sorpresa y asombro, se dio cuenta de que ella también había alcanzado el placer con él en medio de aquellas ardientes llamas, que se aferraba a él y jadeaba igual que él. Los cuerpos de ambos estaban presos de una consumación mutua que parecía no detenerse nunca…

Bastiaan jamás había experimentado algo así. Nunca en sus años de experiencia amplia y variada había sentido una intensidad similar. Era como si su cuerpo y su mente, todo su ser, hubieran ardido con una increíble e interminable sensación, como si los cuerpos de ambos se hubieran fundido juntos, fusionándose como el metal líquido, uno contra el otro.

¿Cuándo empezó a cambiar? ¿Cuándo empezó a remitir, a devolverle al plano de la realidad y de la consciencia? No lo sabía. Solo podía sentir su cuerpo temblando mientras retornaba lentamente a la Tierra. Le costaba respirar y el corazón le latía apresuradamente. Le temblaba la voz cuando se apartó de ella, consciente de que la estaba aplastando con su peso.

Dijo algo, pero no supo qué.

Ella lo estaba mirando con una expresión en los ojos que sabía que era reflejo de lo que expresaban los suyos propios. Una especie de asombro. Ella se sentía atónita por lo que había ocurrido.

Durante un largo instante, se miraron con incredulidad. Entonces, Bastiaan consiguió sonreír. Vio que ella cerraba los ojos como si la hubiera liberado y notó que una total relajación se apoderaba de él. Suspiró y volvió a tumbarse sobre la cama, acurrucándose contra ella y estrechándola contra su cálido y exhausto cuerpo.

Tenerla entre sus brazos era una sensación maravillosa y tranquilizadora. Era lo único que quería. Extendió las manos por los costados y la apretó contra él. Entonces, oyó que suspiraba con relajación y sintió que una de las manos agarraba con fuerza la suya, entrelazando los dedos. Entonces, la respiración se le fue sosegando hasta que se quedó profundamente dormida.

En su último momento de consciencia, Bastiaan estiró la mano para cubrirlos a ambos con una manta y así se quedaron, abrazados y protegidos, antes de que él se entregara al sueño. Se sentía exhausto y pleno y, en ese momento, poseedor de todo lo que anhelaba tener en la Tierra.

 

 

Algo la despertó. No estaba segura de qué se trataba. Fuera lo que fuera, había conseguido sacarla del profundo sopor en el que estaba sumida, el sopor más hondo y más dulce que había conocido nunca.

—Buenos días.

Bastiaan, envuelto en un albornoz, la miraba. Sus ojos oscuros parecían beber de ella. Sarah no respondió. No podía. Solo podía escuchar las palabras que no dejaban de repetirse en su cabeza.

«¿Qué es lo que he hecho? Dios, ¿qué es lo que he hecho?».

De repente, algo la sobresaltó. Se incorporó como impulsada por un resorte sobre la cama.

—Dios, ¿qué hora es? —le preguntó mirándole horrorizada.

Él frunció el ceño.

—¿Y qué importancia puede tener? —repuso.

Sarah no respondió. Saltó de la cama sin importarle que estuviera desnuda. Tan solo quería recuperar su ropa.

El horror y la desesperación se apoderaron de ella. Se metió en el cuarto de baño y se miró en el enorme espejo. Lanzó un gruñido. Salió tres minutos después. Sabía que tenía un aspecto ridículo con el cabello enredado cayéndole por los hombros y el vestido de la noche anterior completamente arrugado, pero no le importaba. No se podía permitir que le importara.

A pesar de llevar puesta la ropa de Sabine, ya no quedaba nada de la cantante francesa. Sarah había ocupado su lugar y sentía un pánico que jamás había experimentado antes.

—¿Qué diablos…? —le preguntó Bastiaan mirándola fijamente.

—Tengo que irme.

—¿Cómo? No seas absurda.

Ella no le prestó atención. Salió del dormitorio y se dirigió al vestíbulo para buscar desesperadamente su bolso. Ardía en deseos de salir de allí y encontrar una parada de autobús.

«Dios, voy a tardar una eternidad en regresar… Voy a llegar tarde. ¡Max se pondrá furioso conmigo!».

Sintió que Bastiaan le agarraba el brazo y la obligaba a darse la vuelta.

—Sabine, ¿qué es lo que ocurre? ¿Por qué sales huyendo así?

—Tengo que irme —insistió ella.

Durante un segundo, el rechazo se dibujó en aquellos ojos oscuros. Entonces, como si hubiera cambiado de opinión, la soltó.

—Llamaré un taxi…

—¡No!

Bastiaan no le prestó atención. Se dirigió a un teléfono que había junto a la puerta principal y habló rápidamente con el portero. Entonces, colgó y se volvió a mirarla.

—No sé qué es lo que está pasando ni por qué, pero si insistes en marcharte no puedo detenerte. Así que… vete.

Su voz era dura, incomprensible. La expresión de su rostro vacía. Durante un instante, Sarah se sintió paralizada. Tan solo era capaz de mirarlo.

—Bastiaan, yo….

Sin embargo, no pudo articular palabra. No había nada que decir. Ella no era Sabine. Era Sarah y su lugar no estaba allí.

Él le abrió la puerta principal y Sarah la atravesó rápidamente. Mientras se dirigía corriendo al ascensor, oyó que la puerta daba un portazo a sus espaldas y se hacía eco en cada una de las células de su cuerpo.