27 DE ABRIL, JUEVES
El reparador sueño al socaire del moral fue bruscamente interrumpido por unos goterones gruesos y ruidosos. A mi lado, envuelto en el ropón, Jacobo roncaba y silbaba, ajeno a lo que se nos venía encima. No tuve ocasión de despertarle. La estela de truenos de una chispa eléctrica sobre el Nebi le sacó del manto y, con un ojo abierto y otro cerrado, equivocó la dirección, yendo a topar con el tronco del árbol. Mal despertar, a fe mía.
Por el este clareaba ya un jueves, malamente encarado y vestido de tormenta. Un inoportuno frente frío procedente del Mediterráneo había asaltado la comarca con nocturnidad. La masa frontal se deslizaba preñada de oscuridades, con los «yunques» de los «Cb» (cumulonimbus) altos como torres y una base media de poco más de seiscientos metros. El aire cálido, potencialmente inestable, había sido empujado por el frío y el resultado no se hizo esperar: aquello fue el diluvio. Y la aldea, pésimamente preparada para una contingencia de este orden, dejó de ser un lugar aceptablemente apacible para convertirse en una furiosa torrentera de cien brazos y otros tantos saltos de agua que fluían y escapaban por rampas y callejones, minando terraplenes e inundando muchas de las primitivas casonas. Las mujeres, en pie desde hacía rato, ultimaban la molienda del grano, asomándose de vez en cuando al corral y mostrándose preocupadas por la suerte de Santiago. Al parecer, el impenitente cazador, acompañado de su «ayudante» —el hurón— había partido con la última vigilia. María, recostada en la plataforma, tan acostumbrada como Esta a las frecuentes salidas de su hijo, restó importancia a la lluvia. En las colinas no era difícil guarecerse de la tormenta.
Concluido el ordeño de las cabras por Judá y su prima Raquel fue servido el desayuno. Exploré la rodilla de la Señora y, satisfecho con su evolución, me dispuse a seguir a Jacobo y a la dueña de la casa. El agua empezaba a embalsarse en el corral y, según comentaron, convenía revisar la cisterna y las ánforas almacenadas en el subterráneo. Esta me rogó que les acompañase. En caso de necesidad, el traslado de las vasijas requería del concurso de un par de hombres. Y protegiendo una de las lucernas bajo el ropón, el albañil corrió hacia la boca del túnel. Esta hizo lo propio y, por último, cerrando la «expedición», quien esto escribe se deslizó igualmente por los peldaños labrados en la roca.
Mi primera visita a la segunda y escondida Nazaret me dejó perplejo. Una decena de toscos escalones nos llevó a una cámara de casi cuatro metros de longitud por dos de anchura y poco más de 2,60 de altura, excavada a fuerza de pico y voluntad en una de las venas calcáreas sobre las que se asentaba el poblado.
Dos nuevas lámparas, sabiamente dispuestas en las hornacinas practicadas a derecha e izquierda del cubículo, vinieron a animar el amarillo de la flama que sostenía Jacobo. Y las sombras se entrecruzaron en la caverna, poniendo en fuga a una patrulla de ratas. En las alacenas, a un metro del suelo, descansaban numerosas vasijas y cántaras de arcilla, meticulosamente selladas con mazos de lino y estopa. Supuse que se trataba de una reserva alimenticia.
Y precedido por un par de sonoras maldiciones —estrechamente vinculadas a los progenitores de los roedores—, el albañil encorvó su humanidad, introduciéndose en una segunda oquedad. El acceso lo proporcionaba un angosto agujero de un metro de alzada, abierto en el extremo opuesto a los peldaños. Allí fui a encontrarme con una especie de silo en forma de pera, de unos tres metros de altura por dos de diámetro mayor. La cripta, de paredes groseramente amacheteadas, reunía a lo largo del perímetro nueve avejentadas y estiradas ánforas de piedra, firmemente enterradas en el suelo rocoso. Era el almacén de grano, vino y frutos secos.
Nada más ingresar en el estrecho recinto las llamas oscilaron peligrosamente. Fue necesario protegerlas con las manos. El parpadeo obedecía a una débil corriente de aire, provocada por algún conducto que no acerté a descubrir. La mujer examinó las vasijas. Todo se hallaba en orden. Y a una señal de Esta, Jacobo se inclinó sobre una de las panzudas ánforas. Trató de desplazarla pero, al no conseguirlo, rogó que le echara una mano. Y al arrancarla de la fosa circular en la que descansaba apareció ante nosotros la negra boca de un pasadizo. Al final del mismo —fui incapaz de precisar a qué distancia— se oía el inconfundible sonido del agua, precipitándose con violencia en alguna suerte de pozo. Jacobo explicó que debía aguardar en compañía de su cuñada. El menguado calibre del túnel —alrededor de sesenta centímetros— obligaba a penetrarlo a gatas. Mi presencia, amén de innecesaria, hubiera sido un estorbo. Y ciñéndose la túnica a los lomos se adentró con decisión en la asfixiante «tubería». Las aclaraciones de la mujer me proporcionaron una idea aproximada del lugar al que se dirigía Jacobo y del porqué de dicha inspección. El boquete que tenía ante mí, horadado en la roca, llevaba a un depósito natural en el que se almacenaba el agua de lluvia. El brocal se hallaba en superficie, a corta distancia del muro norte de la casa. Si las precipitaciones eran copiosas y continuadas, el nivel podía subir haciendo peligrar las provisiones del silo. Para evitarlo bastaba con clausurar el extremo del pasadizo con una trampilla, dejando que el agua corriera libre por cualquiera de los dos ramales que perforaban igualmente el subsuelo, partiendo de este canal principal. Como han puesto de manifiesto las modernas excavaciones arqueológicas, la secreta y troglodítica Nazaret era un diabólico laberinto de túneles y contratúneles. Según Esta, los aliviaderos en cuestión conducían a su vez a otros silos y cavernas —la mayoría abandonados y repletos de ratas— y éstos a otros. De esta forma, si alguien tuviera el coraje suficiente para aventurarse en aquella tela de araña de cuevas, podía entrar por un extremo del pueblo y salir por el opuesto. Su poniendo, claro está, que no pereciese en el loco intento…
Al asomarme a la boca del túnel, algunos esporádicos y lejanos reflejos amarillentos en las húmedas paredes me dieron a entender que el audaz albañil debía hallarse ya sobre su objetivo. Pero la oscuridad del corredor era tal que no acerté a distinguir las formas de Jacobo. Ante mis dudas, la esposa de Santiago aclaró que —aunque ella jamás había pasado del silo—, según los hombres, la «tubería» hacía un codo, doblándose hacia la derecha. En ese segundo pasadizo se abrían otros dos o tres conductos. Pues bien, uno de ellos llevaba directamente a la cisterna.
Y esperamos. Con medio cuerpo en el interior del corredor me esforcé por distinguir algún sonido familiar. La escasa ventilación me trajo un pútrido olor, mezcla de humedad y excrementos de ratas. Y como única referencia, el ya mencionado martilleo de los ríos de lluvia cayendo en el pozo. De pronto, el entrechocar de las aguas fue difuminado por una rápida secuencia de golpes. Parecía el ajuste de una madera o de algo similar contra el túnel. Lo interpreté como el cierre de la trampilla. Y respiré aliviado. Debo ser sincero. Aquel lugar no me inspiraba confianza. Carecía de motivos, lo sé, pero el instinto raras veces se equivoca…
Me retiré del apestoso pasadizo y di por hecho que nuestro amigo no tardaría en aparecer. Me equivoqué.
Esta empezó a impacientarse. Es difícil contabilizar los minutos en esas circunstancias. Puede que transcurrieran diez o quince. No más. Era un tiempo más que sobrado para que el albañil hubiera asomado la nariz o los pies. A decir verdad, ignoraba si en el corredor existía espacio suficiente para dar la vuelta.
Y la mujer, intranquila, se arrodilló junto al boquete, llamando a su cuñado. Silencio. Insistió y con fuerza. Nuevo silencio. Nos miramos sin comprender. La tercera llamada —teñida de angustia— rodó hasta el fondo de la caverna. El «Jacobo» quedó desmembrado por un eco puntual.
—¡Dios santísimo!
No pensé en una segunda alternativa. Y apartando a la compungida mujer me colé en el túnel, dispuesto a todo. Con el cayado en la derecha y la modesta luz de aceite en la izquierda fui reptando a gran velocidad, imaginando lo peor. ¿Se había precipitado al tanque de agua? ¿Permanecía inconsciente a causa de algún golpe?
Cuando llevaba recorridos unos seis u ocho metros la lucerna me advirtió del inminente recodo. La galería, en efecto, giraba a la derecha. Traté de devolver el convulso corazón a su lugar. Y durante algunos segundos me mantuve en un expectante silencio. La cascada llegaba como un rumor. Eso significaba que Jacobo había conseguido cerrar la cisterna. Pero ¿dónde estaba? Un resbaladizo y chorreante musgo, tapizando el suelo y las paredes del corredor, me anunció la relativa proximidad del agua. Y decidido a esclarecer el enigma reemprendí el penoso gateo. A cuatro o cinco metros la situación se complicó. A la izquierda se abría otro tenebroso agujero. Asomé la lámpara y el resplandor dibujó la huida de una nutrida colonia de ratas, enormes como conejos. La cercanía de los roedores me inclinó a creer que el albañil no había tomado esa dirección. De haberse aventurado por aquel túnel, lo lógico era que los repugnantes inquilinos del subterráneo hubieran escapado hacia el fondo. Pero ¿qué era lo lógico en semejante lugar?
La solución, a Dios gracias, no tardaría en presentarse. Media docena de metros más allá apareció ante este descompuesto explorador un «espectáculo» difícil de olvidar. Lo primero que llamó mi atención fue un resplandor. Era más poderoso que el suministrado por las insignificantes llamas de las lucernas. Parecía originado por un fuego. Me asusté. Y en la precipitación imaginé que, por alguna razón desconocida, la lámpara de Jacobo había prendido sus ropas. Mientras avanzaba observé que la oscilante luz rojiza tenía su origen en otro túnel perforado a la derecha. Y a dos metros de la confluencia de ambos corredores me detuve aterrado. Frente a mí, en la boca de dicho agujero, se agitaba, estremecía y pulsaba como un monstruo informe una «bola» de ratas, histéricas, coleando como serpientes, haciendo brillar sus ojillos en la semioscuridad, chillando desaforadas y mordisqueando con furia «algo» que, en un primer momento, no pude diferenciar. Mi primera reacción, lo confieso, fue retroceder y escapar de aquel amasijo de voraces ratas negras, muchas de ellas superiores a los veinte centímetros de longitud. Pero, cuando la temblorosa flama de la lucerna se aproximó al chirriante raterío —aún no me explico de dónde saqué el valor—, el descubrimiento de una destrozada sandalia entre los Rattus rattus me hizo reaccionar.
—¡Jacobo!
Y a punto de aplicar el láser de gas a la redonda y peluda «sombra», una mano se deslizó de improviso desde el interior del túnel, arrojando una tela ardiendo sobre las ratas. El fuego, persuasivo, despejó la boca del corredor en un abrir y cerrar de ojos. Y los roedores —algunos incendiados— huyeron en todas direcciones. Enloquecidas, varias de las ratas tropezaron con quien esto escribe, lanzando dentelladas a diestro y siniestro. Una vez más, la «piel de serpiente» cumplió su cometido.
—¡Jacobo!
La segunda llamada animó al albañil. Y tras asomar un pálido rostro por el agujero, escapó del improvisado refugio, pasando incluso por encima de este explorador.
Al poner el pie en el silo, el traumatizado galileo, sentado en tierra, con media túnica arruinada y sin sangre en las venas, miraba a Esta con los ojos desorbitados e incapaz de explicarse. La mujer, al verme, sin poder contener el llanto, exigió una explicación. Preferí no dar detalles. Y siguiendo mi consejo le suministró un generoso cuenco de vino. Yo, por supuesto, no me quedé atrás y apuré ansioso otra ración. Pero, con la taza a medio terminar, unas voces nos reclamaron desde la entrada de la endemoniada caverna.
Reconocí la voz de Miriam. Llamaba a su marido con prisas. Esta se asomó por la oquedad que comunicaba ambas salas y, prudente, silenciando lo ocurrido, gritó un lacónico «ya vamos».
No fue tan sencillo. Jacobo, presa de temblores en cadena, sudando copiosamente, ni oía ni veía. Los esfuerzos de la mujer por levantarlo resultaron baldíos. El pobre se hallaba aún bajo los efectos del choque emocional. Pero la galilea era brava. Y retrocediendo medio metro le lanzó una bofetada tal que le abrió la comisura de los labios. Santo remedio. El albañil, con un hilo de sangre tiñendo las barbas, recuperó parte del temple, alzándose como si tuviera delante la «pelota» de ratas. Y «voló» del subterráneo, aullando como un poseso.
Al regresar al patio, bajo una furiosa lluvia, Miriam, Ruth y Rebeca trataban de auparse sobre los berridos del albañil. Ni las unas escuchaban a Jacobo, ni éste se hallaba en condiciones de entender el triple, confuso y no menos acelerado griterío de las mujeres. La aparición de Esta desvió la atención de sus cuñadas quienes, dejando al galileo por imposible, la abordaron con idéntico frenesí. En mitad del desbarajuste llegué a captar las palabras «Juan» y «ajusticiamiento». Sin perder los nervios, la dueña les invitó a proseguir la destartalada conversación en el interior de la casa. Tuvo que arrastrarlas. Y durante algunos minutos interminables aquello fue el caos. Jacobo, en un rincón, circundado por una chiquillería muda y estupefacta, saltó de los aullidos a una verraquera que, como era de prever, terminó contagiando a los más pequeños. Miriam y Ruth se pisaban los gritos, cada vez más enfurecidas por la lógica incomprensión de Esta. Las cabras, tan histéricas como los supuestamente racionales humanos, completaron el coro de despropósitos, balando y corneando lo visible y lo invisible. En cuanto a Rebeca, hecha un mar de lágrimas, había corrido a refugiarse junto a la Señora. Y fue María quien, tirando por la calle de en medio, acabó con el manicomio. Levantándose con dificultad tomó una cántara de barro, estrellándola con estrépito contra el suelo de la plataforma. Las únicas que no comprendieron el expeditivo «lenguaje» fueron las cabras. Y al fin, en un razonable silencio apenas invadido por los gimoteos del albañil, Esta y yo pudimos averiguar la razón de semejante trifulca. Mientras inspeccionábamos los subterráneos, el sirviente del saduceo y amigo de la familia se había personado en la casa, anunciando la llegada de Juan. Procedía de Séforis y, según reveló el «espía», traían orden de ejecutarlo esa misma mañana.
Concluida la exposición, el parloteo de las mujeres volvió a enredarse. «¿Qué podemos hacer?», preguntaban unas. «Hay que encontrar a Santiago», replicaban otras…
La Señora y yo nos miramos. Compartíamos el mismo pensamiento: aquello era muy extraño. Y reclamando la atención general les hizo saber lo siguiente:
En primer lugar, era imposible que un tribunal de justicia —que tenía por costumbre reunirse los lunes y jueves— hubiera podido celebrar asamblea. Y con una frialdad envidiable les recordó que el Zebedeo había llegado a la aldea el martes. Y buena conocedora de las leyes pasó al segundo punto:
—Incluso, admitiendo que el Sanedrín de Séforis haya violado sus propias normas, cosa que dudo, sabéis de sobra que para condenar a muerte a un acusado se necesitan varias votaciones y un tiempo de reflexión por parte de los jueces.
María hablaba con verdad, aunque en el caso de su Hijo no se había tenido en cuenta la rígida jurisprudencia de los tribunales[82].
—… En consecuencia —concluyó severa— os aconsejo que actuéis con prudencia. Id y tratad de averiguar lo que ocurre.
Miriam, informada de lo acaecido en los túneles, se volcó en su marido. Fueron Ruth y Rebeca las comisionadas para indagar en el turbio asunto. Había, además, otro punto de difícil comprensión. Si el reo era Juan, ¿por qué se le trasladaba a Nazaret? Lo lógico hubiera sido ejecutarlo en Séforis. A no ser que la ponzoñosa garra del sacerdote estuviera manejando los hilos de aquella nueva tragedia.
Y cubriéndose con los ropones se lanzaron al exterior, desafiando el torrencial aguacero. Supongo que María, al verme desaparecer tras ellas, respiró aliviada. La verdad es que este observador poco o nada podía hacer en favor de nadie…
Ajenas a mi proximidad tomaron dirección este, atravesando la aldea por la «calle sur». Parecían conocer muy bien el paraje donde debía llevarse a cabo la ejecución. El descenso por las enfangadas rampas y callejones fue un suplicio extra. Mujeres, ancianos y niños formaban cadenas, aliviando con vasijas y lebrillos las inundadas viviendas. Y mal que bien, después de dos o tres pasos en falso, con las correspondientes caídas, desemboqué en el cruce de caminos, junto a la fuente. Los relojes del módulo podían marcar alrededor de la «tercia» (las nueve de la mañana).
El frente frío, después de todo, evitó una mayor aglomeración. Aun así, entre cien y ciento cincuenta almas —niños incluidos—, avisadas del «acontecimiento», aguantaban estoicas bajo la pertinaz lluvia, apelotonándose a las «puertas» de la aldea y defendiéndose de la tormenta con mantos, canastos de mimbre, planchas de madera y hojas de palma. Aguardaban en un respetuoso silencio, pendientes de los recién llegados. A media docena de pasos, en el centro del camino que bajaba de Caná, se hallaban seis hombres. Todos menos uno permanecían en pie. Éste, de rodillas y con las manos atadas a la espalda, presentaba el rostro humillado sobre el fango y las charcas de la senda. Tres de los individuos parecían rodearle. Sobre unas túnicas largas y amarillas portaban unas rudimentarias cotas de mallas que protegían el tronco y el bajo vientre. No observé armas blancas. Sólo unos bastones erizados de clavos. Entendí que guardaban una cierta semejanza con los levitas o policías del templo. Posiblemente se trataba de alguaciles al servicio del tribunal de Séforis, encargados de la custodia del reo.
De los dos hombres restantes reconocí a uno: Ismael, el saduceo. Cubría la embarrada túnica de lino con un capote de cuero embreado, provisto de una aparatosa capucha.
Al filo del camino, a cuatro metros del hierático grupo, otros dos guardianes se afanaban en la excavación de una fosa. A su lado, un anciano felah sujetaba por el ronzal a un asno nervioso e incomodado por el diluvio. El animal cargaba dos enormes cestos repletos de estiércol. Al comprender el porqué de aquella operación me estremecí.
Traté de localizar a Rebeca y a la «pequeña ardilla». Imposible. Absorto en la escena las había perdido de vista. Y lenta y cautelosamente fui rodeando a los curiosos hasta situarme en las proximidades del «ala del pájaro». Tampoco desde allí fue posible identificar al condenado. La cabeza, a una cuarta del suelo, hacía arduo el reconocimiento de sus facciones. Con la túnica hecha jirones y consumida por la lluvia y los cabellos revueltos y chorreantes resultaba comprometido emitir un juicio. ¿Se trataba del Zebedeo? Agucé el oído, en un vano intento de captar algún comentario. Los únicos sonidos que reinaban en el lugar procedían del repiqueteo del agua sobre los improvisados «paraguas», de las tenaces tronadas y de los presurosos choques de las azadas contra la arcilla del campo.
Cuando el agujero alcanzó la profundidad justa, los alguaciles arrojaron a un lado las herramientas, haciendo una señal a los que rodeaban al mudo y derrotado individuo. Y levantándolo por las axilas lo arrastraron hasta la fosa. El gentío, presintiendo el final, alivió la tensión, entonando un sordo y morboso cuchicheo.
Y el infeliz, con una docilidad pasmosa, empujado violentamente por uno de los policías, saltó al fondo del pozo. Pero no alzó el rostro. Acto seguido, los alguaciles que habían cavado la trinchera, ayudados por el campesino, desengancharon los cestos, vaciándolos en la hoya. En poco más de tres minutos, el metro de profundidad quedó repleto de excrementos, inmovilizando al reo hasta las ingles. Los azadones, diestramente manejados, apisonaron la inmundicia, asegurando el anclaje del condenado.
El jefe del consejo inclinó la cabeza y el individuo que permanecía a su lado desenrolló un pergamino. Y dando la cara a los habitantes, con voz aflautada, leyó el nombre del sentenciado a muerte.
El corazón brincó a mi garganta.
—… Juan…, hijo de Eliezer… —Estuve a punto de gritar. ¡Maldito error! La Señora llevaba razón. Y el pregonero prosiguió—: …es conducido a morir por haber tenido unión sexual con su hija… —Otro murmullo (esta vez de desaprobación) se levantó entre los testigos—… y con la hija de su hija. Judá, Yejoeser y Menajem son sus testigos. Cualquiera que crea que es inocente, que venga y aduzca las razones a su favor.
La lectura en cuestión —pura burocracia— fue subrayada por un casual y osado trueno que hizo temblar las peñas del Nebi. Y las gentes, interpretando la descarga como una «señal» del cielo, retrocedieron hasta las primeras casas, tropezando y perdiendo la mitad de los cestos y maderas.
Entonces, en primera fila, aparecieron Ruth, Rebeca, Débora —la «burrita»— y su patrón, el egipcio. A punto estuve de unirme a las mujeres. Pero la voz del saduceo me detuvo.
Ajeno a la supersticiosa huida del pueblo se dirigió al reo y, en tono solemne, gritó:
—Haz la confesión.
El segundo ritual[83] no obtuvo respuesta por parte del tal Juan. Ni siquiera se dignó levantar los ojos. Y la víbora, irritada, prescindió de todo formulismo, dando paso a la ejecución propiamente dicha.
Dos de los guardianes fueron a situarse uno a cada lado del reo. El primero anudó un lienzo alrededor del cuello del infeliz. El segundo repitió la operación con otro paño. Y ambos, asentándose con firmeza sobre el resbaladizo terreno, tomaron las puntas de sus correspondientes pañuelos. Y esperaron. Frente al condenado, otros dos alguaciles manipulaban la llama de una lámpara, precariamente protegidos bajo el ropón del pregonero. Cuando al fin avanzaron hacia el reo un escalofrío me privó de la respiración. Entre las manos, pésimamente cubierta con el manto, el de la voz aflautada portaba una mecha de un metro, ardiendo por uno de los extremos. Se detuvieron a un palmo del maniatado violador y, a una señal del pregonero, los que sostenían los cabos de los lienzos comenzaron a tirar con todas sus fuerzas —cada uno en sentido contrario— provocando un inicial estrangulamiento. El ajusticiado, en un movimiento reflejo, abrió la boca, luchando por sobrevivir. Era el momento esperado por Judá, acólito del sacerdote y verdugo del consejo. E introduciendo la ardiente mecha en la garganta del hombre, trató de que descendiera hacia las entrañas. Esta vez, la víctima se revolvió, berreando de dolor. Y el gentío estalló en un histérico grito de venganza, sepultando los alaridos del desgraciado.
Fue necesaria la inmediata colaboración del resto de los policías. A pesar del cieno que le aprisionaba y del feroz estrangulamiento, el prisionero se retorció de tal forma que, en uno de los cabeceos, fue a derribar al verdugo y pregonero. Uno de los alguaciles hizo presa en los cabellos y, por la espalda, tiró hacia atrás, contrarrestando las convulsiones. Y los desgarrados aullidos se alzaron hacia la tormenta, en una estremecedora competencia con las chispas y el retumbar de los truenos. La Providencia fue misericordiosa. Y el incendio en las entrañas, después de diez eternos minutos, terminó por inhibir a la sabia naturaleza. E inconsciente dejó de clamar. El abrasamiento —uno de los cuatro tipos de penas de muerte en vigor en la legislación judía—[84] se había consumado.
El gran Esquilo escribió con sabiduría: «Nadie alcanza a abatir la fuerza del destino». Una de las muchas diferencias entre el inmortal autor del Prometeo encadenado y este piloto de la USAF es que yo, ahora, con frecuencia, escribo la palabra Destino con mayúscula…
Pero, a lo que iba. Ese Destino —auténtico «quinto jinete» del Apocalipsis— terminó con aquel reo y, desde el pozo de estiércol, fue a fijar su invisible mirada en quien esto escribe.
Consumada la ejecución, el pueblo —satisfecho con el castigo infligido al odiado vecino de Nazaret— se dio buena prisa en escapar del lugar. La tormenta resultó la excusa ideal para despejar el improvisado patíbulo. Y este explorador, dolorido por el cruel espectáculo, no tuvo fuerzas para moverse. Ajeno a la lluvia permanecí inmóvil, como en otro mundo. Veía sin ver. Recuerdo vagamente a los guardias, emprendiendo el camino de Séforis. Y al felah, recibiendo algunas monedas. Y de pronto, ese Destino, materializándose, me hizo una pregunta:
—¿Te ha impresionado?
Volví en mí y descubrí a mi derecha una goteante capucha. Y en el interior, unos ojos cínicos y enrojecidos por la falta de sueño o —quién sabe— por el disfrute con el reciente tormento.
Y el Destino, en la voz del jefe del consejo, me habló así:
—Tienes mala cara… —El siguiente comentario me resultó familiar—… Ven. Eso lo arregla una medida de buen vino…
Y tomándome por el brazo me condujo en dirección a la sinagoga.
¿Por qué no reaccioné? Pude hacerlo. Nuestra cita era al atardecer… Hubiera sido tan simple… Pero, como afirmaba Novalis, también el azar está regido por un orden. Y ese azar —primer apellido de Dios— me arrastró a una de las más amargas experiencias de toda mi aventura palestina.
—… Además —me tentó—, tengo buenas noticias.
Creí que se refería al informe sobre Jesús y su familia. Se escudó en el «mucho trabajo surgido en las últimas horas», prometiendo ultimarlo para la cena.
—Tendrás tu arpa —aclaró, sacándome del error—. Incluso, si lo deseas, podrás disponer de ella ahora mismo…
¡Cuán sutil es el Destino! Sus dedos terminan enredándose siempre en las ruedas de nuestros carros…
La inesperada y grata noticia vino a neutralizar la hiel de la ejecución. Poder contemplar y tener en mis manos el instrumento musical que había solazado al joven Jesús me compensaba, con creces, de tanta tragedia.
Y próxima ya la «quinta» (las once de la mañana), este explorador, precedido por el saduceo, se refugió en el hall de piedra travertina. Por consejo de Ismael me descalcé y entregué el manto a uno de los criados. Y al observar mi túnica, desmayada por el diluvio, aconsejó que me desprendiera de ella. Dudé. Pero, ante su insistencia y el lamentable estado de la vestimenta, opté por obedecer.
—Antes de que apuremos la primera jarra —terció relamiéndose— estará seca. No temas. Ésta es una casa honrada…
Y un segundo sirviente, tan silencioso como el primero, se hizo con la túnica, facilitándome una especie de sábana de lino. A pesar de la «piel de serpiente», el contacto con el cálido lienzo me reconfortó. Y amarrando la bolsa de hule a la «vara de Moisés» me fui tras los pasos del sacerdote. Tanta amabilidad me dejó confuso.
Ceremonioso me invitó a tomar asiento sobre los almohadones de la lujosa estancia de paredes de bronce. Y cuando me disponía a cumplir su voluntad, haciendo una señal al criado que cargaba con mi chorreante túnica, le indicó el cayado que continuaba en mi poder. Presto, disculpándose por el descuido, se acercó al bastón. Instintiva mente me resistí. Pero, en décimas de segundo, comprendiendo que una negativa hubiera extrañado al astuto saduceo, aflojé la presión de los dedos, entregándoselo. Luché por tranquilizarme. Como sucediera en la fortaleza Antonia, al abandonar la mansión lo recuperaría. Sin embargo, después de la lamentable pérdida de las sandalias «electrónicas» de repuesto, aquella cesión me dejó inquieto.
—Y ahora —exclamó indicando los embarrados bajos de su blanca túnica—, con tu permiso, seré yo quien adecente mi aspecto.
Y desapareció por el hall. Fue en aquellos primeros minutos de espera cuando reparé en algo en lo que no había meditado hasta esos instantes. E intrigado fui revisando las paredes. La sala, en efecto, a excepción de la que comunicaba con el vestíbulo, carecía de puertas. ¡Qué extraño!…
Mis cavilaciones fueron interrumpidas por la sigilosa aparición del criado que me había aligerado del manto. Cargaba una bandeja, con la consabida jarra de vino, dos vasos de cristal y una fuente de finísimo mármol amarillo —casi translúcido—, surtida de pasas, dátiles y nueces flotando en mermelada de moras.
Algo turbado disimulé como pude. Y tras acariciar la transparente piedra de Capadocia que daba cuerpo a uno de los candelabros de siete brazos fui aproximándome a la mesa de limonero. El sirviente, un viejo de cabellos nevados y facciones lunares —recuerdo de una no menos anciana viruela—, depositó el licor y las provisiones sobre la pulida y lujosa madera. Y al recuperar la verticalidad me miró fijamente. Lo intuí al momento. Aquél era el confidente de la familia. Y antes de que acertara a expresar mis sentimientos se adelantó con un elocuente saludo:
—El Padre Azul te bendiga. —Debió percibir mi alegría. Y sosteniendo el confidencial tono me previno—: ¡Cuidado!… No confíes en él…
—Pero…
—Escucha lo que tengo que decirte —me interrumpió con lógicas prisas.
Asentí, consciente de lo comprometido de nuestra situación. En especial, de la suya.
—… El tribunal de Séforis, con seguridad, rechazará las acusaciones contra Santiago y los demás. Ismael ha sido informado durante su estancia en la capital… —La noticia no podía ser más satisfactoria—… Pero esa víbora no permitirá que la familia salga indemne. Ha maquinado un diabólico plan. Y al igual que envenenó las palomas, ahora se dispone a…
Las palabras de David —pues éste era su nombre— quedaron congeladas. Y un presentimiento le hizo palidecer. Sus ojos descendieron hacia la mesa que nos separaba. No fue precisa explicación alguna. Yo también lo percibí. Y al volverme descubrí con espanto la descompuesta faz del sacerdote. ¿Cómo era posible? Se hallaba en el extremo opuesto a la única puerta. ¿Por dónde había entrado? Lo peor, sin embargo, no fue eso. Lo dramático es que ignorábamos cuánto tiempo llevaba a mis espaldas. A juzgar por la cólera que afilaba sus mandíbulas saltaba a la vista que había oído lo suficiente. Y David, nervioso, fue sirviendo el vino. Y este desconcertado explorador no supo qué hacer ni dónde esconderse. Y en mitad de un silencio tan espeso como el néctar que llenaba las copas, las «arañas» sanguinolentas que deformaban el rostro de Ismael fueron dilatándose como el peor de los augurios. Y aquella rata, en minutos, maquinó nuestra destrucción.
—Bien —tronó al fin—, vayamos a lo que importa. Lo primero, el arpa.
Y girando sobre los talones llevó la mano izquierda al centro geométrico de la menorah que presidía aquella pared. No tuve tiempo material de distinguir el dispositivo. Al punto, una de las estrechas láminas de bronce osciló silenciosa, dejando al descubierto una puerta secreta. David y yo nos miramos. Y el saduceo, encaminándose a la mesa, apuró de un trago uno de los vasos. Y la ira se disfrazó de cínica sonrisa. No sé qué fue peor…
—Vamos pues.
Y con un pie en el otro lado de la estancia se volvió hacia el criado, ordenando que nos acompañara.
A partir de ese momento, todo discurriría a gran velocidad.
Al abordar el frío y oscuro lugar me vi en una sala de menguadas dimensiones, desnuda de enseres y pobremente alumbrada por una lucerna que descansaba en el suelo rocoso. El sirviente se hizo con el candil y, conociendo el camino, se situó en cabeza. A poco más de tres metros de la trampilla secreta se levantaba una pared de ladrillo. Y en ella, en el centro, una abertura —a manera de puerta— de un metro de alzada. A la derecha del hueco se dibujó imprecisa la silueta de una enorme muela, encajonada y calzada en un canalillo que corría en pendiente a lo largo del tabique. Al igual que las piedras que cerraban los sepulcros, aquella mole podía ser desplazada, sellando así la boca que tenía frente a mí. Para ello bastaba con propinar un puntapié al taco de madera que la retenía.
Y David se introdujo en la oquedad. Al salvar el último de los peldaños que facilitaban el acceso a la cueva levantó la llama, alumbrando nuestro descenso. Ismael me precedió. Y como sucediera en los subterráneos de la casa de Santiago, establecí contacto con una primera gruta, con numerosas alacenas a derecha e izquierda. Al fondo se distinguía la entrada a otra caverna. Y el saduceo, tomando la iniciativa, se dirigió a una de las esquinas. El criado se apresuró a iluminar sus pasos. E inclinándose sobre un enorme arcón procedió a destaparlo. La víbora esbozó una sonrisa y señalando el interior exclamó eufórico:
—Aquí la tienes.
Emocionado, olvidando el reciente y amargo trance, recorrí los cuatro o cinco metros que me separaban del rincón de la cueva, asomándome al arca. La luz que sostenía David desveló el misterio. Y nervioso me abalancé sobre una polvorienta y descompuesta arpa, con unas cuerdas rotas, semipodridas y desmelenadas.
—¡Dios mío!…
Y tomándola con toda la delicadeza de que fui capaz la rescaté del fondo, levantándola a la altura del candil. No sabría precisar cuanto tiempo permanecí absorto en su contemplación. Quizá dos o tres minutos. No más. Y, como un trágico aviso, la flama osciló violentamente. Y un bronco y amenazador rugido golpeó las paredes de la cripta.
—¡No!…
Y dejando caer la lucerna, David se precipitó hacia los peldaños. Y en la más terrible de las oscuridades le oí gritar algo que me heló la sangre en las venas:
—¡Enterrados!… ¡Enterrados vivos!
Y como un loco, tropezando con los escalones, intenté ganar la salida. Mis manos, como las del aterrorizado sirviente, sólo encontraron una áspera y fría piedra. El saduceo había hecho rodar la pesada muela. Y una siniestra carcajada retumbó al otro lado de la roca…
En Larrabasterra,
a 18 de septiembre de 1989,
siendo las 21 horas.