26 DE ABRIL, MIÉRCOLES
Fui un inconsciente. Ahora, al recordar aquel amanecer, comprendo lo cerca que estuve del fin.
Próxima la vigilia del canto del gallo, faltando unas dos horas para el alba, un breve y temeroso repiqueteo en la puerta me puso en pie. Necesité unos segundos para hacerme con la situación. Los sentidos no me habían engañado. Los tímidos golpes, como si alguien evitara llamar la atención del resto de los huéspedes, se repitieron de nuevo. Casi sin tocar el suelo me acerqué a la madera, tratando de averiguar quién se hallaba al otro lado. Y una voz de mujer reemplazó esta vez la apagada señal. Sólo capté dos palabras: «griego» y «despierta». Y con idéntico sigilo me apoderé del cayado, acariciando el clavo del láser de gas. Si era una trampa debería actuar con diligencia. El instinto —supongo que con razón— dibujó el rostro y la daga de Heqet en la penumbra de la galería. ¡Estúpido de mí! Tenía que haberlo imaginado. ¿O sí lo hice? Para el caso era lo mismo. Las circunstancias eran aquéllas y no otras. Y despacio, midiendo cada paso, fui a situar la «vara» entre la puerta y mi cuerpo. Y con nerviosa lentitud entreabrí la hoja. El personaje que asomó por la rendija no supo nunca lo cerca que estuvo de recibir una descarga.
—¡Griego de los infiernos!… El vino ha cegado tus oídos.
No repliqué. Débora, la moabita, con los labios hinchados y el rostro deformado por los hematomas, me conminó a que saliera de la habitación. Desconfiado franqueé la puerta, inspeccionando el solitario corredor. La «burrita», a primera vista, no parecía acompañada. La galería respiraba silencio. Sin embargo, dada la escasa iluminación, no era difícil que alguien se hallara agazapado detrás de las esteras y edredones que colgaban de la barandilla. Y con evidentes prisas susurró que tomara mis cosas y la siguiera. El tono —sincero— me animó a obedecer sus órdenes. Y ante mi sorpresa la vi recoger del suelo un abultado fardo y unas mantas. Y cargando con el lío fue a depositarlo en una de las esquinas de la habitación. La seguí intrigado, comprobando que el enorme saco no era otra cosa que un tenso y bien repleto pellejo de vino. Lo cubrió con las mantas y, apagando la lámpara que me había alumbrado durante el descanso, tiró de mí, cerrando la hoja con especial cuidado. Estaba claro. Por razones que empezaba a intuir, la audaz prostituta había reemplazado al «dormido griego» por un «dormido odre». Un escalofrío terminó por despabilarme.
Cruzamos el corredor como dos sombras, deteniéndonos al otro extremo, frente a la habitación que se abría al norte. Alguien aguardaba con la puerta entreabierta. Y en silencio se hizo a un lado. Débora me precedió. Durante unos instantes, temeroso, no supe qué partido tomar. ¿Y si me hallaba ante una encerrona? La «burrita», en cambio, no lo pensó dos veces. Y atrapándome por el manto me arrastró al interior, al tiempo que maldecía su suerte. El cuartucho, poco más o menos como el mío, se diferenciaba tan sólo por una ventana desnuda y bastante más desahogada que las troneras. Al pie del hueco se distinguía un jergón y en su cabecera, junto a una vasija y un jarro de bronce, la lanza amarilla y afilada de una llama, incomodada por la brisa de la noche. La mujer que nos había franqueado el paso —la segunda meretriz que acompañaba a la moabita en la taberna— fue a sentarse sobre el lecho. Y Débora, entretanto, volvió a la puerta, espiando la desierta galería a través de uno de los vaciados nudos del entablado. Aturdido traté de asomarme al ventanuco. La compañera de la moabita me lo impidió. ¿Qué demonios ocurría? Y Débora, confiando en el momentáneo silencio de la posada, me explicó con un hilo de voz que Heqet y los esbirros del saduceo tramaban lo peor. ¿Qué significaba todo aquello? Impaciente ante mi torpeza me hizo ver que su jefe, por alguna razón que ignoraba, había salido precipitadamente del albergue, regresando con cuatro de los incondicionales y viciosos sirvientes de Ismael. Reunidos en la taberna, ella y su amiga habían tenido que servirles, descubriendo así los planes del egipcio. Las órdenes del posadero eran tajantes: «acuchillar al griego y hacer desaparecer el cadáver». No había tiempo que perder. Y señalándome la ventana me invitó a huir.
Conmovido ante la generosidad y valentía de las «burritas» no supe qué responder. Y Débora, apremiándome, resumió y justificó su actitud con una frase:
—Pocos hombres hubieran hecho por mí lo que tú en la taberna.
—Pero ¿qué será de vosotras?
No hubo respuesta. El crujido del entarimado de la galería la dejó en suspenso. Y la mujer, llevando su dedo índice izquierdo a los castigados labios aconsejó silencio. Alguien había irrumpido en el corredor. Débora se abalanzó sobre la puerta, tratando de controlar el oscuro lugar. Al punto, girando sobre los talones, nos informó de la presencia de los cinco individuos en el extremo opuesto del pasillo. Y agitando las manos me instó a que saltase. Pero, inexplicablemente, movido quizá por el deseo de identificar a los agresores, aparté a la moabita y abrí la hoja, lo suficiente para ver cómo derribaban la puerta de mi habitación, penetrando en tropel en el habitáculo. De no haber sido por las súplicas de la prostituta es casi seguro que, llevado de la indignación y de la inconsciencia, me hubiera aventurado a hacerles frente. La mujer tenía razón. Si el enano y su gente me localizaban en el cuarto de las meretrices, o saliendo de él, la vida de mis salvadoras podía correr grave peligro.
Y cerrando la puerta me dirigí a la ventana. La distancia al suelo, de unos cinco metros, no me preocupaba tanto como la suerte de aquellas esforzadas e infelices rameras. Y a punto de saltar, tras agradecer su gesto, eché mano de la bolsa de hule y, rescatando uno de los saquetes con pepitas de oro, lo lancé a las manos de la nerviosa Débora. Una sonrisa y un «Melqart te bendiga» fue lo último que vi y escuché. Y arrojando la «vara» en la oscuridad traté de interpretar el tipo de tierra que me esperaba. Un golpe seco y amortiguado me anunció que estaba sobre campo, posiblemente en zona de labranza. Décimas de segundo después me precipitaba al vacío, cayendo, en efecto, sobre la arcillosa base de la plantación de olivos que circundaba buena parte del edificio. A decir verdad, salvo algunas contusiones de escasa trascendencia, tuve suerte. De haber caído tres o cuatro metros más a la izquierda, las ramas y los retorcidos brazos de uno de aquellos olivos podrían haberme lastimado. Minutos después, a la carrera, salvaba el puentecillo de piedra, dirigiéndome hacia la fuente. La aldea, próximo el amanecer, no tardaría en despertar. Y tras comprobar que no era seguido me detuve al pie del rumoroso caño de agua. ¿Hacia dónde dirigía mis pasos? ¿Intentaba refugiarme en el hogar de la Señora? ¿Me ocultaba en alguno de los rincones del poblado? ¿Esperaba allí mismo las luces del alba? ¿Qué podía hacer con el saduceo? Y abrumado por la situación, reparando de pronto en el cristalino salto de agua, me decidí por la más sensata de las alternativas. Como decía el Maestro, «los problemas, de uno en uno».
El «ala del pájaro», como llamaban popularmente a las fuentes, se hallaba lógicamente desierto. Haciendo justicia a esta plástica descripción (en los pozos y manantiales de uso público se congregaba a diario la población intercambiando las novedades y comadreos), el lugar no tardaría en llenarse de madrugadoras matronas y de campesinos perezosos que aprovecharían el paso por el estanque para abrevar sus jumentos y llenar las calabazas y pellejos. Actué con celeridad. Me desnudé y situándome frente a la fría vena de agua disfruté de la improvisada «ducha». El baño —otra de las servidumbres difíciles de paliar en nuestras circunstancias— fue una bendición. Y relajado y fresco como una rosa, tras secarme con el ropón, me dispuse a atacar aquella segunda jornada en Nazaret. El contacto con el líquido elemento debió aclarar también mis emborronadas ideas. Aguardaría la claridad para ponerme en marcha. Mi primera «visita», por supuesto, sería al saduceo. Entendí que sobraban motivos para intercambiar algunas palabras con el peligroso sacerdote y jefe del consejo. A ser posible, aunque no tenía claro cómo, intentaría recuperar los fármacos. Por otra parte, en honor a la objetividad y dada su condición de viejo profesor de Jesús, no estaba de más que le formulara varias cuestiones al respecto. Y hambriento rebusqué en el exhausto saco de viaje. Los ladrones habían despreciado los frutos secos, sabia y providencialmente incluidos por mi hermano en el modesto «ajuar». La partida de higos prensados, pasas y nueces —de alto poder calórico— redondeó mi ánimo. Y extrañamente tranquilo asistí complacido a mi primer amanecer en la aldea del Maestro. Y al unísono, como si se tratase de un mismo fenómeno, el orto naranja del sol y el ronquido de la molienda del grano fueron empujando oscuridades y silencios, devolviendo la luz y la vida al poblado. Puntual y matemáticamente hicieron acto de presencia las mujeres, cargando vasijas sobre las cabezas o abrazándolas contra las caderas. Y con ellas, los primeros felah, descargando el malhumor del madrugón con los pacientes asnos. No tuve dificultades para obtener la información que precisaba. La casa de Ismael, pareja a la sinagoga, se levantaba al norte de la aldea, en la orilla izquierda de la torrentera que jugaba a río en la falda sur del Nebi. No tenía pérdida. De acuerdo con la tradición aparecía aislada del resto de las construcciones. Y con la amable sencillez que caracteriza a las gentes humildes, dos de las matronas, que seguían poco más o menos el mismo camino, se brindaron a acompañarme hasta el lugar. El barrio de los artesanos y la «calle sur» —itinerario seguido hacia la esquina noroeste de la aldea— fueron iluminándose con la promesa de un día tan radiante y caluroso como el anterior. A las puertas de las casas, en los patios y callejones, dueñas y jovencitas ponían a punto las hornadas, canturreando al ritmo de la molienda, barriendo y baldeando el empedrado y alimentando las blancas columnas de humo de los fogones y hornos de pan que, sin querer, venían a trazar en el celeste del cielo una Nazaret vertical, ondulada y optimista. Una Nazaret ajena a las miserias de hombres como Heqet y sus secuaces. Era increíble. A juzgar por los alegres y limpios saludos de los vecinos, nadie parecía al tanto de los turbulentos sucesos de la noche que acababa de retirarse.
En el cinturón de huertos que hacía de frontera entre la colina y las últimas casas, las risueñas mujeres, con las ánforas sobre las cabezas, me dejaron prácticamente encaminado en la dirección de la sinagoga. El edificio, en piedra, asentaba sus reales en una mediana explanada, abierta a cosa de medio centenar de pasos de la aldea. En principio, excepción hecha de los bloques de roca —cenicientos y desgastados por la erosión—, la construcción no sobresalía del resto de las viviendas. Un casi imaginario senderillo rodeaba la casa por el flanco oriental, llevando directamente a las dos puertas que se abrían en la cara norte. Ambas se hallaban cerradas. Imaginé que se trataba de las entradas a la sinagoga propiamente dicha. En esa misma fachada norte, de unos quince metros de longitud, ocupando la esquina occidental, aparecía una construcción de menor envergadura y claramente diferenciada por el encalado de los muros. Presentaba también un portalón, semiclausurado por una cortina de lana escarlata. Y frente a la que supuse vivienda del saduceo, a cuatro metros de la entrada, un pozo provisto de un trípode metálico del que colgaba un húmedo y balanceante cubo de madera. Amarrada al brocal me observaba indiferente una pareja de asnos de pelaje negro y ensortijado.
No supe qué hacer. ¿Rodeaba el edificio a la búsqueda de sirvientes? Estremecido recordé que los esbirros contratados por el posadero para mi eliminación eran justamente servidores o lacayos del viejo sacerdote. Quizá el encuentro, a plena luz y en los dominios de la víbora, no fuera tan dramático. La reflexión no era de buena factura. Así que, con mil precauciones, caminé hacia el oeste de la fachada. En dicha esquina el paso aparecía cortado por un abrupto desnivel —casi un precipicio— que moría en la torrentera, a unos veinte metros de donde me hallaba. El muro occidental de la vivienda quedaba convertido así en un lugar de difícil acceso. De hecho, como si el saduceo hubiera deseado convertir aquel flanco en un bastión, la pared carecía de puertas. En cuanto a la media docena de ventanas practicada en el blanco enlucido, la más próxima a tierra quedaba separada por tres dilatados metros. Un poco más al norte, siguiendo el curso del arroyo, se alzaban un par de casitas, recostadas una en la otra. A las puertas de una de ellas, besando las rápidas aguas, se distinguían varios hombres, afanados en lo que me pareció un trabajo de alfarería. Sin saberlo estaba descubriendo el taller de los descendientes de Nathan. Súbitamente, el roce de unas sandalias contra la tierra apisonada fue a sacarme de mis observaciones. La baja y fuerte complexión del individuo que se acercaba me resultó familiar. Si la memoria no fallaba, era el mismo, o muy semejante, al que había salido del albergue y que terminó dándose a la fuga por los huertos próximos al puente de piedra. Aquel elemento, en compañía del segundo —al que persiguiera Santiago—, podía ser uno de los artífices del robo. Y la mano derecha de este cada vez más desconfiado explorador fue al encuentro del mecanismo activador de los ultrasonidos. No fueron necesarios. Al reconocerme soltó la horca de tres púas que portaba en la mano izquierda y, descompuesto, berreando como un becerro, dio media vuelta, precipitándose hacia el cortinaje rojo. Atónito ante la incomprensible y desmedida reacción del esbirro no acerté a entender. «A no ser…». Sonreí sin ganas. Y el estómago me dio un vuelco. «A no ser que aquel desalmado hubiera participado en el apuñalamiento del “dormido griego”…».
Alertados por el escándalo no tardaron en aparecer otros dos hombres. Y detrás, castigando las prominentes mamas con el balanceo de las prisas, el saduceo, insomne y visiblemente irritado por el alboroto. Dios hizo que me quedase quieto. Y de esta guisa, sin mover un músculo, tratando de iluminar mi inteligencia con alguna brillante y oportuna idea, esperé el desenlace de la escena. El sacerdote, embutido en una túnica cuya blancura lastimaba los ojos, penetró como un carro de guerra en mitad del confuso trío. Oyó la sofocada y lastimera versión del acólito y, sin quitarme ojo, ordenó que se retiraran. Aquello me sorprendió. Pero, sin perder la serenidad, continué en mi papel de estatua. Sólo podían ocurrir dos cosas: que el viejo cirrótico aprovechara la soledad del lugar y me lanzara a sus esbirros o bien que diera media vuelta y me dejara plantado. Pues bien, sucedió lo que menos podía imaginar: Ismael, astuto, pensaba con gran rapidez. Y en segundos, desconcertado quizá ante mi su puesta audacia, le dio la vuelta al colérico semblante, tensando los nevos «en araña» de las mejillas con una artificial sonrisa. Y abriendo los brazos en señal de paz caminó hacia quien esto escribe. Como es de suponer, aquel cambio emanaba un inconfundible tufo a traición. Pero, dispuesto a conquistar los objetivos que me había trazado, decidí ponerme a su altura.
—El Único, bendito sea, favorece a los valientes.
El saludo, arrojándome el podrido aliento, confirmó mis impresiones.
—Sé bien venido a la casa de Ismael. Supongo que me buscas… —Y con una desfachatez difícil de igualar me tomó por el brazo, invitándome a caminar a su lado—… Presiento —añadió mirándome de soslayo— que nuestro encuentro estaba escrito en los cielos.
«No puedes imaginar hasta qué extremo», pensé para mis adentros.
—… Es muy posible que ambos hayamos cometido errores. Sin embargo, no hay nada que no pueda resolver la palabra y una oportuna medida de vino. Te ruego aceptes la hospitalidad de este anciano.
Creí estar al tanto de su error. Pero ¿cuál era el mío? E instantáneamente me vino a la memoria la crítica escena de la «blasfemia» de Santiago. Yo estaba allí.
Al traspasar el umbral, el rústico exterior de la vivienda desapareció. Cruzamos un pequeño hall, todo él revestido en piedra travertina y, falsamente reverencioso, el miserable jefe del consejo me franqueó el paso a una segunda sala, sin ventanas, en la que se respiraba un penetrante perfume a incienso. Atento a mis movimientos se mostró satisfecho ante el asombro que pintaba mi rostro. La decoración daba cumplida cuenta de su desmedido amor por el lujo. Resultaba poco menos que inconcebible que en una aldea de tan modestas gentes y pretensiones pudiera alzarse una vivienda que, a no dudar, habría sido la envidia del mismísimo gobernador. Las paredes, del suelo a la techumbre, aparecían forradas de bronce. Y en el centro geométrico de cada una de ellas, incrustados en las planchas, brillaban sendos candelabros sagrados de medio metro de altura, trabajados en una especial piedra de Capadocia (algo similar al cristal de cuarzo). La transparencia de los siete brazos de cada menorah era tal que, incluso sin ventanas, destellaban como diamantes. Dos enormes lucernas en forma de media luna y en un delicado repujado en hierro colgaban de las vigas de la techumbre, cubriendo la estancia de una luz dorada. Suspendidas aproximadamente a la altura de mi cabeza (algo menos de 1,80 m), las lámparas quemaban las mechas por sendos «cuernos», dejando escapar los hilos de incienso por el centro. El piso, deliciosamente fresco bajo mis pies descalzos, se hallaba armado con losas de «breccia» egipcia —el codiciado alabastro de color miel—, transportada desde el Dshébel Urakan. Y en mitad de la «sala de estar», otra joya cuyo exorbitante precio sólo podía estar al alcance de aquel corrompido representante de la ley: una mesa de casi metro y medio de diámetro y poco más de cuarenta centímetros de altura, fabricada con láminas circulares de limonero[74]. (Entre los romanos, estos muebles alcanzaban cotizaciones millonarias. Se cuenta, por ejemplo, que Cicerón poseía una de estas mesas, valorada en quinientos mil sestercios). Las patas, de marfil, habían sido guarnecidas con aplicaciones de concha y pequeñas lágrimas de oro y plata.
Y, replicando a mis pensamientos, comentó devorado por la soberbia:
—Dios, bendito sea, otorga poder y gloria a quien lo busca.
E indicando los mullidos almohadones de seda persa que rodeaban la mesa me suplicó que tomara asiento. Y el saduceo se dirigió al hall, intercambiando algunas frases con uno de los sirvientes. Pero, ignorando mis gustos, se volvió desde la puerta preguntando si deseaba vino. Decliné la invitación. Sin embargo, ante la empalagosa insistencia, no tuve más remedio que sugerir una ración de leche caliente. Sonrió despreciativamente y, transmitida la oportuna orden, fue a desplomarse entre jadeos sobre los voluptuosos cojines y, entre dientes, se quejó de una punzante artritis.
—Y bien…
El malicioso Ismael descansó las sanguinolentas manos en el abultado abdomen, esperando mis razones. Sin saber qué decirle ni por dónde empezar me limité a pasear la mirada por la millonaria estancia.
—No debe asombrarte —medió corrosivo—. Estas pequeñeces se hallan inspiradas en la gloria de Grecia. Porque tengo entendido que eres de Tesalónica…
Asentí, comprobando que Heqet se había dado una especialísima prisa en informarle.
—¿Y qué hace un rico comerciante tan lejos de su patria?
Reptante, de acuerdo a su condición, fue llevándome hacia donde deseaba. Lo que no sabía es que yo también le arrastraba hacia uno de mis objetivos.
—He sabido de un profeta llamado Jesús —dejé caer con maldad— y busco información…
Al oír el nombre de su antiguo discípulo se mordió los labios. E incontenible y agrio balbuceó:
—¿Un profeta?… ¿Ese loco presuntuoso?
Acababa de tragar el cebo. Ya sólo era cuestión de ir recogiendo el sedal.
—… Yo fui su maestro.
—Eso tengo entendido —le interrumpí fingiendo una ardiente curiosidad—. Y sé que tus labios hablarán con verdad. Dime: ¿es cierto que fue un alumno sobresaliente?
La víbora abrió las fauces. Y la ponzoña me hirió en lo más profundo. Pero, haciendo de tripas corazón, soporté la embestida.
—Un afeminado sobresaliente. —Presa de la ansiedad del alcohólico chasqueó la lengua. Y añadió roído por el resentimiento—: Más le hubiera valido casarse con Rebeca y olvidar sus sueños de grandeza. Después de todo, ¿quién fue su padre? ¿Quién era él? ¡Carpinteros ignorantes que no tenían donde caerse muertos!…
—¿Afeminado? —tercié descendiendo a su nivel—. Tú tampoco te has casado…
La ojerosa mirada se nubló en rojo. Y midiendo las fuerzas de su contrincante meditó la respuesta. Pero el odio hacia Jesús era como un océano. Ni mil vidas lo hubieran secado. En cada palabra, gesto o silencio batía ronco y destructor.
—Yo he consagrado mi vida al Todopoderoso, bendito sea. Y no voy a consentir que me insultes. Y menos en mi propia casa…
—Ni yo que insultes a mis amigos.
La tensión fue sofocada por la entrada de uno de los sirvientes. No fui capaz de reconocerle. Yo sabía que, al menos uno entre los servidores del saduceo, había demostrado lealtad a la familia de Santiago, advirtiéndoles en secreto de la marcha de un mensajero al tribunal de Séforis. El individuo, joven y enjuto, me miró con una descarada curiosidad. ¿Podía ser aquél el «contacto» con los familiares del Maestro?
El viejo recibió el vino con desasosiego. Y atrapando el vaso múrrino antes de que la bandeja llegara a la mesa lo apuró convulso, con la sed sin fondo de los alcohólicos. Observé con desconfianza la ración de leche, igualmente servida en una de aquellas espléndidas copas múrrinas —una especie de ágata—, puestas de moda entre las clases adineradas a raíz de su introducción en Roma por Pompeyo después del triunfo sobre Mitrídates.
Un cavernoso eructo relajó la ansiedad de Ismael —que no la sed— quien, vaciada la dosis, alargó la temblorosa mano, exigiendo el inmediato llenado del vaso. El sirviente, con la jarra de bronce corintio dispuesta, parecía esperar la orden. Escanció el espumoso y ligero néctar y, como un autómata, depositó el recipiente en el suelo, al alcance de su mano. El saduceo percibió mis recelos. Y desbordado en una risa de hiena, incapaz de articular palabra, hizo señas al joven para que probara la leche. La fría y dócil sumisión del individuo —que cumplió la orden de inmediato— me dejó perplejo. Aquél parecía otro triste hábito de la infernal vivienda.
—¡Griego insolente! —clamó cuando el criado se hubo retirado—. ¿Me crees capaz de envenenar a un amigo del gobernador? Te diré algo: admiro tu valor…
La mano del «rana» seguía flotando en aquel desapacible encuentro.
—… Sabes defender a tus amigos. Y eso no es moneda común en estos tiempos. Pero dime: ¿por qué te interesa un profeta muerto?
Rió su propia gracia.
—Quizá —improvisé— porque supo enfrentarse a los corruptos.
—En eso reconozco una cierta verdad —replicó con cinismo—. El carpintero tenía la audacia de los ignorantes. Desde niño demostró una enfermiza inclinación al desafío y a la polémica. El consejo, y yo mismo, tuvimos que amonestar a su familia en numerosas ocasiones. Introvertido, ególatra y blasfemo se empeñaba en hablar con el Único (bendito sea) como si fuera su padre. Estaba poseído. Violaba el sábado y su palabra era fuente de continuas querellas entre la juventud. Siendo un despreciable crío llegó a ponerme en ridículo. Se atrevió a dibujar el honorable rostro de su maestro en las losas de la escuela…
Con toda la frialdad de que fui capaz seguí tirando del engaño.
—Dicen que obró prodigios. En Caná…
La carcajada de aquel malnacido quebró el blanco pincel del incienso.
—¡Caná!… ¡Agua en vino! —Y mostrándome la copa escupió en su interior—. Si en esta comarca hay alguien que entienda de vinos, ése soy yo… —No lo puse en duda—… ¿Quién presenció el prodigio?
—Tengo entendido que su madre y…
—¡Tú lo has dicho! —vociferó arrojando los restos del vino sobre el piso—. ¡Su madre!… ¡Y nadie más! Jesús sólo hacía maravillas delante de los suyos…
—No comprendo.
—Estimado griego —descendió a un tono paternalista—, otros, menos inteligentes, se han dejado embaucar por supuestas resurrecciones, falsas curaciones y multiplicaciones de panes y peces. Me alegra que tú, mucho más sensato, preguntes también a sus «enemigos». Escucha esto: en cierta ocasión, ese desagradecido se dejó caer por este, su pueblo. Yo mismo le interpelé, desafiándole a que hiciera brotar vino añejo de mi pozo. —Movió la cabeza, descalificando al Maestro—… Acobardado huyó a Nahum. A otros es posible; a los que le vimos crecer no podía engañarnos.
—Nunca hubo profeta en su tierra.
—Los profetas —replicó autoritario— jamás se proclamaron hijos de Dios. —Y colmando el torturado espíritu con una tercera copa dejó el asunto visto para sentencia—. En fin, ya ves cómo ha terminado. De haber seguido mis consejos quizá hubiera sido un hombre útil y honorable. Mañana, nadie le recordará… En cuanto a su familia, yo me encargaré de liquidarla y de limpiar la aldea de tanta inmundicia.
Poco más podía esperar de aquella ciénaga. Y aprovechando la insinuación me arriesgué a interrogarle acerca de sus intenciones inmediatas. El reptil no cayó en la trampa. Y en un inequívoco tono de advertencia recomendó que, por mi seguridad, «cambiase de aires».
—O mejor aún —rectificó en un sibilino intento de utilizarme—. Estaría dispuesto a enjugar tu error, siempre y cuando me tuvieras al corriente de los proyectos de esos indeseables…
Tratando de pensar a su misma velocidad y de conocer sus turbios manejos simulé no haberle comprendido.
—¿Mi error?
—Tu ingenuidad me conmueve. Precisamente tu condición de extranjero viene a colocarte en una delicada situación… —En esta ocasión, ciertamente, no alcancé a entender el significado de sus amenazas—. Supongo que estás enterado de una de las acusaciones que le llevaron a la ejecución. Ese renegado se declaró «rey de los judíos»… Pues bien, sus partidarios son igualmente enemigos del César. ¿Te conviene convertirte en sospechoso de conspiración contra Roma?
Despejada la duda sobre «mi error», empecé a evaluar la «oferta». Quizá resultase altamente beneficioso que me «rindiera» a sus propósitos…
Me dejó reflexionar.
—Mi trato —redondeó con astucia— puede salvarte de la ignominia y de algo peor…
Mientras permaneciera en la aldea —y mi retorno al yam estaba previsto para la mañana del viernes 28— el único riesgo calculado que en verdad corría este explorador ya había sido apuntado por el saduceo y ensayado por el egipcio. En este sentido debía obrar con pies de plomo. Era menester ganar tiempo y aplacar las iras del jefe del consejo, en la medida de lo posible. La operación no podía verse comprometida a causa de las intrigas de aquel indeseable. Si obtenía una «tregua» —a ser posible hasta el mencionado viernes—, mi labor en Nazaret resultaría beneficiada. Por supuesto, no se trataba de traicionar a mis amigos. Ni el estricto código de Caballo de Troya lo permitía, ni yo lo hubiera consentido. Si el viejo buscaba información acerca de los planes de la familia de Jesús, yo se la daría…, a mi manera. Establecer una secreta «relación» y estar al tanto de sus movimientos podía ser positivo para mis propósitos.
—¿Y qué obtendré a cambio? —repliqué, fingiendo no haber captado sus amenazas.
El alcohol le otorgó una momentánea lucidez. Y convencido de que tenía delante a un estúpido de solemnidad se aventuró a desvelar:
—El Sanedrín de Séforis decidirá mañana la suerte de Santiago, de su familia y de cuantos proclaman la resurrección del carpintero. Aquí, todo pasa por mis manos. Si aceptas, no habrá cargos contra ti y podrás volar en libertad…
Al pronunciar la palabra «volar» fue arrastrado por una risita nerviosa y preñada de funestos augurios. Y quien esto escribe equivocó el sentido de la siguiente y enigmática frase del saduceo:
—A partir de hoy, muy pocas palomas disfrutarán de esa libertad.
—Está bien —proclamé, deseando terminar la correosa entrevista—. Pero exijo algo más… —Sus ojos se abrieron como los de un búho al acecho—… Te ofreceré la más exhaustiva información, siempre y cuando, además de mi seguridad, me garantices la devolución de lo robado en la posada y…
No me permitió concluir.
—¡Hecho! Tu prudencia es propia de los hombres sabios. Hemos hablado de tu error y creo que también deberíamos hablar del mío. —El tono, condescendiente e impropio de un reptil, me puso en guardia—… Debes comprender a este viejo y celoso guardián de la ley. Vivo por y para Yavé, bendito sea, y para estas sencillas e infelices criaturas a mi cargo…
«Repugnante hipócrita», grité en mi fuero interno.
—… Por ello, y te ruego que me disculpes, di las órdenes oportunas para que registraran tu habitación. Otro, en mi lugar, hubiera hecho lo mismo. La pureza de la doctrina es lo primero. Y tú, no puedes negarlo, has irrumpido en la aldea como amigo y partidario de ese peligroso revolucionario, afortunadamente muerto. De haber sabido que eras un hombre sensato y, por añadidura, amigo de Poncio, esta conversación habría tenido lugar mucho antes. Cuando te entrevistes con el gobernador (porque sé que lo harás), háblale de Ismael y de su celo… —Empecé a palpar las segundas intenciones de aquel más que supuesto reconocimiento de su culpabilidad—. Mañana, si me haces el honor, podrás apreciar el refinamiento de mi cocina. Y estaré encantado de restituirte lo que es tuyo, siempre y cuando —matizó congelando las palabras en el aire— el honorable griego cumpla lo acordado…
—Hay algo más.
Consumado actor e impenitente embustero fingió sorpresa. Y tratando de sacar partido de la idea que acababa de deslizar le mostré algo que ya conocía: el salvoconducto de Poncio.
—… La agudeza de tu inteligencia —tercié con idéntica teatralidad— podría perderse en un lugar tan remoto como éste. Es cierto que el gobernador me aguarda en Cesárea. Y no es menos cierto que podría hablar de tu celo y mejor hacer, no sólo a Poncio, sino a los grandes rabinos del Sanedrín de Jerusalén y, en breve, al mismísimo Tiberio…
La codicia y ambición asomaron traidores por el congestionado rostro. Y apurando la última gota de la jarra, babeando de placer, rogó que ampliara detalles. Y tal y como suponía, el malévolo plan de este explorador cayó en terreno abonado…
—Podría hacer llegar tu informe a la máxima autoridad del imperio. A cambio, sólo deseo de tu probada magnanimidad un par de minucias…
—¿Minucias? ¿Informe? ¿A qué te refieres?
Con estudiada frialdad fui explicándole mis pretensiones. ¿Quién mejor que él para redactar un informe sobre la figura de Jesús y las «blasfemas y revolucionarias actividades» que empezaban a detectarse en Nazaret? Mi exposición, adornada con un incesante canto a su honorabilidad, terminó de vaciarle. Y respirando vanidad aceptó, aunque insinuó con desconfianza:
—Te concederé lo que pidas, salvo una cosa: el perdón para esos miserables.
Haciéndome cómplice de su odio le aseguré que no era ésa mi intención.
—Tu palabra ha abierto mis ojos. No deseo modificar el rumbo del destino. Como te decía, sólo pretendo un par de «minucias»…
—Habla, pues.
Y midiendo cada sílaba le hice ver que, «por razones estrictamente personales deseaba vengarme de uno de los discípulos del profeta». Pero, incomprensible y sospechosamente, había desaparecido. Y sin descender del cinismo al que me había encaramado le expresé mi fingido temor.
—Cabe la posibilidad —manifesté humillando la voz— que ese engreído y venenoso Juan de Zebedeo haya huido a Séforis y trate de perjudicarme, denunciándome a los funcionarios de Antipas. En el camino hacia Caná me negué a curar a uno de sus compañeros y ha jurado perderme.
El dato, infiltrado con absoluta premeditación, no podía haber llegado a oídos del saduceo. Y admitiendo que pudiera verificarlo, el «rasgo de honradez», a no dudar, jugaría a mi favor.
Desconfiado y astuto me dejó terminar.
—… Es mi intención acabar con él, antes de que acierte a enredarme en un siempre enojoso pleito.
—¿Y la segunda «minucia»?
—Tengo entendido (corrígeme si me equivoco) que hace años, el propio Jesús te vendió una arpa de su propiedad…
Sin adivinar hacia dónde me dirigía frunció el ceño, luchando por recordar…
—… Pues bien, si fue así y si aún la conservas, quisiera examinarla y entregársela a Procla, la esposa de Poncio.
La cadena de improvisadas mentiras le dejó fuera de combate.
—¡El arpa!… Sí, claro que lo recuerdo. Pero, no entiendo…
Más asombrado que el saduceo ante mi capacidad para la invención proseguí en los siguientes términos:
—Se trata de un sueño. La víspera de la crucifixión, la mujer del gobernador tuvo una visión. En ella aparecían el profeta y el arpa… Lo siento, no puedo decirte nada más.
Permaneció en silencio y confuso. Parecía obsesionado, buscando clandestinas intenciones a mis propuestas. La segunda, aparentemente de menor rango, quedó en suspenso.
—¡El arpa! Dame tiempo. Tendré que buscar…
Acepté comprensivo.
—Mañana recibirás una respuesta. En cuanto a ese Zebedeo… —Me observó ladinamente. Y enroscado en su maldad sentenció con irritante parquedad—: Quizá tu «minucia» haya sido ya satisfecha…
Me vi asaltado por un presentimiento. ¿Qué había querido decir? ¿Cuál era la relación entre aquel miserable y la inexplicable ausencia del discípulo? ¿Por qué mi falso deseo de venganza se hallaba cumplido? Y con aire distraído presioné.
—Ahora soy yo el que no entiende.
No mordió el anzuelo. Y tirando del abdomen bregó por ponerse en pie. La entrevista tocaba a su fin.
—Mañana, astuto griego, daré respiro a tu curiosidad. Tendrás preparado el informe y, además del arpa y una suculenta cena, compartirás conmigo otras sorpresas…
La prudencia me obligó a desistir. Aquel individuo era más escurridizo y peligroso de lo que había supuesto. Tendría que calcular todos mis movimientos. Y al abandonar su guarida —no sé cómo explicarlo—, el instinto se agitó, advirtiéndome de algo terrorífico. Quizá me había precipitado al acudir a la casa del saduceo. Y la intuición, sutil, me puso sobre aviso: no debía volver…
Los pies, ajenos a mis pensamientos, terminaron llevándome al hogar de la Señora. ¿Por qué había experimentado aquel desasosiego al despedirme del viejo rufián? ¿Era por mí o por el Zebedeo?
La puerta abierta me devolvió a la realidad. Era extraño. ¿A qué obedecía el cambio en las rigurosas precauciones de la familia? Al asomarme comprobé que la estancia se hallaba desierta. Y alzando la voz traté de advertirles de mi presencia. Nadie respondió. Repetí el saludo con idéntico resultado. Y temeroso de abusar de la hospitalidad de mis amigos rechacé el inicial impulso de adentrarme en la vivienda. Retrocedí algunos pasos, inspeccionando la solitaria calle. La ausencia de vecinos en las inmediaciones se me antojó igualmente anormal. ¿Qué había sucedido? Y sobrecogido aún por las enigmáticas y nada tranquilizadoras palabras de la víbora me vi asaltado por un torbellino de suposiciones. Pero, cuando me disponía a llamar a la puerta contigua, domicilio de Jacobo, una voz me reclamó desde la terraza. Respiré aliviado. Era Santiago. Y haciéndome una señal me indicó que esperase. Al poco aparecía por el hueco del taller. Me invitó a pasar y, cerrando la puerta, se dedicó a dar cortos paseos por la habitación. En un primer momento lo atribuí a la lógica falta de sueño. Las ojeras y los ojos enrojecidos no podían tener otra explicación. Era correcto, en parte.
—¿Qué ocurre?
Y el galileo, advirtiendo mi ansiedad, fue directamente al problema.
—Juan…
—Ha aparecido —me atreví a insinuar, demostrando mi alegría.
—Ése es el asunto —replicó casi sin voz—, que sigue sin dar señales de vida. Esta mañana, uno de los burreros que transporta el lino desde Séforis me ha comunicado que nadie le ha visto en la ciudad.
—Entonces…
—Anoche, al regresar junto a mi familia —completó la explicación—, uno de los criados del saduceo, fiel a las en señanzas de mi Hermano, se presentó de nuevo en la casa, confirmando su primera información: el Zebedeo había solicitado una entrevista con esa víbora. Ismael cambió algunas palabras con él. Ahí desaparece su rastro. Jasón: ese inconsciente de Juan tiene que estar aún en la casa…
—No lo creo. Mejor dicho —me apresuré a rectificar ante la atónita mirada de mi interlocutor—, creo que no es posible…
—¿Por qué?
—Acabo de salir de la madriguera de ese reptil y, según he apreciado, el Zebedeo no está en la mansión.
Leyendo en su faz la lógica sorpresa me adelanté a sus pensamientos, refiriéndole parte de mi encuentro con el jefe del consejo, así como la pactada segunda reunión, prevista para el atardecer del día siguiente. Creo que entendió y admitió mis razonamientos. Por supuesto tuve especial cuidado en silenciar las tenebrosas intenciones del saduceo respecto a su familia. Aunque, a decir verdad, tampoco constituían novedad alguna.
Durante breves instantes se distrajo, acariciando la barba con los dedos. Por último, moviendo la cabeza negativamente, no ocultó su disgusto.
—No me gusta. —Y retrocediendo a una de las claves de mi exposición comentó a la sombra de la incertidumbre—: Mi madre tiene razón. Es posible que tu «supuesta venganza» haya sido ya satisfecha.
—¿Qué insinúas?
Me miró compadecido.
—Amigo Jasón: tú no conoces a ese hombre… Si Juan ha cometido el error de desafiarle…
Eligió el silencio. Para él, la dramática culminación de aquel pensamiento era algo vivo y factible. Para mí, que conocía «el futuro», un fin trágico para el Zebedeo en el año 30 no tenía fundamento. Sin embargo, aunque ardía en deseos de tranquilizarle, contuve mi lengua.
—¿Cuáles son tus planes?
Sonrió lastimeramente.
—Buscar un cadáver…
—Pero…
No admitió la protesta.
—Aquí, Jasón, las noticias vuelan. ¿Crees que no estamos informados de lo ocurrido esta madrugada en el albergue? Toma buena nota: ése es el estilo de Ismael y sus lacayos. ¿Imaginas que Juan ha podido correr mejor suerte? —Ni podía ni me dejó intervenir—… No, Jasón. Prefiero afrontar los hechos. La visita al jefe del consejo y su desaparición parecen una misma cosa.
El silencio fue la más elocuente respuesta. Y guiado de su sentido de la prudencia solicitó que aquella conversación no trascendiera.
—En especial —añadió con una rabia mal contenida— después de lo ocurrido esta noche…
Supuse que hacía alusión al intento de asesinato tramado por He qet. El siguiente y espontáneo comentario de Santiago fue a sacarme del error.
—… ¡Hijo de mala madre! No respeta ni a los animales…
—¿De qué hablas?
—Ven y lo verás.
Y conduciéndome al corral se dirigió al ángulo derecho. Allí, tomando la delantera, ascendió hasta el terrado, sirviéndose de una escalera de mano. Una vez arriba, percatándose de mi vacilante actitud, me apremió a que le siguiese. Al poner los pies en el terrado quedé estupefacto. Miriam, al fondo de la azotea —justamente en la zona situada sobre la cocina—, parecía consolar a su madre. La Señora, sentada sobre el pavimento, tenía la cabeza entre las rodillas. A la izquierda de las mujeres, Jacobo, en cuclillas, examinaba algo con gran atención. Santiago se incorporó al grupo. Y quien esto escribe, intrigado, se fue tras él. Al descubrir en el suelo el motivo de la minuciosa observación de Jacobo comprendí el porqué de la desconsolada actitud de María y algo más… Y en mi memoria surgió la estampa del saduceo, con aquella risita nerviosa y la frase que —¡torpe de mí!— había interpretado erróneamente: «A partir de hoy, muy pocas palomas disfrutarán de esa libertad».
—¿Por qué?…, ¿por qué?
La Señora, arrasada en llanto, formulaba la pregunta una y otra vez. Ninguno de sus hijos supo responder. Y mis ojos fueron a cruzarse con los de Santiago.
—Amigo Jasón —manifestó con una justa amargura—, tú no conoces a ese hombre…
En el terrado yacían quince palomas, muertas. María, al descubrir esa mañana el triste hallazgo, se había apresurado a avisar a los suyos. Curiosa, y sospechosamente, el autor o autores de la mortandad no actuaron sobre el palomar existente en el patio posterior. Era menos comprometido ascender por las escaleras exteriores, adosadas al muro, y eliminar a los inofensivos ejemplares que se guarecían en un anexo del referido palomar, dispuesto al fondo de la azotea y armado en pequeñas jaulas, al socaire del contrapecho. Por fortuna, la veintena de aves que anidaba habitualmente en el corral seguía zureando y alegrando la casa con sus vuelos blancos, negros y verdiazulados.
Al examinar los animales muertos observé restos de vómitos sobre la arcilla apisonada. Jacobo mostró a su cuñado uno de los tazones de madera que servía de comedero. Junto al grano que constituía el alimento habitual se apreciaban restos de una raíz, minuciosamente troceada. Santiago tomó algunos de aquellos minúsculos y negruzcos trocitos, olfateándolos.
—No hay duda —comentó en voz baja—. Envenenadas.
Le pedí que me mostrara el extraño elemento. Pero fui incapaz de identificarlo. Y al rogar que me aclarara el misterio, lo hizo con una sola palabra:
—Acónito.
Me estremecí. En efecto, yo había observado esta planta entre la maleza que crecía en las colinas. Sus raíces contienen una alta concentración de alcaloides. Y entre esos principios activos: la «aconitina», uno de los venenos más rápidos que se conocen. Ni siquiera en la actualidad se ha descubierto un antídoto específico[75]. La raíz, el «napelo», es confundida en ocasiones con los rábanos picantes. Eran suficientes cuatro o cinco miligramos para provocar un fatal desenlace en un ser humano. En el caso de las palomas, la dosis letal, por supuesto, podía ser notablemente inferior.
—¡Hijo de mil rameras!
Jacobo se mordió los puños. Todos, sin necesidad de mayores explicaciones, nos mostramos de acuerdo sobre la identidad del miserable que había maquinado tan repugnante acto. Pero nadie pronunció su nombre. Tampoco hacía falta ser muy despierto para entender que aquel envenenamiento era una advertencia. Y por segunda vez en la luminosa mañana del miércoles, 26 de abril, quien esto escribe se arrepintió de haber pactado con el saduceo.
Las palomas fueron introducidas en un saco, juntamente con la totalidad del pienso existente en los comederos. Al parecer, el palomar del corral ya había sido revisado por Miriam y su marido, no encontrando nada anormal. Y María, secándose las lágrimas, fue invitada a abandonar la terraza. En compañía de Santiago fui el último en descender al patio. Al aproximarme al murete de piedra de medio metro de altura que cercaba y protegía el terrado reparé en dos cajas de madera de pino. Sin querer me entretuve unos segundos. No había duda. E inclinándome las inspeccioné con tanta curiosidad como emoción. El cabeza de familia, con un pie en la escalera, observó la maniobra y, en silencio, aguardó mi reacción. Estaba seguro. Aquellas cajas rectangulares, de sesenta por cuarenta centímetros, ennegrecidas por la humedad y cargadas de una arena sucia y salpicada de excrementos de paloma, tenían que ser las utilizadas por Jesús en sus juegos. La Señora, amorosa como siempre, las había conservado. Tomé un puñado de arena y se lo mostré a Santiago. La luz que debió percibir en mi semblante le hizo olvidar por un momento el disgusto del envenenamiento. Y sonriendo agradecido confirmó mi intuición. En aquel terrado, con aquellas cajas, la fantasía y la imaginación del Jesús niño se habían desbordado durante largas y felices jornadas.
Dos minutos después, el risueño rostro de mi amigo volvió a la aridez del momento. La familia, con la ausencia de Ruth, trató en vano de serenarse. Miriam, justamente acalorada, propuso convocar al consejo del pueblo y dar cuenta a los vecinos de la maldad del saduceo. Santiago rechazó la idea, argumentando con sobrada razón que «no era preciso demostrar algo que todos conocían de antiguo». Por otra parte, la noticia del envenenamiento —amén de haberse propagado ya por Nazaret— no era motivo suficiente para reunir a Ismael y al resto de los ancianos. ¿A quién denunciaban? ¿Cómo demostrar que se trataba de una acción premeditada? No había pruebas ni testigos. Las raíces del acónito podían haber llegado a los comederos de mil formas.
Miriam protestó. Hasta los niños sabían de la mortífera acción de esa planta. ¿Quién podía confundirla y mezclarla con el grano?
Santiago, a pesar de la sensata exposición de su hermana, le hizo ver que la crueldad del jefe del consejo terminaría revolviéndose contra tales argumentos, empeorando la ya delicada situación de la familia. Era menester que los siguientes pasos fueran y estuvieran minuciosa y cuidadosamente estudiados. Y después de varias e infructuosas discusiones —desestimada una vez más la sugerencia de Jacobo de abandonar la aldea—, el grupo tuvo que resignarse a lo acordado en la jornada precedente: esperar el desenlace de la sesión del tribunal de Séforis, prevista para la mañana del día siguiente.
—En estos momentos —añadió Santiago cancelando la reunión— conviene conservar la calma y esforzarnos para encontrar… —Dudó unos instantes. Y mirándome de reojo modificó su pensamiento. De haber hablado del «cadáver» de Juan sólo habría añadido leña seca al ya voraz fuego que consumía a los presentes—… a nuestro amigo. El Zebedeo —comentó sin poder apagar del todo su preocupación— tiene que estar en alguna parte.
La Señora, al oír el nombre del discípulo, dibujó una amarga sonrisa. Pero tampoco dijo nada. Y quien esto escribe creyó leer sus pensamientos. ¿Qué podía esperarse de un individuo sin entrañas, capaz de acabar con la vida de unas inocentes palomas?
Y cargando el saco, Jacobo se dispuso a seguir a su cuñado. Y este explorador, aunque no había sido invitado, decidió acompañar a los dos hombres. Al observar mi disposición, Santiago me miró fijamente, planteándome una sola cuestión:
—¿Estás seguro de querer unirte a nosotros? Los ojos del saduceo están en todas partes…
Y aproximándome le susurré al oído:
—No olvides que soy su cómplice.
Sonrió con desgana. En aquellos momentos debíamos rondar la «tercia» (las 09 horas). Y ordenando a su madre y hermana que fueran a reunirse con Esta dio media vuelta, dispuesto a iniciar la búsqueda. Pero, con los dedos en el pasador del cerrojo, una voz le retuvo desde la mesa de piedra. La Señora, despegando al fin de su melancolía, cruzó la sala como un meteoro, arrebatando el saco de arpillera de manos de su yerno.
—Esto es cosa mía —exclamó sin mirar a nadie.
Jacobo se encogió de hombros. Y Santiago, conociendo la tozudez de la mujer, dio por buena la iniciativa.
—Después de todo —manifestó resignado— son sus palomas.
Miriam accedió a quedarse. Recogería a sus hijos y, a no tardar, emprendería el camino de la casa de su cuñada.
Ya en la calle, el hijo advirtió a María sobre dos cuestiones puntuales. Primera: nada de escándalos ni provocaciones. Segunda: las aves serían enterradas en la colina, en el momento oportuno. Y en un tono que no admitía «peros» le aconsejó que cumpliera sus órdenes. La Señora no respiró. Y a cuestas con sus palomas y su tristeza emprendió la marcha detrás de los hijos. Este explorador, para no perder la costumbre, cerró el insólito duelo.
A decir verdad, la búsqueda del cadáver del Zebedeo se me antojó un empeño estéril. Pero, con los labios sellados, ¿qué podía hacer? «Después de todo —me consolé— quizá la “excursión” resulte instructiva». Sabia reflexión la mía…
Los galileos, a buen paso, sabiendo sin duda hacia dónde se dirigían, tomaron dirección oeste. Pues bien, a pesar de las claras recomendaciones de Santiago, la Señora, haciendo oídos sordos a los llamamientos y al enfado de su hijo, no tuvo el menor reparo en detenerse media docena de veces, mostrando el contenido del saco a cuantas vecinas —curiosas y parlanchinas— le salieron al encuentro, interrogándole acerca de la matanza. Y a todas ellas, con una bravura lindante en la inconsciencia, les gritó el nombre del «asesino»: Ismael, el saduceo. El suplicio se prolongó hasta el límite del poblado. Y no por falta de ganas en la impetuosa Señora, sino de vecinos.
Al comprobar que se dirigían hacia la explanada de la sinagoga me eché a temblar. Si María acertaba a pasar por delante de la casa del jefe del consejo, aquello podía convertirse en un terremoto. Me equivoqué. Los «guías», imaginando lo mismo que yo, evitaron el lugar. E introduciéndose en el cinturón de huertos esquivaron el paraje y la tentación. En repetidas oportunidades se detuvieron a conversar con varios de los felah. Las preguntas, siempre las mismas, giraban en torno a la suerte de Juan. Pero ninguno —ignoro si con verdad— supo darles razón. Y adentrándose en uno de los senderillos que parcelaban las pequeñas fincas fueron descendiendo por la falda occidental del Nebi, en un claro intento de reunirse con la torrentera. La Señora, aturdida y desmadejada como pocas veces la había visto, tropezó en dos ocasiones. En la última, al caer de rodillas, se lastimó. Y el saco rodó por la pendiente. Me apresuré a auxiliarla, recogiendo la liviana carga. Me negué a entregarle las palomas. Y brindándole mi brazo le recomendé que se apoyara en él, simplificando así el áspero y pedregoso terraplén. No dijo nada. Pero la intensa presión de sus dedos sobre la «piel de serpiente» fue el más rotundo signo de su angustia.
Al borde de la rumorosa, veloz y más que mediana avenida de agua, Santiago y su compañero dedicaron unos minutos a la inspección de los juncos y cañizos que vigilaban el estrecho cauce. Desalentados prosiguieron corriente arriba hasta dar alcance a un rústico y nada seguro puentecillo de troncos, ensamblados a base de una cordelería tan deshilachada que, sólo con mirarla, podía rendirse. Decididos salvaron los tres «voluntariosos» metros de puente —casi «milagrosos», diría yo— encaminándose hacia la pareja de casas que había observado desde la explanada de la sinagoga.
La Señora, cojeando y con el rostro crispado por el dolor, se detuvo frente a los troncos. Parecía como si las fuerzas le fallasen. Y compadecido, sin mediar palabra, la tomé en brazos, sonriéndole. Me dejó hacer. Y encomendándome a los cielos fui tanteando la base del húmedo y podrido armazón. Aquello podía venirse abajo en cualquier momento. Uno, dos, tres crujidos me pusieron los pelos de punta. Al cuarto, arruinado por el peso, uno de los troncos cedió y la pierna izquierda de este explorador se precipitó con estrépito por el hueco. Resistí el golpe, sujetando a la mujer contra mi pecho. Lamentablemente, el saco de viaje que colgaba de mi hombro izquierdo fue a precipitarse a la corriente, desapareciendo en segundos. Y con él, las sandalias «electrónicas»… Jamás volvería a verlas. Si alguno de los habitantes de Nazaret llegó a tropezar con ellas y acertó a descubrir el complejo mecanismo de la suela, sus preguntas —sin respuesta— tuvieron que ser múltiples.
María, pálida, sugirió que la dejase sobre el entablado. Sólo así podría liberarme de tan ridícula y comprometida situación. No tuve que reflexionar en exceso. Los habitantes de las casas alertaron con sus gritos a Santiago y a Jacobo, que acudieron al punto hasta el puentecillo. A salvo la Señora, ayudándome con la «vara de Moisés», logré «desatascar» el torpe remo, saltando como un gamo sobre tierra firme. Jacobo, a la vista de mi palidez, sonrió divertido. Lo que no sabía es que aquella falta de color tenía un origen distinto al que suponía. En la agitación del «mal paso» no me había percatado de algo que hubiera sido realmente grave. Dios quiso que el precioso cayado no escapara de mi mano derecha y sí el saco de viaje. La pérdida de la «vara» habría representado una desgracia irreparable…
Santiago condujo a su madre hasta el portalón de una de las viviendas. Allí, tomando asiento en un banco de piedra, recibió las atenciones de los tres alfareros, hijos del fallecido Nathan y viejos amigos de la familia. Jacobo, cariñoso, le devolvió el saco con las palomas, mientras otro de los jóvenes le proporcionaba un cuenco de agua. Y tras una breve conversación, en la que los artesanos afirmaron no disponer de noticia alguna sobre el Zebedeo, los hijos se dispusieron a reanudar el rastreo. Sin embargo, la buena voluntad de la mujer no fue suficiente. Su rodilla derecha, inflamada a causa de la caída en el terraplén, no aconsejaba demasiados movimientos. Santiago, contrariado, se dejó caer a su lado. Y durante un corto espacio de tiempo se limitaron a observarse mutuamente. María, abrumada, fue rodando hacia el desconsuelo, consciente de que su obstinación, una vez más, era fuente de contratiempos y preocupaciones. Y acabó humillando el rostro. El noble galileo no lo consintió. Y arrojando el malhumor por la borda tomó las manos de la madre, besándolas.
—No te aflijas, mamá María —exclamó a caballo entre la súplica y la sonrisa—. Ya sé lo que vamos a hacer.
La mujer le miró agradecida. El verde hierba de sus ojos había vuelto a empañarse.
—Enterraremos tus queridas palomas aquí mismo, junto al río.
Dicho y hecho. Y Santiago, acompañado por uno de los alfareros, se perdió en la primera de las construcciones, habilitada como taller, almacén y horno. Y el resto de los hermanos volvió a sus quehaceres. Frente al mencionado portalón, entre un estático y campanudo oleaje de cacharros de barro de mil formas y tamaños, se hallaban emplazados dos tornos. Ambos, a orillas del torrente, eran alimentados por una conducción de madera —en forma de Y— que arrancaba de una no menos primitiva noria de metro y medio de diámetro, anclada en un remanso del arroyo. El empuje de la corriente, al menos en aquella época, bastaba para mover y cargar la docena de arcaduces claveteada a la estructura de la rueda. Y mansamente, amaestrado, el líquido se derramaba sobre las masas de arcilla depositadas en las ruedas superiores de los referidos tornos.
Aquel oficio, bendecido desde antiguo por Yavé, tenía algo de mágico y subyugante. No era de extrañar que Jesús y su amigo Jacobo pasasen las horas muertas frente al anciano Nathan, viendo girar las chorreantes pellas de barro. Y fascinado, imaginando los encendidos ojos de aquel Jesús niño, aguardé el regreso del galileo, disfrutando del espectáculo de aquellas hábiles manos que acariciaban, herían, frenaban y moldeaban la masa en una invisible y perfecta coordinación con el impulso proporcionado al disco inferior. Los pies descalzos, generalmente el izquierdo, eran el «motor» del torno. Al empujar la rueda, manos, ojos, cuerpo y alma se hacían un todo, obrando el milagro de la belleza. ¡Cuán equivocados están los que creen y proclaman que los israelitas no sobresalieron en el arte de la cerámica! La técnica fue heredada de los sirios pero, a partir del siglo X a. de C., la sensibilidad de sus formas destacó y se propagó como una fresca brisa. Para evitar que el barro quedara excesivamente pegajoso, en lugar de servirse de la arena, cuarzo o sílice, aquellos artesanos recurrían a la caliza pulverizada, cociendo después las piezas con sumo cuidado y a temperaturas inferiores a las habitualmente exigidas para los preparados con sílice. Su destreza aparecía sustentada en un minucioso conocimiento de las técnicas. Mientras uno fabricaba toda suerte de vasijas, platos, ánforas o lebrillos —pieza a pieza—, el segundo trabajaba «en serie». Situaba una carga de barro en la rueda superior y, accionando la inferior, la convertía en una pieza cónica. Seccionaba entonces el pico del cono con un fino cordel que colgaba de la muñeca derecha, obteniendo así el cuerpo de un pequeño jarro. Y sin dejar de impulsar el torno preparaba un segundo ejemplar. Estos jarritos y vasos de especial finura y acabado —empleados generalmente en cosmética— llevaban el específico sello de la alfarería judía: el engobe; es decir, una delicada capa de barro de la mejor calidad que se aplicaba a pincel, o merced al baño, en las partes de la vasija que se deseaba decorar[76].
Al reparar en mi leal interés, el artesano que fabricaba los jarros sonrió comprensivo. Y sin detener la manipulación de la chorreante arcilla preguntó si era amigo de la familia. Mi respuesta le tranquilizó. A juzgar por su lámina, fronteriza con los cuarenta o cuarenta y cinco años, aquel hombre tenía que haber sido compañero del Jesús niño o adolescente. Y recordando las explicaciones de la Señora sobre las infantiles aficiones de su Hijo por el modelado en general y aquel taller en particular me arriesgué a interrogarle acerca de estos pormenores. Fue asintiendo en silencio. Conocía la historia.
—Mi padre —comentó refiriéndose al anciano Nathan— sentía una especial predilección por Jesús. Rara era la tarde que no aparecía por aquí… —Y señalando con la cabeza a Jacobo, que aguardaba junto a María, añadió sin esconder su nostalgia—: ¡Qué tiempos! A este pobre siempre le tocaba lo peor: el amasado del barro. Mi padre trabajaba aquí mismo, en este torno. Y Jesús y Jacobo se sentaban donde tú te encuentras ahora… Y ahí permanecían horas y horas, viendo girar las ruedas. De vez en vez, cuando desaparecía en el taller, ambos se disputaban el lugar y, a sus espaldas, hacían girar las pellas. La aventura terminaba siempre con una regañina…
Santiago y el tercero de los hermanos, provistos de sendos azadones, cambiaron impresiones a las puertas del almacén. Y seguidos por un Jacobo apesadumbrado y por el renco caminar de una María, que trataba en vano de beberse la amargura, rodearon el segundo caserón, deteniéndose frente a una vieja amiga de Nathan: una frondosa higuera de casi cinco metros de altura, de ramos frescos y domesticados por la reciente primavera. Elegido el lugar, turnándose en la labor, la emprendieron con el arcilloso y dócil terreno, abriendo dos fosas de casi medio metro de profundidad. Durante el tiempo invertido en la dolorosa obligación, el silencio, brotando de los corazones, sólo fue desdibujado por los impactos de las herramientas y el jadeo de los «sepultureros». Las avispillas responsables de la polinización de la higuera (la Blastophaga psenes), tan desconcertadas como este explorador ante lo insólito del duelo, optaron por retirarse hacia las cabelleras emplumadas de las altas cañas de la ribera.
Y Jacobo, ceremonioso, en un intento de abreviar, fue alineando las palomas frente a las «tumbas». Santiago y el alfarero, apoyados en los largos mangos de las azadas, aguardaban la decisión de la mujer. Y María, arrodillándose con dificultad frente a sus queridas aves, no demoró la operación. Tomó la primera con ambas manos y llevándola a los labios la besó. Acto seguido, con el silencio como quinto testigo, fue a depositarla con dulzura en el fondo de la fosa.
—Pinta…, mi pequeña Pinta…
Al oír la susurrante despedida, Jacobo hizo crujir la mandíbula y asaltado por la rabia se separó del grupo, soltando el enojo junto al arroyo.
—Enamorada…, mi querida Enamorada.
Con la tercera paloma, las lágrimas, incontenibles, se mezclaron con los besos. Santiago inclinó la cabeza.
—… Perezosa…, descansa en paz…
Cuando la última de las aves fue a reposar en el agujero, el hijo, ayudando a la madre a incorporarse, la encomendó a mi tutela. Y sin más rodeos, descargando la tensión en cada palada, las sepultó. No sé si mis caricias sirvieron de algo. La Señora amaba intensamente a sus palomas. Y tal y como habían acordado —posiblemente en la conversación sostenida en el taller— el alfarero amigo se responsabilizó de María, prometiendo auxiliarla hasta la casa de Esta. Elogié la prudente decisión. Su rodilla no hubiera resistido el periplo que, con seguridad, nos aguardaba. Y dócil, aplastada por unos pensamientos que nada tenían que ver con los de su hijo, aceptó sin rechistar.
Minutos después nos distanciábamos de la industriosa familia, remontando la margen derecha de la torrentera. La estribación occidental de la colina, como la práctica totalidad del Nebi, era un paisaje inculto salpicado de rocas y monte bajo, trenzado de retamas, armuelles sorprendidos por la humedad del riachuelo, cortinas negras e impenetrables de almajos y decenas de matorrales de cardos de flores violáceas y escarlatas, abiertas al sol y a las motorizadas e incansables escuadrillas de abejas. Y con un no menos tenaz Santiago en cabeza fuimos peinando el oeste.
A las dos horas, con las piernas heridas, el rostro sofocado y los bajos del manto perdidos entre los espinos, el paciente Jacobo se derrumbó sobre uno de los espolones calcáreos, calificando la búsqueda de «ridícula». Y se negó a continuar. Sobrado de razón interpeló a Santiago, exigiendo una aclaración. Si buscaban a un vivo, ¿por qué hacerlo entre roquedales y zarzas?
A no ser —siguió argumentando ante el grave semblante de su cuñado— que tú sepas algo que los demás ignoramos. —Y sin más circunloquios le emplazó a que hablara sin tapujos—. ¿Buscamos un cadáver?
Santiago, obligándole a jurar que guardaría el secreto, le confesó sus temores. Y ante la hipótesis de que el Zebedeo hubiera sido asesinado y arrojado a los caminos o barrancas de la zona, el fiel y voluntarioso Jacobo no tuvo más remedio que reconocer el sensato y discreto proceder de su amigo y hermano. Y resignado a su suerte, ciñendo el ropón y la túnica a los riñones, se fue tras él, en dirección a la cumbre. Yo era el menos indicado para hacérselo ver pero, en el supuesto de que el saduceo hubiera segado la vida de Juan, ¿por qué arriesgarse a soltar el cuerpo en las laderas del Nebi o al borde de los caminos que entraban y salían de Nazaret? Un reptil como Ismael tenía otros medios para resolver el problema. Obviamente, como era mi obligación, continué en mi papel de «convidado de piedra»…
Y hablando de piedras, a los diez o quince minutos, cuando nos hallábamos a corta distancia de la cima, la zigzagueante e infructuosa exploración se vio interrumpida por un extraño cántico. Mis compañeros, agachados entre la maleza, hicieron señales para que me ocultase. Obedecí alarmado. Y gateando fui a pegarme a sus espaldas. Jacobo, temblando de pies a cabeza, indicó la boca casi triangular de una gruta que se abría a unos treinta metros. Y susurró un nombre:
—Koy.
Si mi entrenamiento no fallaba, el vocablo venía a significar «animal de especie no identificada». No acertaba a comprender. ¿De qué sentían miedo? ¿Quién habitaba la caverna? ¿Desde cuándo una fiera entonaba versículos del capítulo 22 del Eclesiástico? Presté atención. Del interior de la oquedad, en efecto, partía una singular recitación. El responsable repetía algunas palabras, así como las últimas sílabas:
—El duelo por un muerto… «to»… dura siete días… «días»…, por el necio y el impío… «pío»…, todos los días de su vida… «da»…
Y la cantinela volvía monótona y machacona.
Jacobo sugirió rodear la cueva, evitando así a Koy. Santiago se negó.
—¿Qué mejor lugar para ocultar un cadáver…?
En blanco respecto a la identidad del tal Koy, y sobre los manejos de los galileos, no tuve otra alternativa que armarme de paciencia y esperar. Y Santiago, reprochando a su compañero la descarada falta de valor, se puso en pie, llamando a gritos al extraño inquilino. Por lo bajo, Jacobo acompañó el vocerío con otras tantas maldiciones.
Al poco, el cántico se hizo presente a la meridiana luz del día. Y con él, un «animal perfecta y tristemente identificado»: un viejo esquelético, desnudo de cintura para arriba, con una cabellera y barbas pastosas como el cemento y tan crecidas que hubiera podido anudarlas a la cintura. Y sin apearse de la monocorde plegaria observó al intruso. De pronto, prescindiendo de los versículos bíblicos, se enzarzó en una sistemática y aparentemente burlona repetición de la última palabra pronunciada por su interlocutor.
—Koy —preguntó Santiago por segunda vez—, ¿sabes algo de un muerto?
—Muerto —exclamó el infeliz.
—Sí, un muerto.
—Muerto…
—¡Maldita sea!… ¡Koy!…
¡Koy!, devolvió el esqueleto, divertido con el juego. Y sentándose inició una rítmica contracción tónica del tronco —hacia adelante y hacia atrás— que puso en evidencia el posible mal del individuo. La catatonía y los síntomas expresados en las repeticiones de las palabras (ecolalia) y de las últimas sílabas o vocablos (logoclonías) me hicieron sospechar que el pobre Koy padecía alguna esquizofrenia o una demencia precoz (quizá lo que hoy se conoce como enfermedad de Alzheimer[77]). Desafortunadamente, en aquel tiempo, los trastornos mentales, incluyendo retrasos de grado menor y simples problemas de dicción, llevaban emparejado el fulminante destierro del enfermo. La mayoría de estos hombres, mujeres, ancianos y niños quedaba «etiquetada» bajo el epígrafe de la «locura» y, en consecuencia, calificados de «impuros», «posesos», «peligrosos» e «indignos de vivir al amparo de la ley». Éste era el caso del tal Koy, el «loco» o «tonto» oficial del pueblo: un individuo sin familia, posiblemente bastardo, de edad imposible de precisar, que jamás había abandonado aquella gruta o sus inmediaciones, de piel correosa como el hule y que sobrevivía a base de raíces, miel silvestre y de la caridad de algunas buenas gentes de Nazaret. En otras palabras: un milagro de la Naturaleza.
—… ¿Has visto un cadáver?
—Cadáver.
Jacobo, impacientándose, llevó el dedo índice a las sienes, aclarando lo que resultaba evidente: que no se hallaba en sus cabales. Y tirando del manto de su amigo solicitó que olvidara la grotesca conversación. Pero Santiago, empecinado, insistió.
—Koy, ¿podemos ver la cueva?
—Cueva…
—¡Déjame entrar!
—Entrar.
—Este loco…
—Loco.
Y Santiago, harto de lo que para él sólo representaba una burla, avanzó hacia el viejo, decidido a inspeccionar la gruta.
—¡Loco! —gritó Koy, incorporándose sin demasiado acierto y entre crujidos de huesos.
Y desplomándose sobre las posaderas aulló de nuevo la palabra «loco», al tiempo que echaba mano de algunas piedras. Y pasando de los gritos a una risa sardónica retrocedió hasta el umbral de la cueva, levantando los brazos amenazadoramente. El hermano de Jesús se detuvo. Y cuando estaba a punto de desistir, su cuñado, perdiendo los nervios, emergió entre las retamas, desequilibrando con sus improperios el escaso juicio del demente. La visión del segundo «intruso» desencadenó el miedo de Koy y mis com pañeros y este agazapado explorador recibieron una —su pongo— justificada lluvia de piedras. Asustados como conejos emprendimos una veloz y más que comprometida carrera de obstáculos. A un centenar de metros, sudoroso y desencajado, con alguna que otra pedrada en costillas y piernas, el acobardado trío puso fin a los brincos y caídas, que no al miedo, tratando de recomponer el resuello y la vergüenza. Ninguno comentó el desafortunado incidente. Koy, desatado, seguía arrojando piedras y aullando lastimeramente.
Y Santiago, con lógicas prisas, mirando hacia atrás cada diez o quince pasos, puso tierra de por medio. Y de esta guisa, en un embarazoso silencio, maltrechos los cuerpos, los ropajes y, lo que era peor, los ánimos, terminamos de rodear el flanco oeste del monte, desembarcando en la cima con el sol en el cenit. La cumbre del Nebi, estrecha, aceptablemente plana y estirada cual «portaaviones» de suroeste a noreste, nos recibió en soledad. El terreno era un convulso amasijo de lajas calcáreas, redondeadas y desintegradas por la erosión, entre las que se abría paso el mismo y espinoso monte bajo de las laderas que acabábamos de sufrir. El único respiro en aquel pedregal corría a cargo de un indómito bosque de durillo (Viburnum tinus), expulsado por el blanco roqueo al extremo norte del «portaaviones». Los pequeños árboles, de flores plateadas y negras y azuladas bayas, mecían su belleza al compás de una ligera brisa del norte, haciendo honor a la descripción judía de este ornamental especimen, conocido entonces como la «gloria del Carmelo».
La búsqueda en las alturas del Nebi Sa’in fue breve. Mientras los galileos merodeaban por la plataforma, quien esto escribe, simulando colaborar en el examen del terreno, trepó a una de las moles pétreas que erizaban el centro de la cima, solazándose con la espléndida panorámica.
Si nuestras informaciones eran correctas —y procedían de las mejores fuentes— aquél era uno de los parajes favoritos de Jesús. Allí acudía desde niño. Allí, de la mano de José, despertó a la Naturaleza. Allí, al norte, a la vista de la cinta azul del Mediterráneo, pudo soñar una de sus más queridas aficiones: viajar. Allí, ante el verdinegro mar de colinas sin horizontes debió acortar distancias con su Padre Celeste. Allí, quién sabe, al imaginar otros pueblos, intuyó y labró su futuro gran plan. Allí, como el invisible y mágico florecer de los narcisos entre la adusta cara de las rocas, pudo presentir su otro rostro: el de la divinidad. Allí, apostaría lo que me queda de vida, luchó y se rebeló contra el negro vuelo de la duda. Allí hablaría, sin protocolos ni servidumbres, con el Padre Azul. Y lo haría devorando estrellas. Devorando los perfumes de los bosques, ensartados sin querer en las espuelas de los vientos. Allí, en su buscada y multitudinaria soledad interior, descubriría la «otra soledad»: la de una humanidad perdida en multitud. Hoy, en la casi irreconocible Palestina que recorrió Jesús, el Nebi sigue siendo un lugar tan destacado como desconocido.
Dos estrechos y descuidados senderos recordaban la proximidad de la presencia humana. Uno saltaba desde el filo oriental de la cumbre, descendiendo en sierra hacia el cinturón de huertos de la referida falda este. El otro, oculto entre los durillos, se precipitaba por el flanco norte, desembocando en la ruta que unía Séforis con Nazaret. De este último no fui consciente hasta que nos adentramos en el bosque. Y bajo el permanente influjo de la fijación de referencias, este explorador terminó reuniéndose con la primera de las veredas, estudiando su trayectoria y disfrutando de una inmejorable vista de la aldea. Con una satisfacción casi infantil fui reconociendo las construcciones, los caminos y la fuente. La fortuna, en esta ocasión, se mostró propicia. El recorrido por los aledaños del poblado —al margen de los contratiempos ya señalados— enriqueció nuestras informaciones, proporcionándonos una visión más completa y ajustada de aquella Nazaret del año 30. Ni buscándolo hubiera salido mejor. Así que no tuve más remedio que agradecer la misteriosa desaparición del Zebedeo. Una ausencia, la verdad sea dicha, que empezaba a inquietarme…
Jacobo, desde el extremo norte del «portaaviones», reclamó mi atención. La búsqueda proseguía.
Es casi seguro que, de no haberme aproximado al límite de la cima, «aquello» hubiera pasado inadvertido para quien esto escribe. Al encaminarme hacia mis amigos y sortear uno de los muñones calcáreos, la vista, pendiente del atormentado terreno, fue a tropezar con una laja plana y ligeramente inclinada, repleta de inscripciones. Eran nombres propios cincelados groseramente con algún material o instrumento punzante. No había duda. Las parcas frases parecían la obra de adolescentes o jóvenes del lugar. Todas asociaban —«amorosamente»— a varones y hembras:
«Jonás y Miriam»… «El alfarero ama a la tejedora»… «Judá será de Ester»… «José y la moabita»… «Goliat y Salomé»…
Fascinado traté de hallar algún nombre familiar. En una de las esquinas, más deteriorada que las treinta inscripciones restantes descubrí lo que interpreté como un juego del enamorado Jacobo:
«Miriam, la más bella y su albañil».
No hubo tiempo para más. El «enamorado» volvió a gritarme desde el bosquecillo. Era increíble. Las formas del amor apenas si han cambiado en veinte siglos…
A punto estuve de comentarles «mi hallazgo». Pero, al detectar un creciente malhumor en los semblantes, me incliné hacia el silencio. Quizá se presentase un mejor momento.
Nada más penetrar en el claro oscuro del solitario bosque de durillos, una escandalosa bandada de cornejas despegó de las copas. Y Jacobo, que me precedía, cruzó los dedos, murmurando con recelo:
—Esta necedad terminará mal…
Santiago, algo distanciado, no escuchó al supersticioso cuñado. Tenía prisa. El caminillo rodaba entre los árboles, acusando los casi treinta grados de desnivel de aquel extremo del Nebi. El descenso fue practicado ayudándonos con los resinosos troncos, que hacían de anclaje y parapeto. A ochenta o cien metros el bosque se agotó. Y el resto de la falda norte apareció primorosamente roturado y colonizado de olivos. El sendero, aliviado, recobró una aceptable horizontalidad, abriendo surco entre la roja arcilla. Abajo, lamiendo la falda, corría blanca y polvorienta la ruta hacia Séforis.
Más o menos a mitad de la ladera, Santiago, siempre en cabeza, torció a la derecha, despreciando el camino. Minutos después, respetuoso, el olivar se quedó quieto, cediendo parte de sus dominios al lugar santo del Nebi. Y ante los atónitos ojos de este explorador se abrió un cuadrilátero de unos cincuenta metros de lado, «amurallado» en su totalidad por las paredes, ora verdes, ora plateadas, de los olivos. En suave declive, hipotecando el terruño e intencionadamente orientadas al sol naciente, se alzaban alrededor de ochenta estelas de piedra de una radiante blancura. Casualmente había ido a parar al cementerio de Nazaret. Un recinto deliciosamente abierto y, al mismo tiempo, escondido con celo. Los asaltos a las tumbas se hallaban a la orden del día. Oculto en lo más profundo del olivar, el camposanto quedaba a salvo de las posibles codiciosas miradas de los caminantes.
El intenso encalado de las lápidas obedecía a una razón eminentemente preventiva y religiosa. El estallido de luz constituía un sutil aviso. Para los judíos, al menos para los ortodoxos, el contacto con cadáveres era causa de grave impureza ritual. Pero mis compañeros, galileos a fin de cuentas, prescindieron de tales rigorismos, adentrándose entre las tumbas y en dirección a una cabaña de paja y adobe que se levantaba en el extremo opuesto, fuera del cuadrilátero.
Intenté seguirles pero, excitado ante la quizá irrepetible oportunidad, caí en la tentación y, nervioso, fui revisando los monumentos funerarios. Allí debían reposar los restos de José. Las estelas, de cuarenta a sesenta centímetros de altura, aparecían escrupulosamente grabadas. Se adivinaba la mano de un experto cantero. En la parte superior presentaban el dibujo de una, dos o tres rosetas, cerradas en un círculo o en un cuadrado. Y debajo, en caracteres hebreos —el griego era menos frecuente—, el nombre o nombres de los sepultados, el origen de la familia y, en algunos casos, breves apuntes de la vida del difunto. A juzgar por las coincidencias, muchos de los enterrados parecían parientes. Uno de los nombres más repetidos era Yejoeser. Otros —caso de Miriam, Simón, Judá o Nathan— resultaban igualmente comunes. Las inscripciones, sencillas en su mayoría, reproducían frases como éstas:
«Yejoeser hijo de Yejoeser». «Teodoto, liberto». «Yejoeser hijo de Eleazar». «Miriam esposa de Judá». «Menajem hijo de Simón». «Miriam hija de Nathan». «Salomé esposa de Yejoeser». «José y su hijo Ismael y su hijo Yejoeser»…
Uno de los epitafios me sorprendió. Hacía referencia a un tal Samuel, imagino que de corta talla, y decía textualmente:
«Se debe llorar por él. Se debe uno apenar por él. Cuando los reyes mueren dejan su corona a sus hijos. Cuando los ricos mueren dejan sus riquezas a sus hijos. Samuel, el Pequeño, tomó los tesoros del mundo y siguió su camino».
En el centro del cementerio se abría el kokhim, una fosa de cuatro metros de lado, a medio llenar con los huesos y calaveras de los que habían sido exhumados. Transcurrido un tiempo prudencial, los restos depositados en la tierra eran removidos y arrojados al lóculo u osario común[78]. El terreno de la Galilea, unido a las intensas lluvias y al alto grado de humedad no hacían recomendables los enterramientos en sarcófagos de madera. Cuando se trataba de gentes humildes, sin recursos para adquirir una cripta, los cadáveres eran depositados directamente en fosas poco profundas y rodeados de piedras. Luego se cubrían de tierra, clavando la correspondiente estela a la cabecera de la tumba.
El cielo tuvo piedad de este ansioso explorador. Allí estaba mi objetivo. Y las manos, no sé si por el baño de sol o por la emoción, empezaron a sudar. En la hilera número once, cerca del final del camposanto, aproximadamente en el centro de la fila de tumbas, reposaban los restos del malogrado contratista de obras y de su hijo.
«José y su hijo Amós».
Así rezaba la leyenda. Y debajo, un expresivo epitafio:
«No desaparece lo que muere. Sólo lo que se olvida».
Dado el tiempo transcurrido desde el fallecimiento del padre terrenal de Jesús, casi veintidós años, supuse que sus restos, así como los de Amós, habrían ido a parar al fondo del kokhim. La proverbial discreción de aquel hombre bueno se hizo extensible, incluso, más allá de la muerte. Hoy, suponiendo que un equipo de arqueólogos excavara la ladera norte del Nebi y acertara a descubrir el osario, los huesos de José —posiblemente desintegrados— seguirían en el anonimato y en ese segundo plano que siempre ostentó. ¡Bendito sea su nombre!
Y empujado por un inexplicable impulso, quien esto escribe —a pesar de su manifiesta y declarada falta de religiosidad— bajó la cabeza, recitando sin palabras la oración que había creado el Hijo de la Promesa. Y posiblemente por primera y única vez, un Padrenuestro se elevó hacia el azul del cielo, en memoria, honor y gratitud hacia el desaparecido, que no olvidado, José.
Una mano en el hombro vino a sacarme de mis reflexiones. Santiago, al percibir mi respetuosa actitud ante la lápida de su padre y hermano, me envolvió en su gratitud. Y exclamó bajando la voz:
—Ya no están aquí. Vamos…
Jacobo esperaba junto a la choza. El sepulturero de Nazaret, que guardaba los útiles de trabajo en la mencionada cabaña, se hallaba ausente. Una mujer envejecida y desastrosamente maquillada se sentaba a la puerta, conversando con nuestro amigo. Por lo que pude deducir, la galilea del «antifaz» azulón en los ojos residía en el cobertizo. Ejercía como plañidera profesional en los funerales y, de paso, como prostituta de cementerio; algo parecido a las célebres bustuariae romanas, que ejercían el doble y singular «trabajo» de llorar a los muertos y alegrar a los vivos… Una costumbre que «resucitaría» en Francia catorce siglos después, en pleno apogeo del culto a la muerte.
La «burrita», como era de esperar, nada sabía sobre el Zebedeo. Aun así, el incansable Santiago dio la vuelta a la choza, inspeccionando una escondida pared rocosa que se levantaba al sur del camposanto. Cinco grandes piedras circulares cerraban otras tantas criptas. Eran los panteones de los ricos del pueblo. La imposibilidad física de mover las muelas —para ello se necesitaba el concurso de, al menos, cuatro hombres— le hizo desistir. En algo sí llevaba razón: cualquiera de aquellas criptas hubiera sido el lugar ideal para esconder un cadáver. Pero, tarde o temprano —me dije a mí mismo rechazando la hipótesis del galileo— podía ser destapada y descubierto el «cuerpo del delito». No, aquello no era verosímil.
Al dejar atrás el camposanto, Jacobo preguntó a su cuñado por sus inmediatos planes. Y señalando la dirección del ma nantial que abastecía al pueblo y que manaba algo más arriba, a corta distancia del filo oriental de la cima, le sugirió que lo inspeccionara y que recorriera el acueducto. Él, por su parte, descendería hasta el camino de Séforis, reuniéndose en el «ala del pájaro». A regañadientes, estimando que le había tocado el capítulo más incómodo, inició la ascensión, perdiéndose en el olivar. Y quien esto escribe, sin saber muy bien por qué, se unió a Santiago, descendiendo a campo a través.
A medio centenar de metros de la senda que unía Nazaret con la capital de la baja Galilea la plantación de olivos quedó definitivamente cortada, incapaz de congeniar con el blanco roqueo que gobernaba el estribo norte del monte.
Mi compañero, que podría haber caminado por aquellos parajes con los ojos vendados, siguió un angosto paso, desviándose hacia la izquierda. La maniobra me desconcertó. Los racimos de piedras no eran excesivamente ariscos ni elevados. Bastaba con trepar por ellos para ganar el camino principal en cuestión de minutos. Y al aproximarse a uno de los peñascos más sobresalientes, superior a los dos metros de altura, se volvió, indicándome con la mano izquierda extendida que me detuviera. Después, llevando el dedo índice a los labios, ordenó silencio. Ni me moví ni respiré. Y cautelosamente, procurando que las sandalias apenas rozasen el suelo, fue rodeando la peña hasta desaparecer de mi vista. Y aunque agucé los oídos, a excepción de los lejanos graznidos de los córvidos del bosque de durillos, no registré un solo sonido que me advirtiera lo que existía al otro lado del murallón. El noble ejercicio de la espera nunca fue mi fuerte. Así que, desobedeciendo a mi compañero, seguí sus pasos con idéntica o mayor prevención, eso sí, asomando la nariz por el perfil de la piedra. A diez metros, el terreno formaba un pequeño anfiteatro. Y al «descubrirlos» en mitad del calvero el susto dobló mis rodillas. Instintiva mente me eché atrás, recostándome en la pared. ¿Estaba soñando? Cerré los ojos y al abrirlos comprendí que no. Nada había cambiado. La «vara» continuaba en mi mano derecha. El sol corría sin ganas hacia el oeste. La dureza de la roca era intuida bajo la «piel de serpiente». Entonces, esa «visión»…
Y tragando la escasa saliva que había sobrevivido al susto, el miedo y yo nos deslizamos por segunda vez, paralelos a la peña, en un vano intento de asegurarnos de que todo se debía a una alucinación.
Esta vez fue el corazón el que protestó. ¡Uno de los fantasmas portaba una corta tea! Evidentemente no estaba soñando. Frente a mí, en el centro de aquel paisaje lunar, se erguían dos altas figuras cubiertas hasta los pies con sendos lienzos blancos. Y una de ellas, como digo, presentaba en la mano izquierda una suerte de hachón que humeaba aparatosamente, aunque sin vestigio alguno de fuego. En segundos, la humareda fue dominando el lugar, embriagándome con un tufo irritantemente dulzón.
¡Necio de mí! ¿Cómo es posible que no me diera cuenta?
Los «fantasmas» parecían dialogar. Pero lo hacían en un tono extremadamente bajo. ¡Dios mío! ¿Y Santiago? Por más que exploré el circo rocoso no pude dar con él. Debo confesarlo. Por un momento pensé que mi mente seguía los infortunados pasos de Koy. Y aunque, en cierto modo así era, nunca imaginé que el fatal desenlace fuera tan fulminante…
La inesperada y desasosegante escena vino a demostrar que, a pesar de nuestro adiestramiento, dejábamos mucho que desear. Y el temblor de las rodillas, en contra de mi voluntad y para mi deshonor, fue propagándose hasta los cabellos. Y presa de la agitación, el cayado fue a escurrirse entre los dedos, golpeando la roca y alertando a los «aparecidos». Ambos se volvieron al unísono y quien esto escribe creyó desmayarse. E intoxicado por el terror asistí a la lenta y pausada aproximación de uno de ellos. Retrocedí espantado, no tardando en tropezar con los espolones calcáreos. Pensé en la «vara de Moisés». Imposible. El «fantasma» acababa de llegar a su altura. El lienzo que le cubría, de una textura similar a la gasa, dejaba traslucir algunos rasgos del rostro. Sin embargo, cegado por el pánico, no pude puntualizar su identidad. Y ridículamente derribado por la piedra y por el miedo presencié la recogida del cayado por parte de aquel ser de «ultratumba». Y alzándose lo extendió hacia mi persona. Supongo que, al percatarse de la humillante situación, se apiadó de mí. Y tomando los bajos de vaporoso tejido fue levantándolo con una estudiada y más que premeditada lentitud. El rostro desvelado, lejos de apaciguarme, remató mi humillación. Y avanzando trató de contener la risa que bullía a presión. Al tenderme la mano y ayudarme a recuperar la verticalidad no pudo más y el siempre equitativo y grave Santiago abrió las compuertas de las carcajadas, saltando y doblándose como un niño. Un minuto después, secándose las lágrimas, tuvo que retirarse a un rincón y orinar. Más calmado, deshaciéndose del largo lienzo, me contempló conmovido y señalando el segundo «fantasma» aclaró el misterio con una sola palabra:
—Abejas.
Esta vez fui yo quien rompió a reír, definitivamente acabado.
En uno de los bastiones rocosos, en efecto, mimetizadas en los huecos, se alineaban seis o siete colmenas de un metro de altura, confeccionadas en mimbre y cortezas de árbol, que guardaban una relativa forma de campana. El apicultor y propietario de las mismas había sido sorprendido por mi prudente y teatral amigo en plena labor de descarga. La belicosa naturaleza de las abejas —hoy clasificadas como Apis dorsata— explicaba los lienzos protectores y la humeante antorcha resinosa. Bien mirado, sustos aparte, debía mostrarme agradecido. Un ataque de aquella especie asiática hubiera resultado difícil de evaluar. Enormes como abejones disponen de un aguijón que recuerda un puñal. Y mi cabeza, manos y pies —no debía olvidarlo— no se hallaban protegidos por la «piel de serpiente». Si uno de los enjambres hubiera caído sobre este explorador sólo la rápida administración de antihistamínicos y corticosteroides habría frenado el cuadro tóxico.
Ni qué decir tiene que el dueño de las «dorsatas» no prestó mayor ayuda a Santiago. Del Zebedeo no había ni rastro. Y tras rodear el peligroso calvero, desalentado, abordó finalmente la ruta de Séforis. Recorrimos poco más de medio kilómetro en dirección a la ciudad del lino, interrogando a los campesinos que limpiaban las erguidas viñas, aseguraban las estacas que las apuntalaban o dormitaban al pie de las torres de vigilancia de los viñedos. Estos curiosos e imprescindibles edificios circulares o cuadrangulares, de hasta diez metros de altura, permanecían habitados día y noche durante los períodos de vendimia, impidiendo así los robos de las cosechas. Nadie sabía nada. Nadie le había visto. O, para ser exactos, nadie quería comprometerse…
La cara de Jacobo era un poema. Sentado al filo del estanque del «ala del pájaro», con los pies en el agua, se entretenía arrojando piedrecitas a los orondos traseros de las matronas que llenaban las ánforas. Y las felices galileas replicaban al pícaro juego con mordaces expresiones, algunas referentes a la soberana paliza que le aguardaba como Miriam se enterase del «deporte» practicado por su marido.
Al vernos llegar, encendido como una amapola, cambió de táctica y de semblante, simulando que refrescaba las arañadas piernas. Al parecer, aburrido, hacía tiempo que había abandonado la búsqueda.
—Como si se lo hubiera tragado la tierra —resumió impotente y definitivamente harto.
Sin saberlo, Jacobo acababa de pronunciar las palabras exactas. Dramáticamente exactas…
Pero sigamos el hilo de los acontecimientos.
Santiago, convencido de que la búsqueda —al menos por el momento— tocaba a su fin, imitó a su cuñado. Se descalzó y solicitó alivio de las frescas aguas. Y durante un tiempo, paseando los doloridos pies por la piscina, permaneció ensimismado, reflexionando quizá sobre la nada tranquilizadora suerte del discípulo. Aunque en el camino de vuelta a la aldea había manifestado su propósito de prolongar el rastreo por la ruta que llevaba a Caná, el infecundo trabajo de aquella mañana y el comprensible desánimo de su hermano político terminaron por desarbolarle, renunciando momentáneamente.
Y en ello estábamos cuando, muy próxima la «nona» (las 15 horas), el griterío y la algazara de las mujeres naufragaron en las revueltas aguas. Y con prisas, refunfuñando y renegando, cargaron las vasijas, desalojando el mentidero. Sentado junto a Jacobo, de espaldas al camino que llevaba al puentecillo de piedra, trasladé mi interrogación a Santiago, que seguía chapoteando arriba y abajo. Un gesto de su cabeza, señalando el mencionado sendero, explicó el repentino y unánime abandono de la fuente. Al volverme comprendí. Una mujer se acercaba al manantial. Una mujer maldita. Procedía de la posada y cargaba sobre su cabeza un ánfora de medianas dimensiones. Al contrario de las galileas, mis acompañantes no se movieron. Y la providencial Débora, tocada con una peluca de un amarillo rabioso —prenda obligada a toda meretriz que abandonase el lupanar y que servía para diferenciarlas de las doncellas, viudas y casadas supuestamente respetables— siguió caminando hacia nosotros. Al distinguir a los tres hombres dudó unos instantes. Me puse en pie y, al reconocerme, pareció animarse. Y sin pronunciar palabra, con los ojos bajos, penetró en el estanque, depositando la cántara al pie del rumoroso chorro. Santiago salió del agua y procedió a calzarse las sandalias. Y quien esto escribe, comprobando las dificultades de la mujer para levantar el ánfora hasta el lienzo plegado sobre su coronilla y que debía amortiguar la pesada carga, se apresuró a simplificar el trabajo. Una vez asentada sobre su cabeza, la «burrita», lanzando una esquiva y recelosa mirada a los galileos, me agradeció el gesto con una sonrisa. Y aturdida se dispuso a retirarse. Pero, reteniéndola, dejándome llevar por la intuición, me atreví a suplicarle un nuevo favor. Débora me observó atónita. Y en voz baja me arriesgué a advertirle de la entrevista que tenía concertada con el saduceo, del riesgo potencial que ello representaba para mi persona y, por último, como digo, le rogué que mantuviera los oídos despejados, haciéndome llegar cualquier información sobre el desaparecido Zebedeo.
Oyó mi parlamento con nerviosismo, como si temiera que alguien pudiera sorprenderla con aquel extranjero, y, por toda respuesta, replicó con un «haré lo que pueda». Y con una habilidad circense, sin tocar la vasija con las manos, se alejó rauda hacia el albergue.
Discretos, ninguno de mis amigos se interesó o preguntó acerca de la casi clandestina conversación. Ni ellos ni yo podíamos sospechar la extrema trascendencia de aquel fugaz encuentro. La Providencia, el destino, esa Superinteligencia que todo lo controla —poco importa el nombre— actúa sin actuar. Es tan sutil que el torpe corazón humano raramente se percata de sus certeros susurros. Y cuando sobrevienen los acontecimientos, la mayoría de los hombres atribuye los, a veces, alambicados desenlaces a la «casualidad». Creo recordar que fue mi admirado Julio Verne quien escribía que esa palabra constituye la más agria calumnia contra Dios… En todo caso, parafraseando al genial autor del capitán Nemo, «es Dios quien, burlón, gusta disfrazarse de “azar”».
Mi propia vida y la continuidad de la operación iban a depender de aquella prostituta. La Providencia lo sabía y, «casualmente», condujo nuestros pasos hasta el «ala del pájaro»… Por cierto, si en la posada existía un pozo, ¿por qué la mujer se aventuró hasta la fuente? ¿De nuevo la casualidad?
No podía ser de otra forma. La aventura llamada Caba llo de Troya fue un frenético galope a lomos del suspense, de la tensión, de la prudencia, del dolor y, sobre todo, del mágico y reconfortante corazón del Maestro. Mi capacidad de asombro —indicador clave del estado de juventud de toda mente humana— se vio colmada para el resto de mis días. Pues bien, la siguiente sorpresa de aquel miércoles estaba al caer. La jornada, si el Padre Azul no cambiaba de opinión (curiosamente empezaba a contagiarme del lenguaje de Jesús), estaba hecha. El estéril periplo dejó en seco a los galileos. Y en silencio, cargados de impotencia, se adentraron en el barrio artesanal, dispuestos a recogerse en la casa de Esta.
El martilleo de los carpinteros y toneleros y el fatigoso respirar de los entintadores trajo a mi memoria algo que no deseaba pasar por alto. Y reclamando la atención de Santiago le rogué que me mostrara el viejo almacén de aprovisionamiento de caravanas. Sentía una viva curiosidad por visitar el lugar donde el Hijo del Hombre había fraguado tan interesantes y cosmopolitas amistades. Y el hermano de Jesús, condescendiente, dio media vuelta, deshaciendo lo andado. En las mismísimas «puertas» de la aldea, a un suspiro de la fuente, se alzaba un recogido caserón, de paredes oscurecidas y atacadas por un moho verde-parduzco (la «lepra» de las piedras del Levítico). Nos situamos frente al portalón y, expectante, aguardé a que tomaran la iniciativa e irrumpieran en la oscura sala. No fue así. Santiago, con escasos deseos de rememorar el pasado, me hizo saber que no merecía la pena. El entrañable almacén había ido pasando de mano en mano y ahora proporcionaba trabajo a los fabricantes y remendadores de redes. El hallazgo de una artesanía de esta índole en Nazaret me dejó perplejo. Siempre creí que estas industrias, al igual que la cordelería y la confección de aparejos para la pesca, radicaban a orillas del yam. Jacobo, haciéndose cargo de mi desilusión, animó a su hermano político a que me mostrara el lugar. Y añadió algo que venció su resistencia:
—Quizá tengan noticias de Séforis.
A partir de ese momento fui de sobresalto en sobresalto. La empresa de burreros que había comprado el almacén a la familia del Maestro volvió a venderlo. Y por uno de esos caprichos del destino, el nuevo propietario resultó ser el padre de Rebeca, la joven enamorada de Jesús. Desde hacía dos años, como digo, había sido rehabilitado como almacén, taller y entintadero de artes de pesca.
No pude contenerme y, ante la posibilidad de conocer a la referida joven, tiré de la manga de Jacobo, interrogándole sobre su paradero. No supo responder. Pero prometió informarse. Algunas de las remendadoras y caravaneros que transportaban el lino desde Séforis estaban al tanto de los movimientos de la familia propietaria.
Cruzamos el oscuro salón en el que ondeaban las embreadas redes y, siguiendo los pasos de Santiago, desembocamos en un espacioso patio descubierto, pavimentado con blancas losas rectangulares sobre las que se extendían largos y estrechos paños de redes. Quedé impresionado. La «cadena de producción» aparecía minuciosa e inteligentemente dibujada. En uno de los ángulos del recinto, en el suelo y sobre varios cobertizos, se apilaban los mazos de lino, libres de hojas y semillas. Al cabo de algunos días, una vez secadas al sol, las plantas eran empozadas en grandes cubetas de metal y sometidas al imprescindible proceso de enriado o maceración[79]. Las cisternas, apuntaladas a medio metro del piso, eran caldeadas con leña, hasta que el agua sobrepasaba el punto de ebullición (aproximadamente 120 o 125 grados Celsius). Esta técnica, más eficaz que el enriado «al rocío o al agua corriente», llevaba el complemento de una disolución a base de sosa y orines humanos o de caballerías, ricos en urea. La industriosa «plantilla» sometía después el lino a las operaciones de agramado y espadado, golpeándolo con mazos y espadillas y separando los haces fibrosos de la corteza y demás porciones leñosas. Concluido el espadillado, las fibras entraban en el definitivo proceso de hilatura. La existencia de materias pécticas en los filamentos autorizaba a las tejedoras al sistema del «hilado húmedo», con el consiguiente ahorro de tiempo. Salvo el enriado, el resto de las operaciones corría a cargo de mujeres.
Una vez que los finos hilos se hallaban trenzados y dispuestos entraban en acción las habilidosas «rederas». Sentadas a uno y otro lado del patio, en animada cháchara o al ritmo de canciones inspiradas en los Salmos, cosían las mallas con el socorro de cuerdas de fibra de palmera y agujas de doble punta, muy parecidas a las usadas hoy en los puertos del Mediterráneo. Más que tejer y entrelazar, aquellos instrumentos de hueso y madera de diez a treinta centímetros, teñidos en rojo o amarillo, danzaban y volaban en las manos de las galileas. Como pájaros cautivos revoloteaban sobre el lino blanco-pajizo, alumbrando en cuatro o cinco jornadas las sólidas e impecables redes de «trenzado», de «barredera» o los «ambatanes» que, una vez entintados, partirían hacia la costa y las flotas pesqueras del yam. ¿Quién lo hubiera imaginado? La Nazaret agrícola y carpintera se enorgullecía también de su prestigiosa industria redera…
Santiago se reunió con el capataz. El hombre, con el torso pintado por los vapores que fluían del tanque, le escuchó con atención, sin dejar de remover el lino. Y Jacobo, pinchado por la curiosidad, no tardó en incorporarse a la conversación. En cuanto a mí, elegí el centro del patio, absorto en el preciso y marinero «lenguaje» de las manos de aquellas «rederas de tierra adentro».
El individuo que trajinaba en el enriado asintió con la cabeza en dos o tres oportunidades. Y, de pronto, el cuñado de Santiago se despegó de la cisterna, saltando bullicioso sobre los paños de redes. Y antes de que acertara a abrir la boca pasó —o debería decir «voló»— a mi lado, desapareciendo en el almacén. Su júbilo y meteórica carrera fueron tales que, en uno de los brincos, perdió el manto. Posiblemente no se enteró. Y desconcertado procedí a recogerlo, saliendo tras él. Vano intento. Cuando me disponía a retornar al interior, la figura de Santiago entre los cuerpos dormidos y embreados de las redes me detuvo.
Aguardé alguna aclaración. El galileo, sin embargo, con el semblante crispado, se olvidó de mí. Y a grandes zancadas se internó en la aldea. No podía entender actitudes tan opuestas. Uno, radiante. El otro, descompuesto. E instintivamente, esforzándome por seguir la presurosa marcha de mi amigo, asocié su angustia a las posibles nuevas llegadas de Séforis. ¿Habían localizado al fin a Juan de Zebedeo? ¿Era ésta la causa de la explosiva alegría de Jacobo?
El sobresalto fue lógico. Tras cruzar Nazaret de sur a norte, Santiago tomó la dirección de la sinagoga. Mi mente se negó a elucubrar. Pero no. Quien esto escribe estaba en un error. El indignado hermano del Maestro no tenía intención de rozar siquiera la casa del saduceo. La elección de aquel rumbo obedecía a una sencilla razón: su domicilio se levantaba justo en el vértice oeste del «triángulo» que formaba la aldea. Paradójicamente era vecino de Ismael. Ambas construcciones se hallaban separadas por un centenar escaso de metros. Y sin mirar atrás —en realidad no lo había hecho ni una sola vez en todo el recorrido—, penetró en la vivienda como un huido. La casa, distanciada del barrio alto, era notablemente más moderna que la de su madre. Construida en piedra, y enlucida con una cal refulgente, presentaba una configuración gemela al resto del poblado: una sola planta, una escalera de troncos adosada a uno de los muros laterales y la obligada azotea.
Demasiado intrigado para reparar en pequeñeces imité al dueño, colándome en el interior sin descalzarme. A diferencia del hogar paterno, el de Santiago y Esta sumaba dos únicas estancias. La primera, en la que acababa de penetrar, podía calificarse de vivienda habitual: un rectángulo de ocho por seis metros, dividido —como en la residencia de la Señora— en los tradicionales niveles. El más alto (la plataforma), a la izquierda de la puerta principal, servía, como fue dicho, de cocina y dormitorio. El inferior, de unos cinco metros de longitud, pavimentado con una sucia y maloliente tierra batida, aparecía sin muebles ni esteras. A mi derecha, amarradas a una herrumbrosa argolla, miraban desconcertadas tres cabras de poderosas ubres y pelo de hollín. Al pie del muro había sido dispuesto un pesebre de piedra, bastante mermado en lo que a forraje se refiere. Uno de los rumiantes, arisco y cismático, de grandes cuernos nudosos vueltos hacia atrás, me dio la bienvenida arremetiendo de un salto. La cuerda, al tensarse, le respondió por mí.
El lugar, olvidando a los maleducados hircus, se encontraba desierto. A través de la puerta que se abría en el tabique frontal se oían voces, risas infantiles y lo que, en principio, me pareció un ronco maullido, impropio de un gato doméstico. Y dispuesto a disolver la irritante mancha de interrogantes avancé hacia la claridad. Aquélla era la segunda pieza de la vivienda: un patio-corral descubierto, mejor cuidado que el aposento situado a mis espaldas. Un altivo y encalado muro lo cercaba en su totalidad. En cuanto al piso, enlosado con anchas lajas blanco-azuladas, matemática y pulcramente «encamadas» en mortero, esa misma noche recibiría la explicación a su bella factura.
En un primer momento todo fue confusión. E inmóvil junto a la puerta, siguiendo la costumbre, inspeccioné el recinto, procesando sus principales características. La familia, al completo, aparecía agrupada a mi derecha, conversando atropelladamente a la sombra de un joven pero cumplido moral negro (un Norus nigra), que velaba con sus hojas dentadas y sus florecillas verdes y colgantes buena parte del ángulo norte del patio. Este flanco, tan espartanamente amueblado y decorado como el resto de la vivienda, presentaba una mesa rectangular de casi tres metros de longitud, toda ella en un centelleante y ceniciento granito. A su alrededor, satelizando la roca, cuatro bancos de sesenta centímetros de alzada, alumbrados en idéntico material. La presencia de esta piedra dura y compacta me llamó la atención. Santiago era la clave.
A la izquierda, hipotecando los siete metros del muro del fondo, se distinguía un cobertizo de tablas en el que se apretaban tinajas, una decena de losas de idéntica naturaleza a las que alfombraban el corral, herramientas propias de cantero, algunas redes colgadas de la pared y dos jaulas de medianas dimensiones, cerradas con gruesos barrotes de madera de pino. En torno a estos armazones parloteaba, reía y chillaba una excitada partida de niños y niñas, entusiasmados con los «inquilinos» de las referidas jaulas. Deduje, y no me equivoqué, que se trataba de los hijos de Miriam y de Esta. A pesar de su frenética movilidad llegué a contabilizar hasta diez. Los mayores debían rondar los ocho o nueve años. Dos de ellos, al cuidado de las niñas más crecidas, se limitaban a gatear, lloriqueando y mordisqueando con rabia a sus hermanas, en un inútil afán de aferrarse a los barrotes. Vestían túnicas cortas y, tanto unas como otros, habían sido rapados sin misericordia.
Y en vista de lo acalorado de la discusión de los adultos opté por aproximarme a la gente menuda. Al descubrir el «contenido» de una de las solicitadas jaulas me estremecí. Por fortuna, los palitroques que la cerraban parecían sólidos. En el interior, cargado de razón ante el acoso de la chiquillería, se revolvía inquieto un soberbio ejemplar de Felis chaus, el salvaje gato de los pantanos; un felino de setenta y cinco centímetros de longitud, «primo-hermano» del Felis Iybica o gato africano, de cola corta, pelaje gris pardo y sendos penachos de pelos en las puntiagudas orejas. El «pequeño tigre», poco amigo de bromas, replicaba a cada salivazo de los más audaces con el destello de sus temibles incisivos y los broncos maullidos (casi rugidos) que había oído minutos antes. En la segunda jaula, menos concurrida, dormitaba aburrido un anciano hurón de espeso y albino abrigo que, muy de tarde en tarde, comprendiendo quizá las justificadas quejas de su compañero de cautiverio, se dignaba abrir los ojillos escarlatas, lanzando despreciativas miradas al molesto «público».
Las redes dispuestas bajo el voladizo y la presencia del mustélido —un cazador de acreditada fama, domesticado desde hacía siglos por los griegos y mesopotámicos— fueron suficientes para intuir una de las aficiones favoritas del dueño: la caza.
Una ávida hiedra, decorando en verdinegro cada palmo de muro, completaba el cuadro que se ofrecía a mi vista.
Al reparar en aquel larguirucho desconocido que les observaba en silencio, los niños cesaron en sus juegos. Cuchichearon y se interrogaron mutuamente y, al no hallar respuesta, fueron retirándose del cobertizo. Las niñas, tomando a los bebés en brazos, eligieron la frescura del moral. Los varones, indultando provisionalmente al encarado gato asilvestrado y a su distraído «compadre», pasaron la página de aquel divertimento, escurriéndose entre «gritos de guerra» por un agujero de un metro de diámetro practicado junto al muro norte, muy próximo al mencionado cobertizo. Aquello era nuevo para mí. ¿Qué significaba esta abertura en el enlosado? Y, curioso, me asomé al negro pozo. La verdad es que no acerté a distinguir gran cosa. Apenas unos escalones, labrados en la roca del subsuelo. El túnel, si nuestras informaciones eran correctas, debía conducir a las cavernas tradicionalmente utilizadas por los vecinos como cisternas, silos y almacenes de grano, forraje, etc. Descender y aventurarme en aquellos momentos en los subterráneos de la casa de Santiago no me pareció oportuno ni prudente. Después de todo, ¿qué podía encontrar? Además, mi verdadero trabajo se hallaba en la superficie, al lado de la revuelta familia. Esperaría una mejor ocasión para explorar ese oculto mundo que se abría bajo mis pies…
—… Os digo que no. Debemos ganarle por la mano…
La voz grave y la templanza de Santiago coronaron el tormentoso vocerío. Miriam, como siempre, fue la última en ceder. Y cuando las voces menguaron, el señor de la casa prosiguió en los siguientes términos:
—… Comprendedlo. Las noticias de Séforis son esperanzadoras. Bueno es que el tribunal aparezca dividido…
Miriam y su esposo, empecinados, negaron con la cabeza sin atreverse a interrumpir al hermano mayor. Detrás de aquéllos, veladas entre las sombras del moral, escuchaban María, la «pequeña ardilla», Esta y una quinta mujer cuyo rostro me resultó familiar.
—… Tenemos que ser tan astutos como el saduceo y ganarle por la mano. Mañana, a la vista de las acusaciones, no tendrán más remedio que solicitar la presencia de testigos y de las partes en litigio…
Jacobo cargó contra los razonamientos de su cuñado, recordándole algo que, al parecer, ya había sido sometido a debate y que este atolondrado explorador no alcanzó a oír.
—¿Y qué nos dices de Juan? ¿Por qué se rumorea en Séforis que «ya ha sido ajusticiado»?
Santiago, acusando el impacto, perdió momentáneamente la luz, oscureciéndose. Aquel hielo en la faz era el mismo que había observado a la salida del taller de redes. Y quien esto escribe cayó en la cuenta del porqué de la súbita crispación que le arrastró en volandas hasta su hogar. El capataz, haciéndose eco de las noticias recién llegadas de la capital, le puso al corriente de la posible suerte del Zebedeo.
—¿Ajusticiado? ¿Por quién? ¿Cuándo?…
Los interrogantes que culebreaban en mi mente fueron expulsados —a medias— por la lógica y el recuperado temple del jefe del clan.
—… Dices bien, Jacobo: sólo son rumores. La maldad de esa víbora es de sobras conocida. Podría tratarse de una argucia para amedrentarnos y obligarnos a huir. Si Ismael se atreviera a terminar con la vida de Juan, el tribunal no le concedería tregua. Y nosotros tampoco…
—Pero tú, esta mañana…
La insinuación de Jacobo acerca de la búsqueda del cadáver fue abortada sin contemplaciones. Su cuñado, adivinando la dirección y el sentido de las palabras, le segó la hierba bajo los pies, evitando así males mayores.
—Esta mañana, viejo deslenguado —le amonestó Santiago incendiándole con la mirada—, hemos cumplido con nuestra obligación…, preguntando dentro y fuera de la aldea. Y ya ves: nadie le ha visto…
Jacobo, advertido y consciente de su juramento, enmudeció.
—En resumen —concluyó el hermano del Maestro oxigenando la enrarecida atmósfera familiar—, nadie se presentará en Séforis hasta que no sea reclamado por la justicia. La verdad, queridos hermanos, nunca tiene prisa por demostrar su inocencia. Al malvado, en cambio, le falta tiempo y le sobran argumentos. Él nos enseñó a confiar en el Padre de los cielos. Su verdad, como sabéis, goza de tan buena salud que no precisa de bastones. Confiemos, pues, que se haga su voluntad. ¡Y alegrad esas caras!
La Señora fue la primera en poner en práctica la juiciosa arenga de su hijo. Y sentándose en uno de los bloques de granito tomó de la mano a la quinta y desconocida mujer, llamándome a su presencia en un tono cariñosamente burlón:
—Jasón, mi torpe y voluntarioso ángel salvador, acércate…
Miriam y Esta, avisadas por las niñas de la masiva escapada de los hijos varones a los subterráneos, pusieron el grito en el cielo. Y precipitándose hacia la boca del túnel les reclamaron en una furiosa mezcolanza de nombres, improperios y amenazas. Improperios que chorrearon igualmente la atónita cara de Jacobo, acusado por Miriam de «padre inútil y descuidado, incapaz de vigilar a sus hijos».
María, acusando el dolor, despegó la mano de las de la bella desconocida, presionando la rodilla derecha. No me atreví a preguntar, pero deduje que la inflamación continuaba presente.
—Mamá María, por favor, deja que te alivie…
La voz de terciopelo de la anónima galilea, no exenta de cierta tristeza, me hizo desviar la mirada. ¿Dónde había visto aquellos llamativos y rasgados ojos celestes? No podía espolear la memoria…
Y la Señora, sobreponiéndose, fue a lo que le interesaba.
—No es nada, hija…
¿Hija? Ruth y Miriam estaban allí. En cuanto a Marta, yo la recordaba.
—… Escucha —prosiguió María estrechando de nuevo las estilizadas manos de la bellísima «hija»—. Este griego de buen corazón, entrometido, fisgón como una mujer, misterioso como la noche y valiente como Zal, conoció a Jesús e hizo algo que a todos nos maravilló…
Los ojos de la «hija» —un azul robado del cielo— se posaron en los míos y, a pesar de mis continuas negativas a los elogios de la Señora, parpadearon curiosos.
—… Se plantó bajo la cruz y no se movió hasta que fue sepultado. Ahora dice que quiere llevar la palabra de mi Hijo a su mundo…
¡La cruz! De pronto se hizo la claridad en mis recuerdos. Era allí, entre las mujeres, donde había visto la grácil, oscura y humillada figura de la desconocida. Pero ¿cuál era su nombre? ¿Por qué María le llamaba hija? ¿Se trataba de un simple y cariñoso título? ¿Me hallaba ante alguno de sus parientes? Su edad, muy próxima a la de Santiago —alrededor de los treinta y tres o treinta y cinco años— me despistó. Y durante algunos minutos, prendado de su belleza, fui un tonto inútil, incapaz de razonar. El cabello sedoso y azabache, flotando en libertad y consentido hasta media espalda, estrechaba un rostro de medidas y perfiles casi perfectos. Sólo unas profundas ojeras, abiertas sin duda por la amargura —un abismo femenino al que el hombre jamás podría descender—, desequilibraban el blanco de la piel.
Y las aletas de la respingona nariz oscilaron levemente, traicionadas por la ansiedad.
—… También le hemos hablado de ti —añadió la Señora sin percatarse de mi escandaloso despiste—. Quizá puedas aclarar algunas de sus dudas…
—¿Dudas?…
Mi pregunta fue como una aguja en un globo. Y María, advirtiendo mi desconcierto, se desinfló contrariada.
—¡Jasón!… ¿No sabes de quién te hablo?
—Sí…, mejor dicho, no.
La balbuceante respuesta no tapó mi torpeza.
—¿Jasón? —preguntó la hermosa y misteriosa mujer—. ¡Qué extraña coincidencia!… —Y dirigiéndose a María redondeó su exclamación—: Su voz es idéntica, pero…
Y la Señora, llevando las manos de la desconocida a sus labios, las besó con dulzura. Después, mirándome como a un niño, sonrió desde el verde hierba de sus ojos. Y exclamó un nombre, llenando con él su corazón y sus labios:
—Es Rebeca.
No sé si palidecí o enrojecí. La cuestión es que permanecí mudo y, a juzgar por el espontáneo fuego cruzado de las risas, mi cara se transformó en un poema. Ni siquiera me percaté de la afilada insinuación sobre mi voz.
—Jasón, es Rebeca —subrayó María sacudiéndose la risa—. Llegó esta mañana de Séforis…
Aquello explicaba igualmente la bulliciosa carrera de Jacobo desde el viejo almacén. La fiel enamorada de Jesús había sabido ganarse el afecto de la familia. Su generoso servicio a la causa del Maestro fue más allá de lo que podían exigir e imaginar. En el desarrollo «cuarto salto en el tiempo», Eliseo tendría oportunidad de comprobarlo y de maravillarse ante la admirable renuncia de aquella galilea…
—¡Jasón!, ¿me estás oyendo?
—No…, mejor dicho, sí.
¡Dios de los cielos! ¡Qué providencial y oportunísima casualidad! Efectivamente, Rebeca podía sacarme de algunas y delicadas dudas. La conversación privada, sostenida en el año 13 entre ella y Jesús, permanecía inédita. Ni la madre ni los hermanos del Maestro consiguieron desvelarla. Y ahora, como un regalo de la Providencia, aparecía ante este turbado explorador y de la mano del mejor y más indicado de mis valedores: María, «la de las palomas». Pero ¿cómo abordar tan íntimo y reservado capítulo? ¿Aceptaría confesarme sus secretos? Pésimo intérprete de la intrincada psicología femenina decidí no precipitarme. Y el destino, misericordioso, acudió en mi ayuda.
Mis calamitosos monosílabos resultaron afortunadamente interrumpidos por un nuevo y lastimero quejido de la Señora.
—Mamá María, tienes que cuidar esa rodilla.
La mujer no prestó atención al justo consejo. Pero este explorador, haciendo un guiño a la solícita y amante Rebeca, solicitó su complicidad, poniendo en marcha un inocente truco. Una argucia que, al fin y a la postre, beneficiaría a la Señora y a este «chantajeador» de medio pelo. En tono enérgico y buscando el respaldo de Rebeca hice ver a María que, si no se doblegaba y nos autorizaba a examinar la rodilla, no habría conversación alguna y tanto la «hija» como «este griego entrometido» abandonarían la casa de inmediato. La de Séforis comprendió al punto, reafirmándose en lo dicho. Y «la de las palomas», lista y rápida como el gato de los pantanos, cedió entre sordas protestas, simulando no haber captado el ingenuo juego.
Con la ayuda de Ruth fue conducida al interior de la vivienda. Allí, una vez acomodada en lo alto de la plataforma, la «pequeña ardilla» prendió un par de lucernas y, como primera medida, me dispuse a examinar y evaluar la lesión. Mi acción, por supuesto, no estuvo exenta del riesgo ya conocido: si el problema —cosa poco probable— entrañaba algún tipo de trascendencia, quien esto escribe se vería forzado a retirarse de nuevo.
La palpación y los reconocimientos iniciales —afortunadamente para todos— no reflejaron señal de fractura, ni tampoco la presencia de un cuerpo extraño intraarticular (por ejemplo, la avulsión de un fragmento cartilaginoso). El golpe contra las piedras del terraplén, aunque fuerte, había sido amortiguado por la túnica. La rodilla, en definitiva, presentaba lo que estimé como una contusión de segundo grado, con dolor intenso, hematoma provocado por la rotura de vasos de pequeño calibre y la consiguiente equimosis o extravasación de la sangre debajo de la piel.
Valiente como ella sola cerró los ojos, soportando el dolor añadido por la palpación. Los movimientos de la rodilla, normales en toda la amplitud de su juego habitual, no parecían indicar derrames internos (bastante comunes en pacientes con esguinces) ni luxaciones traumáticas. Estas lesiones habrían afectado al movimiento hacia atrás de la tibia sobre el fémur (luxación posterior), al de la tibia hacia adelante (luxación anterior) o al movimiento lateral. En mi opinión, a la vista de lo explorado, no existían indicios de rotura de los ligamentos laterales y cruzados, ni tampoco desgarro de la cápsula articular. En cuanto a posibles luxaciones posteriores, las lesiones del nervio ciático poplíteo externo y de la arteria del mismo nombre nos lo hubieran advertido con notoria rapidez. Con toda probabilidad, si la rebelde e inquieta Señora aceptaba guardar un cierto reposo —al menos durante 24 a 48 horas—, la hinchazón, el enrojecimiento y el dolor remitirían sin tardanza.
Ultimada una primera y elemental cura de urgencia —a base de suaves compresiones con un pequeño lienzo— solicité de Ruth algo más complejo y comprometido: nieve o, en su defecto, agua fría y algunas porciones de «meliloto» o «caléndula». Cualquiera de estas plantas —muy abundantes en la región— podía sustituir, con cierto éxito, a nuestros actuales antiinflamatorios.
La pelirroja dudó. Las plantas medicinales —siguiendo las orientaciones de la propia Señora— no eran difíciles de localizar. El problema lo constituyó la nieve. Y muy a mi pesar, la familia, congregada a nuestro alrededor y atenta a cada uno de mis movimientos, se enfrascó en una nueva y ácida discusión. Me arrepentí de haber mencionado el dichoso hielo. Un «lujo» de aquellas características —transportado generalmente desde las cumbres del Hermón— sólo podía hallarse, con suerte, en la surtida despensa del saduceo o en la no menos peligrosa guarida de Heqet, el posadero. Traté de mediar en la cuestión, argumentando que los lienzos podían ser empapados en agua fresca o a la temperatura ambiente. Fue inútil. Miriam, deseando lo mejor para su madre, se hizo con la voluntad general, planificando la búsqueda. Ruth bajaría al pueblo y regresaría con las plantas. En cuanto a la nieve, el litigio, para sorpresa de los hombres, pasó a la órbita femenina. Esta y Miriam darían los pasos oportunos. La resuelta decisión de la hija mayor, calco casi perfecto de la Señora, dejó sin armas a los galileos. Uno y otro sabían de las «malas pulgas» y de la audacia de la mujer. Y estimando que la petición de un puñado de nieve no tenía por qué significar una batalla campal cedieron inteligentemente. Y las tres abandonaron la casa. Por su parte, Jacobo y Santiago, obedeciendo a Rebeca, reunieron a la revoltosa prole, haciéndola desfilar hacia el patio. El ocaso no tardaría en pregonar sombras y María, previsora, intuyendo una noche larga e intensa, recomendó a sus hijos que fueran organizando las cenas de los más pequeños. Y quien esto escribe lamentó no disponer de su «farmacia de campaña». Una dosis de cualquiera de los analgésicos hubiera aliviado los dolores y, sobre todo, habría evitado aquel inquietante éxodo. Ojalá mi involuntario error no fuera causa de males mayores. Y la Señora, extrañamente sumisa, acató —de momento— la orden del «entrometido griego»: reposo absoluto. Su lengua, en cambio, no tardó en zascandilear. Y la pregunta —recta como su corazón— volvió a enredarme.
Recostada contra el arca de las provisiones y amarrando entre las suyas las manos de Rebeca me lanzó de improviso:
—¿Por qué lo has hecho?
Supuse que hablaba de la modesta cura. La segunda parte de la cuestión —como una carga de profundidad— encerraba la clave del astuto planteamiento.
—… ¿Por qué conmigo y no con Bartolomé?
Aquel verde hierba que tanto me complacía se alzó hacia el celeste de su amiga y compañera. La resultante fue un violeta tormentoso…
—Jasón de Tesalónica, que así dice llamarse este «ángel del más allá», alivió al padre de los Zebedeo de sus horribles dolores y, sin embargo, ensució el saq a la vista de un sencillo parto.
Rebeca me miró, sin comprender el malicioso alcance del inexacto comentario. (Inexacto en lo del saq).
—Es muy simple —me defendí—. Este «ángel» sabe un poco de maderas y vinos, algo de medicina y nada de mujeres. El golpe en tu rodilla y la cera en los oídos del anciano Zebedeo han sido asuntos de poca monta. La víbora y el alumbramiento, en cambio…
La psicología femenina —«supersónica» respecto al torpe vuelo de la inteligencia masculina— practicó un impecable «picado», «colimando» a este piloto. Y la «geometría de armamento» de la Señora me tuvo a su merced.
—… Así que no sabes nada de mujeres —repitió María capciosamente, renunciando al resto de mi exposición—. ¿Y cómo explicas, pícaro griego, que Débora te haya salvado la vida?
Y ambas, sonriendo maliciosamente, dejaron que me estrellara. De seguro que mi defensa sólo hubiera empeorado las cosas. Debí sonrojarme. Y la Señora, lanzando un cable, posiblemente sin querer, me permitió aterrizar en el alma de Rebeca. La psicología masculina, esta vez, se hizo con los mandos, planeando sobre la femenina. O, al menos, eso me hicieron creer…
—Tú, como mi Hijo, ¿también antepones «otros asuntos» al amor y al matrimonio?
Asentí, no sin cierta tristeza, añadiendo:
—Mis asuntos jamás podrán igualarse a los de tu Hijo. Rebeca —me arriesgué— lo comprendió. ¿O no fue así?
Y la enamorada, bajando los ojos, respondió afirmativamente. Pero guardó silencio. Y como en un vuelo de reconocimiento me vi obligado a mantener el alto nivel de crucero, avanzando sin luces y casi sin motores. El más pequeño desliz podía arruinar la operación.
—La obligación del Maestro para con su familia —proseguí intentando una nueva aproximación— era sagrada. ¿Es que la renuncia a su propio yo humano no vino a demostrar la calidad de su amor?
Rebeca encendió las luces de pista, marcándome el rumbo.
—No te equivoques, Jasón: Jesús nunca me amó…
Mis palabras no fueron interpretadas correctamente. Y el balizaje azul de su mirada se apagó. Pero no me esforcé en deshacer el equívoco. No me interesaba.
—… Al menos —añadió casi para sí— no me amó como yo y cualquier mujer hubiera deseado.
—Sé que demostraste un gran valor.
Sus ojos parpadearon y las tupidas pestañas se negaron a levantarse.
—Fue honesta —terció la Señora, tratando de enderezar el frágil velero— y luchó por su amor…
—A veces, el amor que llama al amor —sentencié apropiándome de la sabiduría de Amiel-Lapeyre— sólo escucha su propio eco.
Y Rebeca, desde la tormenta de los recuerdos, decidió hacerse con el gobierno de la nave, evitando así los peligrosos escollos de los malentendidos.
—Te equivocas de nuevo, Jasón. Mi amor sí era un clamor. El suyo, en cambio, un silencio…
Y su corazón se iluminó definitivamente. Y quien esto escribe descendió en él sin tropiezos.
—… Cuando al fin aceptó hablar conmigo supo oírme. Y desde el primer momento, desde que mis labios le confesaron mi amor, supe que todo era inútil. Él tenía diecinueve años. Yo, diecisiete. Y con una seguridad que sólo contribuyó a multiplicar mis sentimientos hacia Él agradeció mi valor y sinceridad, explicando que primero eran los suyos. Me defendí y, estúpida de mí, le exigí el nombre de mi rival… —María sonrió con benevolencia—… Jesús (yo lo sabía) no sentía predilección por ninguna de nosotras. Su trato siempre fue correcto. Sus deferencias hacia unos y otras eran escasas. Pero una mujer herida es imprevisible. Y yo, lo confieso, cometí la torpeza de preguntar por su secreta enamorada.
—¿Y qué respondió?
—¿No lo imaginas? Se puso serio y me habló de algo que, en aquel entonces, me crispó los nervios: de su Padre de los cielos. «Por encima del amor que profeso a mi madre y hermanos (manifestó) está mi inexpugnable deseo de cumplir la voluntad de “Abba”.» —Rebeca, cuya bravura hubiera hecho palidecer a la Señora, se vació—. ¡Su «Abba»! ¡Aquel tonto prefería a su Padre! Años más tarde, al seguirle, comprendí que la tonta era yo… Pero, Jasón, ¿qué quieres? A los diecisiete años y perdidamente enamorada era difícil entender. Sin embargo, con una paciencia infinita, aguardó a que me calmara. Y siguió hablándome de su Padre Azul y del posible destino que le esperaba. No te mentiré. Al principio me costó creerle. Y rabiosa le propuse algo de lo que mamá María ya estaba al tanto: aceptaba ser la esposa del Mesías. Un hombre poderoso, intrépido y predestinado necesita a su lado una mujer leal y valiente. Pero Él, negando con la cabeza, me desarmó: «Más adelante lo comprenderás. Ahora, Rebeca, acepta la verdad. Me siento halagado. Y esto (puedes estar segura) me da valor y me ayudará en todos los días de mi vida».
»Y astuta, a punto de perder la batalla, eché mano de mi última arma: las lágrimas. Jesús no dijo nada. Se mantuvo firme. Y yo, derrotada, supe que todo había terminado…, sin empezar. Pero, a pesar de mi dolor, he sido afortunada… —Y el celeste de su mirada se sublimó. Y la verdad habló por ella—: …Yo, Rebeca, hija de Ezra, he amado al Hombre más grande de la Tierra.
Observando a tan espléndida y castigada mujer recordé una afortunada frase de Schiller:
«Solamente conoce el amor quien ama sin esperanza».
—¿En qué momento dejaste de amarle?
Mi nueva pregunta, sólo comprensible en el miope espectro de la psicología del varón, fue recibida como a un necio e indeseable visitante. Se miraron y, finalmente, con la piedad del vencedor, María se adelantó a Rebeca:
—Hijo, ¿tú nunca has conocido el amor?
Poco faltó para que abriera mi desierto corazón. Por fortuna, la enamorada intervino:
—El amor, amigo Jasón, el auténtico, como el áloe, sólo florece una vez. Los hombres tenéis dificultades para comprendernos. Vosotros, a lo largo de vuestras vidas, amáis poco y muchas veces. Una mujer ama una sola vez y para siempre. ¿Responde esto a tu ingenua cuestión?
—Entonces, ¿aún le amas? Creí que después de aquella entrevista…
La transparencia de mi intención —sin asomo de doblez— debió conmoverlas.
—A veces pareces un niño —me recriminó María con afecto—. Rebeca te lo ha explicado. El amor (el que yo le profesé a José) no es una túnica que se quita y se pone. Ni el propio Jesús podía aniquilar los sentimientos de esta criatura. ¿Es que no sabes que el amor se nutre de la esperanza?
—¡Qué difícil palabra! Esperanza: el mejor médico que conozco.
El comentario, tomado de Dumas padre, no pasó inadvertido para la enamorada.
—Dices bien, Jasón. Fue la esperanza la que me sostuvo. Ella alimentó mis sueños. Me daba la vida. Me hablaba de milagros. Poco importa que no fuera correspondida. El amor es una gracia sublime que, incluso, acierta a vivir en soledad. Tres años después de aquella conversación en el almacén de aprovisionamiento, mis esperanzas, intactas, recibieron un cálido rayo de luz…
—No comprendo.
La Señora amonestó mi impaciencia.
—Déjale expresarse. Se refiere a la estancia de mi Hijo en Séforis…
Obedecí. Pero, atrapada en la trampa de los recuerdos, delegó en María. Así fue como pude reconstruir aquel nuevo año de la mal llamada «vida oculta» de Jesús: el de su veintidós aniversario (16 de nuestra era).
Antes de escribir la página del mencionado traslado a la capital de la baja Galilea, la madre —con buen tino— me puso en antecedentes del porqué de dicho y temporal cambio de residencia de su Hijo.
—No fue un capricho. Los tiempos eran regulares. Simón, recién terminados sus estudios, se unió a su hermano Santiago en la cantera…
¿Santiago cantero? Las herramientas del cobertizo y el excelente acabado de las losas y de la mesa del patio empezaron a encajar.
—… Jesús, siempre previsor, había manifestado en repetidas ocasiones la necesidad de diversificar los oficios. De esta forma, de común acuerdo, José se responsabilizó del taller de carpintería y Santiago fue especializándose en la piedra. Como te decía, los tiempos no eran buenos. Nazaret, y en concreto los carpinteros, atravesaban momentos de sol y sombra. El paro, como un lobo, asomó varias veces en el pueblo y mi Hijo convino que era más práctico e inteligente romper la tradición familiar. Con un ebanista en la casa era suficiente.
—¿Y Jesús?
—Siguió en el almacén de aprovisionamiento de caravanas. Pero algo hervía en su cabeza. Yo, como siempre, fui la última en saberlo. A lo largo del año se las ingenió para que Santiago alternara la cantera con el almacén. Simón era un buen trabajador y no tuvo problemas a la hora de sustituir a su hermano. Y a finales de ese año, ante mi sorpresa, Jesús convocó una reunión familiar. El muy ladino lo había planeado a la perfección… Él y Santiago, que por aquel entonces contaba dieciocho años, se entendían con la mirada. Por supuesto que habían hablado a mis espaldas… —María suspiró resignada—… Y Jesús, tomando como excusa las nuevas y apremiantes circunstancias económicas, manifestó su irrevocable voluntad de trasladarse temporalmente a la vecina Séforis. Creo recordar que fui la única que protestó.
—¿Por qué? Si no he entendido mal, el trabajo escaseaba en la aldea…
—Cierto —replicó buscando acomodo en otra excusa—. Pero, ya sabes cómo son las madres. Yo presentía que detrás de aquel primer distanciamiento serio del hogar se escondían otras razones y no precisamente de orden económico. Te hemos hablado mucho y repetidas veces de su frustrada vocación de viajero…
El argumento no me satisfizo.
—María, no exageres… Séforis está a poco más de una hora. Tampoco era el fin del mundo.
—Bueno —concedió a medias—, no sé qué decirte. En los seis meses que permaneció ausente sólo le vimos el pelo dos docenas de veces. A visita por semana, hijo. Pero no era de eso de lo que quería hablarte. En esa histórica asamblea de familia hubo algo más. «Algo», precipitado e impaciente amigo, que apuntaba lejano pero claro como la luz del alba. «Algo» que no guardaba relación con las penurias monetarias y que una madre, a poco que se precie de despierta, sabe distinguir en la lejanía…
Este explorador era todo oídos. María, en cambio, para mi desesperación, suspense líquido…
—… Viajar, te lo he dicho, le fascinaba. Aunque sólo fuera ahí arriba, a la cumbre del Nebi. ¿Qué placer podía experimentar en cambiar de aires? Pues bien, fue como un presentimiento. La marcha a Séforis era una señal. Y aquella noche, mientras hablaba, el cielo me iluminó y supe que los días de mi Hijo como «padre y jefe» de la casa del fallecido José estaban medidos y bien medidos. A excepción de ese otro tunante —la Señora señaló hacia el patio—, todos quedamos boquiabiertos. Jesús, adoptando un tono solemne, declaró que, en su ausencia, Santiago ocuparía su lugar. A partir de ese momento desempeñaría las funciones de «jefe segundo». ¡Qué buen diplomático! La verdad es que Santiago nunca fue un «jefe segundo». Desde el día en que mi Hijo salió hacia Séforis fue el «jefe primero». Todo cayó bajo su exclusiva responsabilidad. Y Jesús hizo prometer a sus hermanos (uno a uno) que le obedecerían y respetarían en todo instante y circunstancia.
La calificación fue afortunada. Las informaciones recogidas con posterioridad dieron la razón a María: aquella «cumbre» familiar fue histórica en verdad. Aquel mes de kisleu (noviembre-diciembre) del año 16 debería recordarse como el de la suelta de las «primeras amarras de un velero que cabeceaba inquieto frente a la bocana». Ella no quiso o no supo admitirlo pero, a poco que se conociera la línea de aquel «buque», saltaba a la vista que sus espaciadas visitas a Nazaret obedecieron a un plan meticulosamente estudiado. De esta forma, aunque el hogar no se vio privado del salario semanal del Maestro, Santiago tuvo la posibilidad real de ejercer como auténtico cabeza de familia. Y el Hijo del Hombre —cada vez más cerca de su destino— se vio lenta y progresivamente liberado de sus ataduras y obligaciones domésticas.
—… Conociéndole como le conocía —añadió la Señora, en mi opinión sin demasiado acierto: ni siquiera después de la muerte y resurrección tuvo claras las ideas respecto a su Hijo—, no intenté disuadirle. Sólo le formulé una pregunta: ¿a qué pensaba dedicarse en Séforis? —La aclaración me dejó atónito—… A la fundición de metales…
—¿Trabajó durante seis meses en una fragua?
—Eso dijo —confirmó la Señora—. Y ahora que lo mencionas, me doy cuenta que jamás llegué a verle con el mandil de forjador…
El relativamente largo período que Jesús vivió entre hornos y yunques esclarecía otro de los enigmas, detectado en los análisis de los cabellos. Al someterlos al microscopio Ultropack, entre los elementos inorgánicos, además de los habituales —silicio, fosfatos, plomo, etc.— mi hermano y yo descubrimos altos índices de hierro y yodo[80]. Allí estaba la explicación. El hierro que contaminaba sus cabellos sólo podía proceder de ese intenso contacto con la forja de Séforis. El yodo, naturalmente, obedecía a «otras circunstancias»…
—… Mi Hijo tenía muchos y buenos contactos y no me extrañó que uno de aquellos talleres le admitiera a su servicio.
Duro trabajo a fe mía. Si la memoria no cojeaba, hasta ese año 16, Jesús había trabajado como carpintero, ebanista de exteriores, jefe de un almacén de aprovisionamiento de caravanas, forjador y, ocasionalmente, como labrador, pescador en el yam e instructor o maestro «particular» de sus hermanos. Todo un récord que, por supuesto, no quedaría ahí. Y sigo en mis trece: flaco favor el de los evangelistas al mostrarnos a un Hijo de Dios básicamente carpintero. En su afán por conocer y compartir la existencia humana, el Maestro fue desempeñando —a veces sin querer— un buen número de oficios, a cual más fatigoso y representativo.
—¿Y por qué lo dejó?
—Él hablaba siempre de ganar la vida por etapas. Según manifestó a su vuelta, la experiencia en Séforis, ciudad de gentiles, se hallaba cumplida. Herodes Antipas, además, no le inspiraba confianza…
Rebeca, que asistía en silencio a la narración, intervino fulminante:
—Sí y no.
María se revolvió, inquieta.
—¿A qué te refieres?
La pregunta de la Señora quedó gravitando en la penumbra de la plataforma. La «pequeña ardilla», sudorosa y jadeante, hizo acto de presencia, volando a nuestro encuentro. Detrás, dejando en el umbral la proximidad naranja del ocaso, aparecieron sus hermanas. Ruth, sin resuello, confió a mis manos un pequeño tarro de arcilla. Contenía una abundante reserva de florecillas liguladas de caléndula, secas y pajizas. Los pigmentos florales de esta asterácea contienen interesantes principios medicinales. Y felicitándola por su eficacia y rapidez le di las instrucciones oportunas: verter entre uno y dos log (medio a un litro) de agua en un recipiente, a ser posible de metal. Machacar la caléndula y, una vez que el líquido empezase a hervir, arrojarla en la vasija.
—¿Y después?
La dificultad para hacerle comprender un concepto que hoy no encierra mayor complicación —«quince minu tos»— me forzó a aplazar la segunda parte del preparado. Y acariciando sus rojizos cabellos salvé la situación, indicándole que me avisara cuando el sol se hubiera ocultado en el horizonte. En aquellos momentos debíamos estar muy cerca de las seis y media.
Miriam y Esta —para sorpresa de todos— mostraron orgullosas una regular palada de nieve, cuidadosamente arropada en hojas de helecho. A preguntas de la concurrencia aclararon que procedía de la casa del jefe del consejo. Jacobo y Santiago, alarmados ante la insólita generosidad de Ismael, exigieron detalles. Pero, ocupadas en cumplir mis indicaciones, dieron la espalda a sus respectivos maridos, aplazando la inquietante cuestión. Cuando los lienzos rezumaron una aceptable frialdad fui aplicándolos a la rodilla de la Señora, que no tardó en experimentar el esperado alivio. El frío, además de calmar el dolor, provocó una vasoconstricción, disminuyendo así la extravasación sanguínea y el edema. La operación, sencilla en extremo, iría repitiéndose regularmente hasta la total extinción de la nieve. Y el dormido optimismo de María despertó con brusquedad. Con un delicioso ímpetu… En un descuido, mientras asistía complacido al rápido aprendizaje del cambio de compresas por parte de Miriam, la espontánea Señora fue a estampar un sonoro beso en la mejilla de este explorador. El cariñoso gesto terminaría propagándose en forma de risas y aplausos.
Hacia las 18 horas y 40 minutos, con la caída del sol, Ruth me condujo hasta el perol que bullía en el hogar. Lo aparté y, tras unos minutos en reposo, le mostré cómo empapar los lienzos en la pócima, alternándolos con las compresas de nieve. La infusión de caléndula, muy apropiada para golpes y contusiones, completó mi modestísima aportación, remediando en parte lo que —a buen seguro— no hubiera demorado en sanar por sí mismo.
Los hombres, impacientes, siguieron presionando. Y Miriam pasó a exponer la parca historia del «hielo». El responsable de la entrega había sido el criado que ya les había informado en dos ocasiones y secretamente. Pero Jacobo y Santiago no terminaban de ver claro. «¿Y el saduceo?».
Todo tenía su explicación. Al parecer —ésas fueron las palabras del «espía» de la familia—, Ismael se hallaba ausente desde primeras horas de la mañana. Por alguna razón desconocida había partido hacia Séforis y con notorias prisas.
Como era de prever, el asunto desencadenó una marejada de opiniones. Esta, de acuerdo a su natural condición, no despegó los labios. Jacobo habló de «sospechosos enjuagues». ¿Cómo explicar sino el repentino viaje de la víbora? Santiago permaneció pensativo, sin saber a qué atenerse. Y resumió sus cavilaciones con tanto acierto como escasa brillantez:
—Puede ser tan bueno como malo.
Miriam y Rebeca, más intuitivas, se mostraron pesimistas. Las intrigas del sacerdote cerca del tribunal podían resultar nefastas. Ruth y la Señora, perplejas, se limitaron a oír y a solicitar cordura y paz. Debían permanecer unidos.
Curiosamente, ninguna de las interpretaciones dio en el blanco…
No había razón para convertir la marcha del saduceo en una tragedia.
—Los problemas, como las deudas —sentenció María haciendo suyo un pensamiento de su Hijo—, de uno en uno.
E, imperativa, solicitó de los hombres que aliviaran su traslado al patio. Santiago me consultó con la mirada. Supongo que una negativa no hubiera doblegado la acerada voluntad de la mujer. Y tragándome la severidad me encogí de hombros. En cierto modo, María trataba de no desequilibrar excesivamente el ya escorado clima de la casa. El nivel superior de la estancia debía ser utilizado, a no tardar, como dormitorio de la numerosa prole. La noche, benigna, se puso de parte de la Señora. Y el corral, milagrosamente libre de niños, exhaló aliviado, atrayendo las últimas y fragantes respiraciones de anémonas, manzanillas y tulipanes de monte que se disponían a cerrar sus flores.
La Señora, entre las inevitables risas de la chiquillería, fue transportada en volandas hasta la cabecera de la mesa de granito. Allí, sometida a la débil custodia de este explorador, fue besando, uno a uno, a cada nieto. Concluida la ceremonia, el agotador tropel, peor que bien, fue recluido en el interior de la vivienda, bajo la implacable tutela de Miriam y Esta. La «pequeña ardilla», arrodillada junto al bloque de piedra que servía de asiento a su madre, se mantuvo vigilante, reemplazando las compresas. Rebeca trató de auxiliar en el arduo ministerio de desnudar y alimentar a la gente menuda. En su calidad de huésped fue gentilmente despedida de la cocina. Y para descanso y beneplácito de este pecador fue a sentar su hermosura junto a María. En cuanto a Santiago, saltando de improviso sobre la losa de granito, procedió a colgar del moral una lámpara de aceite que, con el esforzado brillo de otras dos lucernas, depositadas por Jacobo sobre la mesa, preten dían burlar la negra y estrellada noche. Una noche —lo intuía— cargada de buenos y malos presagios. Buenos para quien esto escribe. No tan saludables, en cambio, para la familia que se dignaba acogerme con tan exquisito afecto. Pero trataré de ir por partes.
A decir verdad, entre unas cosas y otras, Rebeca y yo casi habíamos olvidado el brusco final de nuestra conversación con María. Aquel «sí y no» de la enamorada, colocando en tela de juicio las explicaciones de la Señora acerca del abandono de Séforis por parte de Jesús, seguía flotando en el contrariado ánimo de la madre. Y antes de que el dueño de la casa terminara de anudar el candil a la rama del árbol, le abordó sin miedo ni concesiones:
—Explícate. Tú estabas allí. ¿No fue por causa del odioso Antipas?
El duelo no tuvo desperdicio. Si María era rectilínea en pensamiento y obra, Rebeca tenía poco que envidiarle.
—Mamá María, ya veo que nunca lo supiste…
—¿Nunca supo qué? —terció Jacobo sin comprender. Pero la Señora, agitando con impaciencia su mano derecha, ordenó que se sentara y que no interrumpiera.
—… Jesús, en efecto —prosiguió Rebeca sin acelerarse—, habló y te habló con verdad. Su experiencia en Séforis, sus contactos con los gentiles y el conocimiento de sus costumbres, se vieron satisfechos. Y no es menos cierto que sus discrepancias con Herodes Antipas aceleraron su vuelta a Nazaret. Como sabes, el grupo para el que trabajaba aceptó participar en la construcción de varios edificios oficiales. Tanto los de Séforis como los de Tiberíades eran sufragados por el gobernador. Después de la injusticia cometida tras la muerte de José, Jesús se negó. No trabajaría para el «viejo zorro»…
Rebeca hizo una pausa. Llegué a creer que se arrepentía de haber hablado. Mi desconocimiento acerca de las mujeres (toda una «raza aparte») podría llenar la biblioteca del Capitolio…
—Eso lo sabemos —confirmó la madre sin pestañear y buscando la «razón oculta» que ya amanecía en los ojos de su interlocutora.
—Ha pasado mucho tiempo y no tiene sentido ocultarlo…
La pálida línea de los labios de la Señora osciló temerosa.
—Yo provoqué su marcha. —Y adelantándose a la carga de María añadió tranquilizadora—: No te alarmes. Sabes que soy incapaz de hacer daño a nadie. Mucho menos a Él. Pero, al saber que trabajaba en la fragua, me las ingenié para observarle sin que me viera. Y así viví mi gran ilusión, semana tras semana y escondida en la penumbra de una ventana…
—¡Rebeca!
Aceptó el reproche. Pero, combatiendo de igual a igual, no tardó en desarmar a su fingido enemigo.
—¿No hubieras hecho lo mismo por José?
Con astucia, la Señora la ató en corto.
—¿Qué más?
Aquel celeste parecía esperar la sutil andanada. Pero no se enturbió.
—Nada más… Ni siquiera me fue dado hablar con Él.
María, desconfiada, leyendo más allá de las palabras, la acosó.
—¿Estás segura? Según tú, ¿qué fue lo que provocó su marcha?
Rebeca dudó, provocando un temblor general.
—Hubo algo más.
Y la madre, desviando sus dardos hacia quien esto escribe, me previno:
—No lo olvides, «niño Jasón»… «Mujer enamorada: hiedra trepadora».
—Sí —repliqué en defensa de Rebeca—, una hiedra que perfuma lo que toca.
Jacobo, divertido ante mi insolencia, lanzó un codazo a su cuñado. Y María le desintegró con la mirada.
—… Cuando supe que Jesús se disponía a cancelar su contrato con la fragua —prosiguió tratando de evitar nuevos conflictos familiares— quise verle… —La Señora, ajena a estas pequeñas historias, quedó en suspenso—… Mi padre cedió y acudió al taller, invitándole a nuestra casa… —El susto cubrió de nieve el rostro de María—… Jesús declinó la invitación. Y el rayo de luz que templaba mis esperanzas se eclipsó. Al día siguiente, antes de lo previsto, abandonó la ciudad. Yo provoqué su marcha.
Nadie suspiró. Y los primeros luceros, en lo alto, fueron fijando posiciones, a la espera de la siempre rezagada flota de estrellas.
Hubiera deseado consolarla. Explicarle que, a buen seguro, como aquellos planetas primerizos, sus temores no reflejaban la verdad. Ésta, como la noche, es siempre una construcción intrincada. El ser humano, desde tierra, debe limitarse a contemplarla. Poseer la verdad —como las estrellas— es todavía un sueño. Si el Maestro decidió partir de Séforis no fue por su causa. Y la Señora, leyendo en mi firmamento interior, restableció el orden.
—Te equivocas, criatura. Destierra esa idea absurda. Mi Hijo (tú lo aprendiste en los años de predicación) actuaba movido por la voluntad de su Padre; nunca por temores humanos.
Me dieron ganas de devolverle el beso. Difícilmente podía simplificarse con tanto acierto. Mi sonrisa, en la que hubieran podido instalarse todas las constelaciones, lo suplió con creces. Y embarcado como un polizón en el excelente humor de la Señora me aproveché de él, arrastrándola a las aguas que me convenían. La intuición —ese infalible semáforo del alma— no dejaba de parpadear en ámbar. Hacía tiempo que me gritaba la importancia de aquella serena y concurrida noche. Con el alba, con el jueves y con la asamblea del Pequeño Sanedrín de Séforis mi suerte podía remontar el vuelo.
Y alzando el rostro hacia el violáceo y moribundo perfil del Nebi, mi providencial valedora inspiró y se bebió la fragancia que huía de las laderas. Y con los ojos entornados, sin desviar la proa de sus pensamientos de la montaña, fue hablándome despacio. Recreándose. Agradeciendo. Llamando a los recuerdos. Dejando que se posaran, como sus palomas, en las ramas de su corazón. Y así, serenamente, recibí las claves que me permitieron escribir las últimas páginas de la estancia del Hijo del Hombre en la recóndita Nazaret.
Rematada su experiencia en la fragua reanudó el trabajo al frente del almacén de aprovisionamiento. Y cumplió lo estipulado: Santiago siguió ostentando la jefatura del hogar.
El amanecer del siguiente año —17 de la actual era cristiana— fue uno de los más luminosos y esperanzadores para la familia. El lobo del desempleo se alejó de la aldea y los jornales de los cuatro hijos mayores enmendaron el azaroso rumbo de la economía doméstica. Miriam y Marta, a su vez, la primera con la venta de la leche y de la mantequilla y la segunda ayudando a la madre en el telar, auparon la menguada talla de los dineros. Más de un tercio del costo del almacén de aprovisionamiento se hallaba satisfecho y, por primera vez en años, disponían de unos ahorros. Este merecido respiro alivió tensiones y autorizó a Jesús a cumplir con una de las tradiciones familiares: acompañar a su hermano Simón, el cantero, a la fiesta de la Pascua. Desde el fallecimiento de su padre en la tierra, el Hijo del Hombre no había dispuesto de tanto tiempo libre. Y supo aprovecharlo. Como era habitual eligió un viaje inédito: la Decápolis, Pella, la Gérasa del sur, Filadelfia (actual Amán), Jesbón, Jericó y Jerusalén.
En este recorrido, atravesando las tierras situadas al este del río Jordán, los hermanos entablaron amistad con un hombre que, pocos meses después, se convertiría en la cuarta «gran tentación» de Jesús. Cuando leo a los evangelistas y me detengo en las famosas «tentaciones del retiro al desierto» no puedo por menos que maravillarme ante la solemne ingenuidad de los pésimos relatores de la vida del Maestro. «Piedras que están a punto de transformarse en pan», «vuelos sin motor hasta el pináculo del Templo»… En fin, bellas y preocupantes fantasías orientales, muy propias de gentes que «habían oído campanas» y que, lamentablemente, no supieron hacerse con una información rigurosa. El Hijo del Hombre, en cuanto hombre, por supuesto que fue tentado. Pero, desde mi corto conocimiento, con maniobras y proposiciones más sibilinas y —valga la redundancia— tentadoras. A lo largo de su vida terrenal tuvo que elegir. ¿Existe una fórmula más diabólica de tentación? Le fue ofrecida una «carrera»: una educación refinada en las escuelas rabínicas de la Ciudad Santa. Pudo cubrirse de la dudosa gloria humana, participando en el movimiento zelota. Le fue dada la atractiva posibilidad de salir de la pobreza contrayendo matrimonio con Rebeca. El siguiente «canto de sirena» —más peligroso que los anteriores— fue entonado por la cultura. Para ser exactos, por el señuelo de la enseñanza.
A su paso por Filadelfia, el Maestro y Simón conocieron a un próspero y noble mercader de Damasco, dueño de cuatro mil camellos y ágil negociante, con intereses y mejores dineros repartidos por todo el imperio. Se dirigía a Roma y, al ingresar en Jerusalén, tuvo a bien invitar a Jesús a su casa. La notable instrucción y los dilatados saberes de aquel impenitente viajero cautivaron al Hijo del Hombre. A su vez, el oriental recibió una fuerte impresión. Aquel galileo de veintidós años destilaba «algo» especial… Y cuando Jesús se despedía, rumbo a Betania, el banquero le ofreció un puesto en sus negocios de importación. Debería acompañarle a Damasco y, posteriormente, por el resto del mundo conocido. El Nazareno rechazó la oferta, escudándose en su familia. Pero el mercader tampoco era hombre que se rindiera con facilidad. Y algún tiempo después volvería a la carga, con una «tentación» de diferente corte.
Simón entró en la legalidad judía y, por espacio de una semana, él y su Hermano disfrutaron de la libertad. Jerusalén, en plena fiesta, era un torbellino de lenguas, colores y costumbres. Y el curioso Jesús se dejó llevar por aquel oleaje, participando en decenas de cónclaves. En uno de esos encuentros con gentiles y peregrinos fue a tropezar con un griego que hacía su primer viaje a la Ciudad Santa. Era el martes de Pascua. Lugar: el espléndido palacio de los Asmoneos. Pues bien, el griego en cuestión —que recibía el nombre de Esteban— quedó conmocionado ante el estilo y las ideas de Jesús. Y durante cuatro horas polemizaron sobre lo humano y lo divino. La revolucionaria filosofía del Galileo acerca del Padre Azul le dejó fuera de combate. Nunca más volverían a verse ni a saber el uno del otro. Sin embargo, aunque no puedo demostrarlo, tengo fundadas sospechas de que el joven y fogoso griego pasaría a la historia como aquel Esteban que sería lapidado a las puertas de Jerusalén hacia el 36 de nuestra era. Es decir, alrededor de veintiún años después de esta providencial conversación. Una muerte de la que, como es sabido, nacería a la fe el no menos célebre Saulo o Pablo de Tarso, verdadero «fundador» del Cristianismo[81].
El regreso a Nazaret, al domingo siguiente a la semana de Pascua, transcurrió por escenarios igualmente nuevos: Lidda, la ruta de la costa, Joppe y Cesarea y, rodeando el monte Carmelo, Akkó (Ptolemaida) hasta la aldea. De esta forma, el incansable Jesús completó su conocimiento de la Palestina ubicada al norte de Jerusalén.
La entrada en el hogar, como en cada viaje, fue un maravilloso caos. Simón permaneció horas relatando a la familia los pormenores de la aventura. Y una vez más, la Señora —al saber de los contactos de su Hijo con aquellas gentes lejanas y extrañas— resucitó los antiguos miedos. ¿Por qué aquel afán por viajar y, sobre todo, por relacionarse con gentiles tan ajenos a la religión y a las formas judías?
Aunque creo haberlo mencionado, a fuerza de rutina, de años y de los cada vez más herméticos silencios de Jesús respecto a su papel como Mesías, la madre, en cierto modo, fue perdiendo la noción de un primogénito libertador y jefe nacional. Para colmo, aquella fiebre por los viajes terminaría de desconcertarla. Sólo de tarde en tarde, la incombustible imagen del ángel en la anunciación agitaba su alma, sepultándola en un océano de dudas. Pero, como todas las madres, fue haciéndose a la idea: más tarde o más temprano, Jesús «volaría» de su lado…
Y el tímido salto a la cercana Séforis encontraría pronto su segundo eslabón: Damasco.
Jesús, jefe de una escuela de filosofía religiosa…
Ésta fue la cuarta «gran tentación». Pero seguiré el hilo de los acontecimientos, tal y como los recibí de la familia.
Unas ocho semanas después de celebrar su veintitrés cumpleaños, entrado ya el mes de kisleu (noviembre-diciembre), aquel Jesús hecho y derecho recibiría una grata embajada. Un mensajero del rico comerciante de Damasco se presentó en Nazaret con el encargo de invitar al jefe del almacén de aprovisionamiento a trasladarse a la referida y próspera ciudad oriental. La Señora fue la única que se opuso al proyecto. Pero el destino estaba trazado y el Maestro partió. Aquella separación se prolongaría durante los últimos meses del mencionado año 17.
¿Por qué aceptó Jesús? ¿Había cambiado de criterio respecto al mundo de los negocios? La razón fue otra: el mercader deseaba levantar en Damasco una escuela filosófica capaz de hacer sombra a los prestigiosos centros de Alejandría. Y para llevar a cabo tan ambicioso proyecto pensó en aquel joven singular, culto y profundo que había conocido en Filadelfia y Jerusalén. En un primer momento, la idea entusiasmó al Galileo. Y su perplejidad no tuvo límite cuando, al llegar a Damasco, el banquero puso a su disposición una fuerte suma con la que hacer frente a los primeros gastos. Para arrancar, el jefe de la futura «universidad» debía visitar los más nombrados foros culturales y pedagógicos del orbe mediterráneo, bebiendo en la esencia de sus doctrinas y enseñanzas. La seriedad del magno proyecto se vio refrendada por otros doce banqueros que se comprometieron a financiar la operación, siempre y cuando Jesús se dignara dirigirla. Aquellos meses pesaron peligrosamente sobre el Hijo del Hombre. La tentación de enseñar y difundir la cultura se hizo casi insoportable. Finalmente desistió. Su acariciado «gran sueño» —revelar al mundo la existencia de su Padre— apuntaba ya como un cegador amanecer. Trabajó en la planificación del centro, ayudando a su amigo y benefactor. Tradujo numerosos documentos y devoró cuantos libros y manuscritos cayeron en sus manos. Y a punto de finalizar el año, ante el desconsuelo del mercader y de sus amigos, emprendió el regreso a Nazaret. La tentación había sido vencida.
Las dos primeras e importantes ausencias de Jesús —Séforis y Damasco—, aunque dolorosas, fueron inmunizando a la familia. La Providencia, sin prisas, seguía levantando el escenario en el que debería representarse el último acto de la vida del Hijo de la Promesa. Los hermanos y la madre, a su manera, empezaron a intuir que Nazaret era un «nido» extremadamente pequeño para la envergadura de tan espléndida «águila dorada». Sus «vuelos», cada vez más altos y prolongados, anunciaban un no muy lejano y definitivo éxodo. De acuerdo con la sabia Naturaleza, ese despegue se forjó sin traumas y al compás del reloj de las necesidades humanas. En aquellos años previos a la llamada «vida pública», a pesar de la inteligencia y del magnetismo que le adornaban, nadie sobre la tierra hubiera podido sospechar que aquel bello ejemplar de 1,81 metros, complexión atlética y trabajador y viajero infatigable estaba llamado a modificar la brújula de la historia. Como mucho, los más optimistas le auguraban un futuro discretamente brillante y atrincherado en la enseñanza. De hecho, su fama como instructor corría ya de boca en boca. En la primavera del año 18 quedaría demostrada la solidez de esta realidad. Una semana después de la Pascua, un joven judío residente en Alejandría visitó la casa de Nazaret, proponiendo «algo» que el Maestro aceptó con placer: un cambio de impresiones con una selecta representación de los sabios y rabinos que trabajaban en la referida metrópoli egipcia. Y en junio, a dos meses de su veinticuatro aniversario, se sentó en Cesarea frente a cinco eminentes profesores. Las conversaciones giraron alrededor de dos ideas y una propuesta. Para aquellos judíos, Alejandría estaba llamada a ocupar el centro cultural del mundo. Las corrientes helénicas imperaban en la cuenca mediterránea, habiendo desbordado el pensamiento y la filosofía babilónicos. En cuanto a la propuesta, no cabe duda de que constituyó una quinta y atractiva tentación: Alejandría le ofertaba un puesto de profesor y ayudante del decano de la sinagoga principal. Para ello, obviamente, debería residir en Egipto.
A lo largo de esta «cumbre» con la flor y nata de la sabiduría judía en el exilio, el Hijo del Hombre tuvo ocasión de oír un pronóstico que, años después, con plena conciencia de su divinidad, convertiría en profecía: la destrucción de Jerusalén y del templo. Los rabinos, tratando de ganarle para su causa, no dudaron en hacerle partícipe de los preocupantes rumores que circulaban dentro y fuera de Palestina. La rebelión —dijeron— era inminente. La nación sería aplastada por Roma en un plazo máximo de tres meses. Los hombres prudentes debían abandonar Israel. ¿Qué mejor momento para Él y su familia? Alejandría le abría los brazos.
En estimación de Santiago y Jacobo —principales informantes de esta secuencia—, Jesús volvió a sufrir ante la nueva y tentadora proposición. Meditó despacio y, «tras retirarse a consultar con su Padre de los cielos», respondió a los embajadores de la cultura judía en Alejandría con una frase que no esperaban: «Mi hora no ha llegado aún». Y confusos, momentos antes de partir, trataron de compensar el tiempo perdido por el Galileo con una suculenta bolsa. El Maestro la rechazó igualmente, añadiendo: «La casa de José nunca aceptó limosnas. No podemos comer el pan ajeno mientras yo tenga buenos brazos y mis hermanos puedan trabajar».
Y muy pronto, la quinta gran tentación descansó en el olvido. María y sus hijos, sin embargo, no comprendieron el porqué de la renuncia. Y durante un tiempo la polémica volvió a instalarse en el hogar de Nazaret. ¿Qué pretendía aquel extraño primogénito de veinticuatro años, que se atrevía a rehusar lo que la mayoría hubiera estimado como la culminación de una vida? La Señora recordaba con añoranza su estancia en la bella ciudad egipcia y fue la más ardiente defensora del traslado. Empeño estéril. Jesús guardaba silencio y continuaba sus labores, aparentemente grises, como modesto jefe de un casi perdido almacén de aprovisionamiento. Y los últimos seis meses de aquel año 18 transcurrieron en paz, con el único sobresalto de la noticia proporcionada en secreto por Santiago.
—Yo había cumplido veinte años —expuso el dueño de la casa ante la nostálgica mirada de su madre— y estimé que aquel mes de diciembre era el momento oportuno para hablarle de mis proyectos. Sabiendo de las inquietudes de mi Hermano y de sus repentinos y dilatados viajes no quise arriesgarme a esperar. Tuve entonces una conversación privada y le manifesté mi deseo de casarme…
A pesar de los doce años transcurridos desde la referida y secreta entrevista con Jesús conservaba en la memoria hasta el último detalle. Y como buen cantero cinceló la escena con los golpes justos:
—Mi Hermano palideció. Su luminosa percepción en asuntos de peso cojeaba y aparecía como distraída en los negocios más caseros. Ni por un momento imaginó que yo podía estar enamorado.
—Así que era distraído.
Jacobo se adelantó a su cuñado, satisfaciendo mi curiosidad:
—Cuanto más sabio, más distraído. Nunca recordaba dónde dejaba las cosas…
—El sabio —terció Rebeca en una innecesaria defensa de Jesús— es superior al rey.
—Sí, ya sé —reconoció Jacobo, cerrando la sentencia que pregonaban los rabinos y que acababa de perfilar la de Séforis—: un sabio que muere es insustituible. Para el trono de un rey, en cambio, siempre hay candidatos.
—¿Y qué respondió? —Abordé de nuevo a Santiago.
—Cuando bajó de las nubes se mostró complacido. Y al saber el nombre (Esta) me abrazó dichoso. Entonces vino lo peor… —El cuñado, haciendo causa común, asintió con la cabeza—… Como es natural queríamos casarnos cuanto antes. Mi Hermano dijo que no. Para obtener su definitiva bendición puso dos condiciones. Primera: que esperásemos dos años. Segunda: teniendo en cuenta que a José le faltaban tres meses para cumplir los dieciocho y que, en consecuencia, podrían reemplazarme en la dirección de los asuntos familiares, me exigió que le fuera preparando para tal menester. Mis protestas sirvieron de poco. Este impaciente enamorado no acertaba a ver más allá de sus narices…
—¿Qué insinúas?
La pregunta, lo confieso, tampoco fue un alarde de perspicacia.
—Estamos hablando de hace doce años. No lo olvides, Jasón. Él sabía lo que quería. Necesité mucho tiempo para comprenderlo. Fue a los dieciséis cuando adoptó aquella gran decisión. ¿La recuerdas?: «Esperar a que todos nosotros encauzáramos las vidas para acometer su gran sueño». Minucioso y responsable no le gustaban los cabos sueltos… Y acepté, claro. ¿Qué otra cosa podía hacer?
El beneplácito del jefe moral de la casa a las bodas de su hermano con la discreta hija de Nazaret desencadenaría un segundo e inesperado suceso. Animada por la positiva reacción de Jesús, la hermana mayor —Miriam— se apresuró a comunicarle que también ella se hallaba enamorada.
Los ojos de Jacobo clarearon los recuerdos. Y enarcando las cejas resumió con un lamento el embarazoso lance que le tocó en suerte:
—Hubiera preferido una semana a pan y agua.
La Señora le amonestó, tachándole de exagerado. Él siguió a lo suyo:
—Conocí a Jesús desde que nació. Había vivido a su lado día y noche. Pared con pared. Sabía de sus risas y lloros. Participé en sus juegos. Le defendí y protegí. Me senté a sus pies y aprendí. Le quería como a un hermano. Pero, cuando Miriam me comunicó la decisión de Jesús, las rodillas me temblaron. Debía presentarme a Él y solicitarla oficialmente en matrimonio. ¿Te imaginas? Yo, Jacobo, su amigo y confidente, vestido de solemnidad, pidiendo a Miriam… Como era de esperar, a la segunda palabra me entró la risa. Contagiado me abrazó y me llamó «cuñado». Doblados por las carcajadas tuvimos que huir de la casa, perseguidos a escobazos por mi futura y por mi suegra…
—Sí —recalcó María burlándose—, toda una tragedia. ¡Menudo par de liantes!
Simuló no haberla oído.
—Con otras palabras —se lamentó Jacobo— nos anunció lo que ya sabíamos por Santiago: deberíamos esperar. Y Miriam, por su parte, se comprometió a preparar a Marta en lo referente a las tareas domésticas que desempeñaba como hija mayor.
—Entonces, lo de «Miriam, la más bella y su albañil» fue cosa tuya.
El súbito comentario de este explorador, recordando la inscripción en la roca de la cima del Nebi, descolocó a Jacobo. Tartamudeó y ante las risitas de Ruth y Rebeca, sin perder de vista a la perpleja suegra, se excusó con un endeble «no sé…».
La Señora exigió detalles sobre el particular. Pero Santiago, cubriendo a su amigo, restó importancia al hecho, calificándolo de «chiquillada propia de enamorados». Y la madre, resignada, se refugió en una de sus frases favoritas:
—Siempre soy la última en enterarme…
María estaba en lo cierto. Y si aquello no trascendía la frontera de lo meramente anecdótico, no podía decirse lo mismo del grave incidente protagonizado por Judas al siguiente año y que, con buen criterio, le fue silenciado…
Se dice pronto. Once años necesitó la familia para liquidar sus deudas. El «reflotamiento» de la economía, iniciado en el 18, concluiría en el 19 de nuestra era. El finiquito del pago del almacén de aprovisionamiento constituyó un alivio que sólo los que se han enfrentado alguna vez a la liquidación de un crédito, de una hipoteca o de una compra «a plazos» podrán entender en su justa medida. La casa fue una fiesta. La esquiva fortuna había hecho un alto en Nazaret. Los hermanos más pequeños estaban a punto de concluir sus estudios, todos gozaban de una excelente salud, en las arcas sonaban algunos ahorros, el trabajo seguía alimentando sueños y un par de parejas hacía oscilar la herrumbrosa rosa de los vientos de las ilusiones de la Señora. Las bodas quedaron definitivamente fijadas para finales del 20. El destino del Hijo del Hombre, en una inexorable espiral ascendente, le arrastraba hacia las postreras y azules térmicas. Pero, como reza el viejo y sabio adagio, «en la casa del pobre, la felicidad nunca es completa».
Tres meses después del feliz y doble compromiso matrimonial, Jesús puso en conocimiento del hermano más pequeño su deseo de mostrarle la Ciudad Santa. Judas, que el 24 de junio de ese año 19 alcanzaría su catorce aniversario, recibió gozoso la invitación. Pocos días antes del 14 de nisán (marzo-abril), fieles a la costumbre, se pusieron en camino hacia Jerusalén.
Santiago, conductor del relato, interrumpió la narración. Se inclinó hacia Jacobo y, grave y misterioso, le susurró algo al oído. Hasta Ruth, con uno de los lienzos en la mano, quedó en suspenso. Los hombres observaron a María. Y tras unos segundos de vacilación, el albañil imitó a su cuñado, cuchicheándole un comentario o una respuesta que tampoco alcanzamos a descifrar.
—¿Qué tramáis? —estalló la «pequeña ardilla», materializando el sentir general.
Jacobo pareció mostrarse conforme con la idea de su amigo-hermano. Y éste, espesando el suspense, se dirigió a la madre en los siguientes términos:
—Mamá María: ¿prometes no enojarte?
El verde hierba viajó veloz de Jacobo a Santiago y de éste, de nuevo, a su yerno. Y la curiosidad —cómo no— la doblegó.
—Pues bien —anunció su hijo no demasiado convencido de la docilidad de la Señora—, en ese viaje ocurrió algo que, en nuestro deseo de no disgustarte, decidimos pasar por alto…
María hizo tamborilear los dedos sobre el granito de la mesa. Y Jacobo, oteando la borrasca, terció conciliador:
—¡Han pasado once años!
Pero la tormenta silbaba ya bajo el moral.
—Continúa, Santiago.
El hijo recogió velas.
—… Nada más llegar a Jerusalén, mi Hermano condujo a Judas al templo. Y en una de esas casualidades de la vida fueron a tropezar con Lázaro de Betania. Se entretuvieron conversando, no prestando demasiada atención al eufórico y deslumbrado rebelde…
El calificativo no agradó a la Señora.
—No empecemos de nuevo…
Santiago contemporizó con desgana.
—Está bien. El caso es que en las inmediaciones del atrio de los Gentiles se hallaba apostado uno de los romanos de guardia. Y al parecer, según la versión de Judas, gastó algunas palabras de mal gusto al paso de una muchacha judía. La reacción de nuestro hermano no se hizo esperar. Con la insolencia que le distinguía increpó al mercenario, llamándole de todo… —A Ruth se le cayó la compresa de las manos. Y María, atónita, empezó a intuir el desenlace del delicado asunto—… Lázaro y Jesús intervinieron al punto, tratando de calmar al vehemente Judas y de secar la cólera del soldado. El mal estaba hecho y el jovencito, como era de prever, fue detenido en el acto. Los razonamientos de mi Hermano (que posiblemente hubieran fructificado) se vinieron a pique cuando, de improviso, en lugar de guardar silencio, Judas se encaró de nuevo con el centinela, manifestando con rabia sus sentimientos patrióticos y tachando a Roma de «ramera». Allí terminó la disputa. Ambos fueron detenidos y conducidos a las mazmorras de la fortaleza Antonia…
—¡Yavé nos asista!
A pesar del tiempo transcurrido, María vivió el secreto incidente como si acabara de ocurrir. En cuanto a mí, más que la suerte de Judas, lo que encendió mi interés fue la insólita presencia del Maestro en una cárcel romana.
—… Déjame terminar —ordenó el cantero, intuyendo el tropel de preguntas que asomaba en la mirada de la madre—. Jesús, como comprenderéis, no quiso separarse de su hermano. E intentó acelerar el interrogatorio de Judas. Sus buenas palabras no sirvieron de mucho. Y se vieron obligados a «celebrar» la cena de Pascua a pan y agua, en los mugrientos y húmedos calabozos de Antonia…
—¡Dios Todopoderoso! Mis hijos encarcelados por esos miserables…
El furor de la Señora rodaba ya como una ola.
—… Lo peor no fue eso. —Santiago, comprometido hasta la médula, no atrancó—… Judas no pudo asistir a la ceremonia de su mayoría legal.
—Entonces —clamó María— me engañasteis por partida doble…
—Entendimos que era lo menos malo. Pero no te alarmes: Judas pasó su Bar Mizva algunos años después, cuando se alistó en el movimiento zelota.
Esta vez fui yo quien le interrumpió.
—¿Fue un zelota?
Asintió en silencio.
—¿Y Jesús lo supo?
Los hombres, al unísono, colmaron mi lógica curiosidad con sendos y afirmativos movimientos de cabeza.
—¿Quieres que prosiga, mamá María?
La Señora, que había pasado del susto y la indignación a la tristeza, permaneció enclaustrada en el mutismo. Y Santiago, buen traductor de silencios, concluyó la exposición:
—Al segundo día, mi Hermano, en representación de Judas, fue conducido a la presencia del magistrado y sometido a interrogatorio. Ofreció toda clase de disculpas, invocando en su defensa la extrema juventud del muchacho y el innegable carácter provocativo del incidente. El juez romano aceptó los razonables argumentos. Y al ponerles en libertad advirtió a Jesús sobre algo que, lamentablemente, era cierto: «Debes vigilar a tu hermano. Su ciego comportamiento puede ocasionar nuevos y muy graves trastornos».
—¿Ciego comportamiento? —La voz de la madre, herida en su patriotismo, resonó como un trueno—. ¿Porque fue un leal hijo de Israel?
Nadie quiso arriesgarse en las arenas movedizas del nacionalismo. Y la Señora, dispuesta siempre a batirse por su patria y por sus hijos, se vació ante la prudencial templanza de todos los presentes:
—¡Escuchadme bien! Yo, María, «la de las palomas», hubiera actuado del mismo modo…
Recuperó el aliento y captando el rechinar de algunos de los pensamientos los abordó —como siempre— con su temible carro de la verdad por delante.
—… Leo el reproche en vuestros corazones. ¿Creéis que no estuve de acuerdo con mi Hijo sobre la no violencia? Os diré algo: no me gusta la guerra. En la paz son los hijos los que sepultan a los padres. En las revueltas, lo sé, ocurre lo contrario. Pero tampoco me agradan la vergüenza y el deshonor. Ésta es mi tierra. Y mientras viva defenderé su libertad.
No sé si para bien o para mal —no soy quién para juzgar—, aquellas ideas acompañarían a la Señora hasta su tumba. Y el ingrato capítulo de la «oveja negra» de la familia fue cerrado. El magistrado romano de la fortaleza Antonia pronosticó con acierto: Judas, irreflexivo, ególatra y violento, proseguiría su carrera de desmanes, haciendo temblar las cuadernas de la casa. Pero tiempo habrá de volver sobre ello. La visita del Maestro en la primavera del año 19 a Jerusalén, en compañía del díscolo hermano, sería la última de esta naturaleza, marcando el comienzo de la definitiva ruptura del Hijo del Hombre con los lazos de la carne y de la sangre. El destino acampaba ya detrás de las colinas de Nazaret, dispuesto a reclamar lo que era suyo.
¡Bendita criatura! En un minuto terminó con los negros pensamientos. Ninguno de los presentes —desazonados con la revelación de Santiago— le vio infiltrarse hacia el asiento que ocupaba la absorta Rebeca. El caso es que, en mitad de un plomizo silencio —lógica resaca tras el oleaje provocado por la Señora—, la de Séforis lanzó un alarido. Y braceando como una marioneta, ayeando y saltando del banco de granito, hizo palidecer a la parroquia. Jacobo, a su derecha, fue el primero que descubrió al atrevido truhán. Ruth y Santiago, alarmados, se precipitaron en auxilio de la mujer. Y Jacobo, sospechando del pequeño Judá, su primogénito, hizo presa en una de sus orejas, reclamando una rápida explicación. Los gritos y pataleos del niño, las exigencias e improperios del padre, los aullidos de Rebeca, las maniobras de Ruth tratando en vano de introducir el brazo por el cuello de la túnica de la de Séforis, las confusas preguntas de Santiago y las atropelladas recomendaciones de calma y serenidad por parte de la Señora convirtieron el lugar en un «corral de locos» en el que, excepcionalmente, hurón, gato de los pantanos y quien esto escribe ostentaron la máxima cordura…
La atolondrada escena remitió cuando la «pequeña ardilla», casi a empellones, se hizo con la perdida voluntad de Rebeca, empujándola hacia el interior de la vivienda. En la puerta, Miriam y Esta, alarmadas ante el galimatías, tuvieron el tiempo justo de hacerse a un lado.
El meteórico arranque de las mujeres distrajo a Jacobo y el diablillo, arriesgando el todo por el todo, logró zafarse de la cólera paterna, refugiándose entre sollozos en los brazos de su abuela. El albañil avanzó hacia el sospechoso, dispuesto a salir de dudas. Pero María, maternal, le paró los pies.
—Déjame a mí…
Y tomando entre las manos la churretosa cara de Judá secó sus lágrimas, recomendándole que fuera sincero.
—Sólo era un grillo —confesó al fin el causante del desaguisado.
María alzó los ojos hacia sus hijos y, esforzándose por reprimir la risa, terminó abrazando al pequeño contra su pecho, indicando a Jacobo que volviera a sentarse y que no perdiera los estribos. Santiago, retirándose al cobertizo, dio rienda suelta a las carcajadas que se empujaban en su ánimo, descargando de paso la tensión provocada por el asunto de Judas.
—¿Por qué lo has hecho?
El tono fingidamente severo de la abuela no obtuvo otra respuesta que un indescifrable mohín, seguido de un mecánico encogimiento de hombros. María insistió. Finalmente, el hijo mayor de Jacobo y Miriam confesó algo que borró la tolerante mirada de la abuela:
—El tío Jesús lo decía…
—¿El tío Jesús te enseñó a meter grillos en las ropas de la gente?
—¡Judá! —le amonestó su padre—, ¿por qué mientes?
No mentía. Sencillamente, no le habían dejado terminar. Y protestó al amparo de la Señora.
—El tío Jesús lo decía: si un grillo se aleja de su casa, jamás vuelve a cantar…
—Pero…
La abuela intercedió de nuevo, rogando a Jacobo que no interrumpiera. La historia era simple en extremo. El «tío Jesús», como le llamaba Judá, había contado que los grillos aman tanto su tierra natal que si, por cualquier circunstancia, se ven lejos de su hogar deciden no cantar. Y según explicó, aquel grillo era oriundo de Séforis. Su prima Raquel, hija mayor de Santiago, lo había traído al principio de la primavera.
—¿Qué mejor oportunidad para devolverlo a su casa —razonó Judá— que al cuidado de Rebeca?
La Señora, Jacobo y este explorador seguimos la narración espantados.
—¿Y no se te ocurrió negociarlo con la pobre Rebeca?
El argumento de María fue desestimado por el «salvador de grillos».
—Imposible.
Y llevándose las manos a la rapada cabeza se rascó con saña. Al aproximarme para reponer una de las compresas percibí en el pequeño un tufo acre, mezcla de vinagre y áloe púrpura. Probabemente, uno de los remedios caseros contra los piojos. Aquella sociedad, como la casi totalidad de los pueblos del mundo, padecía una horrible invasión de Pediculus capitis, Pediculus vetimenti y Pediculus pubis (insectos «especializados» en las cabezas y en los cuerpos, respectivamente).
—… A Rebeca no le gustan los grillos.
—Muy bien —replicó la Señora cerrando el conflicto—. Castigado sin cenar.
Jacobo pareció complacido con la sanción impuesta al revoltoso. Y la abuela, con gesto grave, indicó que fuera en busca de la «víctima» y que pidiera perdón. Judá obedeció sumiso y cabizbajo. Pero, a medio camino, revolviéndose y con una maliciosa sonrisa le gritó a María:
—No importa… Ya he cenado.
El regocijo del travieso infante se malogró allí mismo. Su tía Esta, a la cabeza de las mujeres, le sorprendió in fraganti. Y la oreja que permanecía inédita «entró en calor», siendo conducido de esta guisa a la plataforma donde sus hermanos y primos —a trancas y barrancas— empezaban a desfallecer entre risas y fiestas.
Rebeca retornó a la mesa, roja como una amapola. Y discreta ocupó el puesto de Ruth, arrodillándose a los pies de María. Miriam, auxiliada por la «pequeña ardilla», entró en escena, portando una humeante y ancha cazuela de barro. Jacobo se frotó las manos, asomándose al borboteante guisado. La esposa, con los brazos en jarras, le dejó hacer. Y ocurrió lo que imaginamos. El albañil, vencido por el hambre, introdujo los dedos en la hirviente cena, soltando la pieza entre aullidos.
—Además de tonto, ciego…
Jacobo, aliviando las achicharradas pinzas en la boca, aguantó escéptico el malicioso comentario de Miriam.
Vino, pan de trigo, queso y miel de dátiles fueron arropando el plato principal.
Y cuando Ruth se disponía a servirnos, su cuñada Esta, desde la puerta, reclamó su presencia.
—Quieren que les cuentes una historia…
Y la pelirroja, cediendo los trastos a Miriam, acudió encantada.
El requerimiento de la gente menuda y la noticia apuntada por Judá me animaron a plantear una incógnita que hacía tiempo revoloteaba por mi cabeza. ¿Cómo era el «tío Jesús» con los niños? ¿En qué consistían esos cuentos que, al parecer, hacían las delicias de la chiquillería? Yo le había visto jugar con ellos y tenía una cercana idea de su debilidad por los «pequeñuelos». Pero quise cerciorarme.
—¿Sabes cómo llamaban al almacén de aprovisionamiento? —Abrió el fuego Jacobo—. La «casa encantada». Jesús convirtió el recinto en un lugar mágico, abierto a las fantasías infantiles. Sentía tal apego por ellos que, durante años, nada más abrir el negocio, sacaba a la calle un laberinto de maderas, cestos y cuerdas en desuso. Y como si de un rito se tratase, los niños acudían a las puertas, jugando y fantaseando con los cachivaches. Cuando se cansaban, los más audaces irrumpían en el interior y espiaban al «jefe». Si adivinaban que no se hallaba demasiado atareado le tiraban de la túnica y entonaban la frase clave: «Tío Jesús, sal y cuéntanos una historia». Y allí lo tienes, sentado al pie del muro, con los más «enanos» entre las rodillas y cercado por un enjambre de ávidos y nerviosos soñadores…
—Y tú, bribón, ¿cómo sabes esas cosas?
La oportuna pregunta de María le descubrió. E implorando compasión confesó su «delito»:
—Me escondía para oírle.
—Debí imaginarlo —reparó Miriam—. Así que, en lugar de trabajar…
—No era el único… —se defendió el albañil.
—¡Tunante! Eres peor que tus hijos…
La esposa, sin dejar de rezongar, fue sirviendo las raciones de lo que resultó ser un magistral guisote de ancas de rana (de la familia «esculenta», muy abundante en los perfiles de la torrentera), bañado en un caldo sustancioso y pellizcado a placer con manojos de hierbabuena, mostaza, ajo y cebolla.
Jacobo, advertido y respetuoso, aguardó el regreso de Ruth, relamiéndose e invadiendo con la punta de la nariz el apetitoso tufillo que ascendía desde el plato de madera. Dormida la incombustible tropa, la «pequeña ardilla» se incorporó al festín que —con total premeditación— fui timoneando, con el socorro de Jacobo, hacia el relajante y curioso capítulo de los cuentos e historias que gustaba decir el Maestro y que ocupó muchos de sus ratos de ocio.
—El de la rana —manifestó el albañil aprovechando la coincidencia— sirvió para que esos diablillos aprendieran a respetarlas. Al menos durante unas horas. Jesús les contaba que Dios las creó sin dientes para que no devorasen a otros animales acuáticos. Y los muy tontos se lo creían…
—Y tú también —replicó la Señora, dejando al desnudo la cristalina ingenuidad de su yerno.
—Sólo al principio. Y decía que la rana poseía poderes mágicos y una gran sabiduría. Y que fue uno de estos animalitos quien enseñó la Torá al rabino Hanina y también las setenta lenguas del mundo y los idiomas de las aves y de los mamíferos. Para ello escribía las palabras en un trozo de papiro y el discípulo se lo tragaba.
—Cuenta la del leviatán…
Ruth, testigo de excepción de las fantásticas narraciones de su Hermano a la chiquillería de la aldea, vino en mi ayuda. Y Jacobo, en clara referencia a los hipopótamos que en aquel tiempo disfrutaban de la jungla del Jordán, habló así:
—Era una de las historias preferida por los «enanos»…
—Y por otros no tan «enanos» —incordió Miriam.
—… Jesús explicaba que el behemot era la criatura más grande de la tierra. Y recordándoles el libro de Job aseguraba que ni mil montañas eran suficientes para alimentarle. Y los pequeños, entusiasmados, le oían decir que «todo el agua que arrastraba el Jordán en un año era un solo trago para él». Para saciar su sed, el Todopoderoso había hecho brotar el Yubal, una corriente que brotaba directamente del Paraíso.
Al reparar en las caras de los comensales descubrí con satisfacción que los que descansaban en la plataforma no eran los únicos «niños» de la casa…
—… El patrón llamaba a los gallos «la trompeta matinal»…
Al referir el nuevo apólogo de Jesús atribuyó al «patrón» del almacén una definición de Horacio. Obviamente, el Maestro había leído al poeta latino.
—… Y en tono misterioso les contaba que el gallo, al cantar en la última vigilia, advierte a los demonios y a los espíritus errantes de la noche para que se retiren. Es curioso —meditó el devorador de ancas de rana—. No sé cómo se las arreglaba pero en casi todas sus historias aparecía el Padre Azul.
Rebeca, indulgente, se lo explicó como si la duda hubiera brotado del pequeño Judá:
—Si el sol pudiera hablar, ¿cuál crees que sería su tema favorito de conversación?
No sé qué le encandiló más: si el ejemplo o el celeste marino de los ojos de la mujer. Y recuperando el hilo concluyó:
—… Y añadía que el gallo es el «cantante de Dios» porque repite sus alabanzas siete veces.
—Ahora la del águila…
La «pequeña ardilla» las conocía todas. Y el hambriento Jacobo, pendiente de una segunda y merecida ración, le cedió el «testigo».
—¡Prepárate! —me advirtió la Señora—. La pelirroja puede agotarnos a todos. ¿Sabes que no se dormía si Jesús no le contaba uno de esos cuentos? Nunca supe de dónde sacaba tanta paciencia e imaginación…
—¿Y bien?
—Pues verás. Él nos hablaba de muchas clases de águilas (la de «patas cortas», la «cazadora de serpientes», la «imperial») pero su preferida era la «dorada»…
Supuse que el Hijo del Hombre, excelente observador de la Naturaleza, se refería a la Aquila Chrysaetos, enorme, oscura, majestuosa, capaz de prolongar sus vuelos durante horas y que construye los nidos en los picachos.
—… Un día, el rey Salomón encontró una bella fortaleza. Pero ¡oh, cielos!, carecía de puertas. Y buscando y buscando… —María hizo una señal para que me aproximara. Y emocionada me susurró al oído: «Lo cuenta como Él.»—… fue a tropezar con un águila dorada. El rey le preguntó dónde estaba la puerta y ella, que tenía sólo setecientos años, le envió un poco más arriba, al nido de su madre, que contaba novecientos. Pero tampoco supo darle razón y le indicó un tercer nido (más alto que el suyo), habitado por su abuela, que había cumplido mil trescientos años. El águila abuela le dijo que, en efecto, su padre le contó cómo, en la antigüedad, existía una puerta por el oeste. Y el rey, caminando y caminando, halló una entrada de hierro, sepultada en el polvo de los siglos. Y en la puerta se decía: «Nosotros, los moradores de este palacio, vivimos durante años con lujo y riquezas. Pero sobrevino el hambre y nos vimos obligados a fabricar el pan con harina de perlas. Pero no sirvió de nada. Y cuando estábamos a punto de morir, legamos este lugar a las águilas». ¿Lo has entendido?
La Señora repitió el gesto, revelándome otro pequeño secreto:
—Eso era lo que preguntaba mi Hijo al concluir la historia.
Y la revuelta constelación de pecas cambió de longitud y latitud, empujada por una sonrisa sin fin.
—Es fácil —manifestó haciendo suyas las palabras de su ídolo—. Sólo las águilas poseen la inmortalidad. Cuando envejecen vuelan hasta la casa del Padre Azul y Éste, una a una, les cambia las plumas…
—¿Y no te explicó cómo enseñan a sus crías a mirar al sol?
Santiago, buen cazador, sonrió ante mi pregunta. Y fiándome de una cita de Plinio aclaré que, según algunos sabios, estas aves obligan a sus polluelos a mirar fijamente el disco solar.
—Sólo así crecen sus alas. Y si alguno lagrimea, el águila madre los mata.
—Mi Hermano nunca destruía a los protagonistas de sus cuentos.
Encajé el reproche de Ruth. Y rogué que prosiguiera.
—La del zorro también me gustaba… —En aquel tiempo, el llamado Vulpes vulpes niloticus o «zorro rojo» constituía una auténtica plaga—… Mi Hermano contaba que, después de Adán, el ángel exterminador comenzó a lanzar al mar una pareja de cada especie animal. Y cuando llegó al zorro, éste se puso a llorar amargamente. Y el ángel, curioso, preguntó a qué venía aquel llanto. Entonces la astuta raposa replicó que lo hacía por su amigo. Y señalando la superficie del agua mostró al ángel su propio reflejo. Y el exterminador le dejó marchar.
Y la «pequeña ardilla» —inagotable— pasó a referir un nuevo sucedido.
—Una noche Jesús me preguntó si sabía por qué los cuervos caminan a saltos y desgarbadamente. Al responderle que nunca me había fijado se puso a imitarles. Y me entró la risa. Después, sentándose a mi lado, aclaró el misterio: «En cierta ocasión, los cuervos, envidiosos de las palomas, trataron de copiar sus andares. Y casi se rompieron los huesos. Y todas las aves se burlaron de ellos. Cuando finalmente quisieron caminar como lo hacían en un principio observaron con horror que se les había olvidado. Por eso, desde entonces, lo hacen a saltitos y siempre tropezando». Y mi Hermano añadió: «Aprende de los cuervos. El que trata de arrebatar lo que no le pertenece puede perder hasta lo poco que tiene».
El repaso a las fantásticas leyendas que narrara el «tío Jesús» a los más pequeños de Nazaret se prolongó hasta bien entrada la noche. Y los comensales —yo el primero— disfrutamos con aquella tierna estampa.
La capacidad de desdoblamiento de aquel Hombre dejaba entrever el oro de su corazón. Sabía negociar barbudos dilemas filosóficos y, al mismo tiempo, adueñarse de las blancas voluntades de los más inocentes…, imitando los cómicos andares de un cuervo. ¿Por qué los evangelistas no prestaron atención a estas pequeñas-grandes anécdotas? En los textos llamados «sagrados», su amor por los niños no aparece suficientemente dibujado. Pero ¿merece la pena lamentarse? A estas alturas de la investigación, el feroz recorte a la vida del Maestro no era una novedad.
Y la conversación, como las estrellas, fue describiendo una inexorable curva, precipitándose hacia el horizonte interior. Jacobo, agotado, fue el primero en apuntalar la cabeza con las manos en un esfuerzo por rechazar el sueño. Por fortuna para quien esto escribe, el final de esta fase de la misión se hallaba cercano. En realidad, el siguiente año (20 de nuestra era) marcaría un hito en la carrera humana del Hijo del Hombre: su veintiséis aniversario sería el último a celebrar en Nazaret. Después de veintitrés años de estancia prácticamente ininterrumpida en la aldea —recordemos que los tres primeros transcurrieron entre Belén y Alejandría— Jesús se disponía a cambiar de lugar de residencia, de trabajo, de amigos y de proyectos. La paciencia, el sometimiento a sus obligaciones familiares y, en definitiva, a la voluntad de su Padre Celeste habían dado los frutos apetecidos: sus hermanos gobernaban ya sus propias vidas y el rumbo del hogar paterno. En consecuencia, su presencia no era imprescindible. Y el destino llamó a las puertas del Galileo.
Y consciente de su próxima partida dedicó buena parte de aquel año a largas e intensas conversaciones con cada uno de los miembros del clan. Y poco a poco les fue preparando para algo que era un secreto a voces. Su madre, que seguía sin entender el extraño y blasfemo ideal de revelar al mundo la realidad de un Padre-Dios, fue la que más padeció con este postrero vuelo en círculo sobre la carne y la sangre.
Y el destino, con unas lógicas prisas, tendió una alfombra roja a las puertas de la aldea: las saneadas finanzas de la familia se vieron súbitamente bendecidas por el regalo del padre de Esta. Santiago y su prometida recibieron, en concepto de dote, una confortable casa a las afueras del poblado. Jacobo y Miriam, por su parte, resolvieron la cuestión sin merma alguna para las arcas familiares: fallecido el progenitor del albañil, antiguo socio de José, la pareja decidió instalarse en la vivienda contigua a la de María.
La única espina en el ánimo de Jesús tenía nombre propio: Judas. A pesar de sus múltiples entrevistas con el rebelde, el comportamiento de aquel muchacho de quince años parecía no tener arreglo. Se negaba a trabajar. Sus peleas y pendencias estaban a la orden del día. Era egoísta, ladrón, mentiroso y descarado. A mediados de año el ambiente en la casa se enrareció de tal forma que Santiago, jefe y cabeza de familia, llegó a proponer su definitiva expulsión. Jesús no lo consintió. «Es preciso que seais pacientes —aconsejó el Maestro— y consecuentes en vuestras propias vidas para que, de esta forma, él pueda reconocer el camino de la honradez». La prudente actitud del Galileo evitó una peligrosa ruptura en el seno familiar. Aun así, Judas necesitaría ver las orejas al «lobo de la vida» para rectificar su equivocado proceder. Poco antes de la siega, en su afán de limar las ásperas aristas del déspota y espinoso hermano, Jesús le condujo al sur de Nazaret, a la granja de su tío. La sumisión fue breve. Concluida la recolección huyó de la custodia del hermano de María. Y la familia sufrió un nuevo quebranto. Semanas después, Simón lograba localizarle a orillas del yam, enrolado en una barca de pesca. Al retornar a casa, lejos de recriminar su comportamiento, el Hermano mayor le tomó consigo y, astutamente, se lo llevó a la cima del Nebi. Allí, sin pretensiones ni acaloramientos, Judas le confesó su secreta pasión: quería ser pescador. Dos días después, en compañía del Maestro, el rebelde entraba en la ciudad costera de Migdal, al servicio de otro de sus tíos, dueño de una pequeña flota pesquera. La decisión resultó providencial. A partir de ese momento, el estilo del joven cambiaría radicalmente. En noviembre de ese año veinte, tras el feliz y doble acontecimiento de las bodas de sus hermanos, Judas sostuvo una sincera conversación con José, el flamante nuevo jefe de familia. Y le prometió cumplir con su deber. Y así fue. La felicidad entró a raudales en la numerosa y asentada prole de José, el contratista de obras. Y el destino tocó en el hombro del Maestro. Su hora estaba próxima.
—Fue doloroso —prosiguió Santiago—. Al día siguiente de las bodas, mi Hermano me llamó al almacén de aprovisionamiento. Y me hizo una innecesaria confidencia: se disponía a dejarnos. Su corazón era una vasija repleta de agua. La euforia cantaba contra las paredes. Pero, al mismo tiempo, un aceite espeso flotaba en la superficie. La tristeza le cambió la voz. Y con su habitual generosidad cedió la propiedad del negocio a mi nombre, designándome «jefe protector de la casa de su padre». A manera de compensación me rogó que, a partir de su marcha, corriera con la total responsabilidad de las finanzas de la familia, descargándole así de dicho compromiso. «En la medida que sea posible (añadió) seguiré enviándote una ayuda mensual…, hasta que llegue mi hora. Emplea esos fondos como estimes conveniente».
Es obvio que, a pesar de los conflictos y de las enemistades, Jesús amaba aquella aldea. Allí se habían abierto sus ojos de adolescente. Nazaret fue el primer encuentro serio con otras lenguas y, otros pueblos. En sus campos y colinas, de la mano de José, aprendió a oír la música verde y oro de los trigales y, en el Nebi, los blancos acordes de las velas en el horizonte marino. En las noches serenas, tumbado en la cima, intuyó a su Padre Azul bajo el armiño de las estrellas. Al ritmo del cepillo de carpintero fue labrando la madera de su único sueño. Y en la penumbra del taller desnudó su juventud para vestir una prematura madurez. En la falda de aquella montaña bebió sus dos primeras calaveras. Ambas tan amargas como prematuras: las de José y Amós. Allí, entre gentes erguidas por la nobleza y encorvadas por la envidia y la maldad, tomó su primera gran decisión. Allí, en suma, había reído, llorado, amado y renunciado… Allí se hizo hombre. La decisión de cortar la última amarra fue como morir un poco.
La Señora, por su parte, lloró en secreto. Pero no dijo nada. No opuso resistencia. No preguntó. Por primera vez se mostró extrañamente dócil. Y su Hijo, que evitaba siempre las despedidas, guardó aquella generosa mirada hasta el fin de sus días.
Y una lluviosa mañana de enero del 21 de nuestra era, a sus veintiséis años, tras besar a su madre, se perdió en el camino de Caná. La Gran Inteligencia —su Padre Azul— acababa de abrir las puertas de su penúltima etapa en la tierra: cuatro intensos, radiantes y viajeros años, lamentablemente ignorados por los evangelistas y de los que daré cumplida cuenta…, en su momento.