—… Y nos contaba cuentos.

Al rogarle que hiciera memoria, Miriam miró a su madre. Y la Señora, sin dudarlo, recordó el del asno.

—Cada vez que lo incluía en sus lecciones —añadió María con regocijo— los más pequeños terminaban escapando a la calle, a la búsqueda de un burro.

La fábula en cuestión era la siguiente: «Un día, el asno acudió a la presencia de Dios y presentó sus quejas. “No trabajaré para el hombre —manifestó— si no recibo una justa compensación.” Y amenazó con propagar su especie si el Divino no recompensaba su dura labor con un salario justo. Y Dios le dijo que satisfaría sus deseos “cuando su orina formara una corriente capaz de mover un molino y sus excrementos tuvieran la fragancia de las flores”. De ahí que, desde entonces, el burro tenga la costumbre de oler sus heces y orinar a continuación».

—Y regresaban —subrayó la madre— con los ojos encendidos, admirados de la «precisión» de Jesús. Y mi Hijo disfrutaba mucho más que sus hermanos.

—Cuando se refería a los perros —recordó Miriam—, mi Hermano se enfadaba. Él tenía uno en la huerta y lo quería. Por eso no aceptaba que se fabricaran amuletos con sus ojos, dientes y lengua. Se ponía frenético…

El enojo de aquel gran amante de los animales estaba justificado. Entre los supersticiosos judíos existía una creencia generalizada que aseguraba que «colocándose la lengua de un perro debajo del dedo gordo del pie, en el interior del calzado, podía evitarse que los perros ladrasen». Otros, con este mismo fin, confeccionaban amuletos con los ojos de un perro negro y vivo. Incluso, si alguien obtenía los dientes de un perro rabioso que hubiera mordido a un hombre o a una mujer y, una vez atados con cuero, los colgaba de su hombro, «podía pasearse con toda paz entre una manada de perros rabiosos». Naturalmente, no todos eran tan incautos…

Como profesor de matemáticas, Jesús no fue más allá de lo estrictamente necesario. Tampoco se precisaban gran des conocimientos para el cotidiano rodar de la vida en una aldea como Nazaret: números, operaciones rutinarias y elementales, pesos y medidas y algo de geometría, básicamente enfocada a la agrimensura o medida de las tierras.

—Era curioso —manifestó Miriam, hablando casi para sí—. Recuerdo muy bien los ojos de Jesús cuando tocábamos el mundo de los números. Se iluminaban. Flotaba en ellos el amarillo de la llama… Todos sabíamos que le entusiasmaban. Pero nunca quiso entrar en honduras. Los llamaba la «secreta correspondencia de su Padre de los cielos». ¿Qué podía querer decir?

Guardé silencio, simulando que lo ignoraba. Pero quien esto escribe intuía ya por aquel entonces que el Maestro lo era también en el prodigioso universo de la Kábala. Posiblemente, en aquellos años de juventud, le fueron desvelados los primeros misterios. Y con el discurrir del tiempo, esa secreta afición del Hijo del Hombre llegaría a convertirse en una «pasión y fuente de sublimes conocimientos esotéricos». Fue una pena —lo he lamentado siempre— no haber conocido e interrogado al enigmático «profesor de matemáticas procedente de Damasco» que recaló un buen día en la aldea… Pero, a fin de cuentas, lo que importaba eran los resultados. Y «ésos» —lozanos y sugerentes— serían descubiertos en el «tercer salto[57]».

Jesús se preocuparía igualmente de otro capítulo, vital para el futuro buen desenvolvimiento de los suyos: los idiomas. El trato con los caravaneros influyó en esta encomiable y universal visión del Galileo. Como en decenas de costumbres del cerrado círculo social judío, el joven Jesús no compartía la regresiva obsesión de los «sabios» de Israel por levantar obstáculos al progreso. En este caso, esa «modernidad» tenía un nombre concreto: el griego. «El que lo enseña a su hijo —se dice en Sota, IX, 14 y en Antigüedades Judías (XX, 11), de Josefo— es maldito, al igual que el que come cerdo». El hebreo o leshon ha kodesh, la «lengua de los sabios» y «de la santidad» desde que las Escrituras fueran redactadas en dicha lengua, terminó por utilizarse fundamentalmente en los oficios religiosos, en las plegarias, en las enseñanzas de los doctores de la ley y en las citas de naturaleza bíblica que podían venir a cuento en el lenguaje diario y coloquial. Algo así como el latín escolástico o litúrgico en la Edad Media y en la actualidad, respectivamente y que, a decir verdad, sólo emplean los eruditos. La inmensa mayoría del pueblo judío hablaba el arameo. De hecho, en las sinagogas existía casi siempre un targoman o «traductor», encargado de hacer comprender el hebreo de las Escrituras a las gentes que no lo entendían o que lo dominaban con dificultad. El galilaico occidental —arameo hablado por Jesús y los suyos— era más recio y oscuro que el comúnmente hablado en el sur de Israel. Aunque la comparación no sea exacta, algo así como el inglés de Oxford (Judea) y el de Texas (Galilea).

Para el carpintero de Nazaret era obvio que un hombre que no dominara la lengua «internacional» de su tiempo, el griego, era un ser «limitado»; lamentable y absurdamente «limitado». Y puso especial énfasis en que sus hermanos lo conocieran. Éste, sin duda, fue otro de los grandes triunfos de aquel maestro de dieciséis años. Lo había visto en José, su padre en la tierra: sus negocios y viajes le exigieron aprenderlo. Lo percibió desde el primer instante en los viajeros que llegaban a la Ciudad Santa y a la propia Nazaret. Lo tenía presente en María, su madre. Y a pesar del obstruccionismo de los ciegos rabíes, preclaros doctores de la ley se habían visto obligados a acudir a la lengua de Alejandro Magno. Raro era el comerciante que no lo hablaba. Las «importaciones y exportaciones», los viajes y el continuo trasvase cultural habían hecho de él una ayuda imprescindible en un mundo dominado por Roma y Grecia. Era, eso sí, un griego simplificado[58], a veces «portuario», con altos índices de contaminación lingüística, procedente de los cuatro puntos cardinales. Con unos cientos de vocablos, la eliminación de términos difíciles y dejando a un lado las particularidades de las declinaciones y conjugaciones era posible entenderse con un funcionario egipcio, un notario de Chipre, un sanador de Mesopotamia, un comerciante en vinos y maderas de Tesalónica, un poeta de Roma, un vendedor de papiros mágicos de Éfeso o un conductor de caravanas de la meseta de Anatolia.

Jesús no hablaba el griego de Platón o de los inmortales trágicos. Tampoco lo necesitaba. El que manejaba era suficiente para que su palabra llegara limpia y sin errores a oídos del gobernador romano, del centurión de Nahum que solicitó la curación de uno de sus siervos o de los muchos griegos y paganos que tuvieron la fortuna de cruzarse en su camino. Hoy resulta paradójico que determinados exegetas y escrituristas nieguen el bilingüismo del Maestro y, sin embargo, les parezca natural que su supuesto representante en la tierra se dirija a las masas en diferentes idiomas. ¡Cuán equivocados están respecto a la figura y a la inteligencia de aquel Hombre!

Pero, en tan animada e instructiva conversación con las mujeres, algo había quedado en el aire. Algo que en «nuestro tiempo» podría parecer absurdo e, incluso, irrespetuoso. Sin embargo, en aquellas circunstancias, en una sociedad que bendecía y primaba a la familia como un bien nacido del cielo y, sobre todo, teniendo en cuenta que la realidad del Jesús de hoy no podía ser intuida siquiera por su madre, hubiera sido normal y, como había expresado el saduceo, hasta deseable. Me refiero, claro está, a la posibilidad de que la Señora pudiera haber contraído segundas nupcias. Insisto con todo el respeto de que soy capaz: hoy, sabiendo lo que sabemos, y con una estampa tan deformada de María, la hipótesis puede sonar blasfema. No obstante, al exponer la idea, «la de las palomas», con su habitual sinceridad, manifestó algo lleno de sentido común:

—¿Volver a casarme?… —Y rió con ganas—. No te mentiré, Jasón. Hubo un tiempo, cuando éstos eran pequeños, que lo medité. Nunca me asustó el trabajo. Pero los hombres (y supe de más de uno que me miraba con buenos ojos), ¡pobrecitos míos!, son asustadizos como palomas. El peso de una familia tan numerosa fue decisivo. ¿Quién hubiera tenido el valor de aportar su dote a una casa así? No, amigo, esa posibilidad estaba en las manos de Dios, bendito sea su nombre, y ya ves…

Los razonamientos eran correctos. María enviudó cuando contaba veintiocho años de edad. Al margen del problema económico —fundamental en aquella y en todas las épocas—, aunque su belleza no se había extinguido, era ya una mujer «vieja». No olvidemos que la expectativa media de vida hace dos mil años, en Palestina, oscilaba alrededor de los cuarenta años para el varón y poco más para la mujer. Y aunque ella no lo mencionó existía otro obstáculo. Un «impedimento» que, en general, los hombres suelen considerar en extremo. La Señora, despierta por naturaleza, de una inteligencia que se derramaba en cada mirada, educada muy por encima de lo habitual entre las hebreas, hubiera necesitado a su lado a un hombre de idénticas o parecidas características. Y la verdad es que en Nazaret no abundaban. José había sido una excepción. Yo diría que una «providencial» excepción. Esa pulcritud de alma, su liberal concepción de la vida y el fortísimo temperamento la singularizaban de tal forma que la mayoría de los presuntos pretendientes hubiera quedado eclipsada. Por último, y no menos importante: se había casado enamorada. Y ese amor no resultaba fácil de enterrar… Habría sido muy distinto si la Providencia —situación que, obviamente, no entraba en los planes divinos— no les hubiera concedido descendencia. La llamada ley del matrimonio yibbum[59] o del levirato, de la palabra «levir»: cuñado, establecía que, en este supuesto, la viuda debía casarse con el hermano del difunto. En primera instancia, con el mayor y, en segundo lugar, con el inmediato en la cadena de edad. El hermano en quien recayese esta sagrada obligación tenía que haber sido engendrado por el mismo padre y haber vivido, al menos un período, contemporáneamente al fallecido. Si la viuda, caso de María, tenía sucesión, esta clase de matrimonio estaba prohibido por la ley.

Conforme fui conociendo al Hombre —si es que existe alguien capaz de llegar al santuario de un alma—, y a los que le rodearon, más cercana me pareció la mano de la Providencia. Todo en aquella familia se hallaba trenzado con los sutiles hilos de una Inteligencia que mi juicio de científico no puede poner en duda. Jesús nace en primer lugar. Como primogénito hereda el oficio del padre. Y como tal debe sostener a su familia. Si su nacimiento hubiera ocurrido en segundo, tercer o cualquier otro puesto, la responsabilidad como «nuevo padre» habría quedado invalidada. Incluso, si el Maestro —como pretenden muchos— hubiera sido hijo único, la posibilidad de un nuevo matrimonio de su madre podría haber cobrado especial fuerza. ¿Y qué decir de la abrumadora experiencia obtenida en esos doce años, desde la muerte de José? Esa Inteligencia fue a colocarle en el «ojo del huracán» de las dificultades y estrecheces económicas. Y tuvo que saber del trabajo y del angustioso «vivir al día» y de la educación, de los sueños y de las miserias ajenos. Y todo ello, quiero creer, con una finalidad justa y escrupulosamente medida: ser hombre, hasta sus últimas consecuencias. Y en ese estudiado laberinto que fue su vida en la tierra, todo le fue conduciendo —a veces sin piedad, a veces gratificantemente— a su destino. Como Hijo de un Dios imaginó y jugó como un niño, sufrió y se reveló como un adolescente, trabajó y se angustió como un obrero sin fortuna y, finalmente, aceptó valiente el papel de «revelador de su Padre». ¿Quién puede dudar de la experiencia humana del Hijo del Hombre? Pero estas cosas no fueron desveladas por los evangelistas. Y la humanidad, así, perdió cuatro y medio de los cinco ciclos que formaron sus treinta y seis años de vida… Unos períodos, como seguiré narrando, cada vez más apasionantes.

Y cuando me disponía a abordar el turbulento año 11, una no menos desordenada entrada de Santiago en la estancia nos dejó perplejos. Le seguían Ruth y Jacobo. María y Miriam se alzaron de inmediato. Y yo, prudentemente, permanecí en una de las esquinas, junto a las ánforas. Los acastañados ojos del hijo mayor brillaban inquietos en la penumbra. Antes de hablar, como si necesitara tiempo para reflexionar, subió a la plataforma, se hizo con un cuenco de madera y, descendiendo al nivel en el que nos encontrábamos, se encaminó al ángulo donde, casualmente, había ido a situarme. Destapó la gran vasija y se sirvió una ración de vino. Al llevarlo a los labios su mirada tropezó con la mía. Supongo que no fui el único que detectó la gravedad de su semblante. Al reparar en mi presencia carraspeó nerviosamente. Algo había sucedido. Algo que yo no debía oír. Así, al menos, lo interpreté. Y en silencio me dirigí a la apuntalada puerta principal. Pero la Señora, ágil y atenta, me salió al paso y, reteniéndome por el brazo, rompió el embarazoso suspense:

—¿Qué ha ocurrido? —La pregunta, dirigida a Santiago, no obtuvo respuesta. Y presionando mi antebrazo con los dedos reclamó mi atención—: Jasón, ¿qué pasa? ¿Por qué te marchas?…

No hubiera sabido responderle. Pero tampoco me dio oportunidad. Y aproximándose a su hijo le exigió una explicación. Le vi dudar. Aquello me extrañó en Santiago. Su confianza en mí era irreprochable. Bajó los ojos y, al punto, alzándolos de nuevo, fijó en mí su penetrante mirada. Después lo comprendería. Aquel noble corazón trataba de evitarme un disgusto. Pero, presionado por su madre, introdujo la mano izquierda en la faja que ceñía la túnica, rescatando un pequeño trozo de cerámica: una ostraka. Y en silencio se la entregó a María. Ésta la aproximó a la lucerna que presidía la mesa de piedra y tras examinar la breve inscripción garrapateada en la arcilla me miró incrédula. Y negando con la cabeza se la devolvió a su hijo.

—No lo creo… —fue su comentario.

Intrigado y perplejo asistí entonces a un lacónico e indescifrable diálogo entre ambos:

—¿Quién ha podido escribir una cosa así? —clamó furiosa.

—Es su letra… —replicó el galileo.

—Eso no basta. ¿Es que no sabes que le aborrece?

Y María, abortando la tensa situación, le arrebató la ostraka, cediéndomela. Durante algunos segundos todas las miradas fueron a posarse sobre este confuso explorador. A Dios gracias, mi pulso no tembló. Leído el mensaje, sin perder la calma, se lo devolví a María. Y supongo que mis ojos hablaron con mayor precisión que mi garganta. Y los de la mujer se iluminaron, radiantes ante la muda confirmación. Pero, al oír mis palabras, su júbilo se marchitó.

—Es cierto —declaré sin rodeos—. Soy amigo de Poncio…

Y antes de que estallasen adelanté lo que entendí que debía manifestar: la verdad. Las precipitadas frases en el trozo de cerámica decían textualmente: «Jasón es un traidor. Lleva un salvoconducto del asesino».

—Nunca miento —manifesté sosteniendo la atónita mirada de Santiago—. Le he visitado en Jerusalén. Lo sabéis porque en una de las entrevistas fui gentilmente acompañado por José, el de Arimatea. Él puede dar cumplida cuenta de lo que allí se habló… Y en cuanto al salvoconducto… —Y procedí a sacarlo de la bolsa de hule que colgaba del ceñidor—. También es cierto.

Un murmullo de desaprobación escapó de los labios de Miriam y de Ruth. Pero mi inmediata intervención vino a tranquilizarles…, relativamente.

—Fue solicitado —les dije sin titubeos— con el fin de cumplir mi misión sin impedimentos. En mis planes figura entrevistarme con el centurión que solicitó de Jesús la curación de su siervo… —La firmeza de mis palabras no dejaba lugar a dudas. Y añadí—: Y por el amor de Dios, os ruego que no me preguntéis por esa misión. —Y descansando en la confianza de la Señora, subrayé—: Sólo vuestra madre la conoce. Confiad en mí, como lo hizo Jesús.

La rotunda e intencionada alusión al Maestro fue decisiva. Y María, con los ojos humedecidos, me abrazó feliz, susurrándome al oído:

—¡Gracias, amigo!… Y perdona nuestra torpeza.

Jacobo, con su proverbial sentido de la oportunidad, formuló la pregunta clave:

—¿Quieres decir de una vez qué demonios ha sucedido?

Y Santiago, satisfecho con mis explicaciones, le enseñó la misteriosa ostraka, aclarando los hechos:

—Juan Zebedeo ha desaparecido.

La noticia causó mayor impacto que el injurioso escrito.

—… Cuando Esta y yo regresamos a la casa no había rastro de él. Mejor dicho —rectificó con desagrado—, sí dejó un rastro: esa leyenda.

En aquellos momentos, desbordado por los acontecimientos, no fui capaz de desentrañar el misterio. ¿Cómo sabía el discípulo que portaba el salvoconducto? ¿Pudo informarse a través de José, el de Arimatea? Sea como fuere, lo cierto es que el odio del Zebedeo hacia mi persona había colmado todas las previsiones… Y el triste hecho me sumió en amargas reflexiones.

—No comprendo… —terció María, traduciendo nuestros pensamientos.

—Ni tú, mamá María, ni nadie —confirmó Santiago.

—¿Y dónde puede estar?

La pregunta de Miriam quedó sin respuesta. El hijo mayor —según manifestó— había recorrido la aldea, pero nadie supo darle razón.

—¿Y qué me dices de la víbora?

La Señora, con su aguda intuición, había acertado. Pero ninguno de los presentes concedió crédito a la aparentemente absurda sugerencia. ¿Por qué razón iba a visitar a Ismael, el saduceo?

Y durante un buen rato, con las opiniones encontradas, se limitaron a discutir las posibles alternativas seguidas por el impulsivo y extraño Juan.

—Quizá haya vuelto al yam.

María rechazó la hipótesis de Jacobo. ¿Qué motivo había para hacerlo y mucho menos sin informarles previamente?

—¿Y si hubiera sufrido un accidente o un ataque de esos desalmados?

Santiago se opuso a la tesis de su madre. De haber ocurrido algo así, alguien en el pueblo le habría dado cuenta. Además, sus órdenes habían sido rotundas: «esperar en la casa».

—Podría haberse trasladado a Séforis.

La idea de Ruth fue igualmente desestimada. No tenía sentido. Pero, en vista de la excitación que padecía el «hijo del trueno», ¿qué era lo sensato? Podía haber tomado cualquier rumbo o la más loca de las decisiones. Haber desobedecido a Santiago era todo un síntoma.

Y, enfrascados en el enigma, los primeros golpes pasaron desapercibidos. Fue Ruth la que reclamó silencio. En efecto, en la parte posterior de la casa sonaron unos impactos, como si alguien aporreara una puerta con un bastón.

La Señora, a la pregunta de su hijo, se encogió de hombros. Y los «aldabonazos» se repitieron lejanos pero claros, siguiendo una secuencia de tres golpes y silencio. Aquello parecía una contraseña. Y Santiago, más tranquilo, pidió calma. Y con paso cauteloso lo vi dirigirse al taller. Me fui tras él. Alivió la hoja del madero que la apuntalaba y entró en la claridad. Hasta ese momento no había tenido ocasión de pisar la tercera y última dependencia del hogar de Nazaret.

El galileo, extremando las precauciones, fue a detenerse en mitad del patio rectangular que cerraba la vivienda por el flanco norte. Y espada en mano esperó una nueva secuencia de golpes. Casi frente por frente a la puerta que acabábamos de dejar atrás se abría una modesta cancela de tablas, que cerraba con un cordel semipodrido. Resultaba un tanto absurdo —pensé— atrancar los accesos principal y del taller cuando, de una patada, hubiera sido viable el ingreso por el patio. Como en la mayoría de las casas rurales aquella pieza constituía una especie de desahogo: en una superficie de siete por cinco metros, a cielo abierto, se amontonaba toda suerte de enseres y cachivaches que, por conveniencia, habían sido desterrados del hogar. Un muro de piedra sin encalar, con la roca anclada por un mortero anciano y erosionado por la climatología, cerraba la totalidad del corral, elevándose algo más de dos metros. En la pared de mi derecha (siempre en relación a la puerta exterior del taller de carpintería) se alineaban un telar vertical de 1,80 metros de altura (ahora en claro desuso), un mortero de negro basalto y, formando cuerpo con la esquina, un horno de ladrillo rojizo de un metro de altura y del tipo cupuliforme. El mortero o «molino» casero, seguramente adquirido en la alta y volcánica Galilea, era sencillo en extremo. La verdad es que los había visto más lujosos. La losa rectangular, de unos sesenta por cuarenta centímetros, que hacía de base, aparecía desgastada por el ininterrumpido y dilatado uso. Sobre ella descansaba la segunda y complementaria pieza: un pesado cubo de treinta centímetros de lado que servía para moler el grano. La cara superior de dicho prisma presentaba un orificio, en forma de embudo, por el que se introducía el cereal. Para desplazarlo, labor nada cómoda a juzgar por el peso de la mole basáltica, había sido dispuesto un delgado pero sólido palo cilíndrico de roble, de medio metro de longitud, perfectamente ajustado en dos hendiduras practicadas en los extremos de la mencionada cara superior del cubo. Para la obtención de la harina, por tanto, era menester arrastrar el prisma arriba y abajo, frotando ambas piezas. ¿Cuántas veces habría contemplado Jesús la enojosa pero necesaria operación? Quizá él mismo lo hubiera manejado en muchos amaneceres… Y no pude evitar una dulce emoción.

El horno, con claros signos de no haber sido encendido en días o semanas, me recordó una colmena de piedra, antaño primorosamente blanqueado y ahora devorado por estrechas lenguas de hollín que escapaban como una negra estrella por la boca situada al pie.

A mi izquierda, adosada al muro más corto, descubrí una curiosa construcción en madera. Los cinco por dos metros habían sido aprovechados para la ubicación de un palomar. El «albergue» se hallaba dispuesto en tres «pisos», meticulosamente cerrados con tablas y un trenzado de junquillos y divididos, a su vez, en cuatro departamentos o celdas por planta, con las correspondientes puertecillas o «gateras». María, «la de las palomas»… Allí estaba la explicación al sobrenombre que distinguía a la Señora. En lo alto del palomar y en su interior dormitaban o zureaban algunas de sus queridas aves. No demasiadas, a decir verdad.

El resto del patio, pavimentado a base de una tierra sucia y batida, presentaba la misma y lamentable cara de abandono. Junto a la pared en la que se abría la cancela reposaban un abrevadero de piedra y un pesebre de madera, con pies en forma de «tijera». Y frente a ellos, separado por un estrecho corredor que llevaba al palomar, un paño de tierra de tres metros escasos de lado que, tiempo atrás, pudo ser un huerto y que ahora, sembrado de tinajas, cestos y algunos aperos de labranza encendidos por la herrumbre, se había convertido casi en un estercolero, acosado por el negro zigzagueo de las moscas. La reciente tragedia podía adivinarse, incluso, en el desorden del lugar. Aquél, por supuesto, no era el «estilo» de la Señora…

Y la esperada secuencia de golpes —tres exactamente— se repitió al otro lado de la desvencijada portezuela, agujereada por la vejez.

—¿Quién va?

El imperativo grito de Santiago no obtuvo respuesta. Y decidido salvó los tres pasos que le separaban de la cancela, espiando por uno de los descarnados nudos. Y un cansino golpeteo hizo temblar de nuevo el maderamen. Pero, al segundo bastonazo, la puerta se entreabrió entre crujidos. Y el hermano del Maestro, seguro de la identidad y de las honradas intenciones del visitante, le indicó que entrara. Era un anciano de barbas deshilachadas que colgaban como un sauce, casi hasta la cintura. Al verme aproximó los labios al oído de Santiago, susurrando algo que, naturalmente, no alcancé a escuchar. El hijo de la Señora fue asintiendo con la cabeza y, terminado el cuchicheo, formuló una sola pregunta:

—¿Cuándo?

Pero el viejo, sordo como la tapia que le contemplaba, necesitó de un segundo y de un tercer intento.

—Que digo que cuándo… —vociferó el desesperado Santiago, metiendo la boca entre las greñas del tal Jairo.

Y el amigo de la familia, porque su arriesgada acción bien merecía la licencia, rogó de nuevo que se inclinara, musitando una frase que sí capté:

—Vencida la nona. (Rebasadas las tres de la tarde).

Santiago le besó en ambas mejillas y, acto seguido, le vi desaparecer. Un minuto después daba a conocer la noticia que acababa de suministrarle el anciano vecino:

—Parece que esa víbora intenta llegar hasta el final. Un miembro del consejo ha partido hacia Séforis, vencida la nona, con el fin de solicitar instrucciones al tribunal…

Las palabras de Santiago cayeron como plomo fundido. Sólo la «pequeña ardilla», en su candidez, se atrevió a intervenir:

—¿Instrucciones? ¿Sobre qué?

María acarició sus cabellos, aconsejándole que guardara silencio.

—… Al parecer, la fallida lapidación de esta mañana le ha humillado y exige que seamos castigados.

No hubo preguntas. Todos suponían que el castigo podía ser colectivo.

—¿Y quién ha sido el emisario?

La cuestión suscitada por Jacobo guardaba más importancia de lo que pueda parecer. Dependiendo de quién y cómo se expusiera el pleito, la decisión del tribunal podía variar sensiblemente. En este caso, Séforis, capital de la baja Galilea, disfrutaba de una de las cuatro cortes de veintitrés jueces en que había sido dividido el país desde los tiempos del legado Gabino[60]. Casi todas las poblaciones menores —caso de Nazaret— disponían también de un «pequeño sanedrín», integrado por siete, tres o, incluso, un solo juez. Pero estos consejos o tribunales locales se limitaban a despachar causas de escasa importancia. Cuando, como en el caso de la «blasfemia» cometida por Santiago, el asunto entrañaba una mediana gravedad era transferido a la corte inmediatamente superior, llegando en muchos casos al Gran Sanedrín de la Ciudad Santa.

—Jairo ha mencionado a Judá.

La aclaración de Santiago fue acogida con un espontáneo «¡malnacido!», que escapó de los labios de Miriam.

El tal Judá, miembro del consejo local, era una especie de alguacil y verdugo, encargado de las flagelaciones y mano derecha del saduceo. Un personaje, en definitiva, malencarado y tan rastrero como su «jefe». (La denominación de estos funcionarios de las cortes de justicia —hazzam— tenía su equivalente en los hiperetas o «remeros de segunda», como los designaban los griegos con justa ironía).

—Pero ¿de qué se nos acusa? —terció María que, en el fondo, sabía o podía intuir la respuesta.

Nadie se atrevió a pronunciarse. ¿Blasfemia? ¿Desobediencia al Gran Sanedrín al violar las normas especiales acordadas en la noche del domingo, 9 de abril? En cualquier caso, el castigo por dichos delitos se hallaba perfectamente tipificado. Con mucha suerte, si el tribunal se mostraba indulgente, Santiago, «cabeza visible» de la familia y responsable directo de la injuria al Todopoderoso, podía ser expulsado de la sinagoga con carácter temporal o perpetuo —«excomunión» que encerraba un halo vergonzante—, azotado, encadenado o desterrado, con la consiguiente pérdida de sus bienes y propiedades. Si, por el contrario, los jueces aplicaban la ley con rigor, la sentencia era de muerte[61]. El «ejemplo» del Hermano mayor, tan reciente, no dejaba lugar a dudas… De ahí que la familia, inquieta, se deshiciera en un océano de especulaciones. Y el pesimismo fue desgastándoles hasta que, vencidos, cayeron en un oscuro mutismo. Todos confiaban en Santiago y hacia él volvieron las miradas y los corazones. El tribunal de Séforis no se reuniría en sesión oficial hasta el jueves. Tenían, pues, un margen para deliberar y adoptar la resolución que estimasen correcta. La presencia del odioso Judá ante el «Consejo de los 23» no era un buen augurio. Pero, aun así, siempre cabía la esperanza de una defensa y de unos jueces imparciales. Ante la alocada propuesta de Jacobo de huir de la aldea, la Señora y Santiago se negaron rotundamente. No tenían nada que ocultar. Al menos, a los ojos de los justos… Y el hermano mayor, después de acariciar su barba, se pronunció en el sentido de extremar la cautela. Como primera medida —informó a los suyos— debían conocer las acusaciones de que eran objeto. Para ello, de momento, se imponía la necesidad de acudir ante Ismael. Miriam y su marido protestaron. Pero la Señora, haciendo de tripas corazón, otorgó la razón a su hijo. Consumado este forzoso y desagradable paso, tiempo habría de trasladarse voluntariamente a Séforis y enfrentarse al problema. Jacobo y María se ofrecieron para acompañar a Santiago. Pero, con buen criterio, no deseando crispar los ya castigados ánimos y recelando del tempestuoso carácter de su madre, declinó los ofrecimientos. Iría solo. «Y todos —remachó sin paliativos— esperarán mi regreso en la casa». En la orden quedó flotando un nombre: Juan de Zebedeo. La opinión generalizada apuntaba a que la inexplicable fuga del discípulo sólo acarrearía nuevas complicaciones. No se equivocaban…

Y faltando una media hora para el ocaso, el voluntarioso Santiago nos abandonó por segunda vez. Y quien esto escribe se vio envuelto en una atmósfera nuevamente enrarecida por las circunstancias. Jacobo, desanimado, ni siquiera hizo mención de volver a su puesto de observación en la terraza. Y permaneció sentado en el filo de la plataforma, observando a las mujeres y atrapado en un mar de procelosas reflexiones. Pero la poco recomendable atmósfera se extinguiría en minutos, merced —cómo no— a la acerada voluntad de aquella mujer, la Señora, que no estaba dispuesta a ser devorada por el desaliento y, mucho menos, a permanecer impasible ante la desolación de los suyos.

Primero la vi ascender al nivel superior y trastear con los enseres de la cocina. Pero, al reparar en la triste escena, soltó los platos y cuencos de madera con estrépito. Todos volvimos las cabezas, asustados. Y secándose las manos con los bajos de la túnica salvó los peldaños, acomodándose junto a la mesa de piedra. Y, haciéndome una señal, exclamó:

—Jasón, prosigamos…

La miré atónito. Al poco comprendí. La conversación con aquel curioso, incansable y a veces torpe y divertido griego era el mejor remedio para distraer la tristeza. Y la secundé encantado.

Al principio de esta nueva tanda de conversaciones, ni las hijas ni Jacobo demostraron un especial interés por la narración de la Señora. A lo largo de aquel año once, al igual que en el precedente, Jesús, el carpintero, prosiguió con su agotador trabajo en el taller. Cuidaba de sus hermanos, de su educación y velaba por la seguridad de «mamá María». En el fondo, los desacuerdos con la madre se veían equilibrados por el intenso amor que se profesaban.

—Una cosa eran sus ideas y las mías respecto al Mesías —dejó claro la mujer— y otra muy distinta nuestro mutuo amor.

Ese afecto, sin embargo, iba a cruzar un nuevo desierto en este período: el de su diecisiete cumpleaños. La Señora, que ya me había hablado del incidente con los zelotas, no le concedió la importancia que realmente tenía. Su postura era muy humana y disculpable. ¿A qué entrar en profundidades en un lance tan enojoso?

—Mejor será que lo olvidemos.

Me vi atrapado. El trato con ella y con el resto debía ser exquisitamente discreto. No era aconsejable forzar el repaso a la historia de la mal llamada «vida oculta» del Maestro. Y a punto de resignarme, Miriam salió en mi ayuda.

—Si este hombre intenta averiguar la verdad sobre nuestro Hermano —declaró con frialdad— conviene que también le ofrezcamos nuestros errores.

—Mi error —rectificó María, asumiendo la totalidad de la culpa.

—No. En todo caso, el tuyo, el de Santiago y el de los varones, que hicieron causa común con tus manías…

—¿Manías?

La Señora le miró de hito en hito, irritada.

—Disculpa. No es ésa la expresión adecuada… —y atacándola sin piedad añadió—: ¡Delirios de grandeza! ¡Absurdos alardes de gloria!

Y la mujer, que sabía encajar la verdad, no tuvo más remedio que reconocerlo con humildad.

—Empecemos por el principio —medié en un afán por engrasar el áspero correaje de la conversación. Y Jacobo, enrolado en el tema desde el principio, se hizo con la palabra.

—Sí, contemos los hechos tal y como ocurrieron y no como nos hubiera gustado que fueran…

Fue así como supe lo que ya constaba en el banco de datos de Santa Claus. La historia proporciona interesantes y prolijos datos acerca del cada día más floreciente movimiento de insurrección judía contra el invasor romano. Jerusalén y la Judea fueron los primeros escenarios de esa corriente político-religiosa que empezaba a soplar con fuerza hacia todo Israel. Tiempo atrás, de la secta de los fariseos, que no dudaban en proclamarse como los «santos y separados», los verdaderos nacionalistas y depositarios del aplastado patriotismo, se desgajaría lo que hoy podríamos llamar un «partido de extrema izquierda» —los zelotas—, fanatizados, radicales y violentos. Una especie de «brazo armado» del fariseísmo. Algo que hoy, aunque con otras motivaciones, resulta harto y tristemente conocido por la sociedad de Europa, que padece un terrorismo esencialmente «gemelo» al de los zelotas. Pues bien, no admitiendo sino a Dios como único dueño y señor, pretendían la expulsión y aplastamiento de los paganos por la fuerza. La diplomacia, el diálogo, la negociación y la paciencia no figuraban en su vocabulario. Y cuando digo «paganos» incluyo a todos los gentiles, aunque, claro está, Roma y sus representantes ocupaban una especial preferencia en sus objetivos. En el seis de nuestra era, cuando Jesús contaba doce años, ya se había producido un grave intento de sublevación. Un galileo llamado Judas de Gamala y un fariseo de nombre Saduc lograron lo que parecía un imposible: arrastrar a miles de judíos contra las legiones romanas. Lógicamente fracasaron. Pero la semilla estaba sembrada. Y desde entonces, los zelotas —cuya traducción era equivalente a «celosos» por la ley—, con el apoyo de buena parte de la población, que los ocultaba, alimentaba y pagaba un secreto «impuesto revolucionario» para la adquisición de equipos y de armas, actuaron en guerrillas, acosando a los ejércitos y funcionarios romanos y cometiendo toda suerte de crímenes y vilezas, «en nombre de la causa». Eran conocidos también como «sicarios», a causa del «sica», un puñal corto y temible que escondían bajo el ropaje y con el que daban cuenta de los que juzgaban traidores, infieles o colaboracionistas. Lo malo, como siempre, es que, amparándose en supuestas traiciones al pueblo y al Dios de Israel, estos zelotas satisfacían sus venganzas personales o las de aquellos que decían simpatizar con ellos. Y el hombre de bien, en definitiva, se vio envuelto en una atmósfera de miedo y de permanente desconfianza. Pues bien, este amenazante oleaje de alzamiento nacional contra el usurpador de la Tierra Prometida fue encrespándose con los años. Y a no tardar, en el 70, desembocaría en la gran rebelión que movilizaría a Roma, con las consecuencias de todos sabidas. La Galilea, por sus especiales características geográfico-estratégicas y por su reconocida liberalidad social y religiosa fue siempre un reducto muy apreciado por los zelotas o «bandoleros», como también se les motejaba[62]. Y aunque en vida de Jesús no llegaban a alcanzar la virulencia de los años inmediatamente anteriores al cerco de Jerusalén por Tito, era innegable que su fuerza y presencia constituían una realidad para los ciudadanos. Inquietante para muchos, esperanzadora para otros y peligrosa para todos. Entre sus íntimos —algún día tendré que referirme a ello—, el Maestro acogió a Simón, apodado el Zelota. No lo olvidemos. En la Galilea, además, se daba otro factor que sólo conocen los historiadores. Algo que contribuyó extraordinariamente al irreversible fenómeno del crecimiento zelota. Me refiero a la fiebre de compra de terrenos y propiedades por parte de los extranjeros. Media Galilea, incluyendo las ciudades helenizadas, se hallaba en manos de los comerciantes griegos, fenicios, romanos y egipcios. Esta «vergüenza nacional» estimuló aún más la ferocidad de los guerrilleros.

Y ocurrió que en dicho año once, de acuerdo a las tácticas nacidas en Jerusalén y la Judea, algunos de los «representantes» del «brazo armado» en la Galilea comenzaron a «peinar» la región, a la búsqueda de nuevos simpatizantes y afiliados con los que poder formalizar y construir «comandos» de refresco. Y, naturalmente, Nazaret no fue una excepción.

Es curioso. Y entiendo que no debo ignorarlo. A través de las informaciones que me proporcionó la familia, y casi por sentido común, supe que antes de que los zelotas arribaran a la aldea, «ya sabían quién era el joven carpintero y hasta dónde llegaba su influencia entre la juventud del pueblo». Algo muy normal, por otra parte, si consideramos que los «servicios de información» de dicho movimiento patriótico se ramificaban hasta los rincones más apartados. Al parecer, la campaña de los «celosos» en la Galilea había sido un rotundo éxito. La juventud, masivamente, se había puesto de su lado. Pero, al entrar en Nazaret…

—Todo su engreimiento se desmoronó.

Jacobo, ante el respetuoso y significativo silencio de María, continuó sin rodeos ni medias tintas. Nunca podré agradecer suficientemente su amor a la verdad.

—Se entrevistaron con Jesús. Le expusieron sus ideales, sus planes, su fervor patriótico. Y el joven carpintero, mi amigo, supo oírles hasta el final. La verdad es que aquella venta del producto era innecesaria. Todos sabíamos quiénes eran y lo que pretendían.

—¿Y por qué eligieron a Jesús? —pregunté, simulando no conocer la razón—. Supongo que no era el único hábil y despierto…

—Hablas con verdad. El Maestro no era el único. Pero sí alguien que, a fuerza de trabajar, de reflexionar, de estudiar y de escuchar a los demás había sabido ganarse las simpatías de buena parte de los jóvenes. Su palabra y consejo eran apreciados por todos…

—Además —terció Ruth, que no perdía detalle—, era el más fuerte y el más guapo…

—Bueno —le recriminó Jacobo—, hablemos con seriedad. Aquella gentuza…

La Señora desvió la mirada hacia su yerno, reprochándole el epíteto:

—¿Gentuza?… ¿Porque deseaban la libertad para nuestro pueblo?

Jacobo, no demasiado convencido pero deseando la paz, rectificó a regañadientes:

—Aquella gente sabía desde un primer momento que si Jesús y los otros «jefes» entraban en el partido, otros muchos les imitarían. Y la operación se habría consumado con un evidente ahorro de tiempo y de esfuerzo. Pero se equivocaron. Jesús les hizo muchas preguntas y, finalmente, se negó a ingresar en sus filas.

Observé a María. Sus facciones, salpicadas por los recuerdos, se habían endurecido. Pero, de momento, siguió muda.

—¿Por qué? ¿Cuál fue su razón?

—Ahora, amigo Jasón, resulta fácil entender y aceptar. Al menos para los que hemos creído en su palabra. Entonces, hace diecinueve años, como podrás imaginar, la situación era otra.

Y Jacobo, llegados a este punto, invitó a su suegra a que tomara el timón de la conversación. No aceptó.

—No es una situación dócil para mí —confesó el hombre en un gesto que le honraba y que tuve muy presente—. Debo contártelo tal y como ocurrió, con la pesada losa del conocimiento de hoy. Él, como te decía, «declinó el honor» —ésas fueron sus palabras—, refugiándose en la verdad: «sus obligaciones familiares estaban por encima de cualquier otro compromiso».

No fui capaz de contenerme.

—¿Un honor servir entre los zelotas?

Y quien esto escribe también fue blanco del mudo reproche de la Señora.

Jacobo sonrió irónico. Y su mujer, Miriam, recogió el expresivo gesto, haciéndolo suyo con las siguientes palabras:

—Mi Hermano no era tonto… Sabía del poder, de las venganzas y de la crueldad de tales partidas. Una negativa áspera podría haber sido fatal para toda la familia. ¿Comprendes?

Perfectamente. Y en mi fuero interno elogié la hábil diplomacia del carpintero.

—Y el pueblo comprendió sus razones. La familia, tú lo sabes, es sagrada.

Miriam le interrumpió.

—¿Estás seguro?

Jacobo, como yo, no captó la intención de su esposa.

—¿Estás seguro —insistió— de que «todo el pueblo» lo entendió y respetó?

Una fugaz mirada a la Señora traicionó a Jacobo.

—En fin —titubeó—, digamos que la mayoría…

—¿La mayoría? —Atacó de nuevo la reticente Miriam.

Y el galileo, atrapado, terminó por reconocer que «la mitad de la juventud fue a situarse del lado de Jesús; el resto, junto a los zelotas».

Aquel relativamente importante «desliz» del amigo íntimo del Maestro —que acababa de expresar su voluntad de narrar toda la verdad— merece un leve apunte: ¿cuántos de los escritores sagrados no se dejarían llevar en sus evangelios por esa misma y comprensible inercia de suavizar lo que no resultaba grato?

A decir verdad, Jesús no había mentido. Su madre y hermanos justificaban su actitud, desde todos los puntos de vista. Pero imagino —esto no lo supieron aclarar mis interlocutores— que, además, el tímido e incipiente Dios que seguía germinando en su interior borró de su voluntad la posibilidad de empuñar las armas para defender a su pueblo. Sin embargo, como digo, la excusa de la familia fue perfecta. Lo que no podía sospechar el honrado carpintero era que su decisión llegara a levantar semejante polvareda en Nazaret.

—Ya puedes suponer —prosiguió Jacobo— quién arremetió con mayor encono contra el Maestro…

—¿La víbora?

Todos rieron mi espontánea respuesta-pregunta. Mejor dicho, todos menos María.

—Durante algunos días —añadió el galileo con los ojos cargados de sorpresa— fue la locura. Los unos discutían con los otros. Entraban y salían de esta casa, y del taller, vociferando, clamando a los cielos y negando y afirmando sin ton ni son. Y el saduceo, claro está, pasando por alto su natural repugnancia hacia todo lo que fuera contra Roma, se sumó al bando de los zelotas por puro odio hacia Jesús. Oímos de todo, Jasón. Lo más benévolo fue «cobarde» y «renegado». Y mi Amigo, que se negaba a discutir en público, sufrió lo que nadie puede imaginar…

En aquel relato, fiel a la verdad, faltaba «algo». Yo lo sabía. Todos los allí presentes lo sabíamos. La palabra clave era «María». Y antes de proseguir obedeceré al impulso que me domina. Haré un paréntesis. Y lo haré porque, si es la voluntad de Dios que estos diarios lleguen algún día al mundo, debo advertir a los pusilánimes que la imagen de la Señora que me dispongo a reflejar está encontrada con la que la tradición ha ido fomentando, en base a un ideal digno de elogio, pero irreal. Descansado mi corazón, proseguiré.

María, en efecto, tenía mucho que decir en este turbulento pasaje de la vida de su Hijo. Pero ¿cómo conseguir que interviniera? Y aprovechando una breve pausa, en la que Ruth sirvió agua a su cuñado, le solté a quemarropa:

—En «mi mundo» tenemos sed de Jesús. No te avergüences porque, en su día, fuiste fiel a ti misma… ¿O es que crees que tu Hijo no supo comprenderlo?

La «pequeña ardilla», que no captó mis palabras en su integridad, se apresuró a tenderme la vasija con el agua, exclamando voluntariosa:

—¿En tu mundo tenéis sed? Toma…, bebe. Mi madre jamás ha negado un cuenco al sediento.

El delicioso error de Ruth tuvo más fuerza que mil discursos. Y la Señora, enternecida ante la transparencia de su hija, habló así:

—Supongo que, muerto mi Hijo, poco importa lo que yo hiciera o dejara de hacer…

Tuve sumo cuidado en dejar que pensara lo que estimara conveniente. Hubiera sido arduo y laborioso sacarle de su tremenda equivocación.

—… Tú lo sabes, Jasón, porque alguna vez lo hemos comentado. En aquel tiempo, mis ideas sobre el Mesías Libertador eran claras y rotundas. Tenía que venir y sacar a mi pueblo de la esclavitud. El Ungido del Señor —dice la Escritura— surgirá el día de misericordia y bendición y utilizará su cetro para infundir el temor del Señor a los hombres y encaminarlos a obras de justicia…

Excelente buceadora en los textos bíblicos que cantaban la esperanza mesiánica nos recordó el capítulo once de Isaías.

—… A raíz de la presencia del ángel —prosiguió con cierta tristeza— esos sentimientos cristalizaron en mi corazón. Jesús era el Hijo de la Promesa.

La interrumpí. No podía dejar pasar la interesante alusión a Gabriel:

—¿En qué momento se refirió el ángel a un Mesías Libertador?

Me miró confusa. Y rememorando el anuncio —grabado a martillo y cincel en su memoria— enumeró las expresiones que, según ella, habían alimentado sus ilusiones:

—… «Tu concepción ha sido ordenada por el cielo»… «Le llamarás Yavé salva… E inaugurará el reino de los cielos sobre la tierra y entre los hombres…». «Isabel prepara el camino para el mensaje de liberación que tu hijo proclamará con fuerza y profunda convicción a los hombres»… «Esta casa ha sido escogida como morada terrestre de este niño del destino».

Y sus ojos, violetas ahora por la pesadumbre, esperaron alguna aclaración. Y quien esto escribe se atrevió a proporcionársela. Para ello entoné primero otra no menos célebre súplica de naturaleza mesiánica, contenida en las Escrituras:

—Escucha, oh Señor, pon sobre ellos a su rey, el hijo de David…

»Y cíñele de fuerza, que pueda destruir a los jefes injustos…

»Que con vara de hierro los aniquile…

»Que destruya a las naciones impías con el aliento de su boca…

»Y que reúna un pueblo santo…

»Y ponga las naciones paganas bajo su yugo…

»Será rey justo, instruido por Dios…

»Y en sus días no habrá iniquidad en su reino…

»Pues todo será santo y su rey el Ungido del Señor.

Acto seguido pregunté:

—¿Es que Jesús fue un destructor de jefes injustos? ¿Aniquiló con vara de hierro? ¿Destruyó naciones? ¿Es que no hubo iniquidad durante su vida? ¿Fue todo santo? ¿Qué relación guarda esto con la buena nueva del ángel?

Miriam, sorprendida por mis «conocimientos bíblicos», hizo de defensora de su madre:

—Gabriel habló de un mensaje de liberación para los hombres…

Asentí, complacido por la oportunidad de su comentario. Y puesto que el Maestro se había cansado de insistir en ello, les recordé algo que no interfería en «su ahora»:

—Ese mensaje, hija, que muy pocos han comprendido, nada tiene que ver con un Mesías Libertador. No es fuego, ni armas, ni guerra, ni esplendor humano o político lo que ha traído tu Hermano a la tierra. Es algo así como un correo especial, directamente de los cielos…

La Señora tomó mis manos y, besándolas, exclamó radiante:

—¡Dios te bendiga!

Las retiré al momento. Y confuso concluí como pude:

—… Un correo que, más o menos, le recuerda a la humanidad que hay un Padre en los cielos…

El gesto de María me descompuso. Y no supe terminar.

—Pero entonces —reemprendió la conversación con renovados bríos—, como ha dicho Jacobo, las cosas no eran así. Al conocer la negativa de mi Hijo pasé de la sorpresa a la vergüenza y a la indignación. ¿Jesús un traidor? Nada de eso. Le hablé, le expuse las excelencias de aquel movimiento patriótico, me deshice en argumentos para que comprendiera… Inútil. De acuerdo a su natural docilidad me escuchó hasta el final. Pero, tozudo como una mula, se negó. Y lloré amargamente. Llegué, incluso, a recordarle la promesa hecha a su padre y a mí misma, a la vuelta de Jerusalén, cuando tenía doce años. Nos había jurado acatamiento total y, en consecuencia, esta postura (rechazando la causa nacionalista) era una grave insubordinación. Y así se lo hice saber.

—¿Qué respondió?

—Sus ojos, tú lo sabes, hablaban por Él. Me miró sin pestañear. Y un calor muy extraño me sofocó. Entonces se limitó a decir: «Madre, ¿cómo puedes pensar eso?».

»Ahí mismo me retracté y le pedí perdón».

Pero la Señora no era mujer fácil de convencer. Y en aquellos agitados días, un inesperado suceso le hizo concebir nuevas esperanzas. El desorden en la tranquila población y las maniobras de los zelotas movieron a un rico judío de Caná a intervenir en el problema. A instancia de los guerrilleros, el tal Isaac, que había amasado una fortuna concediendo préstamos a los gentiles[63], se presentó en Nazaret, proponiendo una solución difícil de rechazar: él correría con todos los gastos de manutención de la familia del carpintero si éste, a cambio, aceptaba ponerse al frente de los patriotas de la población. La posición de Jesús ante sus vecinos se vio dramáticamente comprometida. Y el cerco se vio espesado cuando, al saber las intenciones de Isaac, su madre, su hermano Santiago y uno de sus tíos —Simón, hermano de María, que simpatizaba con los zelotas y que algún tiempo después formaría parte activa del grupo— volvieron a presionarle para que «inaugurara su destino».

—La oportunidad —recordó la Señora— era magnífica. Y de común acuerdo le hicimos ver que quedaba gustosamente relevado de sus obligaciones como cabeza de familia. Y Jesús, según su costumbre, se retiró a la colina. «Tenía que meditar (dijo) y conocer la voluntad de su Padre». Y yo, Jasón, volví a vivir. Esta vez no podía negarse. Todo estaba de su lado. La oferta no se repetiría. Mi Hijo, al fin, abrazaría la causa nacionalista y se pondría al frente de los ejércitos, liberando a mi pueblo de la opresión de los impíos. La hora del Hijo de la Promesa había llegado.

Aquélla fue otra decisión dolorosa. Jesús tuvo que echar mano de toda su habilidad. El panorama creado a raíz de la aparición de los zelotas no resultaba muy reconfortante: buena parte de la aldea —los jóvenes en particular— esperaba su determinación final. La propia familia, con la Señora a la cabeza, le instaba para «alistarse» en un movimiento de índole política y reconocidamente sanguinario. Y el Hijo del Hombre tuvo que «maniobrar» con astucia, sin perder la brújula de la verdad. Tomara la postura que tomara sería igualmente criticado. Él lo supo y, por primera vez en su corta existencia, actuó como un político. No tenía sentido hablarles de su futuro gran plan, de su sueño dorado. Así que, tras informar primero a los suyos, se reunió de nuevo con el prestamista y los guerrilleros. Y se mantuvo en los principios iniciales:

—No era una cuestión de dinero (manifestó con una serenidad y cordura que conmovió a sus interlocutores). La responsabilidad de un buen padre va más allá de lo estrictamente económico.

Y la Señora prosiguió con la satisfacción reflejada en el rostro:

—Ahora me siento orgullosa de un Hijo así. «Ninguna causa (les dijo abiertamente) puede justificar mi ausencia. Mi madre viuda y mis ocho hermanos precisan del consuelo, del cariño y del consejo de un guía de su misma sangre. Y el dinero, amigos míos, no arropará a los más pequeños en las noches de invierno, ni consolará la soledad de María. Lo siento. La solemne promesa hecha a mi padre muerto no será rota».

»Y después de agradecerles sus desvelos se retiró al taller. Desconsolada, asistí impotente a su irrevocable renuncia y, lo que fue peor, a las críticas y maledicencias de los de siempre, con la víbora a la cabeza…

—No todos le criticaron —protestó Miriam.

—Sí, querida —reconoció María, resignada—, pero «los de siempre» portaban veneno. ¿De qué sirvió que muchos de los vecinos elogiaran su honesto comportamiento? La familia es santa, de acuerdo, pero también lo era Israel.

Y los zelotas, derrotados, abandonaron Nazaret. A decir verdad, este incidente no moriría con la salida de los guerrilleros. Aún restaba una no menos delicada segunda parte.

El regreso de Santiago —antes de lo previsto— cortó la confesión de la familia. A mi entender, una revelación bastante más destacada que la del Jesús de doce años entre los doctores de la ley, única referencia de los evangelistas a la infancia-juventud del Maestro. Y cabe preguntarse algo. Si los responsables de la narración evangélica supieron del incidente con los zelotas, ¿por qué lo ocultaron? Puede que la explicación sea sumamente sencilla. Buena parte de esas «memorias» —llamadas después evangelios— fueron confeccionadas por judíos y para judíos. ¿Interesaba sacar a la luz la imagen de un Nazareno que se había atrevido a rechazar una causa nacionalista?

La entrada del hermano en el hogar me permitió comprobar que el ocaso, que debía producirse a las 18 horas y 39 minutos, aproximadamente, hacía tiempo que se había retirado de las calles de la aldea. La oscuridad en el exterior era total.

La familia aguardó impaciente a que se acomodara junto a la roca circular que servía de mesa. Todos exploramos su semblante. Traía la mirada opaca del frustrado. Y al verle peinar la barba, María, sentada a su izquierda, fue a posar la mano derecha sobre el hombro. Él la observó fugazmente. Y en un esfuerzo por aliviar el lastre de los suyos «peinó» también la voz, restando importancia a lo sucedido en la casa del saduceo.

—Me ha recibido, sí, y ha confirmado el envío de un mensajero al tribunal de Séforis.

—Y bien…

La impaciencia de Jacobo se estrelló contra el temple de su cuñado. Sencillamente, se encogió de hombros.

—¿Eso es todo? —preguntó incrédula la Señora.

—Sí y no. Cuando le he interrogado acerca de las acusaciones ha escupido a mis pies y, furioso, se ha limitado a responder que «al igual que el otro, yo también era pasto de la Gehena». Y me ha dado con las puertas en las narices.

—¡Malnacido! Esa víbora…

Las imprecaciones de Jacobo fueron abortadas por el autoritario gesto de María. Alzó la mano izquierda ordenando calma y, pasando por alto el desplante de Ismael, fue directamente al asunto que había llamado su atención:

—¿Al igual que el otro? ¿Qué otro?

El elocuente silencio del hijo y su intuición bastaron y sobraron para que ella misma se respondiera:

—¡Juan!

Santiago asintió sin despegar los labios.

—¿Cómo lo sabes? —intervino su cuñado sin comprender.

—Dios misericordioso —explicó el hermano de Jesús— ha guiado mis pasos…

—¿Tus pasos? ¿Hacia dónde?

Miriam, irritada ante las continuas interrupciones de su marido, ordenó que se callase. Y la Señora solicitó paz.

—Antes de regresar a vuestro lado he sentido el impulso de volver a mi casa. Esta, muy excitada, me ha comunicado que uno de los sirvientes del saduceo, al igual que el viejo Jairo, había llegado secretamente, refiriéndole lo de Judá…, y algo más.

La buena voluntad de Santiago, que trataba de no preocupar inútilmente a su familia, casi se vino abajo. La voz se quebró y la madre, rápida, lo percibió. Pero, ahorcando la canosa barba con los dedos, se dominó.

—El criado —manifestó escuetamente— dice haber visto al Zebedeo. Entró en la casa del saduceo y supone que habló con él.

—¿Supone? ¿Qué quiere decir «supone»?

Santiago no pudo aclarar las dudas de su hermana Miriam.

—Imagino que ésa pudo ser la intención de Juan. ¿Por qué si no iba a acudir a la casa de Ismael?

Ahí concluyeron las noticias del enviado de la familia. No sabía nada más. A pesar de haber recorrido la aldea por segunda vez, el paradero del discípulo seguía siendo un enigma. Si, como era de suponer, había abandonado la mansión del saduceo después de la entrevista, ¿por qué no daba señales de vida? ¿Qué estaba pasando? Y la familia, olvidando por el momento el grave asunto de Séforis, discurrió hasta el agotamiento acerca de la suerte de su amigo. La lógica se impuso y los allí reunidos, a excepción de la Señora, se inclinaron a creer que el Zebedeo, en uno de sus conocidos arrebatos, había tomado el camino de la capital, dispuesto a entrar en el pleito. Sin embargo, aun admitiendo la crisis emocional por la que atravesaba Juan, había un par de detalles que no encajaban. Y María, fría y calculadora, los expuso en un tono nada tranquilizador:

—Primero: si es cierto que ha llegado a hablar con el saduceo y conoce la intención de esa víbora, ¿por qué no se ha apresurado a darnos cumplida cuenta?

»Y segundo: desde la casa de Ismael hasta el camino que lleva a Séforis hubiera tenido que cruzar el pueblo de un extremo a otro. ¿Por qué nadie le ha visto? ¿No será que no se ha movido de aquí?

Los sagaces interrogantes tuvieron escaso eco. Sólo Miriam, intuitiva como su madre, se atrevió a llegar más allá:

—¿Qué insinúas, mamá María?

Pero la mujer, asustada ante sus propios pensamientos, hizo un gesto de renuncia, dando a entender que olvidáramos cuanto había sugerido. Quien esto escribe, sin embargo, no pudo olvidarlo. Una vez más, el fino instinto fe menino se reveló como el mejor de los «detectives». En aquellos momentos una negra pesadilla se cernía sobre el discípulo. Y serían necesarios dos días para descubrirlo…

Respecto al delicado tema del tribunal de Séforis poco o nada pudo hablarse. Alguien apuntó la posibilidad de viajar a la ciudad e interesarse por la cuestión. Santiago, siempre prudente, se reafirmó en su idea de «recibir a los acontecimientos». En el supuesto de que la causa fuera aceptada, los jueces deberían movilizar a los testigos de una y otra parte. Eso requería tiempo. Resultaba más inteligente esperar y no obrar con precipitación.

—Después de todo —recordó el cabeza de familia con una ingenuidad conmovedora—, no he cometido blasfemia alguna. Sencillamente, me he limitado a repetir las palabras de mi Hermano y Maestro…

Jacobo no perdonó la sutileza:

—Repetir no. Querrás decir, ratificar.

Pero la Señora de la casa no estaba dispuesta a soportar otra batalla dialéctica. Y zanjando la cuestión con un imperativo «es hora de cenar», abandonó mesa y conversación, seguida de sus hijas. Y este explorador, movido por un resorte, se puso igualmente en pie, dispuesto a regresar a la posada. Y cuando procedía a despedirme de los hombres, María suspendió el atizado del fogón y, señalando la mesa de piedra con el dedo índice izquierdo, suplicó que aceptara la hospitalidad de aquella humilde casa. Y antes de que pudiera reaccionar, exclamó pícara y oxigenante:

—He pensado darte una sorpresa… Siéntate, Jasón. Aquí eres bien venido. Y tú, Santiago, alegra esa cara. Y hazme un favor: este griego entrometido (a quien Dios bendiga) está empeñado en saber lo de los zelotas. Sigue tú…

El galileo abrió los ojos espantado.

—¿Los zelotas? ¿Están aquí?

Jacobo, sonriendo con benevolencia, pasó a explicarle de qué se trataba y en qué punto nos habíamos apeado de la conversación. Y con no demasiado entusiasmo, abrumado quizá por la incierta suerte del Zebedeo, pasó a referir la segunda parte de la historia de los guerrilleros.

Asumida la decisión de no participar en el movimiento de liberación, Jesús se vio envuelto en lo que podríamos definir como la «resaca de un temporal». Sus enemigos —«los de siempre»— jamás le perdonaron el desplante. Y lejos de apaciguarse, los ánimos siguieron encontrados. Desde aquel año, el ambiente en la recóndita Nazaret fue enrareciéndose lenta pero inexorablemente.

—Algunos, incluso —explicó Santiago— le retiraron el saludo. Otros, movidos por el odio de Ismael, pretendieron expulsarle de la sinagoga. Y, durante un tiempo, hasta los encargos en el taller escasearon. ¿Qué podíamos hacer? Mi Hermano se negaba a hablar del tema. Así que un día, cansado de tanta injusticia y comadreo, reuní a los jóvenes y, en presencia del saduceo y del resto del consejo, me aventuré a prometer algo que, como bien sabes, jamás llegaría a cumplir. Lleno de fervor patriótico aseguré que no debían preocuparse. «En el momento en que mi edad me permita asumir las responsabilidades propias del cabeza de familia —les dije sin rodeos—, Jesús se pondrá al frente de los ejércitos de Israel. Entonces Nazaret contará con un jefe nacional y con otros cinco valientes soldados».

—¿Cinco?

Y mostrando el puño izquierdo fue extendiendo cada uno de los dedos, citando a los «cinco esforzados patriotas»:

—Santiago, José, Simón, Judas y Amós.

En otras palabras, solicitó tiempo y paciencia. Y mal que bien, el discurso del joven Santiago, que apenas contaba trece años de edad, surtió efecto. Y la tempestad amainó, al menos durante una temporada. Pero, como decía, la herida estaba abierta y jamás llegaría a cicatrizar…

Y todo volvió a la normalidad. Santiago concluyó sus estudios elementales y, poco a poco, fue ocupando el puesto del primogénito en el taller. Jesús, entonces, dio un nuevo paso, ampliando el negocio familiar. Su pasión por la ebanistería le impulsó a trabajar en interiores y, según sus familiares, con notables resultados.

A mi pregunta sobre los pensamientos e íntimas inquietudes de aquel joven, a lo largo de su diecisiete aniversario, ni Jacobo ni su cuñado supieron responder con precisión. Y pecando quizá de una extrema crudeza planteé la cuestión de otra manera:

—¿Hubo algún comentario, una señal, cualquier indicio que le hiciera pensar que no era quien todos creían que era?

Santiago se tomó su tiempo. La pregunta —difícil— fue respondida con el elocuente silencio.

Y negando con la cabeza vino a aclarar algo que hoy podría ser tachado de inconcebible. Como he repetido hasta la saciedad, en el año 30 todo se hallaba demasiado próximo para que aquellas gentes pudieran calibrar, en su justa medida, las palabras y la obra de Jesús. Hoy, casi todo juega a nuestro favor.

—Jasón, amigo, si te refieres a su divinidad, procura no confundirte. Es posible que tú y otros muchos podáis creer que un hombre es en verdad el Dios de los cielos. Yo y los que te acompañamos, aunque tarde, hemos creído en su palabra. Pero danos tiempo. Las raíces de nuestros antepasados se hallan aún hundidas en los pobres corazones de estos hombres y mujeres. Si Él lo dijo, yo le creo, aunque debí respaldarle mucho antes… Pero mi inteligencia, como un asno testarudo, se rebela y cocea. ¿Jesús el Dios vivo? Sólo en un acto de fe puedo responderte que sí. Y eso, merced a sus prodigios y testimonio. Mi Hermano jamás fue un loco ni un mentiroso. Pero, compréndeme, cuando éramos jóvenes, esa idea jamás pasó por mi cabeza…

—No he preguntado si pasó por tu mente —traté de rectificar la trayectoria de su planteamiento—, sino por la suya.

Volvió a negar con la cabeza. Y añadió sincero:

—Lo ignoro, Jasón.

—En aquellos años —intervino Jacobo en un cordial intento de satisfacer mi sed—, por si ello arroja luz sobre tus dudas, el tema favorito de conversación con nosotros, sus íntimos, era su Padre Celestial.

Ésa era una buena pista. Y supliqué que profundizara.

—Hablaba de Él a todas horas. Con el menor o más banal de los pretextos. Era una obsesión. Su Padre estaba en todo. E intentaba convencernos de que éramos sus hijos. No importaba la raza, la condición social o el grado de bondad. Para nosotros no era fácil. El único Dios que habíamos conocido era el de Moisés: justiciero, abrasador a veces, conquistador y tan remoto que sólo el sumo sacerdote tenía acceso al «santo de los santos» y una vez al año. ¿Cómo podíamos hablar de tú a tú con ese Dios? La blasfemia era flagrante. Pero Él lo vivía y explicaba con una lógica y naturalidad que infundían miedo. Santiago y yo lo comentamos muchas veces: si las ideas de Jesús llegaban a oídos del consejo podía ser fulminado. Decía, incluso, que «nuestro Padre» amaba lo feo, lo impuro y lo deforme. Nos mostraba una flor, un trozo de madera de su taller o a su perro y exclamaba entusiasmado: «¿Sabéis de hombre alguno que haya logrado una perfección semejante?».

»Algunas veces le preguntamos por el rostro de ese Dios. Nos miraba con dulzura y decía: «¿Podéis describirme el de la música? ¿Qué facciones tiene el amor? ¿Quién será capaz de dibujar la cara de la sabiduría? ¿Tiene ojos la ternura o la tolerancia o la fidelidad? Pues bien, hermanos míos, así es el Padre de los cielos: sin rostro y con los mil rostros de la belleza, del perdón, de la risa, del poder, de la paz y, sobre todo, de la misericordia.

Para quien esto escribe, el hallazgo en el alma humana de Jesús de un Dios-Padre tan opuesto a la concepción judía era ya un aviso. Él tenía muy claro que una de sus grandes misiones consistiría en intentar deshacer el error. La humanidad arrastraba en aquel tiempo la cadena de mil dioses o, en el mejor de los casos, de un único Dios (Yavé), que nada tenían que ver con ese concepto de filiación divina. De ahí a la plena toma de conciencia de su naturaleza celeste había sólo un paso.

Y, de pronto, el familiar y casero aroma del aceite de oliva al fuego fue adueñándose del recinto. Las mujeres, en lo alto de la plataforma, se agitaban de un lado a otro, abriendo el arcón, troceando verduras y vigilando la madera que alimentaba el fogón. De vez en cuando pasaban a nuestro lado, dirigiéndose al rincón de las ánforas o al corral. Y retornaban a la «cocina» con pequeños cántaros de agua o manojos de cebollas y ajos. Y el clima entró en una sosegada y relajante paz. Ruth, a petición de su hermano, dejó sobre la roca una jarra de barro cocido. Y el vino fue acompañado con una escudilla repleta de aceitunas en vinagre y una porción de insectos, desecados «a la sal», que, al carecer de las membranosas alas, me costó reconocer. Se trataba de uno de los «aperitivos» más usuales entre las gentes de humilde condición: langostas de robustas patas que, muy a mi pesar, tuve que degustar. La hospitalidad de los orientales tenía estas servidumbres. Rechazar lo único que tenían y que brindaban de todo corazón hubiera sido una grave afrenta.

Al comprobar cómo me detenía en la inspección de los pequeños y grisáceos ortópteros, Santiago, disculpándose por la modesta entrada, vino a culpar a los impuestos.

—Desde la llegada del invasor —añadió en clara referencia a los romanos— no hay familia honrada que acierte a levantar cabeza[64]. Ya en aquellos años, cuando mi Hermano se hizo cargo del taller, las pesadas cargas civiles y religiosas nos obligaron a numerosas estrecheces y, lo que fue peor, a la liquidación de los bienes que había reunido mi padre con el sudor y el trabajo de toda su vida.

»La última de estas propiedades —informó el galileo— fue una parcela en la vecina Nahum. Un terreno sobre el que ya había gravitado una hipoteca. Con el producto de la venta fue posible el pago de los impuestos, la adquisición de nuevas herramientas y acometer otro de los proyectos de Jesús: la compra del viejo almacén de aprovisionamiento de caravanas que en su día había pertenecido a José y a sus hermanos.

»Pagamos un primer plazo —siguió recordando con nostalgia— y, aprovechando el respiro económico, mi Hermano se tomó unos días de descanso.

Conviene anotar que entre la sociedad judía menos favorecida por la fortuna, el actual concepto de vacaciones no existía. Un viaje de negocios o una peregrinación, por ejemplo, encerraban un significado similar.

—… Y pocos días antes de la Pascua me hizo partícipe de la gran noticia: me llevaría a Jerusalén. Era mi primera visita a la Ciudad Santa. Ya puedes suponer mi alegría…

Y en la primavera de ese año 12, prescindiendo de la multitudinaria caravana que debía partir de Nazaret, marcharon en solitario, tomando la ruta que atravesaba la Samaria. Y al igual que hiciera José con el primogénito, Jesús se sintió feliz al ir explicándole la historia de los lugares por donde pasaban. No cabe duda de que buena parte de la formación de aquel galileo se debía al solícito carpintero de Nazaret. Santiago era un hombre religioso, a su manera. Respetaba las tradiciones pero, lentamente, influenciado por su Hermano, fue cuestionando muchas de las rígidas y absurdas normas religiosas que estrangulaban la vida diaria. A pesar de ello, durante años, alentó la vieja idea de su madre de ver convertido a Jesús en un líder. Y llegó a darle la espalda a partir del año 26, a raíz de la elección de los doce íntimos. Pero ésa es otra historia… y a la muerte del Hijo del Hombre fue uno de los grandes desengañados.

—En aquel viaje —confesó entusiasmado con su propia narración— aprendí a estimarle en verdad…

—No entiendo.

—Verás. Fueron muchas horas de convivencia. Y lejos y apartados de las obligaciones habituales. En Nazaret no era tan sencillo. Además, al salir de la aldea, mi Hermano se transformaba. ¿Cómo podría explicártelo?… Era como si recobrase la libertad. Como si entrara en el mundo que, en verdad, le pertenecía y esperaba. Sus cabellos al viento, su mirada alegre y segura, su paso firme y confiado, todo, le convertía en un triunfador. ¿Te cuento un pequeño secreto?

Casi me atraganté con una de las langostas.

—… Yo sólo tenía catorce años recién cumplidos pero, a raíz de aquella peregrinación, le «vi» como un «jefe». Yo supe que mi Hermano estaba llamado a grandes empresas. Eso se nota en algunos rasgos de las personas. Son concretos. Inconfundibles.

—¿Y cuál de los rasgos de Jesús te movió a creer una cosa así?

—La palabra y los ojos. Ambos llevaban el sello de la predestinación.

Antes de llegar a la Ciudad Santa Jesús recordaría a su hermano la solemne decisión adoptada dos años atrás: esperar a la mayoría e independencia de los suyos para «revelar al mundo la única verdad que debería figurar en letras de oro: la existencia del Padre».

La tradicional cena de Pascua tendría lugar en Betania, en la hacienda de Lázaro. Simón, el cabeza de familia, había sido enterrado recientemente y, de acuerdo con la costumbre, Jesús presidió la mesa.

—Fue una jornada intensa e inolvidable. Terminado el cordero, mi Hermano habló mucho y animadamente. Pero, al igual que sucedía en Nazaret, sus ideas sobre el Padre Celestial no fueron comprendidas por Lázaro y sus hermanas. Pero le querían.

A la mañana siguiente, consumada la ceremonia de aceptación de Santiago como miembro de pleno derecho en la comunidad de Israel, los hermanos, de regreso a Betania, hicieron un alto en la falda occidental del monte de los Olivos. Y, durante un tiempo, el recién estrenado ciudadano se deshizo en elogios y alabanzas hacia la esplendorosa Jerusalén.

—Jesús, en cambio, guardó silencio. Miraba la ciudad y callaba. No fue posible abrir su corazón. Y a partir de esa mañana se tornó silencioso y taciturno. Más aún: nada más entrar en la casa de Lázaro me comunicó que debíamos volver a Galilea. Y yo, casi de rodillas, supliqué que esperásemos un día más. Quería volver al templo y asistir a las discusiones entre los doctores de la ley. Y Jesús, acariciando mis cabellos, sonrió con cierta tristeza, aceptando. ¿Sabes una cosa? No le dije toda la verdad…

—¿Le mentiste?

Santiago se sonrojó.

—Más o menos. Era cierto que deseaba contemplar a los sabios. Lo que me guardé fue que me moría de ganas de verle discutir con ellos…

—¡Repugnante constructor de yugos! —le amonestó Jacobo cariñosamente—. Sólo a ti se te podía ocurrir una cosa semejante.

Sin embargo, las secretas intenciones de Santiago se verían frustradas. Jesús, en efecto, le acompañó al templo y permanecieron largo rato escuchando las discusiones. Pero, a pesar de las indirectas de su hermano, el Hijo del Hombre se mantuvo al margen.

—Yo le miraba y no terminaba de entender. Estaba triste. Lo que oímos allí no debió de gustarle. Aquello no era lo que me había contado mi madre. Y al final, muerto de curiosidad, le pregunté por qué no se había decidido a intervenir. Su respuesta, tantas veces oída en las discusiones con mamá María, me dejó como antes: «No ha llegado mi hora». Y pasando su brazo sobre mis hombros nos dirigimos a Betania.

Al día siguiente, al alba, abandonaban la aldea, dirigiéndose a Nazaret por el camino del Jordán.

—Fue en ese viaje de regreso a casa cuando Jesús, al relatarme lo ocurrido en su primera peregrinación a la Ciudad Santa, cuando sólo contaba doce años, se puso especialmente serio y me hizo prometer que, si Él faltaba algún día, yo velaría por los más pequeños.

Esta revelación de Santiago vino a confirmar lo que siempre sospeché: la famosa «escapada» del Jesús niño, a pesar de los pesares, tuvo que dolerle en lo más profundo. En frío, cuando fue consciente de la angustia que había provocado en sus padres durante cuatro días, no tuvo más remedio que sentirse culpable.

A punto de cumplir los 18 años, la vida del modesto carpintero experimentó un pequeño y agradable cambio. Con su hermano al frente del taller, Jesús se dedicó de lleno al almacén de aprovisionamiento de caravanas, ubicado en el diminuto barrio artesanal, muy cerca de la fuente. Esta nueva actividad le proporcionaría algo de lo que se había visto privado desde el fallecimiento de José: las tertulias e intercambio de información con los viajeros y comerciantes llegados desde todo el país y de más allá de las fronteras de Israel.

—Y te diré una cosa, Jasón. Aquellas buenas gentes, paganos en su mayoría, agradecían este trato. Mi Hermano les hacía multitud de preguntas y la espera resultaba infinitamente más agradable. No todos los albergues y almacenes recibían a los prosélitos con el mismo cariño y simpatía. Y el saduceo, enterado de lo que él consideraba «una debilidad impropia de un judío», le amonestó en repetidas ocasiones. Pero Jesús le contestaba siempre lo mismo: «Grandes trabajos han sido creados para todo hombre. Una sonrisa y una palabra amable hacen más ligero el yugo».

—¿Y qué vendía en ese almacén?

—Lo acostumbrado: cordelería, forraje, odres para el agua y el vino, canastos, toda suerte de ropas de abrigo, cayados labrados por Él mismo, víveres (a veces cocinados por mamá María), las ánforas de Nathan, mis propios yugos y trabajos en cuero… En fin, de todo.

Y el almacén, como antaño ocurriera con el taller de carpintería, fue convirtiéndose en algo más que un simple negocio. Allí recalaban cada año decenas de buhoneros, burreros, traficantes de grano, vino y especias y un variopinto mosaico de caravaneros y comerciantes —minoristas y al por mayor— de todas las razas y credos.

—Y muchos de ellos, viejos amigos, terminaban la noche en esta casa, compartiendo, como tú, lo poco que teníamos o lo mucho que traían. De esta forma, Jesús y todos nosotros supimos de otras costumbres, pueblos y creencias. Y gracias a Él aprendimos la difícil lección de la tolerancia.

Antes de terminar el año —hacia el mes de septiembre— la familia de Nazaret recibiría una gratísima sorpresa.

A las dos semanas de haber celebrado su 18 cumpleaños, Jesús vio entrar por la puerta a Isabel y a su hijo Juan. Fue el mejor regalo. Hacía mucho tiempo que no se veían y aquélla, sin percibirlo en su auténtica dimensión, resultaría una reunión histórica. Su primo lejano, que más adelante recibiría el sobrenombre de «el anunciador», se hallaba confuso. Desde la muerte de Zacarías no tenía muy claro su futuro. Isabel, como sucediera con la Señora, seguía trazando excelsos planes para él. Ocuparía el segundo escaño, en gloria y dignidad, al lado del futuro Mesías Libertador. Sin embargo, la oposición de Jesús a estas ideas mesiánicas le condujeron a un mar de dudas. E Isabel informó a María de los locos proyectos de su hijo, el futuro «anunciador»: «quería retirarse a las montañas de Judá y dedicarse por entero a la agricultura y a la cría de carneros». La Señora, desolada, se refugió en su prima y ésta, a su vez, en María. ¿Qué podían hacer con aquellos varones, que rechazaban el máximo honor a que podía aspirar un judío? Y al verlos nuevamente reunidos ambas concibieron la misma idea: quizá, al trabajar unidos, al permanecer codo con codo en Nazaret, sus sentimientos cambiasen. Una vez más, sin embargo, los proyectos de las mujeres naufragarían ante la rotunda negativa de los hijos. Juan y Jesús sostuvieron largas conversaciones, analizando sus respectivas concepciones del Mesías, del Padre de los cielos, así como sus planes personales. Pero, según mis in formadores, las divergencias en aquellos momentos eran tales que, de mutuo acuerdo, decidieron separarse «hasta que llegase la hora». Juan, más impulsivo que su primo, no hubiera tenido inconveniente en lanzarse a los caminos en aquel mismo instante. Pero entendió la postura de Jesús. Sus responsabilidades, con una madre a su cargo y una granja para sobrevivir, no eran las mismas que las del «jefe de un almacén de aprovisionamiento», con nueve personas a su cuidado y unos recursos económicos limitados. Hubiera sido interesante presenciar estas entrevistas entre el futuro Hijo del Hombre y «el anunciador». Lo cierto es que si Jesús llega a ceder, admitiendo a sus parientes en Nazaret, el destino del llamado Juan el Bautista quizá habría sido otro… Y aquel gigante de dos metros de altura y su madre retornaron a la Judea. Ya no volverían a verse hasta el célebre y «manipulado» bautismo en las proximidades del río Jordán. Esa Inteligencia que todo lo rige fue inflexible, una vez más.

Y Santiago, inexplicablemente para mí, detuvo la narración. Apuró el vino y por espacio de un largo minuto permaneció con los ojos bajos, como si un pesado fardo acabara de aplastarle contra la mesa de piedra. Interrogué a Jacobo con la mirada. El cuñado me hizo un casi imperceptible gesto, recomendándome calma. Y con pulso firme y templado llenó el cuenco del abatido galileo. Alertado por el borboteo del vino alzó los ojos agradeciendo nuestro prudencial silencio. Y al fin, reduciendo el tono de la voz, Jacobo le interrogó en los siguientes términos:

—¿Deseas hablar de Amós?

Negó con la cabeza.

—Está bien. Si me autorizas, yo puedo continuar.

Santiago dudó. Pero, al reparar en mi transparente y limpia expectación, entornó los ojos, asintiendo. Puso una condición. Que su madre no oyera el relato. Desvié la vista hacia la plataforma. María y las hijas, parloteando y afanadas en los preparativos de la cena, se hallaban ajenas a nuestros asuntos. No acertaba a comprender el misterio. Jacobo lo aclararía de inmediato.

—Ese año, cuando los asuntos materiales y económicos empezaban a enderezarse lentamente, una nueva desgracia se abatió sobre esta casa…

Dado el bajo tono de voz de mi confidente tuve que inclinarme sobre la roca circular. Santiago continuaba con el rostro y el alma entristecidos.

—… Ocurrió al atardecer de un sábado de diciembre.

Jacobo se detuvo, intentando recordar la fecha exacta. No lo consiguió. Y su cuñado, que a pesar de las apariencias se mantenía atento, susurró el dato que faltaba:

—Tres.

—Eso es —confirmó el narrador—. El tres de diciembre… Sí, hace 18 años… Entonces, la cólera de Dios se cebó en la que muy pronto sería mi familia.

Santiago protestó.

—¿Por qué aseguras lo que no sabes? Mi Hermano nos enseñó que el Dios de los cielos nunca es vengativo ni colérico.

—Entonces —replicó Jacobo con asombro—, ¿cómo explicas lo sucedido?

No hubo respuesta. Y este explorador, confuso e impaciente, tuvo que sujetarse la lengua.

—¿Cómo interpretas tú, Jasón, la súbita muerte de un niño de cinco años?

Esta vez fui yo quien se refugió en el cuenco de vino.

—¿Una muerte? ¿De quién? —pregunté como un estúpido.

—De Amós.

Y antes de intentar contestar al difícil interrogante de Jacobo le rogué que se extendiera en los detalles.

—La enfermedad, fulminante, se lo llevó en una semana. Ni siquiera el «auxiliador de las rosas» pudo hacer nada por él…

Al saber que el viejo Meir había visitado al más pequeño de los varones de la familia supuse que el mal, al no ser atajado por el excelente rofé, tenía que haber sido de difícil control. La primera descripción de la enfermedad —«fiebres malignas»— no me ayudó gran cosa. Bajo ese título cabía un sinfín de problemas. Y a pesar de lo doloroso del momento me arriesgué a solicitar pormenores sobre la sintomatología. Y poco a poco, creo, fui aproximándome a la verdadera naturaleza del mal que terminó con la corta existencia de Amós. De la noche a la mañana, aquel niño sano, feliz y travieso se vio asaltado por un intenso dolor de garganta, fiebre alta y ronquera. Y en cuestión de horas apareció una disfagia (dificultad en la deglución) y una aparatosa y alarmante insuficiencia respiratoria, con unos signos que apuntaban a lo que hoy se conoce en medicina como «epiglotitis aguda[65]»: babeo, estridor inspiratorio (sonido agudo, parecido a un silbido), disnea o dificultad en la respiración y una angustiosa taquipnea o ritmo respiratorio superficial y acelerado.

La expresión de Jacobo fue acertada —«el niño parecía un moribundo»—. Y la angustia estranguló el hogar de Nazaret. Ni las pócimas, ni las fricciones de aceite, ni las sangrías de Meir surtieron efecto. Para salvar la vida del niño hubiera sido necesario, amén de los antibióticos específicos, una rápida apertura de una vía aérea, preferentemente de naturaleza nasotraqueal (intubación por la nariz) o, en forma alternativa, mediante una traqueotomía (operación que supone la abertura de la tráquea). Nada de esto llegó a suceder. Y el indefenso Amós siguió presentando el veloz y alarmante cuadro que le conduciría a una horrible muerte: retracciones inspiratorias profundas suprasternales (encima del esternón), supraclaviculares, intercostales y subcostales (entre y debajo de las costillas). La faringe, con seguridad, aparecería inflamada y la epiglotis, rígida y tumefacta, se asemejaría a una cereza roja. Si el bueno de Meir hubiera dispuesto de algún antibiótico parenteral (a suministrar por vía distinta a la digestiva o intestinal), caso del cloranfenicol y la ampicilina, los resultados quizá habrían sido diferentes. Pero eso, obviamente, era soñar.

Y el destino fue implacable. Amós, nacido el 9 de enero del 7, moriría cuando le faltaban cinco semanas para cumplir los seis años. Era la segunda muerte en poco más de cuatro años.

—María casi le sigue a la tumba —susurró Jacobo—. Si la desaparición de José fue un hachazo, la del niño la destrozó física y moralmente. Y todos clamamos a Yavé. ¿Por qué? ¿Qué pecado habíamos cometido? El único que se mostró entero (¡bendito sea su nombre!) fue Jesús. Nadie le vio llorar. Pero tampoco consintió que sus familiares portaran el cadáver de su hermano hasta la colina. Él mismo, con una serenidad y majestad envidiables, lo tomó en sus brazos, presidiendo el cortejo fúnebre. Y al depositarlo junto a los restos de José le besó y clamó con gran voz: «Padre mío, ésta es tu voluntad. Amós es tuyo y a ti vuelve. Y ahora líbranos de la tristeza: la verdadera muerte».

»Y durante semanas esta casa fue una garganta desierta. El pueblo desfiló por ella de puntillas. Nadie hablaba. Y a pesar de los esfuerzos y la permanente presencia de Jesús, María se negaba a comer. Y llegó un momento en que temimos por su salud. Hasta que, cariñoso pero firme, su Hijo posó las manos sobre sus hombros y le dijo: “Madre, la pena no puede ayudarnos. Hacemos cuanto podemos, pero no es suficiente. El Padre, ahora, nos pide el tributo de una sonrisa. Concédenos la tuya. Así, todo saldrá mejor. Y no pierdas la esperanza. Él sabe lo que nos conviene. También en el dolor está su mano”.

»Y consiguió lo que parecía un milagro. Su optimismo, paciencia y sentido común fueron como un bálsamo. Y mamá María, muy despacio, recuperó el color y las ganas de vivir. Y a partir de aquel duelo fue unánimemente reconocido como un jefe valeroso.

No quise penetrar en el análisis de una de las «lecturas» de este dramático suceso. Pero, al reflexionar sobre ella, me reafirmé en la creencia de que, en tales fechas, cuando Jesús sumaba 18 años, todavía no era consciente de su poder y naturaleza divinos. De haber sido así, ¿hubiera dejado morir a su querido hermano? Sabiendo lo que sé sobre su vida de predicación apuesto a que no. Fue la ternura lo que «provocó» muchas de aquellas curaciones. Algunas, a fe mía, bastante más difíciles que una epiglotitis aguda. Pero debo contenerme. No es la hora de referir hasta dónde llegaba la compasión de aquel Hombre.

No puedo soslayarlo. Contemplando la vida del Maestro desde esta privilegiada atalaya —casi como en una película—, hasta el más escéptico tendría que reconocer conmigo que esa Inteligencia Superior, démosle el nombre que queramos, fue colocando al Hijo del Hombre frente a las más dispares y corrosivas pruebas a las que pueda encararse un ser humano. Sólo aquellos que hayan padecido el infortunio de perder a un hijo podrán aproximarse a lo que trato de sugerir. Pues bien, hasta en eso me vi desbordado por el temple de aquel Hombre de 18 años. ¡Cuán cierto es que el hacha del destino abre los corazones! Y que sólo entonces se descubre el interior del árbol humano. El verdadero héroe no se destapa únicamente en la trinchera o en el arriesgado juego de la salvación de una víctima. El coraje y la entereza, como en el caso de aquel Jesús con el cadáver de su hermano en los brazos, se demuestran, sobre todo, en la oscura espiral de un hogar enlutado o en la tormenta anónima del «cada día». Jesús —héroe sin medallas durante 28 años— también puede ser el consuelo de los permanentemente apaleados por la fortuna. Y para lograrlo —desde mi corto conocimiento—, el Maestro puso en movimiento un «motor principal» y «dos auxiliares»: su fe en la voluntad del Padre Celeste, su paciencia para con los demás y la fuerza de su inteligencia, concentrada como un láser en la resolución de los problemas, uno a uno. Esta inteligente armonización de fe, tolerancia y sentido práctico le permitiría «volar» —siempre como hombre— más alto, más lejos y más veloz que nadie, sin atropellar y sin atropellarse. Y predicando con el ejemplo, no sólo se puso de nuevo al frente del negocio sino que, ante la sorpresa de propios y extraños, aceptó con gusto participar en un ciclo de discusiones filosóficas para jóvenes, organizado por el consejo de la sinagoga. «El luto —respondía a los que criticaban su abierta actividad social— pesa más en el recuerdo que en las maneras». Y estas periódicas reuniones con la juventud de Nazaret le devolvieron parte del prestigio perdido a causa de los zelotas.

—¡Ah! —exclamó de buenas a primeras Jacobo, alzando la voz de forma que todos en la estancia pudieran oírle—, entonces no conoces la historia de Rebeca…

—¿Cómo dices?

¿Qué significaba aquel giro en la conversación? Estábamos hablando de la muerte de Amós…

Y Jacobo, señalando con los ojos a mi espalda, me ayudó a comprender. Ruth acababa de depositar sobre las esteras una ancha vasija de bronce.

—Rebeca —improvisé—, sí claro… Mejor dicho, no…

¿Quién demonios era Rebeca? Fue preciso dar tiempo al tiempo. La «pequeña ardilla» nos proporcionó los lienzos necesarios y, por indicación de Santiago, sólo procedí a lavar mi mano derecha. (La que supuestamente utilizaba, al igual que los judíos, para limpiarme después de una defecación).

Y la Señora, triunfante, anunció desde el fondo de la plataforma:

—Estamos listas. Abrid paso…

Y Miriam, sonriente, cargando un robusto lebrillo, fue descendiendo los peldaños con especial lentitud, cuidando de no derramar el contenido. Y de nuevo este torpe explorador estuvo a punto de cometer otro error. Al reparar en el peso que transportaba hice ademán de levantarme para auxiliarla. Medio en pie recordé que no era lo acostumbrado. Y cuando me disponía a sentarme, Jacobo, atento a todo, sugirió que le acompañase. Él también precisaba del «lugar secreto»… La errónea interpretación no fue desestimada. A decir verdad lo necesitaba desde hacía tiempo. Y el galileo, tomando una de las lucernas, indicó que le siguiese. Salimos al corral y, aproximándonos al palomar, mi gentil guía procedió a abrir una portezuela me dio camuflada en el frontis del «albergue», junto al ángulo izquierdo. Y cediéndome la lámpara me invitó a pasar. Quizá me he excedido en el término «pasar». El cubículo, de metro y medio de altura por apenas un metro de lado, no garantizaba mi verticalidad. Un característico olor me recordó la índole del lugar. Lo inspeccioné a la débil luz del aceite, descubriendo su más que rústica configuración: un pozo «negro», meticulosamente cubierto por una plancha de madera, con un orificio en el centro. Eso era todo. Aquel excusado nada tenía que ver con el lujoso aseo que había visitado en la casa de Elías Marcos, en Jerusalén. Y encorvándome como Dios me dio a entender alivié mi «problema». Acto seguido, Jacobo, con bastante más naturalidad que un servidor, efectuó su micción y, sonriente, volvió a abrirme paso hacia la casa. Y cuando estábamos a punto de salvar el estrecho corredor, un atropellado alejarse de pasos me hizo girar la cabeza hacia la cancela. Fue vertiginoso. Algunas de las palomas, asustadas, ensayaron un corto vuelo, tableteando sobre el patio. Mi acompañante también se detuvo. Y echando mano del gladius abrió la puerta de un golpe, asomándose impetuosamente. La oscuridad era absoluta. Y convencido de que podía tratarse de una falsa alarma retornó al corral, invitándome a regresar con la familia. Yo, al menos, había percibido aquel ruido de pasos con total nitidez. La tranquila postura de Jacobo no me sirvió de consuelo. Algo extraño sucedía en los alrededores de la casa.

Tras una segunda y obligada ablución tomé asiento frente a un humeante lebrillo. Y mi compañero de excusado hizo lo propio, frotándose las manos de satisfacción. Y no percibiendo la menor sombra de preocupación en su rostro por lo que acababa de ocurrir en el exterior, me dispuse a dar buena cuenta del estofado de verduras que había situado Miriam en el centro de la roca. Santiago bendijo la cena y, en contra de lo acostumbrado por los rigoristas de la ley, las mujeres se acomodaron a nuestro lado, compartiendo el excelente guisote, en el que descubrí ajo, cebolla, lentejas, puerros, alcaparras y algunas olorosas y pellizcantes hojas de hierbabuena y de jeezer (una de las variantes de romero silvestre). Ruth, solícita, fue repartiendo los cubiertos: unas exageradas cucharas —casi cucharones— de madera de pino. Al recibir la mía, la Señora, atenta a mis movimientos, percatándose de mi curiosidad, vino a adivinar lo que estaba pensando:

—En efecto, Jasón…, obra de mi Hijo.

Un temblor me traicionó y a punto estuve de dejar caer la oscura y ajada cuchara.

María sonrió divertida. Y dirigiéndose a Jacobo sacó a la superficie el olvidado asunto de Rebeca.

—De eso quien más sabe es Miriam…

Hecho un lío intenté introducir el cubierto en el lebrillo. De acuerdo a las normas de urbanidad de aquellas gentes tuve que esperar mi turno. Cuando se trataba de un recipiente común, así lo exigían los buenos modales. Coincidir con otro comensal a la hora de meter la cuchara era una grosería y hasta señal de mal augurio. Y la familia, testigo de mi inicial torpeza, rompió a reír, contagiándome su alegría. Y las risas saltaron en cascada cuando, de improviso, el guisado, al atravesarse en la garganta de Jacobo, fue catapultado como lluvia de perdigones sobre los comensales. El inocente y pueril alborozo terminó de descongestionar los cargados humores, favoreciéndome en extremo. Y Miriam, ansiosa por destapar el misterioso tema de Rebeca, no se hizo de rogar.

—¿Por dónde empiezo? —interrogó a su madre.

—Por lo guapo que era —intervino Ruth con los ojos saturados de luz.

Y la Señora, moviendo la cabeza en señal de desaprobación, me rogó que disculpara a la impulsiva pelirroja.

—… Tiene razón, mamá María —aprobó Miriam—. A sus dieciocho años era un magnífico ejemplar…

La Señora, irritada ante lo que consideró una vulgaridad, recriminó a su hija. No sirvió de gran cosa.

—Era alto, fuerte, guapo…

—¡Guapísimo! —se deslizó de nuevo la «pequeña ardilla».

—… Su prudencia, buen hacer y brillantez —prosiguió Miriam en un tono más serio— no pasaron desapercibidos a los ojos de los hombres y de las mujeres. Y una de esas jóvenes de Nazaret… —Empecé a sospechar— …se enamoró de Jesús.

Esta vez fui yo quien se atragantó. Y las risas eclipsaron las últimas palabras de Miriam. Me excusé entre golpe y golpe de tos.

Hoy no comprendo mi extrañeza. Aquello era lo más natural y hermoso.

—… Yo fui la primera en saberlo —manifestó Miriam con orgullo—. Rebeca tenía dos años menos que Jesús. Era de Nazaret. Todos la conocíamos. Su familia, aunque mejor situada que la nuestra, era noble y cariñosa.

—¿Mejor situada? —exclamó Jacobo con ironía—. El viejo Ezra guardaba muchos talentos[66] en la banca de Jerusalén… Jasón, el padre de Rebeca era dueño de medio pueblo.

«Un buen partido», pensé para mis adentros.

—… Y un día me confesó sus sentimientos hacia mi Hermano. Para mí, que entonces tenía catorce años, la noticia (mejor dicho, la confidencia) me llenó de sorpresa. Entre los chicos y chicas del pueblo siempre había rumores. Todas sabíamos quién gustaba a quién. Pero lo de Rebeca, ni idea… No supe qué decirle.

—¿Respecto a qué?

Mi pregunta, con segundas intenciones, fue captada al vuelo por las mujeres. Los hombres, en cambio, se quedaron en blanco.

—¡Hombre, Jasón! —me reprochó Miriam—. ¿Sobre qué iba a ser? Yo ignoraba los sentimientos de Jesús respecto a Rebeca. Ella, tímida y prudentemente, quiso cerciorarse primero. Por eso me interrogó. Los hombres, a veces, parecéis tontos…

Busqué los ojos de María. Su placidez me indicó que todo era correcto. Y me atreví a lanzar una sonda que empezaba a quemarme en el corazón:

—¿Alguien, alguna vez, supo si Jesús se sintió atraído hacia alguna muchacha?

Miriam miró a su madre. Y ésta, a su vez, intercambió otra significativa mirada con Ruth. Las tres, casi al unísono, reconocieron que no lo sabían. Santiago y Jacobo negaron igualmente con la cabeza. Si el joven Jesús experimentó en su adolescencia o juventud este hermoso sentimiento, tan propio de la edad, jamás lo exteriorizó.

—Mi Hijo —intervino entonces la Señora— tuvo la desgracia de saltar casi de la niñez a la responsabilidad de un padre. ¿Cómo iba a pensar en esas cosas?

Y aunque no compartía su criterio, preferí escuchar.

—E hice lo único que podía hacer —subrayó la esposa de Jacobo—: Hablar con mamá María. Le conté el encuentro con Rebeca y su secreta confesión.

Por un momento no supe a quién mirar. Y la Señora, tomando la palabra, hizo más fácil la cuestión.

—Al principio quedé desconcertada. Después me puse como una loba. Aquello no entraba en mis planes. ¿Jesús casado? ¡Ni hablar! Era el «Hijo de la Promesa»: el futuro Mesías. ¿Cómo hipotecar mi sueño con una boda?

Santiago movió la cabeza en un casi imperceptible gesto de desacuerdo. Pero la madre lo captó, replicando sin contemplaciones:

—¡Ahora es fácil criticarme! Entonces, tú pensabas lo mismo.

El silencio del hijo zanjó el asunto. Y María, ajustándose a los hechos, continuó el relato, lanzando furtivas y desconfiadas miradas a Santiago.

—… Además, ¿qué iba a ser de nosotros? Jesús era el jefe y principal sustento de la familia.

En eso tampoco le faltaba razón. Si Jesús hubiera consentido en el matrimonio con Rebeca la fundación de su propia casa habría supuesto una grave merma en los ingresos de los suyos. La impulsiva mujer, ante la seria amenaza que rondaba su hogar, adoptó la postura que creyó justa: hablaría con la muchacha, en un intento de frenar el peligroso proceso. Y de acuerdo con Miriam lo haría en secreto, procurando por todos los medios que no llegase a oídos de su Hijo. Y así fue:

—Tuvimos una larga charla. Rebeca, en efecto, fue sincera. Amaba a Jesús. Y yo, Jasón, me eché a temblar. ¿Sabes de lo que es capaz una mujer enamorada?

No pude responder. Nunca lo supe.

—… Quizá lo peor no era que estuviera profunda y sinceramente enamorada de mi Hijo. Lo terrible es que, en cierto modo, se parecía a mí. Era leal y obstinada.

—Cosas del amor —terció Miriam con sabiduría.

—Naturalmente —aprobó la Señora—. Rebeca no era una niña. Sabía lo que quería. Y estaba dispuesta a defenderlo con uñas y dientes. ¿Te digo una cosa? De no haber sido por los muchos problemas que ello traía consigo, la hubiera animado. Me gustan las mujeres y los hombres que luchan por lo que desean. Y en vista de lo áspero de la situación, no tuve más remedio que confesarle la verdad. Y le anuncié lo que era un secreto a voces en la aldea: que Jesús, su amado, era el «Hijo de la Promesa»; seguramente el Mesías esperado por toda la nación. Su matrimonio podía poner en peligro la gloriosa carrera del Libertador…

Miriam cortó de nuevo el relato.

—¿Le confesaste la verdad o parte de ella?

La Señora acusó el golpe. Pero fue sincera.

—En esos momentos, el problema económico pesaba lo suyo. Pero el destino de Jesús tenía preferencia. Hice lo que debía hacer.

E impaciente me interesé por la reacción de Rebeca. Pero un lebrillo vacío y el voraz apetito de los hombres pudieron más que mi curiosidad. Y las mujeres retornaron a lo alto de la plataforma, regresando con dos escudillas de madera y seis platos de barro cocido. Una de las vasijas, en manos de María, aparecía cubierta con una tapadera, también de madera. Repartidos los platos, la escudilla descubierta fue situada en el centro de la mesa. Contenía una enigmática pasta, de una tonalidad lechosa, distraída por dorados regueros de miel líquida. Fue lo único que identifiqué. Alrededor del contenido había sido dispuesta, con delicioso amor, una serie de «redondeles» (las típicas y crujientes tortas de trigo). Y la Señora, con una pícara sonrisa, permaneció en pie, con la escudilla entre las manos. Y yo, torpe distraído, no reparé en el femenino gesto de la cocinera. E intrigado pregunté sobre la pasta que tenía a la vista. La explicación de Ruth me dejó sin apetito: me encontraba ante una nutrida colección de langostas «peregrinas» —una de las cuatro especies habitualmente consumidas por los israelitas—, previamente descabezadas y desmembradas, secadas al sol y trituradas hasta el estado de polvo. La masa era mezclada con flor de harina y finalmente encurtida en miel. A veces solía macerarse en vinagre.

Supongo que palidecí. Y María, que continuaba expectante, se interesó por mi salud. Fue entonces cuando reparé en su actitud. ¿Por qué permanecía como una estatua? Al percibir cómo la miraba de arriba abajo su taimada sonrisa se propagó a los ojos, burlándose de mi despiste. Y unas risitas mal contenidas, cruzadas entre las hijas, me hicieron sospechar que algo tramaban. Busqué auxilio en los hombres. Pero, tan ignorantes como yo, se limitaron a encogerse de hombros. El «secreto», adiviné, debía estar en la escudilla que sostenía entre las manos.

Y al fin, con el suspense bien cuajado, se decidió a hablar:

—¡Sorpresa, Jasón!

Cierto. Lo había olvidado. Aquella cocinera llamada María, «la de las palomas», lo había anunciado al iniciar los preparativos de la cena.

E inclinándose por encima de la mesa de piedra extendió hacia este explorador la vasija tan celosamente sellada. Y Ruth, divertida, la destapó. Y los tres hombres, devorados por la curiosidad, nos alzamos a un tiempo y con tan mala fortuna que nuestras cabezas fueron a topar las unas con las otras. El encontronazo provocó la hilaridad de las mujeres y, a renglón seguido, la de los aturdidos y torpes varones.

Al comprobar el contenido de la escudilla quedé perplejo. Era la primera vez que lo veía en nuestra aventura palestina. Y al interrogar a María se limitó a recordarme «que Nazaret no era el fin del mundo». Acto seguido fue sirviendo las correspondientes raciones. Al recibir la mía, incrédulo, la tanteé con la cuchara. Y Jacobo, soltando una carcajada, me recordó que «aquello» no se comía como yo pretendía. Y, proporcionándome uno de los «redondeles», me invitó a degustarla con el socorro del pan. El manjar no era otra cosa que una humilde fritada de huevos batidos: una tortilla. Hoy no hubiera supuesto sorpresa alguna para nadie. En aquel tiempo causaba furor entre los gastrónomos y las clases populares. El «invento», al parecer de origen romano (aunque las malas lenguas aseguraban que Apicius[67], «padre de la criatura», lo había copiado de los iberos), resultó tan socorrido, sabroso y nutritivo que se propagó como el viento por todo el imperio. Y María, tan atenta como cualquiera a las modas, quiso sorprenderme con lo «último» en cocina. Y a fe mía que lo consiguió. Y de esta forma, el amargo sabor de las «primas» del saltamontes fue discretamente conjurado.

—Y bien —caí de nuevo sobre la Señora, que asistía complacida a su éxito culinario—, ¿qué dijo Rebeca?

La mujer se sirvió una ración de vino y, mojando los labios, aclaró la voz.

—¡Ay, Jasón!… Déjame respirar.

Pero su afán por rememorar aquellos años era tan intenso como el mío.

—… Sabía oír. En eso se parecía a Jesús. Y cuando hube terminado me miró fijamente. Después se echó a llorar…

—Y mi madre —terció Miriam con una media sonrisa— creyó que había ganado la batalla.

La Señora, que tenía respuesta para todo y para todos, no se arrugó.

—¡Niña deslenguada! Es posible que perdiera aquella batalla, pero no la guerra…

—¿Qué insinúas?

—Rebeca era sincera —aclaró María— y dura de pelar… Se emocionó ante mis explicaciones. Pero, concluido el llanto, nos dejó de piedra. ¿Sabes cuáles eran sus pensamientos? ¡Lástima de mujer!… —Aguardé sin poder imaginar la conclusión—… «Ahora más que nunca (nos comunicó desde el fondo de su amor) estoy decidida a correr su misma suerte. Si él me acepta seré la esposa de un jefe nacional. Y compartiré su carga. No hay más que hablar».

Regresamos a casa con el corazón en un puño. El remedio, Jasón, había sido peor que la enfermedad. Y esa noche, mientras cenábamos, Jesús percibió que algo sucedía. Miriam se puso roja y yo, atolondrada, dejé que se quemaran los buñuelos…

—¿Los harás de postre?

Jacobo nos descolocó a todos. Pero la mujer, haciendo caso omiso de la apetitosa sugerencia de su yerno, se adentró en la segunda e inesperada «secuencia» de aquella historia.

—A los pocos días, a petición de Rebeca, celebramos una nueva entrevista. Era lista como el aire…

—No, mamá María —puntualizó Miriam—. Rebeca le quería.

—Era lista —siguió en sus trece, como si no la hubiera oído—. Aunque tuvimos especial cuidado en no mencionar nuestra difícil situación económica, ella debió intuirlo. ¡Qué malas somos las mujeres, Jasón! —Reí la broma, simulando que estaba de acuerdo—… Y llegó a la reunión con todas sus armas desplegadas.

—¡Mamá!

La amonestación de Miriam tampoco sirvió de mucho.

—… Rebeca, previa consulta a su padre, nos hizo saber que estaba autorizada a decirnos que el dinero y la dote no eran problemas. Que su familia estaba dispuesta a renunciar a dicha dote y a compensarnos generosamente.

Conviene aclarar que, al contrario de lo que suele ocurrir en los tiempos modernos, la sociedad judía establecía que el mohar (la dote) debía ser satisfecho por el padre o la familia del novio y no al revés. Así lo menciona el Génesis (XXXIV, 12), I Sam. (XVIII, 25) y el Éxodo (XXII, 16[68]). Según el Deuteronomio (XXII, 27), cincuenta siclos de plata —unos doscientos denarios— era lo acostumbrado. La ceremonia de la fijación del mohar entre las respectivas partes resultaba tan destacada como la propia boda. Constituía un compromiso formal de matrimonio —con un contrato perfectamente legalizado— que, en el caso de una doncella, debía cumplimentarse en miércoles. Además de la dote, el novio estaba obligado a regalar a su futura esposa lo que denominaban el matan: una especie de bienes viudales que debían ser conservados para el momento de la viudez. Pues bien, la propuesta de Rebeca alteraba todas las normas y tradiciones, dejando a la Señora en una situación comprometida.

—Agradecimos el gesto —añadió María—, pero no aceptamos. Ciertamente, ese dinero nos hubiera sacado del apuro. Pero, como te digo, no era lo más importante. Y rechazada la oferta dimos el asunto por concluido. Esa noche sí me sentí feliz y descargada de tan angustioso fardo…

Ruth y Miriam intercambiaron una maliciosa mirada. Aquello me hizo sospechar que la Señora no había ganado la guerra…, todavía.

—¡Ay, amigo mío! ¿Sabes qué es peor que una mujer tonta?

Prudentemente me reservé la respuesta.

Y abriendo los ojos como platos sentenció:

—Una mujer enamorada.

Las hijas protestaron. Y la Señora, dando cuenta de la reacción de Rebeca, se reafirmó en su sentencia:

—La muchacha volvió a intentarlo. Hablamos y hablamos. Imposible, Jasón. Rebeca, perdidamente enamorada, estaba dispuesta a todo. Sentí miedo. Y el corazón no me engañó… Me asusté. ¿De qué podía ser capaz una mujer enamorada?

—Muy sencillo —intervino Miriam, aprobando la audaz iniciativa de Rebeca—. Yo, por este ganso, habría hecho lo mismo.

Jacobo se hinchó como un pavo.

—… Desesperada —continuó la madre—, convenció al bueno de Ezra para visitar a Jesús. Y allí se presentó. Debo reconocer que fue valiente. Mi Hijo, que ignoraba nuestras maquinaciones, se quedó como la mujer de Lot. Primero escuchó al padre. Después sostuvo una larga entrevista con la muchacha. Y Rebeca, por lo poco que sabemos, le confesó su amor.

La última aclaración me dejó intranquilo. ¿No conocían lo tratado entre los dos jóvenes?

—Muy poco —terció Santiago, respondiendo a mi solicitud—. Jesús se lo reservó en lo más profundo. Lo único que podemos trasladarte es lo que manifestó a Ezra: «ninguna suma de dinero le apartaría de su familia y del sagrado compromiso que había asumido».

»Y el rico hacendado de Nazaret puso punto final a la entrevista y a las aspiraciones de su hija. Y antes de regresar a su casa visitó a María, dándole cuenta de lo ocurrido en el almacén de aprovisionamiento. Y con el corazón en la mano le manifestó: “No podemos tenerlo como hijo. Es demasiado noble para nosotros”.

La «pequeña ardilla», que no conocía la historia en su totalidad, comenzó a sollozar, emocionada. Y su madre, levantándose, la abrazó, besándola. Y en la garganta de quien esto escribe se hizo un nudo. En parte me sentí culpable de las lágrimas de la sensible Ruth. Y durante algunos segundos maldije mi trabajo. Pero el hielo de nuestro entrenamiento enfrió las fugaces reflexiones. Algo había quedado en la niebla de los recuerdos: la conversación entre Jesús y Rebeca. Tenía que hacerme con ella. Pero ¿cómo? ¿Quién podía llenar ese hueco? ¿Por qué el Maestro lo había silenciado? ¿Qué fue de Rebeca?

¡Qué cierto es que el tiempo rectifica el rumbo de los corazones! ¿Quién le hubiera dicho a María que, en el discurrir de los años, la Rebeca que tantos quebraderos le había ocasionado cuando Jesús contaba diecinueve años terminaría por convertirse en una de sus más íntimas y leales amigas? Las cosas, como siempre, ocurrieron en su momento.

Decapitadas las esperanzas —nunca su amor—, la joven de Nazaret hizo lo único inteligente que cabía en tales circunstancias: abandonar la aldea. Y al poco, consumida por la tristeza, su padre se vio en la necesidad de trasladarla a la vecina Séforis.

—¿Llegó a casarse?

—¡Jamás! —replicó Miriam, indignada por mi atrevimiento—. Durante años recibió numerosas solicitudes de matrimonio. Las rechazó todas. ¿Sabes por qué? —No era difícil imaginarlo—. Pues te equivocas —se adelantó a mis cavilaciones—. Su amor por mi Hermano creció y se sublimó. Pero no fue ésa la razón. Ella era joven y rica. Podía haber fundado un hogar… —La verdad es que no comprendía. El alma de las mujeres fue siempre un incomprensible «tablero de mandos» para mí. Prefería enfrentarme a un oso…— …Te parecerá extraño pero Rebeca, a diferencia de muchos de nosotros, sí entendió en profundidad la misión de Jesús.

—¿Como Mesías?

—No, Jasón. Sabes bien a qué me refiero…

Y Miriam, arropada por los suyos, me explicó cómo, al iniciar su carrera de instructor, Rebeca lo dejó todo, siguiéndole en la sombra. Fue una de las primeras convencidas —mucho antes que sus íntimos— del divino papel del Maestro. Y vivió con orgullo sus momentos de triunfo. Y aunque se supone que Jesús no llegó a saberlo, ella estuvo también muy cerca de la cruz.

—Yo sí lo supe —manifestó la Señora con piedad—. Y sentí sus dedos sobre mi brazo cuando expiró. De entre las mujeres que conocieron y admiraron a mi Hijo, Rebeca es la que más le amó.

—Luego vive…

Y antes de que confirmaran mi suposición les adelanté que deseaba conocerla. Durante breves segundos se produjo un secreto cruce de miradas. Pero nadie despegó los labios. Y quien esto escribe, sin elementos de juicio, interpretó mal el breve silencio. Por alguna razón que desconocía, esa petición era inviable. Pero yo tampoco era hombre que se rindiera con facilidad…

Y aunque espero mencionarlo cuando se presente el más bello de los capítulos de nuestra aventura en Palestina —la vida pública de Jesús—, entiendo que no debo dejar pasar el triste y emotivo suceso protagonizado por Rebeca sin hacer una rápida alusión al sutil e involuntario «favor» que le hizo con su enamoramiento. Me explico. En la moderna literatura sobre el Maestro, consecuencia de la ignorancia acerca de las costumbres de la época o del desvarío de algunos de estos escritores, es frecuente encontrar hipótesis que vinculan sentimental o carnalmente a Jesús con algunas de las mujeres que le rodearon. La Magdalena es uno de los ejemplos más tópicos y repetidos por esa mancha de locos. Pues bien, amén de no conocer el pensamiento y el estilo del Hijo del Hombre en ese sentido, demuestran, como digo, una insultante ignorancia respecto a una de las tradiciones, fielmente respetada por aquel pueblo. Cuando una mujer —como fue el caso de Rebeca— expresaba su amor por un hombre y esa devoción era del dominio público, el resto de las hebreas, aunque las bodas no llegaran a consumarse, no osaba penetrar los sentimientos de la «otra», a no ser, claro está, que la enamorada contrajera matrimonio. Por supuesto, el amor de la muchacha de Nazaret por Jesús no tardó en propagarse. Y esto, en suma, resultaría providencial. Desde entonces, ni una sola de las mujeres que siguieron los pasos del Galileo se atrevió siquiera a confesarle su amor aunque, de hecho, pudiera estar enamorada de Jesús. Y el Maestro no volvió a encontrarse en la siempre amarga situación de tener que rechazar a nadie. Al menos, por estos motivos. Desde sus diecinueve años, a efectos del pueblo, el nombre de Jesús estuvo ligado al de Rebeca. La Gran Inteligencia, una vez más, había sabido actuar como tal…

La historia de aquel amor imposible tuvo, además, otra positiva derivación. Las defectuosas comunicaciones entre madre e Hijo mejoraron sensiblemente. La Señora, como Miriam, sorprendidas por la decisión de Jesús, multiplicaron su admiración y cariño hacia Él. Y las relaciones experimentaron una notable dulcificación. A partir de esas fechas, María se mostró más reservada y prudente en todo lo relacionado con el Mesías. Y Jesús, sin duda, se lo agradeció. Sin embargo, remontado el problema de Rebeca, no tardaría en surgir otra complicación.

Jacobo, de ideas fijas, arremetió por segunda vez:

—¿Hay buñuelos?

—El postre favorito de Judas. ¡Pobre mío!

Y la Señora, tras el lacónico comentario, movilizó de nuevo a las hijas, sirviendo los postres. En esta ocasión no hubo buñuelos —otra de las especialidades de la excelente cocinera—, sino un sabroso pastel, en forma de cilindro, cortado a rodajas y alfóncigos (pistachos) ligeramente tostados. El dulce, por el que Jesús se desvivía, era una pequeña obra maestra: el corazón lo formaban higos, dátiles y pasas de Corinto prensados, embutidos en una masa de harina de trigo, leche, huevos, canela y el obligado sustituto del azúcar: la miel. Nos hizo suspirar a todos.

El lamento de María en relación a su hijo Judas, su ausencia y la de los otros tres hermanos (José, Simón y Marta) me animaron a preguntar por ellos. Se hallaban ausentes. La vida les había llevado por otros derroteros. Jude o Judas «había sentado definitivamente la cabeza», instalándose en Migdal, a orillas del lago. Aquel hijo, que en el 13 contaba ocho años de edad, parecía llegar al ánimo de la Señora con especial intensidad. Y no por los buenos recuerdos que pudiera conservar de él. Al contrario. Justamente desde esas fechas, el nervioso y voluble Judas se destapó como la «oveja negra» de la familia. Aquél era otro capítulo desconocido para mí. Y Santiago y Jacobo, que padecieron, al igual que Jesús, las irreflexivas acciones del «rebelde», accedieron a desvelarme algunos de los pormenores de la «triste mancha» que cayó sobre el hogar de Nazaret.

—Fue como una maldición de los cielos…

—¡Santiago —le recriminó su madre—, tu hermano no es una maldición!

—Ahora no, mamá María. Pero entonces…

—¡Y entonces tampoco! —Le defendió como una pantera.

Santiago arrugó el ceño. Y exclamó, al tiempo que buscaba los ojos de su cuñado:

—Tú no sabes…

La Señora, celosa con todos sus hijos, protestó de nuevo.

—¿Cómo no voy a saber? Lo que ocurre es que nunca le has querido…

El hijo, con razón, trató de intervenir. La polémica, por mi culpa, empezaba a desbordarse. Aun así, aquella natural y espontánea discusión terminaría beneficiándome. María no le permitió hablar.

—… ¿Crees que no sé que te opusiste a la venta del arpa?

—¡Naturalmente! —replicó Santiago—. Porque no era justo. Había otros procedimientos para costear los estudios de Judas…, y ya ves de qué sirvió. ¿Tengo o no tengo razón, Jacobo?

El cuñado, entre dos fuegos, no se atrevió a pestañear.

—Muy bien —desvió la Señora su indignación hacia el hijo político—, ¡atrévete a darle la razón!

—Pero yo…

La voz de Jacobo se apagó antes de arrancar. Y cayendo en la cuenta de lo que había insinuado Santiago poco antes, María hizo un quiebro en la pelea, interrogándole:

—¿Yo no sé? ¿Qué es lo que no sé?

El galileo suspiró ruidosamente. Y se encarceló en un elocuente silencio. Saltaba a la vista que no quería hablar. Y la madre, moviendo la cabeza afirmativamente, se dio por enterada. Creo que fue una de las pocas veces que hice de moderador. Tomé un trozo de pastel y, partiéndolo en dos, lo ofrecí sonriente a cada una de las partes en litigio, declarando conciliador:

—Veamos. Quizá ambos llevéis razón…

—¡Claro! —Fue el autoritario refrendo de la mujer.

—Claro —musitó el hijo con el convencimiento del que cree saber.

—Bien, en ese caso —maquiné a mi favor—, dejemos que sea Jacobo quien exponga los hechos.

La solución fue aprobada por unanimidad. Y así supe que, casualmente, antes de que finalizara aquel año 13, Jesús se vio forzado a vender su arpa. Jacobo, temiendo provocar el huracanado temperamento de su suegra, fue avanzando con cautela. Afortunadamente se limitó a los hechos. Y María, que sabía respetar la objetividad, guardó silencio. En una de mis conversaciones anteriores —creo que con las tres mujeres— se había mencionado la venta del instrumento musical que tanto agradaba a Jesús. Me hablaron, incluso, de los dos miserables denarios que le entregaron por el kinnor. Lo que no recordaban era la identidad del comprador. Jacobo sí lo mencionó: Ismael, el saduceo. No fui capaz de reprimir mi extrañeza. ¿Desde cuándo el viejo maestro hacía favores a Jesús?

—No fue ningún favor —prosiguió Jacobo, enganchando mi sorpresa al relato—. Era algo sibilino. El ingreso de Judas en la escuela de la sinagoga costaba dinero. Y Jesús, ese año, debía cumplir con los impuestos civiles y religiosos. Además estaba la cuota mensual por el almacén. Esa víbora lo sabía y volvió a amenazarle con el embargo. Toda la aldea estaba al tanto de la afición del Maestro por la música y por su arpa. En los momentos de agotamiento le relajaba. Y muy astutamente se adelantó a las turbias intenciones del sacerdote. En público, de forma que hubiera testigos, apareció un buen día por la sinagoga, ofreciendo su kinnor. E Ismael, que perseguía desde hacía tiempo el único entretenimiento de Jesús, aceptó codicioso. Cualquiera de las magníficas piezas labradas del taller de carpintería hubiera resuelto el problema. Pero el arpa guardaba un significado especial. Y el gesto de Jesús impidió al jefe del consejo el embargo de la casa o de los negocios. Nunca dos denarios resultaron tan rentables…

—Tristemente rentables —maticé casi para mí—. ¿Y no trató de recuperarla?

Jacobo sonrió maliciosamente.

—Cada año, mientras permaneció en Nazaret. Y siempre, casi como un ritual, poco antes del pago de los impuestos. —Comprendí la malévola sonrisa del galileo—. …Jesús, conociendo al saduceo, sabía de antemano la respuesta a su petición. E Ismael disfrutaba con la negativa. De esta forma, inteligentemente, le mantuvo a raya mientras pudo. Ya ves, una sencilla arpa nos salvó del embargo durante años…

—¿Y sigue conservándola?

Mi pregunta quedó en suspenso. Desde la partida del Maestro nadie se había preocupado del instrumento. Y una idea empezó a rondar en mi corazón. Pero tuve sumo cuidado en no revelarla.

Las comedidas explicaciones de Jacobo sobre la venta del arpa y las segundas intenciones de Jesús dieron la razón a madre e hijo. Como es frecuente en casi todas las discusiones, una y otro no se habían explicado con claridad. Y Judas, en efecto, pudo cursar los estudios básicos. Y con toda la prudencia de que fui capaz, procurando rodear la polémica, solicité de Jacobo algunos datos sobre la personalidad del «rebelde». Inteligentemente, detectando mi afán apaciguador, no fue al grano de la cuestión. Primero se extendió en los principios que gobernaban la filosofía educativa de Jesús. La estrategia dio resultado. Nadie alzó la voz ni se sintió ofendido. A grandes rasgos, ésta era la situación de la sociedad hebrea cuando emprendió su revolucionaria política pedagógica: arraigada en los textos bíblicos, la doctrina del común de los judíos a la hora de educar a sus hijos se basaba en el principio de la negatividad. Cumplir la voluntad de Dios significaba «no matar», «no robar», «no levantar falso testimonio», etc. El temor a Yavé, en definitiva, era la corriente imperante en el pueblo elegido. Así había sido desde tiempo inmemorial. El profeta Isaías lo había dejado perfectamente claro: «su profunda alegría era el temor del Santo» (XI, 2). Y los salmos y los proverbios se encargaban de recordarlo a todas horas. El amor a Dios, aunque defendido por algunas escuelas y rabíes, caso de ben Cheta o Zakkai, no había podido con el temor a ese Dios. Incluso los paganos que abrazaban el judaísmo eran llamados «temerosos de Dios». Y he aquí que en ese turbulento y humillado creer de un Israel que no se atrevía ni a pronunciar el nombre de Yavé[69], surge un humilde jefe de un no menos humilde almacén de aprovisionamiento de caravanas, de una humildísima aldea, que empieza a predicar todo lo contrario. Primero, en su hogar, con los hermanos. Después, a cara descubierta. He aquí otro rasgo del mensaje de Jesús que, obviamente, llamó la atención desde el principio. ¿Quién era este atrevido que rompe la tradición y clama en beneficio del amor divino? ¿Cómo podía alzarse sobre las leyes, llamando a Dios «Abba» (Padre)? Pero esta filosofía del Maestro —y vuelvo a la ineficacia de los evangelistas— era algo asentado en su corazón desde la lejana juventud. Sus hermanos fueron los primeros testigos. Aquel «cabeza de familia» de diecinueve años, quebrando el mohoso molde de la costumbre, enseña a usar la fórmula del «positivismo». (De los 613 preceptos del judaísmo, «encomendados por el Señor a su pueblo», 365 tenían un carácter negativo).

El «no harás» es sustituido por «el harás». E inteligentemente, desterrando las prohibiciones, fue restando importancia al mal, en beneficio del bien. Éste fue el ambiente que procuró crear en la casa.

—Tenía una frase que le encantaba repetir —manifestó Jacobo con placer—. «No seáis como esos lacayos que siempre esperan una propina; servid al Padre gratuitamente».

La fórmula fue genialmente engarzada con la del Padre Celeste.

—Piensa en lo bueno —enumeró algunas de las enseñanzas y consejos de aquel Jesús del año 13— porque el Padre sólo tiene memoria para lo bueno.

»Ignora la maldad del soberbio y del engreído porque el Padre le mostrará el camino, a su debido tiempo.

»Camina en la confianza de que todo ha sido creado para el equilibrio.

»Elige pensar bien de los demás. El Padre siempre concede el beneficio de la duda.

—¿Nunca experimentó la humana necesidad de rebelarse?

La espontánea cuestión fue comprendida y compartida. Y Jacobo, tomando el ejemplo de Judas, se expresó así:

—Jamás. Ése fue otro motivo de polémicas. Salvo Judas y José, todos entendieron el principio de «no agresión» y de «no violencia». Él dejaba a la vida el «cobro» de las injusticias. «¿Para qué perder tiempo y salud en venganzas (predicaba con gran tino) si de eso se encarga la Naturaleza?». Pero Judas era diferente. Aceptaba, sí, la línea de su hermano y padre, de puertas adentro. En la aldea era una tormenta de arena. Sus peleas estaban a la orden del día. Tenía un gran corazón, como su madre, pero era impulsivo y carecía de tacto.

La Señora asintió, muy a su pesar.

—… Jesús era enemigo natural de los castigos. Sin embargo, al menos en tres ocasiones, se vio en la necesidad de sancionar al desobediente, desafiante e irreflexivo Judas.

—¡Sólo tenía ocho años! —clamé en su defensa.

—Estamos de acuerdo. Pero las infracciones fueron a más. Y así continuó durante años. Y algunas, como sabe Santiago, verdaderamente graves…

Esperé en vano que alguien me hablara de esas irregularidades.

—¿Y en qué consistieron los castigos? —pregunté finalmente, reservando el asunto anterior para una mejor oportunidad.

—Antes de proceder, Jesús exigía que el inculpado reconociera públicamente su error. Después, si el caso lo merecía, eran los hermanos mayores y él mismo quienes adoptaban la sanción pertinente. Judas, en este caso, debía aceptarla. Que yo recuerde, uno de los castigos fue la limpieza de la casa durante una semana…

Ante las lógicas lagunas de Jacobo, Santiago acudió en su auxilio:

—En otra ocasión tuvo que acarrear el agua…

Era suficiente. Y al interesarme por las reacciones del resto de los hermanos, María se adelantó a Jacobo:

—Todos (yo la primera) comprendíamos que en una casa tan numerosa debía existir un mínimo de disciplina y solidaridad.

Y en siete pinceladas dibujó el carácter y el sentir de cada uno de sus hijos respecto a la filosofía de Jesús:

—Santiago, equilibrado, fue su brazo derecho.

»Miriam, noble, le veneraba.

»José, trabajador incansable pero poco inteligente, nos hizo padecer.

»Simón, siempre en las nubes, no entendía nada de nada.

»Marta, la más estudiosa y seria de la familia, acusaba a su Hermano de blando.

»Judas, ¡pobrecito mío!, inestable y agresivo, tenía grandes proyectos. Necesitó años para comprender que teníamos razón.

»Y Ruth, un rayo de sol. Lo malo es que nunca sabes por dónde va a salir.

Quizá convenga hacer un alto en estas memorias. Por lo que sabíamos y gracias a la preciosa información que fui acumulando en Nazaret, aquel Jesús, a punto de cumplir veinte años, podía ser considerado como «hombre» adulto, ignorante aún de su doble naturaleza. Era un trabajador incansable. Paciente. Analizador y metódico. Capaz de tomar grandes decisiones. Con unas ideas religiosas, teológicas y filosóficas diametralmente opuestas al común de los judíos. Consciente de su responsabilidad para con los suyos y, al mismo tiempo, con un ideal de futuro lenta pero sólidamente anclado en el corazón: «hablar de su Padre Celeste a la confusa humanidad». Un proyecto que, de acuerdo con la voluntad de ese Padre, se materializaría «en su momento». La condición humana era de una singular sensibilidad: amaba la Naturaleza, todas las expresiones artísticas y cuanto podía rodearle. Como buen Leo era audaz, generoso, alegre y con un notable sentido del humor[70]. Era justo, tenaz y respetuoso con las ideas de los demás. Procuraba vivir, haciendo mayor uso del «sí» que del «no». Y por supuesto, como veremos a continuación, sentía debilidad por los viajes. Como había referido su hermano Santiago, «salir al mundo», abandonar Nazaret, aunque sólo fuera durante unas horas, le «transformaba». «Algo» en su interior le reclamaba. Le hacía «ciudadano del horizonte». Y bien que lo demostraría…

De momento, aquel año 14, obedeciendo ese magnético impulso de viajar, Jesús se regaló un pequeño «lujo». Y estrenada la primavera se dirigió en solitario a la Ciudad Santa.

—Me pareció lo más aconsejable —apuntó la Señora—. Después de tan intensa experiencia, un «cambio de aires» le vendría bien. —Deduje que se refería a Rebeca—… Además, hacía tiempo que le notaba inquieto. Yo sabía de su amor por los caminos. Así que reunimos algo de dinero y partió.

—¿Cuánto?

Me miraron sin comprender. Sólo Santiago captó el prosaico interrogante. Y ejecutando con los dedos índice y pulgar el internacional gesto del «dinero» transmitió la idea a su madre.

—¡Ay, Jasón!… ¿Cómo voy a acordarme?

La increíble memoria de su hijo resolvió el dilema.

—Alrededor de veinte denarios…

La verdad es que no era mucho. Y tomando la ruta de Meguido y Lydda, imagino que con el corazón radiante, puso rumbo a Jerusalén.

—Su intención —prosiguió María— era permanecer en la casa de Lázaro. No sabes el afecto que le había tomado a la familia.

La siguiente pregunta —estúpida en apariencia— no lo fue tanto para la familia.

—Claro que viajó solo. ¡Menuda pelea tuvimos a cuenta de ese asunto!…

—¡No exageres, mamá María! —recomendó Jacobo.

La Señora le ignoró.

—Se lo dije mil veces. No era conveniente que se aventurase por esos caminos sin la compañía de alguien. Pero él se limitaba a sonreír. Le recomendé que esperase alguna caravana. Y esgrimió, con razón, que podían pasar días. Entonces le sugerí que viajara armado. ¡Ay, Jasón! Se puso serio y replicó: «Madre, qué mejor escudo que el cielo azul de mi Padre». Como siempre se salió con la suya… Sólo el Todopoderoso sabe cómo me quedé yo.

Miriam hizo una señal. La madre exageraba. Sin embargo, a la vista de lo que había presenciado y protagonizado en la marcha del yam a Nazaret, no tuve más remedio que ponerme de su lado. Naturalmente que tenía razones para inquietarse y discutir con el confiado Jesús. Pero la suerte sería su sombra en aquellos cuatro días de camino. ¿O no debo hablar de suerte?

Y Santiago, el único que supo de los detalles de éste, su primer viaje en solitario, se hizo con el gobierno del relato.

—No sé si hemos comentado en otras oportunidades el profundo desagrado que experimentaba Jesús cada vez que visitaba el templo…

En efecto. El tema había sido tocado en las conversaciones desplegadas en Betania.

—… Pues bien, en esta tercera entrada en Jerusalén (según me confesó a la vuelta) el repulsivo espectáculo de los sacrificios y el descarado comercio en el atrio de los Gentiles destaparon sus antiguos sentimientos. «Aquello es una vergüenza (dijo). Paganos, sacerdotes y judíos han convertido la fiesta de la Pascua en un latrocinio. Sólo les interesa el dinero. Y tienen el atrevimiento de justificar su repugnante actuación “en el nombre de Yavé”. ¿A qué clase de Dios creen que sirven? ¿Es que el derramamiento de sangre sirve para algo más que para truncar la vida de un animal y revolver el estómago de los sensibles? Mi Padre no es un Dios de sangre». Y se entristecía, Jasón. Esta concepción de un Yavé al que había que aplacar le resultaba pueril y propia de un pueblo primitivo. Ésa, como sabes, fue una de sus permanentes batallas.

Y movido por esta natural repugnancia propuso a Lázaro y a sus hermanas lo que, a partir de ese año 14, se convertiría en un símbolo: festejar la Pascua prescindiendo del cordero.

—La familia de Betania —continuó Santiago—, que no esperaba la visita de mi Hermano, quedó estupefacta. ¿Celebrar la solemne fiesta rompiendo con la tradición? Y Jesús les explicó que esta suerte de rituales carecía de importancia. Que nada tenían que ver con el Padre de los cielos. Y por primera vez, aunque en secreto, un grupo judío quebró la sagrada ley de Moisés. En la mesa de Lázaro sólo hubo pan ácimo y vino con agua. Y en un apasionado discurso, Jesús llamó a esos manjares el «pan de la vida» y el «agua viviente».

Era, efectivamente, la inauguración de dos conceptos que, con el paso del tiempo, sufrirían la misma deformación que el célebre cordero pascual de los hebreos.

—… No sabemos cómo lo consiguió pero, desde aquel año, cada vez que Jesús asistía a una Pascua en Betania, sus amigos respetaban sus sentimientos y prescindían del ritual.

—Y aquí —pregunté con curiosidad—, ¿estableció la misma costumbre?

Santiago trasladó el problema a su madre.

—Aquí hubo de todo…

El tono de María me dio a entender que la revolucionaria idea de su Hijo no fue tan bien acogida como en la hacienda de Lázaro.

—… Hablamos mucho sobre el particular. Pero Nazaret no es Betania. Allí, en aquellas fechas, Jesús era un desconocido. Además, romper con una costumbre de toda la vida no era tan simple. Al principio me opuse. Después fui comprendiendo. Tenía razón. Pero, aun así, por prudencia, seguimos celebrando la Pascua «según la ley de Moisés».

Su veinte aniversario discurriría sin mayores sobresaltos. Según los datos recogidos de la familia, aquellos meses se distinguieron por una anormal placidez, apenas rota por tres hechos de cierta relevancia. Uno de ellos, de especial preocupación para María: la incógnita de la soltería de Jesús. Y la Señora sostuvo con Él una larga y trascendental conversación. ¿Qué planes tenía al respecto? ¿Cómo pensaba enfocar su vida, una vez liberado de las obligaciones familiares? Estas cuestiones —que hoy, con la perspectiva de veinte siglos, pueden parecer insensatas— no lo eran tanto en el 14 de nuestra era. María, tengo que insistir, no podía imaginar siquiera el rumbo que iba a tomar su primogénito. En su corazón anidaba aún la creencia de que Jesús llegaría a ser el Mesías prometido. Pero ello no implicaba, ni mucho menos, el celibato. Y en la sociedad que le tocó en suerte al Maestro la soltería no era precisamente el estado perfecto. El Génesis (I, 28), con el mandato de Yavé —«creced y multiplicaos»— había hecho del celibato algo anormal y siempre discutido. «Un célibe —clamaban los rigoristas de la ley— no es verdaderamente un hombre». Tan sólo las sectas de los esenios y de los nazireos o nazir (a la que pertenecía Juan el Bautista) practicaban el voto de castidad y, en muchas ocasiones, de forma temporal. El matrimonio —conviene no olvidarlo— era la máxima bendición. Y, más aún, la prole. Una familia numerosa, a ser posible cargada de varones, era lo aconsejado por aquel Yavé bíblico y autoritario. «Don del Único son los hijos y es merced suya el fruto del vientre», rezaba el Salmo (CXXVII y CXXVIII). Uno de los usuales juegos de palabras entre los hebreos —banim (niños): bonim (constructores)— ponía de manifiesto esta arraigada costumbre. Los hijos eran como los jóvenes olivos. Las sucesivas dispersiones del pueblo elegido hacían aconsejable —casi necesario— el incremento demográfico. De hecho, aunque en la época de Jesús se había reducido notablemente, la poligamia era una situación legalmente aceptada. En caso de esterilidad (curiosamente sólo se reconocía la femenina), uno de los máximos oprobios, el marido podía tomar concubinas o procrear con las esclavas y sirvientas. (Así ocurrió con Abraham y con Jacob). Y con el tiempo, lo que había nacido por estrictas razones de esterilidad, terminaría convirtiéndose en un hábito, al menos para los pudientes. Los pobres, como es lógico, no podían aspirar a mantener a dos o más mujeres. Reyes como David y Salomón (este último con unas caballerizas que albergaban a más de cuarenta mil caballos) habían dispuesto de harenes con cientos de mujeres. Pero, sin llegar a estos extremos, el ideal aconsejaba que el hombre tomara mujer «una vez cumplidos los dieciocho años». Era lógico, por tanto, que la Señora, a pesar de la negativa de su Hijo a contraer matrimonio con Rebeca, se sintiera preocupada por su futuro. Jesús, con veinte años, podía ser blanco de las críticas de sus convecinos. El texto rabínico Kiddouchim (XXIX, 6) lo expresa con claridad: «el Santo Único (bendito sea) maldice al hombre que no se ha casado a los veinte». Algunos rabíes alargaban esta edad «límite» a los veinticuatro. Pero la madre, como era de esperar, saldría de la conversación tal y como había entrado: sin una idea clara de lo que le reservaba el destino. El «jefe» de la familia fue rotundo: «su deber estaba allí, en la casa de Nazaret. En consecuencia, poco había que hablar».

Un Jesús de veinte años —ajeno aún a su divinidad— dialogando acerca del matrimonio se me antojó especialmente interesante. Y traté de profundizar en la referida conversación.

—No sé, Jasón. A decir verdad, le vi dudar. Tuve la clara impresión de que no se había parado a reflexionar sobre el particular. ¿Celibato o boda? Ambas situaciones eran irrelevantes para él en aquellos momentos. «Estas cosas (manifestó con su habitual calma) llegarán…, de la mano del Padre». Los asuntos importantes siempre dependían de su Padre de los cielos. «No ha llegado mi hora». Ésta era su frase preferida. Y a mí, más de una vez, me sacaba de quicio. Sólo pude hacer una cosa: resignarme.

El resto de los hermanos vino a confirmar las palabras de la Señora. Durante años, nadie supo de sus pensamientos.

—El trabajo que su Padre le tenía destinado —añadió Santiago— marcaría su destino. De ahí no había forma de moverle. Y te diré más: si el Dios de los cielos le hubiera revelado que debía casarse, mi Hermano lo habría hecho con toda felicidad. Ninguno de los dos estados le repugnaba. Era soltero pero sabía del peso y de la responsabilidad de una familia. En eso, una vez más, se comportó con tanta paciencia como sentido común. ¿A qué angustiarse con algo lejano?

—¿Y qué era «lejano» para Jesús?

María y sus hijas sonrieron. Y dieron la respuesta certera:

—Para aquel Hombre maravilloso sólo existía el presente. El futuro, el mañana, eran la voluntad del Padre.

El segundo acontecimiento digno de mención en los postreros meses de aquel año 14 tuvo nombre propio: Zebedeo. De la lectura de los evangelios parece deducirse que el Maestro conoció al clan de los Zebedeo durante el relativamente corto período de predicación. Los evangelistas, por enésima vez, prestarían un flaco servicio a los creyentes y a la historia. Fue a sus veinte años cuando Jesús trabó conocimiento con la próspera familia de Saidan. La Gran Inteligencia actuaba de nuevo…

En esa época, el jefe del almacén de aprovisionamiento de Nazaret recibiría una agradable sorpresa: una modesta cantidad de dinero, procedente de la venta de la casa de Nahum, última propiedad de José. El inmueble en cuestión había sido adquirido por un tal Zebedeo, dueño de uno de los astilleros ubicados en las orillas del yam. A partir de entonces, las relaciones entre Jesús, Zebedeo padre y los hijos de éste irían a más. Y lo que en un primer momento fue una transacción comercial desembocaría en un mutuo y entrañable cariño. La amistad del Hijo del Hombre con los Zebedeo se remontaba, por tanto, al mencionado 14. Cuando Jesús decide inaugurar su vida de instructor hacía más de doce años que sabía de la existencia de Juan y de Santiago, «los hijos del trueno». El hecho, como se verá más adelante, tuvo su importancia.

El tercer suceso, de indudable relevancia para la modesta economía familiar, lo constituyó el ingreso de José —el tercero de los varones— en el taller de carpintería. Finalizados sus estudios en la sinagoga, de mutuo acuerdo, fue a ocupar el puesto de aprendiz al lado de Santiago. Eran ya tres los hombres que ganaban un salario en el hogar de Nazaret. Sobre el papel de los sueños las perspectivas mejoraron.

—Jesús, optimista por naturaleza, depositaba sus manos sobre mis hombros y a mis insinuaciones sobre la posibilidad de salir de la pobreza replicaba: «Madre, nunca hemos sido pobres…». —La Señora, al recordar estas palabras, pronunciadas dieciséis años atrás, se estremeció—. …¡Lástima no haberle comprendido!

Y el destino, compasivo también con Jesús y los suyos, vino a otorgarles un período de paz y de asentamiento. A lo largo del siguiente año (15 de nuestra era), todo en Nazaret discurrió con normalidad. Con una sospechosa tranquilidad…

Jesús, con su proverbial discreción, siguió al frente del almacén, velando por la educación y la seguridad de sus hermanos más pequeños. El único «lujo» de aquel período, el de su veintiún cumpleaños, lo constituyó el acostumbrado viaje a la Ciudad Santa; esta vez en compañía de José, que cumpliría los catorce años en la mañana del miércoles, 16 de marzo. Con el precedente de Santiago, al que había llevado a Jerusalén en la Pascua correspondiente a su «mayoría de edad ante la ley», el jefe de la familia comprendió que no podía hacer excepciones. Y tomando al joven aprendiz le condujo por el valle del río Jordán hasta la bulliciosa capital de Israel. Y allí, como en las anteriores ocasiones, fue a celebrar la fiesta en la compañía de sus leales amigos de Betania. José, menos inteligente e intuitivo que sus hermanos, se limitó a escuchar sus historias, casi siempre relacionadas con los lugares por los que cruzaban. A su regreso a la aldea, el futuro Hijo del Hombre, buscando nuevos alicientes en cada viaje, eligió un camino nuevo: la margen izquierda del Jordán, a través de la ruta que pasaba por la ciudad cabecera de la Perea (Amato), a unos ocho kilómetros del referido cauce. Aquélla, como digo, sería la primera incursión de Jesús por las tierras del este.

¡Cuán difícil es lo que me propongo! Carezco de palabras, de inteligencia y de fuerzas. No obstante, esa misteriosa «luz» que parece guiarme en la redacción de estos recuerdos hace días que parpadea como un faro. Es como un aviso. Debo intentarlo. Me confiaré a ella.

Por razones obvias, que creo haber mencionado, la familia y los íntimos de Jesús tuvieron acceso a sus pensamientos…, hasta cierto punto. Pues bien, a partir de los años en que nos encontramos (20-21, aproximadamente), la vida interior del futuro rabí de Galilea fue experimentando una decisiva mutación. Los suyos lo percibieron, aunque no con total claridad. Cada vez que intenté sondearles, las respuestas fueron las mismas: «Era un pozo oscuro e inaccesible». «Sólo hablaba de su Padre de los cielos». «¿Jesús el Hijo del Dios vivo? Jamás le oímos hablar de ello». «¿Sus poderes? Ni los mencionó ni hizo uso de ellos». «Naturalmente que era diferente a los demás». «Había algo en él, sí, pero no supimos verlo».

En mi opinión, esos diez-doce años que mediaron hasta su bautismo en las proximidades del río Jordán sí podrían ser calificados de «vida oculta». El único período —siempre a nivel interior— de comprometida «reconstrucción». Y aunque sólo sea a base de torpes pinceladas, quien esto escribe quiere acometer la ardua y penosa empresa. Para ello sólo existe una vía: acudir al propio y personal testimonio del Maestro, el único que, lógicamente, estaba en condiciones de arrojar luz sobre el complejo y oscuro proceso. Hacerlo ahora puede reportar un estimable beneficio, permitiendo una más completa y profunda comprensión de su forma de vivir y de actuar durante los últimos tiempos en Nazaret. La «información» que me dispongo a intercalar no procede, como es lógico, de mi aventura en la aldea. Fue obtenida mucho después, en algunas de las numerosas y fascinantes conversaciones sostenidas en su período de predicación.

Para empezar —siempre partiendo del testimonio del Maestro— es básico que puntualicemos lo siguiente:

Jesús se encarnó en la tierra con una doble-gran finalidad. Él, como uno de los «Hijos» de ese gran Dios o Padre Celeste, ya había conocido la gloria de la divinidad. (Las palabras, lo he dicho, son mi enemigo. Haré lo que pueda). Pero quiso «descender» hasta unos de los más primitivos niveles de las criaturas dotadas de voluntad. Nunca lo comprendí, pero ésas fueron sus palabras. Él, como Soberano y Creador de esas mismas criaturas (llamadas seres humanos), deseaba compartir su existencia. Para ello, el «mejor sistema» era hacerse hombre y vivir como tal. Y lógicamente, para lograrlo en plenitud, este «Hijo» del Padre tuvo que renunciar —durante muchos años— a su, digamos, «memoria celeste», y a su poder y naturaleza divinos. En otras palabras: por expresa voluntad, Jesús nació, creció, aprendió, sufrió y experimentó como cualquier individuo de la raza humana y absolutamente ajeno a su verdadera identidad. Punto éste de difícil comprensión, pero decisivo, para entender esos años de supuesta «vida oculta». «Sólo así —dijo— era posible que mi Padre reconociera mi absoluta soberanía sobre mi universo». (Palabras enigmáticas que mi corto entendimiento no ha podido resolver, aunque las acepto).

Concluida esta experiencia en la tierra —algo que, sorpresivamente para nosotros, tuvo lugar en vísperas de su etapa de predicación—, Jesús podía haber «vuelto» al Padre. Su misión, al parecer, se hallaba culminada. Había «conocido» a los hombres y hubiera obtenido —de pleno derecho— la referida y misteriosa entronización como Soberano. Pero, y he aquí otro «mágico» aspecto de la encarnación del Hijo del Hombre, desde muy joven, sin saber muy bien qué se pretendía de Él, esa Superinteligencia se había encargado de mantener el fuego sagrado de un «ideal»: revelar la existencia de ese Padre-Dios a la humanidad. He aquí la segunda gran finalidad de su «visita» a la tierra. Durante muchos años, curiosa o paradójicamente, Jesús fue consciente de este segundo «ideal», aunque ignoraba quién era en verdad y por qué había nacido. Hoy podríamos definir la situación como «un empezar la casa por el tejado». Pero no me cabe la menor duda de que Dios es «inteligente»… Y «planear» las cosas así, en el fondo, resultó lo más sensato y natural. Imagino que un Jesús plenamente consciente de su divinidad, allá por su infancia o juventud, hubiera resultado un caos. La vida, su experiencia humana, debían discurrir como algo normal. La prueba es que, hasta mediados del año 25 de nuestra era, Jesús tuvo una única manifestación de índole celeste o sobrenatural: a los casi trece años, en su primera visita a Jerusalén. En dicha ocasión —si se me permite la licencia—, la Gran Inteligencia «despertó» en Él la realidad de un Padre de los cielos. Ese «fuego», por supuesto, no se apagaría jamás. Pero ¿en qué momento se «abrió» su inteligencia humana al «hallazgo de los hallazgos»? Tuvo que haber una fecha, un período, en el que el Maestro tomara plena y definitiva conciencia de su origen y naturaleza divinos. A decir verdad nunca ocurrió con la simpleza que lo estoy planteando. Desde la mencionada etapa de juventud hasta el histórico retiro en la montaña del Hermón, en el verano del año 25 (pasaje ignorado y confundido por los evangelistas con el posterior segundo retiro en el «desierto» de la actual Jordania), el proceso de «apertura» a la divinidad fue irritantemente lento y gradual. Creí entenderle que, a partir de la experiencia en las cumbres del Hermón (actual sur del Líbano), ÉL SUPO QUIÉN ERA. Pero, hasta esos días, su corazón e inteligencia se debatieron en un océano de dudas. Sabía que era un hombre, nacido de mujer. Y tenía perfectamente transparente la idea de un Padre Celeste que, en su momento, le reclamaría a un «especialísimo trabajo». Y a partir de sus veinte-veintiún años, la mente de aquel Hombre entró en una demoledora crisis. Una angustia celosamente guardada de la que nadie supo nada. «Era como un incontenible torrente interior que, poco a poco, me iba arrastrando a la más absurda de las ideas: que yo tenía mucho que ver con esa Divinidad, que era parte de Ella…». La tragedia del Hijo del Hombre durante esos diez-doce años hubiera pulverizado a cualquiera. Pero Jesús, inteligentemente, no se precipitó. Su casi suicida confianza en el Padre le salvó de la locura o de algo peor. Y se limitó a seguir el curso de los acontecimientos y de la vida cotidiana. La frase tantas veces repetida —«No ha llegado mi hora»— resultó providencial. Otra prueba de cuanto afirmo se halla justamente en el hecho de que, sólo después del bautismo en «Omega», en las cercanías del río Jordán, plenamente seguro de su poder e identidad divinos, empezó a aceptar de sus amigos y discípulos el título de Señor e Hijo de Dios. Antes de ese año 26, nadie, jamás, pudo favorecerle con semejantes títulos. Aunque en muchos momentos, en especial en los años próximos al decisivo retiro en el Hermón, llegara a intuir o sospechar su doble naturaleza, se guardó muy bien de manifestarlo o de hacer uso de los poderes que, sin duda, germinaban ya en su interior. Su madre, incluso, como creo haber mencionado, llegó a dudar de su papel mesiánico; entre otras razones, a causa de la ausencia de prodigios.

En resumen: la autoconciencia de su divinidad fue un lento, gradual y, sin duda, doloroso «parto» de treinta y un años de gestación.

Cerrado el paréntesis, prosigamos con su vida humana…

Llegada la vigilia de medianoche el cansancio hizo estragos entre mis anfitriones. Ruth cayó dormida sobre el regazo de su madre y Jacobo, a pesar de los esfuerzos, cabeceaba lastimosamente. Así que, de forma tácita, dimos por cerrada la tertulia. Y Santiago, alzándose, invitó a los suyos a entonar la oración de la noche: el Schema. Y los cinco, vueltos hacia el sur —en dirección a Jerusalén—, en este caso frente a la puerta principal, levantaron los brazos y recitaron al unísono la plegaria extraída del Deuteronomio (VI, 4-7 y XI, 13-21[71]):

—Oye, Israel: Yavé nuestro Dios es el único Yavé. Amarás a Yavé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy. Y si vosotros obedecéis puntualmente a los mandamientos que yo os prescribo hoy, amando a Yavé vuestro Dios y sirviéndole con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma, yo daré a vuestro país la lluvia a su tiempo, lluvia de otoño y lluvia de primavera, y tú podrás cosechar tu trigo, tu mosto y tu aceite; yo daré a tu campo hierba para tu ganado, y comerás hasta hartarte. Cuidad bien que no se pervierta vuestro corazón y os descarriéis a dar culto a otros dioses, y a postraros ante ellos; pues la ira de Yavé se encendería contra vosotros y cerraría los cielos, no habría más lluvia, el suelo no daría su fruto y vosotros pereceríais bien pronto en esa tierra buena que Yavé os da. Poned estas palabras en vuestro corazón y en vuestra alma, atadlas a vuestra mano como una señal, y sean como una insignia entre vuestros ojos. Enseñádselas a vuestros hijos, hablando de ellas tanto si estás en casa como si vas de viaje, así acostado como levantado. Las escribirás en las jambas de tu casa y en tus puertas, para que vuestros días y los días de vuestros hijos en la tierra que Yavé juró dar a vuestros padres sean tan numerosos como los días del cielo sobre la tierra.

Y quien esto escribe se mantuvo a un lado. Me resultó extraño ver y oír a estas personas, tan próximas a Jesús, recitando una plegaria bíblica que, en definitiva, imploraba los favores de un Dios justiciero, tan alejado de las ideas del Maestro. Ciertamente, ninguno de los varones hizo uso de las filacterias. Ni tampoco cubrieron las cabezas con el taled. Pero, muy a su pesar, la tradición judía les pesaba como un ancla.

Y Santiago, deseando la paz a los que se quedaban, tomó una lucerna, desatrancando la puerta.

La noche, con su jeroglífico de estrellas, nos recibió tibia y amiga. Y la aldea, sin una sola antorcha en los muros, se presentó ante mí como un pequeño-gran conflicto. La distancia que me separaba de la posada no era excesiva. Aun así, aquel laberinto negro y sin referencias se atravesó en mi ánimo como una espina.

Cerrada y apuntalada la puerta, cuando me disponía a despedirme, Santiago me interrogó sobre mi hospedaje. Al hablarle del albergue del «rana» torció el gesto, mostrando su desagrado. Y durante un par de minutos, supongo que con razón, me acusó de «mal amigo» y de «falta de confianza para con él y su familia». Agradecí la hospitalidad y buenas intenciones pero, tratando de molestar lo menos posible, argumenté que mi habitación ya había sido pagada por adelantado. Dudó. Y respetuoso con mi decisión no insistió. En compensación, eso sí, se brindó a escoltarme, recomendándome que, en lo sucesivo, procurara caminar en la noche provisto de una tea o de una lámpara.

Y en silencio fuimos descendiendo por la «calle norte», al encuentro de las «puertas» del poblado. Nazaret, dormida y sin luna, era campo de batalla de los inmundos y fantasmales murciélagos de cola corta que caían sobre el lugar como una puntual cuadrilla de basureros, animando en negro los callejones y abriendo las eléctricas pupilas de decenas de gatos. A través de los escasos ventanucos se adivinaba el oscilante amarillear de los obligados candiles nocturnos. (Ninguna familia judía dormía a oscuras).

De pronto, al salvar una de las rampas de tierra, un maullido cruzó entre nuestras piernas. El susto nos inmovilizó. Y desde un tenebroso pasadizo situado a nuestra derecha, por el que había volado el inesperado gato, percibimos un lejano cuchicheo. Al aguzar los oídos creímos escuchar voces humanas, apagadas por la distancia y por un sospechoso e intencionado deseo de pasar inadvertidas. El callejón, muy angosto, apenas permitía el paso de un solo hombre. Y Santiago, entregándome la lámpara, desenvainó el gladius. Instintivamente relacioné aquellos susurros con el atropellado caminar que había captado desde el corral de la casa de María. Pero no tuve tiempo de advertir a mi compañero. Decidido se adentró en el corredor, dispuesto a despejar la incógnita. Y este confuso explorador, tras unos segundos de vacilación, se fue tras él. El lugar, cargado de inmundicias y tan apestoso como otros rincones de la aldea, no parecía conducir a ninguna parte. Se trataba, sencillamente, del hueco natural entre dos viviendas. A los tres o cuatro pasos Santiago se detuvo. Y reclamando el candil lo alargó hacia las tinieblas. El cruce de voces se hizo más nervioso y agitado. Y al fondo, precariamente desvelada por la llama de la lucerna, distinguimos la precipitada huida de dos individuos. Al parecer intentaban trepar por el muro que clausuraba el callejón.

—¡Malnacidos!

Y devolviéndome la lámpara, Santiago, que empezaba a comprender las razones de la intempestiva presencia de aquellos personajes, se arrojó sobre las sombras. Uno consiguió saltar al otro lado del muro. El segundo, en cambio, fue atrapado por un pie, justo en el momento en que se disponía a desaparecer. Si la situación era comprometida para el que trataba de huir, la mía no lo era menos. ¿Qué debía hacer? El destino —a Dios gracias— fue inmisericorde. Al verse sujeto, el individuo, lejos de achicarse, reaccionó veloz y contundente. Y soltando un furioso puntapié sobre el pecho de mi acompañante fue a derribarle, escapando como un felino. Santiago se incorporó al punto. Y lanzando un mandoble contra la pared gritó de forma que pudieran oírle desde el otro lado:

—¡Te he reconocido, maldito esbirro!

Y más dolido en su orgullo que en su integridad física se hizo de nuevo con la luz, abandonando el callejón. Al llegar a las proximidades de la fuente rompió su mutismo, confesándome algo que ya sospechaba:

—Esa víbora, Jasón, está sedienta de venganza… Extrema la prudencia.

Y en justa correspondencia le puse al tanto de la extraña presencia detectada por su cuñado y por mí mismo en los alrededores de la casa. La noticia no le alarmó. Todo aquello parecía formar parte del estilo del peligroso saduceo. Lo que no terminaba de comprender era el porqué del seguimiento. Pero no pregunté. Muy pronto lo averiguaría y experimentaría «en propia carne»…

La proximidad de la posada nos tranquilizó relativamente. Las peripecias en aquella noche, sin embargo, no habían concluido. Y cuando cruzábamos sobre el puente de piedra, con las luces del albergue a la vista, Santiago, haciendo presa en mi antebrazo izquierdo, me obligó a detener la marcha. Y señalando el camino que se abría ante nosotros reclamó mi atención. En la oscuridad distinguí un par de sombras que, a la carrera, se dirigían a nuestro encuentro o, al menos, llevaban la clara intención de atravesar el puentecillo. Rápido de reflejos empuñó de nuevo la espada, situándola disimuladamente a su espalda. Los desdibujados personajes —uno de ellos de baja y fuerte complexión— siguieron en su precipitado alejamiento del albergue. No cabía duda de que habían salido de los dominios de Heqet. Pero ¿a qué tanta prisa?

Mi amigo, prudentemente, se hizo a un lado del sendero. Y de pronto fue a descubrir la lucerna que protegía bajo el amplio ropón, de forma que pudiera ser vista por los ya cercanos individuos. La aparición de la débil luz surtió el efecto imaginado por ambos. La pareja frenó la carrera, sorprendida por la súbita presencia de los dos «aparecidos». Avanzaron un par de pasos y, deteniéndose de nuevo, cambiaron algunas palabras. Su actitud, desde luego, era sospechosa. Ignoro si nos reconocieron. Lo cierto es que, siguiendo lo acordado en aquel breve parlamento, se separaron a gran velocidad. El más alto se adentró en la plantación de olivos que rodeaba la posada. El otro tomó la dirección opuesta, saltando hacia los huertos que se extendían a nuestra izquierda. Santiago, presumiendo la torcida intencionalidad de los individuos, dejó la lucerna en tierra, saliendo en persecución del primero. En el momento de la separación de la pareja me pareció ver cómo soltaban o perdían algo. Y recogiendo el candil me apresuré a inspeccionar aquella parte del camino. En efecto, sobre el polvo había quedado abandonado un pequeño hato. Al descubrirlo quedé estupefacto.

Santiago, convencido de lo inútil de su persecución, no tardó en reunirse conmigo. Y al verme en cuclillas frente al hato, revisando el contenido, se situó a mi lado, examinándolo con idéntica curiosidad. Al comprobar la naturaleza del mismo me miró sin comprender. Y antes de proporcionarle una explicación formulé una única pregunta:

—¿Esbirros del saduceo?

Perplejo vino a reconocer que «era más que probable».

—¿Cómo lo has adivinado?

Y mostrándole las sandalias que se escondían en el hato indiqué que el calzado en cuestión era de mi propiedad y que, a todas luces, lo habían sustraído de la habitación de la posada. Indignado hizo mención de entrar en el albergue y denunciar al «rana». Prudentemente le aconsejé que frenara sus impulsos. Aunque la verdad es que alguien —presumiblemente los dos individuos dados a la fuga— se había deslizado hasta mi saco de viaje, tomando las delicadas sandalias «electrónicas», en esos momentos ignorábamos la identidad de los ladrones y, lo que era más importante, si el enano era o no cómplice del hurto. Santiago aceptó a regañadientes las sensatas recomendaciones y vino a formular la pregunta clave:

—¿Por qué a ti? ¿Qué tienes tú que ver con las amenazas que flotan sobre mi familia?

No supe responder. De todas formas, meditando con lógica, el problema no era tan difícil. Ismael, el sacerdote, sabía de mi existencia. Me había visto junto a Jacobo y Santiago. Y dado su retorcido y venenoso proceder, no tenía nada de particular que deseara averiguar quién era aquel extranjero y a santo de qué se había presentado en el pueblo, al lado de la odiada familia del Galileo. Pero estas reflexiones quedaron en mi corazón. Y agradeciendo muy sinceramente el favor prestado por el galileo le animé a retornar a su casa.

—Una vez en el albergue —manifesté sin demasiada convicción—, mi seguridad no corre peligro.

Y con la firme promesa de acudir al hogar de su madre en las primeras horas del día siguiente, reanudando así nuestras conversaciones, le vi alejarse hacia el cruce de caminos que arrancaba a las «puertas» de la aldea. Y una incómoda inquietud me acompañó hacia la posada. ¿Regresaría con bien a su domicilio? En ese sentido, poco podía hacer. En cuanto al robo, aunque no había tenido oportunidad de inspeccionar mi cuarto, di gracias al cielo por la providencial recuperación de las sandalias y del instrumental que contenían. De haber terminado en poder del saduceo, quién hubiera podido imaginar su reacción. E inquieto me adentré en el túnel de entrada.

El patio a cielo abierto permanecía solitario. Cuatro antorchas, suspendidas a metro y medio del suelo en cada una de las esquinas, crepitaban olvidadas, caracoleando con la barandilla superior y apestando de brea y resina el lugar. Nuevas caballerías avisaban sobre el incremento de la clientela. Unos huéspedes que, a juzgar por las risotadas que escapaban de la taberna, no se habían retirado a descansar.

Como primera medida me dirigí al piso superior. Antes de establecer reclamación alguna era preciso asegurarse. Y cautelosamente, tratando en vano de esquivar las crujientes y traidoras maderas de la galería, fui a situarme frente a la puerta de mi habitación. Fue absurdo que recuperara la llave que colgaba del ceñidor: la hoja se hallaba ligeramente abierta. Me apoderé de una de las lucernas que se esforzaba en alumbrar el corredor y, con toda clase de precauciones, valiéndome del cayado, empujé la mugrienta y destartalada madera. Y antes de que hiciera tope en el muro, un agudo chillido y una sombra —no sé quién precedió a quién— se deslizaron entre mis sandalias. El contacto con aquel pelaje áspero me erizó los cabellos. E irritado ante la repugnante presencia de la rata le arrojé el candil de barro que, naturalmente, rodó sobre el entarimado, cayendo con estrépito en el pavimento del patio central. Repuesto del susto permanecí unos segundos junto a la barandilla, observando cómo se consumía la ración de aceite de la malograda lucerna. Y en vista de que el golpe había pasado inadvertido a los animados clientes de Heqet me hice con una segunda lámpara, penetrando en el cuartucho. No me equivocaba. El saco de viaje, abierto y vacío, vino a confirmar lo que ya suponía. Un rápido vistazo al lugar puso de manifiesto que el ladrón o ladrones se habían apoderado igualmente de los doce fármacos de «campaña», meticulosamente camuflados en otras tantas ampolletas de arcilla. Por más que inspeccioné el piso, amén de cucarachas, no logré detectar rastro alguno de los medicamentos. El hecho de hallarse perfectamente sellados hacía muy difícil su derramamiento. Todos ellos habían sido dispuestos en estado de polvo, bien en procesos de desecación o de liofilización. La pérdida del «botiquín» —de especial importancia en un medio tan agresivo— me dejó preocupado. De haber podido retornar al módulo, el incidente hubiera carecido casi de importancia. Pero, en la situación en que me encontraba y con la ineludible circunstancia del viaje de vuelta hasta el yam, el problema representaba un grave trastorno. Por otra parte, el posible uso de los mismos era una preocupación añadida. Aunque la mayoría tenían un carácter prácticamente inocuo, otros, en cambio, podían intoxicar y acarrear complicaciones al hipotético consumidor[72]. Llevado del sentido común rechacé esta última posibilidad. ¿Quién podía ser tan insensato como para degustar las extrañas sustancias? Aun así continué inquieto. Tenía que recuperar las ampolletas. Lo más probable es que estuvieran ya en manos del saduceo, suponiendo que no hubieran corrido la misma suerte que las sandalias. Traté de consolarme. La pérdida del calzado había sido un accidente, consecuencia de la súbita fuga. Estaba decidido. A la mañana siguiente, con la excusa de los fármacos me presentaría en la casa de la víbora… En cuanto a denunciar el robo, ¿qué sentido tenía? En principio, salvo complicaciones, me limitaría a observar. Mi paso por Nazaret, de acuerdo con lo programado por Caballo de Troya, debía ser lo más discreto posible. Y con estas santas intenciones me encaminé a la taberna. Mi deseo, como digo, era elemental y simple en extremo: tratar de averiguar si el «rana» o alguno de los huéspedes sabían algo.

La estancia aparecía más concurrida de lo que había sospechado. Dos de las tres largas mesas que presidían la taberna-comedor se hallaban repletas de individuos que, a juzgar por los ropajes, parecían griegos y fenicios. Discutían, bebían sin límite, reían con estrépito y, a cada desfallecimiento de una jarra, protestaban a Heqet. El «rana», sentado en la tercera mesa, parecía absorto y sumamente ocupado. A su lado distinguí a un joven con una túnica corta y un calzado típicamente romano: el solea (una especie de sandalia con suela y sujeta a base de correas de cuero que enlazaban el dedo pulgar con el empeine). En un extremo del tablero descansaba una amplia prenda —parecida a un capote— de gruesa lana y que, en un primer momento, identifiqué con la toga romana. (Una de las vestimentas que, precisamente, distinguía a todo ciudadano romano y cuyo uso estaba prohibido a los extranjeros). Al otro lado de la mesa, frente al posadero y formando una hilera, aguardaba media docena de hombres, ancianos en su mayoría y vecinos de la aldea. Uno de ellos, casualmente, había sido víctima de mis ultrasonidos. Detrás de las tinajas que hacían de mostrador parloteaban dos mujeres que, a la vista de su indumentaria, o debería decir de su «falta de indumentaria», identifiqué con las «burritas» o prostitutas de turno. Una de ellas cubría la parte superior del cuerpo con una especie de chal. La otra, en cambio, aparecía con el pecho desnudo y coloreado en amarillo. Ambas se exhibían con el más absoluto descaro, «cubriéndose» de cintura para abajo con una túnica o gasa transparente. Y a cada solicitud de vino, las meretrices acudían a las mesas, colmando las jarras. Entre la clientela distinguí a varios buhoneros o vendedores ambulantes, con unas gruesas y enormes perchas de madera repletas de ropa y amontonadas en desorden sobre el piso de la sala. El resto parecía pertenecer a la próspera profesión de los rokel (comerciantes que caminan en todas direcciones) y de los sitônes (compradores de grano al por mayor y, muy frecuentemente, de «cosechas en verde»). Estos individuos, al igual que los llamados monopôles, que «monopolizaban» toda clase de productos —agrícolas o manufacturados—, revendiéndolos después a los minoristas, eran muy frecuentes en la Galilea y en especial en las aldeas o ciudades que, como Nazaret, disfrutaban de una rica variedad agrícola. Adquirían las cosechas a precios abusivos, reteniéndolas en sus almacenes hasta que los precios se disparaban. Eran odiados por los sufridos campesinos o artesanos que, lamentablemente, tenían que dar salida a sus productos.

Al verme junto a la puerta, una de las «burritas» cuchicheó al oído de su compañera. Y despegándose de las ánforas se aproximó con un provocativo contoneo de caderas. Lucía en las sienes una estrecha cinta de seda blanca que realzaba el negro de los cabellos. A ambos lados del estrecho y pintarrajeado rostro caían sendos cordones con un total de veinte leptas, groseramente perforadas. (Perder alguna de estas monedas era señal de mala suerte. Parece ser que la moneda extraviada en la célebre parábola de Jesús podía tratarse de una de estas leptas). Cejas (meticulosamente depiladas), pestañas y párpados aparecían emborronados en una tonalidad verdeazulada, probablemente a base de sulfuro de plomo o carbonato de cobre. Y los labios y uñas de las manos y de los pies, rojos rabiosos, merced al licor extraído de las hojas trituradas de alheña. Al llegar a mi altura, un mareante perfume —quizá de cilantro o de casia— estuvo a punto de hacerme estornudar. Y levantando sus bien cumplidos treinta años hacia mis hombros trató de abrazarme, al tiempo que susurraba un «bien venido a la casa de Heqet». La detuve a tiempo y, poco acostumbrada a los desplantes, me inspeccionó de abajo arriba. Y cambiando de táctica sonrió, terminando de estropear su indudable atractivo físico: la infeliz padecía una piorrea alveolar, con la consiguiente inflamación purulenta del periostio de los alveolos dentarios, una fea necrosis y un casi redondo desprendimiento de los dientes. Correspondí a la sonrisa y antes de que prosiguiera con sus zalamerías zanjé el incómodo encuentro, interesándome por el posadero. La mujer, rindiéndose, señaló con desgana la mesa en la que, por supuesto, ya sabía que se acomodaba el atareado «rana».

Al descubrirle embarcado en su afición favorita —contar monedas— poco faltó para que diera media vuelta y desistiera de mis propósitos. Pero la curiosidad me sujetó a la mesa. La escena era nueva para mí. Por riguroso turno, cada uno de los vecinos de la aldea iba dictando al joven situado junto a Heqet lo que parecía una carta. El individuo en cuestión, provisto de pluma, tinta y hojas de papiro de unas ocho a diez pulgadas y de un grano y colorido bastante más groseros que los habitualmente utilizados entre los escribas (probablemente se tratase del papiro siciliano), sin prisas y sin inmutarse ante las emocionadas frases de los humildes y analfabetos vecinos, iba redactando, en arameo, los pequeños secretos, las peticiones o los sabrosos comentarios de sus «clientes». En pleno trasiego, el escribano alzó los ojos y, confundiéndome con un nuevo solicitante de sus servicios, me indicó que aguardara turno. El «rana», al identificarme, palideció. Y simulando gran contento puso al socio al corriente de «mi alta cuna y mejores riquezas». La palidez aparecida en su semblante y el anormal titubeo fueron suficientes. Heqet estaba al tanto del robo. Dado el número de clientes que llenaba la posada, sólo una información precisa podía haber conducido a los esbirros de Ismael a la habitación exacta. Lejos de alterarme opté por seguirle la corriente, como si ignorase lo sucedido con el saco de viaje. Y aceptando la invitación del enano fui a sentarme en el extremo de la mesa, asistiendo a la redacción de las últimas cartas. La mayoría iba destinada a parientes que residían al norte, en las orillas del lago y en la alta Galilea. Uno de los ancianos se dirigía a su hijo, enrolado en los barcos de guerra de Roma y en respuesta a una misiva del joven le hacía saber su satisfacción por haber cubierto con bien su primera singladura, así como por las tres piezas de oro recibidas del emperador en concepto de paga. El buen hombre le rogaba en secreto que acudiera a los pintores de puerto y que le hiciera llegar un retrato. El desaprensivo posadero, al oír la petición, detuvo la mano del escribiente e hizo saber al sumiso padre de familia que «aquello estaba prohibido por la ley» y que, de incluirlo, le costaría dos leptas más. El anciano, sabiendo que la ley mosaica rechazaba todo tipo de representaciones pictóricas, no tuvo más remedio que aflojar la bolsa, depositando en las miserables manos de Heqet la cantidad extra requerida. Ello subió la tarifa a un denario y dos leptas.

Otro de los vecinos trataba de convencer a un hermano, residente en Nahum, de que no tuviera contemplaciones con su sobrino (el hijo de aquél) y de que si los tirones de orejas no le hacían entrar en razón, que hiciera uso de la vara.

Concluida la carta, el escribano procedía a una rápida lectura en voz alta y, si el «cliente» se mostraba conforme, era enrollada y depositada en un amplio saco de cuero. El calzado y la vestimenta me hicieron sospechar que me hallaba ante un «correo». Posiblemente, un funcionario al servicio de Roma. Lo que ya no resultaba tan ortodoxo es que el joven dedicara parte de su tiempo a la redacción de documentos o misivas «privados» que, presumiblemente, debería entregar a los correspondientes destinatarios. Y digo «presumiblemente» porque la corrupta sombra del posadero planeaba incluso sobre la «tinta» utilizada por el romano. Aquel doble «tintero» me llamó la atención desde el principio. Uno de los cuencos de barro contenía leche. El segundo, una estudiada mezcla de jugo de limón y cebolla. La escritura, aunque débil, era perfectamente legible. Lo que no sabían los incautos vecinos es que, al poco, se hacía «invisible». El truco de la llamada tinta «simpática» —que hubiera precisado de la proximidad del calor al papiro para hacer visible la escritura— hacía de la operación un negocio redondo. Era evidente que, una vez abandonada la aldea, el «correo» se desentendía de las misivas, aprovechando el material para nuevas y fraudulentas maniobras.

Cuando el último de los «clientes» se hubo retirado, el egipcio contó las ganancias por enésima vez. Y satisfecho las partió en dos. El «correo» recibió lo acordado y el negocio fue celebrado con una generosa jarra de vino. La «burrita» que me había recibido cumplió con prontitud la orden de su jefe. Y escanciado el licor, deslumbrada por los denarios que rodaban en las manos del escribano, se dejó caer sobre sus hombros y apretándose contra la espalda le preguntó si «deseaba algo más». Heqet, que no parecía dispuesto a contentarse con la mitad de aquellos dineros, se adelantó a los deseos del «correo». Y ordenó a la mujer que —«para empezar»— surtiera a su amigo con la cena especial de la casa. Sonriente, la meretriz me hizo un guiño, desapareciendo de la taberna. Y sin proponérmelo, con la inestimable colaboración de los vapores del vino, el romano fue tomándome simpatía, respondiendo a mis preguntas con el calor del que se siente halagado por su trabajo. De esta forma averigüé que, en efecto, pertenecía al cursus publicus[73] o «servicio de correos» del imperio y que tenía asignada la ruta de Tiberíades, con prolongación hasta Cesárea. En determinadas poblaciones (Migdal y Nahum entre otras) eran controlados por los inspectores o supervisores. Pero, según sus propias palabras, éstos eran tan corruptos como los propios mensajeros. Sólo así podía entenderse el irregular trabajo «extra» de mi interlocutor.

Al rato, secas la segunda y la tercera jarra, entró en escena la «burrita». Y con toda clase de reverencias fue a depositar ante los nublados ojos del «correo» una bandeja de madera, con la «especialidad» de la casa: una suculenta carne de cordero, intencionadamente aderezada a base de pimienta molida, semillas de ortiga, cebollas, col silvestre y huevos. La copa de vino recibió, además, el complemento de una prudencial dosis de resina de granado. La cena, con semejante mortífera carga de afrodisíacos, se hallaba meticulosamente estudiada para «estos casos». Lo más probable es que, una vez devorada por el huésped y con la decisiva ayuda de los vapores etílicos, la prostituta y el «rana» no tuvieran excesivas dificultades para «desplumar» al ingenuo cliente.

La «amistad eterna» que, en su embriaguez, llegó a jurarme el «correo» fue derivando hacia una agobiante pesadez, muy propia de los borrachos. Por fortuna, uno de los viajeros que alborotaba en la mesa contigua —alertado sin duda por Heqet sobre mis supuestas riquezas— vino a rescatarme temporalmente de los efusivos abrazos del escribano. El fenicio, de cabellos teñidos en un rubio casi albino y modales afeminados, se presentó como el «más grande inventor de Tiro». Por un momento no supe cuál de aquellos compañeros de taberna y albergue era más temible. Y armándome de paciencia escuché su discurso, encaminado a la venta de un curioso artilugio que, con grandes misterios, se dignó depositar ante mis narices. No puedo negar que el «invento», aceptando que fuera de su creación, me desconcertó. La pequeña caja de madera de pino contenía en su interior un total de cinco pequeñas ruedas metálicas dentadas, sabiamente engarzadas entre sí por siete ejes igualmente de hierro. Según explicó, una vez acoplada a los radios de la rueda de un carro, permitía medir las distancias recorridas por el transporte. Un sencillo mecanismo bastaba para que, a cada milla, de la caja principal se desprendiera un diminuto guijarro que iba a parar a un segundo recipiente. De esta forma, concluido el viaje, el conductor sólo tenía que contabilizar las piedras almacena das en la segunda caja, estableciendo el costo del servicio. Algo así como un primitivo pero ingenioso «taxímetro».

Prometí reflexionar sobre la tentadora oferta. ¿Qué otra cosa podía decirle? Y cuando me disponía a retirarme, tan agotado como harto de esperar la oportunidad de interrogar al posadero acerca del robo, un inesperado y triste incidente vino a precipitar los acontecimientos.

En uno de los múltiples ir y venir de la solícita «burrita», que no concedía cuartel a la jarra del «correo», éste, al filo de la inconsciencia, terminó por desplomarse pesadamente sobre Heqet quien, desprevenido, perdió a su vez el equilibrio. Y posadero y escribano, cómica y confusamente trabados, fueron a rodar por el piso, arrastrando en el cataclismo el banco de madera en el que asentaban sus vacilantes posaderas. Con tan mala fortuna que, en la caída, sorprendieron los andares de Débora, la meretriz, que fue a estrellarse y, lo que fue peor, a estrellar los dos litros de vino de la jarra que portaba contra su «jefe». La clientela estalló divertida, mofándose del enano. Y el egipcio, rojo de ira y negro de vino, se escurrió como un reptil de entre los pesados remos del inconsciente socio, emprendiéndola a puntapiés con el igualmente caído cuerpo de la moabita. Y los huéspedes, a cual más borracho, comenzaron a batir palmas, coreando cada patada. No pude evitarlo. Y en un arranque, apartando con el pie el petate de cuero que contenía los papiros, hice presa en las correas que sujetaban a la espalda el mandil del odioso «rana» y levantándolo en el aire lo arrojé contra el pavimento. Mi acción fue igualmente vitoreada por la parroquia que, a decir verdad, no distinguía muy bien quién era quién. La mujer, con los labios rotos y ensangrentados, se apresuró a desaparecer de la estancia. Y en su carrera, como un «milagro», pisoteó y terminó de esparcir por el suelo las enrolladas cartas. Uno de los papiros, medio abierto, vino a resolver el comprometido problema al que acababa de engancharme. Estaba visto y comprobado que este impulsivo explorador tenía mucho que aprender… Heqet, conmocionado, necesitó varios minutos para reponerse. El margen fue suficiente para que la Providencia me hiciera reparar en el «invisible» contenido del papiro. Al hacerme con él confirmé las sospechas. Y una sibilina idea acudió en mi auxilio. Los huéspedes, concluido el «espectáculo», optaron por retirarse. Y quien esto escribe esperó a que el egipcio se recuperara. Una vez en pie, incapaz de precisar quién le había asaltado por la espalda, paseó la vidriosa mirada por la taberna, en un intento de localizar al agresor. Y puñal en mano, babeando de ira, terminó por fijar su atención en el único cliente que permanecía en pie en la sala. El «correo», roncando como un bendito, yacía en el piso, entre el enano y este explorador. Y adivinando sus menguadas intenciones deslicé los dedos hacia los dispositivos de defensa. A saltos, balanceándose de un lado al otro, fue a situar la daga a un metro de mi vientre. Y con la lengua prisionera del vino y de la rabia me exigió la identidad del «malnacido que le había atacado». Por toda respuesta me limité a mostrarle el papiro. No fue precisa ni una sola aclaración. Arrebatándomelo lo observó detenidamente. Después, desviando los incendiarios ojillos hacia el saco de cuero, se transformó en un cordero. Guardó el arma y tratando de pensar a gran velocidad me invitó a «negociar». Acepté de buen grado. Él sabía que mi «descubrimiento», si llegaba a oídos de la población, podía acarrearle una cadena de gravísimas dificultades, amén de tener que satisfacer las muchas tarifas abonadas por los confiados vecinos.

A cada propuesta fui negando con la cabeza.

—Entonces —clamó fuera de sí—, ¿qué pides a cambio? No quieres dinero, tampoco mujeres ni alojamiento gratis…

Lacónico y rotundo exclamé:

—Una información.

Y recuperando el papiro exigí que escribiera el nombre del individuo que había maquinado el robo. Su mueca de consternación fue borrándose ante el hierro de mi mirada. Pero, en un postrer intento, arrojó la pluma sobre la mesa, negándose. No insistí, ni alteré la gravedad de mi semblante. Con toda naturalidad extraje de la bolsa de hule el salvoconducto firmado por Poncio y di lectura a su breve contenido. Ante la velada amenaza de poner el asunto en conocimiento del sanguinario gobernador, Heqet se apresuró a recoger el calamus. Y tembloroso lo hundió en el cuenco de leche, garrapateando la siguiente leyenda:

Ismael, jefe del consejo, ordenó el registro en la habitación y propiedades del griego llegado de Tesalónica.

Me di por satisfecho, a pesar de la sutileza de la palabra «registro». Y tras la firma del documento di por zanjado el enojoso lance.

Pero el egipcio, inquieto ante una confesión que no le favorecía desde ningún punto de vista, se arriesgó a preguntar sobre mis inmediatas intenciones. Le aseguré que se trataba de un asunto personal y que, para su tranquilidad, nadie sabría de aquel escrito. Una vez más, el ingenuo fui yo. Razonar con un indeseable es como parlamentar con una serpiente venenosa. Lo ideal es mantenerla a distancia. Y en un gesto de buena voluntad, mostrándole la casi imperceptible grafía, añadí que, en breve, en cuanto la leche se secase, la escritura desaparecería. Lo que no le dije, aunque supuse que no era tan necio como para no contemplarlo, es que, en caso de necesidad, bastaba un poco de ceniza o polvo de carbón para que la «invisible tinta» apareciera en relieve.

A juzgar por la cínica sonrisa que me regaló, las explicaciones le tranquilizaron…, a medias. Debía permanecer alerta. El posadero era capaz de todo. Más aún: a la vista del crudo desenlace de la jornada lo prudente hubiera sido abandonar el albergue en aquel mismo momento. Una noche en aquel cuartucho, con un posadero sin escrúpulos y rezumando odio, no parecía la mejor de las alternativas. Pero el agotamiento y un pueril exceso de confianza en mí mismo sofocaron la siempre sabia intuición. Y con el alma encogida por la incertidumbre me alejé de la solitaria taberna. Necesitaba dormir y reponer fuerzas. Y atrancando la puerta con la «vara de Moisés» fui a sentarme entre las troneras, en compañía de una modesta lucerna y de una lujosa soledad. Y el cielo me bendijo con un profundo sueño. Pero el descanso sería breve.