25 DE ABRIL, MARTES
Mi despertar no tuvo nada de plácido. Estaba a punto de amanecer. Los cronómetros de la «cuna» debían marcar alrededor de las cinco y media de la madrugada. Alguien me zarandeó por los hombros y, sumergido, como estaba, en los abismos del sueño, no tuve conciencia de dónde ni con quién estaba. Y adormilado, con la «vara de Moisés» entre las manos y enganchado aún a las escenas de una terrible pesadilla, en la que el módulo luchaba por atravesar una infernal tormenta (reminiscencias, sin duda, de los graves momentos vividos en el vuelo sobre el mar de Tiberíades), pregunté —¡en inglés!— «si el Maestro se hallaba a bordo».
Al distinguir el perplejo rostro de María, que trataba de despertarme, caí en la cuenta del nuevo e involuntario error.
—Jasón, ¿qué lengua es ésa?… Vamos, es hora de partir.
La pregunta, gracias a Natanael, quedó momentáneamente sin respuesta. De pie, con el semblante fresco como la brisa que irrumpía en la estancia, apoyándose ligeramente en los hombros de la arrodillada mujer, terció en la escena con una de sus habituales bromas:
—Es la primera vez que veo a un maldito griego durmiendo en compañía de un bastón…
Con los ojos fijos en los de la Señora, aunque escuchando la ocurrencia del «oso», me excusé con un amago de sonrisa, más propia de un idiota. No había duda. El discípulo, catorce horas después de la embestida de la víbora, se hallaba francamente recuperado. Superada la crisis volvía a ser el de siempre: charlatán, bromista, soñador e ingenuo como un niño. Él nunca lo supo pero, al verle restablecido, me alegré en lo más íntimo. Y esquivando deliberadamente a la pertinaz e intrigada María me refugié en Bartolomé, examinando su mano izquierda e interrogándole acerca de su estado. El edema inicial casi había desaparecido, aunque reconoció que todavía experimentaba pinchazos y dolores en el área de la mordedura. La temperatura y el pulso, estabilizados, eran otra saludable señal del retroceso de la infección. Lo mismo podía decirse de su dicción y ritmo respiratorio. Pero, cuando me disponía a examinar las pupilas, Juan de Zebedeo, desde el rincón donde crepitaba el fogón, me gritó «que quitara mis cobardes manos de su compañero». Y la tensión del día anterior se espesó en la penumbra de la sala. Obedecí a pesar de la atónita mirada de Bartolomé que, lógicamente, no recordaba lo ocurrido al pie del trigal.
La irrupción de Meir, al que seguían otros cuatro hombres, alivió el trance. Eran hermanos de Natanael. Prudentemente, con la sabiduría que proporciona la experiencia, el anciano «auxiliador» había convenido con la Señora y el Zebedeo que, hasta observar la evolución del herido, resultaba más sensato no dar aviso a la familia. Entre otras razones porque el padre de Natanael, en cama desde hacía meses, había experimentado un preocupante empeoramiento. Unas cuatro semanas más tarde, recientes aún los misteriosos sucesos de Pentecostés, el discípulo recibiría la triste noticia del fallecimiento de su padre.
Feliz, Bartolomé fue besando y abrazando a cada uno de sus hermanos, gastando bromas sobre el reptil que le había atacado y que comparó a «ciertos prebostes de las castas sacerdotales», responsables de la muerte de su Señor. Y haciendo oscilar el mugriento saquito con huevos de langosta, que colgaba de su cuello, se burló cariñosamente de Meir, recordándole el poder de los amuletos. El anciano guardó silencio, dando por buenas las bromas de su amigo. Poco importaba que así lo creyera. Él y yo sabíamos lo cerca que había rondado la muerte…
El reconfortante desayuno —a base de leche caliente con miel y panecillos de trigo— distendió el ambiente, proporcionándome un nuevo dato sobre la escasa o nula acción del tóxico inoculado por la cerastes cerastes. Natanael, hambriento, devoró la colación sin el menor signo de disfagia (deglución dificultosa).
Y a las 05.30 horas, los primeros rayos del sol rompieron el horizonte, iluminando el jardín con un halo escarlata. Las recientes lluvias, respetuosas con el «tesoro» de Meir, habían animado los macizos, abriendo decenas de capullos, bendiciendo la tierra y saturando el aire con una sinfonía de olores que, a no tardar, reclamaría a zumbonas partidas de insectos. Y en silencio, sosteniendo la plácida mirada del rofé, me prometí volver.
El beso de la paz puso punto final a nuestra estancia en la casa de altos muros. Y a las puertas de Caná, rumorosa y naranja al saludo del alba, Bartolomé y los suyos se despidieron de María, del Zebedeo y de quien esto escribe con un optimista «hasta el viernes». En esa fecha, como fue dicho, estos peregrinos abandonarían Nazaret y, pasando por la aldea del «oso», le recogerían, rumbo al lago.
El cielo, abierto en grandes claros, prometía una jornada calurosa. Fue una lástima no entrar en la población. Aquel pueblo —no hubiera sabido explicar por qué— me atraía intensa y especialmente. Ahora pienso que, en buena medida, la causa se hallaba en mi espíritu científico. Ardía en deseos de «volver atrás» y enfrentarme al supuesto prodigio del vino. Algo tan aparentemente concreto y susceptible de análisis no podía escapar a nuestro método. Pero había más, mucho más…
Juan y la Señora, conocedores del terreno, ahorraron tiempo, bordeando Caná por su flanco este. Y ágiles, con el espíritu pletórico —en especial María—, disfrutando de la fragancia del olivar que nos escoltaba por la izquierda, salvamos los quinientos metros que nos separaban de uno de los tres senderos que unían la aldea al resto del mundo[35]. Este camino nacía al sur de la población y, sorteando una enrevesada y fértil área de huertos, trepaba en dirección sureste, bifurcándose a cosa de dos kilómetros. En ese punto, el ramal de la derecha giraba cuarenta y cinco grados, perdiéndose en dirección sur.
Nada más pisar la estrecha y descuidada vereda, robada a un monte bajo y espinoso, el terreno, accidentado y convulso en los alrededores de Caná, se tornó tormentoso, preñado de barrancas y en continuo ascenso. El Zebedeo, con razón, forzó la marcha, aprovechando el frescor del amanecer y de las cúpulas verdinegras de los bosques de algarrobos y robles del Tabor que, con sus majestuosas copas de hasta veinte metros de circunferencia, dibujaban continuos «túneles» en los que anidaban asustadizas cochas perdices y escandalosas urracas. Y en pocos minutos, con un Juan impenetrable a la cabeza, cargando el odre de agua del que no había querido separarse, una María en el centro, ilusionada por el retorno a casa y este explorador cerrando el grupo, atento a las posibles referencias geográficas, Caná quedó atrás, como un nido blanco entre verdores. Por nuestra derecha, burlando vaguadas y desafiando las boscosas laderas, nos acompañó durante veinte o treinta minutos una canalización de agua a cielo abierto, levantada a base de coraje y de una blanca piedra caliza resquebrajada, soldada con mortero. La obra, que ascendía hasta una cota de 532 metros, abastecía de agua a las casi 1800 almas que residían en la ciudad de Natanael y a los huertos y plantaciones próximos; en especial, a los situados en la cara sur. Ni que decir tiene que el oportuno acueducto constituyó una inmejorable referencia a la hora de caminar en una u otra dirección.
A unos dos kilómetros de la población, como venía diciendo, el camino se partió en dos. Y el Zebedeo, sin dudarlo, sin mirar atrás, dando por hecho que le seguíamos, tomó el de la derecha. El paisaje no varió sustancialmente. Los bosques de robles del Tabor, que dominaban las colinas hasta una altitud de quinientos metros, fueron escaseando, en beneficio de las cuatro especies de terebinto o pistacia propias de la zona.
A los treinta minutos de nuestra salida de Caná, cuando llevábamos recorridos más de dos kilómetros y medio, la senda desembocó en una menguada planicie, amurallada por el verde luminoso de una colonia de terebintos de cortezas exudadas, en las que la plateada y olorosa trementina espejeaba al sol naciente. El calvero se hallaba presidido por un peñascal, enrojecido por el alba, del que brotaba un caudaloso venero. El manantial se precipitaba desde cinco metros de altura, siendo recogido en un estanque semicircular, a manera de depósito, del que arrancaba el mencionado acueducto. La cota en cuestión —532 metros— permitía la rápida y permanente conducción del agua hasta Caná y su entorno, ubicados a cuatrocientos metros de altitud.
Al socaire de la peña, vencida por los años y los vientos, se sostenía a duras penas una cabaña de troncos, con techumbre de paja y retamas, tan abiertas y desmelenadas que dejaban al descubierto una deteriorada base de tierra apisonada. A la puerta del refugio, un hombre de mediana edad, sentado a la turca, seguía nuestros pasos con recelo. Pero el Zebedeo avanzó seguro, deteniéndose junto al estanque. Saludó entre dientes y el individuo, cortés, replicó con una ligera inclinación de cabeza. Mientras el discípulo se afanaba en el llenado del pellejo, María, desviándose hacia la choza, deseó la paz a su propietario. A renglón seguido, como si de una vieja costumbre se tratara, depositó en sus manos una lepta (un octavo de as: pura calderilla), aguardando en silencio. Y el hombre, que resultó ser el funcionario guardián del servicio de aguas de Caná, desapareció en el interior de la cabaña, retornando de inmediato con un diminuto cuenco de barro en su mano izquierda y un candil encendido en la derecha. Se los entregó a María y poco amante, al parecer, de la palabra, volvió a sentarse a la puerta del cobertizo, pendiente de los tres forasteros. El Zebedeo, con el odre en bandolera, acudió junto a la Señora y ambos, bajo la atenta mirada del funcionario, cruzaron el calvero en dirección oeste, deteniéndose en el límite del bosque. Allí, entre los troncos de los terebintos más avanzados, se alzaba un rústico altar de un metro de altura, construido con lajas de caliza superpuestas. María extendió el brazo izquierdo hacia el ara, abandonando el cuenco sobre la superficie. El recipiente contenía una sustancia amarillenta, en forma de lágrimas, que, en un primer momento, me recordó el incienso de África. No estaba equivocado. Y pasando el candil al Zebedeo, éste aproximó la llama a las pajizas y semiopacas lágrimas que ardieron al punto con una luz blanca. Y una columna de humo espeso y nevado, de un penetrante y muy agradable olor, se levantó hacia los sagrados terebintos[36]. Aquél, en efecto, era uno de los árboles míticos del pueblo hebreo y aquélla una ceremonia no menos ancestral, conservada con respeto y amor por los galileos.
Y Juan, alzando los brazos al cielo, entonó un pasaje del Génesis:
—Así dieron a Jacob todos los dioses ajenos que había en poder de ellos, y los zarcillos que estaban en sus orejas… Y Jacob los escondió debajo de un elah que estaba junto a Siquem.
Concluido el breve cántico le tocó el turno a la Señora. Pero, en lugar de recitar un pasaje bíblico, como era la costumbre, se dejó arrastrar por su intrépido y sensible corazón, elevando, con el incienso, una plegaria que, en parte, me resultó familiar:
—… Padre nuestro, que nos has creado, arrancándonos como un destello eterno de tu corazón de oro… Que estás en los cielos… Que estás en los cielos limitados de cada dolor y de cada enfermedad… Que estás en la sangre que se derrama… Que estás en el cielo sin distancias del amor… Santificado sea tu nombre… Santificado y repetido con orgullo, con la satisfacción del hijo del poderoso… Venga a nosotros tu reino… Llegue a los hombres la sombra de tu sabiduría… Venga a nosotros la brisa que impulsa la vela… Venga pronto la señal de tu Hijo, mi añorado Hijo, vengan a nosotros las otras verdades de tu reino… Hágase tu voluntad en la Tierra y en los cielos… Y que el hombre sepa comprenderlo… Que los espíritus conozcan que nada muere o cambia sin tu conocimiento… Que no perdamos el sentido de tu última palabra: «Amaos»… Hágase tu voluntad, aunque no la entendamos… El pan nuestro de cada día, dánosle hoy… Danos el pan de la paciencia y el del reposo… Danos el pan de la alegría de los pequeños momentos… Danos el pan de las promesas… Danos el pan del valor y de la justicia… Y el fuego y la sal de la compañía… Y también el llanto que limpia… Danos, Padre, el rostro sin rostro de tu imagen… Y perdona nuestras deudas… Disculpa nuestros errores como el padre olvida la torpeza del hijo… Perdona las tinieblas de nuestro egoísmo… Perdona las heridas abiertas… Perdona los silencios y el trueno de las calumnias… Perdona nuestra pesada carga de desconfianza… Perdona a este mundo que, a fuerza de soledad, se está quedando solo… Perdona nuestro pasado y nuestro futuro… Y no nos dejes caer en tentación… Líbranos de la ceguera de corazón… No nos dejes caer en la tentación de la riqueza, ni en la miseria y estrechez de espíritu… Líbranos, Padre, de toda certidumbre y seguridad materiales… Líbranos.
Un profundo silencio cerró la oración de María. ¡Qué radical transformación la experimentada por aquella mujer, antaño enfrentada a su primogénito…!
Concluido el ritual reanudamos la marcha. La bella y personal «adaptación» del Padrenuestro me animó a intentar el diálogo con mis acompañantes. Y durante un kilómetro tuve cierto éxito. El Zebedeo volvió a distanciarse pero la mujer, a mi lado, me explicó que la primitiva plegaria —el mencionado Padrenuestro— había sido escrita por Jesús en su lejana juventud y cuando ella, desgraciadamente, tenía los ojos del corazón cerrados a la verdadera misión de su Hijo.
De pronto, cuando apenas llevábamos quince minutos de conversación, Juan se detuvo. El abrupto terreno había descendido ligeramente —quizá nos hallásemos a unos quinientos metros de altitud— y el sendero, a juzgar por el sol, empezaba a enderezarse hacia el oeste. Llegamos a la altura del discípulo y, antes de que pronunciáramos una palabra, señaló hacia la izquierda de la vereda, recomendando silencio y precaución. Inspeccioné intrigado el bosque y la alta maleza que nos rodeaba, siguiendo la dirección apuntada por Juan. Pero no vi nada anormal. Y proseguimos la andadura. Al observar cómo el Zebedeo tomaba a María de la mano me alarmé. ¿Había divisado algún animal salvaje? Estaba avisado de la existencia de osos pardos en los montes de Arbel, algunos de hasta 450 libras de peso, pero no disponía de información sobre la presencia de estas fieras en las abruptas y solitarias colinas de Caná. A decir verdad, los ricos y cerrados bosques que se perdían en todas direcciones, constituían un hábitat ideal para osos, hienas rayadas, chacales, perros salvajes, zorros, numerosos ofidios e, incluso, leopardos. Agucé el oído pero sólo obtuve el habitual ruido de fondo del bosque. Aquello me tranquilizó relativamente. La proximidad de una osa a la que hubieran arrebatado su cría —afición muy extendida entre los judíos y gentiles de entonces, que comerciaban con los oseznos— habría alertado y puesto en fuga a la mayor parte de los «inquilinos» de la espesura.
Procuré no distanciarme, acariciando con mi mano derecha los dispositivos de defensa de la «vara de Moisés». Después del percance con la víbora no podía descuidarme…
El sendero siguió descendiendo, hasta entrar en una hoz de altas paredes que se prolongaba alrededor de quinientos metros. El discípulo aceleró el paso obligando a la Señora a seguirle casi a la carrera. A derecha e izquierda, en los taludes, descolgados terebintos desafiaban la gravedad, auxiliados por grisáceos y no menos audaces matorrales de ezov, el nombrado arbusto bíblico, hoy conocido como «hisopo sirio[37]». A los pocos metros, un eco me sobresaltó. El Zebedeo, que debió percibirlo antes que yo, dudó. Aminoró la marcha pero, al instante, tirando de la mujer, emprendió una rápida huida. Desconcertado giré en redondo, a la búsqueda del origen del cavernoso ruido. Pero seguí ciego. El instinto me impulsó a imitar a Juan. Y sin meditarlo dos veces, con el miedo hormigueando en las entrañas, me lancé en persecución de la pareja. No sabía qué estaba pasando y tampoco sentía demasiados deseos de averiguarlo. Sin embargo, las cosas no eran, no iban a suceder como imaginaba…
Apenas iniciada la frenética carrera, una sombra surgió por la izquierda, en pleno terraplén. Y el eco, al llegar a su altura, se hizo claro, profundo y, en esos momentos, escalofriante.
Sólo Dios sabe por qué me detuve. Medio estrangulado por un terror absurdo e irracional, con las pulsaciones desbocadas, retrocedí hasta situarme frente a la «sombra». Mis amigos estaban a punto de alcanzar el final del pequeño desfiladero. El eco, efectivamente, resonaba nítido en el fondo de la cueva que tenía ante mí. La hoz ofrecía en aquel lugar una oquedad de un metro de altura por otros dos de ancho, medio cerrada por el ramaje. Y despacio, muy despacio, fui agachándome, escrutando la oscuridad del agujero e intentando identificar los sonidos. María y el discípulo, a trescientos o cuatrocientos metros, me hacían señales, gritando algo que no entendí. Y cuando me disponía a alejarme, convencido de que podía tratarse de la guarida de alguna alimaña, el eco, más cercano, me erizó los cabellos. Algo reptaba o arrastraba la tierra a su paso, precipitándose hacia la salida. Con la voluntad y los nervios en desorden traté de retroceder. Pero el bastón se me fue de entre los dedos. Al inclinarme para recogerlo, entre los cada vez más cercanos gruñidos creí identificar un sonido humano: algo similar a un grito, mitad lamento, mitad aviso… Algo parecido a «ame»…
¡Dios de los cielos! En efecto, era una voz humana. Al sonar en la boca de la cueva, aquel «¡ame!», repetido insistentemente, me hizo comprender lo que tenía ante mí.
Un nuevo «ame» («impuro») precedió a la aparición de unas manos y un rostro, parcialmente fajados con unos lienzos purulentos y destrozados por la miseria. Y los ojos de un anciano, tan asustado como yo, se clavaron en quien esto escribe. A gatas, desde la entrada, el infeliz volvió a gritar aquel «impuro», en tono amenazante. Y una inmensa piedad vino a reemplazar mis terrores. El lugar, cercano a lo que hoy se conoce como Ein Mahil, era el forzado reducto de una partida de leprosos, vecinos en su mayoría de las aldeas y pueblos colindantes. La ley y las costumbres les obligaban a permanecer aislados y, en caso de proximidad a caminantes o núcleos habitados, a proferir los mencionados gritos de advertencia. Lamentablemente, a causa de la ignorancia en materia sanitaria, el término «lepra[38]» se hizo extensivo a enfermedades y dolencias que nada tenían que ver con dicho mal. Como demostró S. W. Baron, bajo esta designación fueron incluidas tuberculosis óseas purulentas, contagiosas elefantiasis, dermatosis, «lepras de cabeza» (probables alopecias), quemaduras graves mal curadas y hasta inofensivas calvicies en las que surgían manchas rojas o lobanillos. En el caso que nos ocupa, el anciano sí parecía presentar una verdadera lepra. Bajo los harapos, unas manchas lechosas corroían los tejidos de las manos y del rostro, desnaturalizando al individuo. Se trataba, seguramente, de una de las lepras más generalizada en la Palestina de Jesús: la «mosaica» o «blanca», hoy conocida como «anestésica». Aunque, obviamente, no tuve oportunidad de reconocerle, al ponerse en pie y observar las ulceraciones y la parálisis que inutilizaba algunos de los dedos, imaginé que la primera lepra se hallaba asociada a la también infectiva lepra «tuberculoide». Nariz y mejillas —o lo que quedaba de ellas— presentaban unas desiguales nudosidades abolladas, la mayoría reblandecidas, y otras en estado terminal o ulceradas. Su aspecto famélico me hizo pensar también en graves lesiones viscerales. O mucho me equivocaba o aquel desgraciado no tardaría en morir.
Durante un par de minutos el cadáver andante me contempló incrédulo. ¿Por qué no huía? Para cualquier judío, incluso para los menos escrupulosos con la ley, la lepra, además de una impureza, era la más flagrante manifestación del pecado[39]. Todo leproso, por el hecho de serlo, era despreciado y repudiado, no sólo por el hipotético riesgo de contagio, sino, en especial, por «haber caído en desgracia ante Dios». «Auxiliadores», sacerdotes, ricos y pobres, judíos o gentiles procuraban distanciarse de estos «apestados», no concediéndoles otro favor que el de, muy de tarde en tarde, arrojar a sus pies alguna que otra hogaza de pan o las ropas usadas. Y aunque Eliseo se referirá a ello en su momento, esta dramática situación hizo más encomiables las audaces aproximaciones del Maestro a los leprosos.
Conmovido ante la insondable tristeza de aquellos ojos negros —quizá lo único vivo en semejante despojo— le sonreí e, inclinando la cabeza, balbuceé un saludo. El viejo, al detectar mi acento, comprendió. Y agradecido por el gesto de simple humanidad de aquel griego correspondió con una frase que no he olvidado:
—Tú no necesitas la paz, amigo: la llevas dentro.
No era el momento de polemizar sobre tan discutible afirmación. Y con una nerviosa despedida me distancié. Pero, súbitamente, ganado por uno de mis peligrosos impulsos, di la vuelta, depositando entre los muñones de sus manos el frasco de vidrio, obsequio de Meir. El leproso lo inspeccionó y, sin comprender, levantó los ojos hacia el enigmático caminante. Le animé a destaparlo. Y acercándolo a los descarnados labios arrancó con los dientes la tela de lino que lo sellaba. La fragancia del «agua de rosas» le desconcertó. Supongo que intentó sonreír. Al no lograrlo bajó el rostro y las lágrimas corrieron hacia los corrompidos vendajes. Jamás volvería a verle…
Dejé atrás la hoz, impresionado por la triste suerte de aquel hombre y de los que, con seguridad, compartían cueva y enfermedad. Un Zebedeo colérico me aguardaba al final de la embocadura. Su compañera, en contra de la opinión del discípulo, había decidido esperarme. No tuve oportunidad de explicarles… Al verme, Juan estalló tachándome de «necio, inconsciente, lastre inútil y pecador entre los pecadores». Le dejé vaciarse. Y conforme remontábamos un nuevo repecho, en un estéril intento de reconciliación, admití mi debilidad al detenerme frente a la gruta, añadiendo que quizá sus palabras no hubieran merecido la aprobación del Maestro. Fui a herirle en lo más profundo, consiguiendo, justamente, el efecto contrario. Creo haberlo dicho. Juan de Zebedeo era un hombre valiente, rápido de reflejos, imaginativo, astuto, fiel, con frecuentes cambios de carácter y con un defecto que, a buen seguro, le acompañó hasta la muerte: una desmedida vanidad. Pues bien, al oír en mis pecadores labios la palabra «rabí» se revolvió como un gato. Tartamudeó y, aupándose hacia mi metro y ochenta centímetros, vociferó:
—¿Quién eres tú para mencionar al Santo?… Él me amaba… ¿Puedes tú, griego cobarde y asustadizo, decir lo mismo? Yo y mis hermanos fuimos ordenados en la montaña de Nahum. Somos sus embajadores. Y cuando Él regrese arderás en la gehena…, como ese leproso impuro… El que peca contra su Hacedor recibe el castigo de la enfermedad…
María trató de calmarle. Pero, ofuscado, le ordenó que se mantuviera a distancia.
—… Mírame bien, pagano ignorante, porque tienes ante ti a un elegido del reino. ¿Puedes hallar en mí defecto o enfermedad que me haga pecador?
No sé de dónde saqué la paciencia. Escuché en silencio. Sin mover un músculo. Y al entender que había concluido su feroz discurso me concedí la licencia, por primera vez en nuestra aventura, de confundir su soberbia con «algo» que hacía tiempo había descubierto en sus pies. Y señalando a tierra, armado de la más cínica de las sonrisas, pregunté:
—¿Qué me dices de esas callosidades? ¿No son una flagrante señal de la intervención de un espíritu inmundo?
Entre las gentes fanatizadas por las normas religiosas, hasta un simple callo era motivo de vergüenza. «Yavé —proclamaban los rigoristas de la ley— castiga con enfermedades al culpable, ya sea directamente, ya por medio de los ángeles». Un cuerpo viciado, en suma, era la señal de un alma viciosa. Podía admitirse que el origen de la dolencia no fuese un pecado cometido por el enfermo. En ese caso, él o los culpables había que buscarlos en la familia o en sus antepasados. Ésta, ni más ni menos, fue la filosofía que movió a los discípulos a preguntar al rabí de Galilea cuando, en determinado momento de su vida pública, le presentaron a un ciego: «¿Quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego?».
Mi sarcasmo debilitó la vehemencia del Zebedeo. Pero, a partir de aquel enfrentamiento, Jasón, el griego, hijo de Tesalónica, fue borrado de su corazón. Y los cuatro escarpados, verdes y luminosos kilómetros que restaban a la aldea de Jesús fueron los más tensos e interminables de nuestra accidentada travesía desde las orillas del lago…
Por mi parte, todo quedó olvidado cuando, a eso de las ocho de la mañana, al coronar una cota de 511 metros, el bosque se abrió y María, gozosa, gritó el nombre tanto tiempo esperado: «Nazaret», la blanca «flor» entre colinas… Jadeantes y sudorosos, obedeciendo un impulso común, nos deshicimos de los sacos de viaje, cautivados por aquel interminable y montañoso verdor. La Nazaret actual y su entorno no guardan el menor parecido con el ondulado vergel que abrazaba entonces a la pequeña aldea en la que creció y vivió Jesús durante veintiséis años. Al descubrir el racimo de casitas, plateadas en la distancia, acurrucadas como una paloma indefensa al pie de una de las elevaciones y materialmente custodiadas y cercadas por toda suerte de plantaciones, huertos y bosques, mis pulsos se aceleraron. Y una íntima y gratificante emoción —preludio de nuevos y notables descubrimientos acerca de la figura del Maestro— colmó el alma de este ansioso explorador. En un radio de un kilómetro, tomando como centro el poblado, llegué a sumar hasta quince suaves colinas, todas arboladas o salpicadas de olivos, viñas, terrazas escalonadas con florecientes y apretados corros de trigo y cebada y decenas de chozas y casas cúbicas, de una sola planta, cuya blancura competía con la de los tres caminos que abrazaban la base del Nebi Sa’in, el monte de 488 metros en cuya falda oriental se refugiaba Nazaret. Esta elevación, la más airosa, uno de los enclaves predilectos del Maestro, al igual que el resto de los montes que la circundaban constituían el desvanecimiento de la sierra de la baja Galilea, totalmente extinguida en las llanuras próximas de Esdrelón, al sur de Nazaret. Uno de los tres senderos mencionados arrancaba justamente al pie de la aldea, rompiendo los huertos en dirección sur, hacia Afula y las referidas y fértiles planicies. A un kilómetro del núcleo urbano, este camino se bifurcaba, desviándose hacia el oeste, a la búsqueda de Jafa y de las arterias que conducían a la costa. La tercera vía importante (sin contar la nuestra, procedente del este) nacía, como la de Afula, a las «puertas» de Nazaret. Y encajonada entre las colinas penetraba hacia el noroeste, rumbo a Séforis, la capital de la comarca. A primera vista, desde la atalaya en que nos encontrábamos, la población se presentaba perfectamente comunicada con el «exterior». Ciertamente, Nazaret no se hallaba en una ruta tan próspera y frecuentada como la de Tiberíades. Sin embargo, la riqueza de su agricultura, los cuidados caminos que partían de su extremo oriental y la relativa cercanía a ciudades más célebres o populosas la habían convertido en un lugar estimado por los comerciantes, caravaneros y «mayoristas» de productos del campo que, con sus reatas de burros, transportaban las cosechas, haciendo de intermediarios con los mercados y «minoristas» de la región e, incluso, con áreas tan alejadas como la Decápolis, la Perea o la propia Ciudad Santa. En este aspecto, como fui comprobando, reunía las ventajas de una aldea recóndita y apacible, al margen de los tumultos de Nahum, por citar un ejemplo, pero, al mismo tiempo, discretamente «enganchada» a lo que podríamos considerar el «progreso y la civilización exteriores». ¡Cuán equivocados están aquellos que suponen o imaginan a Jesús, «desterrado» durante años en un poblacho sin vida y sin relaciones! Y hablando de «equivocaciones», mientras iniciábamos el descenso, acudieron a mi memoria esas absurdas «dudas» de algunos escrituristas y exegetas del siglo XX, en relación a la existencia histórica de Nazaret. El hecho de que no aparezca mencionada en los libros bíblicos —afirman estos sabios con orejeras— hace sospechar que se trata de una «invención evangélica». El argumento, cuando se conocen los estudios e investigaciones de especialistas como Loffreda, Manns, Bagatti, Daoust, Testa, Viaud, Livio, Jablon-Israël, Brunot, Carrez, Brossier y tantos otros, resulta, cuando menos, irritante[40]…
En cuatrocientos o quinientos metros, el camino rodó con docilidad desde la referida cota «511», hasta estabilizarse en la altitud mínima de aquellos parajes: los cuatrocientos metros. A partir de esta cota nos condujo rectilíneo, en su polvorienta blancura calcárea, a la meta final. Y despacio, con una María alborozada, traté de retener cada detalle, cada rincón, de aquella vega de medio kilómetro de longitud, no excesivamente ancha y resguardada en sus cuatro costados por muchas de las quince elevaciones ya mencionadas. A uno y otro lado del sendero, los industriosos vecinos habían hecho prosperar un magnífico palmeral, del género Phoenix, seguramente importado de la vecina Fenicia. A los múltiples beneficios que se derivaban del cultivo del tamar (nombre hebreo de la palmera) y que iban desde la recolección de su vigorizante fruto hasta la elaboración de miel, pasando por la confección de cestos, alfombras, cercas de madera, tejados y balsas, los habitantes de Nazaret habían sumado, con la implantación de aquellos soberbios ejemplares de hasta veinte metros de altura y lánguidas y largas hojas, la nada despreciable realidad de un «paseo» que poco tenía que envidiar a los de Jerusalén.
Bajo las copas verdiamarillentas de las palmeras datileras, la vega, en forma de «minifundio», florecía exuberante, surcada por una tela de araña de espejeantes acequias. Allí verdeaban orondas higueras «femeninas» de cinco metros de altura, de hojas palmadas y rugosas. Y a la sombra de su prometedora cosecha, la luz (designación aramea del almendro). Toda una nube blanca de «luz», eclipsando las diminutas y verdes flores de los morales negros. Y entre empalizadas de cañizos, disputando cada palmo de tierra, un laberinto de huertos: bancales de habas de un metro de altura, con las hojas dispuestas para un inminente estallido de flores blancas y aladas; garbanzos de peludos y pegajosos tallos; apretados cuadros de puerros, ajos y cebollas; grisáceos macizos de menta, nacidos al filo de las zanjas y canalizaciones de piedra; enanas rudas de flores doradas y oscuras semillas medicinales; perezosas y naranjas calabazas de pradera y la primera de las legumbres mencionada en la Biblia: la lens culinaris —la lenteja—, alimento básico en la dieta de toda familia judía.
Y más allá de la vega, escalando laderas, marciales legiones de olivos. Y sobre ellos, recortando sus copas en el azul cristal de la mañana, masas boscosas de algarrobos y nogales. Y en todas partes, acunadas en las vaguadas, asomándose en las terrazas escalonadas o desafiando los espolones rocosos de las pendientes, la auténtica imagen de la abundancia y de la bendición divina para los judíos: la vid. Las había a miles, apuntaladas con estacas de madera de un metro de altura, dispuestas así para sostener y aliviar la futura y, seguramente, granada cosecha.
Mientras cruzábamos el vergel, fuente de vida y de prosperidad de los notzrim (nazarenos), algunos de los campesinos más próximos, al reconocer a la Señora, alzaron los brazos en señal de saludo y bien venida. Otros, dejando los azadones y aperos, se apresuraron a correr a su encuentro. Y al pisar el camino, con el rostro grave, comenzaron a batir palmas. El gesto en cuestión nada tenía que ver con lo que hoy, en el siglo veinte, interpretamos como «aplausos». No se trataba de un reconocimiento o de una manifestación de alabanza por el hecho de ser la madre del gran rabí de Galilea. Aquellos hombres, jóvenes y viejos, aplaudían en señal de luto. Era ésta una forma de expresar su condolencia por el reciente fallecimiento de Jesús a cuyo duelo, obviamente, no habían asistido. Y María, emocionada, con los ojos humedecidos, fue abrazando a la mayoría. En Nazaret, como sucediera en la vecina Caná, no se hallaban muy al tanto de la resurrección ni de las apariciones del Maestro. Tiempo habría de verificarlo y de asistir a las polémicas que dichas noticias levantarían entre los humildes y escépticos vecinos.
Y alrededor de las 08 horas y 30 minutos de aquel martes, 25 de abril, me encontré, al fin, a las «puertas» de Nazaret. Y entrecomillo la palabra porque, a decir verdad, sólo se trata de una figura literaria. Al carecer de murallas, la aldea, consecuentemente, no disponía de un acceso principal, propiamente dicho. Las «puertas» las formaban el final —o el nacimiento, según se mire— del «paseo de las palmeras» (así fue bautizado por quien esto escribe), el cruce y arranque de los caminos allí ubicados y un caño de agua que manaba ruidoso a unos veinte pasos a nuestra derecha. El griterío procedente del manantial llamó la atención de María y, sin dudarlo, corrió hacia la fuente. El agua, canalizada desde un venero existente en la cara norte de la cima del Nebi Sa’in, corría impetuosa desde los casi 480 metros de su alumbramiento, abasteciendo a la población y a las caravanas y transeúntes que, forzosamente, debían pasar frente a ella. Aquélla, como comprobaría más adelante, era la única pila de importancia en Nazaret. Todo un mentidero, lugar de tertulias y de obligada y cotidiana reunión de matronas, campesinos, artesanos y viajeros. Prudentemente permanecí junto al Zebedeo, observando las risas, abrazos y la general algazara despertada por la inesperada llegada de la Señora. La gruesa vena de agua brotaba a un metro y medio de altura, atravesando una pared de piedras rectangulares, de naturaleza calcárea sedimentaria (extraídas de las colinas) y permanentemente invadidas por un musgo verdinegro en el que anidaba una notable colonia de moscas. Una «visera» igualmente de piedra, a manera de arco de medio punto, hacía las veces de voladizo, cubriendo la fuente. El chorro se precipitaba directamente sobre el terreno, formando un estanque natural de unos cinco metros de anchura máxima en el que, con el agua hasta las rodillas, chapoteaba la chiquillería, llenaban sus cántaras y odres las mujeres y felah, bebían los asnos y lavaban las ropas las risueñas y parlanchinas matronas. A corta distancia, sobre los guijarros y la roja arcilla, se alineaba una maloliente colección de sandalias, violentamente asaltada por los tenaces tabánidos.
No sé si debo utilizar el término «decepción». En el fondo, por las informaciones que obraban en nuestro poder, «aquello» era de esperar. Hoy, generaciones enteras imaginan Nazaret como una «ciudad populosa, de bellos edificios y calles empedradas». Nada más lejos de la realidad. Ávidamente, en tanto que la Señora daba rienda suelta a su alborozo, recorrí con la vista el puñado de casas, la mayoría de una sola planta, que se empujaban en el acusado desnivel de la falda oriental del mencionado Nebi. En un minucioso estudio posterior, desmintiendo los cálculos efectuados desde la cota «511», ratificaría aquella primera y apresurada impresión: la «aldeíta» la integraban entre veinte y treinta casas. Ni una más. Y todas, como digo, estribadas unas en otras y ocupando una superficie que recordaba un triángulo isósceles, con una altura aproximada de 150 metros y 50 o 60 de base. El «vértice» —siguiendo con la comparación— se situaba a las «puertas». En realidad, el «nudo» del que partían los caminos formaba parte de dicho «vértice». Desde el lugar donde nos encontrábamos, las edificaciones, impecablemente encaladas, se asemejaban a una gigantesca escalera o, por utilizar una licencia más acorde con los tiempos actuales, a esos apartamentos u hoteles «escalonados» que pueden contemplarse en las playas de moda. La orientación no podía ser mejor: encarada al este recibía la radiación solar desde el alba a prácticamente el ocaso. En cuanto a los vientos de poniente, el propio monte Nebi Sa’in hacía de parapeto, resguardándola en su regazo. La empinada ladera sobre la que se asentaba, en algunos puntos de hasta un treinta y un cuarenta por ciento de desnivel, no había sido obstáculo para los emprendedores galileos. Las viviendas quedaban niveladas, bien aprovechando el irregular y rocoso subsuelo o merced a muros y cimentaciones, levantados con las piedras robadas a la colina. Pero la Nazaret de aquel tiempo no era sólo lo que aparecía a la vista. Una importantísima e «invisible» área se hallaba justamente bajo tierra. Durante esta y otras visitas tendría la oportunidad de descender a un enmarañado laberinto de grutas —algunas naturales y otras excavadas en la roca— que ocupaba una superficie mayor que la del pueblo. (Ésta fue estimada en unos 3700 metros cuadrados y la de la «ciudad subterránea» en 5000 metros cuadrados). En tales oquedades —que servían de silos, cisternas y almacenes— discurría buena parte de la vida de aquellas sencillas y, en general, amables gentes. Algo que los evangelistas pasaron por alto y que la arqueología moderna se ha encargado de resucitar. Pero debo controlar los impulsos. No es aún el momento de hablar de estos corredores, cuevas y pasadizos a los que, por descontado, también descendió el joven Jesús[41]…
Varias de las mujeres, ansiosas por conocer las novedades —de primera mano— que portaba la madre del Maestro, la rodearon, asaeteándola a preguntas. Pero el tumultuoso interrogatorio sería breve. Juan, abriéndose paso entre las galileas, reclamó a María y, haciendo oídos sordos a las airadas protestas, tiró de ella, prometiendo, eso sí, una próxima, pública y detallada narración de los sucesos. Y tozudo y autoritario dejó a la complaciente Señora con la palabra en los labios, adentrándose en la aldea.
Es curioso. Aunque lo comprendí, aunque era lógico y natural que María se perdiera en Nazaret, al encuentro de sus seres queridos, este explorador no pudo evitar una amarga sensación de… ¿cómo explicarlo? Quizá de desamparo. A las «puertas» de la aldea, olvidado por el Zebedeo y por María, me vi asaltado por la tristeza. Si, al menos, la mujer hubiera vuelto el rostro y…
Fue cuestión de segundos. Había que actuar. No podía permanecer frente a las casas y la fuente como una estatua. Y decidido a iniciar la siguiente fase de la misión interrogué a la chiquillería acerca de algún lugar donde alojarme. Al reparar en aquel extranjero larguirucho, varias de las matronas se unieron espontáneamente a la rueda de los zagales, brindándose, serviciales y encantadas, a acompañarme hasta la posada. Y entre risas, pícaros comentarios y descaradas preguntas sobre mi origen y profesión, las galileas y los muchachos me dejaron a las puertas del albergue. Mis reiteradas inclinaciones de cabeza y sinceros agradecimientos sólo contribuyeron a multiplicar las risas. Y rojo de vergüenza me aventuré en el túnel que, como en el caso de la «posada del tuerto», servía de acceso al edificio. Un lugar, como era de esperar, en el que sería testigo de algún que otro «singular lance»…
Una de las ventajas de Nazaret, acorde con su configuración y humildes dimensiones, era precisamente la no existencia de distancias. Desde la fuente a la posada que me sirvió de refugio, y «cuartel general», durante los tres días de permanencia en el lugar, no habría más de cuarenta metros. Se llegaba a ella por el camino que se abría paso hacia el sur. Unos diez metros antes de alcanzar su esquina este, el sendero, disfrazado de pequeño puente de piedra, brincaba sobre un torrente de mediano caudal procedente del flanco oeste del Nebi Sa’in y que, despreocupado y transparente, saltaba, corría o se deslizaba, fiel a la falda sur de dicho monte. Desde el puentecillo, el arroyo penetraba decidido en plena vega, surtiendo la cuidada red de acequias.
Pero, como iba diciendo, la posada —una de las escasas edificaciones de cierto relieve existente en el «extrarradio» de la aldea— guardaba una extraordinaria semejanza con la que había tenido ocasión de visitar, y padecer, en la reciente marcha. Sus dimensiones eran notablemente inferiores, pero, en cuanto al diseño general, patio a cielo abierto, habitaciones en el piso superior, taberna-comedor, etc., no aprecié diferencias dignas de mención. Los muros de piedra resaltaban sobre el resto de las construcciones por su descuidado y ceniciento revestimiento, antaño blanqueado y ahora roído por las lluvias y vientos.
A la hora tercia (las nueve de la mañana) el corral interior aparecía desierto. Mejor dicho, casi desierto. Bajo la galería porticada que rodeaba dicho patio, en el costado izquierdo (desde mi situación al final del túnel de acceso al albergue), trajinaba un niño entre los cuatro troncos de árboles ahuecados que hacían las veces de pesebres. ¿Un niño? La impresión fue corregida al momento. Aunque la cabeza no sobresalía del perfil de los negros lomos de los asnos allí amarrados, el personaje no era exactamente un muchacho. Al descubrir mi presencia abandonó el forraje y, sacudiendo las manos contra un embreado mandil que casi rozaba el pavimento de ladrillo rojo, me salió al encuentro con una confiada sonrisa. Su menguada talla —apenas un metro—, la frente prominente, la nariz en «silla de montar», las piernas torcidas y una acusada lordosis o curvatura lumbar ponían de manifiesto en aquel individuo una forma de enanismo de extremidades cortas (posiblemente una acondroplasia: uno de los tipos de trastornos hereditarios en los que anormalidades del crecimiento de hueso y cartílago originan el desarrollo inadecuado del esqueleto y, en definitiva, enanismo). Caminando a pequeños y cómicos saltos, no exentos del balanceo a izquierda y derecha, típico en las personas que sufren esta malformación, fue a reunirse con este perplejo explorador, identificándose como «Heqet, posadero-jefe a mi servicio». Su recortado arameo me llamó la atención. Correspondí a la presentación, anunciándome como lo que supuestamente era: un comerciante griego en vinos y maderas, de paso por Nazaret. Y al punto, enterado de mi origen griego, olvidó el rudo idioma de la Galilea, hablándome en una koiné más inteligible. Y nuestra primera conversación, como era obligado, se centró en la cuestión doméstica. «Naturalmente que disponía de una habitación para tan ilustre viajero. Pero —apostilló sin rodeos— el pago, como la buena educación, va siempre por delante». Y extendiendo la corta y regordeta mano derecha solicitó el medio denario (doce ases) de aquella primera noche. Satisfechas sus exigencias, mientras cruzábamos el corral en dirección a la escalera del ángulo izquierdo, me recordó que, si lo deseaba, podía también alimentarme y alimentar mis caballerías.
—Los precios —mintió— son los más bajos de toda la comarca: pan y una medida de vino, un as; carne, dos ases; forraje, otros dos ases y un cargo a convenir por el uso del retrete.
Al ascender la veintena de peldaños recién baldeados me eché a temblar. Las condiciones sanitarias eran deplorables. Por supuesto que evitaría el excusado o «lugar secreto»…
A pesar del natrón restregado en las escaleras y sobre las desvencijadas tablas que formaban el piso de la galería, el tufo procedente de la planta baja se había adueñado de muros y enseres. Y durante mi estancia en la posada, aquella peste a orines y excrementos de caballerías, a forraje y a local húmedo y deficientemente ventilado terminaría por adherirse a mis ropas, provocando algún que otro mal gesto entre las gentes con las que tuve que relacionarme.
Heqet, que resultó un emigrado egipcio cuyo nombre —«la rana»— le había sido impuesto por los mordaces lugareños a causa de su extravagante caminar, señaló las esteras de paja y los edredones de lana que colgaban en la barandilla, preguntando si deseaba alquilar la «cama». Imaginando lo peor los inspeccioné con detenimiento. El tinte escarlata y violáceo se hallaba devorado por una mugre de difícil identificación. En cuanto al relleno —una paja espinosa y corrompida—, mejor no entrar en detalles. Entre los descosidos pululaban las más variadas y poco recomendables «cuadrillas» de hemípteros…
Renuncié, naturalmente, alegando que mi ropón bastaba y sobraba para dicha necesidad. El posadero no se rindió. Y dispuesto a sacar el máximo provecho del nuevo inquilino fue enumerándome «otros servicios» propios del albergue, igualmente a disposición de los «honorables clientes». A saber: «una burrita con la que calentar la cama» (dos ases por noche), «inspección y cura de los animales de carga» (precio a convenir), «servicio de guía y protección armada, si mi trabajo requería viajar por la comarca» (un denario-día para el conductor e idéntica tarifa para cada hombre de la escolta), «aprovisionamiento» (también a convenir) y, en fin, hasta «mapas de los caminos y parajes de la baja Galilea» (a razón de seis sestercios el ejemplar). Esta última «oferta», por razones que el enano egipcio no podía sospechar, sí fue de mi interés. Y «el rana», complacido, quedó en mostrarme el valioso «género» en cuanto regresáramos a la planta baja.
Aparentó dudar. Recorrió las siete estrechas y negruzcas puertas que se alineaban en uno de los flancos pero, con su habitual teatralidad, me hizo ver que «aquéllas no eran celdas dignas de un hombre ilustrado». Mis temblores arreciaron. ¿En qué clase de «cueva» había acertado a caer?
Y brincando sobre las crujientes y desarmadas traviesas fue a detenerse frente a una habitación situada al oeste del edificio. Buscó bajo el grasiento mandil y con una risita nerviosa me mostró una de aquellas aparatosas llaves, en ángulo recto, con pomo esférico de madera y cinco largos dientes en el extremo de hierro. El cinismo y falsedad del posadero no conocían límites. Si cada una de las veintiocho habitaciones de la posada se abría con su propia llave, y si el egipcio sólo cargaba en su ceñidor la que ahora me enseñaba, ¿a qué tanta duda y miramiento? Debía permanecer muy atento; en especial con la bolsa de los dineros…
La cerradura, pintada en ocre por el óxido, gimió a cada intento. Por fin, con el concurso de un puntapié, la hoja se abrió, rechinando sobre unos goznes ligeramente dormidos. Y doblándose en una exagerada reverencia me cedió el paso. Dos angostos ventanucos de veinte centímetros y poco más de un metro de altura dejaban pasar la claridad de la mañana, suficiente para iluminar una apestosa y desconchada celda de dos metros de lado. Creí morir. En las paredes, entre las junturas de las piedras y en un enlucido mohoso y descascarillado habitaban los auténticos y permanentes «huéspedes» de la posada: chinches rojizos de cuerpos aplastados y elípticos, grandes como lentejas. El «mobiliario», acorde con la húmeda estancia, consistía en una jofaina de barro, ahora vacía y animada por una inquieta familia de cucarachas que, obviamente, veía en peligro sus dominios. Un jarrón de bronce —único «lujo» de la «covacha»— completaba el ajuar que, se suponía, debía servirme para el cotidiano aseo. Junto a la puerta, en una hornacina verdosa, descansaba una lucerna de arcilla con el asa en forma de serpiente (la diosa egipcia Meret-Seger, protectora, como la serpiente de bronce de Moisés, contra toda suerte de ofidios) que prestaba su polvoriento contorno al anclaje de varias y cruzadas telas de araña.
Creí más prudente guardar silencio y no protestar por el estado de la celda. Mi trabajo, a fin de cuentas, demandaba otros escenarios.
Y dando por hecho que la habitación «era de mi agrado», el posadero cerró la puerta, dejándome solo. Y quien esto escribe, con la pesada llave de treinta centímetros en la mano, sólo acertó a asomar la nariz por las asfixiantes «troneras», en un dudoso afán de respirar un aire menos viciado y, al mismo tiempo, tratando de ubicar la posición del cuarto respecto al exterior y al propio albergue. Ante mí, aparecieron las colinas que cercaban Nazaret por el oeste y, al fondo, la cinta blanca del camino a Jafa. La aldea, a la derecha del ventanuco practicado frente a la puerta, apenas era visible. El «regalo» que me había tocado en suerte ocupaba el ángulo occidental del edificio. A los pies del muro, a unos cinco metros, arrancaba una plantación de olivos.
Y abrumado por la suciedad y estrechez del habitáculo ordené las ideas con más prisas que eficacia. Aquella parte de la misión, como establecía el programa, consistía en la recogida, in situ, de un máximo de datos con los que armar los «años ocultos» de Jesús. La verdad es que lo ignorábamos casi todo sobre el particular. ¿Cuánto tiempo permaneció el Nazareno en la aldea? ¿A qué dedicó esos años? ¿Cuáles fueron sus relaciones con los habitantes del poblado? ¿En qué momento supo de su naturaleza divina? ¿Llegó a gestar algún plan? ¿Por qué abandonó aquellos parajes? Los interrogantes eran tantos y el tiempo tan menguado que, ganado por la impaciencia, decidí actuar de inmediato aunque extremando la prudencia. El deterioro de las relaciones con el Zebedeo me preocupaba.
Y muy a mi pesar, consciente de que la celda podía ser abierta de una patada, tuve que renunciar a cargar con el saco de viaje. Las sandalias de repuesto y la docena de fármacos camuflada en sendas ampolletas de arcilla podían resultar apetecibles para cualquier ladrón. Me encogí de hombros y dejando el asunto en manos de la Providencia me dirigí a la puerta. Al abrirla reparé en unos grafiti, grabados a cuchillo sobre la madera y que, a buen seguro, eran obra de clientes descontentos. En griego y arameo podía leerse: «Al fuego con el enano», «Caminante: no te fíes de la morena», «Heqet: andares de rana y corazón de víbora»…
Lo tendría presente. Y, después de tres o cuatro intentos, un chasquido me hizo suponer que la puerta había quedado cerrada. Y sin prisas, husmeando cada rincón, descendí al solitario corral. Tan sólo el patear de uno de los asnos contra el pavimento quebraba el silencio del lugar. Mi propósito era simple: antes de iniciar la investigación propiamente dicha —que debía fundarse en las conversaciones con María y demás parientes y conocidos del Maestro— recorrería Nazaret, familiarizándome con sus perfiles físicos. Mas, he aquí que cuando cruzaba el rojo enlosado de ladrillo, la voz del posadero me reclamó desde el umbral de una de las puertas. No me dio tiempo a declinar la invitación. Para cuando quise excusarme, «el rana» había regresado al interior. Contrariado pasé de nuevo por delante del pozo central, deteniéndome frente a la oscuridad. Me encontraba, como en el albergue del «tuerto», ante la pieza principal del edificio: una taberna-comedor y, según comprobaría esa misma noche, si las circunstancias así lo pintaban, centro de reunión de cuantos precisaban que se les escribiera una carta, se les recetara un remedio para el ganado o se les extrajera una muela.
Heqet, a la derecha de la sala rectangular y parapetado en uno de aquellos singulares «mostradores» de campanudas ánforas de piedra, señaló uno de los orificios abierto en la plancha de mármol que las cubría, invitándome a probar un néctar llegado desde el mismísimo delta del Nilo. Ante mi asombro, el enano descollaba medio cuerpo por encima de los recipientes. Al aproximarme descubrí el truco: un banco le aupaba, permitiéndole el acceso a las altas vasijas. Una pobre iluminación, consecuencia de la falta de clientes, perfilaba las brillantes y sebosas siluetas de tres largas mesas. El muro a espaldas del «mostrador» presentaba una docena de nichos, repletos de papiros enrollados, cajas de madera de múltiples tamaños, espejos de pulidos «cristales» de bronce y una maraña de artículos, confundida en la oscuridad de las hornacinas, que constituían parte del negocio del egipcio. Mojé los labios en el dulce y espeso vino —«cortesía de la casa»— y el incansable posadero trepó hasta una de las alacenas, saltando a tierra con un manojo de rollos. Descolgó una de las lámparas de aceite y, abriéndolos, la paseó codicioso a un palmo de los rústicos mapas. Me asomé intrigado, comprobando que, en efecto, tal y como había anunciado el dueño, se trataba de una serie de dibujos y anotaciones manuscritas, sin la menor concepción de las proporciones y de las escalas, que recordaba —eso sí— la distribución de las principales ciudades y aldeas de la Galilea, así como las trayectorias aproximadas de los caminos, posadas de relieve (incluida la del «rana»), pozos o fuentes, gargantas y atajos e, incluso, los parajes peligrosos, bien por el riesgo de asalto, por la presencia de fieras o por el asentamiento de colonias de leprosos[42]. Al cotejarlos observé que las diferencias eran mínimas. En realidad, estas «guías» parecían copiadas de un primigenio original, aportando —de acuerdo con la posada donde se expendían— el nombre, la ubicación y las «excelencias» (precios incluidos) del albergue en cuestión. En uno de estos mapas «turísticos», para «viajeros con dinero», en trazos infantiles había sido pintada la casa de Heqet (más destacada incluso que Nazaret), con una anotación a pie de mapa que me puso sobre aviso. Rezaba así: «Swnw (médico laico en egipcio), ilustre hijo de Athotis». El embuste no podía ser más flagrante. El tal Athotis, entre otras cosas, era un soberano de la Primera Dinastía. Eso representaba una antigüedad aproximada de 3000 años… De todas formas, como «publicidad», el reclamo resultaba inmejorable. Aboné los seis sestercios[43], adquiriendo el rollo en el que se avisaba de la posada del rana. Pura diplomacia… Y el posadero, tras contar y verificar con los dientes la bondad de las monedas, se dio por cumplido. Y emocionado me entregué a la aventura llamada «Nazaret»…
Fue sencillo. Y también agradable. Y en determinados momentos, decepcionante. Pero, por encima de todo, aquella primera gira de inspección resultó emotiva. La frialdad de nuestro entrenamiento no pudo con la imaginación. Recorrer la aldea era «ver, oír y sentir» a un Jesús adolescente. A un Jesús artesano. A un Jesús adulto, departiendo en la fuente. A un Jesús vivo y apacible, a las puertas de las casas…
Con una hora fue suficiente.
Poco más o menos a las diez de la mañana cruzaba de nuevo el puentecillo con parapetos de piedra, saliendo al encuentro del vértice del triángulo isósceles que formaba Nazaret. Por allí arrancó mi paseo. La animación en la fuente cubierta había decrecido. Junto a dos o tres campesinos rezagados, más atentos a los chismes que al llenado de los odres, la chiquillería seguía haciendo de las suyas, chapoteando y jugando «a barcos» con las extraviadas sandalias de hierba y paja prensadas de alguno de los adultos. Ninguno habría cumplido más allá de los seis o siete años. Vestían túnicas cortas, oscurecidas por el agua y pegadas a unos cuerpos no demasiado bien nutridos. Como en el resto de las poblaciones que había visitado, las familias tenían buen cuidado de rapar sus cráneos, aliviando así las plagas de piojos y demás parásitos que asolaban a la sociedad judía. Varios pequeños —más adelante ampliaría esta observación con numerosos adultos— se diferenciaban del resto por sus cabellos rubios o rojizos, los ojos celestes y una tez blanca que, a pesar de los churretones, clareaba los semblantes. Ni ellos mismos conocían el origen de esta lámina casi céltica. Muy posiblemente habría que remontarse al tiempo de los amorritas[44], siglos atrás, para justificar este claro alejamiento del fenotipo hebreo, de cabellos, ojos y piel más próximos a la noche que al día.
Recordando la eficacia del joven Juan Marcos en la Ciudad Santa, a punto estuve de solicitar el auxilio, como guía, de alguno de los mozalbetes. Pero, no deseando despertar tempranos contratiempos, elegí caminar en solitario.
Aquella esquina de Nazaret —en el enclave más próximo a los caminos— venía a ser, forzando la imagen, el centro industrial del poblado. Abriéndose en V y escalando la ladera se alineaban entre ocho y diez talleres, habilitados en casas de piedra de una sola planta y encalados con peor gusto que el resto de la aldea. De muy distintas dimensiones aparecían —según la costumbre— con las puertas de par en par. Y bien en el umbral, sentados al tibio sol de la mañana, o confundidos en la penumbra del interior, carpinteros, tejedores, toneleros y entintadores se afanaban en sus menesteres, canturreando los unos, en silencio la mayoría o en interminables parloteos los otros. Sobre la desnuda tierra, al pie de los muros o colgados de las fachadas, se exhibían al público las piezas ya terminadas: mesas, bancos, camas y arcones de todos los calibres, formas y precios; yugos primorosamente curvados y equilibrados; lanzas de tiro y ruedas para los carruajes; aguijones y mangos de arados; puertas y marcos para ventanas; huchas y artesas para las amas de casa; archivadores para los escribas; sólidas vigas destinadas a la sujeción de las terrazas que coronaban las viviendas y los propios talleres y almacenes; túnicas y mantos de vivos colores, en lana y lino, chorreando aún el azul, el escarlata o el verde de los tintes; camisas de niño delicadamente tejidas; bolsas de cuero; cestas de mimbre, alfombras y esteras trenzadas en espiral; toneles de diferentes bocas y cubas embreadas para el transporte y almacenamiento de vino o frutos y, en fin, una interminable secuencia de platos, escudillas, cucharas y recipientes de madera.
La excepción entre los artesanos, siempre varones, la constituían los operarios de los telares. Todos eran mujeres. Las jóvenes, sentadas en el suelo, estiraban la lana, extrayéndola de grandes cestos circulares de mimbre. Otras, igualmente jóvenes, hilaban en pie, valiéndose de ruecas y husos. Sólo las ancianas tenían a su cargo la comprometida labor de tejer en los primitivos telares verticales.
Y aunque ardía en deseos de entablar conversación con aquellas gentes comprendí que no debía alterar lo programado por Caballo de Troya. Así que, adentrándome entre las casas, elegí lo que parecía una «calle» y que, a partir de este recorrido inicial, sería bautizada por este explorador como la calle «sur». Nazaret carecía de calzadas propiamente dichas. Las veinte o treinta casas que daban cuerpo a la aldea, como creo haber insinuado, formaban un caótico laberinto de callejones y espacios más o menos abiertos que, en la mayoría de los casos, no conducían a ninguna parte. Pues bien, en un alarde de generosidad, podríamos decir que el humilde núcleo urbano, por puro azar, se hallaba atravesado por dos «vías» o «calles». Una, la que yo había tomado, discurría paralela al lado sur del ya referido «triángulo isósceles». La otra, partiendo del vértice, se escalonaba por el norte. Y en medio, el «corazón» del pueblo: un amasijo de casitas blancas, de estructuras cuadrangulares o cúbicas, con toscas paredes de piedra calcárea de tres a cinco palmos de espesor y tejados planos de madera cubiertos de tierra batida. A dichas azoteas se llegaba merced a sendas escaleras exteriores, construidas a base de gruesos troncos o vigas empotrados en los muros. Muchas aparecían protegidas por una rudimentaria barandilla, también de madera. Desde las «puertas» al límite del poblado, cada palmo era una penosa conquista a la colina. En poco más de 150 metros —longitud máxima de Nazaret—, el perfil de la ladera pasaba de los 400 metros en el lugar de la fuente a los 450. Ello había forzado a los vecinos al levantamiento de continuos terraplenes, parapetos y muros de contención que hacían inútil cualquier intento de trazado urbano. Para colmo, la pavimentación brillaba por su ausencia. Las «calles», patios y callejones se hallaban alfombrados de una incómoda mezcla de tierra, cascotes, restos de vasijas rotas y ladrillos de barro desintegrados. En época de lluvias, semejante desastre tenía que constituir un serio problema para la integridad de las viviendas y de los propios habitantes. De hecho, la casi totalidad de las casas presentaba en las puertas un alto peldaño de piedra, dispuesto para evitar que las torrenteras que podían surgir de lo alto del Nebi inundaran los hogares. Tan sólo en las dos «vías» que he dado en calificar de «importantes» habían sido dispuestas sendas canalizaciones, consistentes en una zanja central de quince centímetros de profundidad por treinta o cuarenta de anchura, según los lugares.
Al principio, en mi proverbial torpeza, perdido una y otra vez entre los estrechos patios y pasadizos, me vi en la necesidad de retroceder, sorteando los cajones de madera que hacían las veces de improvisados fogones y a las mujeres y ancianos que vigilaban los guisotes. Ninguno protestó por la irreverente invasión de sus dominios. En realidad, aunque cada propiedad debía hallarse perfectamente delimitada, la aldea, como ya mencioné, era un todo sin muros ni barreras. La proximidad de las casas era tal que, en infinidad de lugares, dos hombres tenían dificultades a la hora de pasar uno junto al otro. Algunas mujeres, aprovechando el frescor de la mañana, baldeaban a las puertas de las viviendas, arrojando el agua con las manos desde grandes tinajas depositadas en tierra. En otros rincones, sin embargo, las basuras y el lodo formaban grandes y apestosos montones, cubiertos de moscas y de asustadizos gatos negros y atigrados.
Con la permanente visión del Nebi como referencia fui ascendiendo por las rampas y escalones de ladrillo cocido, espiado por las curiosas miradas de las matronas y de los niños. Numerosos callejones se hallaban sombreados por tejadillos de cañizos que volaban de terraza en terraza y, en ocasiones, por los brazos de tupidas parras que daban vida a los ciegos muros, la mayoría sin ventanas. Uno de los aspectos que más gratamente me impresionó de tan humildísima aldea fueron las flores. No había casa que no las tuviera. Alineadas a uno y otro lado de las puertas, llenando patios o trepando fachadas florecían la menta, el jazmín, las enredaderas, los rojos tulipanes de montaña, los narcisos de mar y una pulsante «paleta» de blancas, escarlatas, amarillas y violetas anémonas, ranúnculos y rosas. La fragancia y el colorido de aquellos minúsculos jardines hacían olvidar en parte la suciedad y el abandono de muchos de los recovecos del poblado. Sólo así, experimentando in situ la pequeñez y la modesta condición del lugar, empecé a comprender la fundada frase de Bartolomé: «¿Es que de Nazaret puede salir algo bueno?». En aquel tiempo, no podemos olvidarlo, Caná, muy próxima a la aldea de Jesús, ostentaba el rango y la condición de «ciudad notable», considerablemente más populosa, rica y «civilizada» que aquel perdido puñado de casas, agazapadas en una no menos remota colina. Si Caná podía reunir alrededor de dos millares de habitantes, Nazaret, en cambio, apenas sumaba medio centenar escaso de familias, con un contingente aproximado de trescientas a trescientas cincuenta almas. Eso era todo. En este marco —con sus ventajas e inconvenientes— creció y despertó a la vida el Hijo del Hombre. Al término de su mal llamada «vida oculta» los inconvenientes eclipsaron las ventajas y, como fue apuntado, Jesús se vio en la necesidad de alejarse de aquel entrañable y difícil grupo humano.
En la parte alta del pueblo, aunque mínimas, se apreciaban ciertas diferencias respecto a la zona baja. Las casas, igualmente cúbicas y encaladas, eran en su mayoría de construcción reciente. Disponían de patios más desahogados, cercados por muretes de piedra de un metro de altura en los que se distinguían enormes ánforas, pilas de leña y cupuliformes hornos de ladrillo, alisados en el interior por una capa de arcilla. Algunos, en plena cocción del pan, flameaban por las estrechas bocas, arrojando al cielo azul intermitentes bocanadas de humo blanco. Incluso la pavimentación parecía más cuidada. La tierra de patios y callejones había sido cubierta con reducidos guijarros de torrentera, recibidos con un mortero de dudosa calidad. Quizá por su proximidad al campo y al arroyo que se precipitaba desde la ladera oeste del Nebi, en dirección al puentecillo cercano a la posada, aquel extremo de Nazaret era uno de los parajes favoritos de la gente menuda. Cuando una madre o el cabeza de familia precisaban los servicios de alguno de sus hijos lo habitual era buscarlos en la fuente o en las afueras de la aldea, en la referida zona norte. Dicho «extrarradio», conquistado también por un mosaico de huertos, reunía además un aliciente especial, que descubriría a lo largo de mi estancia en la aldea y que, durante años, excitó la fecunda imaginación del Jesús niño: un pequeño taller de alfarería, a orillas del citado torrente. El anciano propietario, un tal Nathan, ya fallecido, había hecho las delicias de toda una generación de adolescentes. Ahora, sus hijos, tan pacientes y bondadosos como el viejo alfarero, seguían facilitando trozos de barro con los que moldear sueños y jugar a «construir ciudades». Al abrigo de la colina o de los muros, bajo la distante y adormilada vigilancia de engordados gatos, las niñas formaban grupos aparte, jugando chillonas con unas enormes muñecas de barro o trapo[45]. Algunos de estos juguetes presentaban brazos y piernas articulados. Y otros, los más lujosos y codiciados, disponían de agujeros en la cabeza por los que asomaban cordeles conectados con las extremidades, de forma que podían imitar el caminar de los humanos. Aunque había visto jugar a los niños de Jerusalén, Betania, Nahum y Saidan, la especial e intensa alegría de la crecida prole de Nazaret no tenía igual. No supe de momento malo para ejercitar su desbordada fantasía. Los vi correr, saltar y trepar toda suerte de muros, apedreando a la nutrida población de gatos —no sé si más numerosa que la de los propios vecinos— o columpiándose entre los añosos olivares. Disponían de aros de madera, rústicas peonzas con un clavo en el extremo, caballos de arcilla provistos de ruedas y pelotas de trapo que golpeaban exclusivamente con las manos, al estilo de los actuales juegos de «cincos».
Un senderillo atravesaba el cinturón de huertos, alejándose pendiente arriba, al encuentro de la cima. El monte, a partir de esta menguada y verde frontera, se mostraba áspero, rocoso y poco amigo de dominaciones. Pensé trepar hasta la cumbre. Pero desistí, limitándome a activar los cuatro canales de filmación simultánea alojados en la «vara de Moisés[46]» y que, como en las visitas a los anteriores núcleos humanos, tenían la misión de registrar paisajes, escenas y personajes previamente seleccionados por Caballo de Troya.
Y alrededor de la hora quinta (las once de la mañana), siempre con la referencia del Nebi a mi espalda, alcancé el extremo norte de la aldea iniciando el descenso por el lado septentrional del «triángulo». Una segunda «calle» —que recibiría el nombre de «norte»— zigzagueaba entre las casas, interrumpida a cada paso por los mencionados taludes y murallones de roca. A corta distancia de las viviendas ubicadas en esta zona, burlando la pendiente, corría una ancha canalización de piedra, cerrada con ladrillo, que arrancaba en lo alto del flanco norte del monte, transportando el agua potable hasta la fuente situada a las «puertas» del poblado. En total, según mis estimaciones, alrededor de trescientos metros de acueducto. Todo un prodigio de «ingeniería» para tan «insignificante lugar». (En la Nazaret de hoy cabe la posibilidad de «adivinar» el primitivo recorrido de la torrentera y de la canalización, siguiendo el trazado de las calles que desembocan en el lugar denominado Mensa Christi y en los zocos, respectivamente).
Otro detalle que no olvido —del que sería consciente al descender a la «ciudad subterránea»— fue la ausencia de entradas a las grutas en las «calles» y callejones. Las bocas de las decenas de silos y cisternas quedaban ocultas en las viviendas. La única forma de acceder a ellas era a través de las habitaciones y patios de las casas. Como veremos más adelante, no es cierto que la población de Nazaret viviera exclusivamente en grutas, como pretenden algunos arqueólogos y antropólogos. Las construcciones en superficie, aunque elementales, eran el hábitat básico. El subsuelo jugaba un papel importante pero complementario, destinado a bodegas y despensas.
La localización del hogar de María resultó sencilla. En un estrechamiento de la «calle norte» fui a coincidir con un asno que transportaba una pesada cuba de agua. El cuadrúpedo, escaso de modales, a punto estuvo de atropellarme. Detrás, jadeando por la empinada cuesta y el enorme cesto repleto de hortalizas que soportaba sobre las espaldas, apareció un anciano tan encorvado que sus blancas barbas casi rozaban las rodillas. Una correa de tela en las sienes hacía más llevadero el transporte del cargamento. Al interrogarle sobre el paradero de la Señora se detuvo unos instantes. Y sin alzar la vista, con el rostro pegado al suelo y malhumorado por la inoportuna detención, preguntó a su vez:
—¿María?…, ¿cuál de ellas?
La observación, correctísima, me dejó perplejo. En Nazaret, y en todo Israel, el nombre de María era común. Al referirme a Jesús, su hijo, el campesino, como si dialogara con las piedras del camino, insistió con crecida impaciencia:
—¿Jesús?…, ¿cuál de ellos?
Atónito, necesité unos segundos para encontrar el término adecuado:
—… El Maestro…, el Resucitado.
—Aquí, hijo mío —se burló el galileo mirándome las sandalias—, el único que resucita es el sol… Pero supongo que te refieres a ese loco…, el de María, «la de las palomas». No tiene pérdida. Otros locos como él entorpecen el camino ahí abajo…, a veinte pasos.
Debí sospecharlo. En Nazaret no todos habían entendido al Maestro. Para muchos, la revolucionaria filosofía de hermandad entre los hombres —hijos de un Dios-Padre— y, sobre todo, la crucifixión, destino inexorable de asesinos, blasfemos y maleantes, habían manchado el buen nombre de la aldea. Semejante estado de cosas —ignorado también por los textos evangélicos— no me escandalizó. Bastaba con mirar a los íntimos, a los familiares y a la propia madre del rabí. ¿Quién de ellos tenía las ideas claras respecto al especialísimo mensaje de Jesús? Así, ¿por qué extrañarse de la negativa reacción de unos convecinos que le habían visto crecer? ¿O es que alguna vez hubo profeta en su tierra?
Uno de los datos deslizados en la conversación con el viejo resultó nuevo para mí. En Nazaret, María recibía un sobrenombre: «la de las palomas». Pronto averiguaría por qué.
Al salir de la embocadura, la «calle» se ensanchó hasta los cuatro metros. Allí, en efecto, se concentraba una treintena de individuos, sentados en la rampa de tierra, en pie o recostados perezosamente contra los muros que cerraban la calzada. En su mayoría, mujeres movidas por la novedad, ancianos desocupados y niños lloriqueantes y distraídos. Los adultos tenían la atención puesta en una de las esquinas de la vivienda de mi izquierda. Al aproximarme descubrí al Zebedeo, acomodado en los primeros peldaños de la escalera exterior que conducía al terrado. En una encendida alocución narraba a los boquiabiertos vecinos las recientes apariciones del Maestro en Jerusalén. Si me fiaba de la incredulidad pintada en los rostros de los más viejos, el discurso no parecía discurrir por buen camino…
En lo alto, a unos cuatro metros, sobre el antepecho que cerraba la azotea aleteaban, picoteaban la piedra y se removían inquietas seis o siete palomas duendas y silvestres, de plumaje apizarrado y cuellos verde bronce. Mi corazón se agitó. Aquella casa tenía que ser el hogar de la Señora…
Como el resto de la aldea, los muros de piedra, escrupulosamente encalados, carecían de ventanas. Sólo una puerta, más bien baja, abría los sesenta centímetros de espesor de la fachada. En una primera estimación deduje que el lugar en el que supuestamente había habitado el Hijo del Hombre se alzaba a cosa de ochenta metros de las «puertas» de Nazaret. Es decir, en el barrio bajo: el más antiguo y descuidado. Y me dispuse para el gran momento.
Confuso, sin saber qué partido tomar, observé a los que escuchaban. María no se hallaba entre ellos. Las mujeres que le habían acompañado desde la fuente sí permanecían sentadas muy cerca de la puerta.
¿Qué debía hacer? ¿Entraba? ¿Aguardaba a que Juan concluyera? La situación resultaba comprometida. Dadas las tensas relaciones no podía esperar demasiadas facilidades por parte del «hijo del trueno». Así que, aun a riesgo de cometer una nueva torpeza, opté por penetrar en la casa. Y silenciosa y cautelosamente, pegado al muro y procurando no desviar la atención de los allí congregados, fui ganando los pocos metros que me separaban de la jamba derecha. Es posible que el Zebedeo, desde la esquina y entusiasmado con la proclama, no llegara a verme. Me descalcé y doblando mi humanidad asomé la cabeza, entonando un tímido «la paz sea con los de esta casa». Sinceramente, no distinguí gran cosa. Una voz familiar me reclamó desde la penumbra. Volví a dudar. Pero la Señora, que sabía de mi timidez, insistió con seguridad.
Y mis pies salvaron el alto peldaño de piedra de la puerta, posándose sobre la cálida sequedad de una estera. En el centro de la estancia, medianamente clareada por la luz del exterior, se agrupaban varias personas, sentadas en las alfombras de paja que cubrían el piso. Necesité unos segundos para recomponer las siluetas. Aquella servidumbre de las casas judías —su perpetua tenebrosidad— fue algo a lo que no logré hacerme. María, percatándose de mi «ceguera», acudió presta a uno de los rincones. Atrapó una brasa del hogar que chisporroteaba en el ángulo izquierdo (tomaré siempre como punto de referencia la puerta de entrada), prendiendo un par de lucernas. La nueva luz vino en mi auxilio. Y este aturdido y nervioso explorador pudo contemplar, por primera vez, lo que, en efecto, había sido comedor, dormitorio y sala principal del hogar del Maestro desde su más lejana infancia.
María cruzó sonriente ante mí. Y tras colgar una de las lámparas en el muro de la derecha, se unió a los dos hombres y a las tres mujeres que le acompañaban, depositando el segundo candil sobre una mesa de piedra de un metro de diámetro y veinte centímetros de altura que, a primera vista, me recordó una muela de molino. De entre los presentes sólo reconocí a Santiago, el segundo hijo de María. Los demás, también jóvenes, parecían parientes. Prudentemente continué de pie, en silencio, respetuoso con la conversación que llevaban entre manos. Al parecer —manifestó el hombre que se sentaba al lado de Santiago—, el ambiente en Nazaret se había enrarecido. No era lugar seguro para los simpatizantes y parientes del Maestro y, mucho menos, para la madre del Resucitado.
¡Torpe de mí! Excitado ante la quizá irrepetible oportunidad de contemplar el hogar del Galileo apenas presté atención a la premonitoria información del desconocido: un judío, íntimo de Jesús, que vendría a proporcionarme interesantes y muy secretas páginas sobre aquellos lejanos años de la adolescencia y de la juventud. Y durante algunos minutos, ajeno a la trama de la charla, me enfrasqué en una minuciosa inspección de cuanto me rodeaba.
De no haber sido por lo que representaba, la sala en cuestión hubiera pasado desapercibida. Su distribución, escasos enseres, iluminación, todo era similar a lo ya visto en otras humildes viviendas de Palestina. De acuerdo con la costumbre en los pueblos agrícolas, la pieza —de unos cuatro metros de lado— aparecía repartida en dos zonas bien diferenciadas. En la mitad izquierda, el nivel del suelo se hallaba elevado algo más de ochenta centímetros, formando una plataforma de obra. Esta elevación, como digo, ocupaba la mitad del habitáculo y era destinada a cocina y dormitorio. En su ángulo izquierdo, el albañil —muy probablemente el fallecido José— se había esmerado en la construcción de un fogón de ladrillo refractario de unos cuarenta centímetros de altura que cerraba la mencionada esquina. Los «fuegos» consistían en una plancha de hierro triangular, sólidamente empotrada en los muros, que descansaba sobre el cierre de fábrica. La leña era introducida y avivada por una abertura estrecha y rectangular practicada al pie de la pared de ladrillo. En invierno, la chapa de metal al rojo aliviaba los rigores del frío. Los humos eran expulsados mediante una chimenea, triangular como el fogón, que subía por la confluencia de las paredes, perforando el techo. Teniendo en cuenta que en la mayoría de los modestos hogares judíos los gases y humos resultantes de la combustión escapaban por donde podían, el tiro de la casa de María sí podía estimarse como un lujo.
En el extremo opuesto descansaba una arca de madera en la que, también según la costumbre, solía guardarse la ropa e, incluso, las provisiones. En esa misma pared, a media altura, se alineaban cuatro nichos de fondos redondeados por la cal, repletos de vasijas, ánforas, platos de arcilla y madera y otros útiles de cocina. Y en el muro lateral —entre el fogón y el arcón— colgaban los edredones que servían de cama. En general, a la hora de dormir, los ocupantes de estas casas se tumbaban con los pies en dirección al fuego. Ello explica la cita del evangelista Lucas. Levantarse en plena noche, molestando y pisoteando a la familia no era grato. En cuanto al porqué de la plataforma, la razón era básicamente sanitaria. El nivel inferior solía habilitarse para los animales: cabras, gallinas, asnos, vacas, etc. Era lógico, por tanto, que la mayoría de los campesinos eligiera dormir, cocinar y alimentarse «a cierta distancia» del siempre sucio y maloliente ganado.
Al acomodarme a la penumbra las observaciones se afilaron. Las paredes, todas, se hallaban revocadas con yeso y pulcramente blanqueadas. Cuatro escalones, en el centro de la plataforma, aliviaban el acceso en una y otra dirección.
En el tabique que cerraba la estancia por mi derecha, muy próximo a la puerta principal se abría otro hueco, sin hoja, que conducía, al parecer, a una segunda sala. Pero las tinieblas en dicho lugar eran tan cerradas que no pude apreciar un solo detalle.
Al fondo del muro, en la esquina derecha, se apretaban tres ánforas de piedra. Una de ellas, de grueso vientre, sólidamente anclada en el pavimento y cubierta con una tapa de madera, había protagonizado una célebre historia…
La techumbre no podía ser más rudimentaria. Gruesas y calafateadas vigas de sicomoro (resistente a los gusanos) volaban del muro de la fachada al opuesto, entrecruzándose en ángulo recto con un maderamen más liviano. Sobre esta base se habían dispuesto capas alternas de hojarasca, tierra y arcilla apisonada. En una de mis visitas al terrado pude examinar el rodillo de piedra de sesenta centímetros que servía para afirmar la superficie después de las lluvias. Durante los inviernos, la fragilidad de los tejados castigaba a los moradores a un ingrato y malsano goteo de agua y tierra. El hogar de Jesús, a pesar de las expertas manos de su padre terrenal, contratista de obras, no se vio libre de semejante condena.
—Jasón, amigo, acomódate. Y por favor, cálzate. Estas alfombras no son un lujo.
La acogedora invitación de la Señora vino a sacarme de tan prosaicos cálculos y cavilaciones. Y como uno más fui a integrarme en torno a la mesa de piedra. Una muela, efectivamente, mudo testigo de otro acontecimiento histórico: la famosa «anunciación» del ángel a María.
Digamos que, a su manera, Santiago —con quien había sostenido ya largas conversaciones— me presentó al hombre y a las tres mujeres que compartían el animado parlamento. Los rostros de dos de ellas me resultaron familiares. Sin embargo, aturdido por el sinfín de personas que, directa o indirectamente, había tenido ocasión de conocer durante el primer y segundo «saltos», no terminé de identificarlas hasta que el ahora hijo mayor de María se refirió a ellas como «sus hermanas». Dos, en efecto, lo eran: Miriam y Ruth. La tercera —Esta—, a quien conocí en aquellos momentos, era la esposa de Santiago. Miriam, que lucía los mismos rasgos angulosos y los ojos verde hierba de su madre, había nacido la noche del 11 de julio del año «menos dos». Se hallaba casada con el enigmático hombre que me observaba en silencio: un tal Jacobo, vestido con el tradicional tsitsit de amplias franjas verticales rojas y negras. Su aspecto celta, en especial los limpios ojos azules, me llamaron la atención desde un primer momento. No dejaba de mirarme. Al principio con un fondo de recelo. Después, al oír de labios de su cuñado «mi elogioso proceder en las amargas horas de la crucifixión», con gratitud. Aquel personaje, como tantos otros, tenía mucho que decir respecto a los «años ocultos» del Maestro. Hijo de un albañil asociado con José había nacido en la casa contigua a la de María. Creció y se educó al mismo tiempo que Jesús, compartiendo juegos, estudios, problemas y, lo que era más atractivo para este explorador, sus más íntimos pensamientos e inquietudes. Jacobo, ligeramente mayor que Jesús, había sido su amigo íntimo. Al menos durante buena parte de los veintiséis años que residió en Nazaret. Sus revelaciones, como es fácil imaginar, resultarían decisivas para quien esto escribe.
Ruth, que junto con Miriam y la Señora había formado parte del grupo de mujeres que se desplazó a Jerusalén en las jornadas de la pasión y muerte, era la pequeña de la familia. Hija póstuma, había llegado al mundo en la noche del miércoles, 13 de marzo del año nueve de nuestra era. Tenía, por tanto, veintiún años recién cumplidos. Podría decirse que, tanto por su carácter como por el rojo de sus cabellos, constituía una atractiva excepción entre los ocho hermanos. Tímida, de una extremada sensibilidad y dulzura, había sido la mimada de la casa. No podemos olvidar que apareció en el hogar de Nazaret recién fallecido José y cuando el primogénito contaba quince años de edad. De su padre había heredado una profunda y reflexiva mirada. De María, su espontánea humanidad. Su hermano mayor, con el paso de los años, había sabido dulcificar su natural nerviosismo. Me atrevería a escribir que aquella pelirroja de nariz aguileña y cutis transparente, emborronado de pecas, fue una de las personas que más intensamente amó a Jesús y que más padeció con su muerte.
Percibí una extraña mirada, muy intensa. Y Ruth me sonrió levemente. Entonces exclamó:
—¿Jasón, el griego?
Asentí sorprendido. ¿Cómo sabía? ¡Pobre necio!
Ruth bajó los ojos. En esos momentos no comprendí… Y seguí con lo mío.
Incómodo por las alabanzas de Santiago —hombre poco inclinado al elogio gratuito—, sosteniendo la mirada de Jacobo, hice retroceder la conversación al punto álgido: los temores de la familia ante la división suscitada en la aldea a raíz de la ejecución de Jesús. Siempre imaginé que la tradicional liberalidad de los galileos no se vería empañada por los violentos sucesos protagonizados por el rabí y su grupo. Imaginé mal. El problema de fondo no residía en compartir o rechazar las enseñanzas de Jesús. Muchos de los vecinos respetaban el estilo del Maestro e, incluso, se habían sentido orgullosos de sus prodigios y de su fama. Pero, entre aquellas gentes las había también envidiosas y rencorosas. Desde antiguo, como narraré en breve, estos grupos minoritarios de Nazaret se habían manifestado abiertamente en contra del «rebelde y engreído hijo de José». Y con el discurrir de los años, a causa de muy determinados sucesos, estos individuos terminarían por intoxicar el clima del poblado, forzando al Galileo a precipitar su salida del mismo. La denigrante ejecución parecía haber dado la razón a los intrigantes. Y envalentonados, amén de ensuciar el nombre de Jesús, se habían dado buena prisa en repudiar a cuantos pudieran defender «la nefasta imagen del loco carpintero». La nobleza de espíritu de gentes como Jacobo, solicitando paz y tolerancia, sirvió de poco. El sacerdote que presidía el reducido consejo de gobierno de la aldea y las funciones religiosas, erigido en bandera y cabeza visible de los enemigos del rabí, supo alimentar la discordia hasta límites insospechados. Muy pronto tendría ocasión de comprobarlo. Curiosamente, el tal Ismael, de la casta de los saduceos, había sido uno de los maestros del joven Jesús. Su animosidad hacia el Hijo del Hombre —cosa que pocos recordaban— nacía de los tiempos de la escuela, cuando el inconformista primogénito cometió el «sacrilegio» de dibujarle en el pavimento de la sinagoga. De esto hacía ya más de veinte años… La anécdota quizá se hubiera borrado del mezquino corazón del sacerdote, de no haber sido por otros acontecimientos protagonizados igualmente por Jesús y que hirieron el patriotismo de Ismael. Pero lo que soltó los perros de su furia fueron las continuas noticias que describían al antiguo discípulo como «enemigo irreconciliable de sus hermanos en la religión, en la codicia y en la corrupción: fariseos, escribas y saduceos». La «desvergüenza» de Jesús, que se había atrevido a calificarlos de «víboras y sepulcros blanqueados», unida a su absurda teología sobre la «resurrección tras la muerte», arrastraron al caduco saduceo[47] a una ciénaga de odio en la que caerían otros resentidos y mediocres.
Éste, a grandes pinceladas, fue el cuadro que encontró María a su regreso a Nazaret. Un panorama —no me cansaré de repetirlo— del que no se habla en los evangelios y que, sin embargo, fue el detonante que obligó a la madre de Jesús a «autodesterrarse» a orillas del lago, en Saidan.
Todo hay que decirlo. En los primeros escarceos de la conversación, tanto la Señora como Santiago discutieron el parecer de Jacobo, acusándole de «alarmista». María, al menos en aquella radiante mañana del martes, 25 de abril, no contemplaba la idea de abandonar Nazaret. Allí habían sido sepultados José, su esposo, y Amós, el hijo fallecido prematuramente. Allí había sido feliz. Allí estaban sus raíces, su gente, sus palomas…
La vi negar y minimizar las prudentes advertencias de su yerno y de Miriam. Y tozuda como una mula se alzó varias veces, mostrándonos la humilde estancia y recordando a los presentes que «aquel lugar había sido bendecido por el ángel de Dios».
Y en ello estábamos cuando, de improviso, el lejano y prácticamente olvidado parlamento del Zebedeo fue a transformarse en un entrecortado y confuso vocerío. Santiago y Jacobo se miraron alarmados. Ruth y Esta palidecieron, aferrándose al unísono a los brazos de María. La Señora, fría y resuelta, hizo un gesto a su hija Miriam, indicando que se asomara. Y la joven, valiente como su madre, se apresuró a obedecer. Jacobo la dejó llegar a la puerta pero, al oír algunas secas y dolorosas imprecaciones contra su fallecido amigo, saltó como un leopardo, arrastrando en su cólera a Santiago. Y obligando a su esposa a entrar en la habitación se recortó a un palmo de la entrada, hombro con hombro con su cuñado. Despacio y cautelosamente fui tras ellos, asomándome al exterior. Lo que vi y escuché fue un galimatías de improperios y amenazas entre dos grupos. A nuestra izquierda, arropando a un Juan Zebedeo en pie sobre la escalera y fuera de sí, gritaba una decena de vecinos, mujeres en su mayoría, insultando a la veintena restante. Estos últimos, que no iban a la zaga en lo que a maldiciones se refiere, blandían sus bastones en el aire, escupiendo sobre la pequeña franja de tierra que los separaba. Unos y otros, en un vano empeño de aplastar las voces de los contrarios a base de elevar el tono y la corrosión de los insultos, se acusaban de «malnacidos, esclavos de un borracho saduceo, amigos de un carpintero al servicio de Roma, traidores a la ley y visionarios», entre otras lindezas…
Quizá lo más triste de aquella —de momento— batalla dialéctica fue asistir a la total descomposición de la lámina del Zebedeo. No podía creer lo que estaba presenciando. Juan, histérico, con los ojos desencajados, levantó los brazos al cielo y berreando como un poseso «exigió de la justicia divina que arrasara aquel impío pueblo con el azufre y el fuego que abatió a Sodoma». Y lo que no habían conseguido las sensatas y reiteradas peticiones de paz por parte de Jacobo y de Santiago lo alcanzó aquella loca invocación. Las gargantas, todas, se apagaron, como fulminadas. Santiago y su compañero, conscientes de los gravísimos efectos que podía acarrear tan insensata provocación, se abrieron paso entre los silenciosos y perplejos vecinos. Y sin el menor miramiento echaron mano de la túnica del enloquecido Zebedeo, arrastrándole hasta la puerta de la casa. Una vez allí, Santiago, con el semblante descompuesto, se limitó a empujarle, introduciéndole en la penumbra de la estancia. Y al punto, desenvainando la espada, fue a clavarla a sus pies, clamando en los siguientes términos:
—Os ruego que disculpéis la ira de nuestro amigo… No fue ése el espíritu de mi Hermano y Maestro… Pero también os aviso: ésta es nuestra tierra… —Y señalando el gladius que cimbreaba plateado añadió con firmeza—: …Y si es menester, nos defenderemos de los reptiles que anidan en Nazaret.
El espeso silencio fue roto por el súbito lloriquear de algunos de los niños. Y las madres, asustadas ante el feo desenlace de aquel encuentro, se apresuraron a tomarlos en brazos. Pero el desafortunado lenguaje del «hijo del trueno», que volvía por sus fueros a la hora de castigar a sus enemigos, despertaría agazapados rencores. Cuando los ánimos parecían más sosegados, alguien, a empellones, se abrió paso entre la apretada vecindad, encarándose altivo y desafiante a los dos hombres que representaban y simbolizaban a la familia de Jesús. Lejos de reaccionar ante sus empujones, los allí reunidos, al verle, retrocedieron con temor. Y la mayoría inclinó la cabeza en señal de respeto y obediencia. Sólo Santiago y Jacobo se mantuvieron firmes y en guardia. Los acastañados ojos del primero recorrieron la figura del viejo sin poder reprimir un rictus de repugnancia. El «notable», a quien creí identificar por sus vestiduras sacerdotales —túnica blanca de lino apretada a la cintura por tres vueltas de faja y un gorro cónico, de idéntico tejido y color— y por lo avanzado de su edad, replicó con un mudo desdén a la significativa mirada del hermano del rabí. Y fue más allá que Santiago. Inclinando la cabeza escupió sobre la espada que les separaba, proclamando con voz aguardentosa:
—Y dice Isaías: «La víbora y la serpiente…, si los apretaren, saldrán víboras».
Quedé tan confuso como mis dos acompañantes. La cita del libro profético (59, 5) parecía sugerir que la espada —semienterrada en la arena— acabaría transformándose en una víbora. En otras palabras: que el odio y la maldad, debidamente incubados, sólo engendran odio y maldad…
Pero Santiago, buen conocedor de las Escrituras, en las que profundizó gracias a su Hermano, vino a replicar con los versículos inmediatamente siguientes a los referidos por el torcido Ismael, el saduceo:
—Y tú, corrompido entre los corruptos, ¿te atreves a hablar así? Oye ahora lo que dice Isaías: «… Camino de paz no conocen, y derecho no hay en sus pasos. Tuercen sus caminos para provecho propio… Por eso se alejó de nosotros el derecho».
Algunas risitas de complicidad y aprobación, a espaldas del sacerdote, sólo contribuyeron a empeorar las cosas. El jefe del consejo se mordió los labios, acusando el certero golpe. Al suponer que me hallaba ante el viejo profesor de Jesús una excitante curiosidad se apoderó de mi ya revuelto ánimo. Unos inconfundibles signos externos le delataban como cirrótico: una ginecomastia o anormal volumen de sus mamas, que oscilaban bajo la túnica a cada movimiento o respiración agitada; una fuerte demacración o consunción muscular; el enrojecimiento o eritema palmar; la casi total calvicie y una ascitis o acumulación de líquido en la cavidad abdominal. Pero, sobre todo, el «sello» de su más que probable enfermedad hepática crónica aparecía en los nevos «en araña» dibujados en manos y mejillas (vasos dilatados que se disponen en forma radial, como las patas de los arácnidos).
Y lanzando un hedor hepático sobre el rostro de Santiago vociferó, al tiempo que hacía retroceder el brazo izquierdo, apuntando a las gentes allí congregadas:
—… Nazaret jamás fue cuna de reptiles. Tú y los tuyos, con ese Jesús a la cabeza, sí habéis traído la inquietud y la división… Uno ya ha sido castigado. Ahora os toca a vosotros, impíos, que no sabéis desnudar vuestros hombros[48] y que, vencidos y humillados, habéis sido capaces de propalar la mentira de la resurrección de ese carpintero que se creyó el hijo del Divino, bendito sea su nombre…
Jacobo, menos templado que su cuñado, hizo ademán de inclinarse para desenterrar el gladius y castigar las duras palabras del saduceo. Pero Santiago, irradiando parte de la serenidad que tanto admiré en el Maestro, sin dejar de sostener la mirada de Ismael, interpuso su brazo derecho entre la espada y su amigo-hermano, renunciando así a toda violencia. Instintivamente, algunos de los vecinos se echaron atrás. Y antes de que Santiago acertara a replicar la maledicencia del sacerdote, éste, ensoberbecido, le desafió con una pregunta que sólo podía conducir a la catástrofe:
—¿O es que te atreves a negarlo?… Dinos: ¿reconoces en Jesús al Hijo del Dios vivo?
Por un instante creí que Santiago renunciaba. Sus largos cabellos destellaron levemente. Pero aquel lento y majestuoso giro de su cabeza a derecha e izquierda no significaba rendición. Se limitó a observar a los expectantes vecinos. Y con voz grave, alto y fuerte para que todos pudieran oírle, sentenció:
—Tú lo has dicho. Le reconozco como tal.
Y estupefacto asistí a una familiar y no muy lejana escena. Ismael retrocedió un par de pasos y convulso y babeante, con una teatralidad muy propia de aquel sacerdocio hipócrita, se volvió hacia la vecindad. Levantó los brazos. Cerró los puños y, en tono cansino, falsamente agotado por el peso de lo que acababa de oír, gimió:
—Todos sois testigos… ¡Ha blasfemado!… ¡Reo es de muerte!…
Un presentimiento —todo parecía repetirse absurdamente— me hizo reaccionar a gran velocidad. Extraje los «crótalos» y, pegado al muro, los ajusté a los ojos, preparándome así para una hipotética defensa personal. Y los dedos se deslizaron hacia el dispositivo que activaba los ultrasonidos[49]. Esta vez la fortuna fue mi aliada…
Los colores —que no los sentimientos— «interpretados» por mi cerebro cambiaron drásticamente. Los blancos, en especial la túnica del saduceo, estallaron en un plata fulgurante, mientras las franjas rojas de los mantos cambiaban a un negro fantasmal. Y los verdes de las flores y enredaderas próximas se unieron al dramatismo del momento, sangrando en rojo y naranja.
Un bronco griterío rubricó la sentencia de Ismael. Santiago, precavido, recuperó la espada y su cuñado, destilando un sudor azul verdoso, consecuencia del miedo, retrocedió hasta el umbral de la puerta. Hice bien en prepararme. Y girando sobre los talones, el sacerdote nos dio nuevamente la cara. Congestionado por la ira, las manchas en forma de «araña» de su rostro temblaron en un negro diabólico. La suerte parecía echada. Y tal y como imaginaba, de acuerdo a la costumbre, sus crispadas manos hicieron presa en el lino de la túnica, rasgándola con un seco y poderoso tirón. Y la caverna verdosa de la boca se abrió como un espanto, chillando como una comadreja:
—¡Muerte!
Algunos de los ancianos y mujeres, aterrorizados, escaparon calle abajo. Pero la veintena de fanatizados vecinos, aullando como lobos, se dobló a un tiempo sobre el terreno, a la búsqueda de piedras. Ismael, sin dejar de entonar su sentencia, se mezcló con el grupo, topando con unos y con otros en la embarullada recogida de rocas. Y sin más, en uno de los más violentos ataques que jamás hubiera llegado a imaginar, una lluvia de piedras, arrojadas desde cuatro, ocho y diez metros, comenzó a golpear los cuerpos de Jacobo y de Santiago, así como el muro de la casa y, por supuesto, a quien esto escribe. Y la palabra «muerte», coreada por los jadeantes energúmenos, se mezcló con el ruido de los impactos sobre la fachada y los irremediables gemidos de dolor de los dos hombres. La crítica situación apenas se prolongaría treinta segundos. El hermano de Jesús, protegiéndose la cabeza con los brazos, ordenó a su cuñado que entrara en la casa. Acto seguido, de un salto, él mismo desapareció de la escena. Y ante mi desolación, la cenicienta puerta fue cerrada y atrancada. Y durante breves instantes, las piedras siguieron cayendo sobre la hoja, acumulándose negras en el umbral. Dios quiso que este asustado explorador supiera y pudiera reaccionar a tiempo. Y el odio de aquella partida se volvió hacia mí. Y sin saber, sin preguntar, unos rostros y manos verdiazules reclamaron mi vida. En realidad, yo era «uno de ellos». Así lo interpretaron y, consecuentemente, la fallida lapidación —más violenta si cabe— me tomó como víctima propiciatoria.
Pero antes de que acertaran a inclinarse de nuevo sobre la calzada, una primera descarga de 21 000 Herz entraba en la calva color bronce del saduceo, alterando su aparato «vestibular». En centésimas de segundo, el oído interno sufrió la invasión de los ultrasonidos, bloqueando el conducto semicircular membranoso, con la fulminante pérdida de la posición de la cabeza y del cuerpo en el espacio[50]. Y con los ojos desorbitados y la lengua colgando se desplomó redondo. La inmovilización estaba garantizada durante algunos minutos. El inesperado derrumbamiento del sacerdote provocó un silencio sepulcral. Y aprovechando la ventaja de la confusión pulsé de nuevo el clavo. Y otro «hilo» infrarrojo penetró implacable en la frente de uno de los ancianos que se había apresurado a auxiliar a Ismael. El segundo desmayo fue decisivo. La tropa, descompuesta, soltó las piedras y, movida por un pánico supersticioso, dirigió los rostros al azul marino del cielo. Y recordé la maldición del Zebedeo. Y en un ayear vergonzoso, atropellándose mutuamente, desaparecieron entre los patios y callejones colindantes. Afortunadamente, ninguno de los esbirros me asoció con el desplome del saduceo y de su compinche. Entre los comadreos que pude escuchar en las intensas horas y jornadas siguientes, algunos, a media voz, atribuían el «mal» que les había «dejado sin pálpito» a una manifestación de la «cólera divina». Otros, en cambio, se burlaban de los atemorizados testigos, recordando que aquélla no era la primera vez que Ismael perdía el sentido…, «a causa del vino de palma». Los más se encogían de hombros, convencidos de la ineptitud y de la falta de valor de los atacantes. Lo cierto es que el incidente marcaría el destino de la familia de Jesús. En especial, el de la Señora. Ni unos ni otros estaban dispuestos a perdonar…
Y en la solitaria calle planeó un silencio agrio, mal barruntador, apenas incomodado por el retorno a la azotea de las asustadizas palomas. Y con los yacentes cuerpos a mi espalda me situé frente a la puerta. Antes de llamar me pregunté qué debía hacer o responder ante los presumibles y lógicos interrogantes de los moradores. Quizá había llegado el momento de abrir mi atormentado espíritu —aunque sólo fuera mínimamente— y sofocar así los recelos de María. El cielo tenía la palabra. Y presa de la vanidad —no pude remediarlo— me sentí orgulloso del «trabajo» con los ultrasonidos.
No tuve que golpear la hoja. El repentino y anormal silencio no había pasado desapercibido en la vivienda. Y un susurro cayó desde el terrado. Al levantar los ojos distinguí la cabeza de Jacobo, escondida entre las palomas. Me pidió que aguardase. Y la incertidumbre, como un cuervo, fue a posarse sobre mi corazón. «¿Cuánto tiempo llevaba el amigo de Jesús en la azotea? ¿Había presenciado el desplome de los viejos?». Y con la zozobra navegando en mi mente percibí el nervioso desatranque de la madera. Y la hoja se abrió cuatro dedos. Y unos ojos llorosos —los de Ruth— parpadearon, heridos por la claridad.
Me colé raudo en la estancia, al tiempo que las hijas de la Señora se precipitaban sobre la puerta, apuntalándola con una tranca.
Y acurrucada junto a la mesa de piedra, arrasada en llanto, descubrí a una María nueva para mí. Y antes de que acertara a mover un músculo, aquella mujer, derrotada por la angustia y el miedo, se lanzó en mis brazos, estrechándome entre sollozos y temblores. Y emocionado sólo supe corresponder a su infortunio acariciando los fragantes y sedosos cabellos negros.
El destello de una espada en la oscuridad de la sala contigua me puso en guardia. Respiré aliviado al identificar a su portador. Santiago, con las facciones endurecidas, avanzó hacia nosotros. Al reconocerme devolvió el gladius a la faja. Detrás, procedente también de la misteriosa estancia, se presentó el Zebedeo. Le observé sin disimulo. La espada temblaba en su mano izquierda. Sudaba copiosamente y, con la mirada perdida, parecía hablar consigo mismo. Experimenté la necesidad de auxiliarle. Con toda probabilidad era víctima de un shock. Aparté cariñosamente a María pero, cuando me disponía a llegar hasta el impulsivo y malparado «hijo del trueno», el ahora «cabeza de familia» se interpuso y, colocando las manos sobre mis hombros, me suplicó perdón. Me estremecí al recordar aquel gesto… Era uno de los hábitos del Maestro. Pero Santiago no pudo percibir mi emoción. Y negando con la cabeza resté importancia a lo ocurrido. Acto seguido formuló una pregunta que, en buena medida, me tranquilizó:
—¿Qué ha ocurrido ahí afuera?
Eso significaba que Jacobo, ahora vigilante en el terrado, no había sido testigo del último suceso.
Improvisé una respuesta, cumpliendo —en parte— con la verdad.
—Sin causa aparente —manifesté—, dos de los individuos han caído como muertos…
—Pero…
Las dudas de Santiago murieron en la penumbra. El Zebedeo no le permitió terminar. Adelantándose, sin dejar de blandir la espada, comenzó a reír nerviosamente, balbuceando un monocorde «Dios es justo». Santiago, sin inmutarse ante el ataque de histeria de Juan, hizo una señal a su madre. Y María, tragándose las lágrimas, se dirigió al rincón de las ánforas.
—Dios es justo…
El signo de complicidad me hizo pensar que aquella psiconeurosis, con pérdida del control sobre los actos y emociones, no era una novedad para el grupo.
Y en un momento de descuido, el hermano del Maestro hizo presa en la mano que empuñaba el arma. Y con una delicada pero decidida contundencia le arrebató el afilado hierro. El discípulo, ajeno a lo que le rodeaba, no opuso resistencia. Y con los ojos vidriosos cambió de la risa al llanto. Y clavándose de rodillas sobre las esteras prosiguió con su obsesiva retahíla:
—Dios es justo y ha humillado al impuro… Dios es justo.
Auxiliada por Ruth, la Señora abrió la boca del Zebedeo, obligándole a ingerir un vino negro y espeso.
La irrupción de Jacobo, anunciando que la calle continuaba despejada, aceleró los planes de Santiago. Y encomendando a su cuñado la custodia de los suyos obligó a Juan a incorporarse. Y tomándole por un brazo cargó con él, desapareciendo en la negrura de la pieza contigua. Esta, su mujer, con una templanza admirable, besó a María, susurrándole que regresarían de inmediato. Poco después averiguaría que, en previsión de males mayores, la familia había optado por esconder al Zebedeo en la casa de Santiago, al oeste de la aldea, muy próxima al taller del fallecido alfarero.
Y Jacobo, depositando en mí su confianza, anunció que retornaba al terrado, advirtiendo que, bajo ningún concepto, franqueáramos la puerta. Las mujeres asintieron, arropando a su madre. Y en un gesto de hospitalidad —no sé si tratando de compensarme por el involuntario descuido de sus hijos al dejarme a merced de los vecinos—, María, secas las mejillas y controlado el temple, me rogó que tuviera a bien tomar posesión de su humilde casa. Le sonreí, honrado por lo que aquella invitación significaba para mí y feliz por su pronta recuperación. Y de buen grado acepté el tazón de vino que la temblorosa y doliente Ruth tuvo a bien ofrecerme.
No sé por qué lo hice. Pero, dejándome llevar por un íntimo sentimiento, acaricié las largas y finas manos de la muchacha, expresándole con una firmeza impropia de este siempre vacilante pecador:
—No temas. Yo os protegeré…, hasta el regreso de tu hermano.
Ahora lo sé. Yo seguía enamorado de Ruth. Siempre lo estuve…
Quizá me arrepentí un segundo después. Quizá no. Poco importa. Lo único que recuerdo con claridad es que, olvidando las normas, quien esto escribe hubiera dado su vida por salvaguardar las de aquellas indefensas y atemorizadas mujeres.
Y la Señora, al percibir la sinceridad de mis palabras, me invadió con la mirada. Fue la misma que cruzáramos en la caravana de Murashu. Y supe que había llegado el momento. Y ella, quizá antes que yo, también lo supo. Y con los almendrados ojos verdes fijos en mí ordenó a sus hijas que «vigilaran la puerta de atrás».
—Jasón, amigo —manifestó nada más desaparecer Miriam y Ruth—, eres un hombre extraño. En verdad que ninguno de nosotros acierta a entender tu singular hacer… Además, ¿por qué tengo la sensación de conocerte? ¿Por qué me resultas tan familiar?
La dejé hablar. Su voz gruesa, zancadilleada a ratos por cortos suspiros —lógicos coletazos del reciente llanto—, fue abriendo la escotilla de mis sentimientos. Y así, merced a su intuición, todo fue más fácil.
—… Yo sé que ningún comerciante se comporta como tú.
Sonrió pícaramente, mostrando a la femenina llama que nos separaba aquel marfil alineado y envidiable. Pero yo, con las neuronas en máxima alerta, continué hierático: gélido en mi exterior y ardiendo en lo más profundo.
—… Ningún pagano hace lo que tú. Ningún gentil hubiera arriesgado su vida al pie de la cruz. Sólo Juan, mi querido y a veces infantil Juan, supo tener lo que tiene un hombre…
El lenguaje rudo de María no me escandalizó. Aquella brava mujer, víctima de todo y de todos, en especial de sí misma, manifestaba lo que pensaba. Y la admiré por ello.
—… ¿Crees que no supe del profundo amor de mi hijo por ti?
Esta vez sí repliqué:
—El Maestro —le corregí— ama todo lo creado y lo increado.
Las finas cejas se arquearon levemente, acusando la cariñosa enmienda.
—… ¿Ama, dices? ¿Eres tú de los que creen que no ha muerto?
—Sí ha muerto —añadí, arriesgando el todo por el todo—, pero también es cierto que ha resucitado…, para vosotros y para nosotros.
La Señora, a sus cuarenta y nueve años, conservaba unos reflejos mentales que para mí hubiera querido.
—… ¿No es hora ya, Jasón, que destapes tu corazón? ¿Por qué «vosotros y nosotros»? ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Por qué tengo la seguridad de conocerte de años atrás?
Y suplicándole que aquella conversación fuera guardada en secreto procuré hacerme comprender.
—El Maestro, mi querida y admirada Señora —era la primera vez que la llamaba así—, lo anunció una vez…
Entornó levemente los ojos, tratando de recordar.
—Lo siento —se rindió con una sombra de tristeza—, en aquel tiempo apenas supe de las andanzas de mi Hijo… Yo vivía para otra idea.
—… Jesús lo expresó con claridad —proseguí—. «En el reino de mi Padre hay otras moradas».
Me miró sin comprender.
—Yo y millones de hombres y mujeres como yo pertenecemos a una de esas «moradas»… La realidad que tú observas y tocas no es la única…
—Comprendo —me interrumpió. Y sus labios se entreabrieron, dejando escapar un miedo recién nacido—. Hace treinta y seis años, en esta misma mesa de piedra, justo donde tú te sientas ahora, «alguien» que no era de aquí me habló y anunció que el «Hijo de la Promesa» estaba por llegar…
La comparación no era correcta. Pero la acepté. Y mis ojos sonrieron, aprobando sus palabras.
—Pero, entonces…
Y aquel escondido miedo creció como una columna de humo, afilando sus ojeras.
—… Tú, Jasón, eres un ángel…
Me apresuré a negar, aunque no sé si fui muy convincente:
—… Si «ángel» significa «mensajero»…, puede. El Gabriel al que tú has hecho mención sí es un verdadero ángel. Yo, querida Miriam, no soy digno de proyectar mi sombra sobre él. Estoy aquí para dar testimonio de tu Hijo. Un testimonio que deberán conocer «otros pueblos»… Gentes de un mundo, de una morada muy lejana… Y el Padre, en su infinita bondad, me ha conferido algunos «poderes» (muy pocos) que tú, quizá, has intuido. Y al igual que lo fue el Maestro, yo también debo ser respetuoso con «vosotros». Mi misión es intentar aproximarme a la verdad que rodeó a Jesús…
—¿Por qué? —preguntó con una ingenuidad conmovedora, fruto de su lógica falta de perspectiva histórica. Tengo que insistir en ello. Hoy, los creyentes han deformado la estampa de la Señora. En aquellos momentos, ni ella ni ninguno de los seguidores del Nazareno podían intuir siquiera las «consecuencias» de la encarnación del Maestro—. Tú lo has visto: mi hijo ha terminado como un delincuente… ¿A quién puede interesar su vida y sus palabras? Mañana sólo será recordado por sus amigos.
Guardé unos segundos de premeditado silencio. Saltaba a la vista que la Señora, por mucho que se esforzase, no estaba en condiciones de asumir la grandiosidad y divina trascendencia del Ser que había llevado en su vientre. Ni yo era quien para violar las limitadas fronteras de su inteligencia…
—Sí —repliqué con una seguridad que la desconcertó—, llevas razón…, en parte. Será recordado por sus amigos. Pero esos «amigos» se multiplicarán como las flores en primavera…
Aquel verde hierba de sus ojos, generalmente manso, se agitó como un trigal mecido por el viento. Y el color se instaló de nuevo en su bronceada tez. Y emocionada pidió detalles.
—… No es fácil que lo comprendas, pero yo soy la prueba de cuanto digo. Yo vengo de un «mundo» remoto para ti. Allí, las gentes también han recibido la noticia de un Jesús de Nazaret. Y muchos le han abierto sus corazones. Otros, en cambio, le ignoran o le rechazan. Yo vengo a «saber» para luego «transmitir». Y lo hago para todos, Miriam. Tu Hijo lo sabía…
—¡Oh, Jasón! Entonces, su muerte no será en vano…
Sonreí de nuevo, no sé si complacido o conmovido.
—Permíteme… Su vida no será en vano. La muerte, la de todos, nunca es en vano. —Y alzando entre mis dedos el cuenco de vino añadí—: Observa este licor. Antes fue el fruto de la vid. Así, como Él profetizó, su cuerpo y existencia terrenales han sido triturados para obtener la esencia: su palabra, su mensaje, su amor… Y la fragancia de ese «vino» ha llegado hasta mi lejano «mundo». Pero nuestra «sed» es tan grande, querida Señora, que mis conciudadanos me han «enviado» para transportar el «vino» de su vida y poder degustarlo. Por ello tú y los tuyos debéis ayudar a este «comerciante en vinos»…
Un llanto sereno destelló a la luz de la lucerna. Y María, agradecida, me aceptó desde la lejana proximidad de su noble alma, ahora asomada a unos ojos humedecidos por la felicidad. Y Dios lo sabe: aquel abrazo invisible me compensó para siempre.
—¿Qué debo hacer, mi querido «comerciante en vinos»? —bromeó apartando las lágrimas.
—Déjalo en las manos del Padre… Y guarda mi secreto.
Y la Señora, impulsiva como siempre, se alzó y rodeando la mesa tomó mi cabeza entre sus manos, estampándome un sonoro y prolongado beso en la frente.
—Dios te bendiga, Jasón, aunque no has contestado a mi última pregunta: ¿por qué tengo la certeza de conocerte de años atrás?
Dudó. Y al instante replicó:
—Pero eso es imposible, lo sé… Aquel griego increíble era un anciano. Tú, en cambio…
Aproximadamente las 13 horas. (Entre la sexta y la nona).
Nuestra conversación, que de acuerdo con lo convenido empezaba a discurrir en torno a los supuestos «secretos años» de Jesús en Nazaret, fue interrumpida por un confuso y entrecortado ir y venir de pasos. Parecían provenir de la azotea. María, alarmada, tomó la lámpara de aceite y, decidida, se aproximó a la puerta de entrada. Pegó el oído a la madera pero, al parecer, en el exterior seguía reinando el silencio. Levantó los ojos hacia la techumbre y, al notar que el nervioso tableteo sobre la arcilla se había trasladado a la parte posterior de la casa, se precipitó al oscuro hueco en el que yo no había penetrado aún. Recelosa, se detuvo en el umbral. Volvió la cabeza y, al saber que me hallaba a su espalda, se aventuró tensa y de puntillas en las tinieblas. Procuré no distanciarme, entre otras razones para no perder la esquiva luz que nos abría camino. Aquella segunda pieza, negra como boca de lobo, fue una sorpresa. En sus tres metros de lado dormía empolvado y en desorden todo lo necesario para ejercer la profesión de carpintero… En el muro opuesto a la puerta sin hoja por la que acabábamos de cruzar descansaba un banco de unos ochenta centímetros de altura, apuntalado por dos pies en «v» invertida. Y sobre el grueso madero escuadrado que daba forma a la superficie del mismo, un cepillo de doble asa y un tablón a medio labrar. La Señora, sigilosamente, alcanzó la destartalada puerta situada en la pared que se alzaba enfrente de la fachada. Y aproximó la mejilla izquierda a la sucia hoja. En dicho tabique, como en los restantes, colgaban decenas de herramientas, sujetas por listones de madera: sierras, cinceles, compases de bronce y de madera, cizallas, pinzas, clavos de treinta y cuarenta centímetros, punzones, hojas de hacha, cabezas de martillos (con o sin mango), gubias, cuchillas y varios taladros de arco. El suelo, alfombrado de serrín y de rizadas virutas, crujió reseco bajo las sandalias. Era extraño. Los mangos para azadas, los mayales para caballerías y para la trilla y algunos sencillos arados de poco peso —todo a medio terminar y esparcido por los rincones— sugerían un trabajo bruscamente interrumpido. Pero, a juzgar por las telarañas, esa interrupción tenía que haber acontecido tiempo atrás. Por otra parte, aquel cerrado cuartucho, sin acceso directo a la calle, no encajaba en la fórmula tradicional judía. La mayoría de los talleres de carpintería se concentraban en un lugar o barrio concreto de la aldea o de la ciudad, formando un gremio artesanal e, insisto, siempre abiertos al exterior, al cliente. Por último, si la sala contigua presentaba un aspecto pulcro y ordenado, ¿a qué obedecía aquel lamentable abandono? La Señora, única responsable, tenía sus razones…
El cuchicheo al otro lado del muro se hizo más cercano. Y en un movimiento reflejo me asenté con fuerza sobre el blando pavimento, listo para intervenir. De improviso, alguien empujó la puerta y poco faltó para que el impacto derribara a María. Y la claridad nos cegó a ambos. Y la silueta de un hombre atlético, de envergadura próxima a la de Jesús, con destellos de plata en los largos y canosos cabellos se recortó majestuosa en la luz de la mañana. No quiero ocultarlo. Por un instante me sobresalté. ¿Estaba soñando? ¿Tenía ante mí al Resucitado? Y perplejo vi cómo la mujer se arrojaba hacia el desconocido, abrazándole. Respiré aliviado. El supuesto «resucitado» no era otro que Santiago. Detrás, con los semblantes igualmente graves, aparecieron Jacobo y las mujeres.
La puerta del taller fue apuntalada y, con prisas, el hermano del rabí fue a sentarse en el filo de la plataforma de la estancia-dormitorio. Y toda la familia, a excepción del Zebedeo, se sentó sobre las esteras, dispuesta a escucharle. La dudosa estabilidad emocional de Juan había hecho aconsejable que permaneciera recluido en la casa de Santiago y de Esta. En el fondo, él había sido el detonante de la situación.
Al reparar en el siempre equilibrado rostro del ahora hijo mayor de la Señora y descubrir la palidez del miedo comprendí que las cosas habían empeorado. Yo había visto ya ese terror mal contenido. Lo había vivido en el prolongado encierro de los íntimos en el cenáculo de Jerusalén.
Santiago, enroscando su padecer en lo más profundo, procuró disimular. Lo consiguió a medias. Para su madre, aquel distraído acariciarse la barba con la mano izquierda no era buen presagio. Y sin rodeos abordó el problema. Las cosas estaban como estaban y no convenía cerrar los ojos a la dura realidad. Tenían que abandonar la aldea. El intento de lapidación de esa mañana era un peso difícil de llevar. ¿Quién podía pronosticar qué sucedería esa misma noche o al día siguiente?
—… Debemos obrar con prudencia —continuó, dirigiéndose a María—. Con nuestro Hermano y Maestro vivo, el respeto de estas gentes estaba garantizado. Ahora, con su muerte, nos hallamos a merced de los que le odiaron.
Y muy atinadamente recordó a los silenciosos familiares la secreta reunión celebrada por Caifás y sus «ratas» en la noche del domingo, 9 de abril. José, el de Arimatea, miembro del Consejo del Sanedrín, al informarles de la mencionada y urgente asamblea fue muy claro: en vista de la constelación de noticias y rumores que empezaba a circular por la Ciudad Santa acerca de la tumba vacía y de las apariciones del Resucitado, el sumo sacerdote, su suegro, los saduceos, escribas y demás fanáticos que habían propiciado la muerte de Jesús decidieron actuar sin contemplaciones. Y adoptaron dos medidas, especialmente meditadas para el aplastamiento del «desarrapado grupo de galileos que aún creía en el Nazareno».
Por si alguno de los presentes las había olvidado, las recitó al pie de la letra, subrayando algunas de las frases:
—Primera: to-do a-quel que ha-ble o co-men-te (en público o privado) los asuntos del sepulcro o de la resurrección del Maestro se-rá ex-pul-sa-do de las sinagogas.
»Segunda: el que pro-cla-me que ha vis-to o ha-bla-do con el Re-su-ci-ta-do… será condenado… a muer-te.
Las contenidas respiraciones sirvieron para enterrar en los ánimos —hasta la empuñadura— las dos últimas palabras:
—¡A muerte!
Los incontenibles sollozos de Ruth desarmaron los nervios de Miriam, su hermana. Y airada recordó a Santiago y a los suyos que la segunda disposición de las «ratas de Jerusalén» no pudo prosperar y que, según el de Arimatea, no llegó a votarse. Y acto seguido acusó a su hermano de «cobarde». Éste, impasible, comprendiendo la rabia y desolación de Miriam, no abrió la boca, limitándose a peinar la barba con los dedos. Pero Esta, indignada ante las injustas acusaciones de su cuñada y la irritante pasividad de su marido, se puso en pie, acusando a Miriam de irresponsable y egoísta. Jacobo, a su vez, trató de calmar a las exasperadas mujeres. Pero, en el fuego cruzado de los gritos e improperios que habían empezado a lanzarse Miriam y Esta, sólo obtuvo un violento empujón por parte de su airada esposa. Y el llanto de Ruth, más intenso como consecuencia de la confusa y lamentable trifulca familiar, vino a desatar el bravo carácter de la Señora. Era la primera vez, si no recuerdo mal, que la veía alzar la voz. Se plantó entre Miriam y su hija política y con los brazos en jarras ordenó silencio. Jacobo, entristecido, se retiró junto a Santiago. Y Esta, perfecta conocedora del firme temperamento de su suegra, guardó silencio, acudiendo en auxilio de Ruth. Pero Miriam, primaria como su madre, se cebó en la Señora, gritando por encima de los gritos de ésta. Fue una escena triste y comprensible. La hija mayor, fuera de sí, recordó a María que «aquél era su hogar y que ningún malnacido le arrancaría de él». La Señora, por enésima vez, la mandó callar. Pero el furor y la desesperación de la hija se hallaban fuera de control. Así que, agotada la paciencia y en tiendo que como un mal necesario, María, de pronto, le propinó una sonora bofetada. Santo remedio. Miriam acusó el golpe y el incipiente histerismo se esfumó, dando paso a las lágrimas. Y en segundos, sin rencores ni reproches, madre e hija se abrazaron, en una emotiva y mutua petición de perdón.
Santiago, conmovido como los demás, se lanzó hacia ellas, uniéndose en silencio al abrazo. Y Ruth y Esta, arreciando en sus gimoteos —ahora traicionados por esporádicas risas— se precipitaron igualmente sobre el trío. Con un nudo en la garganta desvié la mirada hacia Jacobo. Una solitaria lágrima se deslizaba hacia la barba. Al verse descubierto bajó la cabeza, pero no se movió del borde de la plataforma. Y quien esto escribe, contagiado por el torbellino de besos, caricias y dulces y tranquilizadoras palabras de los cinco, no pudo evitar que sus ojos parpadearan con frenesí, en una pelea a brazo partido con unas lágrimas casi desconocidas para este solitario entre los solitarios. Y apretando las mandíbulas fui a descargar la tensión en la «vara de Moisés». Con tan mala fortuna que, al crispar los dedos sobre el cayado, pulsé involuntariamente el dispositivo del láser de alta energía, que se proyectó a dos cuartas de las sandalias de Jacobo. Y un humillo blanquecino me dio la pista del impacto. Maldiciendo mi torpeza salté hacia el abstraído esposo de Miriam, pisando y ocultando el pequeño círculo de un milímetro escaso de diámetro que había aparecido en la estera. Jacobo, al encontrarse tan inexplicable y violentamente encarado al larguirucho griego, volvió en sí y, mirándome atónito, buscó una razón. La estúpida mueca que leyó en mi rostro le confundió del todo. Creo que reaccioné, sonriendo. Y la necedad, esta vez, se propagó a mis ojos y lengua.
—¡Aleluya! —grité, soltando lo primero que acudió a mi mente.
La expresión de júbilo —un tanto fuera de lugar— enarcó las cejas del cada vez más perplejo judío. Y, cuando, supongo, se disponía a responderme, un hilo de humo y un desabrido tufo a espadaña quemada afloraron traidores bajo el calzado.
Jacobo, sin dejar de mirarme, olfateó confuso. Creí desmayarme. La potencia del láser de gas —capaz de taladrar una plancha de acero de trece milímetros en cuatro segundos— había destrozado aquella zona de la alfombra.
Lívido, retrocedí. ¿Qué podía hacer? Y el bueno de Jacobo, al descubrir a sus pies el humillo y el negro cerco, se apretó contra el muro de obra. Y, alzando los ojos, buscó el origen del fuego en las oscuras vigas de la techumbre. Al no hallarlo giró la cabeza a uno y otro lado con idéntico éxito. Y entreabriendo los labios fue a posar su mirada en la mía, aullando:
—¡Fuego!
Allí concluyó el abrazo familiar. María y el resto se precipitaron sobre la porción de estera que este inútil, en un nuevo y desesperado intento, trataba de sofocar. Y el cielo quiso que, al fin, el chamuscado cediese. No así la peste. Santiago y las mujeres, inclinados alrededor de la quemadura, no terminaban de entender lo sucedido. Pero María, tras un minucioso examen del orificio, me buscó con la mirada. Palidecí. Y del susto y la perplejidad, mi «cómplice» pasó a una radiante paz. No preguntó el porqué. Y guiñándome un ojo sonrió feliz, segura de que mi «poder y presencia» eran la mejor de las protecciones para ella y los suyos. Tampoco repliqué ni me aventuré en excusa o comentario algunos. Era mejor así. Y batiendo palmas reclamó la atención general. Y retomando el hilo de la exposición iniciada por su hijo se expresó en los siguientes términos:
—Os diré algo…
Me eché a temblar. ¿Es que había olvidado nuestro secreto?
—… Es posible que nos hayamos precipitado. Jesús se esforzó en enseñarnos algo que, ahora, llevados por el miedo y la rabia, hemos estado a punto de olvidar: dejemos que se cumpla la voluntad del Padre de los Cielos. —Y tomando el brazo de Santiago, añadió condescendiente—: Es cierto que debemos permanecer alerta, pero, sobre todo, confiemos… El espíritu de mi Hijo, vuestro Hermano, está con nosotros. Él y sus ángeles —y la serena mirada de la mujer se fundió con la mía— nos acompañan y protegen.
Todos, al unísono, aprobaron sus justas palabras. Y de mutuo acuerdo, con el beneplácito del hermano del Maestro, trazaron un sencillo plan: esperarían. Y lo harían en silencio, sin nuevas manifestaciones, ni públicas ni privadas, acerca de la resurrección o de las visiones. Viejos conocedores de la voluble idiosincrasia de la aldea, confiaban en que, a no tardar, las aguas volvieran a su cauce y cada cual pudiera reanudar su vida y su trabajo. Unos y otros, a excepción de Santiago, trataron de convencerse mutuamente de la «bondad y buena ley de sus vecinos». Sólo tenían que ceder y mostrarse prudentes. En modo alguno debían incumplir las medidas adoptadas por el sumo sacerdote y sus secuaces.
Esta postura era lógica y comprensible…, en aquellos momentos. Entre otras razones, porque ignoraban lo que iba a suceder pocas horas después y, en especial, en la mañana del sábado, 29. Exceptuando la aparición a Santiago, en Betania, en la que el Resucitado le comunicó «algo» muy específico y que el hermano no deseaba desvelar, en las restantes «visiones» conocidas, Jesús se había limitado a desear la paz, constatar su nuevo y prodigioso «estado» e impartir una serie de consejos, más o menos abstractos y difusos. A decir verdad, casi nadie en el grupo sabía a qué atenerse. Sólo el fogoso Pedro había hecho un fallido intento de lanzarse a los caminos a proclamar la buena nueva de la resurrección. ¿Quién de los allí reunidos podía sospechar que en un plazo de veintitrés días, durante la tradicional fiesta de Pentecostés, el Maestro volvería a hablarles y que, a partir de entonces, nada sería igual? Pero la información, por el momento, era de mi exclusiva propiedad. Para María y su gente tales acontecimientos no existían. Sólo contaba el presente. Para muchos creyentes de hoy semejante actitud de la mal llamada «sagrada familia» resulta poco creíble o irreverente. En ese caso olvidan que aquellos hombres y mujeres eran, sobre todo, humanos y sujetos a las presiones de una vida que «seguía, a pesar de todo». La historia —no siempre— disfruta de la ventaja que proporciona el tiempo. Lo malo es cuando esa historia no contempla y contabiliza «todo el tiempo». Y aquellos días de finales de abril del año treinta tampoco aparecen en la mediocre historia de los evangelios…
Y volviendo a ese mediodía, recuerdo que, mientras la Señora y los hijos dibujaban ilusionados «sus» planes de paz, el silencioso Santiago, inexplicablemente, se negó a participar en la última fase de las conversaciones. Fue a retirarse al filo de la plataforma y allí permaneció, cabizbajo y atento a los bienintencionados pero utópicos deseos de su familia. No sé razonarlo pero «algo» —¿la intuición quizá?— me gritó que el hermano «sabía lo que estaba a punto de acontecer». ¿Le había avanzado Jesús la inminente suerte de su madre? ¿Era éste el contenido de la misteriosa «revelación» recibida en la aparición de Betania? Aquél era otro asunto que estimulaba mi curiosidad. Tenía que ingeniármelas para sonsacarle…
Y poco antes de las tres de la tarde (hora nona), perfilado el plan a seguir en las jornadas inmediatas, Santiago y su esposa abandonaron la casa por la puerta principal. Ismael y el anciano habían desaparecido. El lugar, desierto, continuaba anormalmente privado de las gentes que, se suponía, debían frecuentarlo.
Desenvainó la espada y, tras escrutar ambos extremos de la rampa, pasó el brazo derecho sobre los hombros de Esta, tomando la dirección del barrio alto. Su misión era controlar a Juan de Zebedeo y hacerle partícipe de las resoluciones adoptadas en el consejo familiar. Satisfecho el encargo se reincorporarían al hogar de María, a ser posible con el discípulo. Pero las cosas no iban a discurrir tan sencillamente.
Jacobo, cumpliendo las órdenes de su cuñado, regresó al terrado. Al menor signo de amenaza, la totalidad de la familia debería huir por el flanco posterior de la casa y, si fuera viable, refugiarse en la de Santiago. Y María y las hijas, inquietas al principio, fueron recobrando una cierta calma cuando, al tomar asiento junto a ellas y colocar la «vara» sobre mi regazo, les sonreí complacido, animando a la Señora a que prosiguiera con nuestro interrumpido relato sobre los años jóvenes de su Hijo. Ruth y Miriam, que ya habían presenciado algunas de mis largas tertulias en la hacienda de Marta, acogieron aquel repaso a la lejana historia de su Hermano como un bendito y relajante bálsamo, que les haría olvidar, aunque sólo fuera temporalmente, las recientes amarguras.
Y cuando la Señora, tras acomodarse a mi izquierda, se disponía a hablar, la curiosa e imprevisible Ruth descansó sus manos sobre la roca circular que servía de mesa, preguntando a bocajarro:
—Y tú, Jasón, ¿por qué nunca llevas espada?
Quedé descolocado. La sutil observación —raro era el comerciante u hombre de negocios que no portaba algún tipo de arma— demandaba una respuesta no menos estudiada. María y yo nos miramos. Y fue ella quien salió al paso:
—Hija, este hombre… —dudó un segundo. Me observó de soslayo y feliz con su «secreto» prosiguió— también va armado.
La benjamín, incrédula, inclinó el cuerpo, examinando con descaro mi cinturón y el cayado. Y negando con la cabeza rectificó a su madre:
—Sólo veo un bastón…
La Señora sonrió benévola.
—Las armas de Jasón, querida, son las más poderosas, eficaces y seguras…
Ruth abrió al máximo el verde de su mirada. Su madre jamás mentía. Y quien esto escribe, desconcertado ante la magnífica definición de la naturaleza de los sistemas defensivos de la «vara de Moisés», aguardó el final de la frase con idéntica expectación.
—… porque no matan, hieren o lastiman. Sólo proporcionan confianza…
Ni Ruth ni yo la entendimos del todo.
—… Jasón, mi pequeña ardilla, como tu Hermano, lleva al cinto el «arma» de la confianza en el Padre.
A punto estuve de negar. ¡Ojalá este pobre explorador disfrutara de semejante «arma»!…
—Entonces —refrendó la muchacha, a quien todos en Nazaret conocían como la «pequeña ardilla»— tú también eres un hombre de paz…
En eso sí estaba de acuerdo. Y haciendo mía una frase de Byron en el Don Juan plasmé mi idea de las guerras y de la violencia:
—La sangre, hija mía, sirve solamente para lavar las manos de la ambición.
Y aprovechando la coincidencia, partiendo del ejemplo de los «íntimos» del Maestro —casi todos armados—, pregunté a la Señora si Jesús, alguna vez, había empuñado un arma.
Hoy, o en cualquier momento de la historia de los últimos dos mil años, la pregunta sería causa de escándalo. María, en cambio, acostumbrada a los gladius —incluso en las fajas de sus hijos—, no replicó con repugnancia o pasmo.
—Hubo un tiempo —rememoró con tristeza— en que sí le fue ofrecida la espada. Y yo, necia, le animé a empuñarla…
Algo sabía de ese interesante pasaje de la juventud de Jesús pero, en beneficio del orden cronológico, y del mío propio, di por zanjado el asunto, suplicando a mi informante que abriera las puertas de la memoria y nos trasladásemos a una de las fechas claves en la vida del Hijo del Hombre: el 25 de septiembre del año 8, un mes y cuatro días después de su catorce cumpleaños[51]…
Como fue escrito en este diario, a partir de aquel martes, la nave de la joven y prometedora vida de Jesús se vio azotada por nuevos y racheados vientos. Sepultado su padre, con catorce años recién estrenados, no tuvo opción. Todos los proyectos —los suyos, los de su madre y los de la esperanzada aldea— fueron inhumados con el cadáver de José. Y la Providencia, siempre sabia, le forzó a «barloventear contra sí mismo». Sus cada día más lúcidas ideas para «revelar a los hombres la maravillosa realidad de un Padre celestial» terminaron arrinconadas —que no muertas— en lo más íntimo de su ser. Y Jesús se vio al frente de una familia numerosa a la que había que alimentar, educar y sacar adelante.
Cambiando impresiones con María y los suyos sobre este trascendental giro fui cayendo en la cuenta de algo que me emocionó y que, al ser ignorado por los evangelistas, no ha podido ser apreciado en dos mil años. La mayoría de los creyentes y no creyentes supone o imagina a un Jesús perfectamente arropado en su infancia y juventud por unos padres que, a su manera, dulcificaron la existencia del Hijo del Hombre. Y «llegada su hora» —siguen reflexionando los hombres y mujeres que no le conocieron— se despidió de Nazaret, lanzándose a la predicación que, peor que bien, nos ha sido transmitida. Craso error. Jesús de Nazaret apenas si tuvo adolescencia. Si uno de los cometidos de su encarnación fue «experimentar por sí mismo la vida de sus criaturas», a fe mía que, a partir del referido 25 de septiembre, lo alcanzó con creces. Esa misteriosa Providencia torció incluso los «sueños» de un Dios, que no sabía que lo era, en beneficio del enriquecimiento moral de un hombre. Y como millones de humanos tuvo que doblegarse a la disciplina de la miseria, de la soledad y del miedo. Bien puede hablarse de un Jesús «anterior» a la muerte de su padre y de «otro», forzosamente distinto, que amanecería sobre los restos de José.
Y como sucede con los valientes, repuesto de la sorpresa, lejos de humillarse, asumió su nuevo papel, tomando las riendas del entristecido y desolado hogar. Y en la aldea ya nadie acarició la posibilidad de verle convertido en «rabino de Jerusalén». Estaba escrito: Jesús no sería discípulo de nadie.
—El golpe fue tan inesperado —prosiguió la Señora con la serenidad que proporciona el tiempo— que necesitamos meses para despabilar los cuerpos. José se había ido sin hablarnos. Sin darnos su bendición. Las heridas, mortales, le arrebataron la vida antes de que yo entrara en Séforis. Y a pesar del consuelo de las gentes de esta aldea, la casa ya no fue la misma.
Al preguntar el lugar donde reposaban los restos de su marido respondió con un impreciso y mecánico movimiento de cabeza. Deduje que se refería a la colina. En mi «agenda» figuraba también una gira de inspección por las faldas y cumbre del Nebi. Y me propuse localizar la tumba.
—… ¿Comprendes, amigo Jasón, por qué mi familia sigue confiando en los vecinos de Nazaret?
No supe a qué se refería.
—… En tan dramáticos momentos, muchos de ellos nos abrieron las puertas de lo poco que tenían, regalándonos consuelo y amistad. Eso no se olvida.
—Pero —presioné señalando hacia la calle—, esta mañana…
Aun reconociendo que me asistía la razón la noble María insistió:
—Ésos, unos pocos, se alegraron entonces de la muerte de José y ahora con la de Jesús… —Y dirigiéndose a sus hijas añadió rotunda—: Conocemos sus nombres y el porqué de su mezquino comportamiento. Pero no todos son así.
Miriam y Ruth asintieron. Y quien esto escribe se quedó con las ganas de interrogarles acerca de ambos asuntos: la identidad de los agresores y las razones de su cólera. Mas, no deseando interrumpir el hilo principal de la narración, elegí esperar e ir comprobándolo por mí mismo.
—Los lazos entre el pueblo y nuestra familia se anudaron de tal forma que, durante aquel invierno, rara era la noche que la casa no se veía invadida por gentes que acudían a hacernos compañía, a oír a Jesús en sus habituales lecturas de las Escrituras o, sencillamente, a disfrutar de su música.
En efecto. En aquellos difíciles días, el joven Jesús combatió su natural amargura, refugiándose en los suyos y en su arpa. Yo tenía conocimiento de la existencia de este pequeño instrumento musical —probablemente un kinnor—, a raíz de mis conversaciones en Betania. Y a decir verdad, no sé explicar por qué, desde el primer momento me sentí atraído hacia él. Tenía que averiguar dónde se hallaba, qué había sido del entrañable «compañero» del Maestro… Esta obsesiva búsqueda del «arpa» me conduciría, a no tardar, a una de las situaciones más penosas en las que me vi envuelto en toda la aventura palestina… Pero vayamos por partes. Al oír la palabra «música» interrumpí a mi confidente, interesándome por el paradero del viejo instrumento. María, compartiendo mi curiosidad, se encogió de hombros. Ni ella ni sus hijas lo habían vuelto a ver. Cuando la falta de recursos económicos les acorraló el propio Jesús se desprendió del kinnor, «vendiéndolo por la mísera cantidad de un par de denarios de plata».
—De eso, querido y curioso amigo —sentenció la Señora, dando por perdido el asunto—, hace ya muchos años…
La fugaz alusión al dinero me dio pie a preguntar sobre otro capítulo, aunque prosaico, no menos importante: ¿en qué situación les había dejado José?
—Buena, Jasón… Mi marido había ahorrado una sustanciosa cantidad. Y de eso fuimos viviendo. Mi Hijo se destapó como un prudente administrador. Era generoso, pero ahorrativo. Además, tal y como establece la ley, imaginamos que el gobernador de Séforis fijaría una importante suma en concepto de indemnización…
La Señora esbozó una irónica sonrisa. Tal indemnización, reclamada algún tiempo después por Jesús al tetrarca de Galilea, el tristemente célebre Herodes Antipas (el «viejo zorro»), no llegó jamás. Este nuevo «golpe» precipitaría «otros acontecimientos».
—… Al no contar con esos dineros, que nos correspondían en justicia, todo se desmoronó. Antes de un año, los fondos acumulados por mi esposo se agotaron. Y no tuvimos otra opción que sacar a la venta una de las casas propiedad de José y del padre de Jacobo. Ello nos permitió un respiro. Pero nuestro destino estaba escrito con la tinta de la pobreza…
Certeras palabras las de María. Si la existencia de Jesús y la de los suyos podía calificarse, hasta esas fechas, de «medianamente acomodada», al entrar en su quince cumpleaños se hundiría en el pozo de la miseria. Los creyentes que «visten» a Jesús de Nazaret de pobreza no saben hasta qué punto aciertan. El Maestro, así, experimentó también la estrechez y, quizá, algo peor: la impotencia ante la estrechez de los demás.
He pasado mucho tiempo meditando sobre esos angustiosos meses del Hijo del Hombre. ¡Necios evangelistas! ¿Puede haber una estampa más próxima, humana y aleccionadora en la vida del joven Jesús? ¿Es que esa etapa de su existencia terrenal no merecía unas líneas? ¿Cuál fue el panorama en el que tuvo que moverse el Galileo en los arranques de aquel año nueve? Sólo de imaginarlo me estremezco: una madre abatida y embarazada, siete hermanos que alimentar y, por todo bagaje, ¡catorce años!
En la noche del 13 de marzo llegaría al mundo la hija póstuma de José: la «pequeña ardilla». Al rememorar el acontecimiento, María se fundió con Ruth en una cálida melancolía. Durante algunos segundos habló el silencio. Y creí descifrarlo. Aquella temerosa criatura, que no conoció a su padre, tuvo la fortuna y la desgracia de aparecer en el hogar de Nazaret en mitad del más encrespado oleaje. «Desgracia», por lo ya mencionado. «Fortuna» porque, en ausencia de José, encontraría en su Hermano el más dulce, paciente y amoroso de los «padres».
Al interrogar a la pelirroja sobre sus recuerdos, las manos de madre e hija fueron a encontrarse en el centro de la mesa de piedra. Y se entrelazaron mudas y elocuentes. Pero Ruth, haciendo caso omiso de mis requerimientos, se negó a contestar. Lo comprendí. Era su «tesoro». Y María, haciéndome un guiño, solicitó paciencia. La intuición de la madre no se equivocó. Y aliviando mi fallido intento desvió la conversación hacia un tema que provocaría la hilaridad de las hijas.
—Fue el juguete de la casa, Jasón. Dios, bendito sea su nombre, quiso suavizar nuestra tristeza y envió a Ruth. Fue un terremoto. Todo lo removía y mordisqueaba. Su rincón favorito era el taller de Jesús. Cada vez que me daba la vuelta escapaba gateando y se ponía perdida con el serrín…
Al referir las diabluras de la «pequeña ardilla» giró la cabeza hacia el descuidado cuartucho situado a mi espalda. Empecé a comprender.
—Entonces —la interrumpí—, ese sucio lugar…
La Señora encajó mal el apunte.
—¿Sucio?…
A destiempo, como siempre, quise rectificar. Pero María, dolida en su orgullo de dueña, no lo permitió.
—Te diré algo que tampoco sabes, Jasón.
El tono, recio e inmisericorde, me hizo presagiar una secreta revelación.
—… Cuando mi Hijo abandonó definitivamente Nazaret, «su» taller de carpintería (ese que has visto) quedó tal cual…, por expreso deseo de María, «la de las palomas». Y así seguirá. Tú no puedes saber con qué coraje, con qué tenacidad, con qué sudor trabajó Jesús en ese «sucio cuartucho»…
Enrojecí de vergüenza.
—… para sacar adelante a sus hermanos. Mientras los otros jóvenes de la aldea disfrutaban de su tiempo libre, él se quedaba ciego sobre el banco. ¡Benditas telarañas! No quiero olvidar el pasado, Jasón…
Despegué los labios, buscando disculparme. No me fue concedido. Y la Señora, abierta la caja de su temperamento, se vació. Y yo, en el fondo, agradecí la involuntaria indiscreción.
—… Con quince años en puertas madrugaba como yo. Y se encerraba en el «sucio taller» —su mordacidad era de temer— hasta más allá del ocaso. Al principio entraba y le reprendía. Tuve que rendirme. Desde entonces, cada vez que le importunaba, era para ofrecerle un cuenco de leche o animarle con un beso. Y tanto esfuerzo, ¿para qué?… ¿Sabes cuál fue su salario hasta que cumplió los dieciséis años? A veces no llegaba a veinticuatro ases al día…
Hice cálculos mentales. Teniendo en cuenta que una libra de carne oscilaba alrededor de los dos ases y que el número de bocas a satisfacer era de diez, el margen no era muy tranquilizador.
—… ¡Qué angustia, Jasón! Antes de que finalizase el año tuvimos que recurrir a la dolorosa venta de las palomas que cuidaba Santiago. ¡Mis queridas palomas! Pero Jesús era emprendedor. Y en mitad de nuestra miseria, en contra de mi voluntad, se empeñó en adquirir una vaca. Era audaz y obstinado como su padre…
—Y como su madre —terció Miriam con excelente tino.
María sonrió, encajando la justa ocurrencia de su hija mayor.
—Nunca supe cómo se las arregló para ir pagándola. El caso es que, al poco, tuve que reconocer su acierto. Y Miriam, cada mañana, con frío, calor, agua o hielo, se encargaba de la venta de la leche. Aun así, las cosas no mejoraron. El pago de los impuestos, al año siguiente, nos hundió definitivamente. Medio siclo para la escuela-sinagoga, otro medio para el templo… En fin, el desastre. Y, para colmo, esa víbora…
Mi perplejidad no pasó desapercibida para la Señora.
—Has escuchado bien: víbora. Al pan, pan… Ese saduceo hipócrita que ha rasgado sus vestiduras, en tiempos maestro de Jesús, amenazó con embargarnos si no pagábamos las tasas. Y rencoroso, con el único afán de herir a mi Hijo, mencionó el arpa…
El «rompecabezas», con las palabras «odio» e «Ismael», empezaba a encajar lentamente.
—¿Sabes cómo replicó Jesús a los desmanes de esa serpiente?
Cómo podía saberlo.
—… El día de su quince cumpleaños se presentó en la sinagoga e hizo donación de su querido ejemplar de la traducción griega de las Escrituras. Cuando, indignada, le pregunté por qué lo había hecho, respondió guiñándome un ojo: «Madre, ceder a tiempo es vencer».
Y aunque las necesidades del hogar se vieron drásticamente recortadas durante meses, el esfuerzo colectivo —las ventas de leche de Miriam; los esporádicos trabajos de Santiago en el almacén de aprovisionamiento de caravanas, ahora propiedad de un hermano de José; la ropa hilada y confeccionada por María y el jornal del joven carpintero— terminó por dar fruto. Y la familia, mal que bien, inició una lenta recuperación. Por mediación de sus familiares Jesús consiguió que le cediesen una parcela de tierra en la falda norte del Nebi. E ilusionado la dividió en pequeños huertos, encomendando su cuidado al resto de los hermanos. Y el convenio de aparcería les proporcionó, si no dinero, al menos un complemento a la dieta diaria.
—La fantasía juvenil de mi Hijo —aclaró la Señora—, dormida en parte por las estrecheces, volvió a brillar fugazmente. Al ver trabajar a sus hermanos entre legumbres y hortalizas me confesó que le gustaría disponer algún día de una granja propia. Ya ves, el destino le reservaba otros planes…
¡Ah, Jesús, consuelo de los idealistas decepcionados!
—… Y quizá lo hubiera logrado, Jasón.
—¿Jesús agricultor?
María afirmó con la cabeza. Y me proporcionó una nueva prueba del enigmático y encadenado «hilar» de la Providencia.
—¿Adivina quién lanzó por tierra las fundadas ilusiones de mi Hijo?
No era fácil. Pensé en el saduceo. ¿O fue la propia María?
—… El «zorro». Ese malnacido…
—¿Quién? —pregunté sin reflejos.
—Herodes Antipas…
Y la mujer, que no atrancaba cuando tenía razón, me relató el interesante y decisivo encuentro entre el hijo de Herodes el Grande, a la sazón dueño y señor de aquellas tierras, y el joven muchacho de Nazaret. Al parecer, a la muerte del contratista de obras, el tesorero del consejo de Séforis —capital de la baja Galilea— adeudaba a José una serie de salarios. Estos dineros, unidos a la indemnización por fallecimiento en «accidente laboral», hubieran permitido a la familia la compra de la referida granja. Pero el funcionario en cuestión ofreció una cantidad ridícula que, por supuesto, rechazaron. Y los hermanos de José apelaron al mismísimo tetrarca. Cuando, al fin, Herodes recibió a Jesús y a sus familiares en el palacio de Séforis, la sentencia arruinó los sueños del carpintero. «Que venga el muerto —rió el corrupto Antipas— y que reclame». Y el primogénito regresó a la aldea con la ansiedad que contagia la injusticia. A partir de entonces retiró su confianza en Herodes. Y la Providencia, como digo, le obligó a «soñar» en otra dirección.
—A los pocos días —añadió con orgullo—, Jesús había olvidado a Antipas. Y despacio, midiendo cada lepta, consiguió lo que yo no hubiera logrado en años. Sus labores de carpintero gustaban; en especial los yugos. Y los campesinos y caravanas se los disputaban. De esta forma, al cumplir los diecisiete años, había reunido tres vacas, cuatro carneros, un burro, un buen puñado de gallinas y un perro.
—¿Un perro?
La noticia, tan inesperada como insólita, nos condujo a un terreno que no agradó a Ruth.
—¿Le gustaban los animales?
—Desde siempre —avanzó María. Y tras recordarme la pasión del Jesús niño por una de las ocas de la granja de su hermano, animó a la «pequeña ardilla» a que me hablara de Zal. Al oír este nombre, la muchacha, sobresaltada, bajó los ojos, rompiendo a llorar. Quedé en suspenso. ¿Quién era Zal? Y antes de que la Señora acertara a consolarla se retiró de la mesa, refugiándose en el oscuro taller. Miriam intentó levantarse para acudir en su ayuda. Pero María, conociendo la extrema sensibilidad de Ruth, le recomendó que la dejara a solas.
—Zal —aclaró Miriam— fue uno de los mejores amigos de Ruth…, y de Jesús. Tanto el primero como el segundo…
—Sobre todo el segundo —terció la Señora.
Me interesé vivamente por este nuevo personaje. Y al requerir mayor información, la Señora, intuitiva, se apresuró a descabalgarme de lo que, sin duda, llevaba camino de convertirse en una lamentable equivocación.
—Jasón: no te precipites… Zal no era un ser humano, aunque, en ocasiones, sobre todo el segundo, demostró mayor nobleza, lealtad e inteligencia que muchos que se dicen hombres. ¿Jesús no te habló de él?
—No lo recuerdo…
—Hubo dos perros. Ambos se llamaban Zal. El primero apareció en la casa de Nazaret cuando Jesús contaba 17 años. Fue un gran compañero. El segundo Zal fue más importante. Fue un hermoso perro, inseparable compañero de mi Hijo en sus últimos años. Aquel otro Jasón lo conoció.
Parpadeé atónito. Ni remotamente hubiera imaginado al Maestro, acompañado por un perro… Es más: por lo que llevaba visto y por la información acumulada en nuestro banco de datos, el perro, en general, no era bien visto por la sociedad judía[52]. Se los consideraba carroñeros, despreciables y peligrosos. Y aunque la mayor parte de las veces no se trataba del canis familiaris, sino de chacales, lobos, perros asilvestrados o un cruce de unos con otros, la verdad es que, según la ley, «sólo los cachorros eran admitidos en las casas de los hebreos». Una norma, claro está, que respetaban los muy ortodoxos… El pueblo, en especial los que vivían en el campo, sabía aprovechar las muchas cualidades de estos animales. Una vez más, aquel jovencito había predicado con el ejemplo, colocándose del lado de la Naturaleza. Pero el instinto me llevó a cortar en seco la historia de Zal. Ahora me alegro. Este personaje, ignorado por los textos «sagrados», llegó a conmovernos. De haber entrado en detalles en aquellos momentos, de seguro que hubiera destinado menos tiempo al fundamento de la misión en Nazaret. Y antes de avanzar en ese crucial año 9 les expuse un par de cuestiones que no aparecían claras en mi ansioso corazón. En primer término, si las arcas domésticas se hallaban tan exhaustas como aseguraba la Señora, ¿cómo entender que la familia pudiera adquirir «tres vacas, cuatro carneros y un asno»?
María, que disfrutaba con la sinceridad, aceptó de buen grado mi objeción.
—Quizá me he explicado mal. En un primer momento no fueron comprados, sino alquilados. El burro, a razón de tres denarios-plata por mes. Las vacas, algo menos…
La segunda duda, menos embarazosa, fue resuelta con idéntica sencillez.
—No, Jasón, mi Hijo no perdió su interés por las novedades que siempre portan los viajeros y las caravanas. Pero, como comprenderás, su trabajo en el taller no le permitía acudir al almacén de aprovisionamiento o a la posada. Y se las ingenió para aprovechar los continuos viajes de Santiago a ambos lugares y las numerosas visitas de sus clientes, informándose así de cuanto acontecía en el exterior.
—¿No hubiera sido más cómodo y rentable montar la carpintería en el barrio de los artesanos?
La Señora parecía estar esperando la pregunta.
—La familia de José se lo insinuó en diferentes ocasiones. Siempre se negó. De esta forma (decía) podía velar en todo momento por la seguridad de sus hermanos y por mis propias necesidades.
Era curioso. ¿Quién hubiera imaginado que el sencillo carpintero se sintiera tan intensamente magnetizado por las noticias y acontecimientos del mundo? El Hijo del Hombre fue, es y seguirá siendo una inagotable y fascinante fuente de sorpresas para quien esto escribe…
Y puesto que menciono el título de «Hijo del Hombre», bueno será que no olvide que, justamente en aquel año, se produciría el «descubrimiento» de tan acertada denominación. Más de una vez me lo había preguntado: ¿de dónde arrancaba?, ¿cómo y por qué surgió la designación de «Hijo del Hombre o de los Hombres»? ¿Fue otro acierto personal del Maestro? ¿Se debió quizá a una luminosa revelación de alguno de sus discípulos?
Santiago, en Betania, se encargó de sacarme de dudas. Y, ahora, Miriam y su madre lo ratificaron. Fue en el transcurso de dicho año 9 cuando, en una de sus periódicas visitas a la biblioteca de la sinagoga, «tropezó» con un texto que le impresionó vivamente. Pero, con el fin de aproximarnos al máximo al íntimo valor de semejante hallazgo, conviene dedicar primero unas reflexiones al complejo entramado que bullía en aquel entonces en la mente humana del adolescente de Nazaret. Por un lado —no podemos olvidarlo—, su madre se había encargado de recordarle que «era el hijo de la Promesa». En otras palabras, el futuro Mesías o Libertador de Israel. Al mismo tiempo, aunque muy gradualmente, la inteligencia del muchacho iba «despertando» o «tomando conciencia» de otra realidad, que nada tenía que ver con las muy humanas pretensiones de María. Para colmo, Jesús creció en una Palestina conmocionada como nunca por la creencia de una inminente llegada del Mesías[53]. Sin embargo, casi de forma natural, el joven carpintero había ido forjando un plan que no guardaba relación con los sueños nacionalistas y patrióticos de la Señora, ni tampoco con el común denominador de las creencias populares. Durante varios años, fruto de este ambiente, Jesús, confuso, dudó. Su hermano Santiago y el propio Jacobo, que vivieron de cerca las dudas en el corazón del joven, fueron los encargados de mostrarme las claves. María, en honor a la verdad, no estaba muy al tanto. Sus enfrentamientos dialécticos con su Hijo terminarían por sellar los labios de Jesús. El futuro rabí de Galilea estudió a fondo las Escrituras y cuantas profecías guardaban relación con el Mesías. Concluida la «investigación», el muchacho estaba prácticamente convencido de que «aquél no era su destino». La «llamada interior» que le alimentaba y sostenía no «hablaba de conducir ejércitos o rescatar el trono del rey David». Él era un libertador, sí, pero de otra naturaleza. Estaba llamado a «educar», pero lejos del silbido de las flechas. Él, quizá, era el «anti-mesías»…
Las cosas, no obstante, no resultaron tan sencillas como hoy, privados de estas sutiles informaciones, imaginamos. Este proceso, insisto, no fue espontáneo. Llevó su tiempo. Y, sobre todo, no debe ser confundido con «otro paso», infinitamente más grandioso: la adquisición por parte del Jesús hombre de la plena conciencia de su divinidad. Esto tendría lugar años después…
No podemos ni debemos engañarnos: la influencia de su madre en el capítulo mesiánico fue importante, apagando durante un tiempo los flashes interiores del adolescente. Él lo repitió muchas veces: «debo ocuparme de los asuntos de mi Padre». Sin embargo, la Señora —que guardaba en su alma la promesa de Gabriel— confundió los términos y a su Hijo. Ni Santiago ni Jacobo se atrevieron a confesarlo pero estoy seguro que, durante los primeros años, Jesús, movido por el entusiasmo de María, pudo llegar a creer que, en efecto, era el Ungido. Los argumentos de la Señora, en base a lo que le había sido revelado junto a aquella mesa de piedra y a las minuciosas precisiones que hacían las Escrituras acerca del Mesías, se hallaban cargados de razón. El Libertador —rezaban esos textos proféticos— nacería de la estirpe de David. Ella lo era. Isaías lo dice en su capítulo XI, al hablar del futuro rey[54]. Otros anunciaban que sería «hijo de José». Jesús lo era. «Y será llamado “Emmanuel” o “Yavé sidqenu”» («Yesua» o «Dios con nosotros»), según Isaías o Jeremías, respectivamente. Ése era Jesús… Ante tanta coincidencia, ¿qué podía pensar Miriam, «la de las palomas»? Y el corazón de aquella brava y patriótica galilea se identificó plenamente con uno de los salmos apócrifos de Salomón (el XVII), en el que se retrata al Mesías: «Ese rey, hijo de David, suscitado por Dios para purificar de paganos a Jerusalén, puro de todo pecado, rico de toda sabiduría, depositario de la Omnipotencia, quebraría el orgullo de los pecadores como cacharros de alfarería, en tanto que reuniría al pueblo santo y lo conduciría con justicia, paz e igualdad…».
Recuerdo que aquella tarde, al sincerarme con la Señora sobre estos delicados capítulos de la juventud de Jesús, bajó los ojos dolida consigo misma, declarando «su torpeza».
—Ahora comprendo —susurró estremecida por el peso de una «culpa» que soportaría hasta la muerte— el porqué de sus solitarios paseos por el monte y su negativa a dialogar conmigo sobre estas cuestiones… —Suspiró, lamentándose— …Mi tozudez y «aires de grandeza» (¡imagínate, Jasón: yo, la madre del Libertador!), le forzaron a un mutismo casi total. Durante mucho tiempo no conseguí arrancarle una sola opinión sobre el mundo, sobre mi pueblo o sobre la cantada venida del Mesías. Me miraba en silencio, con cierta tristeza en los ojos, y se perdía en ese «sucio taller»… Yo sabía de sus inquietudes, de sus blasfemos deseos de hablar cara a cara con «su Padre» y supongo que, para no hacerme daño, eligió lo más difícil: cargar él solo con su pesada lucha interior. En la aldea, esta poco habitual forma de ser de Jesús no pasó desapercibida. Y muchos de sus amigos y conocidos le acusaron de «trivial».
—Pero —me atreví a hurgar—, ¿no había nadie a quien pudiera confiar sus pensamientos y tribulaciones?
Miriam y su madre se miraron, intercambiando una ruidosa tristeza.
—Suponemos que no… ¡Era un adolescente, Jasón!
Y de nuevo caí en la precipitación.
—¿Qué me decís de Jacobo o de Santiago?
Los ojos de María se encendieron. Y recibí lo que merecía:
—No preguntes lo que ya sabes… En este, y en otros asuntos, tú, ángel de los demonios, sabes más que nosotras.
Miriam recogió el cariñoso y certero «venablo». Y tras repasar mi atuendo como sólo saben hacerlo las mujeres pidió explicaciones a la madre. Pero ésta, sin inmutarse, dobló la peligrosa curiosidad de la muchacha, desvelándole algo que era rigurosamente cierto: «aquel griego anónimo había sabido conquistar el corazón de Jesús, sosteniendo con Él largas conversaciones. Y que, en consecuencia, sabía cosas que ellas ignoraban».
—Entonces —me sorprendió Miriam— es cierto que deseas escribir la historia de mi Hermano…
Nunca supe de dónde había sacado tan peregrina idea. Pero, al «regresar a mi mundo», la misteriosa y providencial aseveración de la joven fue decisiva a la hora de iniciar cuanto llevo entre manos.
Asentí, guiado en buena medida por el interés. Y arrimando el agua de tan favorables circunstancias a mi molino, les recordé que para llevar a buen puerto mi misión precisaba de todos sus secretos y recuerdos. Y de esta guisa retorné al punto del gran hallazgo del título de «Hijo del Hombre». Y esto fue lo que supe:
En ese año 9, como había empezado a relatar, la Providencia condujo al todavía confuso carpintero hasta uno de los rollos almacenados en la sinagoga: el libro de Enoc. Y aunque era público y notorio que el mencionado manuscrito podía tener un carácter apócrifo, Jesús lo leyó y releyó, impresionado por uno de los pasajes. En él aparecía la expresión «Hijo del Hombre». El autor hablaba con precisión, retratando a un Hombre que, antes de descender al mundo para iluminarlo con su palabra, había cruzado los umbrales de la gloria celestial, en compañía del Padre Universal, «su» Padre. Y decía también que el «Hijo del Hombre» había renunciado a su majestad y grandeza, en beneficio de los infelices y perdidos mortales a quienes ofrecería la revelación de la filiación divina. Y el corazón del adolescente vibró como pocas veces lo había hecho. De entre las profecías y referencias mesiánicas, aquélla era la que más se aproximaba a sus íntimas inquietudes. Y a sus catorce años Jesús de Nazaret se hizo la firme y secreta promesa de adoptar para sí tan hermoso título. Ciertamente, y yo fui testigo de excepción, el Maestro tenía la facultad infalible y envidiable de reconocer la verdad, allí donde estuviera y vistiera el ropaje que vistiera…
Y llegó el 21 de agosto…
Como dije, el rompecabezas del odio y de la envidia seguía encajando. Al cumplir los quince años, el entonces jefe de la sinagoga de Nazaret —Ismael el saduceo— se apresuró a mover una nueva pieza en el tablero de su corazón de hiena. Veamos cómo ocurrió.
En esa señalada fecha Jesús fue autorizado a dirigir el oficio del sábado. (A partir de los doce-trece años, la ley permitía a los varones libres de Israel la lectura de la sagrada Torá —el Pentateuco— en las sinagogas). Y aunque el adolescente ya había leído las Escrituras en otras oportunidades, en aquel momento, al sabbat siguiente a su cumpleaños, al ser requerido oficialmente por el consejo, el acto guardaba una solemne significación. La aldea entera se hallaba reunida en la beth-hakeneseth. Y el joven, vistiendo su blanca túnica de lino, regalo de María, se dirigió a los asistentes, leyendo un pasaje especialmente escogido por su simbología:
—El espíritu del Señor Dios está en mí, ya que Él me ha ungido y enviado para llevar a los bondadosos la buena nueva, para curar a aquellos que sufren, para anunciar la libertad a los cautivos y abrir las cárceles a los prisioneros. Para proclamar el año en favor del Eterno y un día de venganza para nuestro Dios. Para consolar a los afligidos y darles el aceite de la alegría en lugar del luto y un canto de alabanzas en vez de un espíritu abatido, con el fin de que sean llamados árboles de rectitud, plantados por el Señor y destinados a glorificarle…
»Buscad el bien y no el mal, para que viváis y el Señor, el Eterno de los Ejércitos, sea con vosotros. Odiad el mal, amad el bien. Estableced el juicio justo en las asambleas de la puerta. Tal vez el Señor Dios usará de su gracia con los restos de José.
»Lavaos y purificaos. Quitad la maldad en vuestras acciones ante mis ojos. Cesad de hacer el mal y aprended a hacer el bien. Buscad la justicia, aliviad al oprimido. Defended al que ya no tiene padre y proteged la causa de la viuda.
»¿Cómo me presentaré ante el Señor? ¿Cómo me inclinaré delante del Dios de toda la tierra? ¿Tendré que ir ante Él con holocaustos, con bueyes de un año? ¿El Señor gozará con miles de moruecos, con decenas de miles de carneros o con ríos de aceite? ¿Daría a mi primogénito por mi transgresión o el fruto de mi cuerpo por el pecado de mi alma? No, porque el Señor nos ha enseñado lo que es bueno. ¿Qué os pide el Señor? Únicamente, ser justos, amar la misericordia y caminar humildemente hacia Él.
»¿Con quién comparáis al Dios que domina toda la órbita de la tierra? Levantad los ojos y ved quién ha creado estos mundos que producen legiones y las llama por su nombre. Hace todas estas cosas gracias a la grandeza de su poder. Y dada la fuerza de su poder, nadie se equivoca. Da vigor a los débiles y aumenta la fuerza a los que están cansados. No temáis, pues estoy con vosotros ya que soy vuestro Dios. Os ayudaré. En efecto os sostendré con la mano derecha de la justicia, pues soy el Señor vuestro Dios. Os daré mi mano, diciendo: “No temáis, ya que os ayudaré”.
»Tú eres mi testigo, dijo el Señor y el servidor que he escogido con el fin de que todos me conozcan y me crean, al tiempo que sepan que soy el Eterno. Yo, sí yo, soy el Señor…, y fuera de mí no hay Salvador.
Miriam, que idolatraba a su Hermano, dio cumplida cuenta de la reacción del pueblo:
—Regresaron a sus casas impresionados. La lectura de Jesús, solemne, dulce, varonil, rotunda, les llenó de paz y de esperanza…
—Y de odio —medió la Señora, aportando un dato que ya flotaba en mi mente—. Odio entre los de siempre… Odio en los corazones de los que asociaron aquella lectura con mis sueños mesiánicos. El saduceo, sobre todo, que siempre menospreció nuestras creencias en el Mesías, interpretó las últimas frases de mi Hijo como una blasfemia solapada. Él sabía que Jesús era considerado «el niño de la Promesa». La noticia, inevitablemente, terminó por correr de boca en boca. Y el atrevimiento de Jesús le pareció intolerable. «¿Quién se cree este engreído carpintero? (llegó a murmurar). Suponiendo que el Ungido aparezca, ¿es que no sabe que primero será designado sumo sacerdote?».
»Querido Jasón: ¿entiendes ahora cuán viejas y profundas son las raíces del odio en esa víbora?».
Me hacía cargo. Y una nueva inquietud parpadeó en mi ánimo. La circunstancia de haber sido maestro del Jesús niño me obligaba a interrogarle. Pero, dada mi condición de «amigo de la familia», ¿aceptaría recibirme? De momento opté por congelar la cuestión. Tiempo al tiempo…
—Imagino que Jesús sabía de estos odios…
—Sobradamente —puntualizó la madre—. Pero había «algo» en él que desconcertaba. Desde muy niño le repugnaba la violencia. Y no era un problema de falta de valor o de vigor físico. Todos le vimos cargar maderos de dos y tres «efa». —Considerando que un «efa» equivalía a unos 43 kilos, la expresión de la madre se me antojó un tanto exagerada. Pero todo era posible en aquel soberbio ejemplar humano—. Nadie le vio retroceder ante una amenaza o arrugarse como una mujer en la oscuridad. Era bravo y valeroso…, pero lo demostraba con sencillez, sin alardes. Y cuando llegaban a sus oídos las maledicencias o calumnias de los de siempre, sonreía o acudía a su frase favorita: «nada se mueve si no es por la voluntad de mi Padre. Incluso la lengua del áspid».
—Hasta tal punto es cierto lo que dice mi madre —subrayó Miriam— que esa misma tarde, haciendo oídos sordos al venenoso comadreo del saduceo, eufórico como hacía tiempo que no le veíamos, tomó a Santiago y se dedicó a pasear por la colina. A la vuelta nos sorprendió a todos. Antes y después de la cena no dejó de cantar, al tiempo que escribía los diez mandamientos sobre dos planchas de madera pulida…
—Correcto —exclamó la Señora, que parecía haber olvidado la pequeña anécdota—. Por cierto, ¿qué fue de las maderas?
La hija refrescó de nuevo la memoria de la madre, proporcionándome, de paso, una información que, en esos momentos, no alcancé a entender.
—¡Mamá María!…, ¿es que ya no te acuerdas? Marta les dio color y tú misma las colgaste en el taller…
La Señora, en silencio, fue corroborando las explicaciones de la muchacha.
—¿Y qué fue de los «mandamientos»? —intervine, felicitándome ante la fascinante posibilidad de acoger entre mis manos una «obra» escrita por el Maestro.
Miriam se encogió de hombros y, resignada, me fulminó:
—Mi Hermano, años más tarde, se encargaría de destruirlo…
Creí no haber captado bien la última palabra. E insistí:
—¿Destruyó los «mandamientos»?
—No, Jasón: destruirlo…, todo.
¿Qué era «todo»? Confuso y contrariado solicité una explicación.
—Todo lo que había escrito, dibujado o pintado. ¡Todo! Incluso la tabla de cedro, con su primera oración…
—¿Por qué? —susurré sin poder dar crédito a lo que me anunciaban. Ninguna supo responder. Sencillamente: era un enigma. A pesar de la obstinada oposición de María y de sus hermanos, el primogénito, de la noche a la mañana, incendió cuanto llevaba escrito o creado. Mis posteriores indagaciones cerca de Santiago y de Jacobo no arrojaron mejores resultados. Recordaban el incidente pero no sabían la razón o razones. Este explorador tuvo que aguardar al tercer «salto» para descubrir las motivaciones del Maestro. Unas «motivaciones» plenamente justificadas —cómo no—, desde su punto de vista…, que no del mío. Pero no adelantemos ni un átomo de la fascinante aventura que supuso acompañarle durante su «vida de predicación».
—… Incluso la tabla de cedro, con su primera oración.
La confesión de Miriam, deslizada sin querer, me proporcionó un nuevo y emotivo «hallazgo». En ese mes de octubre, a sus flamantes quince años, aquel joven singular, movido por unas circunstancias muy concretas, tuvo la genial ocurrencia de poner por escrito la que sería una de las plegarias más recitadas y certeras del orbe cristiano: el célebre «Padrenuestro». Nunca, hasta ese instante, me había detenido a reflexionar sobre dicha oración. Es más —dado su contenido—, imaginé que era una obra de madurez. De hecho, si la memoria no me traiciona, los evangelistas la mencionan en plena vida pública. Pues no. El Maestro seguía desconcertándome.
—Suponemos —terció María— que la idea del «Padrenuestro» nació a causa de nuestra escasa imaginación…
—No entiendo.
—Es fácil —aclaró, impacientándose ante mi impaciencia—. Desde siempre, mi pueblo y mi familia se habían limitado a recitar de memoria las oraciones que marca la ley y la tradición. Pero Jesús, empeñado en que compartiéramos sus locas pretensiones de «hablar directamente con Dios», bendito sea su nombre, insistía en que «era bueno improvisar y comunicar al Padre todas nuestras inquietudes y problemas». ¿Te imaginas, Jasón? ¿Cómo podía ser eso? Por mucho menos habían lapidado a otros. ¿Hablar, de tú a tú, con el Divino?… Las amonestaciones de José, cuando vivía, y las mías, en todos esos años, fueron como zumbidos de moscas en sus oídos. Mis hijos, que le adoraban, lo intentaron. Pero, temerosos ante «el qué dirán» o amarrados a la fuerza de la costumbre, acababan en la recitación memorística. Y un buen día…
—Una noche, mamá María… —corrigió Miriam.
—Una noche, tienes razón, cansado de solicitar espontaneidad, fue a sentarse aquí mismo y tomando una de las maderas sobrantes del «sucio taller»… —esta vez acompañó la indirecta con una pícara sonrisa— …se puso a pintar…
—A escribir, mamá María… —rectificó la hija.
—El cielo me valga, Jasón… Ya no hay respeto en este mundo…
Agradecí la precisión. Como era lógico y natural, la Señora no podía comprender lo importante que era para mí la exactitud, la milimétrica exactitud, en todo lo concerniente a su Hijo. Y aunque el hecho de equivocar la palabra «escribir» por la de «pintar» pueda ser estimado como banal, no quiero pasarlo por alto. La razón no es tan banal… Nos hallábamos en abril del 30. Habían transcurrido veintiún años desde la creación del Padrenuestro. Si una de las protagonistas del importante suceso no retenía con nitidez los pormenores del mismo, ¿qué podía esperarse de los llamados evangelistas, que se aventuraron a redactar sus recuerdos y los de terceras personas bastantes años después?
—… Muy bien, se puso a escribir… Esta deslenguada y yo trasteábamos junto al hogar, preparando la cena. Y los más pequeños, si no recuerdo mal, jugaban fuera o quizá en el terrado, con las cajas de arena…
María, suspicaz, arqueó las cejas y abriendo las manos interrogó a la hija con la mirada. Pero Miriam, maliciosamente, le hizo ver que su memoria no llegaba tan lejos.
—Y de pronto, Ruth, que apenas contaba seis meses, rompió a llorar. Alcé la vista y vi cómo Jesús arrimaba la cuna a la mesa. Me sonrió y, canturreando, prosiguió con su escritura, al tiempo que balanceaba a la «pequeña ardilla». Era matemático. En cuanto alguien la acunaba, la muy pájara cesaba en sus lloros… Y así, inclinado sobre esta muela, haciendo traquetear la cuna con la mano derecha, entre el vocerío de la gente menuda y el trasteo de platos y vasijas, le dio cuerpo a esa «maravilla»…
El silencio arropó la certera calificación. Y los tres nos abandonamos en brazos de aquella escena. ¡Cuán sencilla es a veces la gestación de las grandes obras!
—Terminada la cena reclamó la atención general y, amoroso, nos leyó la plegaria. Los más pequeños —Judas, Amós y Ruth— se durmieron en los brazos de sus hermanos. Y en paz, a la parpadeante luz de una lucerna como ésta, mi Hijo fue leyendo, comentando y respondiendo a las dudas de todos nosotros…
La Señora titubeó. Y sus labios temblaron, vencidos por una melancólica tristeza.
—Fue hermoso, Jasón —le relevó Miriam, mientras escondía entre las suyas las largas manos de su madre—. Hermoso aunque no le comprendiéramos…
—¿Por qué? —intervine sin reflexionar.
—Él hablaba y decía cosas extrañas, casi prohibidas por la ley…
—Por Dios —le animé—, hazme partícipe de esas cosas extrañas…
La muchacha sonrió, gozosa ante alguien que tampoco cedía con facilidad.
—Fue recitando lo escrito y…, pero mejor será que lo oigas.
Y entornando los ojos fue recordando.
—Padre nuestro…
»Y recorriendo nuestros asombrados ojos aclaró:
»Porque Él nos ha creado en verdad, como la ola que, sin desprenderse, se desprende del mar…
»Que estás en los cielos…
»Y guiñándonos un ojo señaló al pecho de Santiago. Y dijo:
»En los cielos del corazón.
»Santificado sea tu nombre…
»Y todos asentimos. Pero él, sin dejar de sonreír, negó con la cabeza. Y aclaró:
»Santificado, no sólo porque lo ordene la ley. Santificado porque nunca duerme. Santificado porque nunca hiere. Santificado porque ahora, seguramente, sonríe ante los problemas de mamá María y de este pobre carpintero…
La Señora me traspasó con la mirada. Aquel verde hierba hubiera sido suficiente para iluminar la estancia.
—Venga a nosotros tu reino…
»Y Santiago le interrumpió: ¿Es que Dios es rey?
»Y mi Hermano, señalando hacia el patio, alzó la voz. Y dijo:
»El único, oídme bien, capaz de armar el rojo de una rosa. ¿Podrías tú, Santiago, o tú, Miriam, o tú, José, fabricar la geometría de las estrellas?
»Nadie replicó. Y con una seguridad que daba miedo sentenció:
»Pues ése es el reino de nuestro Padre: el de la belleza visible e invisible.
»¿Belleza invisible?, saltó Simón, que a sus siete años era tan irritantemente curioso como Jesús.
»Sí, pequeño: la que se adivina debajo de la justicia; la que sostiene un beso de amor; la de los hombres que jamás reclaman; la que regala al mundo sus cosechas; la que concede antes de que se abran los labios para rogar. Ése es nuestro reino…
»Y hágase tu voluntad en la tierra y en los cielos…
»Esperó un momento. Y en plena expectación anunció lo que menos imaginábamos:
»Ya sé que, a veces, el Padre de los Cielos parece como si se hubiera ido de viaje… No temáis: es el único que jamás viaja…
»¿Nunca?, terció Marta con los ojos muy abiertos. Eso no es verdad… ¿Y qué me dices de Moisés? ¿No viajó con él por el desierto?
»Atrapado, Jesús se rindió a la candidez de mi hermana.
»Lo que quiero decir, niña intrigante, es que nuestra voluntad no siempre coincide con la suya. Pero Él, como mamá María, sabe bien lo que te conviene. Hacer la voluntad del Padre —siempre, a cada instante, aunque no la comprendamos— es el pequeño-gran secreto para vivir en paz.
»Y mi Hermano continuó:
»El pan nuestro de cada día, dánosle hoy…
»Pero ¿quién nos lo da: mamá María, tú o Dios?
»El responsable y racional Santiago nunca tuvo pelos en la lengua.
»Mamá María y yo, por supuesto…, porque Él nos lo ha dado primero.
»El razonamiento, a sus once años, no le satisfizo.
»Y mi Hermano añadió solícito:
»El Padre es sabio. Conoce a cada uno de sus hijos por su nombre. Y dispone todo lo necesario para que, en forma de trabajo, de suerte o de casualidad, ni una sola de sus criaturas quede desamparada. La codicia, la ambición y la usura, queridos, no son sólo pecados contra los hombres. Son estupideces, muy propias de los que han olvidado o nunca supieron que tienen un Padre…, inmensamente rico.
»Y perdona nuestras deudas.
»Y Jesús dijo:
»Sobre todo, las que nadie conoce.
»Y tú —me atreví a preguntarle, aclaró Miriam—, ¿también tienes deudas con el Padre?
»Se puso serio. Y me asusté.
»Tantas como virutas en mi taller…
»Pero nadie le creyó porque esas virutas estaban rizadas por el sudor de su frente. Y es difícil hallar la maldad en alguien que lo antepone todo a su interés.
»Y no nos dejes caer en la tentación.
»Y bajando el tono de voz nos hizo partícipes de otro secreto:
»…No en la tentación de violar el sábado o las casi siempre interesadas leyes de los hombres. Decid mejor: “no nos dejes caer en la tentación” de olvidarte, Padre de los cielos. Si el peor de los pecados es menospreciar o ignorar a los que nos han dado la vida terrenal, ¿qué clase de afrenta será renunciar al Padre de los padres?
Tras conocer este olvidado pasaje de su vida me reafirmé en la idea de que Jesús, desde muy temprana edad y en contra de la imagen ofrecida por la historia, se manifestó como un «rebelde». Algo así como un «anarquista de los conceptos». Sus «revolucionarias» doctrinas del período de predicación escalaron las techumbres de las leyes e instituciones judías. Pero, como las enredaderas de los muros de su casa de Nazaret, habían echado raíces mucho tiempo antes. He aquí una justificación más que sobrada para haber exigido a los evangelistas el relato completo de su vida.
Y desconfiado, como si no hubiera oído a Miriam, pregunté de nuevo por el paradero de la famosa plancha de cedro, con el Padrenuestro original. Y la intuición, como un perro guardián, se puso en pie. Aquel relampagueante ir y venir de las miradas de las mujeres me dio que pensar. ¿En verdad había sido quemado por el Maestro?
—No sabemos… Todo fue destruido —insistió la hija mayor en un tono menos convincente—. Al menos, nadie ha vuelto a verlo…
Miriam no decía toda la verdad.
El final de aquel año y el siguiente podrían considerarse como el definitivo y siempre conflictivo salto de la adolescencia a la juventud. Merced a las minuciosas explicaciones de los que compartieron su techo y corazón pude reconstruir ese retazo de la vida de Jesús, de acuerdo con el siguiente esquema:
Conforme fue consumiendo los quince años, el sufrido carpintero entendió y aceptó que, a pesar de su «llamada interior», debía soportar primero la dura carga de la supervivencia de los suyos. Ésa, sin duda, era la voluntad de su Padre de los cielos.
Al mismo tiempo, en el natural despertar a la virilidad, el joven se vio zarandeado por nuevos vientos. Estaba alejándose de la orilla de la pubertad para desembarcar en el escabroso acantilado de los adultos. Y exactamente igual que los jóvenes de hoy, y de siempre, se sintió solo, desamparado, incomprendido, soñador, inseguro y especialmente sensible. Y como ellos, durante meses, hizo del silencio y de la soledad del Nebi su verdadero refugio. Y como tantos otros «hombres en proyecto» esquivó los bienintencionados acosos de su madre, «que no le entendía».
—Nunca supe del porqué de aquellos largos paseos por la colina —confesó María con idéntica desolación a la de las madres que hoy puedan recurrir a un psicólogo—. Para mí sólo era un niño… Deseaba protegerle, mimarle… Pero él, arisco, me evitaba. Y lo que era peor, raramente me abría su corazón. Muchas veces me pregunté si la necesidad de aportar dinero al hogar, arruinando así sus acariciados proyectos de estudiar en Jerusalén, pudo ser la causa de su mutismo…
Obviamente se equivocaba. Como en la actualidad, el corazón de aquel joven era más cristalino y generoso de lo que los adultos, intoxicados por la experiencia, solemos pensar. Sencillamente, ése era el proceso a seguir: el «descubrimiento» de la vida, como el hierro en la forja, es generalmente penoso. Y raro es el hierro que, en plena incandescencia, manifiesta su dolor vociferando contra el herrero. Jesús, por puro instinto humano, fue aprendiendo que sólo los éxitos parciales y el contentarse son las llaves de horizontes más prometedores. María, como digo, se equivocaba. Su Hijo la amaba profundamente. Quizá con más intensidad que nunca. En los jóvenes de nobles sentimientos, aunque no lleguen a exteriorizarlo, una tragedia o un revés familiar purifica los afectos. Pero también sería justo comprender su lucha y desasosiego interiores. Como todo hombre de quince o dieciséis años, Jesús tenía proyectos. Uno de ellos, en especial, le consumía. Y tal y como vemos en la sociedad del siglo veinte, tuvo que aprender la lección de la paciencia. Es cierto que, al contrario de lo que hoy se repite con demasiada frecuencia, aquel muchacho no vio mermado «su derecho» a cargar con sus propias responsabilidades. Y María, aunque forzada por las circunstancias, se vio libre, como digo, de ese error en el que suelen incurrir los padres de hoy: apartar a los hijos de toda suerte de responsabilidades. Jesús, afortunadamente para Él, recibió y encajó la responsabilidad de una familia. Una obligación, si se me permite, excesiva para sus cortos años. Su fuerza moral —ni mayor ni menor que la de cualquier joven— hizo el resto. ¡Cuán despistados estamos respecto al poder espiritual de los «nuevos hombres»! ¡Y cómo se desperdicia ese «tesoro», innato en todos los jóvenes, por el miedo de los «viejos hombres», que ya no recuerdan sus etapas de juventud!
Así entró el Hijo del Hombre en el año 10, el de su dieciséis cumpleaños: inquieto, responsable y confiado. Intuyendo que la fiera salvaje y agazapada de la vida sólo puede ser evitada con un suave y tranquilo caminar. Replicando sin replicar. Dejando hacer, sin dejar de hacer. Sonriendo cuando nadie sonríe. Hoy diríamos: «caminando con las manos en los bolsillos». Sólo así cabe esperar la gracia del pensamiento creador.
Si los evangelios, aunque deformados e irritantemente parcos, reflejan la imagen de un Hombre sometido a duras pruebas, su juventud no fue mejor. Y aunque lo repitió hasta cansarse —«el Hijo del Hombre no debe ser tomado como ejemplo»—, quien esto escribe, desobedeciendo su consejo, se atreve a recordar a los jóvenes insatisfechos o heridos que «hubo una vez otro joven que no le hizo ascos a la sabia aunque incomprensible “violencia” del destino». Y cargó con una responsabilidad que hoy haría palidecer a muchos.
Cuando me interesé por la aparente frivolidad de su aspecto físico, su hermana Miriam tomó la iniciativa, ante la complacida mirada de la madre:
—¡Guapo, Jasón!… ¡Guapísimo!…
Comprendí su exagerado fervor, aunque es justo reconocer que el Galileo, desde un prisma netamente estético, era un ejemplar muy próximo a la perfección.
—… Ese año se hizo hombre…, en todos los sentidos. ¿Me comprendes?
María, encendida como una anémona, negó con la cabeza. Fue una negación tan sutil que casi se me escapa. E interrumpiendo a Miriam la interrogué con un levísimo movimiento de mis dedos. Sólo logré ruborizarla hasta las cejas.
—Fue antes… —replicó, casi para sí.
Quedó claro. Y la hija prosiguió con su particular retrato de Jesús. Un dibujo que no se apartó excesivamente de la verdad:
—… Era viril. Musculoso. Muy alto para su edad. Con el vello dorando la barba y los brazos. Y los ojos, Jasón…, siempre dulces pero traspasando como espadas. A la luz del día se aclaraban como la miel. Una sonrisa suya era como el calor en el invierno. Pero lo que volvía locas a las jovencitas eran sus pestañas…
—Y no olvides su voz —terció María.
—Sí, por aquel entonces cambió. En casa le tomamos el pelo…
—¿Por qué?
Miriam sonrió, convencida de que, en el fondo, todos los hombres son deliciosamente ingenuos.
—Al principio parecía salir de una cripta. Después se asentó, grave y musical. Pasaba por la aldea como la brisa fresca, despertando cariño, admiración…
—Y envidia —redondeó la Señora con una sinceridad muy de agradecer.
—¿Fue un joven sano?
La pregunta ofendió a las mujeres.
—Duro como el granito —me arrojó la madre en pleno rostro—…, a pesar de los pesares.
—No entiendo…
—¡Ay, hijo, a veces pareces tonto!
Y recuperando la sonrisa me hizo ver que la escasez de dinero no les autorizaba a grandes lujos en la dieta diaria.
—Carne, una vez por semana y no siempre. Leche en abundancia. Pan de trigo o cebada, según… Legumbres, hortalizas y frutos de acuerdo con las épocas y mis postres: la debilidad de Jesús.
—¿Y pescado?
—Menos de lo aconsejable. El transporte desde el yam lo hacía casi prohibitivo. Sólo cuando Él empezó a frecuentar el lago en compañía de uno de mis hermanos disfrutamos de un suministro más regularizado.
Debo aclarar que mi afán por desmenuzar la dieta del joven Jesús no encerraba únicamente un interés documental. Una información pormenorizada de los alimentos que ingería regular y habitualmente podía proporcionar a Caballo de Troya un cuadro ilustrativo de las posibles deficiencias nutricionales y metabólicas del Hijo del Hombre, si es que las tuvo. En los análisis efectuados con motivo de la pasión y muerte, las noticias en este sentido habían sido muy tranquilizadoras. Pero, aun así, convenía cerciorarse en la medida de lo posible. Pues bien, en base a los datos obtenidos, considerando su edad (15 años), peso aproximado (60 a 66 kilos), estatura (alrededor de 1,76 metros) y actividad desplegada en dichas fechas (intensa), los resultados no pudieron ser mejores: ni sombra de desnutrición y un más que aceptable funcionamiento metabólico. Tanto en vitaminas liposolubles como hidrosolubles y minerales, la dieta era correcta[55]. No voy a silenciarlo. Para los especialistas de la operación y para quien esto escribe, la excelente salud del Maestro —siempre desde un punto de vista dietético— fue algo incomprensible. Me explico: entre las clases sociales judías no acomodadas, es decir, la inmensa mayoría, la dieta diaria pecaba de insuficiente y desequilibrada. El raquitismo, deficiencias digestivas, circulatorias, problemas nerviosos, renales, retrasos en el crecimiento, etc., tenían su origen, en gran medida, en la ausencia de vitaminas y minerales. La carne y el pescado, por ejemplo, salvo en determinadas áreas, se consumían muy de tarde en tarde. Y la familia de Nazaret, cuyos recursos económicos experimentaron notables altibajos, no fue una excepción. En buena lógica, reflexionando desde un ángulo estrictamente humano y científico, el satisfactorio desarrollo físico de Jesús (que alcanzaría 1,81 metros de estatura) fue algo anormal e «ilógico». Mientras la leche, productos derivados de la misma (queso, mantequilla, etc.), verduras y frutas, cereales y huevos fueron repartidos a lo largo de su infancia y juventud en una proporción y frecuencia aceptables, no puede decirse lo mismo de las carnes y del pescado. En ambos casos, un plan dietético diario básico señala el consumo, para un adolescente, de una o dos raciones, con una media de noventa gramos por ración. Jesús de Nazaret, según todos los indicios, al igual que el resto de la comunidad en la que le tocó crecer, pudo ingerir del orden de una a dos raciones por semana (a veces, ni eso). Pues bien, esa alarmante carencia de carnes y pescado —los expertos lo saben bien— tendría que haberle provocado, a su vez, un deficiente ingreso de vitamina A, D, tiamina, riboflavina, niacina, vitamina B6, B12, biotina, sodio, calcio, fósforo, hierro, yodo y cobre. En otras palabras: una merma tan gigantesca como peligrosa que, de acuerdo con las leyes de la medicina, podría haber configurado un Jesús diferente al que todos hemos imaginado y al que en verdad fue.
Ante semejante excepcionalidad caben dos posibles explicaciones. Una: que el resto de su dieta y la propia Naturaleza equilibrasen el evidente desajuste. Dos: que su organismo se hallase «salvaguardado» de forma extraordinaria… Incluso, cabría una tercera: una sabia simbiosis de ambas. La primera es racional y científica. La segunda y la última, en cambio, no lo son. Pero ¿es que podía sorprenderme a estas alturas? ¿En qué lugar había quedado mi espíritu científico ante la realidad de la tumba vacía o de las reiteradas apariciones? ¿Qué podía decir la ciencia ante su «cuerpo glorioso»?
Pues bien, nuestras sorpresas apenas sí habían empezado…
A los dos años de la muerte de su padre, el carpintero de Nazaret empezó a destacar en su oficio. Pocos yugos, arados, aperos de labranza y enseres de madera en toda la comarca guardaban la finura que sabía imprimir aquel Jesús de dieciséis años. Amén de cumplir con su obligación, sacando adelante a tan numerosa prole, el joven artesano disfrutaba con su trabajo. Santiago, su hermano, que pasaría muchas horas a su lado, ayudándole, era uno de los que más y mejor le conoció en este interesante capítulo de su mal llamada «vida oculta». Un capítulo en el que, a poco que se profundice, aparece ya el Jesús del futuro. La nula información de los evangelios en este sentido ha privado a la humanidad de algunas pinceladas dignas de mención. La historia ha imaginado al Jesús carpintero como un obrero más o menos rutinario, obligado por el mayorazgo a desenvolverse en un oficio oscuro y aburrido. Lamentable error. Aunque es cierto que desde los cinco años empezó a trastear a la sombra de su padre, entre vigas, herramientas, virutas y maderas de muy diversa índole, Jesús tenía la capacidad innata de identificarse y «hacerse uno» con lo que llevaba entre manos. En este sentido, la madera —supongo que no por casualidad— constituyó durante años un íntimo y gratificante modo de expresarse y de expresar lo que latía en su sensible corazón. Jesús encontró en cada paso de este bello oficio —desde la simple tala hasta el más pulcro acabado— un reto hacia sí mismo. Fue y no fue un artesano que trabajaba por encargo. Cumplía los pedidos pero, lo que muy pocos supieron es que, en cada banco, en cada arca, en cada yugo, en cada puerta o mango de azada que remataba se había «ido» un girón de su alma. El Jesús ebanista y el Jesús fabricante de pesadas vigas para terrados acariciaba la madera, respiraba al ritmo de la sierra y de la garlopa, espiraba al tiempo de cortar y escuchaba el ronroneo de las gubias. Sabía que la madera tiene corazón y, en consecuencia, le hablaba. Quizá pueda parecer una figura retórica. Yo no lo creo. Aquel carpintero, poco a poco, llegó a «descubrir» en el duro e impermeable roble la naturaleza de muchos seres humanos: granítica en el exterior y de fibras largas, rectas y flexibles, fáciles de manejar. Y del nogal aprendió también que, a pesar de su resistencia al hacha, su corazón era como una malla de oro. Y como sucede con otros hombres, «vio» en el avellano una madera flexible, semidura, tenaz…, pero de escasa duración. Aquel «corazón» ni daba fuego ni ceniza… Y quizá asoció el olivo con esos humanos que, retorcidos por el dolor y las miserias, precisan de un «secado» especialmente delicado…
¡Lástima que los evangelistas no nos hayan recreado con aquel carpintero que hizo de la verticalidad de la madera un esperanzado y horizontal camino!
No, Jesús no fue un aburrido artesano. Como sucedería con los oficios que iría desempeñando, fue humilde en el aprendizaje y alegre en la madurez. Y equilibró la dureza de los mismos con un permanente descubrir. Cada nuevo encargo era un no saber, un enigma, un desafío…
Merced a la magia de su pensamiento, el luto de hierro de la familia de Nazaret fue a sublimarse en un cálido recuerdo. Y a pesar de las estrecheces y de su aparentemente frustrado «gran plan», el sosiego terminó por acomodarse en el hogar de la Señora como uno más.
Y fue en aquel año 10 cuando —según confesión de Santiago— tomó una de sus primeras e importantes decisiones. Una determinación que afectaba a su futuro y al de los suyos. Una resolución que no compartió con su madre porque, entre otras razones, difícilmente le hubiera comprendido. Jesús, consciente de su grave responsabilidad para con la familia de la que era «padre» y principal soporte, decidió esperar…
—Lo había meditado largamente —explicó su hermano—. Aguardaría a que todos estuviésemos en condiciones de valernos por nosotros mismos. Entonces, sólo entonces, emprendería su ministerio como educador de la verdad.
—¿Qué verdad? —pregunté simulando escepticismo.
—La suya —replicó certeramente—. A sus dieciséis años, aunque su pensamiento se hallaba todavía confuso, tenía muy clara la idea de «su Padre Celestial». No me preguntes cómo pero ese asunto había echado unas profundas raíces en su inteligencia. Y nadie pudo con Él: ni maestros, ni sacerdotes, ni amigos, ni siquiera María… ¡Pobre mamá María! ¡Cuánto padeció con sus silencios!… Y ése, Jasón, fue el sueño y el ideal que le sostuvo durante años: liberarse de los compromisos familiares para anunciar al mundo que hay un Padre que nada tiene que ver con el Yavé de nuestros mayores.
Dicho así, contemplado en la distancia de dos mil años, el asunto puede desdibujarse. Y corremos el riesgo de minimizar lo ocurrido en el corazón de aquel Hombre. Jesús controló, frenó y congeló su más bello proyecto durante más de doce años. Si uno se para a pensar lo que son y lo que pueden significar doce largos años de trabajo, y en una aldea como Nazaret, no puede por menos que reconocer que su voluntad, paciencia y salud mental eran dignas de un coloso. A decir verdad, acabo de cometer un semierror. No fueron doce los años de espera, sino catorce. Cerrados esos 4380 días (doce años), una vez que sus hermanos contrajeron matrimonio y encauzaron sus respectivas existencias, el Maestro abandonó la Galilea…, para viajar. Y lo hizo durante dos años. En total, por tanto, la «puesta a punto» de su misión exigió más de cinco mil días. Evidentemente, la aparición en público del Hijo del Hombre no fue algo repentino, ni fruto de una «súbita iluminación», como pueden creer algunos. En el desarrollo del tercer «salto» iríamos descubriendo el apasionante prolegómeno que constituyó el fundamento de su gira de predicación.
¡Qué demoledora lección para los impacientes!
Y durante ese dilatado período, salvo Santiago y su amigo íntimo, Jacobo, nadie supo de su «sueño». Es más, envuelta en la rutina del hogar, la Señora llegó a dudar del carácter mesiánico de su Hijo. Si exploramos la situación con frialdad y detenimiento, la postura de la madre no es descabellada. Doce años, insisto, son demasiados para cualquiera, incluyendo a la patriótica Señora. Doce años en los que Jesús se negó, sistemáticamente, a compartir los ideales nacionalistas de María. Doce años en los que jamás habló como profeta. Doce años sin realizar un solo prodigio. Doce años de silencio, de aparente monotonía en su taller… ¿Qué podía pensar la desolada mujer?
Y sin embargo, en ese tiempo, como iré desmenuzando, Jesús experimentaría «su» gran metamorfosis. El Jesús hombre, en mitad de una terrorífica lucha interior, descubriría que, además de humano, era parte y todo de esa divinidad. «Algo» que removería sus cimientos. «Algo» que, por supuesto, la Señora no supo hasta la resurrección…, y no con excesiva claridad. No era de extrañar, por tanto, que el Hijo del Hombre se refugiara en el silencio. Ni siquiera sus más íntimos podían comprenderle y comprender a lo que estaba llamado. Si ha habido alguna vez un hombre SOLO, ése fue Jesús de Nazaret…
Y conviene observar que, aun sabiendo que no era el Mesías, a partir de aquellos años de juventud, Jesús eligió la postura del no enfrentamiento con su pertinaz madre. La dejó soñar. Respetó su errónea creencia y aguardó. ¿De qué habían servido los desmentidos anteriores? Sólo para avivar la discordia y, en suma, para atormentar a María y a los escasos familiares que creyeron la aparentemente fantástica historia del ángel, incluyendo a los seis hermanos de mayor edad. Porque, si los choques más agrios fueron con su madre, con éstos también se vio forzado a razonar y discutir. Era lógico. Desde niños, la Señora les hizo partícipes del «gran secreto familiar»: el hermano mayor era el «Hijo de la Promesa». Y crecieron en ese ambiente, convencidos de que Jesús «portaría la enseña del trono de David y arrojaría al mar a los invasores». Su confusión no tuvo límite al comprobar que el primogénito rechazaba las armas y la violencia. ¿Cómo era posible que no se sintiera orgulloso ante el prometido mesianismo? Tenía que estar loco para negar que fuera el Mesías. Por ello, cumplidos los dieciséis años, tras adoptar la ya referida gran decisión de «aguardar su hora», el carpintero selló sus labios. Sólo los mencionados Jacobo y Santiago supieron de sus avances e inquietudes. Pero tampoco le comprendieron.
Ese año 10 fue también el del ingreso de Simón en la escuela. Y en el hogar se planteó un nuevo problema: la educación de las hermanas. ¿Qué hacían con Miriam y Marta? La primera había cumplido once años. La segunda haría los siete en septiembre. La Señora y Jesús lo discutieron…
—Desde el principio coincidimos —apuntó María sin disimular su complacencia—. También las niñas tenían derecho a estudiar y a conocer la ley. El problema era cómo hacerlo.
No tuvo que explicarme el porqué. En aquella sociedad, como creo haber mencionado, las mujeres eran «ciudadanos de segundo orden». Se las educaba para el matrimonio, el trabajo y la sumisión. Debía a su marido fidelidad absoluta, aunque no podía exigir lo mismo del esposo. Uno de los mandamientos de Yavé había sido manipulado por los doctores y exegetas, de forma que pudiera satisfacer «el gusto de los varones». Decía así: «No desearás la casa de tu prójimo, ni la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su asno, ni su buey, ni nada de cuanto le pertenece». (Ex., XX, 17 y Deut., V, 21.) Pues bien, los astutos judíos, a raíz de esta prescripción del Yavé bíblico, estimaron que la mujer les «pertenecía», al igual que un asno, una viña o unas sandalias. Tan cierto era que, cuando se efectuaba la venta de un esclavo, la mujer de éste iba incluida en la operación, tal y como señala el Éxodo (XXI, 3). En uno de los escritos rabínicos —Menakhoth, XLIII, b.— se proclamaba con el peor de los descaros que «todo hombre debía agradecer diariamente a Dios que no le hubiera hecho mujer, pagano o proletario».
Desde un punto de vista legal, la mujer recibía la consideración de «menor de edad»; es decir, «irresponsable». En consecuencia, cualquier acuerdo, convenio o negocio que pudiera efectuar o pactar podía ser reprobado por el marido. En ese caso, la «parte aceptante» no tenía derecho a reclamar. Eran calificadas de «mentirosas por naturaleza», careciendo del derecho a heredar ni por parte del padre ni tampoco del esposo. En buena medida, esta degradante situación se hallaba justificada por los sagrados textos bíblicos: lamentable antología de la misoginia. Raro era el profeta que no había lanzado sus dardos contra las hembras… Isaías las llama «voluptuosas, perversas y ridículamente vanidosas». Amós las califica de «crueles». En cuanto a Jeremías y Ezequiel, por no alargar tan lamentable lista, las estiman «llenas de duplicidad». Algunos rabíes aseguraban que «entre los hombres que no verían la Gehena (el infierno) se hallaban los que hubieran tenido en la tierra una mujer mala: habrían cumplido su castigo por anticipado…».
Este desprecio por la mujer repercutía, lógicamente, en el capítulo religioso y de la enseñanza que, a decir verdad, se confundían en un todo único. En relación a los preceptos de la Torá, la siguiente regla resume la situación: «Los hombres están obligados a todas las leyes vinculadas a un determinado tiempo; las mujeres, por el contrario, están liberadas de ellas» (Qid., 17 y Sota, II, 8). En otras palabras: no estaban sujetas a recitar el Schema, ni tampoco a ir en peregrinación a Jerusalén durante las fiestas de la Pascua, Pentecostés o los Tabernáculos. Se hallaban libres de asistir a la lectura de la ley, habitar en las tiendas y agitar el lûlab durante la mencionada fiesta de los Tabernáculos, hacer sonar el sopar el día de Año Nuevo, leer la me gillah (el libro de Ester) en la fiesta de los Purim, portar las filacterias o lucir las franjas verticales en los vestidos.
Su «estatuto» en la legislación religiosa aparece perfectamente configurado en una fórmula que los sacerdotes se encargaban de repetir sin cesar: «Mujeres, esclavos (paganos) y niños (menores); la mujer, igual que el esclavo no judío y el niño menor, tiene sobre ella a un hombre como dueño. Es por ello que, desde el punto de vista religioso, se halla en inferioridad ante el hombre» (Ber., III, 3 y Sukka, II, 8).
Sus derechos religiosos, en efecto, habían sido violenta e injustamente recortados. Podían entrar en el gran templo de Jerusalén, sí, pero sólo al atrio de los gentiles, entre los paganos, cambistas, traficantes de mil pelajes y prostitutas y al llamado «de las mujeres». Durante la purificación mensual tenían terminantemente prohibido el acceso al templo: por espacio de cuarenta días después del nacimiento de un varón u ochenta si se trataba de una niña. Tampoco el ritual de la inmolación era usual entre las hembras de Israel. Y si alguna vez recibían autorización para «sacudir las porciones en los sacrificios o imponer las manos sobre las cabezas de las víctimas» era única y exclusivamente «para calmarlas». (Hag., 16 b). Y menos mal que el Deuteronomio (31, 12) expresaba con claridad que las «mujeres y los niños» debían congregarse, al igual que los hombres, frente a Yavé, para oír su palabra. Esto supuso la posibilidad de que entraran a las sinagogas aunque, eso sí, separadas por un enrejado o una barrera… Incluso se llegó a construir una tribuna especial para ellas, provista de una entrada particular[56]. Ni que decir tiene que hacer uso de la palabra en dichas sinagogas era algo «inconcebible». ¿Una mujer leyendo la palabra de Dios? Hubiera sido como imaginar a un perro profetizando…
Sobre sus espaldas, en cambio, recaía todo el peso del trabajo en el hogar, amén de hilar, tejer o atender multitud de faenas agrícolas. Ellas eran las responsables de la diaria fabricación del pan. Debían triturar el grano en los molinos caseros, transportar la artesa con la masa fermentada y proceder a la cocción. Una labor dura que exigía una considerable fuerza y resistencia físicas. Y eran las mujeres las que, habitualmente, tenían a su cargo el cotidiano transporte de agua, cargando toda suerte de tinajas. Ellas, en fin, lavaban, cocinaban, amamantaban, vestían y aseaban a los hijos, zurcían, atendían la limpieza general de la casa, vigilaban la sagrada llama que debía arder todo el sábado, servían la mesa y el vino al marido e, incluso, estaban obligadas a lavar sus pies. La suerte de las niñas judías, en general, estaba trazada desde su nacimiento: eran educadas para servir al macho. En una primera etapa, al padre y hermanos. Después, a partir de los doce años y medio, al marido. Y como cantaban las mordaces galileas, «nunca se sabía qué era peor». Y hablando de las galileas, aunque estas severas e insultantes leyes y tradiciones rezaban igual para la totalidad del país, en la «patria chica» de Jesús no todo era tan tenebroso para las féminas. En la práctica —de puertas adentro—, tanto el hombre como la mujer se dejaban guiar por el sentido común y, naturalmente, por el amor. Sólo los muy ortodoxos mantenían esas diferencias, con el consiguiente rechazo y las justificadas burlas del resto de la población. A la hora de la cotidiana e implacable realidad, la mujer —como siempre—, bien por su intuición, experiencia o buen hacer, era la que aconsejaba y acertaba. En algunas de las viviendas que llegué a visitar observé en las paredes, a manera de nuestros cuadros, tablas policromadas con inscripciones como éstas: «Dichoso el marido de una mujer buena: el número de sus días será doblado». «La mujer de valer alegra a su marido, cuyos años llegarán en paz a la plenitud». «La mujer de valer es una fortuna. Los que temen al Señor la tendrán. Y sea rico, sea pobre, su corazón será feliz». «La gracia de la mujer es el gozo del marido. Su saber le vigoriza los huesos». «Un don de Dios es la mujer callada, y no tiene precio la discreta. Y no tiene precio la mujer casta». «Sol que sale por las alturas del Señor es la belleza de la mujer buena en una casa en orden». «Mujer buena es buena herencia». «No des salida al agua, ni a mujer mala libertad de hablar».
La Señora, por la educación recibida en su infancia y juventud, por su arraigado respeto a la libertad de ideas y creencias y por las relativamente cómodas circunstancias de haber vivido en una Galilea tolerante y liberal, era un avanzado ejemplo de lo que hoy se conoce como «feminista». Jamás la vi salir a la calle con el rostro cubierto, tal y como fijaba la ley, o ruborizarse porque un vecino o un extraño pudieran dirigirle la palabra. Cumplía con lo establecido a la hora de acudir a los servicios de la sinagoga pero, por supuesto, no estaba conforme con el «sistema». Por ello, al plantearse el difícil problema de la educación de sus hijas Miriam y Marta, no lo dudó un segundo: «serían instruidas en la Torá…, pública o secretamente».
Ni siquiera a la abierta Galilea había llegado aún la «perversa costumbre griega y romana» de admitir en las escuelas a las hembras. E, intrigado, me interesé por el sentido de la palabra «pública». ¿Qué había querido decir la impulsiva María con «instruir a sus hijas de forma pública»?
—Exactamente lo que estás pensando —replicó la Señora—: intentar que fueran admitidas en la sinagoga…
Miriam siguió sus palabras con indulgencia.
—Lo hablé con Jesús y, a pesar de sus sensatos argumentos, caí en una de esas crisis de tozudez. ¿Por qué no dar el paso?
Los argumentos del joven «cabeza de familia» no podían ser otros que los de la triste realidad: «no era lo acostumbrado». Pero la mujer, intuyendo que la justicia le asistía, fue animando a su Hijo. Y un buen día se presentaron ante el hazán, el jefe de la escuela-sinagoga.
No quise interrumpirla. Sin duda se trataba del saduceo.
—Dialogamos, discutimos y, claro está, reñimos. Esa víbora…
Había acertado. Y María se removió inquieta sobre la estera.
—… Esa serpiente se dobló de risa al saber nuestras pretensiones. «Antes muerto (sentenció) que violar la ley de Moisés». ¿Violar la ley? ¡Menudo sinvergüenza! Si este pueblo hablara… Era el momento esperado. Al mentar la ley, yo misma se la recordé. Y le solté en su cara lo que reza la mismísima Torá. Escucha y dime si no llevaba razón…
María era imprevisible. Así que fui todo oídos.
—… Y Moisés puso la ley por escrito y se la dio a los sacerdotes… Y les dio esta orden: «Cada siete años, tiempo fijado para el año de la Remisión, en la fiesta de las Tiendas, cuando todo Israel acuda, para ver el rostro de Yavé tu Dios, al lugar elegido por él, leerás esta ley a oídos de todo Israel. Congrega al pueblo, hombres, mujeres y niños, y al forastero que vive en tus ciudades, para que oigan, aprendan a temer a Yavé vuestro Dios, y cuiden de poner en práctica todas las palabras de esta ley. Y sus hijos, que todavía no la conocen, la oirán y aprenderán a temer a Yavé nuestro Dios todos los días que viváis en el suelo que vais a tomar en posesión al pasar el Jordán».
Más que el contenido de aquel pasaje del Deuteronomio lo que me impactó fue el hecho de que conociera la Torá. Quizá, como otras mujeres, había sido «secretamente» instruida en su hogar.
—Y ahora dime: ¿guardaban justicia mis palabras?
Asentí, claro.
—Pues bien, conforme recitaba la letra santa, el muy bribón, a quien Dios confunda, fue cambiando de color. Y del blanco pasó al rojo y luego al verde. Algo tramaba. Y mi Hijo, conociendo sus maquinaciones, me hizo un gesto para que cesara el discurso. Pero María, «la de las palomas», no es mujer a la que se le pueda imponer un injusto silencio. Aquel saduceo me escucharía hasta el final. Y al concluir, dirigiéndose a Jesús, con la lengua atropellada por la ira, balbuceó: «¡Tú y tus irreverentes ideas…! ¡Más valdría que buscaras marido para esta viuda deslenguada!».
»A partir de ese momento, el muy venenoso ni siquiera me miró. Mis posibles culpas cayeron sobre las espaldas de Jesús. E invocando la palabra del Divino acometió de nuevo: “¡Muchos han caído a filo de espada, mas no tantos como los caídos por la lengua! Yugo mal sujeto es la mujer mala…”.
»Y Jesús, una vez que el hazán hubo vaciado su ponzoña, replicó con la sabiduría del Eclesiástico: “Tres clases de gente odia mi alma, y su vida de indignación me llena: pobre altanero, rico mentiroso y viejo adúltero, falto de inteligencia”.
»¡Dios bendito!, el saduceo (altanero, mentiroso y adúltero) se puso lívido. Y arrojando hiel y fuego por los ojos arremetió contra mi Hijo: “¿Quién le ha enseñado la ley? ¿Quién ha cometido el sacrilegio de abrir la santidad de la Torá a esta pecadora? ¿Has sido tú, Mesías de madera? ¿Sabes que podría expulsarte de la sinagoga?”.
»Pero Jesús, sonriendo valientemente, le dijo algo que entonces, con el señuelo del Mesías Libertador en mi corazón, interpreté de forma equivocada: “Mide bien tus palabras, Ismael. También yo, el último, me he desvelado, como quien racima tras los viñadores. Por la bendición del Señor me he adelantado, y como viñador he llenado el lagar. Mira que no para mí sólo me afano, sino para todos los que buscan la instrucción. Deja a esta viuda con la pena de su viudez y no olvides lo que reza la ley que tanto defiendes: el corazón obstinado se carga de fatigas. Y hay quien se agota y apresura en beneficio de la santidad de un libro, llegando tarde a la suya propia. Si por buscar el ingreso de la justicia en la sinagoga pretendes mi expulsión de la asamblea, ¿no será que estás condenando al justo?”.
»“¿Justo? ¿Te atreves a proclamarte justo?”.
»El saduceo, fuera de sí, le hubiera abrasado en su mirada. Y cuando Jesús se disponía a responder estalló entre hipócritas lamentos: “¡Halaga a tu hijo y te dará sorpresas! ¡Juega con él y te traerá pesares! ¿Por qué tuve que instruirte? ¿Has olvidado quién te enseñó? ¿Eres tú más justo que el que imparte la justicia?”.
»Esta vez, mi Hijo no permitió que le sellara los labios. “No lo he olvidado —respondió—. Pero no habría estado en tu mano, de no ser por expreso deseo de mi Padre…”.
»Ismael —aclaró María innecesariamente— confundió las palabras. “José, tu padre, era un hombre sin doblez, pero blando. Te consintió en exceso y éste es el fruto: un hijo libertino”.
»“Está escrito: el que instruye a su hijo (rechazó Jesús) pondrá celoso a su enemigo. Y ante sus amigos se sentirá gozoso. En cuanto a mis pecados, no olvides que los vástagos de los impíos no tienen muchas ramas… Y dime: ¿acaso las ves en este Mesías de madera?”.
»“¿Cómo te atreves a llamarme impío? (vomitó el sacerdote). Yo soy el custodio de la ley…”.
»“El que guarda la ley (le desarmó Jesús) controla sus ideas”.
»“Mis ideas, desagradecido y presuntuoso jovencito (clamó el hazán atropelladamente) nacen de la ley. Las tuyas, para tu perdición, mueren en la ley. Siempre te expresaste como un necio y sólo a los necios consolarás. Mas, no te confundas: yo no soy tal”.
»“Ismael (manifestó Jesús con una paciencia y dulzura que me sacaron de quicio), tú, ahora, tienes el corazón en la boca. Y yo, algún día, enseñaré lo contrario: que el corazón sea la boca de los sabios”.
»“¿Algún día?… Primero tendrás que aprender la humildad. Y aun así, ¿quién oirá a un desarrapado carpintero?”.
»Jasón, tuve que contenerme. Le hubiera sacado los ojos… —Pero aquel Hijo del Hombre en proyecto empezaba a brillar con luz propia. Y tuvo la respuesta justa—: “Quien es estimado en la pobreza, ¡cuánto más en la riqueza!”.
»“¡Ah!, ¿pero tú serás rico?”, se burló el saduceo.
»Y mi Hijo volvió a sonreír. Y señalando con el dedo a los cielos trató de aclarar su idea de la “riqueza”. Pero la víbora era ciega.
»“Mi riqueza, Ismael, es hacer la voluntad del Padre. Cuanto mayor es mi fe en Él, más grande mi crédito en la tierra… Y en cuanto a aprender la humildad, ésa, amigo mío, no se aprende: se nace o no se nace con ella”.
»“Dice la Escritura: ensálzate con moderación”.
»El reproche del sacerdote no hizo mella en Jesús. “Y dice también (le replicó al punto): estímate en lo que vales. Porque, al que peca contra sí mismo, ¿quién le justificará? ¿Quién apreciará al que desprecia su vida?”.
»“Y tú, infeliz, ¿en qué puedes estimarte?”.
»Cargada como una tormenta no pude contenerme. Y fui yo quien le dio cumplida réplica: “Es estimado en el amor que guarda y que otorga. ¿Puedes tú decir lo mismo, que sólo has ganado la amistad de los sin amor?”.
»Jesús trató de apaciguarme. Pero, furiosa, le restregué por la cara lo que todos pensaban y muy pocos se atrevían a declarar: “Tu boca amarga, lejos de multiplicar amigos, sólo sabe menguarlos. Tu poder es el del miedo. Te sientas a las mesas de las gentes de esta aldea, pero jamás has abierto tu bolsa ante la adversidad de los demás. Sólo tú te estimas, confundiendo el brillo del lujo con el beneplácito divino. ¿Es que no sabes que el corazón modela el rostro del hombre? Pues bien, mírate y juzga…”.
»Mis palabras, lo reconozco, fueron despiadadas. Y Jesús, tirando de mí, me obligó a regresar a casa. Desde aquella disputa, Ismael, el saduceo, no dejó de intrigar para perdernos. Y mis hijas tuvieron que ser instruidas secretamente. Santiago, y en ocasiones Jesús, cuando su trabajo lo permitía, fueron los maestros.
«Jesús de Nazaret maestro». Como es natural no resistí la tentación y pregunté sobre las características y el estilo de tan singular «profesor». Hubo unanimidad. El viejo y extendido lema de los hazanes judíos —«odia a su hijo el que da paz a la vara»— fue fulminantemente reprobado por el primogénito.
—La vara de avellano —repetía a los que no compartían su «método pedagógico»— puede empuñarla cualquiera. La de la paciencia, sólo los auténticos maestros.
Las enseñanzas a Miriam y Marta, y por extensión a todos sus hermanos, tuvieron un cemento común: las Escrituras. Así estaba fijado por la tradición y Jesús, siempre respetuoso, no quiso apartarse de ellas. Y aunque la sabiduría era la propia Torá, el joven maestro procuraba alternar las repetitivas y memorísticas recitaciones de los libros sagrados con incursiones a las ciencias de la geografía, las matemáticas, la astronomía o la historia, por citar algunos modelos. Unas disciplinas que en aquel tiempo se hallaban abiertamente reñidas con la investigación. Al menos para los rigoristas de la ley. El Talmud lo recoge con precisión: «No hagas objeto de tus investigaciones lo que es demasiado difícil. No sondees lo que está oculto». Jesús, como fue dicho, no era de este parecer. Sus continuas e inquietantes preguntas le revelaron como un curioso o, si se prefiere, como un investigador nato. Y llegado a este extremo, bueno es dejar constancia de algo que, en mi opinión, entraña un gran interés. Las enseñanzas del futuro Hijo del Hombre a sus hermanas y hermanos ponen de manifiesto que a sus dieciséis años no era consciente de su naturaleza divina. De lo contrario, ¿por qué estimar la Biblia como la fuente de toda sabiduría? ¿Por qué enseñarles que «sería menester vivir quinientos años para recorrer la distancia de la tierra al cielo que está inmediatamente por encima de nosotros»? ¿Por qué decirles que «ese mismo intervalo separa ese cielo del siguiente y que ésa es la distancia entre las extremidades de todo cielo, cruzado en su espesor»? Si Jesús hubiera dispuesto de su «memoria divina» —las palabras siguen limitándome—, ¿a qué venía enseñarles que el número de cielos es de siete? La razón es obvia. Su combate interior no había concluido. Él pensaba como hombre. Y como tal había aprendido que hay siete cielos: el Pentateuco —decían los rabíes— utiliza siete palabras diferentes para referirse al cielo. En consecuencia —enseñaban los hazanes— el número de cielos es de siete. (Pablo de Tarso hace una alusión a ese «séptimo cielo»).
Si aquel maestro llamado Jesús hubiera sido consciente de su origen divino, ¿por qué iba a afirmar que la tierra, por la misma razón, estaba formada por siete capas superpuestas? (Hoy sabemos que los antiguos eruditos de Israel no se hallaban tan descaminados en sus apreciaciones. Incluso, algunos kabalistas dividen los tres elementos en SI-AL-SI-MA-NI-FE.)
—Él nos enseñó lo que reza la tradición en torno a la creación del mundo. Pero tenía sus dudas…
Miriam fue sincera. Ésa tradición, recogida en el escrito rabínico Yoma, LIV, 6, dice que en el templo de Jerusalén se veía la piedra que Yavé echó al mar primigenio, con el fin de que la tierra fuera formándose a su alrededor.
—… Él nos dijo que ésa era la creencia más extendida y que debíamos considerarla y conocerla, aunque sospechaba que podía haber otra explicación más lógica.
—¿Y llegó a expresarla? —le interrogué con gran curiosidad.
—No. Mi Hermano no era como los otros maestros. Cuando no sabía una cosa lo confesaba abiertamente. Y eso no tenía respuesta para Él.
También les habló de la «misteriosa línea que rodea el Universo».
—En efecto —prosiguió la hermana mayor—, la que separa la luz de las tinieblas. De ella habla el profeta Isaías cuando dice: «Echará Yavé sobre ella las cuerdas de la confusión y el nivel del vacío». (Is., XXXIV, 11.)
En el capítulo de la geografía Jesús llegó hasta donde pudo. Los conocimientos de la sociedad judía eran más románticos y nacionalistas que científicos. Los «expertos» creían que el mundo era un plano circular. (Creencia basada también en la Biblia: Isaías, XL, 22.) Y que todo él se hallaba rodeado de agua. (Eroub, XXII, b.) «Y Dios, como atestigua el Libro de los Proverbios (VIII, 26), se sienta sobre ese círculo, trazado por él mismo». Lógicamente, Israel ocupaba el centro. Y muchos rabíes llamaban al resto del mundo conocido como «los países del mar».
—Él nos transmitió entonces lo que todos creían: que nuestra nación estaba bañada por siete mares: el Grande (el Mediterráneo), el yam (actual mar de Tiberíades), la Samoconita (el lago Hule), el Salado o mar de Sodoma, el mar de Aco (golfo de Acaba), el Schelyath y el Apameo. (Muy probablemente se refería a dos pequeños lagos, ya desaparecidos, ubicados en tierras de Idumea y a los que hace alusión Diodoro de Sicilia).
Y tomando como referencia los textos bíblicos y lo que había aprendido de las caravanas y viajeros, Jesús se atrevió a pronosticarles que la tierra era mucho más grande de lo que oficialmente se creía. Y que el número de montes, ríos, lagos y animales iba más allá de lo que enumera la Escritura. Pero también les aconsejó que fueran prudentes a la hora de hablar de estas cosas con sus amigos y compañeros de Nazaret. La credibilidad del carpintero entre las «fuerzas vivas» de la aldea no se hallaba muy crecida…
—Al estudiar el mundo de los animales —apuntó Miriam con nostalgia—, nuestro querido Hermano se hizo lenguas, elogiando la sabiduría de su Padre de los cielos. Y casi en secreto nos comunicó que Él no creía demasiado en la división sagrada de «animales puros e impuros». Y dijo que, por ejemplo, la langosta y otras criaturas con patas que habitan en el mar y que el libro llama «impuras» no podían ser tales. En todo caso, manifestó, dependerá del tiempo que medie entre la captura y su consumo. (Acertadísimo veredicto del joven maestro de Nazaret. En un lugar como el desierto del Sinaí, con temperaturas que podían rebasar los cuarenta grados Celsius, la conservación del marisco resultaba dudosa en extremo, pudiendo perjudicar la salud del pueblo elegido. De ahí que, con una astuta «visión sanitaria», Yavé los incluyera entre los animales que no debían ser destinados al consumo).