Debí suponerlo. Después de casi nueve horas de intenso y accidentado viaje, aquel respiro no era normal. Y al pisar el polvoriento sendero que se empinaba hacia la blanca y próxima Caná, el optimismo de los peregrinos se hizo humo, perdiéndose en el borrascoso y amenazante cielo de aquel lunes, 24 de abril del año 30. Y surgió la tragedia. Y quien esto escribe se vio enfrentado a otro amargo trance…
Con toda seguridad, nada de aquello habría acontecido si el confiado Bartolomé, en lugar de detener su desigual paso, hubiera proseguido hacia la ya inminente y ansiada aldea, punto final del viaje. Pero ¿quién tiene en su mano modificar los designios de la Providencia?
Días más tarde, al retornar al módulo y someter el minúsculo disco magnético alojado en la sandalia «electrónica» al proceso de lectura y decodificación, Santa Claus, nuestro ordenador central, ratificó con escrupulosa minuciosidad el lugar exacto donde se registró el lamentable incidente: a 19 kilómetros y 500 metros del lago de Tiberíades.
En dicho paraje, a la vista de su ciudad natal, Bartolomé (Natanael), en una muy humana y comprensible explosión de júbilo, detuvo sus cortas e inseguras zancadas. Alzó los brazos y, al caer sobre los hombros, las amplias mangas de la túnica dejaron al descubierto unas extremidades tan menguadas como velludas y musculosas. Y girando sobre los talones nos sorprendió con una de sus inconfundibles sonrisas: franca, interminable y enturbiada por una dentadura negra y ulcerada.
Juan Zebedeo, la Señora y este explorador agradecieron la inesperada pausa. Y Bartolomé, encarándose a los cielos, clamó con gran voz:
—Las puertas se revuelven en sus quicios…, así el perezoso en su cama…, y tú, Caná, sobre la dorada abundancia…, pero te amo.
Conforme fui penetrando en la vida de aquellos hombres —los llamados «íntimos» de Jesús—, mi sorpresa creció sin medida. Natanael era el ejemplo más cercano. Culto, filósofo y con un singular sentido del humor, acababa de hacer suyo un símil didáctico del libro de los Proverbios, redondeándolo sin pudor. Pero no debo desviarme…
Quizá fueran ya las cuatro de la tarde. El caso es que María, la madre de Jesús, aprovechando el breve descanso, fue a depositar el reducido hato de viaje sobre las puntas de sus polvorientas sandalias de cuero de camello. Y advirtiendo la proximidad de Caná, en un gesto típicamente femenino, procedió a ordenar y alisar los generosos, negros y discretamente nevados cabellos. Dejó escapar un largo suspiro y, por casualidad, el verde hierba de sus hermosos ojos almendrados fue a descubrir algo entre el manso y dorado oleaje de los trigales, a la izquierda de la senda que nos conducía. No dudó. Y tampoco preguntó. Aquél era su estilo: decidido y, en ocasiones, peligrosamente irreflexivo. Esta forma de ser de la Señora había constituido un casi permanente manantial de conflictos. Su Hijo primogénito, entre otros, como espero ir narrando, fue testigo de excepción de cuanto afirmo.
Al principio, ni el complacido Zebedeo ni el eufórico Bartolomé prestaron excesiva atención al súbito alejamiento de María. Pero este explorador, atento siempre, casi en perpetua tensión, fascinado por cada palabra o movimiento de aquellos personajes, la siguió con la mirada, intrigado.
Con su nervioso caminar, la Señora se situó en la linde del trigal. Y durante algunos segundos permaneció absorta en un cimbreante corro de flores, nacido al socaire de las altas y prometedoras espigas de trigo duro. Acto seguido, segura de su descubrimiento, se dejó caer lenta y suavemente, hasta que las rodillas tocaron la roja arcilla. Y con destreza, su mano izquierda fue arrancando unos primeros manojos de flores. Los aproximó al rostro y, entornando los ojos, aspiró profundamente. ¡Cuán ajenos estábamos a lo inminente de la tragedia!
Y en un generoso deseo de compartir su hallazgo nos mostró el cuajado ramillete de flores blancas.
—¡Son lirios! —exclamó alborozada.
Su alegría estaba justificada. Este tipo de flor silvestre —shoshan, según los textos bíblicos—, que crece en la Galilea y en el monte Carmelo, simbolizaba la belleza. En aquel tiempo, esta delicada y aromática flor era asociada a la buena suerte y a unas muy especiales cualidades espirituales. El Libro de los Reyes (I) (7, 19-26), el Cantar de los Cantares (2, 1-2) e Isaías (35, 1-2), entre otros, la mencionan y enaltecen. El propio Jesús habló de su especial significación[1]. En esta ocasión, sin embargo, el descubrimiento del lilium candidum no fue presagio de buena fortuna. Todo lo contrario.
Una sonrisa fue la amable respuesta del Zebedeo al tierno comentario de María. Pero siguió a mi lado. En cuanto a mí, tentado estuve de salvar los tres o cuatro metros que nos separaban de la Señora y colaborar en la recogida de los lirios. Sin embargo, Bartolomé, como si hubiera adivinado mis intenciones, tomó la iniciativa, precipitándose hacia el trigal. Se liberó del engorroso manto o chaluk y, feliz como un niño, fue a inclinarse sobre las flores, apresando, no sólo los lirios, sino también las moradas y azules anémonas, así como los abundantes y escarlatas ranúnculos que crecían parejos. Ahora tiemblo al imaginar lo que podría haber sucedido si me hubiera adelantado al romántico Natanael…
Me disponía a interrogar al joven Zebedeo en torno al posible destino de tan copiosos ramos cuando, de improviso, Bartolomé profirió un ahogado gemido. Se incorporó veloz, soltando el ramillete. Y, ante el desconcierto general, desenvainó su gladius, lanzando un poderoso mandoble contra el escondido terreno. Entre los tallos tronchados, una nubecilla de polvo se elevó fugaz sobre las espigas, moteando la blanca túnica del discípulo. María, a dos metros escasos, palideció. Juan y yo nos miramos alarmados, sin comprender.
El golpe, propinado con ambas manos, fue tan violento que el hierro quedó clavado en la arcilla. Sin embargo, en lugar de recuperar el arma, Bartolomé dio media vuelta y, tambaleante, se dirigió hacia nosotros. Me asusté. Los ojos aparecían desorbitados, vidriosos y su faz, como la de la Señora, se había tornado lechosa. Y aterrorizado extendió las manos hacia el Zebedeo, en una muda petición de auxilio…
Hoy, al rememorar estas escenas y su carga de dramatismo, vuelvo a formularme la gran pregunta: «¿Estábamos preparados para un “viaje” de esta naturaleza?». Más aún: ¿es posible hallar a alguien con la sangre fría suficiente como para limitarse a observar, sin ceder a la natural inclinación de ayudar a sus semejantes? Nuestro entrenamiento, de eso no cabe duda, era excelente. Quien esto escribe había sido puesto a prueba durante las amargas horas del prendimiento, torturas y ajusticiamiento del rabí de Galilea. Pero, aun así, las tentaciones y las dudas brotaban a cada instante. Éste era el problema. Pues bien, a la vista de lo que nos tocó vivir en aquel segundo y tercer «saltos» en el tiempo, estoy convencido de que, a la larga, si estos «viajes» se repiten, los frutos pueden ser nefastos. Lo ocurrido a poco más de dos kilómetros de Caná y en el resto del viaje fue todo un aviso. Dicho queda.
Juan, intuyendo el problema, se abalanzó hacia el descompuesto Natanael. También María acudió en su ayuda. En cuanto a mí, perplejo y sin saber a qué atenerme, permanecí en mitad del camino, aferrado a la «vara de Moisés» y, supongo, con una perfecta cara de estúpido…
Pero, ahora que lo pienso, observo con desolación que he vuelto a alterar el orden cronológico de esta nueva aventura. Es menester que este apresurado diario refleje los hechos tal y como sucedieron y, muy especialmente, en el orden estricto en que se manifestaron. Así debe ser, en beneficio de la verdad. Solicito, pues, disculpas al hipotético lector de estas memorias. Fueron tantos y tan sugestivos los sucesos que nos tocó vivir que, como en esta ocasión, tengo la imperdonable tendencia a trastocarlos. Y aunque lo mío no es escribir, me esforzaré por guardar ese natural e imprescindible orden.
Como venía diciendo, esta utilísima exploración fue acometida muy de mañana. El desembarco en la orilla occidental del yam, al sur de la ciudad de Migdal, se efectuó con celeridad y suma discreción. Los relojes de la «cuna» debían marcar las 07 horas y 15 minutos…
Y Natanael, tomando la iniciativa, se puso en cabeza de la expedición, adentrándose en la llanura que nos separaba de Hamâm. Inspiré con fuerza y, dirigiendo una última mirada al lejano promontorio en el que esperaba mi hermano, me situé inmediatamente detrás de Juan, cerrando la escueta comitiva. Una nueva y excitante aventura acababa de empezar.
Como narré en su momento, tras las dos asombrosas apariciones del Resucitado a orillas del mar de Tiberíades, sus discípulos —divididos a causa de la fogosidad de Simón Pedro—, terminaron por pactar. Aguardarían al sábado, 29 de ese mes de abril. Si la tercera y discutida presencia del Maestro no se registraba a lo largo del mencionado sabbat, el propio Pedro encabezaría la misión de «proclamar la buena nueva de la resurrección y de la, según ellos, inminente llegada del reino». La jornada anterior —domingo, 23 de abril—, el que muy pronto sería reconocido como «jefe» de un sector del primigenio grupo apostólico, había cometido el atrevimiento de convocar al gentío que se agolpaba a las puertas del caserón de los Zebedeo, en Saidan, a una magna asamblea, en aquella misma playa y a la hora nona (las tres de la tarde) del referido sabbat. «Entonces —les anunció— os hablaré con más calma».
Pobre Simón. Su sorpresa, ese día y en esa multitudinaria reunión, sería épica.
La suerte, por tanto, estaba echada. Y los íntimos, de común acuerdo, optaron por aprovechar aquellos días de teórica inactividad para visitar a sus olvidadas familias o, sencillamente, reponerse de los recientes y dolorosos acontecimientos acaecidos en Jerusalén. Esta circunstancia, no prevista por Caballo de Troya, vendría a enriquecer nuestra misión, permitiendo a quien esto escribe un más fácil acceso a la aldea de Nazaret. La magnífica oportunidad, a pesar de sus peligros y naturales dificultades, podía abrirnos un insospechado campo en el conocimiento de los años ocultos —o supuestamente ocultos— de Jesús. Y la Providencia, una vez más, fue generosa con estos esforzados exploradores…
Como creo haber mencionado, Juan de Zebedeo se brindó a velar por la seguridad de María durante tales jornadas. Y yo acepté encantado la invitación para acompañarles. En cuanto al segundo discípulo, Bartolomé, tal y como referí oportunamente, caminaría a nuestro lado, deteniéndose en su ciudad de origen: Caná. A la vuelta, prevista para el viernes, 28, Natanael esperaría nuestro obligado paso por la población de sus mayores, retornando al lago en compañía del Zebedeo y de este «pagano», mitad «adivino», mitad «traficante» en vinos y maderas, mitad «sanador»…
Sobre el papel, mi cometido en Nazaret no presentaba especiales complicaciones. Con sumo tacto, eso sí, debería ingeniármelas para reunir un máximo de información, verificando —hasta donde fuera viable— los datos obtenidos hasta esos momentos. No me importa insistir. No discutiré si los llamados evangelistas acertaron o no en su trabajo. Quien se enfrente a estos diarios podrá juzgar por sí mismo. De lo que estoy seguro es de que una auténtica aproximación a la vida y al mensaje del Hijo del Hombre requiere, cuando menos, una visión panorámica de toda su existencia. Mutilar su encarnación, ofreciendo tan sólo los tres postreros años de dicha vida, es injusto e irresponsable. Cuanto nos fue dado averiguar sobre sus primeros treinta y dos años se halla tan cuajado de interés que, amén de resultar atractivo por sí mismo, autoriza a creyentes o no creyentes a dibujar en sus mentes y corazones una silueta de Jesús de Nazaret infinitamente más precisa, cercana y esperanzadora. Si la filosofía y la forma de ser de cualquier humano adulto dependen en gran medida de su educación y entorno familiar, ¿por qué hacer una excepción de un Dios que se hizo igual al hombre? ¡Qué singular simpatía nos produjo comprobar que aquel joven también supo del dolor que se experimenta ante el fallecimiento de un ser querido! ¡Qué emoción al saber de sus estrecheces y penurias económicas! ¡Qué serena dulzura al identificarnos con sus humanas tentaciones, con sus crisis y con su despertar a la vida! ¿Por qué los escritores mal llamados sagrados han negado a las generaciones esos dramáticos años en los que Jesús, muy lentamente, fue adquiriendo conciencia de su naturaleza divina? ¿Por qué olvidar u ocultar el transparente y hermoso amor de Rebeca, la joven de Nazaret, por aquel muchacho?
Esto, y cuanto el Padre Eterno y Misericordioso tuvo a bien revelarnos sobre la «vida oculta» de Jesús de Nazaret, no empañó ni diezmó nuestra visión del Maestro. Al contrario. De ahí mi comprensible indignación con los evangelistas. Pero es hora ya de entrar en materia.
Bartolomé y Juan aceleraron el paso. Era evidente que deseaban alejarse lo antes posible de la orilla occidental del yam. El segundo, en particular, inquieto por los recientes sucesos de Saidan, trataba de evitar cualquier clase de encuentro con las gentes del lugar. Entiendo que aquella esquiva actitud nada tenía que ver con el miedo. En los momentos críticos, el Zebedeo se había destapado como uno de los más valientes, acompañando al Maestro hasta el final. El problema era otro. Desde un principio, en abierta oposición a Pedro, se inclinó por una actuación más cautelosa. Juntamente con Andrés y Mateo Leví había defendido la opción de la «espera». Los hechos eran tan extraordinarios, confusos y vertiginosos que, en buena ley, demandaban una profunda y serena reflexión, antes de pronunciarse en un sentido o en otro. Y aunque nadie podía dudar de su inquebrantable fe en la vuelta a la vida de Jesús, esgrimiendo una encomiable sensatez, quiso ajustarse primero a las órdenes o indicaciones del rabí. Y éstas, obviamente, no se habían producido. El tiempo le concedería la razón.
Y en silencio, tras cruzar las erosionadas lajas de piedra de la calzada romana que facilitaba las comunicaciones en aquella región del lago, nos adentramos en la fértil llanura que resbalaba desde el desfiladero de las Palomas. Natanael, nuestro guía, viejo conocedor del terreno, nos arrastró durante cuatro o cinco minutos a través de un laberinto de senderillos que delimitaba e intercomunicaba una no menos compleja red de huertos y campos de labranza, prolongación, en suma, del «jardín de Guinosar», orgullo de la Galilea.
Al poco, con admirable precisión, el discípulo de Caná desembocaba en un camino de unos tres metros de anchura, polvoriento y alfombrado por un pestilente reguero de excrementos de caballerías y ganado menor. Me detuve un instante. Como en las correrías precedentes por las costas de Cafarnaum y Saidan, la puntual ubicación de referencias geográficas en mi memoria resultaba de esencial interés para un más seguro y eficaz desarrollo de la misión. Y aquel camino, por lo que pude deducir, conducía al sureste. Probablemente, a la vía Maris, en las cercanías de las ruinas de Raqat o de la altiva ciudad de Tiberíades.
Unos diez minutos después nos situábamos a las puertas del wâdi o valle de Hamâm, conocido también como el desfiladero de las Palomas. Allí, la senda se partía en dos. Un ramal, angosto y descuidado, arrancaba por nuestra derecha, perdiéndose en dirección noreste. En dicha confluencia, para mi descanso y satisfacción, se erguían dos mojones de brillante basalto negro. Quizá lo que presencié en esos momentos no revista mayor importancia, pero me resisto a olvidarlo. En ocasiones, un simple gesto, como aquél, encierra más fuerza que todo un discurso… Era curioso. A pesar de su dilatada asociación con Jesús y de las excelsas enseñanzas recibidas, la mayor parte de los discípulos seguía alimentando un casi genético desprecio por los romanos. Y no era extraño que lo manifestasen a la menor oportunidad.
La cuestión es que, al llegar a la mencionada bifurcación, Bartolomé, siempre en cabeza, aflojó el paso. El Zebedeo y la Señora le imitaron y, tras una rápida inspección de los alrededores, convencidos de que nadie espiaba sus movimientos, el primero de los discípulos giró el rostro hacia los mojones, lanzando un súbito y certero salivazo contra la piedra. En un primer momento, un tanto perplejo, asocié aquel poco edificante gesto con alguno de los hábitos del guía. Mas, al ser testigo de un segundo salivazo, propinado esta vez por el Zebedeo, mi desagrado se transformó en curiosidad. Y, sin más, reanudaron la marcha.
No necesité explicaciones complementarias. Al pasar ante los mojones entendí la razón de semejante comportamiento. Cada una de aquellas piedras volcánicas, de un metro de altura, orientaba al caminante en una muy concreta dirección. En uno, vaciado en la dura roca, había sido esculpido el nombre de Tiberíades y los estadios que restaban hasta la ciudad: 21 (unos 4,5 kilómetros). El segundo mojón, marcando el ramal que serpenteaba hacia el noreste, advertía de la proximidad de Migdal, situada a cinco estadios (alrededor de un kilómetro). Pues bien, aunque los mojones y las pertinentes señalizaciones podían haber sido trabajados unos setenta años antes —seguramente en la época en la que el rey Herodes el Grande conquistó aquella zona—, debajo de los respectivos «letreros», una mano diestra y, casi con seguridad, romana, había grabado la efigie del césar Tiberio, dueño y señor de la levantisca provincia por la que caminaba.
Sonreí para mis adentros y, acomodando a mi espalda el cada vez más molesto pellejo del agua, apresuré el paso, reintegrándome al grupo.
Santa Claus, días más tarde, ajustaría las mediciones. No obstante, si no erraba en los cálculos, aquella primera etapa (desde la playa a las puertas del wâdi) había sido apurada en cosa de quince minutos. No estaba mal para una milla. Aquél, naturalmente, no era el camino habitual entre Nahum y Nazaret o viceversa. Al utilizar la vía marítima, y desembarcar al sur de Migdal, habíamos evitado los ocho kilómetros que separaban la citada Nahum (Cafarnaum) de la ciudad de la Magdalena.
Pues bien, al irrumpir en el wâdi Hamâm, el caminar se ralentizó, lógica consecuencia de la progresiva elevación del terreno. Debemos considerar que el nivel del lago de Tiberíades, en aquel tiempo, se hallaba en la cota «menos 212 metros» y que, en breve, nos situaríamos en el del mar Mediterráneo, rebasándolo en más de 40 metros en las cercanías de la aldea de Arbel. Y todo ello en cuestión de dos kilómetros y medio.
El escenario que se abrió entonces ante este emocionado explorador fue, sencillamente, sobrecogedor. Las referencias obtenidas desde el aire no hacían justicia a tales quebradas. En un centenar de pasos, a partir de la bifurcación, el paisaje sufrió una dramática metamorfosis. El vergel que nos recibiera al pisar tierra firme había claudicado, en beneficio de unos riscos afilados y altivos, de paredes verticales y desnudas, ora violetas, ora doradas, que emergían como centinelas. Y a sus pies, hasta donde la Naturaleza había sido capaz de trepar, unos apretados y verdinegros bosques de terebintos y robles del Tabor. Y en el fondo de semejante desfiladero, sirviéndonos de milagroso guía, aquel torturado camino de polvo y tierra, hecho costra con el correr de los años. Una senda que debía ser abierta y despejada regularmente, ante el imparable y enmarañado avance de la maleza, regada con generosidad por susurrantes hilos de agua, huidos todos de las alturas. De vez en vez, en los recodos del camino, bandadas de palomas remontaban el vuelo precipitada y ruidosamente, zarandeando los cañaverales y los macizos de venenosas adelfas. Y perezosamente, con desgana, las charcas en las que habían sido sorprendidas iban recobrando su transparencia. El tableteo de las palomas bravías alertaba a otras colonias de aves que, a su vez, en blancos quiebros, despertaban un eco interminable. Y en una deliciosa locura alada, los inquilinos de la garganta —pesados y negros cuervos, fulminantes vencejos de afiladas colas, azulados y asustadizos roqueros solitarios, bisbitas de las montañas, gorriones chillones y emigrantes escribanos cenicientos— planeaban de cornisa en cornisa o de gruta en gruta, alzándose sin esfuerzo hacia la cima del picacho que gobernaba el quebrado paraje: el har o monte Arbel, de 389 metros de altitud.
A los veinte minutos de marcha de esta segunda etapa, en uno de los más pronunciados repechos (con un desnivel superior a los cuarenta grados), María, sudorosa y jadeante, lanzó un pequeño grito, llamando la atención del hombre de cabeza. Necesitaba descansar y recuperar el aliento. Bartolomé se detuvo entre protestas. Pero el Zebedeo, comprensivo, se deshizo del petate, acudiendo solícito en ayuda de la Señora. Ésta, acomodándose en una de las rocas que menudeaban a lo largo de la senda, agradeció el pañolón que acababa de ofrecerle Juan, enjugando el sudor del rostro y cuello. Y, adelantándome a sus deseos, extraje el tapón de madera que cerraba el mugriento y embreado odre, colmando la escudilla que colgaba del pellejo. Al aproximarle el agua, María dulcificó la mirada, esbozando una de sus cálidas sonrisas. ¡Dios! La reconocí al punto. Aquélla era la sonrisa de su Hijo. Limpia. Acogedora. Irresistible… Y un escalofrío me dejó sin habla.
Los rudos modales de Natanael, reclamando su ración de agua, abortaron tan entrañables recuerdos, devolviéndome a la realidad. A pesar de su falta de tacto, aquel discípulo poseía un corazón noble y confiado. Poco a poco iría descubriéndolo.
Ni el Zebedeo ni yo probamos el agua. El primero, supongo, porque no la necesitaba. En cuanto a mí, como ya expliqué, por estrictas razones de seguridad.
En el fondo, aunque ninguno lo reconociera abiertamente, todos agradecimos la pausa. Y durante algunos minutos, cada cual se hundió en sus personales preocupaciones. Una ligera y fresca brisa, preludio del primaveral «maarabit», el viento que viaja a diario desde el Mediterráneo hasta el lago, hacía oscilar los hisopos sirios y las altas espadañas, provocando el cabeceo de los bosquecillos de laurel y perfumando el desfiladero con el aceite volátil de sus verdes y correosas hojas.
Alcé los ojos. El cielo, plomizo, navegaba con prisas hacia el este. Y de nuevo, muy a mi pesar, fui asaltado por aquel familiar sentimiento, mezcla de añoranza y sutil melancolía. ¿Cómo explicar tan paradójica situación? Éramos exploradores. Unos «observadores» de «otro tiempo», con una fría y calculada misión: reunir las piezas de la historia humana de un Hombre llamado Jesús de Nazaret. En su código, Caballo de Troya prohibía hasta la más nimia debilidad de sus «navegantes». Se nos exigía valor, astucia, una notable reserva de conocimientos de toda índole y, en especial, un corazón de hielo. ¡Cuán vana resulta a veces la inteligencia! ¿O es que cabe encarcelar los sentimientos? Allí estaba la prueba. Por más que luchase, por muy grande que fuera mi capacidad de olvido, el magnetismo de aquel Hombre estaba derribando todos los códigos. Al igual que aquellos galileos, yo también le echaba de menos… Y por un momento le imaginé avanzando por el wâdi, con sus largas e inconfundibles zancadas.
De pronto, «algo» vino a quebrar el cristal de tan apacible descanso. Fue tan inesperado como grotesco. Pero me ayudó a profundizar en el temperamento del prácticamente desconocido Bartolomé.
En uno de los relampagueantes vuelos sobre las cabezas de aquellos confiados caminantes, una de las especies rocosas —la collalba rubia— acertó a evacuar sus blancos excrementos sobre el adormilado Natanael. El fulminante impacto, en pleno hombro izquierdo, arruinó el impecable manto de lana. En segundos, el grupo pasó de la estupefacción a una inocente y contagiosa risa. Juan fue el primero en estallar, arrastrando en su algazara a la Señora y a quien esto escribe. Bartolomé, congestionado por la ira, se despegó de la roca sobre la que se había recostado y, alzándose, recorrió con la vista las paredes del desfiladero, a la búsqueda de la atrevida collalba. Por un momento, el general e incontenible regocijo me hizo temer lo peor. Pero el discípulo, aparentemente ajeno a la hilaridad de sus compañeros, continuó blandiendo el puño izquierdo, descalificando a toda criatura que pudiera volar con una irreproducible sarta de juramentos y maldiciones. Cuando, finalmente, comprendió lo inútil de su comportamiento, la gruesa y pentagonal cara se dirigió al mancillado chaluk. Y los negros y expresivos ojos se cerraron, al tiempo que presionaba las mandíbulas y arrugaba el ceño, en una mueca de repulsión. Las tupidas y largas pestañas oscilaron nerviosamente. Por fin, su atención descendió hasta nosotros. Atónito, observó primero las atropelladas carcajadas de Juan. Acto seguido paseó la mirada por aquel poco caritativo «griego» que, a decir verdad, hacía ímprobos esfuerzos por disimular. Por último, lanzando una inquisidora ojeada a las lágrimas que humedecían los pómulos de la Señora —consecuencia del intenso acceso de risa—, el bueno de Bartolomé cedió. Y obedeciendo a sus más íntimos impulsos se unió al regocijo general, soltando una carcajada que atronó el desfiladero, descolocando de nuevo a sus alados huéspedes. Francamente, me sentí aliviado. Así era Natanael, uno de los once: franco, indeciso, falto de tacto, indulgente y, por encima de todo, amigo de sus amigos. En los modernos esquemas de la tipología de Ernest Kretschmer, seguramente hubiera encajado en el denominado tipo «pícnico», con altas dosis de un temperamento «ciclotímico[2]». Con Tomás era el más bajo de estatura: alrededor de 1,58 metros. Sufría una clara propensión a la acumulación de grasa. Su vientre avanzado, como el de Simón Pedro, era la viva manifestación de dicha tendencia. Como buen «pícnico», destacaba por la suavidad de sus líneas, por un esqueleto frágil, unas extremidades cortas y un hirsutismo (cuerpo muy velloso) que le había valido el sobrenombre de «oso». Con el paso del tiempo detectaría en su organismo una notable hipertensión arterial y una hiperfunción suprarrenal. El rostro, más ancho que alto, semejaba un escudo. De él colgaba una barba de una cuarta, cana, rizada y abierta en abanico. Una extrema sensualidad aleteaba en sus labios, carnosos y permanentemente humedecidos. Los ojos me llamaron la atención desde el principio. Interminablemente negros y profundos, venían a equilibrar sus mal llevados treinta años. La nariz, en cambio, era el remate a su escaso atractivo físico. Mal formada y redonda como una pelota de golf, presentaba unas llamativas «telangiectasias» o dilataciones localizadas de los vasos capilares de reducido calibre. Las iniciales sospechas quedarían confirmadas en la tercera y apasionante aventura: aquel antiestético angioma simple guardaba una estrecha relación con la desmedida veneración de Bartolomé por el vino…
En contraposición a la abundante y extendida vellosidad, una prematura calvicie ganaba terreno en la parte superior del cráneo, dibujando una escandalosa coronilla. El «oso» de Caná cubría habitualmente su cuerpo con una túnica blanca de lana, siempre inmaculada, y un ropón castaño, con anchas franjas verticales, igualmente blancas. Durante el tiempo que permanecí a su lado, la pierna izquierda apareció siempre fajada. Unas bandas de cuero de vaca, seboso y descolorido por el uso, trataban de aliviar un antiguo problema vascular: unas venas varicosas (varices), tan frecuentes entonces como en la actualidad. (Según nuestros cálculos, al menos un diez o un quince por ciento de la población adulta se veía afectada por esta dolencia).
María, servicial y conocedora de la pulcritud de Natanael, puso punto final a las risas y al pequeño incidente de la collalba. Como la mayoría de las hebreas se hallaba familiarizada con las propiedades de muchas de las plantas que crecían en aquellas tierras. Se puso en pie y, tras un rápido examen de la floresta, se dirigió a una mata de arbustos de unos ochenta centímetros de altura, de tallos lampiños y abundantes nudos verdes y carnosos. Arrancó un manojo y, tomando una piedra, se situó frente a la roca que le había servido de asiento. A una escueta orden suya, Bartolomé se desembarazó del manto, extendiéndolo sobre la mencionada roca. Sirviéndose de algunas hojas de adelfa, María procedió primero a una meticulosa limpieza de las heces. Troceó los tallos y, depositándolos sobre la mancha, agarró la piedra con la mano izquierda, golpeándolos sistemática y contundentemente, procurando no lastimar el chaluk. Un jugo lechoso brotó al instante, cubriendo los restos del excremento. Concluida la operación de limpieza, el ropón fue devuelto a su propietario. Y la expedición atacó el último tramo del desfiladero. No pude evitarlo. Movido por la curiosidad examiné los restos de la planta utilizada por la Señora. Se trataba del salicor blanco, una especie silvestre cuyas cenizas, adecuadamente tratadas con aceite de oliva, proporcionaban el «borit» o «bor»: un sucedáneo del jabón, mencionado en Jeremías (2, 22) con el nombre de «nitro[3]».
Aquel último avance por el wâdi resultaría de alto interés para este explorador y, en definitiva, para los futuros planes de la misión. Como ya dije, mi hermano y yo habíamos decidido forzar la suerte, embarcándonos en un tercer y extraoficial «salto» en el tiempo, a fin de acompañar al Maestro a lo largo de sus años de predicación. Pues bien, entre los preparativos para tan ambiciosa y arriesgada odisea figuraba uno de vital importancia: la elección de un paraje sobre el que descender y ocultar el módulo. La escasez de combustible nos obligaba a un vuelo corto que, en principio, de acuerdo con los estudios desplegados en las inmediaciones del yam, debería tener como escenario la garganta por la que ahora caminábamos. Naturalmente, la nueva «base madre» debería ser previamente explorada. En su momento ascenderíamos a la cumbre elegida, comprobando in situ las características del lugar. Una de nuestras obsesiones era localizar un punto de asentamiento en el que el paso o la presencia de seres humanos y animales fueran prácticamente nulos. Disponíamos de la invisibilidad, merced a las radiaciones infrarrojas. Sin embargo, a raíz de la embarazosa experiencia vivida en el monte de las Aceitunas, con el joven Juan Marcos, todas las cautelas eran pocas. Por otro lado, lo dilatado de la exploración nos forzaba a un drástico ahorro del gasto energético de la nave. Ello significaba, entre otras servidumbres, la desconexión de los diferentes escudos protectores, al menos durante nuestras largas ausencias. En síntesis: la seguridad de la «cuna», la de sus delicados equipos y, en especial, la de sus pilotos exigía que la «base madre» fuera inexpugnable. Si fallábamos, si el módulo resultaba atacado y destruido, el retorno a «nuestro tiempo» habría sido inviable. Hubiéramos permanecido —trágicamente anclados— en una época que no era la nuestra.
Al efectuar los primeros estudios, el monte Arbel, con sus 181 metros sobre el nivel del lago, se destacó como uno de los firmes candidatos para el referido asentamiento del módulo. En teoría, sobre los mapas, parecía ofrecernos unas muy buenas perspectivas: paredes escarpadas en la casi totalidad de su perímetro; apenas kilómetro y medio desde la cumbre a las orillas del yam; una aceptable equidistancia con las ciudades de Tiberíades y Nahum y, en apariencia, una cima despoblada, pedregosa e inculta. Pero, conforme fui avanzando hacia el pie de la enorme mole, «algo» que, obviamente, no figuraba en nuestra cartografía me hizo dudar. Aquella pared, orientada al norte, amén de una veintena de grutas, presentaba otras tantas y largas cuerdas, que caían desde la cumbre, muriendo justa y sospechosamente en la oscuridad de las mencionadas cuevas. Alguien, por supuesto, las utilizaba, o había hecho uso de ellas, para ingresar en dichas oquedades. Aquello no me gustó. Y dispuesto a no desaprovechar la oportunidad emparejé mi paso con el de Bartolomé, interrogándole acerca de la sorprendente cordería, mecida ahora por la brisa del oeste. El discípulo, como si hubiera mentado a alguno de los espíritus maléficos que, según ellos, acechan al caminante en las ruinas o a la sombra de ciertos árboles, torció el gesto, mascullando un «maldita sea tu madre». Y extrayendo de la bolsa que colgaba del ceñidor uno de los «tefilín» (un pequeño estuche de cuero negro, en forma de dado, de apenas tres centímetros de lado, o «filacteria», que se anudaba en el brazo izquierdo o en la frente durante la oración[4]), procedió a amarrarlo alrededor de la cabeza. Quedé en suspenso, ciertamente dolido por el desaire del galileo. Poco a poco iría acostumbrándome a esta manera de ser para con los paganos. En el fondo, mía era la culpa. El grado de superstición de aquel pueblo era tal que uno se veía obligado a medir hasta el más liviano de los comentarios. Y Natanael, fiel a la tradición religiosa de su pueblo, entonó uno de los versículos encerrados en el «tefilín» (el quinto del salmo XCI): «No tendrás que temer los espantos nocturnos, ni las saetas que vuelan de día». Una tradición, dicho sea de paso, que aún perdura entre los católicos, aunque, lógicamente, con una intencionalidad diferente. Si la memoria no me traiciona, este mismo salmo se reza hoy en «completas»…
Juan, intrigado por el cuchicheo de Bartolomé, se situó a mi lado. Le expuse lo ocurrido y, sonriendo con benevolencia, aclaró el porqué de la enojosa situación. La sola mención de aquellas grutas, infestadas de atalef (murciélagos) y, lo que era peor, de bandidos, podía atraer a estos seres inmundos, acarreando a los caminantes toda clase de infortunios[5]. Comprendí entonces la irritación de Natanael y, simulando una total desolación, le rogué disculpara a tan ignorante y torpe compañero de viaje. El de Caná aceptó mis excusas pero, recalcitrante, continuó con sus rezos, forzando la marcha. ¿Bandidos? Aquello sí era interesante. Y el Zebedeo me puso al corriente. A pesar de las severas medidas adoptadas en su tiempo por el rey Herodes el Grande[6], y posteriormente por el gobierno de Roma contra los salteadores de caminos, lo accidentado de aquel wâdi y la proliferación de cuevas en las desnudas paredes rocosas del desfiladero hacían extremadamente difícil la erradicación de dichos bandidos. Algunas de estas bandas de sangrientos nómadas o seminómadas, integradas en la mayoría de los casos por esclavos huidos, desheredados de la fortuna y «sicarios» procedentes de las partidas que se levantaban regularmente contra el poder establecido, habían fijado su «cuartel general» en las profundidades de aquellas cavernas, accediendo a ellas o abandonándolas —según conviniera—, con el concurso de las maromas que se precipitaban desde la cima y que las conectaban entre sí. Este latente peligro, como es de suponer, nos obligaría a olvidar la cumbre del har Arbel, así como el resto de los picachos que daban forma al desfiladero. La futura «base madre» debería ser ubicada en un paraje más seguro. El problema era dónde. La orilla oriental del lago, aunque menos poblada, nos apartaba en demasía de los núcleos humanos en los que había actuado el Maestro. En la reserva figuraba una segunda alternativa: un har de 138 metros sobre el nivel del Kennereth —el Ravid—, a unos tres kilómetros al noroeste del wâdi Hamâm y a poco más de ocho, en línea recta, del promontorio donde descansaba el módulo. Pero dejaré este asunto para más adelante…
De acuerdo con la información suministrada por la sandalia «electrónica», la salida del desfiladero de las Palomas tuvo lugar hacia las 08 horas y 10 minutos. Es decir, los dos kilómetros y medio de esta segunda etapa fueron cubiertos en cuarenta minutos. El ligero retraso obedeció a lo abrupto del perfil y al breve y «accidentado» descanso.
Al dejar atrás las alturas de Arbel, Bartolomé cesó en sus monocordes rezos. Guardó la filacteria que le oprimía las sienes y, descargando el corazón con un aparatoso suspiro, aproximó a los labios un saquito de cuero que colgaba permanentemente del cuello. Lo besó y, conjurado el peligro de los bandoleros y espíritus maléficos, aminoró el paso. Cuando la confianza fue más estrecha, el íntimo de Jesús me mostraría complacido su pequeño tesoro. Aquel amuleto consistía en una porción desecada de huevos de langosta. Como era obligado, yo le hice partícipe del mío, el que me obsequiara Juan Marcos en Jerusalén. Aquel día, al compartir los supersticiosos temores del «oso», terminé por ganarme su amistad.
A nuestros pies se abrió entonces una singular planicie, en forma de punta de flecha y de unos quinientos metros de longitud. Toda ella, a izquierda y derecha del rectilíneo camino que la seccionaba, aparecía cubierta por un monte bajo: unos arbustos de cincuenta centímetros de altura, muy ramificados e íntimamente entrelazados. Y al fondo, en la base de aquel triángulo verde y espinoso, la aldea de Arbel.
Natanael intercambió unas frases con el Zebedeo. Pero, dada mi posición, algo retrasada respecto a los discípulos y a la Señora, no logré captar su significado. A cosa de cuatrocientos metros, casi al término de la senda, se divisaba un grupo de individuos y caballerías. Y deduje que los comentarios podían guardar relación con los personajes que teníamos a la vista. Allí, torpe de mí, volvería a equivocarme…
Al aproximarnos descubrí una partida de felah, el típico campesino palestino, afanada en la extracción y almacenamiento de los arbustos enanos que dominaban la planicie. Mis compañeros avivaron la marcha. Al llegar a la altura de la media docena de hombres respondieron entre dientes a los saludos de rigor. Y recelosos y huidizos, sin girar las cabezas, pusieron tierra de por medio, alejándose hacia la aldea. Yo, como digo, caí en una nueva torpeza. Curioso, me entretuve frente a la cuadrilla, observando su trajín. Con las túnicas arrolladas a la cintura —«ciñendo los lomos»— y las cabezas cubiertas por sendos pañuelos grisáceos, doblados en triángulo y sujetos por cuerdas de lana y pelo de cabra, los parlanchines felah se introducían entre los arbustos con increíble habilidad, arrancándolos —raíces incluidas—, con dos o tres certeros golpes de azadón. Las plantas, de la especie pimpinela espinosa, eran arrojadas al camino y cargadas en enormes cestos de hoja de palma, de casi metro y medio de diámetro, firmemente sujetos a los costados de tres cenicientos asnos de Licaonia, rebeldes y obstinados, pero los más fuertes y apropiados para las grandes distancias. A mis preguntas, el capataz se deshizo en explicaciones. Aquel espino —el Sarcopote rium spinosum—, que había tenido oportunidad de contemplar en algunas de las casas y jardines de los alrededores de la Ciudad Santa, era muy codiciado entre los hebreos. Resultaba excelente para cercar una propiedad o como combustible. Las hojas, incluso, divididas en varios pares de foliolos dentados, aportaban un exquisito sabor a las comidas. Aquélla, según entendí, constituía una de las fuentes de riqueza de Arbel. La pimpinela era exportada a toda la Galilea, la Decápolis y, por supuesto, a Jerusalén. Y deseoso de complacer a tan interesado extranjero, el jefe de los felah puso en mis manos un puñado de verdes y olorosas hojas, replicando a mi gratitud con un «la paz te acompañe en tu caminar». Pero mi contento duraría poco. Cuando dirigí la vista hacia el camino, el corazón me dio un vuelco. El último centenar de metros aparecía desierto. Mis compañeros de viaje habían desaparecido.
Corrí hacia la aldea. ¿Cómo era posible?… Apenas me había entretenido…
A unos metros de las primeras casas frené la incómoda carrera. El ropón y el maldito odre de agua no hacían otra cosa que embarullar mi ya penosa situación. Dudé. ¿Atajaba por el interior de la población? Caminé un par de minutos. Al poco retrocedía desmoralizado. El dédalo de casuchas y callejones resultó tan enrevesado que, en previsión de peores males, me incliné por el camino más seguro. Rodearía Arbel.
Aunque mi hermano y yo habíamos prestado una especial atención al estudio de la ruta que debía conducirme a Nazaret, en ningún momento sospechamos que tuviera que hacerla en solitario. Naturalmente, a pesar de los peligros que ello implicaba, estaba dispuesto a intentarlo. Lo más prudente, sin embargo, era viajar en compañía de los discípulos. Tenía que darles alcance. Y supuse que, dada su refractaria actitud a cualquier tipo de roce con los habitantes de la región, lo verosímil es que hubieran elegido aquella misma dirección o la opuesta; es decir, la que bordeaba Arbel por el flanco oeste, distanciándose así de todo compromiso. Según los mapas y los datos espigados por los especialistas de Caballo de Troya, el camino habitual, desde el wâdi Hamâm, descendía hacia el sur, hasta fundirse con la ruta principal: la que enlazaba Tiberíades con las regiones más occidentales del país. En total, incluyendo la llanura de la pimpinela, alrededor de tres kilómetros y medio. En principio —me consolé— no era lógico que el «oso», nuestro guía, hubiera elegido otro derrotero.
Forcé el paso, distanciándome de las míseras chozas que cerraban la aldea por el este. A diferencia de las sólidas construcciones de Nahum y Saidan, lo poco que llevaba visto de Arbel resultó deprimente. Era un milagro que aquellas casas de enrojecido adobe, con terrados de paja y tierra apisonada, pudieran hacer frente a la estación de las lluvias o a los embates de los poderosos vientos estivales. Las finas columnas de humo negro que se alzaban por doquier eran humilladas por el puntual «maarabit», precipitándose sobre patios y callejones, atufando a las gruesas matronas que trasteaban a las puertas de las lóbregas viviendas. A las afueras, por el terreno que pisaba —baldío, pedregoso y erizado de cardos— una chiquillería andrajosa, de cabezas afeitadas y conquistadas por piojos y pústulas, correteaba y zahería con palos y pinchos a una pareja de onagros: unos asnos de cuello curvo, largas y tiesas orejas y llamativas crines marrones que flotaban y se prolongaban hasta la cola. Con los remos delanteros trabados por sendas cuerdas, estos vigorosos cuadrúpedos pugnaban por distanciarse de los pequeños y chillones diablillos, coceando cada vez que uno de ellos mortificaba sus cuartos traseros con los cardos o las irritantes ortigas.
Al alcanzar el límite de la aldea, otro contratiempo vino a empeorar la situación. La vereda que nos había guiado a través de la plantación de pimpinela espinosa se presentó nítida, zigzagueando, en efecto, hacia el sur. Pero, allí mismo, corriendo en la mencionada dirección sur y también hacia el lago, arrancaba una nutrida colonia de centenarios olivos que entorpecía la observación. Escruté el polvoriento camino hasta donde fue posible, con la esperanza de localizar a mis desaparecidos acompañantes. Tuve que desistir.
Al pie de uno de aquellos soberbios y ramificados olivos, de casi cinco metros de altura, un anciano y varias mujeres trabajaban sobre un espeso y fétido colchón de estiércol. Me aventuré a interrogarles. El viejo, en cuclillas, con los pies enterrados en la apestosa masa, procedía a llenar una serie de anchas y poco profundas escudillas de barro. Mezclaba previamente la materia orgánica con paja, comprimiéndola después en los recipientes. A renglón seguido, las mujeres apilaban los platos, a la espera de su total desecación. En cuestión de días, si la climatología acompañaba, el estiércol se transformaba en una «torta» rígida y compacta, muy útil como combustible.
El galileo negó con la cabeza. Ni él ni las hebreas habían sido testigos del paso de aquellos tres caminantes. La circunstancia de que se hallaran al filo de la vereda, prácticamente desde el amanecer, me sumió en una confusión total. Tanto si hubieran cruzado por el interior de Arbel, como por el extrarradio, aquellas gentes deberían de haber observado su presencia. Y confuso y desalentado traté de ordenar mis pensamientos. ¿Qué podía hacer?
«Analicemos la situación —me dije a mí mismo—. La Señora y los discípulos se han esfumado. Con un poco de suerte, la treintena de kilómetros que me separa de Nazaret puede estar resuelta en cuatro o cinco horas…».
Recostado sobre el rugoso brazo de uno de los olivos, con Arbel a mis espaldas y la inquietante incógnita al frente, dudé peligrosamente. ¿Volvía al lago, junto a Eliseo? ¿Dejaba pasar aquella oportunidad? Mi hermano hubiera aprobado la prudente decisión. Curtiss no era partidario de largas marchas en solitario. Pero no… Y, decidido a ultimar la misión, acaricié el extremo superior de la «vara de Moisés», al encuentro con el dispositivo que accionaba los ultrasonidos. Debía confiar. Mi protección, al menos en teoría, se hallaba perfectamente calculada. Inspeccioné las «crótalos», me puse en pie y, cargando los pulmones con el fresco perfume de las diminutas flores blancas que alegraban el azul verdoso del olivar, lancé una cautelosa mirada al sendero que me aguardaba. No había tiempo que perder… Además, la intuición me decía que, tarde o temprano, me reuniría con mis amigos. ¿Tarde o temprano? En ese preciso instante, a punto de partir hacia lo desconocido, la Providencia tuvo piedad de mí. Y una mano se desplomó con fuerza sobre mi hombro izquierdo. La respuesta fue una descarga de adrenalina. Giré la cabeza con lentitud, preparando los músculos para una posible contingencia. Pero el supuesto agresor me recibió con una familiar sonrisa. Y sus negros ojos se iluminaron. Era Juan de Zebedeo…
Le contemplé perplejo. A un centenar de pasos distinguí la frágil silueta de María y el bamboleante paso del «oso». Procedían de Arbel.
—¿Qué ha sucedido? —tartamudeé, tan atónito como complacido.
Mi amigo señaló hacia la Señora y, en tono displicente, replicó:
—Cosas de mujeres. Ninguna pasa por la aldea de las redes sin adquirir un «tul»… Estábamos preocupados. ¿Dónde te has metido?
El incidente quedó despejado cuando María, radiante, obedeciendo a los requerimientos del Zebedeo, pasó a mostrarme un paquete alargado, de unos treinta y cinco centímetros de longitud. En su interior descubrí una red meticulosamente plegada, confeccionada a base de lino. Los hilos tenían la suave tonalidad castaño-amarillenta del lino viejo. La red en cuestión se hallaba ligada con una cuerda trenzada con filamentos de palmera, de unos seis milímetros de espesor. El trabajo era excelente. Tanto las mallas, de unos cuarenta milímetros entre nudos, como el entrelazado de los hilos (tres principales muy enrollados) denotaban una paciente y experta labor. Este «tul de mujeres», en el lenguaje popular, era muy apreciado por las hebreas, que lo destinaban principalmente a la sujeción del cabello. Arbel, en efecto, con sus escasos mil habitantes, había adquirido una notable popularidad, merced a su próspera industria de cordelería y a la fabricación de toda suerte de redes, incluyendo los necesarios complementos para las faenas de pesca de sus vecinos del yam: pesas de piedra y arcilla, boyas de madera y corteza de árbol y agujas de hueso, sicomoro y metal con las que remendar las artes. En este sentido, Nazaret me reservaba una curiosa e impensable sorpresa.
Durante buena parte de aquella, para mí, tercera etapa del viaje, Natanael no dejó de refunfuñar. La media hora aparentemente perdida en Arbel, por un motivo tan fútil, le había exasperado. Hoy, los cristianos tienen una imagen muy distorsionada de los llamados apóstoles. A decir verdad, esas ideas —que elevan a estos hombres a absurdas cotas de santidad, comprensión y benevolencia— están cimentadas en tradiciones tan posteriores como falsas. La realidad cotidiana era otra. En aquel tiempo, con las excepciones de los hermanos Zebedeo, que conocían y estimaban a la familia de Jesús desde antaño, el resto de los doce enjuiciaba a las mujeres con el mismo rasero que la generalidad de la sociedad judía. Creo haberlo explicado: la mujer era una criatura de segundo orden, mentirosa por naturaleza y sujeta siempre a la autoridad del varón. Y María, a pesar de su condición de madre terrenal del Maestro, no se veía libre de tan lamentable servidumbre. También es cierto que, dado su fortísimo temperamento, los «íntimos» procuraban no contradecirla. Sin embargo, en el caso que nos ocupa, el talante intransigente de Bartolomé fue más fuerte, originando una agria y estéril disputa. La Señora, que raramente asumía una recriminación —en especial si la estimaba injusta o fuera de tono—, trató de razonar. Pero el «oso de Caná», con su habitual falta de tacto, continuó empecinado en sus argumentos, tachando a María de frívola y desconsiderada. Para el Zebedeo, como digo, estas discusiones carecían de importancia. Y ajeno a la pelea, con un más acusado sentido práctico que su compañero, aceleró la marcha, tirando del grupo y tratando de ganar el tiempo perdido. Por fortuna, a medio camino, vimos aproximarse entre los añosos olivos una cansina reata de asnos, cargada con unos abultados fardos que tropezaban a cada momento con el ramaje. Juan se detuvo, cambiando algunas palabras con los tres individuos que arreaban y guardaban a los animales. El encuentro fue providencial. Bartolomé, olvidando el enojoso asunto de la red, se incorporó a la conversación y María, prudentemente, se mantuvo a un lado. Eran vecinos de Séforis, la capital oficial y administrativa de la Galilea. Como burreros —una de las profesiones más comunes en aquel país montañoso y accidentado— cumplían el encargo de transportar una sustanciosa carga de lino recién «cavado» a la localidad de Arbel. Los caminos estrechos y pedregosos de la mayor parte de Israel habían convertido al burro en el medio ideal de transporte. Muchos campesinos y pequeños o medianos artesanos, ante la imposibilidad de trasladar sus respectivos géneros a los mercados, alquilaban los servicios de estos burreros que, frecuentemente, se unían entre sí, constituyendo florecientes empresas. El desarrollo de este comercio fue tal que, a fin de evitar los lógicos abusos, los rabinos se vieron en la necesidad de legislar hasta los más pequeños detalles. El costo del transporte variaba según el tipo de terreno, las distancias o la naturaleza de la carga. Por supuesto, la peligrosidad del oficio les obligaba a viajar armados. Éste era el caso de los tres galileos con los que habíamos topado. Cada uno portaba en la faja una espada corta —un gladius— y sendos puñales de unos treinta centímetros, con empuñaduras de hueso y labradas al estilo egipcio.
Durante el breve parlamento, discípulos y burreros se interrogaron mutuamente. Ambas partes deseaban saber si el camino recorrido por unos y otros hasta esos momentos se hallaba libre de contratiempos. Al parecer, la ruta hacia Caná no había ofrecido problemas a los de Séforis. El único y desagradable «tropiezo» —advirtieron los burreros— lo constituyó una patrulla romana a caballo (una turma). Y los cinco galileos, siguiendo un viejo ritual, escupieron simultáneamente. Debíamos estar prevenidos.
Procurando no perder detalle de la conversación fui aproximándome a una de las caballerías, con el fin de examinar los apretados paquetes de plantas. Se trataba, efectivamente, del linum usitatissimum, una de las doscientas especies del género linum, muy difundida en la baja Galilea y, como tendría ocasión de verificar en su momento, fuente destacada de riqueza para Séforis y su comarca. Su fibra —no tanto la semilla, muy rica en aceite— era aprovechada para la confección de tejidos y cuerdas. La Señora, experta tejedora, me sorprendería con sus habilidades a la hora de manipular esta hierba anual de cincuenta centímetros y deliciosas flores azules.
Rematado el intercambio de información, cada grupo prosiguió su camino. El nuestro, con los ánimos más sosegados, se dispuso a dejar atrás la milla escasa que nos separaba de la ruta principal. El terreno sobre el que prosperaba el olivar fue ascendiendo paulatinamente, hasta alcanzar la cota «200». Fue allí donde, por primera vez, tuve la oportunidad de divisar en lontananza —como a unos dos kilómetros— los célebres Cuernos de Hittim, unas mesetas, más que picos, de 326 metros sobre el nivel del Mediterráneo. Algunos autores y escrituristas modernos han asociado estos cráteres extintos con dos pasajes de la vida de Jesús. «Aquí —dicen— pudo tener lugar el famoso sermón de la Montaña, así como el milagro de los panes y los peces». En la actualidad, los guías muestran a los viajeros y turistas la llamada «roca del cristiano», que se supone sirvió de mesa a tan memorable acontecimiento. Y aunque el sentido común me dictaba que tales tradiciones no podían gozar de mucho fundamento, abordé al Zebedeo, interesándome sobre el particular. Juan me escuchó atónito. Y replicó con un argumento aplastante: «Ese paraje está maldito. A partir de la primavera, el aire se torna insoportablemente caliente, las fuentes se secan y la tierra se cuartea[7]. Allí —concluyó—, sólo anidan las serpientes…». Estaba claro. Los referidos episodios de la vida pública del Maestro habían sido «removidos» de los auténticos enclaves geográficos donde tuvieron lugar. Estos exploradores fueron testigos de excepción de ambos sucesos y estamos en condiciones de afirmar que todo ello aconteció a orillas del yam. El segundo de estos hechos —la multiplicación de los panes y los peces—, registrado al sur de la ciudad de Betsaida Julias, estremecería a Eliseo…
Minutos después de la hora tercia (las nueve de la mañana) arribamos al fin a la carretera principal: la que enlazaba Tiberíades con el oeste de Israel, comunicando el mar del Kennereth con Megiddó y la llanura de Esdrelón[8]. A pesar de su desahogada anchura (unos cinco metros), la vía en cuestión no era mejor que las veredas precedentes. El intenso tráfico de hombres y caravanas la habían descarnado. El piso, de tierra prensada, presentaba un interminable tinte negruzco, fruto de los orines y evacuaciones de las caballerías. Era una lástima que los hábiles constructores romanos hubieran despreciado aquella importante arteria. Una «carretera» —procuré no olvidarlo— por la que había caminado el Maestro en multitud de ocasiones.
No me cansaré de cantar las excelencias de aquella región. La Galilea de hoy es un demacrado reflejo de la que nos tocó recorrer en aquel tiempo. Incluso el cántico del exagerado Flavio Josefo sobre dicha tierra se queda corto y empobrecido. Daba igual la dirección que eligiera. Los campos, valles o laderas se hallaban mimosa y exhaustivamente cultivados. Al dejar atrás el inmenso olivar surgieron ante mí, a derecha e izquierda de la carretera, perdiéndose en la distancia, apretados campos de trigo y de cebada, a punto de sazón el primero y dispuesta para la siega la segunda. Y más allá de los ondulantes trigales, coronando colinas, nuevos olivares, perfectamente alineados, que difuminaban el rojo arcilloso del terreno. Y en el horizonte, por encima del nivel de los trescientos metros, las benéficas masas verdiazuladas de los bosques de robles, algarrobos, terebintos y pinos de Alepo. Ésta era una de las claves de la magnificencia de la alta y de la baja Galilea: los innumerables y espesos bosques, entre los que sobresalían tres especies de robles (dos pertenecientes al común siempreverde y el gigantesco, anciano y venerado roble del Tabor). El régimen combinado de lluvias (más abundantes entre octubre-noviembre y marzo-abril) propiciaba toda suerte de manantiales y corrientes subterráneas que los naturales supieron hacer suyos. Las nieves acumuladas en la cadena montañosa del Hermón (actual Líbano), emplazada a 53 kilómetros de la primera de las desembocaduras del Jordán, en el lago de Tiberíades, constituían un tesoro seguro e impagable del que se beneficiaba toda la región. A diferencia de la Judea, cuya «piel era el desierto», Galilea difícilmente supo de la sequía y del hambre. Estas circunstancias —como escribe Josefo— «atraían, incluso, a los menos amantes del trabajo». Las cifras hablan por sí solas. En vida del Maestro, aquella comarca de 111 kilómetros (de norte a sur) por 55 (de este a oeste) agrupaba un total de quince ciudades fortificadas y doscientas cuatro aldeas, con una población total que se aproximaba a los ochocientos mil individuos[9]. La bondad de la tierra (pesada, de grano fino y con excelente capacidad de absorción del agua) y el ingenio de los campesinos hacía el resto. Éste, en definitiva, fue el escenario en el que creció y desarrolló su actividad el Hijo del Hombre: una Galilea dorada, con resguardados valles y dilatadas planicies en los que el olivar se emparentaba con el trigo, la cebada, la escanda y el sorgo. Una Galilea verde, donde el cultivo intensivo, los jardines y los árboles frutales hicieron exclamar a Jacob: «Aser, su pan es sabroso: hará las delicias de los reyes». La dulzura de sus frutos era tal que llegaron a estar prohibidos en Jerusalén durante las tres grandes peregrinaciones anuales. Y, por último, una Galilea azul, a orillas del yam…
La envidiable riqueza de la Galilea y su estratégica ubicación geográfica, nudo «gordiano» de los caminos que iban o venían de Mesopotamia a Egipto y de Filadelfia al Mediterráneo, traerían consigo dos realidades incuestionables que no puedo ni debo pasar por alto. Dos circunstancias que, en mi modesta opinión, incidieron —¡y cómo!— en la personalidad humana y en el estilo de Jesús de Nazaret. Me refiero, en primer lugar, al intenso trasiego de pueblos, culturas y costumbres del que, a todas luces, se benefició la Galilea. En segundo término, casi como una prolongación de lo anterior, a la liberalidad que este río de gentes hizo germinar en los corazones de los galileos. Insisto: estos factores marcaron hondamente el pensamiento «terrenal» de un Hombre que convivió durante casi veintiocho años con caravanas procedentes de los cuatro puntos cardinales. Este incesante tránsito, el correr del dinero y el carácter hospitalario y receptivo de los autóctonos, que no dudaban en mezclarse con los «impuros paganos», le valdría a la Galilea el despreciativo sobrenombre de «círculo de los gentiles». Allí trabajaba, se divertía o hacía un alto en el camino toda suerte de razas —tirios, helenos, sidonios, egipcios, negros africanos, romanos, babilonios, judíos y una convulsa legión de nómadas del este—, con sus respectivos dioses, supersticiones, lenguas y hábitos. Al reconstruir las sucesivas etapas —infancia, juventud y madurez— de la existencia del rabí de Galilea fuimos comprendiendo la decisiva influencia de este ambiente cosmopolita y abierto en su educación y, sobre todo, en su forma de enjuiciar los pensamientos y el comportamiento de los seres humanos. ¡Cuán flaco servicio el de los evangelistas al no mostrar al mundo la diaria realidad en la que creció el Hijo del Hombre! Los cristianos caen en la tentación de imaginar a un Jesús niño o adolescente, prácticamente enclaustrado y retirado del mundo, sumergido en los estrechos y remotos límites de una aldea llamada Nazaret. Nada más distante de la realidad…
Pero esta promiscuidad entre israelitas y extranjeros provocaría también un rabioso y general rechazo entre los judíos del sur (la Judea). Rabinos y hombres de estricta observancia de la Ley mosaica vivían en un permanente escándalo respecto a las costumbres y a la tolerancia de los galileos. Aquéllos se vanagloriaban de su puritanismo, calificando a sus vecinos del norte de «impuros, incultos y provincianos, incapaces, incluso, de hablar correctamente». La soberbia de los judíos meridionales era tal que, entre los miembros del Gran Sanedrín, se repetía con frecuencia: «De Galilea nunca se ha levantado profeta». Estas tensas relaciones fueron, en definitiva, el terreno abonado para el odio en el que tuvo que moverse el Nazareno y, por supuesto, su grupo.
Aquel susto fue un providencial aviso. Lo acaecido en la plantación de pimpinelas no debía repetirse. Así que, al menos hasta el ingreso en Nazaret, me hice el firme propósito de extremar la prudencia. Me limitaría a observar, sobre la marcha. A fin de cuentas, ése era mi trabajo. Y tenía que ejecutarlo, evitando toda intromisión en aquel «ahora histórico» que no era el nuestro. Complejo objetivo, a fe mía. Los incidentes en los que me vi envuelto colocarían a esta rígida norma de la operación frente a un espinoso dilema. Pero proseguiré con el relato del accidentado caminar hacia la aldea del Hijo del Hombre.
Según mis estimaciones, Caná se hallaba a poco más de quince kilómetros. Como fue dicho, allí nos abandonaría Bartolomé. Y en solitario, cerrando la comitiva, me concentré en la memorización de cuantas referencias pudieran servirnos en futuras exploraciones. Si el proyectado «salto» en el tiempo llegaba a consumarse —como así fue—, esta senda y las mencionadas Caná y Nazaret se convertirían en habituales escenarios del ir y venir de Jesús y sus discípulos. El conocimiento del terreno que pisaba, por tanto, tenía que ser lo más exhaustivo y preciso posible.
Esta cuarta etapa, casi en su totalidad, ofrecía un camino cómodo y encajonado entre los crecidos campos de cereal. La campiña corría libre y dorada, rodeando los cuatro montes que vigilaban los siete kilómetros de que constaba este nuevo tramo. Estas notables elevaciones —todas superiores a los trescientos metros— guardaban una curiosa simetría. En un capricho de la Naturaleza construían un cuadrado casi perfecto, de dos kilómetros de lado, con la carretera discurriendo justamente por el centro. En la cima de uno de los picachos —el primero por nuestra derecha— se distinguía la blancura de un recogido villorrio (Lavi), único asentamiento visible en dicha cuarta etapa. Y aquí y allá, rompiendo el relajante ondear del trigo y de los corros de cebada, chozas de paja y adobe, destinadas al depósito de aperos y, con seguridad, ocasionales refugios de hombres y animales. Cuadrillas de felah se repartían a uno y otro lado del camino, encorvadas sobre las manchas de cebada. Era el tiempo de la siega del «pan de los pobres». La recogida del trigo duro llegaría algunas semanas después. Armados de pequeñas hoces de hierro, ligeramente curvas y en ocasiones con las hojas dentadas, los campesinos apresaban los manojos con la mano derecha, guillotinándolos de un certero tajo. Aunque menos abundante que el trigo, aquella cebada era de excelente calidad. Pertenecía a la especie hexastichum (de seis hileras), cuyas espigas, a diferencia de su hermana distichum (de doble hilera), producen un generoso grano[10].
Los haces, una vez atados en gavillas, pasaban a manos de las mujeres y de los muchachos, que los transportaban hasta las eras: unos espacios abiertos en los trigales —generalmente formados por un afloramiento rocoso— en los que se propiciaba la trilla y posterior aventado del grano. Algunas partidas de campesinos, con mejores recursos, disponían de asnos y carretas con los que aliviar el traslado de las mieses. Cuando la era consistía en un desnudo lecho de tierra arcillosa, la superficie en cuestión aparecía cercada en todo su perímetro por decenas de piedras de regular tamaño. Las mujeres, entonces, esparcían los haces, procediendo a la labor de trilla. Para ello, estas esforzadas galileas golpeaban la cebada con palos y mazas, tronchando los tallos. Otras, más afortunadas —siempre las menos—, se servían de los burros. Les ajustaban una esportilla o bozal, a fin de que no devoraran el grano, azuzándoles para que caminaran o trotaran por la era, trillando la mies. En algunos casos, los cuadrúpedos eran enganchados a una rectangular y áspera tabla de madera, provista de dientes de pedernal. La campesina se colocaba sobre el primitivo rastrillo y arreaba a la bestia, liberando el grano.
Cada cual, en definitiva, tenía asignado un cometido. Los niños, por ejemplo, cumplían con el reparto de agua y la vigilancia del grano trillado o aventado. El «enemigo», en este caso, lo constituían las espesas bandadas de tórtolas comunes que, desde el comienzo de la primavera, cruzaban los cielos de Israel, rumbo al viejo continente. Muchas de ellas incubaban en la Galilea, amenazando las cosechas. Cuando estas aves o las currucas se aproximaban a las eras, los pequeños vigías agitaban los brazos, palmoteaban y entonaban chillonas canciones, espantando a las intrusas. La campiña cobraba así un ruidoso pálpito. Los cánticos y la teatralidad de la gente menuda dulcificaban en parte la dureza de aquel trabajo. Una recolección que no fue ajena al Hijo del Hombre…
Consumada la trilla, los felah, provistos de horcas de madera de cinco puntas, sacudían las cañas en el aire, aventando el grano. Una vez en tierra, las hábiles mujeres lo cribaban con la ayuda de pequeñas y puntiagudas piedras. Y el grano de cebada —dieta básica de los menos favorecidos por la fortuna— quedaba listo para el transporte a las aldeas y el definitivo almacenaje en los silos.
Los veinte o treinta primeros minutos de marcha me reconfortaron. Sencillamente, disfruté de tan magnánima naturaleza. E imaginé al Maestro entre los felah. Según mis informaciones, durante algún tiempo, Él también lo fue. No podía perder de vista que ésta era su gente, su tierra y el mundo que le rodeó durante años. Una cumplida documentación en torno a las costumbres, modo de pensar y problemas de los galileos debería esclarecer el porqué de muchas de las actitudes y actuaciones de Jesús. Ni los hombres, ni las ideas, y mucho menos el ritmo social de aquel tiempo y de aquel país guardan relación con la cultura y entramado vital de los cristianos del siglo XX. Esta circunstancia es olvidada con frecuencia por los que practican el cristianismo. Y ahora que estoy en ello, me permitiré un paréntesis en la narración. Decía que aquel caminar por la fértil y hermosa baja Galilea me llenó de fuerza. Dios sabe que en nuestro «viaje» no abundaron los momentos de paz. Era natural que, a la menor oportunidad, nos aferrásemos a ellos. El hipotético lector de estos diarios no debe olvidar que, tanto mi hermano como yo, también éramos seres humanos. Cierto que estábamos en condiciones de «manipular» el tiempo y ello, en teoría, nos colocaba en un plano de superioridad. Sin embargo, la verdad desnuda fue otra. A pesar del implacable entrenamiento, de los medios técnicos y científicos a nuestro alcance y de las ventajas, de toda índole, que supone una diferencia histórica de casi veinte siglos, estos exploradores se sintieron «perdidos» en infinidad de ocasiones. Quien alcance a leer estas experiencias debe comprendernos y comprender nuestras debilidades. Sufrimos lo indecible. Caímos en el error y, lo más lamentable, no conseguimos acoplarnos por entero a la cotidiana realidad de aquel «otro ahora». Fueron muchas las jornadas en las que, a causa de tan prolongada «estancia» en un marco histórico extraño, padecimos un trastorno no catalogado aún por la medicina y que podríamos definir como «resaca psíquica». Explicarlo no es fácil. Aunque el organismo terminó por adaptarse a las necesidades y exigencias del nuevo «medio», no ocurrió lo mismo con nuestras mentes. Freud se hubiera sentido feliz estudiando esta disociación entre el consciente y el subconsciente. Mientras el primero reaccionaba con normalidad, el segundo, quizá más sabio, se resistía a sobrevivir en un hábitat a todas luces antinatural. Y de vez en cuando experimentábamos una especie de bloqueo mental al que acompañaban unas no menos injustificadas reacciones de repulsa hacia cuanto nos rodeaba. Nada grave, supongo, pero lo suficientemente sintomático como para alertarnos de que «algo» no marchaba bien. Como médico estoy convencido de que tales alteraciones, aunque pasajeras, guardaban una íntima relación con el irreversible proceso degenerativo de las redes neuronales. El cerebro humano se halla capacitado para aclimatarse a las más adversas condiciones, tanto físicas como psíquicas. Sin embargo, un «salto» de esta naturaleza, a otro marco temporal, viene a quebrar la química cerebral. Curtiss y los especialistas de Caballo de Troya fueron puntualmente advertidos. Lo sabían, incluso, antes de que Eliseo y yo tuviéramos conocimiento de ello. Pero guardaron silencio… Dios quiera que nuestra experiencia ponga freno a otros proyectos similares. La ciencia está obligada a recapacitar y a prever estas delicadas situaciones. Fuimos los primeros, sí, y aunque la Providencia nos asistió en todo momento, el precio a pagar ha sido el más alto.
Cerrado el paréntesis, como decía el Maestro, «quien tenga oídos, que oiga».
El encuentro con aquella caravana resultaría aciago. A partir de esos momentos, hasta la consumación del tercer «salto» en el tiempo, una cadena de inesperados sucesos iría cercándome, hasta hundirme en una dolorosa marginación. ¡Cuán extraño es el destino! Yo, Jasón, el «audaz y valiente griego» que supo estar al lado de Jesús en las más duras pruebas, terminaría repudiado por la mayoría de los discípulos.
La operación había contemplado esta posibilidad. Sin embargo, las normas y directrices —siempre teóricas— no sirvieron de gran cosa. Veamos por qué.
Quizá llevásemos una media hora de camino, desde el ingreso en la arteria principal. La cuestión es que, al salir de uno de los recodos y a una distancia de medio kilómetro, distinguimos una apretada concentración de hombres y animales. El grupo, inmóvil, ocupaba la totalidad de la senda, obstaculizando el paso. Bartolomé y el Zebedeo se detuvieron. Y el primero, tras una rápida inspección, acertó en el veredicto. Nos hallábamos ante una caravana. Una de las muchas que atravesaban a diario la Galilea. Lo que no supieron decirme fue el motivo de dicha paralización. El paraje no parecía el idóneo para abrevar a las bestias. Tampoco la hora, rozando las diez de la mañana, resultaba lógica para plantar el obligado campamento nocturno. Salvo contadas excepciones, caravanas y caminantes evitaban desplazarse durante la noche.
El hecho de tener que abrirse paso entre aquellas gentes desconocidas no complació a mis amigos. Y con el gesto grave, casi malhumorado, reanudaron el avance, discutiendo la alternativa de rodearles. Finalmente desistieron. A buen seguro, los felah que segaban en las proximidades no habrían aprobado la desconsiderada opción de pisotear los trigales. Lástima… De haber esquivado la caravana, todos nos hubiéramos ahorrado algunos sinsabores.
El convoy llevaba nuestra dirección. Y a punto de dar alcance a los espectaculares dromedarios que cerraban la abigarrada y extensa comitiva, la Señora y los discípulos, en un gesto casi mecánico, echaron mano de sus respectivos mantos, cubriéndose las cabezas y rostros. Al principio lo interpreté como un medio para pasar inadvertidos. Pero, conforme empezamos a sortear a los animales, comprendí la razón del súbito embozo. Aquella variedad blanca de dromedarios, los asnos y los parsimoniosos búfalos de cuernos en forma de media luna viajaban «escoltados» por sendas y zumbadoras nubes de moscas, tan molestas como peligrosas. A pesar de la protección de la «piel de serpiente» me apresuré a imitarles. La picadura de uno de estos tabánidos, en especial del Loa loa, podía acarrear enfermedades —caso de las filariasis— que debíamos evitar a toda costa.
Aunque había tenido la oportunidad de contemplar otras caravanas en los alrededores de Jerusalén y en el camino de Betania, ésta era la primera vez que me aventuraba en el mismísimo corazón de uno de estos singulares grupos.
Quedé aturdido. El tufo acre de las bestias; el rebuzno de los asnos; la negra y pertinaz geometría de los dípteros, inútil y pacientemente acosados por las colas de los cuadrúpedos; el balido de los rebaños de cabras de grandes y caídas orejas; el vocerío de los caravaneros y las órdenes de los «escoltas» —hombres y jovencitos—, manteniendo en línea al medio centenar de dromedarios, dibujaban un cuadro variopinto, fascinante y, para un lego como yo, aparentemente caótico.
La mayoría de los dromedarios transportaba abultadas banastas, que colgaban de sus costados. El agua, elemento precioso, casi sagrado, era conducida a lomos de una decena de pequeños burros de negro y nutrido pelaje. Los odres, sujetos por varas de madera, se hallaban al cuidado de las mujeres.
Sobre la jiba de aquellos dromedarios, conocidos entre los mesopotámicos con la perífrasis de «asnos del mar», se había habilitado igualmente una serie de baldaquines o rústicos pabellones en los que viajaban mujeres y niños. En otros rumiantes, perfectamente enrolladas, se adivinaban las tiendas y el austero ajuar doméstico de los casi doscientos miembros que conformaban la caravana.
Cada vez con más prisas, los discípulos y la Señora prosiguieron el zigzagueante caminar entre carros y animales, deseando la paz a derecha e izquierda. Fueron pocos los hombres y mujeres que respondieron a los saludos. Deduje que, seguramente, no comprendían el arameo galilaico. A juzgar por su indumentaria cabía la posibilidad de que procedieran de Mesopotamia. Los hombres lucían túnicas de lino y lana, prácticamente hasta los pies, y mantos de deslumbrante blancura que, en ocasiones, arrollaban sobre los melenudos cráneos a manera de turbantes. El vaporoso y desahogado atuendo, muy adecuado para el desierto, era redondeado por una ancha faja o ceñidor, que ayudaba a portar una arma. En este caso, unas dagas cortas y curvas, con vainas de madera o tela y empuñaduras de fino tallado.
El calzado, a excepción de algunas sandalias que me recordaron los borceguíes de Beocia, era extremadamente simple. Consistía en una gruesa base de cuero de vaca o piel de camello o dromedario a la que había sido anclada una cuerda que, pasando junto al pulgar, se anudaba alrededor del tobillo.
El ropaje de las mujeres, similar al de los varones, se diferenciaba por el luminoso colorido. Si los hombres, como venía diciendo, vestían de un blanco uniforme, aquéllas gustaban de motivos florales y complejos bordados en rojo, azul, rosa y negro. El rostro, descubierto, de tez curtida, lucía enigmáticos tatuajes azulones sobre el mentón y la frente.
Como tendría ocasión de verificar escasos minutos después, nos hallábamos, en efecto, en mitad de una tribu nómada, oriunda, en parte, de la región septentrional de lo que en la actualidad conocemos como península arábiga. La numerosa reata de bestias, los grandes pendientes, los anillos de nariz, los pesados brazaletes y los collares —todo en plata— denunciaban una aceptable posición económica.
Uno de los capítulos que reclamó mi atención en este inicial y apresurado contacto con la caravana fue la presencia de cinco corpulentos perros pastores, de gran parecido a los «dogos de Burdeos». De cabezas largas, hocicos caídos, unos cincuenta kilos de peso y alrededor de ochenta centímetros de altura constituían una inmejorable defensa para el grupo en general y para el ganado en particular. Los había amarillos y mosqueados. Prudentemente, mientras la caravana permaneció inmovilizada, uno de los pastores los retuvo amarrados. Aun así, al llegar a la altura de la jauría, varios de los perros, alertados por la presencia de aquellos cuatro extraños, se incorporaron al punto, ladrando furiosa y amenazadoramente. María, asustada, se hizo a un lado, buscando la protección del Zebedeo. El nómada que sujetaba las cuerdas con ambas manos sonrió burlón, al tiempo que la emprendía a puntapiés con los más ariscos. Procuré distanciarme. Aquellas «fieras», en una clasificación sobre «10», ostentaban una puntuación de «9» en lo que a defensa territorial y agresión se refiere.
La médula del convoy la formaban unos quince carros. La mayoría de dos ruedas y arrastrados por bueyes. Otros, más pesados y provistos de cuatro ruedas en forma de discos de madera de una sola pieza, eran tirados por parejas de bos bubalus, los poderosos búfalos utilizados en las llanuras de los ríos Tigris y Éufrates desde la remota dinastía de Akad. Tanto las carretas cubiertas como las descubiertas aparecían repletas de cestas de mimbre, tinajas y ánforas de diversos calibres y oscuras y apretadas balas. Los carruajes de cuatro ruedas, con una barandilla que rodeaba la plataforma, eran muy similares a los plaustra maiora, unos carromatos que los romanos habían ido introduciendo con sus legiones y comercio. Supuse, acertadamente, que se trataba de la mercadería principal. Estas caravanas, sobre todo las que partían del norte y del este, traficaban fundamentalmente con sedas, especias, alfombras, piedras preciosas, frutos, maderas nobles e, incluso, animales exóticos.
En varios de los carros descubiertos, sentados o de pie sobre la carga, mujeres y niños dirigían sus miradas hacia la cabeza de la caravana, discutiendo entre sí. A diferencia de las que acababa de dejar atrás, éstas sí ocultaban el rostro con largos y negros velos. ¿A qué podía obedecer semejante discriminación? En la vanguardia del convoy me aguardaba la respuesta a tan intrascendente pensamiento, aunque, desde luego, no en la forma en que yo hubiera imaginado y deseado…
La innata y, supongo, inevitable curiosidad femenina vino a precipitar los acontecimientos. El «oso» de Caná suspiró aliviado al dar alcance a la cabeza de la caravana. Retiró el ropón de la cabeza y se dispuso a cruzar frente a un corro de nómadas que gesticulaba a la derecha del camino. El Zebedeo, que seguía muy de cerca a Natanael, hizo ademán de asomarse al vociferante grupo. Pero, al detectar las prisas de su compañero, renunció a tan comprensible gesto. La Señora, en cambio, sí cayó en la pueril tentación. Y embozada aún en el manto marrón claro la vi deslizarse entre los caravaneros, intrigada por el alboroto. En un primer momento, ni Juan ni Bartolomé se percataron de la maniobra de María. Y quien esto escribe se acercó igualmente a los diez o doce individuos que formaban la acalorada discusión. La Señora, siempre intrépida, era una permanente caja de sorpresas.
Absorto en la contemplación de la caravana no había caído en la cuenta de que nos hallábamos a escasa distancia del picacho sobre el que se asentaba la aldea de Lavi. Los nómadas en cuestión parlamentaban justamente en la confluencia de la vía principal con el estrecho y pedregoso senderillo que descendía del villorrio. Como era habitual en las rutas importantes, los habitantes de los poblados próximos aprovechaban estos cruces de caminos para salir al paso de los viajeros y ofrecer los productos y «especialidades» del lugar. En esta ocasión, una vecina de Lavi había sentado sus reales en una redonda y pequeña era, practicada al pie mismo de la bifurcación. Allí, en compañía de dos niños de corta edad, sobre una humilde esterilla de hoja de palmera, presentaba una batería de cuencos de barro cocido, colmados de lentejas recién recolectadas, harina de cebada, ajos y cebollas (crudos y cocidos) y una ristra de calabazas vinateras, con la típica forma de botella. Después de extraer la amarga pulpa y las semillas, esta especie —única en su género— era muy estimada como recipiente, bien para uso doméstico o en los viajes, a manera de nuestras modernas cantimploras.
Al principio, más pendiente de María que de la zarabanda protagonizada por los viajeros, no comprendí muy bien los motivos de la trifulca. Algunos de los nómadas parecían interrogar a la vendedora. Lo hacían en un arameo fluido. Más correcto que el occidental o galilaico que manejaban los galileos[11]. La palabra repetida una y otra vez por aquellos hombres, visiblemente nerviosos, era «médico». En efecto, trataban de localizar un «sanador». Algo anormal acontecía en la caravana. Y el instinto me puso en guardia. La Señora y los discípulos sabían de mi condición de galeno. Pero, salvo en casos de nula o muy corta trascendencia, Caballo de Troya prohibía a sus exploradores cualquier tipo de intervención, suministro de medicamentos e, incluso, consejos u orientaciones médicas que pudieran modificar el ritmo natural de las personas o de los grupos. Necesitamos un tiempo para admitir nuestro error: aunque en ciertos momentos pudo beneficiarnos, nunca debí reconocer entre aquellas gentes mi especialidad como rofé o médico. Y ahora, en mitad de los nómadas, estaba a punto de experimentar las desagradables consecuencias de tan crasa equivocación…
El caso es que, intuyendo el posible conflicto, retrocedí unos pasos, distanciándome de los caravaneros. ¿Qué podía hacer? ¿Escapaba y me ocultaba en el laberinto de carros? Si el problema, como digo, era grave, yo debería permanecer al margen. Mas ¿cómo hacerlo? Hoy, al rememorar el crítico lance, me arrepiento de no haber obedecido ese impulso inicial. Pero, sofocando la sutil advertencia, desistí. Quizá exageraba. Mi repentina desaparición —pensé— hubiera resultado de muy difícil justificación. Por otra parte carecía de elementos de juicio para analizar el asunto con un mínimo de objetividad. Así que, avanzando de nuevo hacia el grupo, dejé correr los acontecimientos.
La galilea, sentada a la turca, parecía ajena al vocerío, más preocupada, en apariencia, de espantar las moscas que se disputaban el género que de colaborar con los exaltados viajeros. En un par de ocasiones se dignó levantar los ojos y, con dificultad y lentitud, articuló algunas palabras, al tiempo que señalaba hacia el oeste. Francamente, no alcancé a comprenderla. Al observar su pésima pronunciación empecé a intuir la razón de semejante galimatías. La infeliz padecía una «disartria[12]»: una imperfección en la articulación de las palabras, como consecuencia de alguna lesión en los músculos de la fonación. Ello le impedía manifestar las ideas con claridad, provocando, en suma, la exasperación y el confusionismo de sus interlocutores. Éstos, al captar la nebulosa indicación, se volvieron hacia un individuo que presenciaba la escena en silencio. Vestía también de blanco, aunque su porte, la franja de borlas que remataba la inmaculada túnica y el arco que sostenía en la mano derecha me hicieron sospechar que podía tratarse del jeque o jefe de la familia de nómadas. El fenotipo era claramente mesopotámico: nariz aguileña, frente estrecha, bóveda craneal aplastada y oblicua, ojos negros, occipucio plano y una barba larga y cuadrada.
El cambio de impresiones fue breve. El que parecía gobernar la caravana dirigió la mirada hacia poniente, escrutando el camino. Acarició la pequeña cabeza de pato de marfil que adornaba uno de los extremos del arco y, con una sombra de tristeza en el rostro, se dirigió a sus hombres, ordenando el avance del convoy. En esos instantes, María, siempre dispuesta, se destacó de entre los caravaneros, ofreciendo su ayuda al jeque. Éste, perplejo, la inspeccionó de arriba abajo, sin comprender muy bien sus intenciones ni de dónde demonios había surgido aquella galilea. Todo quedó aclarado cuando Natanael y el Zebedeo, alarmados por nuestra tardanza, deshicieron lo andado, incorporándose al grupo. Yo, prudentemente, me mantuve a una cierta distancia, medio camuflado entre los nómadas. Al poco de iniciar la conversación con la Señora y los discípulos, el jeque, persuadido de la buena fe de la hebrea y de sus acompañantes, modificó la orden anterior: la caravana seguiría inmóvil. Y quien esto escribe presintió lo peor. De vez en cuando las miradas de mis amigos y los inquisidores ojos del mesopotámico me buscaban entre los blancos ropajes de los caravaneros. No había duda. Hablaban de mí. Y una creciente inquietud fue ahogando mi corazón. Estaba atrapado…
Y el destino, implacable, se arrojó sobre mí, acorralándome. Juan alzó su mano izquierda y, sonriente, reclamó mi presencia. El Zebedeo, tal y como sospechaba, me presentó ante el jeque —un tal Murashu— como un «sabio rofé, capaz de grandes prodigios». Aturdido, con la boca seca por el miedo, traté de negar y de restar mérito a los encendidos elogios del discípulo. Pero ninguno de los presentes me tomó en consideración. Murashu, respetuoso, inclinó la cabeza, suplicándome que aliviara la carga de sus muchos pecados. Al parecer, una de sus mujeres había sufrido una caída. El dromedario en el que viajaba, presa de un ataque de «locura», la había derribado y pisoteado a escasa distancia del cruce en el que nos encontrábamos. En buena lógica, deduje, el percance debía ser lo suficientemente grave como para haber inmovilizado la caravana. Y mis temores arreciaron.
Para los asirio-babilónicos, las enfermedades, accidentes y demás calamidades tenían su origen en la ira de los dioses. Cualquier contratiempo o desgracia eran asociados de inmediato a los pecados, incluso hipotéticos, de la víctima o de su parentela[13]. De ahí las lamentaciones del afligido Murashu.
Traté de serenarme. Resultaba estéril invocar al «sanador» de Caná, el más cercano y al que había hecho alusión la vecina de Lavi. La distancia que nos separaba de la aldea de Bartolomé era superior a los doce kilómetros. No tenía alternativa…
Y el dueño y señor de la tribu nos condujo hasta una de las carretas cubiertas: una especie de carpentum de dos ruedas. A pocos metros del carruaje, un par de servidores de la caravana (los llamados «escoltas», responsables de los dromedarios) atendían a un inquieto animal. El rumiante se hallaba arrodillado e inmovilizado merced a una cuerda que, descendiendo de la cabeza, había sido anudada a la rodilla izquierda. Murashu, al pasar junto al blanco y nervioso ejemplar, lo maldijo. Se trataba, efectivamente, de la dromedaria causante del percance. Uno de los nómadas, provisto de un odre, se esforzaba en abrevarla. El otro, a su lado, con un haz de plantas entre las manos, iba suministrándole pequeñas raíces y unas cápsulas esféricas que arrancaba de los tallos. Al hablar de un ataque de «locura», el jeque no había exagerado. Al igual que el ser humano, el camello y el dromedario padecen también de podagra o gota[14], que afecta a las extremidades, provocando en los cuadrúpedos un dolor intensísimo. Cuando esto sucede, el animal «enloquece», mostrándose irascible y peligroso en extremo. Esto, ni más ni menos, era lo ocurrido en el seno de la caravana. Quizá, si el incidente lo hubiera protagonizado un macho, Murashu habría ordenado su inmediato sacrificio. Al tratarse de una hembra, el comportamiento de los nómadas era radicalmente distinto. La leche de dromedaria, de alto contenido proteico y un excelente porcentaje salino, constituía un alimento y una bebida básicos en la dieta de aquellas gentes. Y con buen criterio procuraban aliviar la «locura» del rumiante, proporcionándole abundante líquido y las negras semillas contenidas en las cápsulas esféricas. Estos granos aceitosos no eran otra cosa que el ovario madurado de la adormidera, una planta sobradamente conocida en las regiones mesopotámicas, que contiene hasta veinticinco alcaloides opiáceos. Como analgésico y calmante del dolor resultaba de gran utilidad en estas circunstancias. A este «tratamiento», los nómadas, antiguos conocedores de las propiedades medicinales de las plantas (los asirios, por citar un ejemplo, disponían de más de doscientas cincuenta especies en su «farmacopea»), añadían las raíces secundarias del «harpagofito», especialmente indicado para el dolor en las articulaciones.
Nuestro anfitrión y mis acompañantes comenzaron a impacientarse. No terminaban de entender mi interés por la dromedaria. A decir verdad, aunque me hubieran interrogado, tampoco habría sido fácil satisfacer su curiosidad. Encorvado sobre las inflamadas extremidades del animal, mi examen no encerraba otro objetivo que el de intentar averiguar el grado de contaminación por heces. Si el rumiante había pateado a la mujer convenía cerciorarse del estado de las pezuñas. «Aun así —cavilé—, si se registra la aparición de un tétanos, ¿qué hacer?».
Fue María la que tomó la iniciativa. Y, situándose a mi espalda, posó su mano sobre mi hombro, reprendiéndome con dulzura y calificando mi acción de «imperdonable despiste».
—Jasón —me advirtió sonriente—, te equivocas. No es el dromedario el que precisa de tu ciencia…
Lo sabía, pero me excusé. Y siguiendo los pasos del jeque salté al interior del carromato.
¡Oh, Dios!, ¿qué era aquello? En un asfixiante habitáculo de tres por dos metros, sobre un cargamento de balas de lana, yacía una mujer con el rostro cubierto por un velo negro. Sus gemidos eran ahogados por los rezos de una anciana que, en cuclillas y a los pies de la joven doliente, simultaneaba el canturreo de los salmos penitenciales con el lanzamiento sobre el cuerpo de la nómada de una sustancia ocre que, en un primer momento, no supe identificar. Bajo el amplio ropaje distinguí un vientre anormalmente hinchado. Pero el olor putrefacto que llenaba el carruaje me distrajo. ¿A qué obedecía aquel infecto ambiente? Al arrodillarme junto a la mujer e intentar explorar su pulso lo comprendí. La húmeda y pegajosa sustancia que casi enterraba a la enferma quedó adherida a mis manos. Instintivamente aproximé las yemas de los dedos a mi nariz, buscando la identificación del elemento arrojado por la anciana. Mi estómago se rebeló. De acuerdo con las ancestrales y supersticiosas costumbres de aquellos pueblos, al considerar la enfermedad como la venganza de un dios o demonio maléficos, todo cuanto pudiera desagradar a la víctima propiciaba el mismo efecto en la divinidad instalada en el cuerpo. Pues bien, con el fin de obligar al espíritu causante del problema al desalojo del enfermo, la vieja en cuestión había rociado a la mujer con excrementos de animales.
Mi rabia y repugnancia fueron tales que, sin proceder siquiera a una primera y superficial inspección, abandoné el fétido carromato, tratando de poner en orden las ideas…, y mi estómago.
La Señora, alarmada, me salió al paso, interrogándome. Y otro tanto ocurrió con Murashu y los discípulos. Recompuesto el ánimo, ante la atónita mirada del jefe de la tribu, ordené que, para empezar, procediera al inmediato traslado de la joven a un carruaje sin carga. Acto seguido, con idéntico y enérgico tono, solicité de María que se ocupara de la limpieza de la mujer.
Al punto, una segunda carreta entraba en acción. Y a pesar del riesgo que podía suponer el traslado de un accidentado de estas características, con posible politraumatismo, minutos después descansaba en la espaciosa plataforma de un carro de cuatro ruedas.
La Señora, auxiliada por dos nómadas de rostros igualmente cubiertos, desnudó a la muchacha, cumpliendo mis preceptos. Y yo, sin saber muy bien qué hacer, ni por dónde empezar, aproveché la espera para revisar la «farmacia de campaña» que guardaba en el liviano petate de viaje y cambiar algunas palabras con Murashu. El Zebedeo, testigo de la conversación, se mostró complacido al averiguar que los ancestros del jeque eran precisamente judíos. Aquellos orientales, al contrario de lo que sucede con los hombres del siglo XX, disfrutaban de una memoria prodigiosa. Podían recitar, paso a paso, la totalidad de sus árboles genealógicos. Así supimos que los primeros Murashus fueron deportados a Mesopotamia después de la toma de Jerusalén por Nabucodonosor (año 587 antes de Cristo). La familia prosperó, alcanzando su máximo auge en los reinados de Artajerjes I y Darío II. Y aunque el asentamiento clave fue siempre la ciudad de Nippur, algunas ramas familiares terminaron por mezclarse con los autóctonos de la región, buscando nuevos horizontes. Este Murashu, y sus nómadas, antepasados de los actuales beduinos, residían habitualmente al norte de la península arábiga (hoy reino de Arabia Saudita), en un territorio perdido en el desierto del Gran Nefud, tras los montes de Agia y Selma. Desde allí desplegaban sus actividades, comerciando hacia el este, norte y oeste, por las rutas de Susa, Jarán, Damasco y Egipto. Pero el apacible coloquio se vería bruscamente interrumpido por un agudo grito de la Señora.
No lo dudé. Abandonando el manto y la «vara de Moisés» en manos de Juan me introduje bajo la lona de la carreta, dispuesto a todo. Pero la escena que se presentó ante mis ojos daría al traste con mi celo y buena fe. Y la disciplina y ética de la operación se instalaron en mi mente y voluntad, cortándome el paso. A partir de esos momentos, una violenta lucha interior se adueñaría de mi ser, destrozándome.
María, arremangada y de rodillas, con los lienzos empleados en la limpieza entre las manos, parecía una estatua. Las otras dos mujeres, en cuclillas y a la cabecera de la joven, seguían empapando los paños en una jofaina de barro. La respiración de la enferma, apenas perceptible en mi primer encuentro, se había vuelto agitada.
Supongo que no quise verlo. Pasé por alto el prominente estado del vientre, centrándome en el pulso. Era vertiginoso. Pálida y desencajada, la Señora, a un costado de la muchacha, me siguió con la vista, dejándome hacer. En una precipitada evaluación inicial descubrí que, a pesar de las magulladuras y pequeños hematomas —consecuencia de la caída y posible pateo del dromedario—, la vía aérea no se hallaba comprometida. La palpación tampoco reveló roturas aparentes, excepción hecha de lo que intuí como una fractura transversal en la falangina del segundo dedo del pie derecho. El traumatismo había provocado el desprendimiento de la uña de dicho dedo. Ojalá todo el problema se hubiera limitado a esta lesión…
Una vez repuesta de la sorpresa, María, al percatarse de mi aparente indecisión, confusa y presionada por las circunstancias, alzó la voz, exigiéndome que actuara. No pude replicar. Un alarido desgarrador, seguido de otros cortos pero intensos gemidos de la joven, me paralizaron. Y la Señora, con sus bellos ojos cargados de incredulidad, se alzó, al tiempo que gritaba enfurecida:
—¿Es que estás ciego?
La respuesta a su humana y justificada indignación fue un sudor frío, perlando mis sienes. No, no estaba ciego. Y permanecí de rodillas, mudo, a los pies de la mujer que, desde hacía algunos minutos, había empezado a parir…
—¡Jasón!…
No recuerdo bien la dura amonestación de María. Mis ojos se hallaban fijos en la cabeza de aquel bebé, que había emprendido el lento pero inexorable proceso de liberación.
¡Maldito código! Caballo de Troya prohibía terminante nuestra participación en el nacimiento de un ser humano. Y quien esto escribe, sin poder evitarlo, se veía enfrentado al parto de una joven nómada. Un alumbramiento acelerado —casi con seguridad— por el accidente del dromedario.
La Señora, nunca lo supe con certeza, debió interpretar mi silencio y paralización como el resultado de un terror insuperable. Y con una entereza admirable se hizo cargo de la situación, ordenando a las mujeres que la proveyeran de todo lo necesario: agua caliente en abundancia, lienzos limpios, sal, una provisión de aceite, esencias, esponjas, natrón, etc.
Por lo que pude apreciar, aquella no era la primera vez que María asistía a una parturienta. Como primera medida tomó la cabeza de la joven entre sus manos y, con una ternura que a punto estuvo de hacerme olvidar las normas, fue susurrándole palabras de aliento. Después, en cuanto las mujeres hicieron acto de presencia en la carreta, la besó en la frente, animándola a que empujara con fuerza. Y sin mirarme siquiera, asistida por una de las nómadas, se precipitó sobre el niño. Con una precisión impecable depositó un lienzo humedecido sobre sus manos, ayudando así a la expulsión de la cabeza y protegiendo al bebé de las inevitables secreciones anales. Al arreciar los gritos, la nómada que se había situado a la cabecera de la muchacha introdujo un pequeño palo entre los dientes de ésta, sujetándola por las muñecas, a fin de ayudarla en la expulsión.
Con la mano envuelta sobre el área del recto, la improvisada y audaz partera fue ejerciendo una presión posterior y hacia arriba, logrando así una más rápida y eficaz liberación de la cabeza. María, plena de fuerza y de amor, animaba constantemente a la mujer, orientándola en sus respiraciones y esfuerzos. Jamás olvidaré aquella estampa de la Señora, bañada en sudor y en sangre, con toda su humanidad volcada en el nacimiento del pequeño nómada.
Cuando la cabeza quedó libre, María pasó los dedos alrededor del cuello del bebé, asegurándose de que aquél aparecía sin la peligrosa presencia del cordón umbilical[15]. Feliz por el rápido desenlace, la madre de Jesús tomó aliento, limpió el sudor que resbalaba por las mejillas e inclinándose hacia el enrojecido rostro del pequeño aspiró el material extraño que llenaba la nariz y la boca, escupiéndolo.
Animada también por el buen parto de la cabeza, la mujer que colaboraba con la Señora comenzó a entonar uno de aquellos salmos paganos:
«… He sido destruida por el mal del alma y del cuerpo…
… noche y día paso sin tener descanso.
… Estoy hundida en la oscuridad y camino…».
María aguardó unos segundos. Tenía los ojos fijos en la recién liberada cabeza del bebé. Pero el esperado giro, casi siempre espontáneo, en el que el niño suele colocarse con los hombros en el plano sagital de la madre, no llegaba. Y la Señora, levantando la voz y la cabeza, instó a la nómada para que luchara. La parturienta, agotada, trató de obedecer. Pero aquel nuevo esfuerzo sólo sirvió para quebrar el palo que apretaba entre los dientes. Y la respiración se volvió desordenada.
«… Estoy acabada por el dolor y por el lamento…».
Lo inoportuno del rezo penitencial y la tensión del momento hicieron estallar a la partera.
—¡Silencio! —decretó María. Y fulminándome con la mirada gritó—: ¡Por el buen Dios, Jasón, ayúdame!
Sentí cómo el corazón me golpeaba en el pecho. Y apretando los puños hasta clavarme las uñas, bajé los ojos, rogando a ese mismo Dios que se apiadara de este pobre explorador.
Un nuevo gemido sacó a María de aquel violento paréntesis. Y templando los nervios con una profunda inspiración se lanzó sobre el bebé, buscando la rotación de los hombros. Aquella espléndida mujer me maravilló, una vez más. Sujetó la cabeza con ambas manos, aplicándole una tracción suave, pero firme. Esta maniobra, en efecto, facilitó el movimiento del hombro más anterior debajo de la sínfisis del pubis. Al poco, los hábiles tirones liberaban el referido hombro. Y la Señora suspiró, batallando por contener la hemorragia. La nómada que le acompañaba reanudó los cánticos, mientras la parturienta parecía estabilizar la frecuencia cardíaca y el ritmo respiratorio.
«… Mi infancia no la recuerdo…
… No sé el pecado que cometí: era niña y pequé…
… He transgredido el límite de mi dios…».
Con una sabiduría envidiable, la Señora esperó unos segundos, antes de proceder a la última tracción. Esta breve pausa, tras la liberación del hombro anterior, permite que el útero se contraiga, frenando así la posibilidad de una peligrosa hemorragia posparto.
Transcurrido un minuto, María tiró de la cabeza en dirección a la sínfisis, consiguiendo la liberación del segundo hombro. El parto, prácticamente, estaba consumado. Y la audaz madre del Maestro aspiró suave y delicadamente la orofaringe del recién nacido, arropándolo inmediatamente. Y así lo mantuvo durante algunos minutos, tiernamente apretado contra su pecho, proporcionándole el calor necesario para que el bebé, de forma natural, iniciara las respiraciones. A renglón seguido, la nómada que había sujetado las muñecas procedió al pinzado del cordón umbilical. Una vez estrangulado en dos puntos (el más próximo a cosa de dos centímetros y medio del abdomen infantil), se inclinó sobre el cordón, seccionándolo con los dientes. Y el pequeño fue lavado entre el regocijo de las mujeres y enérgicamente friccionado con sal. Por último, la Señora, con una cálida luz en la mirada, lo alzó entre sus manos, colmándole de besos. Y el bebé fue recostado sobre el vientre de la madre. Diez minutos después, precedida de una moderada hemorragia, la placenta era espontáneamente expulsada. María procedió entonces a un masaje uterino, a través de la pared abdominal, aliviando así el flujo de sangre. Un emplasto de hierbas —de capsella o bursa-pastoris, de discutible efecto hemostático— hizo el resto. La hemorragia, al menos de momento, había quedado cohibida.
Y las nómadas, seguidas de María, abandonaron la carreta, anunciando pletóricas la buena nueva. Yo, impotente y entristecido, permanecí unos minutos junto a la joven, sin fuerzas para reunirme con mis amigos. Había cumplido, sí, el estricto código de Caballo de Troya. Pero ¿a qué precio? Y en silencio, a manera de pequeña compensación por lo que no había hecho por aquella desconocida, lavé su pie herido, inmovilizando el dedo fracturado con un férreo vendaje. Y me dispuse al enfrentamiento con la cruda realidad…
Al verme descender del carromato, Murashu olvidó a los hombres y mujeres que se agolpaban en las proximidades. Y enarbolando los brazos por encima de la cabeza se precipitó hacia este desolado «médico». Imaginé lo peor. Quizá las nómadas, o la Señora, le habían puesto al corriente de mi desafortunada actuación. Era lógico que, llevado de la ira, tratara de castigar al embaucador. Es curioso: por primera vez en la aventura palestina estaba dispuesto a someterme…
Y el jeque cayó sobre mí…, abrazándome aparatosamente. Y arrasado en lágrimas se desbordó en una entrecortada e interminable retahíla de agradecimientos. No supe qué decir. Aquel hombre, de nobles sentimientos, consiguió contagiarme su emoción. ¿Qué estaba pasando? Y atónito busqué a María con la mirada.
Al parecer, la joven nómada que acababa de dar a luz era su esirtu o concubina favorita. Murashu viajaba con su legítima esposa y una corte de esclavas-concubinas. Éstas, justamente, se diferenciaban de la primera por llevar el rostro cubierto.
Su alegría por el nacimiento de este varón era tal que no me atreví a sacarle de su error. Y estrechándome contra su costado me arrastró hasta su gente, arreciando en las alabanzas «por mi buen hacer».
Juan de Zebedeo me felicitó con idéntico ardor. Balbuceé un intento de explicación, con escaso éxito.
Al fin, mis ojos se cruzaron con los de la Señora. Se hallaba sentada al borde del camino. Me acerqué despacio. Tembloroso. Con un nudo en la garganta. ¿Cómo explicarle?…
No se movió. Sostuvo la mirada y, en un gesto que no olvidaré, me hizo un guiño, sonriendo pícaramente. Mi memoria se estremeció. Yo recordaba aquella seña. Era uno de los hábitos de su Hijo.
La generosa y leal actitud de María me desarboló. Poco a poco iría conociéndola. Tenía sus defectos, sí, pero también unas espléndidas cualidades. ¡Qué sorda rabia me consume cuando leo, escucho o asisto a tanto desatino en torno a la imagen y personalidad de la madre terrenal de Jesús! No fue como los hombres la han dibujado: fue mejor…, más humana…, más valiente. Tiempo habrá de demostrarlo.
¿Cómo podía pagarle? Me arrodillé y tomando sus manos las aproximé a mis labios, besándolas con toda la ternura de que fui capaz. Y los ojos de este abrumado explorador se humedecieron.
Es difícil explicar lo que ocurrió en aquel breve y silencioso «diálogo». Al penetrar en su verde y serena mirada, la intuición me puso en guardia. La Señora —¿cómo hacerme comprender?— sabía algo… Fue una inequívoca sensación. Como si la Providencia hubiera tenido a bien revelarle que aquel Jasón, comerciante de Tesalónica, tan profunda y extrañamente interesado en la vida de su primogénito, era «alguien» especial. El incidente con el joven Juan Marcos, en el monte de los Olivos, no había pasado desapercibido para aquella inteligente e intuitiva mujer. Horas más tarde, las «circunstancias» me demostrarían que no estaba equivocado…
Pero el tiempo apremiaba. El encuentro con la caravana nos había hecho perder alrededor de dos horas. Y Bartolomé, impaciente, solicitó de Murashu que nos permitiera reanudar la marcha. El jeque lo comprendió. Y, lamentando no poder ofrecernos una más digna hospitalidad, nos emplazó para reunirnos con él y su familia en la Ciudad Santa durante la próxima fiesta de Pentecostés. Los discípulos aceptaron por pura cortesía. Ni ellos ni María imaginaban en aquella fresca mañana del lunes, 24 de abril, que, en efecto, una semana después se verían en la agradable obligación de emprender el camino de la Judea.
Y a una lacónica orden del jefe, dos de los caravaneros fueron a depositar en mis pecadoras manos un cordero de unas ocho semanas y una cántara de cuatro log (alrededor de dos kilos), herméticamente sellada con una basta estopa de lino. Yo sabía que rechazar aquellos presentes hubiera sido una grave falta de cortesía. Así que, tras los agradecimientos de rigor, encomendé la misteriosa jarra de barro al «oso» de Caná. Pero, en mi confusión, al primer pataleo, el blanco recental se me escurrió a tierra, disparando las burlonas risotadas de los nómadas. Recuperado el corderillo, el convoy, lenta y pesadamente, se puso en movimiento. Y durante un corto trayecto, Murashu y sus hombres nos escoltaron orgullosos y complacidos.
En ese breve recorrido, siguiendo otra antigua tradición, el jefe de los nómadas solicitó mi permiso para otorgar al nuevo vástago el nombre de su «salvador»; es decir, «Jasón». Acepté la ocurrencia con una ceremoniosa y teatral complacencia, a sabiendas de que el flamante padre me ocultaba la verdad. Aquél, en realidad, no iba a ser el auténtico nombre del pequeño, sino el llamado «segundo o falso» nombre. Desde la más remota antigüedad, las civilizaciones egipcias y mesopotámicas, entre otras, atribuían al verdadero nombre un poder especial, casi mágico. Babilonios y egipcios, en suma, participaban del mismo principio: «el nombre de las cosas, de los animales y de los humanos forma parte de la esencia de los mismos». Platón y la filosofía escolástica no se hallaban muy lejos de esta singular concepción[16]. El autor de Cratilo, como le ocurriría a Schopenhauer, fue rotundo en este sentido: «los nombres son la consecuencia de las cosas». Para Murashu, por tanto, si el conocimiento del «verdadero, primero y buen nombre» de su hijo podía ejercer un maléfico poder sobre dicha criatura, lo natural era que tratara de «camuflarlo» con una segunda designación. De hecho, como decía, los egipcios procedían así desde antiguo. Recordemos, por ejemplo, una estela de la época ptolemaica en la que se dice lo siguiente: «se le puso —al hijo del sacerdote— por nombre Imhotep, pero se le llamó Petubast».
Tentado estuve de sugerirle un nombre más hermoso que el mío —Jesús—, pero, al descubrir que lo ignoraban todo sobre el Hijo del Hombre, desistí. Esta circunstancia —el absoluto desconocimiento de la existencia del Maestro— guarda también su importancia. El hombre del siglo XX encuentra natural que la totalidad de las naciones sepa de la vida y de las enseñanzas del Galileo. En el año 30, en cambio, las cosas eran muy diferentes. A excepción de unos centenares de miles de israelitas y paganos, todos asentados en Palestina y sus inmediaciones, el resto del mundo vivió ajeno a la presencia de este Dios en la Tierra.
Aunque los dromedarios de Murashu podían caminar sus cuarenta kilómetros por jornada, el ritmo de la caravana resultaba lento para nosotros. Así que, a una milla del cruce de Lavi, nos despedimos con un «la paz sea con vosotros». Los caravaneros, a su vez, inclinando las cabezas, replicaron con un cortés «que los dioses acrecienten vuestras riquezas».
Respiré aliviado al distanciarnos. La experiencia con los nómadas había sido poco gratificante. A partir de esos momentos, como creo haber mencionado, mi suerte cambió. Una cadena de desventuras iría acorralándome hacia lo inevitable.
¿Debo referirme a ello? Entiendo que es mi deber. Si uno abre los evangelios encontrará decenas de frases como éstas: «(Jesús). Se marchó de nuevo al otro lado del Jordán». (Juan 10, 40). «Y sucedió que, de camino a Jerusalén, pasaba por los confines entre Samaria y Galilea». (Lucas 17, 11). «Y levantándose de allí va a la región de Judea». (Marcos 10, 1). «Recorría Jesús toda Galilea…». (Mateo 4, 23).
Pues bien, una vez más, los llamados «escritores sagrados» han escatimado a la Historia, y a los que se proclaman creyentes, un universo de pequeñas y grandes anécdotas, nacidas justamente en esos recorridos y marchas. De haber sido minuciosos en la narración de las muchas horas consumidas por Jesús y su grupo en los caminos hoy tendríamos una visión más ajustada de la vida y personalidad de todos ellos. Según nuestras estimaciones, de los casi cuatro años que el Maestro dedicó a la predicación, un tercio, aproximadamente, del tiempo hábil fue invertido en desplazamientos. Los números hablan por sí mismos de la trascendencia de cuanto afirmo: de los 1395 días destinados por el Hijo del Hombre a lo que se ha calificado como «vida pública», unos 465, como digo, transcurrieron en los caminos de Israel y de los países y regiones colindantes. ¿Es que en ese tiempo no ocurrió nada lo suficientemente curioso e importante como para transmitirlo a las siguientes generaciones? Este apresurado relato de nuestro peregrinaje desde el lago de Tiberíades a Nazaret constituye una muestra de lo que digo. Cuanto me tocó vivir en esas horas de marcha fue algo casi habitual en los viajes de aquel tiempo. Si unimos a ello la mágica e insustituible presencia del Nazareno, «hacedor de maravillas», todo cuanto acierte a expresar se quedará corto… Durante el prolongado seguimiento, en el tercer «salto», tuve oportunidad de confirmarlo. Fue en aquellas densas jornadas, viajando sin cesar, cuando más y mejor pude penetrar en la personalidad humana del Maestro y de su heterogéneo grupo de discípulos. Los que aman la Naturaleza, las acampadas, el montañismo o llevan en la sangre el maravilloso veneno de la aventura y de los viajes entenderán mis palabras a la perfección. Es precisamente en esas intensas y dilatadas convivencias donde surge y se aprecia con mayor transparencia el auténtico carácter de los seres humanos.
Hecha esta observación, proseguiré con el siguiente suceso, acaecido a cosa de un par de kilómetros, en el importante cruce de caminos hacia los montes Tabor, en el sur, y Merón, en el norte.
Aquellos veinte minutos —desde la despedida de Murashu hasta la referida encrucijada— transcurrieron en silencio y con el único engorro, por mi parte, de tener que cargar sobre los hombros al inquieto corderillo. Mis intenciones acerca del pequeño animal eran claras: desembarazarme de él a la primera oportunidad. Pero ¿cómo? No me equivoqué en mis reflexiones: el destino decidiría. Respecto a la jarra que cargaba Natanael, sinceramente, la olvidé. Al poco, su misterioso contenido saldría en auxilio de este explorador. Pero no perdamos el hilo…
El «suceso» al que hacía alusión empezó a dibujarse en los metros finales de aquella cuarta etapa. Con el cruce de caminos a la vista, Bartolomé comenzó a cojear ligeramente. Al principio no le concedí demasiada importancia. Sin embargo, poco a poco, el ritmo de sus cortas zancadas se hizo desigual. La causa del trastorno —pensé— podía radicar en su pierna izquierda, fajada desde el tobillo a la rodilla. Pero el discípulo, habituado a su dolencia, prosiguió el avance sin despegar los labios. La reacción de Juan y de María —aunque sería más propio hablar de la no reacción de ambos— me dio a entender que se hallaban familiarizados con el problema del «oso» y que, muy posiblemente, no revestía gravedad alguna.
Y así continuamos hasta que, bien colmada la hora sexta, dimos alcance al cruce de las importantes arterias. En aquel lugar, a cuatro kilómetros, según mis cálculos, del sendero que descendía de la aldea de Lavi se levantaba una típica posada judía, muy frecuentada por los numerosos caminantes y caravanas procedentes de los cuatro puntos cardinales. Se trataba, como la mayoría de los albergues de aquel tiempo, de un vetusto edificio cuadrangular, de unos treinta metros de lado y de altos y grisáceos muros, trabajados a base de tosca piedra caliza.
Y el destino quiso que el renqueante Natanael fuera a detenerse frente a la fachada principal, a la derecha del camino, y a corta distancia del túnel que hacía las veces de portón. Y sin mediar excusa o comentario algunos se dejó caer sobre la polvorienta senda, recostando su humanidad contra la pared de la posada. Acto seguido procedió a retirar las bandas de cuero de vaca que envolvían la dolorida pierna. Y deseoso de comprobar el mal que le aquejaba, confié el corderillo a la Señora, situándome frente al discípulo.
Por la oscura boca del acceso resonaban las voces y risotadas de los ocupantes de la posada. Acostumbrados, al parecer, a estas rutinarias pausas del «oso» de Caná, María y el Zebedeo le dejaron hacer, al tiempo que ocupaban su atención en un nutrido grupo de caballos, amarrados a una batería de argollas que colgaba del extremo oeste de dicho muro principal. Y bajando el tono de voz, con evidente temor, Juan vino a confirmar los recelos de la Señora. Las monturas, en efecto, podían pertenecer a la turma romana a la que habían hecho alusión los burreros.
La presencia de la patrulla no gustó a mis acompañantes. Y aunque la treintena de soldados que integraba la unidad se hallaba, casi con seguridad, en el interior, el Zebedeo instó a su amigo para que abreviase. El de Caná ni le miró.
Ambas posturas eran justas y comprensibles. Al generacional desprecio del pueblo judío por el invasor romano había que añadir, en este caso, un hecho particularmente doloroso y cercano en el tiempo: la humillante ejecución de Jesús por los mercenarios de Roma. No podemos olvidar que apenas habían transcurrido diecisiete días desde la crucifixión. Esta abrumadora realidad —hoy tamizada por los siglos— pesaba lo suyo en los ánimos de los íntimos del Hijo del Hombre. A pesar de la misteriosa vuelta a la vida del Maestro, ni la Señora ni los discípulos habían olvidado a los ejecutores. Lamentablemente, como iré narrando, las asombrosas y esperanzadoras apariciones de Jesús no sirvieron de mucho en este sentido. Se equivocan quienes estiman que María perdonó de inmediato a los verdugos de su primogénito. Era humano, en consecuencia, que el Zebedeo y la Señora trataran de evitar el contacto con la turma.
En cuanto al «oso», también se veía asistido por la razón. Compartía, por descontado, ese sentimiento de visceral rechazo hacia los romanos. No obstante, en esos momentos, su pierna gozaba de prioridad. Y no le faltaban motivos.
Con mansedumbre, no exenta de cierta prevención, Natanael me autorizó a que examinase aquel cuadro de venas varicosas primarias, que progresaba en sentido descendente en el sistema de la safena interna[17]. Estas varices, aunque no representaban un problema grave, afeaban aún más el ya poco agraciado físico del discípulo, ocasionándole una molesta sensación de pesadez y frecuentes calambres musculares. Por lo que deduje del parco interrogatorio al que aceptó someterse, el trastorno era común en su familia. Sentí no poder auxiliarle. Aunque la dolencia, trivial en principio, no se hallaba reñida con el rígido código moral de Caballo de Troya, mi «farmacia de campaña», en esta oportunidad, no contenía medicamento alguno capaz de suavizar su mal. Por fortuna, mi intervención no fue necesaria. Previsor, Bartolomé viajaba preparado para esta contingencia. Y echando mano de su zurrón extrajo una pequeña jarra de verde y translúcido alabastro. La destapó y, cerrando los ojos, ingirió parte del contenido. Carraspeó, dibujó una mueca de repugnancia y, cuando se disponía a clausurar el recipiente, le rogué que me permitiera examinarlo.
María, entretanto, había reparado en la cántara de barro, regalo de Murashu, depositada en tierra por Natanael. Y sin poder sujetar la curiosidad retiró la estopa de lino, ojeando el interior.
Juan, inquieto ante el posible retorno de los soldados, siguió vigilando el túnel de entrada al albergue, sin percatarse de la maniobra de la Señora. Tampoco Bartolomé, pendiente de mi dictamen, cayó en la cuenta del contenido de la jarra. E incorporándome, mientras olfateaba la minúscula vasija de alabastro, dirigí la mirada hacia la cántara que manipulaba la Señora. Debo confesarlo: mi curiosidad —aunque por otras razones— no le iba a la zaga a la de María…
Por suerte para quien esto escribe, la madre del Maestro no supo identificar el líquido untuoso y pardonegruzco que llenaba el recipiente. Mis sospechas, considerando el origen de la caravana mesopotámica, se verían ratificadas minutos después, en el transcurso de otro singular e inesperado lance…
Y la mujer, encogiéndose de hombros, selló de nuevo la cántara.
Con la ayuda de Natanael, que definió el brebaje como una esencia de «hipericón», pude verificar que el licor ingerido por aquél era un aceite esencial, extraído de una planta —la Hypericum perforatum— muy común en la Galilea. Sus elementos básicos —hiperina, tanino, hipericina, pectina y colina, entre otros— resultan recomendables como antiinflamatorio, astringente, antidepresivo y cicatrizador de heridas. El individuo que acertó a «recetarle» el medicamento sabía de medicina. Y estaba de la mano de Dios que, a no tardar, en el transcurso de esa misma jornada, este explorador llegase a conocerle, aunque en circunstancias especialmente dramáticas…
Pero Bartolomé, meticuloso y concienzudo, no se contentó con la ingestión del «hipericón». La distancia a Caná, desde la posada, era todavía de unos ocho kilómetros. Un trayecto demasiado largo para su maltrecha pierna. Así que, con la franqueza que le caracterizaba, se dirigió al Zebedeo, ordenándole que entrara en el albergue, a fin de procurarse un lebrillo y el agua y la sal necesarios para relajar la inflamación. La escena que presencié a continuación hubiera sonrojado a un palafrenero.
El Zebedeo, boquiabierto, le miró de hito en hito. Tan intolerante como su amigo, torció el gesto y, alzando el tono, le recriminó su despotismo. En el fondo —eso creí adivinar en las airadas frases de Juan—, todo el problema venía a resumirse en la palabra «miedo». El Zebedeo, como ya indiqué, no deseaba cruzarse con la soldadesca romana. Bartolomé, que no atrancaba, enrojeció de cólera, acusando a su vez al «hijo del trueno» de «engreído e insoportable mimado». Los taciturnos y melancólicos ojos negros del Zebedeo se abrieron de par en par, acusando el golpe. Y avanzando hacia el «oso» se inclinó hasta colocar el rostro a una cuarta del de su compañero, gritándole que «la única y verdadera razón por la que no entraba él mismo era la presencia del “tuerto”». Lógicamente, no comprendí.
Con las arterias del cuello tensas como maromas, Natanael hizo presa en el manto de Juan, exigiéndole que retirara la acusación. Pero el Zebedeo, que no había aprendido aún a doblegar la vanidad, le retó desafiante, añadiendo al fuego de la discusión improperios como «tapón de odre», «bola de sebo» y otras lindezas que inyectaron en sangre los ojos de su compañero. De no mediar María, sinceramente, no sé cómo hubiera concluido aquel desagradable enfrentamiento. Poco a poco, como fue dicho, iría acostumbrándome a estos periódicos y, en el fondo, muy humanos choques entre los íntimos del Señor. Los creyentes no deberían escandalizarse ni sorprenderse ante estas aparentemente extrañas situaciones. Como digo, todo ello era lógico y normal en una intensa y dilatada asociación de hombres tan dispares. Sin embargo, algo tan obvio jamás fue reseñado por los evangelistas. ¿Por qué? ¿Tuvieron miedo a empañar la imagen de los «embajadores del reino»? En mi opinión, el conocimiento de estas disputas y de los cambios de carácter de los discípulos engrandece la dimensión humana de los hombres y mujeres que rodearon a Jesús. En nuestro caso, al conocerles y saber de sus limitaciones apreciamos mejor su innegable entrega al Maestro.
Afortunadamente, como venía diciendo, cuando el lance empezaba a enturbiarse, la Señora terció en la pelea, indignada por el pueril comportamiento de los discípulos. Y tomando a Juan por la manga derecha de la túnica le arrastró al interior del túnel, en busca de la dichosa vasija. El coraje y sentido común de aquella mujer volvían a imponerse.
Dudé. ¿Qué dirección tomaba? ¿Seguía los pasos de la intrépida María o aguardaba junto al recalcitrante Bartolomé? Éste, terco como una mula, continuaba con su cantinela de insultos y maldiciones. Y con un familiar hormigueo en el vientre —señal inequívoca de una nueva e inminente perturbación— me decidí por la primera opción.
Al irrumpir en la penumbra del túnel, un tufo inconfundible, desabrida mezcolanza de orines, humedad, caballerías y aceite quemado, me puso en guardia. Aquel tipo de establecimientos daba cobijo a toda suerte de gentes. Desde buhoneros a pacíficos comerciantes, pasando por huidos de la justicia, temibles partidas de sicarios, correos, familias de peregrinos e innumerables «burritas» o prostitutas, ladrones y, sobre todo, a la escoria del pueblo: los am-ha-arez. Dadas, pues, las circunstancias debía extremar la prudencia.
En general, con el fin de hacer más fácil el intenso trasiego de hombres y animales, estos accesos carecían de puertas o, simplemente, permanecían abiertos de par en par, incluso durante la noche. A derecha e izquierda del túnel abovedado, de unos seis metros de fondo por otros cuatro de altura, y en mitad del húmedo pasadizo, se abrían sendas angostas aberturas, a manera de puertas, que conducían a los pisos superiores. La luz amarillenta y parpadeante que brotaba de una lucerna de arcilla, alojada en una hornacina, medio dibujaba el perfil de los peldaños de piedra, haciendo más tétrico, si cabe, el ingreso a las habitaciones.
Al término del túnel se abrió ante mí un amplio patio o corral, igualmente cuadrangular, de unos dieciocho metros de lado, y a cielo abierto. Allí, en especial durante los meses secos, transcurría buena parte de la vida de la posada. En el centro se levantaba un ancho pozo, de unos dos metros de diámetro, con un trípode de madera sobre el brocal. Una elemental polea, con el concurso de cuerdas y «sacos» de cuero, facilitaba la extracción del agua.
Me detuve unos instantes, tratando de localizar a María y al Zebedeo. El minucioso recorrido visual no dio resultado. A mi derecha, sentados sobre el blanco enlosado, se hallaban los soldados. Formaban un apretado círculo, discutiendo, vociferando y lanzando sonoras risotadas. Al parecer participaban en algún tipo de juego. Los cascos de madera y metal, las jabalinas y los escudos curvos, también de madera, aparecían diseminados sobre el pavimento, a sus espaldas. Portaban sobre el tronco las típicas cotas de mallas, trenzadas a base de anillas de hierro. Curiosamente, ninguno de aquellos jinetes, a pesar del descanso que disfrutaban, se había desembarazado de las espadas que colgaban de los costados derechos. A diferencia de las turmae que había contemplado en la Ciudad Santa, ésta lucía bajo la armadura unas «camisas» de manga larga y de un apagado color violeta. Los pantalones, en cambio, granates, muy ceñidos y cubriéndoles hasta la espinilla, eran los utilizados habitualmente por la caballería. Al oír su jerga deduje que estaba ante una patrulla de origen sirio. Posiblemente contratada y perteneciente a una de las cuatro legiones regulares estacionadas en Palestina en aquel tiempo[18]. Su asentamiento podía hallarse en la ciudad de Tiberíades o en algún otro núcleo próximo a la costa oeste del yam. Los soldados, entre los 17 y 27 años, presentaban un aspecto vigoroso y saludable. Algunos, y esto tampoco lo había observado en Jerusalén, lucían unas tiras de cuero alrededor de las sienes, muñecas y cinturas. Minutos más tarde entendería la razón y el fundamento de aquellos supuestos adornos.
Una galería porticada rodeando el patio completaba aquella parte de la posada. En ella, a manera de improvisadas caballerizas, permanecían los animales de carga y el ganado, en una caótica mezcolanza con el forraje y consumidos por las moscas y tabánidos que los escoltaban sin remedio. En el muro situado frente al túnel de acceso se abrían tres puertas. Las dos de las esquinas conducían al piso superior: a las habitaciones de los viajeros. Esta segunda planta, con una veintena de pequeñas puertas, aparecía protegida por una rústica y ennegrecida barandilla de troncos de conífera de la que colgaban las esteras y edredones habitualmente empleados para dormir. Por la puerta central, más amplia, escapaba el vocerío de otras gentes, posibles huéspedes del albergue. Por lógica, mis compañeros de viaje tenían que haber penetrado en aquella estancia. Y hacia ella dirigí mis pasos.
Poco faltó para que, en mi afán por pasar desapercibido, volviera a caer en un nuevo y peligroso error. Al cruzar el patio pensé rodear el pozo por su cara izquierda, evitando así la proximidad de la soldadesca. Cuando estaba a punto de efectuar la maniobra, mis ojos fueron a cruzarse con las inquisidoras miradas de algunos de los jinetes. Rectifiqué a tiempo. Y aparentando serenidad elegí el costado derecho de la cisterna, caminando muy cerca de la patrulla. En efecto, se divertían jugando con unos dados de arcilla, en forma de pirámide de cuatro lados, popularmente conocidos como teetotum. Confuso respondí al seguimiento de los soldados con una media sonrisa. Y sin atreverme a volver la cabeza me colé de rondón en una amplia estancia rectangular, regularmente iluminada por media docena de hachones que colgaban de los muros, crepitando y sofocando el recinto con un humo blanco y resinoso. Necesité unos segundos para acomodarme a la semioscuridad. Mi presencia no despertó excesiva curiosidad. La gran sala, que hacía las veces de taberna, comedor y lugar de reunión, se hallaba presidida por una larga mesa, que ocupaba la casi totalidad del centro de la pieza. El extremo izquierdo del tablero —observado desde mi posición junto a la puerta de entrada— aparecía ocupado por un animado grupo de individuos que parloteaba y reía, bebiendo en medianas jarras de barro rojizo. Sobre dicha mesa se alineaban tres o cuatro lucernas de aceite y distintos cuencos y platos de arcilla y madera, repletos de un pan moreno, higos y aceitunas negras. Muy próximo a las lámparas distinguí un guttus (un recipiente, generalmente de cerámica, con forma de tetera y un afilado «pico», empleado para el llenado de las mencionadas lucernas o lámparas de aceite).
Y anárquicamente distribuidas alrededor de la mesa principal, otras más reducidas y cuadradas, acompañadas de sendos bancos de una madera ennegrecida y lustrosa por el continuo uso. Casi todas se hallaban ocupadas por hombres de amplios ropones, bigotes rasurados y cumplidas barbas, que comían o apuraban sin medida el vino negro, espeso y caliente procedente de un hogar practicado en la pared que se alzaba a mi derecha. Varias mujeres, con el rostro y brazos tatuados, iban y venían en un incesante trajinar, reponiendo los caldos y estofados de vegetales que llenaban la vasija común de cada mesa y en la que los comensales introducían un trozo de pan, a manera de cuchara. El cuadro lo redondeaba un curioso «mostrador», parecido a los que había observado en las tabernas de Nahum. Se levantaba junto al muro situado frente a la puerta de acceso y se hallaba armado por diez campanudas vasijas, de un metro de altura, alineadas y sólidamente enterradas en el piso de ladrillo. Sobre las bocas de las ánforas había sido dispuesta una plancha de madera de sicomoro, de unos cinco metros de longitud, con diez orificios, de veinte a treinta centímetros de diámetro, que permitían el llenado de las jarras o de los cucharones de largos brazos. El vino, salvo que el cliente eligiera tomarlo a la temperatura ambiente —algo poco frecuente en aquel tiempo—, era trasvasado a la marmita que colgaba en el hogar y, una vez caliente, servido por las «burritas».
La Señora y el Zebedeo, muy cerca del extremo derecho de este «mostrador», parecían esperar. La clientela, cada cual en lo suyo, no les había prestado mayor atención, a excepción de los que tomaban asiento en una de las mesas próxima a las tinajas.
Al reunirme con ellos percibí cierto malhumor en sus rostros. Lo atribuí al obligado paso junto a la soldadesca o, quizá, al apestoso y poco recomendable clima que se respiraba en la taberna. Me equivocaba.
El Zebedeo, nervioso, tenía los ojos fijos en los cinco galileos que compartían la mencionada mesa y que, en compañía de un sexto individuo, que permanecía de pie y ligeramente recostado sobre los hombros de unos de los bebedores, cuchicheaban entre sí, lanzando provocativas miradas hacia María y su compañero. No pregunté, pero, a juzgar por la sombra de tristeza que velaba los ojos de la Señora y el fuego que manaba de los de Juan, supuse, con acierto, que los felah eran antiguos conocidos y, lo que era peor, enconados enemigos del Maestro y de sus seguidores. Al examinar el rostro del que se encontraba de pie empecé a comprender la dura acusación lanzada por el Zebedeo al «oso» de Caná. El ojo izquierdo del hombre aparecía cubierto por un negro parche de metal. Aquél, sin duda, era el tuerto al que Bartolomé no parecía profesar demasiada simpatía. Un sucio y pringoso mandil de cuero y un manojo de llaves colgando del cuello le delataban como el tabernero jefe de la posada. Desde ese momento, a efectos de Caballo de Troya, el albergue fue «bautizado» como «el del tuerto».
María, en un intento por disipar la tensión, aconsejó a Juan que evitara las miradas de los campesinos. Y empujándole suavemente le condujo hasta las ánforas. Allí, a media voz, me explicó que aguardaban la vasija con el agua y la sal y que, al reconocerles, «el maldito posadero, como en ocasiones precedentes, la había emprendido con ambos, mortificándoles con sus groseras bromas en torno a Jesús y, en especial, al milagro de Caná». Juan, a petición de la Señora, se contuvo pero, si la espera se prolongaba, no tendrían otra solución que prescindir del remedio y abandonar el lugar. «Esta gente —manifestó la mujer reprimiendo la rabia— es capaz de todo…». Y durante unos minutos permaneció absorta, jugueteando, nerviosa, con la rosa labrada en una de las asas de las ánforas. (Firma o marca características de las vasijas originarias, como aquéllas, de la isla de Rodas).
Al advertir la aparente indiferencia de mis acompañantes, el tuerto y sus compinches arreciaron en sus maledicencias y risotadas, haciendo juegos de palabras con el «agua» y el «vino», hasta el punto de llamar la atención de los comensales de las mesas inmediatas. Entre los que giraron las cabezas hacia la tertulia que capitaneaba el posadero, y con evidentes muestras de desaprobación, se hallaban seis soldados. Los penachos que sobresalían en los cascos dorados indicaban que se trataba de los jefes de la turma. Posiblemente, los tres decuriones y los optiones. Uno de ellos, más impulsivo, hizo ademán de levantarse, quizá con la intención de acallar a los alborotadores. Pero el más veterano, sujetándole por el brazo, le obligó a sentarse de nuevo.
Juan, en el límite de su paciencia, cerró los ojos y, de espaldas a los ácidos felah, comenzó a golpear con el puño izquierdo la plancha de madera que cubría las ánforas. El rítmico golpeteo parecía el presagio de un inminente y temible estallido de ira por parte del dolorido discípulo. Y la Señora, prudentemente, suplicó cordura.
Pero algo imprevisto estaba a punto de modificar, cuando menos temporalmente, la agria y comprometida situación en el interior de la posada…
En un primer momento, el vocerío reinante en la sala no permitió oír lo que estaba sucediendo en el exterior. Fue la presencia de uno de los soldados, recortándose en la claridad de la puerta, la que movilizó a los oficiales de la turma, imponiendo el silencio entre los comensales. Fue entonces cuando oímos aquellos desaforados gritos, en petición de socorro. Procedían del corral o, quizá, del túnel. Juan y la Señora los identificaron al punto. Yo, honradamente, no supe de quién se trataba. Y el Zebedeo se precipitó hacia el patio, seguido de María y de quien esto escribe. Algunos de los huéspedes, movidos por la curiosidad, nos imitaron. El corral se hallaba desierto. La patrulla, evidentemente, había acudido en auxilio del responsable de los alaridos. Al final del pasadizo me pareció reconocer a varios de los decuriones, confundidos entre los hombres de su unidad. Al salir del túnel lo primero que llamó mi atención fue Bartolomé. Se hallaba en pie, asistido por Juan y llorando desconsoladamente. Al verme se echó en mis brazos, suplicando perdón. Atónito, traté de comprender. Pero la zozobra del «oso» era tal que no pudo responder a mis preguntas. El Zebedeo, indicando el grupo de jinetes que corría por el polvoriento camino, en dirección a Caná, resumió el problema:
—Le han robado el cordero…
En efecto, a una orden de los oficiales, varios de los soldados habían salido en persecución del ladrón. Los inmediatos gritos de Natanael y la rápida movilización de la turma hizo posible que el individuo fuera localizado, en plena carrera, a poco más de un centenar de metros del albergue. Uno de los suboficiales y otros tres jinetes saltaron sobre las monturas, completando así la persecución. Pero la destreza del pelotón que corría en cabeza hizo innecesaria la acción de los caballeros. Cuando los más veloces ganaron terreno detuvieron la carrera y soltando las tiras de cuero que portaban alrededor de las sienes las hicieron girar media docena de veces, lanzando sendos proyectiles sobre el fugitivo. Ahí concluyó el problema. Los honderos, con una puntería implacable, habían derribado al ladrón. Olvidando a mis compañeros corrí hacia el lugar. Unos y otros, imagino, justificaron mi actitud, pensando que trataba de recuperar el corderillo. Mi intención no era esa. Tan sólo me movió el deseo de comprobar el estado del herido y, al mismo tiempo, ser testigo de la captura. Al abrirme paso entre los soldados y descubrir a la víctima comprendí lo inútil de mi gesto. Uno de los proyectiles —una especie de «bala» de plomo, en forma de huevo y de unos cinco centímetros de diámetro superior— se hallaba alojada en la región occipital del cráneo. El impacto había ocasionado la fractura de la base, con irreparables daños en hueso y meninges. El ladrón, un joven desaliñado y cubierto de harapos, falleció prácticamente en el acto.
Uno tras otro, los tres honderos que habían participado en el lanzamiento procedieron a examinar la cabeza del muchacho. El responsable del impecable y desgraciado tiro solicitó permiso al optio para recuperar el proyectil. El suboficial, verificada la muerte del infeliz, hizo un gesto con la cabeza, accediendo. Y el individuo desenfundó la espada, introduciendo la afilada punta en la herida. Y la «bala» fue catapultada al exterior. Tras limpiarla meticulosamente con el paño de lana que cubría sus posaderas la besó y se dispuso a devolverla al zurrón que colgaba del hombro izquierdo. El resto del pelotón, entretanto, colaboró en el transporte del cadáver, depositándolo sobre la grupa de uno de los caballos e iniciando el regreso.
Al observar mi curiosidad, el hondero sonrió maliciosamente, hablando en un dialecto que no comprendí. Me encogí de hombros y, por señas, le indiqué que me enseñara el proyectil. Extendió la palma de la mano, mostrándolo con satisfacción. Sentí un escalofrío. Aquellos soldados, como los modernos artilleros, gustaban de grabar en sus «balas» frases alusivas a sus mujeres o pueblos natales. En este caso, en latín, podía leerse: «De parte de los sirios».
Abrumado y entristecido me reincorporé al grupo de curiosos que se arremolinaba frente a la posada. La Señora preguntó entonces por el corderillo. No supe darle razón. Hasta ese momento no había caído en la cuenta de su desaparición. Lo más probable es que hubiera escapado entre los crecidos trigales. Y la voz del decurión que ostentaba el mando, reclamando la presencia del posadero jefe, nos hizo olvidar la suerte del recental. Al presentarse, el oficial le interrogó acerca de la identidad del fallecido. El tuerto, casi sin mirarle, negó conocerle. Pero el veterano jinete, adivinando la torcida intención del galileo, ordenó que se hiciera cargo del cadáver, avisando a sus deudos, en el supuesto de que los tuviese. Las protestas del tuerto fueron abortadas sin contemplaciones. Sin mediar palabra, el oficial colocó la punta de su espada en la garganta del posadero. Y éste, pálido, cargó sobre las espaldas el cuerpo del joven, perdiéndose en la penumbra del túnel.
Concluido el lance, la turma desenganchó los caballos. Y dada la estrechez del camino formó en tres hileras (al estilo griego), con los decuriones en cabeza y los optio a la izquierda de aquéllos. Y al paso les vi alejarse en dirección a Tiberíades.
Imaginé que tanto sobresalto y la desagradable experiencia en el interior del albergue habrían hecho cambiar de opinión a mis amigos. Imaginé mal. Natanael, aunque repuesto del susto, continuaba cojeando. Y ante mi sorpresa, esta vez fue el Zebedeo quien se empeñó en atenderle, obligándole a entrar en la posada para recibir el necesario tratamiento. María, complacida por el cambio de actitud de Juan, los siguió en silencio, ayudándome a cargar los sacos de viaje y la jarra de Murashu. Sonreí para mis adentros. ¿Qué había sido de la reciente y envenenada polémica entre los discípulos? También me acostumbraría a estos bruscos giros en las relaciones de los íntimos del Maestro. Así, tal y como estaba presenciando en aquella jornada, eran los hombres y mujeres que permanecieron al lado de Jesús: intolerantes a veces, egoístas en ocasiones pero, al fin y a la postre, entrañables compañeros. La prueba caminaba ante mí. Con una exquisita ternura, olvidando los insultos, el Zebedeo había pasado el brazo derecho de su amigo sobre sus hombros, auxiliándole en su caminar.
Al entrar en el patio a cielo abierto, mis compañeros se detuvieron. A la derecha del pozo, justamente en el lugar donde había permanecido la patrulla romana, yacía el cuerpo del ladrón. La totalidad de los huéspedes y comensales, reunida de nuevo en la taberna, parecía haberse desentendido del cadáver. Y María, compadecida, se encaminó a las escaleras de piedra que conducían al piso superior. Retiró una de las esteras que colgaba de la barandilla, descendiendo con ella hasta el lugar donde reposaba el difunto. Y en un gesto de piedad procedió a cubrirlo. La mala suerte quiso que, en ese instante, una de las «burritas» se asomara al corral. Y encarándose con la Señora le recriminó su acción. María, indignada, no se mordió la lengua, acusando a su vez a la sirvienta y prostituta de hipócrita y falta de caridad. Aunque hoy pueda parecer extraño, la recién llegada, desde la estricta visión religiosa de la ley mosaica, llevaba parte de razón. El contacto con un cadáver era estimado como motivo de grave impureza. (La Misná, en su orden sexto, dedica decenas de capítulos a esta cuestión). Si un hombre, por ejemplo, tocaba un cadáver, contraía impureza por un total de siete días. Y si un segundo individuo tocaba al primero, aquél permanecía impuro hasta la puesta de sol. De la misma forma, un objeto que rozara o entrara en contacto con un cadáver resultaba igualmente impuro. El retorcimiento de los judíos —contra el que batalló Jesús— llegaba a extremos inconcebibles: «si un hombre tocaba ese objeto (que había permanecido en contacto con un cadáver), los siguientes objetos que pudieran ser manipulados por el hombre caían igualmente en impureza y por espacio de siete días».
La estera utilizada por María era propiedad de la «burrita». De ahí la cólera de la prostituta. Juan intercedió, buscando calmar los ánimos. Pero los ecos del altercado habían llegado al interior de la taberna y el tuerto y un puñado de huéspedes no tardaron en hacer acto de presencia, situándose del lado de la sirvienta. Aunque estas absurdas normas religiosas no eran tenidas muy en cuenta por los tolerantes y liberales galileos, una de las familias de peregrinos que se alojaba en la posada y que asistía a la discusión —posiblemente vecinos de la Judea— terminó enfrentándose al posadero jefe, exigiendo que se deshiciera del cadáver y que procediera a la purificación del lugar. De lo contrario —amenazaron— abandonarían el albergue sin abonar un solo «as». El tuerto, ante el quebranto económico que podía suponer esta advertencia, hizo responsable del problema al doliente Bartolomé, que ni siquiera se había movido de mi lado. Estaba claro que aquella venganza tenía «raíces» muy antiguas… Juan protestó, recordándole las órdenes del decurión. Los razonamientos del Zebedeo vinieron a colmar el vaso de la indignación general. Y los galileos adoptaron una actitud amenazante, blandiendo sus bastones. La Señora retrocedió atemorizada, refugiándose tras el «oso». Y el posadero, envalentonado, acusó a Juan y a sus acompañantes de «amigos de los romanos», animando a la clientela a lapidarlos. Instintivamente, los discípulos echaron mano de sus respectivos gladius. La situación empeoraba por momentos. A una orden de Natanael, la Señora recogió los efectos, abandonando el lugar. Aquel fue otro arduo dilema para mí. Ni podía intervenir, ni tampoco permanecer como un mero observador. Al hallarme integrado en el grupo, las amenazas me afectaban tan directamente como al resto.
El «oso» aguardó a que su compañero, caminando hacia atrás y sin perder la cara de los excitados clientes, se situara a su altura. Y este explorador, más asustado, si cabe, que los discípulos, no supo qué partido tomar. Sencillamente, les imité, preparándome para lo que intuía como una batalla campal o una fuga a la desesperada.
La aplastante mayoría de nuestros adversarios, y su furor, me hicieron temblar.
Una vez emparejados, Juan y Bartolomé siguieron retrocediendo, con las brillantes espadas apuntando hacia la chusma que encabezaba el tuerto. Durante breves minutos, el filo de los gladius, diestramente manejados por los discípulos, hizo titubear a la mayoría. Y a una señal, dando media vuelta, Natanael primero y el Zebedeo después, emprendieron la carrera hacia el exterior. En cuanto a mí, el cruel destino quiso que, al girar sobre los talones para emprender la huida, mis torpes pies fueran a topar con la olvidada jarra de barro del jeque nómada, rodando cuan largo era sobre el enlosado y perdiendo la «vara de Moisés». Al quebrarse la cántara, parte de los dos litros que almacenaba se derramó en el centro del corral y el líquido negruzco, más ligero que el agua, llenó el recinto de un olor fuerte y tenaz. Mi aparatosa caída y la súbita aparición de aquella untuosa sustancia, prácticamente desconocida para los galileos, contuvo momentáneamente la furia y la marcha de los perseguidores, intrigados y confusos. Fue lo peor que podía suceder.
A gatas traté de recuperar la «vara». Pero, al alcanzarla, una apestosa sandalia pisó el báculo, inmovilizándolo en el suelo. Al levantar la vista me vi rodeado por las descompuestas caras de una docena de aquellos energúmenos. Y entre insultos, maldiciones y salivazos la emprendieron a bastonazos y puntapiés contra quien esto escribe. Creo recordar que mi única obsesión, amén de hacerme con el cayado, fue cubrir mi cabeza; una de las escasas zonas no protegidas por la «piel de serpiente». En efecto, varios de los violentos golpes fueron mal contenidos por mis manos y brazos. Si una de aquellas bastonadas hacía blanco en mi cráneo, la suerte de la operación y de mí mismo podían quedar sentenciadas.
Durante unos segundos, interminables, la lluvia de palos fue tan continua como feroz. Estaba claro que, al no haber podido caer sobre mis compañeros de viaje, todo el rencor y la furia del posadero y de sus aliados se derramó sobre mí, con la despiadada intención de masacrarme. Pero los cielos se compadecieron de este aturdido explorador. Y los efectos de la especial protección que cubría mi cuerpo no se hicieron esperar. Al impactar sobre piernas, riñones, brazos, espalda, etc., varios de los bastones se quebraron, llenando de consternación a sus propietarios. Sin embargo, lo que vino a colmar la confusión fueron los sucesivos destrozos y roturas en las sandalias y desnudos dedos de los que optaron por las patadas. Varios de ellos, con posibles fracturas, terminaron sobre el enlosado, gimiendo y retorciéndose de dolor. Lo insólito de la escena les hizo retroceder, lívidos por el terror. Y aquel «ser», aparentemente invulnerable, se alzó en silencio, sin la menor señal de daño. La chusma, sin poder dar crédito a lo que presenciaba, retrocedió unos pasos, arrojando al suelo los cayados. Y decidido a darles una lección que no olvidasen jamás, adopté una de mis acostumbradas y teatrales posturas. Levanté los brazos como un iluminado, mostrándoles mi cuerpo. El tuerto cayó de rodillas, implorando misericordia. Y, entornando los ojos, clamé con fuerza a los cielos, «exigiendo el castigo divino». Aquélla fue una excelente ocasión para probar otro de los sistemas de defensa, incorporado a la «vara de Moisés» por los especialistas de Caballo de Troya. Sujetando el báculo por la parte superior, presioné uno de los clavos de cabeza de cobre, activando un láser de gas[19]. Y el invisible haz fue a incidir sobre el charco ocasionado por la rotura de la cántara. Fueron suficientes un par de segundos para que el líquido —conocido entre los mesopotámicos como «aceite de piedra»— se inflamara, ardiendo con avidez. La providencial jarra, regalo de Murashu, contenía lo que en la actualidad denominamos «petróleo». Los orientales, aunque desconocían su refinado, lo utilizaban desde antiguo como una inmejorable fuente de iluminación; de mejor rendimiento que los aceites de oliva o de sésamo. Muy probablemente, el costoso presente del nómada procedía de alguno de los numerosos yacimientos naturales de Baku, en lo que hoy se llama Persia.
La aparatosa pero inofensiva cortina de fuego y humo, de medio metro escaso de altura, me proporcionó el resultado apetecido. El tabernero y su gente escaparon enloquecidos o cayeron de bruces sobre el pavimento, interpretando mi acción como un signo celeste. Y quien esto escribe aprovechó la confusión para abandonar el corral. Mis penalidades, sin embargo, no habían concluido. Al final del túnel me aguardaba otro encuentro, más embarazoso que el que acababa de soportar.
Al descubrir la silueta en el centro del portón la asocié a uno de los perseguidores. Seguramente retornaba a la posada. La dramática paliza no me permitió constatar, como era lógico, si parte de los huéspedes pudo salir en persecución de mis amigos. ¿Y si los hubieran capturado?
Un reflejo metálico vino a descabalgarme de las vertiginosas reflexiones. El individuo empuñaba un arma. Aminoré el paso, preparándome para un posible y nuevo ataque. Inexplicablemente, la figura siguió inmóvil, con los brazos desmayados a lo largo de la túnica. Por supuesto, me estaba observando. Y al llegar a un par de metros de la boca del túnel me sobresalté. Era el Zebedeo. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Había sido testigo del apaleamiento y de la «milagrosa» recuperación? ¿Pudo presenciar mi espectacular «invocación a los cielos»? Tales pensamientos, como un torbellino, provocaron en mí un sentimiento más angustioso que el experimentado en el enfrentamiento con los galileos.
Al mirarle a los ojos supe que el discípulo lo había visto todo…, o casi todo. Las finas facciones, que restaban gravedad a sus veintiocho años, no reflejaban temor. Había en ellas una luz tenue; como si la admiración que escapaba de la mirada hubiera empapado hasta el último de sus poros. No abrió los labios. Y yo, que aguardaba en tensión, agradecí el prudente silencio. Pestañeó nerviosamente y regalándome la mejor de las sonrisas se puso en camino. Dejé que se alejara. En esos momentos, más que nunca, necesitaba de la soledad y de la reflexión. ¿Había sucedido lo inevitable? ¿Estaba escrito que, antes o después, fuera descubierta mi verdadera identidad? Llegado a este crítico extremo, ¿cuál era mi deber? Allí mismo, caminando como un autómata tras los pasos del Zebedeo, rumbo a Caná de Galilea, puse en tela de juicio la eficacia de la operación. Para ser exactos, mi propia eficacia. Hoy sé que exageraba en mis juicios. Haberle conocido, haberle seguido y haberle amado constituyeron nuestro gran éxito. Y ahora, por su gracia y expreso deseo, está en mis manos relatar cuanto vi, escuché e intuí.
En aquella agitada mañana, sin embargo, las cosas no aparecían tan nítidas. Hice balance y el cuadro de mis turbulentos pensamientos se ennegreció: ante la Señora había fracasado estrepitosamente. Después, en la posada del tuerto, me había visto en la imperiosa necesidad de hacer uso de mis «poderes», siendo descubierto por el Zebedeo. Si éste lo comentaba con María y Natanael, cosa probable, las sospechas de la madre del Maestro quedarían confirmadas. En ese supuesto, contemplado también por Curtiss y los jefes de la operación, nuestro retorno debía ser inmediato. Pero la delicada situación tomaría unos derroteros insospechados…
Por espacio de casi un kilómetro, ni la Señora ni el «oso» dieron señales de vida. Sumido en tan amargas cavilaciones apenas sí reparé en ello. Juan marchaba por delante, a buen paso y con la espada enfundada. De vez en cuando volvía la cabeza, confirmando mi presencia. Y el sentido común se impuso: tenía que buscar una salida airosa, y lo suficientemente creíble, que desvaneciera las conjeturas del discípulo en relación a mi «naturaleza y origen celestes». Porque, en definitiva, ésa era su idea respecto a mí, alimentada desde que el joven Juan Marcos propalara la «mágica desaparición de Jasón en una nube, en pleno monte de los Olivos». El problema era cómo. El destino, en breve, me ofrecería la solución. Dolorosa, sí, pero eficaz…
De pronto, el Zebedeo se detuvo. Debían ser, aproximadamente, las tres de la tarde (la hora nona). Instintivamente hice lo propio. Y alzando los brazos por encima de la cabeza, los agitó una y otra vez, como si efectuara una señal. Y así era. Por la izquierda del camino, entre los trigales, vi surgir la rechoncha silueta del «oso» y, a su lado, la grácil figura de María. Y ambos, a la carrera, se dirigieron hacia Juan. Entonces comprendí. El valiente Zebedeo, que jamás abandonaba a sus amigos, al comprobar que yo no les seguía, retornó a la posada y, espada en mano, se dispuso a prestarme ayuda. El resto, al llegar a la boca del túnel, era fácil de imaginar. Y en lo más íntimo —Dios lo sabe— agradecí su noble gesto.
Reaccioné, entendiendo que resultaba vital que me uniera al grupo. Si conservaba la distancia, caminando en solitario hasta la aldea de Bartolomé, sólo conseguiría multiplicar los recelos de María y de los discípulos, dando pie, con mi ausencia, a todo tipo de pábulos y especulaciones. Era menester arriesgarse. Y con una fingida naturalidad fui a situarme al lado del Zebedeo, al tiempo que Natanael y la mujer saltaban a la polvorienta senda. El «oso», con la respiración agitada por el susto y la reciente carrera, nos interrogó nerviosamente. Esta vez tomé la iniciativa y, adelantándome a Juan, traté de explicar lo ocurrido, en un vano intento de desmitificar lo que el discípulo había presenciado. Resté importancia a los golpes y, mostrando las rojeces y pequeños hematomas de mis manos, comenté que la fortuna y los dioses del Olimpo me habían protegido. Juan, impasible, guardó silencio.
—Lamentablemente —añadí, dirigiéndome a Bartolomé—, la jarra de Murashu se perdió en la trifulca… Contenía un extraño líquido, similar al utilizado por mis conciudadanos de Tesalónica para alimentar el fuego sagrado…
El «oso», uno de los más instruidos del grupo, asintió con la cabeza, apuntando que podía tratarse del célebre y exótico «aceite de piedra», muy cotizado en la Ciudad Santa y, en efecto, cargamento habitual en las caravanas procedentes de Oriente.
—Lástima no haber incendiado la posada —masculló el franco Natanael— y a ese tuerto mal nacido con ella…
El agrio comentario inclinó la balanza de la suerte y de la lógica a mi favor. Y aprovechando la inercia de la idea remaché mis propósitos, exponiéndoles que, muy probablemente, en la confusión, alguien había arrojado una lucerna sobre el negruzco líquido, provocando un fuego de poca monta pero suficiente para mantenerles ocupados y facilitar mi huida. El Zebedeo caminaba en silencio. La sonrisa burlona que colgaba de sus labios fue el más elocuente de los reproches. Y la piadosa mentira se agitó en mi seno como un reptil. La Señora y Bartolomé, en cambio, aceptaron mi versión.
Y enzarzados en los pormenores de la odisea dejamos atrás un segundo desvío. En esta oportunidad, el sendero secundario arrancaba igualmente a la derecha de la vía que nos llevaba a Caná, culebreando durante kilómetro y medio hasta otra perdida aldea —Tir’an—, asentada a unos doscientos metros de altitud. Algunos vendedores ocasionales, apostados en la encrucijada, al filo de los trigales, nos mostraron las canastas de fruta y los cuencos de harina de cebada, animándonos con sus gritos a que «aliviáramos su miseria». Pero, aleccionados por las duras pruebas soportadas en los cruces precedentes, ni uno solo de mis compañeros aminoró la marcha.
Aquellos treinta minutos, invertidos en los tres kilómetros que separaban la posada del tuerto del desvío a Tir’an, fueron el comienzo de otro calvario para quien esto escribe. A pesar del blindaje que me proporcionaba la «piel de serpiente», la brutalidad de la paliza había sido tal que mis huesos y músculos se resintieron. Y durante interminables horas soporté un dolor generalizado, que empezó a remitir, con la ayuda de los analgésicos camuflados en mi «farmacia de campaña», bien entrada la jornada siguiente. Tampoco Bartolomé volvió a lamentarse. Los dos kilómetros y medio que restaban desde el mencionado cruce a Tir’an al que debía conducirnos a su ciudad natal los cumplió cojeando, pero sin protestar.
Aquel último y breve trayecto (alrededor de veinticinco minutos) de la quinta etapa me proporcionaría un par de interesantes revelaciones, de especial utilidad para nuestros futuros planes. Como ya expliqué, uno de mis trabajos debía consistir en el almacenamiento de un máximo de información, lo más rigurosa y exacta posible, sobre los arranques de la «vida pública» de Jesús. La precisión en dichos datos era vital a la hora de manipular los swivels y proceder al tercer «salto» en el tiempo.
Todo aconteció de forma natural. A una de mis preguntas acerca del odio que había demostrado el posadero jefe por mis acompañantes, Natanael, haciéndose cargo de mi ignorancia, explicó que la recíproca antipatía se remontaba a varios años atrás. El problema, según entendí, apareció en el mes de adar (febrero-marzo[20]) del año 26. En esas fechas, justamente, tuvo lugar en Caná el nombrado «milagro» del vino. Pues bien, el prodigio, como era de suponer, se difundió de boca en boca por la comarca, llegando a oídos del tuerto. El asunto provocaría toda clase de comentarios y juicios. La mayoría —según Bartolomé— más preñada de incredulidad y mal gusto que de sincera aceptación de la verdad. Aunque no es mi intención adelantar los acontecimientos que me tocó vivir en el transcurso del referido tercer «salto», sí es mi deber aclarar que, tanto María como los discípulos que me acompañaban en dicho viaje a Nazaret, fueron testigos del mencionado y supuesto milagro de la conversión del agua en vino. La Señora, como veremos en su momento, tuvo buena parte de culpa en la consecución de este primer prodigio del Hijo del Hombre. Un prodigio —dicho sea de paso— no deseado por Jesús y que «sorprendió» a los asistentes a las bodas y al propio Maestro.
—Al día siguiente del prodigio en Caná —continuó el «oso»—, cuando el rabí y los seis primeros discípulos nos dirigíamos al lago…
No tuve más remedio que interrumpirle. ¿Seis discípulos? ¿Y el resto? El bueno de Natanael, cada vez más agotado a causa de la cojera, evitó la cuestión, dando a entender que, en efecto, en aquel tiempo (últimos días de febrero), el incipiente grupo apostólico sólo lo formaban el Maestro, Andrés y Pedro, los también hermanos Juan y Santiago, Felipe y él mismo. Y no deseando perderse en un tema que, obviamente, no venía a cuento, prosiguió con la trama del tuerto.
—En ese viaje hacia Saidan hicimos un alto en la maldita posada que acabas de conocer…
Natanael cortó el relato. Aquellos recuerdos le resultaban especialmente ingratos. Pero, condescendiente con el «pagano» que se había unido a ellos, aceptó continuar.
—… Llevado de un exceso de confianza cometí la debilidad de anunciar al posadero jefe y a cuantos descansaban en la taberna que el Mesías libertador de Israel, autor del prodigio de Caná, mi pueblo, se hallaba a las puertas del albergue. El revuelo fue notable. Y el venenoso tuerto se apresuró a llenar de agua una de las tinajas, ordenándome entre burlas que transmitiera a mi Maestro su deseo de verla convertida en vino. «A ser posible —ironizó— del Hebrón». Allí mismo le maldije. Des de entonces he procurado evitar esa cueva de ladrones…
Estaba claro. Como suponía, el resentimiento del tuerto arrancaba de muy antiguo. No insistí, procurando derivar la conversación hacia otros derroteros. A mi nueva pregunta sobre la veracidad del prodigio, María, molesta por las dudas, se apresuró a recordarme que, además de los discípulos que nos acompañaban, podía citarme la identidad de los sirvientes que presenciaron la «maravilla». «Ellos, y yo misma, estábamos allí, junto a las seis tinajas, cuando mi Hijo hizo lo que hizo…».
Guardé silencio. No tenía derecho a dudar de la palabra de aquella espléndida y honrada mujer. Pero, como científico, me resistía a aceptar la «conversión» de un elemento como el agua en otro tan esencialmente distinto. Yo sabía del extraordinario poder del Galileo. Sin embargo, nunca le vi desequilibrar o lastimar las leyes naturales. ¿Cómo explicar entonces la transformación de dos hidrógenos y un oxígeno en etanol, propanotriol, azúcares, alcoholes superiores o ácidos málico y tartárico, entre otros ingredientes básicos del vino?
Opté por callar y esperar al tercer «salto». Si la fortuna nos acompañaba en tan ambiciosa aventura, quizá disfrutásemos la posibilidad de asistir a las célebres bodas, despejando la incógnita con la ayuda de la ciencia. ¡Necio! A decir verdad, cuán lejos se halla la ciencia en ocasiones del poder y de los misterios divinos…
Pero debo controlar mis impulsos. La hora de ese fascinante suceso no ha llegado.
Uno de los datos suministrados por María iba a ser clave en los preparativos del siguiente «viaje» en el tiempo. Al contrario que Juan y Natanael, la madre de Jesús sí recordaba la fecha exacta del «milagro» de Caná: ocurrió el atardecer del miércoles, 27 de febrero, del mencionado año 26 de nuestra era. Y decidido a sacar partido de la locuacidad de la Señora me arriesgué a interrogarla sobre otro capítulo decisivo para estos exploradores: «¿en qué momento, con exactitud, dio comienzo Jesús a su ministerio público?». En dicho asunto, los textos evangélicos no son muy precisos. Mateo, por ejemplo, en su capítulo tercero, no ofrece fecha alguna. El siguiente escritor sagrado, Marcos (1, 9-10), dice textualmente: «Y sucedió que en aquellos días vino Jesús de Nazaret a Galilea y fue bautizado en el Jordán por Juan». ¿Qué quiso decir el evangelista con la expresión «en aquellos días»? Algunas tradiciones cristianas, incluyendo la versión de los Padres griegos, estiman que el bautismo de Jesús pudo tener lugar el 6 de enero. El dato, sin embargo, no ofrece demasiadas garantías. Lucas, el más riguroso, tampoco habla del momento exacto. En su capítulo tercero (1-2) dice: «En el año decimoquinto del reinado de Tiberio César, siendo gobernador de Judea Poncio Pilato, tetrarca de Galilea Herodes; Filipo, su hermano, tetrarca de Iturea y de la Traconítide, Lisania tetrarca de Abilena, en tiempo de los sumos sacerdotes Anás y Caifás, fue dirigida en el desierto a Juan, hijo de Zacarías, la palabra de Dios». Dado que Poncio empezó a gobernar en el 26 de nuestra era y que el «milagro» del vino se registró en los primeros meses de ese mismo año, todo parecía apuntar hacia dicha fecha. Pero necesitábamos afinar. Juan, el cuarto evangelista, tampoco proporciona luz alguna en su narración. Tras una somera referencia a la predicación de Juan y a la «elección» de los cinco primeros apóstoles (él no se incluye), entra directamente en las bodas de Caná (capítulo segundo).
No sé si hice bien al formular la referida pregunta sobre los inicios de la vida «pública» del Maestro. Todos dudaron, discutiendo entre sí acerca del momento exacto. El Zebedeo, rompiendo su mutismo, se unió a la polémica, ofreciendo su personal criterio. Para éste, «la hora del Maestro llegó tras el encarcelamiento de Juan, en el mes de tammuz» (junio). Bartolomé rechazó la idea de su compañero, alegando que «Jesús se dio a conocer en el bautismo del Jordán, en el sebat» (mes de enero). Para María, influenciada por aquel día de gloria, la consagración de su Hijo como Mesías tuvo lugar en febrero, en las bodas de Caná.
No hubo manera de aunar voluntades. En el fondo, todos llevaban parte de razón.
Mi propósito, sin embargo, había cuajado en buena medida. Aunque era imprescindible ahondar en las indagaciones, algo quedó claro: el rabí había sido bautizado por Juan en enero del año 26. Un mes después, en febrero, se registraría el prodigio del vino. Y, al parecer, aunque ninguno lo recordaba con precisión, a partir de los últimos días de junio de ese mismo año 26, consumado el arresto de Juan, «el anunciador», Jesús de Nazaret y su grupo se lanzarían abiertamente a los caminos del país, inaugurando un tiempo de predicación y de señales que concluiría con la muerte del Señor, en abril del 30.
Fue entonces cuando, de improviso, el Zebedeo reparó en un «detalle» casi olvidado por este explorador y que, en buena medida, me benefició.
—Casualidad. Tu parecido con aquel Jasón que conocimos es pura casualidad.
Y sentenció con sobrada razón.
—Si tú hubieras vivido junto al Maestro, como lo hizo aquel griego, no formularías estas preguntas.
Natanael asintió. La Señora, en cambio, quizás tan confusa como yo, guardó silencio.
De no haber sido por la cojera del «oso», y los dolores que me atenazaban, aquella quinta etapa, a diferencia de las anteriores, hubiera podido calificarse de auténtico y delicioso paseo. Pero, al término de los cinco kilómetros y medio, los cielos nos reservaban otro sobresalto…
Debí suponerlo. Después de casi nueve horas de intenso y accidentado viaje, aquel respiro no era normal. Y al pisar el polvoriento sendero que se empinaba hacia la blanca y próxima Caná, el optimismo de los peregrinos se hizo humo, perdiéndose en el borrascoso y amenazante cielo de aquel lunes, 24 de abril del año 30. Y surgió la tragedia. Y quien esto escribe se vio enfrentado a otro amargo trance…
Con seguridad, nada de aquello habría acontecido si el confiado Bartolomé, en lugar de detener su desigual paso, hubiera proseguido hacia la ya inminente y ansiada aldea, punto final del viaje. Pero ¿quién tiene en su mano modificar los designios de la Providencia?
Días más tarde, al retornar al módulo y someter el minúsculo disco magnético alojado en la sandalia «electrónica» al proceso de lectura y decodificación, Santa Claus, nuestro ordenador central, ratificó con escrupulosa minuciosidad el lugar exacto donde se registró el lamentable incidente: a diecinueve kilómetros y quinientos metros del lago de Tiberíades.
En dicho paraje, a la vista de su ciudad natal, Bartolomé, en una muy humana y comprensible explosión de júbilo, detuvo sus cortas e inseguras zancadas. Alzó los brazos y, al caer sobre los hombros, las amplias mangas de la túnica dejaron al descubierto unas extremidades tan menguadas como velludas y musculosas. Y girando sobre los talones nos sorprendió con una de sus inconfundibles sonrisas: franca, interminable y enturbiada por una dentadura negra y ulcerada.
Y como fue escrito en otras páginas de estos diarios, los que caminábamos con Natanael agradecimos la inesperada pausa.
Es posible que los relojes del módulo marcaran casi las cuatro de la tarde cuando María, aprovechando el breve descanso, fue a depositar su hato de viaje sobre las puntas de sus sandalias. Y en un gesto muy femenino, sabedora que Caná se hallaba cerca, procedió a ordenar y alisar los cabellos. Dejó escapar un largo suspiro y, pienso que por casualidad, sus hermosos ojos almendrados fueron a descubrir algo en el manso y dorado oleaje de los trigales, a la izquierda de la senda que nos conducía. Y con su característico estilo —a veces peligrosamente irreflexivo— se encaminó hacia la linde.
Al principio, ni el Zebedeo ni el eufórico «oso» prestaron demasiada atención al súbito alejamiento de la Señora. Y por espacio de algunos segundos permaneció absorta en un cimbreante corro de flores, nacido al socaire de las altas y prometedoras espigas de trigo duro. De inmediato, segura de su hallazgo, se dejó caer de rodillas sobre la roja arcilla. Y su mano izquierda arrancó unos primeros manojos de flores. Le vi aproximarlos al rostro y, entornando los ojos, aspiró la intensa fragancia. La tragedia estaba a punto de consumarse…
Y en un espontáneo y generoso deseo de compartir su descubrimiento nos mostró el cuajado ramillete de flores blancas, exclamando alborozada:
—¡Son lirios!
La alegría de la Señora estaba justificada. Estas flores silvestres, a las que Jesús hizo referencia, gozaban entonces de una excelente reputación, siendo consideradas como «presagio y símbolo de buena suerte». En esta oportunidad, sin embargo, la sabiduría popular no estuvo acertada.
El Zebedeo replicó con una amable sonrisa. Pero no se movió. En cuanto a mí, tentado estuve de salvar los tres o cuatro metros que nos separaban de la Señora y colaborar en la recogida de los lilium candidum. Fue Bartolomé quien tomó la iniciativa, precipitándose hacia el trigal. Se liberó del engorroso chaluk y, feliz como un niño, se inclinó hacia las flores, apresando, no sólo los lirios, sino también las azules y moradas anémonas y los abundantes y escarlatas ranúnculos que crecían parejos. Ahora tiemblo al imaginar lo que hubiera podido suceder de haberme adelantado al romántico Natanael…
Pues bien, me disponía a interrogar al Zebedeo sobre el posible destino de tan copiosos ramos cuando, de improviso, Bartolomé profirió un ahogado gemido. Se incorporó veloz, soltando el ramillete. Y ante el desconcierto general, desenvainó su gladius, lanzando un poderoso mandoble contra el oculto terreno. Una nubecilla de polvo y tallos tronchados se elevó fugaz entre las espigas, moteando la blanca túnica del discípulo. María, a dos metros escasos, palideció. Juan y yo nos miramos alarmados, sin comprender.
El golpe, propinado con ambas manos, fue tan violento que el hierro quedó clavado en la arcilla. Sin embargo, en lugar de recuperarlo, el «oso» dio media vuelta y, tambaleante, se dirigió hacia nosotros. Me asusté. Los ojos se hallaban desorbitados, vidriosos y su faz, como la de la Señora, se había tornado lechosa. Y aterrorizado extendió las manos hacia el Zebedeo, en una muda petición de auxilio…
Juan saltó materialmente sobre él, acogiéndole e interrogándole a gritos. María corrió también hacia la pareja.
Bartolomé, víctima de un fuerte shock, trataba en vano de explicarse, limitándose a mostrar la mano izquierda. Un copioso sudor empezó a rodar por las sienes del discípulo. Y entre convulsivas respiraciones susurró una palabra que no capté con nitidez. Me pareció hebreo. Algo así como «sisear»…
Y la Señora, menos aturdida que el Zebedeo y que este atónito explorador, tomó entre las suyas la mano del «oso», examinándola. Supongo que, al reparar en aquellas huellas, los tres experimentamos la misma y afilada sensación. Incrédulo, deseando con toda mi alma que «aquello» no fuera lo que imaginaba, procedí también a un examen de la mano del angustiado Natanael. No había duda. En el velludo «triángulo» situado sobre el músculo interóseo dorsal (entre los metacarpianos de los dedos pulgar e índice) aparecían dos pequeños orificios, separados entre sí unos diez milímetros y por los que brotaba una exudación de suero teñido en sangre. Inmediata mente debajo de estas marcas se distinguían sendos círculos sanguinolentos, de unos cuatro milímetros de diámetro cada uno a los que seguían, también en paralelo, cinco o seis incisiones, casi imperceptibles. O mucho me equivocaba o aquellas eran las huellas de la mordedura dejada por los dientes superiores e inferiores de una serpiente… Y lo que era peor: de un reptil venenoso. De haberse tratado de una serpiente aglifa inofensiva, el ataque no hubiera dejado en la piel los orificios de los colmillos ni las áreas circulares sanguinolentas, correspondientes a las bolsas del veneno. El punteado paralelo que se dibujaba a continuación de estas sangrantes perforaciones, tal y como tendría ocasión de comprobar instantes después, eran las marcas de los dientes inferiores, maxilares —no acanalados— y palatales, respectivamente.
El Zebedeo y yo cruzamos una mirada. Asentí con la cabeza, confirmando sus temores. Y como un solo hombre, dejando a Natanael en manos de la Señora, nos adentramos en el trigal donde permanecía la espada.
Ojalá el destino me hubiera ahorrado aquella escena. Pero la suerte —en especial la mía— estaba echada…
Entre los corros de flores tronchadas vimos agitarse, en los postreros estertores, las dos mitades de una impresionante víbora, de unos sesenta centímetros de longitud, con la típica cabeza ancha y triangular y dos blandas protuberancias, a modo de cuernos, sobre la punta del hocico. Y Juan, en un ataque de histeria, comenzó a pisotear la mitad posterior.
Caballo de Troya había dedicado especial atención a nuestro adiestramiento acerca de algunos de los muchos ofidios que infestaban Palestina en aquella época[21]. En un primer momento, sin embargo, aturdido por la tragedia, no supe discernir con claridad si se trataba de una vipera xanthina (conocida también como «víbora palestina») o de la cerastes cerastes gasperetti. A decir verdad, poco importaba la sutileza. Ambos vipéridos son calificados como «altamente peligrosos». Y aunque la gravedad de la mordedura de cualquiera de ellas depende de múltiples factores —cantidad de veneno inoculado, toxicidad del mismo, localización y naturaleza de la embestida, edad, peso, salud de la víctima, etc.— el riesgo de muerte para Bartolomé, dadas las precarias condiciones médicas en que nos desenvolvíamos, era notable. Los expertos en herpetología saben que los venenos de las serpientes son quizá los más complejos de todos los tóxicos animales[22]. Sus efectos, cuando penetran en el sistema sanguíneo o linfático, son devastadores. En este sentido, los estudios de H. A. Reid son categóricos: «Unas quince gotas de veneno de víbora resultarían fatales para un hombre adulto; tres gotas de veneno de cobra podrían ser igualmente letales y una sola gota de veneno de serpiente de mar acabaría con la vida de cinco hombres[23]». El problema era averiguar cuánto veneno podía haber recibido Natanael y cómo atajarlo.
Me arrodillé junto a la cabeza de la víbora, abriendo cuidadosamente las mandíbulas. Los colmillos se hallaban intactos. (En ocasiones, bien por accidente, enfermedad o cualquier desarreglo en el aparato mordedor pueden quedar inutilizados o desaparecer total o parcialmente, restando eficacia a las acometidas del ofidio). Las huellas de la mordedura me hicieron pensar que la parduzca víbora —una cerastes cerastes, casi con seguridad— había atacado en una característica acción «de puñalada». Cuando las mandíbulas se hallan completamente abiertas, con un arco máximo de 180 grados, los colmillos, que pueden girar hacia atrás y hacia adelante, se colocan como un puñal, clavándose en la presa. Ello hacía más comprometido el estado del discípulo. Poco importaba ya pero, lo más probable es que el impulsivo «oso», al arrancar las flores, hubiera molestado al vipérido y éste, sorprendido en su hábitat (generalmente se mimetizan enterrándose y dejando al descubierto la cabeza), había replicado con una embestida. Es frecuente que, una vez asestado el golpe, la víbora retroceda y se oculte. Pero Bartolomé tuvo tiempo de partirla en dos.
Todo fue vertiginoso. La Señora, con un grito, reclamó la presencia del Zebedeo. Y éste, una vez desahogada su furia, con el ánimo mejor dispuesto, se reunió con sus compañeros. Natanael, de rodillas en mitad de la senda, seguía sudando abundantemente. Y a los cinco minutos se presentaron unos síntomas nada tranquilizadores. En el lugar de la mordedura, el edema, de propagación rápida, alcanzó los quince centímetros. Y la mano se hinchó aparatosamente. El dolor, a pesar de las dificultades del «oso» para expresarse, debía ser importante. Y surgieron las náuseas. Verifiqué el pulso. No se había debilitado excesivamente. Inspeccioné los ojos. Tampoco aprecié dilatación pupilar. La Señora y el Zebedeo se limitaban a enjugar el sudor de su amigo, observando mis movimientos con inquietud. Fue en una de estas rutinarias exploraciones cuando, de pronto, mis ojos tropezaron con los de Juan. En décimas de segundo fui consciente de mi situación. Arrastrado por un natural deseo de auxiliar a Bartolomé no me había percatado del error en el que estaba incurriendo. Si la mordedura era grave, como así parecía, el discípulo podía fallecer. Si alguno de los vasos de la mano había resultado dañado por la acometida, el veneno podía afectar al mecanismo de coagulación de la sangre. Un efecto particularmente notorio en el emponzoñamiento viperino. Estas lesiones, por otra parte, dependiendo de la resistencia de la víctima y de otros factores, podían acarrear un fallo cardíaco o respiratorio.
Aquélla fue otra batalla interna. Como médico, mi deber era auxiliar. Como miembro de Caballo de Troya, mi obligación estaba perfectamente trazada: observar, absteniéndome de intervenir en los sucesos que pudieran modificar el natural devenir de la existencia humana o de los grupos sociales de aquel «otro ahora». Aunque sólo fuera a título de hipótesis —los evangelios no son claros en este aspecto—, yo intuía que Bartolomé remontaría la crisis, hallándose presente en los futuros acontecimientos de la llamada «ascensión» de Jesús, así como en la fiesta de Pentecostés. Aun así, una vez más, fui fiel a lo establecido. Y retirando mis manos de la extremidad superior del discípulo, cuyo tejido subcutáneo, afectado por el veneno, había empezado a decolorar la piel, tomé la firme y penosa decisión de no actuar, al menos hasta que no apreciara una evolución favorable.
El Zebedeo, perplejo, me interrogó con la mirada. Natanael seguía gimiendo, presa del dolor y, lo que era peor, del miedo. (Se han dado casos de personas atacadas por serpientes venenosas que han fallecido a raíz de un fallo vasomotor, inducido por el terror). Por toda respuesta me limité a negar con la cabeza. Y Juan, malinterpretando el gesto como un «no hay nada que hacer», estalló, apartándome de un empujón.
—¡Maldito pagano!… ¡Eres un farsante!
La Señora bajó los ojos, compartiendo —no lo sé muy bien— la justificada indignación del Zebedeo. Y yo, herido en lo más profundo, vi cómo se repetía la embarazosa situación vivida en la caravana mesopotámica.
Entre maldiciones, la mayor parte dirigida a este explorador, Juan colocó la mano del «oso» sobre su rodilla izquierda. Y haciéndose con el gladius escupió sobre la punta, limpiándola con el filo de la túnica. Ordenó a la mujer que sujetara la muñeca del compañero y, sin pérdida de tiempo, practicó una incisión lineal sobre las huellas de la mordedura, sobrepasándolas ligeramente e hiriendo hasta una profundidad de unos 0,5 centímetros. Bartolomé, aunque amodorrado, reaccionó y, con claros problemas de dicción, pidió a su compañero que utilizase «la piedra». Y el Zebedeo, cayendo en la cuenta de su error, profirió un nuevo exabrupto, culpándome de su despiste. Y mientras María rebuscaba afanosamente en el petate de viaje de Natanael, el «hijo del trueno», ciego de ira, fue a clavar la espada entre mis sandalias, fulminándome con la mirada.
La aparición de una piedra negra, de unos diez centímetros y de naturaleza volcánica en las temblorosas manos de la Señora cortó, momentáneamente, la peligrosa violencia del Zebedeo. Una violencia que, por supuesto, disculpé. Aquel cimbreante gladius, a mis pies, representaría la definitiva ruptura entre la mayor parte de los «íntimos» y el «griego de Tesalónica»…
Aquellos hombres, que conocían a la perfección los peligros de los caminos de Israel, viajaban preparados para éstas y otras contingencias. La misteriosa piedra negra era buena prueba de ello.
Juan la tomó en sus manos y situándola sobre las marcas de los dientes friccionó con fuerza la zona, escoriando la sangrante piel. Acto seguido, inclinándose sobre la herida, succionó enérgicamente, escupiendo una mezcla de sangre y de líquido amarillento. En este último reconocí el veneno de la víbora.
Instintivamente pensé en la boca del Zebedeo. Pero me contuve. En aquellas circunstancias no hubiera oído siquiera mis consejos. Si la lengua o encías, por ejemplo, presentaban alguna lesión abierta, el veneno succionado podría ingresar en el organismo, compartiendo los riesgos de su compañero. A primera vista no parecía el caso. (Si el veneno era ingerido involuntariamente y pasaba al estómago, aquél resultaba neutralizado).
Una y otra vez, por espacio de quince o veinte minutos, Juan de Zebedeo repitió la frenética succión bucal. Ignoro si fue consciente de lo decisivo de su acción pero, a juzgar por los resultados, a pesar de los riesgos de infección que arrastra siempre este procedimiento, una notable dosis de veneno fue rescatada, reduciendo la toxicidad local y general. No puedo estar seguro pero, en mi opinión, Natanael conservó la vida gracias a su amigo. El problema, en aquellos cruciales momentos, era averiguar cuánto veneno se había difundido hacia el antebrazo[24] y qué vasos —sanguíneos o linfáticos— podían verse afectados. Las próximas seis horas resultarían decisivas. Si Bartolomé escupía sangre era señal de que el veneno había circulado por el cuerpo, arrasando órganos internos, tales como pulmones, intestino, etc. En ese fatídico supuesto, dado que no estaba autorizado a suministrarle uno de los antivenenos[25] que figuraba obligatoriamente en mi «farmacia de campaña», la evolución del envenenamiento era impredecible.
Cuando el Zebedeo, después de inspeccionar minuciosamente los últimos salivazos, estimó que las succiones sólo arrastraban sangre, se hizo con el pañolón que le servía de «sudario», practicando un rústico torniquete a unos diez centímetros en sentido proximal a la mordedura. El aspecto del «oso» era preocupante. A la palidez y las náuseas se unieron frecuentes convulsiones y algunas «petequias» o pequeñas manchas en la piel de la mano, formadas por la efusión de sangre. El Zebedeo le animó a levantarse. Pero la debilidad y el shock no se lo permitieron. Me ofrecí a ayudarles. Juan, inflexible, me rechazó, ordenando que le entregara el odre del agua. Así lo hice. María, visiblemente preocupada, susurró algunas palabras de aliento al oído de Natanael, restando importancia a lo ocurrido. Su tacto y prudencia eran encomiables. En tales circunstancias, el proceder más sensato era justamente ése, tranquilizando a la víctima y propiciando que se «olvidase» de la herida. El «oso» bebió abundantemente y, casi a empujones, terminó por ponerse en pie. Y el Zebedeo, pasando el brazo derecho del inseguro y doliente vecino de Caná sobre su nuca, cargó con él, emprendiendo el camino de la aldea. La Señora y yo reunimos los sacos de viaje y, cuando me disponía a desclavar el gladius de Juan, éste, girando la cabeza, advirtió a María que no olvidara los restos de la serpiente. La Señora palideció, mirándome suplicante. Comprendí su aversión. Y necesitando sentirme útil, aunque sólo fuera como «recogedor de inmundicias», le ahorré el sufrimiento. Al «empaquetar» las dos mitades de la víbora entre los abandonados lirios me pregunté qué utilidad podía tener aquel traslado. Y tras recuperar la espada me dispuse a seguirles, atacando los escasos dos kilómetros y medio que nos separaban de Caná. Mi ánimo —a qué ocultarlo— se hallaba maltrecho.
Consciente de la importancia de cada minuto, el Zebedeo forzó la marcha. Pero el agresivo camino, en implacable ascenso y la torpeza de Natanael, constituyeron un freno y un sufrimiento añadidos a sus nervios. Le vi detenerse. Tropezar. Recuperar el aliento. Cargar una y otra vez a su debilitado amigo y, finalmente, cuando casi habíamos arañado la cota de los cuatrocientos metros, desplomarse. María, jadeante, corrió en auxilio de ambos. Pero el peso del «oso» colmaba sus menguadas fuerzas. Juan, derrumbado en mitad del estrecho y pedregoso sendero, bañado en sudor, respiraba ruidosa y frenéticamente, derrotado por aquel kilómetro y medio de fatigosa ascensión. Caná, ajena a nuestro suplicio, se distinguía en lontananza, asentada sobre una colina de una altitud similar a la que acabábamos de coronar. Según mis estimaciones, entre aquel punto y el encalado amasijo de casas mediaban aún alrededor de 800 o 900 metros. Un recorrido menos encabritado pero abundante en pequeñas y regulares cañadas que hacían brincar al camino y sufrir al caminante. A pesar de lo irregular y rocoso del paraje, las tierras aparecían exhaustivamente cultivadas. A la derecha, en terrazas escalonadas, crecían el trigo y, en menor volumen, la cebada. Y a la izquierda de la senda, alejándose hacia las cimas de dos suaves elevaciones, ejércitos de olivos y de higueras dominaban el paisaje, haciendo buenas las palabras de Bartolomé acerca de la «dorada abundancia» de su pueblo natal.
Pero la forzada pausa duraría poco. Natanael, de improviso, rompió a vomitar. Y María, asustada, suplicó al Zebedeo un último esfuerzo. Ella misma, predicando con el ejemplo, tomó al desencajado discípulo por las axilas, bregando por levantarlo. En cuanto a Juan, arruinado física y psíquicamente, sólo acertó a gimotear, maldiciendo su mala estrella. La escena me sobrepasó. Y olvidando el estricto código, olvidándolo todo, aparté suave pero firmemente a la mujer, cargando al «oso» sobre mi hombro derecho, como si de un fardo se tratara. Y de esta guisa, poco ortodoxa a decir verdad, emprendí el último tramo, con más decisión que posibilidades. La temperatura del discípulo parecía fluctuar. No había duda: la infección continuaba propagándose. Y apreté el paso, respirando por la boca y, como digo, sostenido más por mi férrea voluntad que por el poder de mis piernas. Así, mal que bien, me hice con los primeros trescientos o cuatrocientos metros. La Señora, pendiente del maltrecho Zebedeo, me seguía a un tiro de piedra.
Aunque no habíamos intercambiado palabra alguna supuse que el lógico destino era la aldea. No fue exactamente así.
Y al salir de una de las vaguadas, el camino se enderezó, apuntando directamente a Caná. Y a derecha e izquierda, protegidos por sendos muretes de piedra de un metro de altura, se presentaron ante este agotado explorador los famosos huertos de granado común que, en aquel tiempo, honraban y hacían célebre a la población. Era ésta, y no el vino, como se cree equivocadamente, una de las fuentes de riqueza de la comarca. En Caná jamás prosperó la vid. Centenares, quizá miles, de punicum granatum, mencionados en el Números (13, 23), de troncos densamente ramificados y hojas oblongas que no tardarían en poblarse de llamativas flores encarnadas, verdeaban las laderas, ofreciendo cobijo a festivas alondras y a las rezagadas avefrías. En una de mis visitas a Caná, en pleno verano, tendría la oportunidad de contemplar cómo muchos de sus habitantes trabajaban la corteza de este delicioso fruto, preparándola para posteriores labores de tinte.
De pronto, a unos trescientos metros de las primeras casas, María nos rebasó, corriendo y gritando un nombre: «Meir». Y con el manto flotando en el aire la vi alejarse por el callejón que formaban los parapetos de los huertos de granados, reclamando a voces al tal «Meir».
Sin aliento, percibiendo cómo las rodillas empezaban a doblarse, luché por ganar aquellos últimos pasos. Dios sabe que lo intenté. Pero, como le ocurriera a Juan, las fuerzas se eclipsaron y, antes de que acertara a solicitar ayuda, caí desplomado, arrastrando al «oso». Y la pesada humanidad del discípulo me inmovilizó contra las piedras del camino.
Herido en mi amor propio me revolví, luchando por zafarme. Imposible. De bruces, con los ojos y boca cargados de tierra y resoplando como un galeote, los débiles intentos para apartar al «oso» sólo consiguieron quemar mis últimas energías. Me sentí ridículo.
Al poco, el concurso de Juan y del hombre que vi correr a nuestro encuentro salvarían tan grotesca situación. Cuando acerté a ponerme en pie, mi orgullo presentaba peores síntomas que mi integridad física. Había fallado de nuevo…
Escupí el polvo y la rabia que secaban mi lengua. Y esta vez fui yo quien renegó de su pésima estrella.
La Señora, providencialmente, había alertado a un individuo que ahora, con el auxilio del Zebedeo, ayudaba a caminar a Natanael. Y con el cuerpo y el alma malparados me apresuré a seguirles.
Al dejar atrás los frondosos huertos, los tres hombres, precedidos por María, giraron bruscamente a la izquierda, desapareciendo en un caserón de altos muros. Al fondo del sendero, a unos doscientos metros, Caná se estiraba blanca y silenciosa en un frente de casi un kilómetro. Se trataba, sin duda, de una pujante localidad. En esta ocasión, muy a mi pesar, apenas si llegaría a pisarla. Los próximos acontecimientos iban a desplegarse, fundamentalmente, en aquella aislada y sin par casona, morada de uno de los galileos más respetados y queridos en toda la región y al que había hecho alusión la vendedora del cruce de Lavi.
Y a eso de las cinco y media de la tarde, a una hora del crepúsculo, sin saber muy bien lo que hacía, crucé la cancela de madera, procurando no perder de vista a mis compañeros de viaje. Un viaje que los imponderables habían convertido en una pesadilla. Quizá debiera ahorrar al hipotético lector de esta íntima confesión el relato de tan accidentada travesía hacia Nazaret. Pero, obedeciendo al corazón, he creído bueno que compartiera también las penalidades de este explorador.
¿Los lugares favoritos de Jesús? Hubo muchos. Y aquél fue uno de ellos. ¿Quién hubiera imaginado que al otro lado de aquellos gruesos muros de piedras cúbicas y negras se hallaba uno de los rincones preferidos y habitualmente frecuentado por el rabí de Galilea a su paso por Caná?
Desconcertado, no supe hacia dónde mirar.
Nada más pisar el pulcro embaldosado de yeso, modelado a imitación de la madera, el aire dejó de ser aire, haciéndome olvidar dolores y desconsuelos. Ante mí se abrió un tupido jardín, poblado exclusivamente de rosas. Numerosos macizos escarlatas, blancos, amarillos y rosas desdibujaban los límites de un patio en el que la bíblica «vered», cantada en el Eclesiástico, parecía la única flor permitida. Trepando por paredes y cañizos, levantándose sobre una tierra negra y esponjosa, ancladas en ventrudas vasijas, en humildes cuencos de barro o en cisternas de basalto de todos los tamaños, florecían espléndidas rosas de Sidonia, del Sinaí, del monte Hermón, caninas, phoenicias y otros ejemplares silvestres que no supe identificar.
Embriagado, casi hipnotizado, por el femenino temblor de los colores y por el sosiego de aquella tormentosa fragancia, a punto estuve de perderme en el angosto corredor que, jugando a laberinto, parcelaba el cuidado lugar.
En la zona oeste del gran solar se levantaba, como digo, un viejo caserón, todo él en piedra, cuya segunda planta hacía las veces de parapeto, protegiendo la delicada plantación de los temibles y abrasivos vientos de poniente. Hacia allí encaminé mis pasos, penetrando en una oscura pieza situada en el piso bajo. Cegado por la claridad exterior no reparé en el alto peldaño que daba acceso a la sala y, torpemente, perdiendo el equilibrio, fui a dar con mis huesos contra el pavimento de suelo batido. Por tercera vez en aquella ingrata jornada rodé cuan largo era, con el consiguiente estrépito. Mi «presentación» ante el venerable Meir no pudo ser más cómica y deplorable… Aturdido y rojo de vergüenza me alcé a la misma velocidad a la que había caído. Pero, a medio camino, la luz amarillenta de un candil me salió al paso. Y una larga y sarmentosa mano, tendida con generosidad, me ayudó a incorporarme. Agradecí el gesto, escrutando el semblante del anciano que tenía ante mí. Los cabellos y barba, casi albinos, enmarcaban un rostro alto y estrecho, ligeramente bronceado y en el que dominaban unos ojos claros y confiados. Sobre la túnica de lana, igualmente blanca, reconocí la «haruta»: la pequeña rama de palmera que distinguía a los médicos —mejor dicho, a los «auxiliadores»— judíos[26]. Su nombre era Meir y resultó un viejo conocido y amigo de Natanael y de la familia del Maestro. Sus más de sesenta años habían discurrido, casi en su totalidad, en Caná de Galilea, entregado al estudio de la medicina en general y de las rosas en particular. Su eficacia como rofé —aunque él siempre rechazó este título— y su nobleza de alma le habían granjeado la estima y una fama que nadie osaba discutir. Pero esto iría descubriéndolo poco a poco. Primero en esta apresurada visita y, más adelante, cuando el destino quiso que regresara a Caná.
Al percibir mi turbación sonrió tranquilizador, sumando nuevas arrugas a los muchos pliegues de su noble rostro. Y sin pronunciar palabra alguna se perdió en las tinieblas de la estancia. Segundos después, la luz que portaba prendía las mechas de otros candiles, estratégicamente colgados de las paredes. Y la oscuridad fue retrocediendo, permitiéndome explorar lo que constituía el lugar de trabajo del «auxiliador»: una singular mezcolanza de «laboratorio-biblioteca-hospital», reunidos en una galería sin ventanas, de casi veinte metros de longitud por otros seis u ocho de fondo. Los cuatro altos muros, a excepción de la puerta de entrada y de una segunda abertura practicada en una de las esquinas, a la derecha del referido acceso principal, se hallaban conquistados por una red de estanterías de madera, repleta de ollas, jarras, vasijas y recipientes, muchos de cristal, con inscripciones en arameo, griego y hebreo, grabadas o pintadas en sus paredes. Y anárquicamente almacenados entre la cacharrería, decenas de pergaminos, en cuero y piel, así como polvorientas tablillas de madera cubiertas de yeso o de una cera negra y dura. (A diferencia de las denominadas «tabula o tabla rasa», en las que era posible volver a escribir raspando o vertiendo una nueva capa de cera sobre la superficie, estas tablillas eran destinadas a inscripciones permanentes).
A mi izquierda, próximo al umbral que había traspasado tan «impetuosamente», distinguí a Natanael, recostado en una estera de hojas de palma y reconfortado por sus amigos. Sin las ideas muy definidas respecto a lo que debía o podía hacer, permanecí junto a la puerta, espiando los pausados movimientos del «auxiliador». Cuando la mortecina luz, robada al aceite de oliva, fue suficiente para no tropezar, sin prisas, como si el «problema» de Bartolomé no fuera con él, comenzó a trastear en la mesa de mármol negro que presidía la «biblioteca». Vertió una carga de aceite (alrededor de un decilitro: suficiente para unas seis horas y media) en un candil de yeso, alumbrando el tablero y el desorden que sostenía: redomas, lebrillos y pequeñas ánforas de doble mango con hermosas decoraciones rojas y negras sobre fondos blancos, que adiviné repletos de bálsamos, brebajes, polvos, emplastos e inhalaciones. Entre los útiles del «boticario» llamó mi atención una urna de vidrio, del mejor estilo herodiano, y varias bandejas de arcilla. La primera guardaba dos calaveras y otros huesos humanos, pertenecientes a unas extremidades inferiores. Un «sacrilegio» como aquél sólo era posible en Galilea…
En las bandejas, muy apreciadas por los judíos por su escasa absorbencia, que hacía innecesaria la purificación ritual[27], descansaba el «instrumental» quirúrgico: cuchillos de piedra, hierro y bronce, sierras cortas y dentadas, afilados escarpelos (en metal y concha de tortuga), tijeras de cirujano, fórceps lisos, etc. Y en uno de los extremos de la caótica «mesa de trabajo», dos vaciados circulares, rebosantes de una tinta negra y espesa[28]. Al lado, amarradas en un mazo, las plumas habituales: carrizos (los calamus) cortados oblicuamente y hendidos, ancestros de las actuales plumas de metal, y esponjas, indispensables para borrar la tinta.
Cumplida la alimentación y el encendido de la lámpara que gobernaba la mesa, Meir, sin perder la sonrisa que le caracterizaba, se arrodilló junto al enfermo. Encomendó a la mujer su pequeño e inseparable candil y, sin más preámbulos, con movimientos calculados, inspeccionó la mordedura y el edema. Lenta, silenciosa y prudentemente fui acercándome al grupo. No deseaba intervenir. Tan sólo presenciar el quehacer del sanador.
Al tomar el pulso y buscar la temperatura, la paz de aquellos ojos azules parpadeó fugazmente. Pero, al punto, con una sabiduría innata o aprendida en sus largos años de combate con la enfermedad, se hizo de nuevo con ella, tranquilizando la incisiva mirada de María. La respiración de Bartolomé, quizá al saberse en manos de Meir, recuperó un ritmo aceptable. Y abriendo los párpados exploró las pupilas. La Señora, atenta, aproximó la lucerna al pálido rostro del «oso». Su pulso, tembloroso, no pasó desapercibido para el anciano. La midriasis o dilatación de ambas pupilas era normal. Aquél era un buen síntoma. Y Meir, retirando con dulzura la mano que sostenía la luz, preguntó a María:
—Hija, ¿quién es el enfermo?… ¿Él o tú?…
La Señora bajó los ojos, disculpándose. Y Juan, devorado por la impaciencia, apremió al «auxiliador» con una insolencia similar a la que yo había soportado en el lugar del incidente. Meir no se inmutó. Y por toda respuesta, sin perder la compostura, le ordenó que calentara agua. El Zebedeo obedeció, dirigiéndose a la esquina izquierda de la estancia. Y quien esto escribe se sintió complacido ante la firmeza y tolerancia de aquel hombre.
El «auxiliador» dirigió las manos a los músculos intercostales y al diafragma del discípulo. Palpó y, satisfecho, bromeó acerca de su glotonería. Supuse que no había hallado signos de curarización o paralización en dichos músculos.
La astucia y conocimientos del rofé me entusiasmaron. Las bromas sobre el abultado vientre, amén de relajar la tensión del momento, guardaban otra solapada intención: verificar los posibles trastornos en la dicción. Y el de Caná, con ciertas dificultades en la pronunciación, abusando de su amistad con el anciano, le «envió a los infiernos». Meir se dio por satisfecho. Y regresando a la mesa de mármol tomó un pequeño punzón, flameándolo en la llama de la lucerna. Desinfectado y enfriado se arrodilló de nuevo ante el enfermo, practicando una serie de meticulosos pinchazos en el edema que deformaba la mano. Al tocar el área de la mordedura Bartolomé no reaccionó. La acción neurotóxica del veneno había insensibilizado dicha zona. Afortunadamente no sucedió lo mismo con el resto de la hinchazón. Natanael acusó el dolor. Torció el gesto y maldijo la casta del sanador. Por último, tras inmovilizar la extremidad superior, provocó una minúscula herida incisa en la piel del antebrazo. Unas gotas de sangre, procedentes de los capilares, amanecieron al momento entre la abundante vellosidad. La hemostasia (coagulación) no se hizo esperar. Y Meir, lanzando un suspiro, se dejó caer, sentándose sobre los talones. Observó a Bartolomé y, dirigiéndose a la mujer, formuló una pregunta que, por supuesto, nadie supo clarificar:
—¿Diarreas?
María titubeó. Y el anciano, descubriendo las piernas de Natanael, exploró el estado de su saq o taparrabo. Negó con la cabeza y, palmeando cariñosamente el rostro del discípulo, comentó divertido:
—Parece que has tenido suerte…, «tapón de cuba».
Los ojos de María se iluminaron. Y Meir, alzándose, se dirigió al rincón en el que permanecía el Zebedeo. La Señora, entonces, arrodillándose, situó la cabeza del herido sobre su regazo, acariciando sus cabellos e invitándole a descansar. Aunque una taquicardia parecía descartada por el momento, la quietud resultaba muy aconsejable, en orden, sobre todo, a evitar el aumento de absorción producida por la vasodilatación. Y comido por la curiosidad traté de conocer los siguientes movimientos del rofé. En el ángulo parpadeaba rojizo un horno de ladrillo de ocho fuegos. En uno de ellos, al cuidado de Juan, bullía una marmita de cobre. El anciano, complacido ante el hervor del agua, indicó al Zebedeo que permaneciera vigilante, evitando que se apagaran las llamas. Acto seguido le interrogó sobre los restos de la víbora. Y, señalando hacia María, le hizo ver que era ella quien los había recogido. La Señora, a su vez, remitió al anciano a este desolado explorador. Y digo bien: desolado porque el manojo de lirios que envolvía al ofidio había desaparecido. Lo más probable es que se hubiera desprendido del ceñidor en la caída junto a los huertos de granados. Mis excusas fueron entendidas y aceptadas por María y el «auxiliador». Juan, en cambio, profundamente dolido con aquel «farsante», resucitó su cólera, descargando una cruel intolerancia para conmigo. Mi aparente mansedumbre terminó de exasperarle, exigiendo a Meir que me arrojara de su casa. Fue la única vez que vi endurecerse el rostro del anciano. Y recriminándole tanta violencia lamentó que hubiera olvidado tan rápidamente las sabias palabras de su «difunto rabí». María y yo nos miramos. El viejo y bondadoso sanador de Caná —que compartía la filosofía del Hijo del Hombre— no parecía informado de los últimos y prodigiosos acontecimientos. Era lógico. Las noticias acerca de la supuesta resurrección del Galileo y de sus apariciones no habían llegado aún a la remota aldea. Y un destello de alegría clareó el verde hierba de los ojos de la Señora. Pero, cuando se disponía a anunciarle la buena nueva, Meir, dando la espalda al confuso Zebedeo, me rogó que disculpara a su fogoso amigo. Asentí sin reservas. Y el rofé, recuperando la placidez, me interrogó sobre las características de la serpiente. Simulé no recordarlas con exactitud, deslizando, con toda intención, el detalle de los «cuernos»… Fue suficiente. Identificó la víbora, lamentando la pérdida. Según dijo, esta clase de ofidios, previamente cocinados, daba un excelente resultado como antídoto contra la lepra. Dadas sus notables virtudes como sanador quise creer que el auténtico interés por la cerastes cerastes no radicaba exclusivamente en el discutible remedio contra las lepras, sino en las ventajas que, desde un punto de vista médico, podía reportar la identificación y examen del animal.
Y olvidando el incidente, supongo que conmovido por mi docilidad ante el ataque de Juan, tomó la lucerna que había rellenado, indicándome que le acompañara. Se enfrentó a la estantería del fondo de la sala y, paseando la luz arriba y abajo, retiró uno de los rollos. Consultó la inscripción existente en uno de los extremos y, seguro de la elección, regresó a la mesa. El libro, confeccionado en papiro de Sais, más estrecho y económico que el «real o Augusta», se hallaba armado a la manera egipcia: con las hojas cosidas unas a otras, formando una larga tira que se arrollaba en dos palos cilíndricos. Y a la luz de la lámpara lo fue desenrollando con la mano izquierda, revisando la apretada grafía griega, al tiempo que, con la derecha, procedía a arrollar lo que iba leyendo y consultando. A los pocos minutos se detenía sobre una serie de columnas. La «página» en cuestión presentaba varias ilustraciones, que describían las partes más destacadas de las rosas. Al descubrir cómo me inclinaba por encima de su hombro, tratando de leer, Meir, tan curioso como yo, preguntó si me interesaba la ciencia de Cratevas[29]. Me retiré prudentemente, asintiendo con la cabeza. Y depositando el rollo en mis manos me invitó a repasarlo. Antes de que acertara a agradecer su confianza dio la vuelta a la mesa, saliendo al jardín.
El libro, por lo que pude leer, era una copia de los fecundos trabajos desarrollados por el mencionado Cratevas sobre botánica y, muy especialmente, en relación a las supuestas propiedades curativas y medicinales de las rosas. En esta fuente se inspirarían otros grandes de la antigüedad, tales como Plinio, Dioscórides, Teofrasto y Galeno, entre otros, así como los herbarios de Grete y Ascham, en 1526 y 1550, respectivamente. Las descripciones del botánico griego, muy ajustadas a la verdad, se me antojaron deliciosas. Clasificaba hasta treinta tipos diferentes de drogas, todas ellas derivadas de las rosas. Como Plinio, las calificaba de «astringentes y refrescantes». Describía los procedimientos para obtener el jugo benéfico, asegurando que eran recomendables para el dolor de oídos, úlceras bucales, gargarismos, trastornos rectales, de matriz y estomacales, jaquecas por calentura, náuseas, insomnio, irritaciones de la entrepierna, inflamación de los ojos, esputos sanguinolentos, menstruación dolorosa o irregular, dolor de muelas, diarreas, hemorragias y un «etc.» tan largo que, prácticamente, llenaba los seis metros de que constaba el «libro». Tras apuntar prolijos consejos sobre las virtudes de estas plantas, horas del día en que era conveniente su recolección, destilación y macerado de los pétalos, Cratevas consumía decenas de columnas en otros dos singulares capítulos: la cosmética y la gastronomía. El método para obtener la célebre «agua de rosas», uno de los perfumes más solicitados en los tiempos de Jesús, me pareció especialmente interesante. El ingrediente básico eran los pétalos de «damasco», una de las rosas, de origen persa, de olor más penetrante. «Se colocan en agua clara —rezaba el papiro—, en un recipiente de madera, que se deja destapado bajo los rayos del sol durante varios días. Las gotas de aceite que suben a la superficie serán recogidas en almohadillas de lana, que luego se exprimirán dentro de un frasco, sellando el recipiente…».
Por último, las posibilidades «gastronómicas» de las rosas —hoy prácticamente desconocidas— eran enumeradas con minuciosidad, elogiando la exquisitez de la miel, postres y bebidas que de ellas podían obtenerse[30]. En un futuro, este incomparable rollo resultaría de gran utilidad en específicos y muy «especiales» momentos de la operación…
El anciano retornó con una canastilla rebosante de rosas rojas, blancas y otras de un bellísimo color óxido. Cada una —comentó mientras las deshojaba— tiene su valor.
—Éstos —sentenció refiriéndose a los pétalos rojos—, los más fuertes, ayudan a contener un vientre «suelto»… Ésos —señaló a los de tonalidad blanca— tienen un efecto…
La voz autoritaria del Zebedeo, anunciando que el agua se hallaba preparada, vino a interrumpir las cordiales explicaciones del botánico. Y concluyendo el corte de los peciolos o partes más claras de los pétalos, donde se concentra el mayor volumen de humedad, mortero en mano se afanó en un rápido y hábil triturado de las hojas. El paso siguiente fue el filtrado del jugo, volcando la escudilla de madera sobre un grueso paño de lino. El perfumado licor quedó almacenado en un segundo recipiente de bronce, listo para el nuevo proceso. Retiró el agua del fogón y, con gran habilidad, procedió a mezclarla con el «zumo de rosas», hasta que el brebaje adquirió el espesor de la miel. Por último arrojó sobre la pócima trocitos de juncos olorosos, unos puñados de sales y una generosa ración de etrog (el limón de la fiesta de los Tabernáculos), que contribuyó a enfriar el remedio. Y ayudando a Natanael a incorporarse le obligó a ingerirlo hasta la última gota.
Le tomó el pulso, recomendando a María que, en caso necesario, le enjugara el sudor. Y frotándose las manos con satisfacción acudió al papiro de Cratevas. Esta vez, pendiente de la evolución del discípulo, me limité a observarle a distancia. La flama que se agitaba en la mesa transmutó en oro sus cabellos y el silencio llenó de paz el lugar. Terminada la consulta fue derecho a uno de los sombríos ángulos de la «biblioteca», haciéndose con un panzudo frasco de cristal. Extrajo una porción de pétalos secos y, sometiéndolos al fuego, los redujo a ceniza. Un segundo viaje a la estantería redondeó la manipulación. De una vasija de barro rescató una cucharada de grasa animal, extendiéndola con mimo sobre un pequeño plato de madera. Y las cenizas fueron a mezclarse con la fina y grasienta película. Como era de esperar, la fragancia de los pétalos se adueñó de la manteca. Y con el candil en su mano izquierda y la escudilla en la derecha acudió al encuentro de Bartolomé. Quizá fuera pronto para pronosticar, pero, a mi corto entender y parecer, el mal parecía remitir. Ignoro qué efectos llegó a producir el brebaje en el organismo del enfermo. De lo que sí estoy seguro, como ya mencioné, es de que el verdadero «salvador» fue el Zebedeo…
Y canturreando una serie de citas bíblicas, ayudándose con los dedos, embadurnó la herida con el aceitoso y fragante producto.
«Yahvhé curó a Abimélej». (Gen. 20, 17)… «Yo soy la fuerza eterna, Yo soy Yahvhé, tu sanador». (Ex. 15, 26)… «¡Ruégote, oh Dios, que lo sanes ahora!». (Núm. 12, 13)… «Yo hiero, y Yo curo». (Dt. 32, 39)…
Cubierta la mordedura y el edema, el anciano, cuyo afecto por los hombres y la mujer era tan antiguo como la nieve de sus cabellos, captó la coqueta mirada de la Señora y, convirtiendo en pequeñas bolitas los restos de la perfumada grasa, ofreció el plato a la madre del Maestro. Sus ojos chispearon. Y decidida y alegre moldeó con ellas los cabellos de Natanael y, a continuación, su larga mata de pelo negro. Esta costumbre, muy de moda en aquel tiempo, era compartida por hombres y mujeres, indistintamente. El portador, merced a la fragancia de los cabellos, hacía más agradable su entorno.
Al reparar en el Zebedeo y en mí mismo, la Señora se excusó, tendiéndonos la escudilla. Juan, víctima de uno de sus frecuentes cambios de carácter, se desentendió del gentil ofrecimiento. Respecto a mí, no supe qué hacer. Y animado por la sonrisa de la mujer tomé el plato, palpando la grasa con las yemas de los dedos. María, divertida, adivinó mi torpeza. Y ordenando que me inclinara esparció y desmigajó las bolitas entre mis cabellos, frotándolos con ternura. Y mi soledad se vio notablemente aliviada.
Hacia las 18 horas y 39 minutos, el ocaso, puntual, sumió a Caná en una súbita oscuridad. Y el cielo, inquieto y amenazante durante toda la jornada, se abrió finalmente, precipitándose a tierra en una mansa lluvia. Y la marcha a Nazaret quedó aplazada. Bartolomé, más sereno, cayó en un profundo y reparador sueño. Meir se ausentó y, por espacio de una media hora, ninguno de los tres y agotados peregrinos intercambió palabra alguna. El Zebedeo, rendido, terminó por acomodarse cerca del fogón, no tardando en dormirse. Y María y este explorador, sentados uno a cada lado del enfermo, disfrutamos del susurrante lamento de la lluvia sobre las flores. En varias ocasiones sus ojos y los míos coincidieron. Y en un diálogo sin palabras nos interrogamos mutuamente. A diferencia del Zebedeo, en su mirada no latía el rencor. Al contrario: gentil, me respondió con una cálida sonrisa. Pero la valerosa mujer, tan destrozada como los demás, se vio atacada por el sueño y el cansancio, no pudiendo evitar alguna que otra cabezada. Sin embargo, preocupada por el herido, terminaba por despabilarse, vigilando los lienzos que humedecían las sienes de Natanael. Poco faltó para que, en tan grato paréntesis, me decidiera a hablar, confesándole mi verdadera personalidad y propósitos. La sola idea de que mis frustrantes actuaciones en el parto y con la víbora pudieran cerrarme tan vital fuente de información sobre la llamada «vida oculta» de Jesús me tenía obsesionado. Era mucho lo que restaba por conocer y ella y su familia eran los depositarios del gran tesoro. No podía perder su amistad y, mucho menos, su confianza…
El regreso de Meir hizo inviable esta cada vez más firme decisión. Pero juré que, a la primera oportunidad, le abriría mi corazón, explicándole —empeño nada fácil— quién era y el porqué de mi «cobarde comportamiento».
Casi lo había olvidado. Sin embargo, el hospitalario rofé estaba en todo. Era el sagrado momento de la cena. Verificó la temperatura de Bartolomé y, tras invitarnos a las obligadas abluciones, depositó en el piso una bandeja de madera, generosamente surtida. Imité a María, lavando mis pies y la mano derecha (utilizada habitualmente para comer). Aguardamos respetuosamente a que el anciano concluyera una rápida bendición y, desfallecidos, dimos buena cuenta del refrigerio: guisantes hervidos en aceite, tortas de trigo recién doradas, higos, dátiles, nueces peladas —uno de mis frutos favoritos—, queso rancio que, prudentemente, no degusté, pescado salado y vino caliente debidamente aromatizados, cómo no, con esencia de rosas.
Siguiendo la recomendación de María, Juan no fue despertado. Y satisfechas las primeras hambres, la conversación se encauzó hacia el tema predilecto de los allí presentes: el Maestro. A media voz, recreándose en una olorosa copa de vino, Meir lamentó que «un hombre capaz de obrar un prodigio como el de Caná no hubiera evitado una muerte tan injusta y humillante». La Señora y yo nos miramos de nuevo. Y la madre del Nazareno, tomando las manos del sanador, preguntó si estaba al corriente de las «últimas noticias». Asintió con gravedad, relacionando dichas novedades con la crucifixión. La mujer negó con la cabeza, informándole atropelladamente de las apariciones registradas en Jerusalén, Betania y de las más recientes, a orillas del yam.
Los ojos de Meir, cargados de experiencia, no se conmovieron ante las entusiastas palabras de su amiga. Escuchó con atención. Formuló algunas, muy pocas preguntas acerca de «ese cuerpo resucitado que ninguna de las mujeres reconoció» y, apurando la copa, resumió su sincero y leal entender:
—Hija mía, llevo cincuenta años entregado al estudio de la medicina y de otros saberes. Sé que el cuerpo humano tiene doscientos cuarenta y ocho huesos y que las venas principales son tantas como días tiene un año. He abierto cadáveres y puedo asegurarte que sus restos —el rofé señaló la urna de las calaveras— siguen ahí, conmigo, y ahí continuarán…
María, perpleja, intuyendo las conclusiones de Meir, le interrumpió, protestando. El anciano sonrió con benevolencia. Y acariciando los cabellos de la alterada galilea replicó sin maldad, pero con una contundencia que no admitía discusión:
—… Todos le echamos de menos. Y todos, María, desearíamos volver a verle. Pero, que yo sepa, los muertos no regresan… Ni siquiera los profetas.
La postura del «auxiliador» de Caná, hombre culto, equilibrado y amigo de la familia, constituía el modelo de pensamiento de la mayoría de los hombres y mujeres de aquel tiempo en relación a la resurrección de Jesús. Los creyentes, en base a la lectura evangélica, pueden pensar que el indudable hecho físico de la vuelta a la vida del Galileo fue algo aceptado por la comunidad judía. Grave error. Sólo los muy íntimos, y con dificultades, asimilaron esta ardua realidad. El resto, incluidos familiares, amigos y personas de toda confianza, fervientes seguidores, incluso, del Hijo del Hombre, no pudo o no supo aceptarlo. Y los problemas de los escasos defensores de la resurrección, lejos de disiparse con las apariciones, se vieron dolorosamente complicados. Esta conversación fue el ejemplo de la permanente lucha que deberían sostener los discípulos y la propia Señora. Una lucha que sólo el difícil ejercicio de la fe podía modificar en victoria. Y si ese hombre, como sucedía con Meir, era, además, un «científico», el autoconvencimiento sólo podía esperarse con hechos comprobados; nunca con palabras o testimonios más o menos interesados.
Bien entrada la noche, el ímpetu de María decayó. Y abatida se rindió al sueño, descansando su cabeza sobre el pecho de Natanael. Meir me sugirió que durmiera unas horas. Pero, intrigado por la personalidad y el saber de tan singular personaje, decliné la paternal invitación, incitándole con mis preguntas a entrar en los asuntos que me interesaban. Por supuesto que había oído hablar de las «milagrosas curaciones» de Jesús. Allí mismo, al otro lado del pueblo, en la casa de Nathan, varios servidores y María aseguraron que el agua de seis tinajas de piedra se había convertido en vino.
—Yo, querido y curioso amigo —se sinceró el anciano—, también probé el jugo de la vid. Y puedo asegurarte que era excelente… Pero, aunque reconozco el poder del rabí de Galilea, no logro entender el prodigio. Lo has oído de mis labios: sólo creo en lo que veo…, y lo que veo no merece la pena. Es muy posible que, desde el punto de vista de un hombre que observa y estudia la Naturaleza, muchas de esas curaciones sólo fueran producto de la fe de las gentes. Mis métodos y medicamentos son racionales. ¿O es que me consideras tan necio como para tratar de remediar el mal de Bartolomé tal y como señala el libro sagrado? Eso fue desestimado ya en tiempos de Ezequías…
El sanador había hecho una clara y valiente alusión al Números (21, 9) en el que se dice: «Hizo Moisés una serpiente de bronce y la puso en un mástil. Y si una serpiente mordía a un hombre y éste miraba a la serpiente de bronce, quedaba con vida».
La prudencia y objetividad de Meir, que yo compartía en buena medida, me animaron a bucear en los conocimientos de la medicina que practicaba y que, a grandes rasgos, representaba la ciencia más seria y avanzada de los sanadores judíos contemporáneos de Jesús.
Aunque las influencias mesopotámicas, griegas y egipcias eran innegables, el viejo rofé de Caná, botánico, cirujano, sanador e investigador, tenía sus propias y muy personales opiniones, desconfiando, por ejemplo, de la eficacia de muchas de las reglas sanitarias que se imponían al pueblo en forma de ceremonias religiosas y que se remontaban a los oscuros tiempos de Moisés. (De los 613 preceptos y prohibiciones de la Biblia, 213 son de naturaleza higiénico-sanitaria). Aceptaba, sin embargo, que la sangre podía ser el «vehículo» del alma humana, mostrándose en absoluta concordancia con las doctrinas sumerias.
Con infinito tacto, fingiendo ser un lego ansioso de conocimientos, fui arañando pequeñas y grandes ideas, siempre útiles en nuestra misión. En el capítulo de la sangre, por ejemplo, se mostró conforme con las rígidas prescripciones del Levítico, prohibiendo su derramamiento y la ingestión de cualquier alimento o bebida que pudiera contenerla. (De hecho, al menos en la teoría de la ley, toda carne debía ser sangrada antes de su consumo). Donde no se mostró tan conforme fue en «esos ridículos principios de los astrólogos de Alejandría y Babilonia que fijan los domingos, miércoles y viernes como los días propicios para las transfusiones de sangre».
Animado ante mi supuesta perplejidad siguió arremetiendo, mordaz, contra los que así pensaban:
—¿Sabes cómo justifican semejante necedad? Porque los lunes y jueves —dicen— los tribunales del cielo y de la Tierra se hallan ocupados y Satán, en su condición de príncipe de los demonios, permanece activo como acusador.
—¿Y por qué no los martes? —pregunté con un asombro que le complació.
—Ese día, según estos locos, el planeta Marte se manifiesta especialmente agresivo. Y tienen el descaro de recomendar el viernes como el día ideal porque las influencias astrológicas, en tal fecha, son mínimas, excepción hecha de la hora sexta…
Meir, al igual que la generalidad de los «médicos» judíos, conocía la «hemofilia», descubierta, muy probablemente, en el acto de circuncidar a los recién nacidos. Cuando la enfermedad era detectada, la ley (Yebamot, 64a) prohibía nuevas circuncisiones en dichas familias. Y sabían, por supuesto, que era la madre la transmisora hereditaria del problema.
Al interesarme por los huesos humanos que guardaba en la urna de vidrio, sonriendo pícaramente, manifestó que él era un «auxiliador» que trabajaba, tanto en la teoría como en la práctica. Y confesó haber cocido un esqueleto completo, a fin de estudiarlo. Sus conocimientos anatómicos, sin embargo, dejaban bastante que desear. Llegó a citarme algunas vísceras y ligamentos óseos, pero confundía e identificaba los músculos con «un todo carnoso». El esperma humano, ante mi sorpresa, entraba de lleno en el capítulo óseo, siendo calificado de «hueso imperecedero o de luz». Y aunque gozaban de un notable conocimiento del proceso de gestación, las propiedades del semen, como vehículo de transmisión de la vida, eran prácticamente desconocidas. Con gran orgullo llegó a enumerarme más de cuarenta enfermedades, bien somáticas o funcionales, incluyendo malformaciones y lo que ellos entendían por «enfermedades quirúrgicas[31]». Pero donde mostró mayor locuacidad y entusiasmo fue en el relato de sus ensayos y experimentos. Aquella estancia, como sospechaba, era su beta de-sˇaiša o «sala de operaciones». Allí, según confesó, había llevado a cabo toda suerte de trepanaciones, amputaciones y extirpaciones, incluyendo una cesárea. Aturdido, no me atreví a entrar en detalles. Eso sí, tímidamente, solicité su criterio acerca de la prioridad en caso de riesgo de muerte. En tal supuesto, ¿quién debía ser salvado: la madre o el feto? Astuto, se refugió en la norma, confirmando lo que ya sabíamos a través del escrito Yebamot: la vida de la madre siempre tenía preferencia. Naturalmente, su «botica» encerraba abundantes y poderosos narcóticos, tales como las solanáceas belladona, beleño y mandrágora que, merced a su contenido de alcaloides tropánicos, le permitían anestesiar a los pacientes. El audaz rofé había suturado centenares de heridas, «refrescando previamente los bordes». Y tenía noticias, aunque no había llegado a semejantes «excesos», de la reciente apertura artificial del ano de un recién nacido. Se había atrevido, eso sí, con la introducción de sondas de fibra vegetal por la garganta y con la castración de cerdas para la ceba, deduciendo, a juzgar por los resultados en los animales, que la extirpación de la matriz en la mujer —en contra del pensamiento judío— no era causa de muerte. Según comentó, estos experimentos, como otros muchos, habían sido realizados previamente por médicos y cirujanos de Alejandría.
En contra de lo que hoy podamos imaginar, muchos de estos «auxiliadores», aunque lo ignoraban casi todo sobre la estructura y funciones del cerebro, sabían o intuían que el pensamiento y la razón humanos tenían su sede en dicho órgano. Sin embargo, estaban convencidos de que las cefaleas e infecciones de nariz y oídos tenían su origen en los «malos aires». Creían igualmente que muchas de las enfermedades de pulmón, hígado e intestino se debían a «gusanos». Meir dedicó una larga perorata a la «maldad» de la sal y a los trastornos digestivos, ocasionados —según él— por la falta de líquidos. También la retención de la bilis, confirmó el anciano, era causa de ictericia y la detención de la diuresis, de hidropesía. Hablamos del miedo y de las palpitaciones cardíacas y las alteraciones del pulso que puede ocasionar.
Y mi asombro no tuvo límite cuando, al hablarme de las «funciones de bombeo» del corazón, algo sobradamente conocido en aquel tiempo, el desconcertante galileo me dio a entender que eminentes colegas suyos habían conseguido averiguar el volumen de sangre contenido en el cuerpo humano. No logré que me revelara el método en cuestión pero las cantidades eran bastante exactas: alrededor de diez log (unos cinco litros) para el hombre adulto y algo más de seis log (unos tres litros) para una mujer de tipo medio. Desafortunadamente, estos datos quedaban oscurecidos por otra creencia, muy poco científica. Para los «médicos» judíos del siglo I el peso del hombre lo integraban, fundamentalmente, el agua y la sangre. «Si el individuo era justo, ambos elementos aparecían a partes iguales. Si, en cambio, era un pecador, el agua dominaba sobre la sangre, convirtiéndole en un “hidrópico”. En caso contrario, también a causa de su iniquidad, la persona caía víctima de la lepra».
En esta caótica red de aciertos y supersticiones, uno de los aspectos mejor conocido por los «auxiliadores» de Israel era la fisiología de la menstruación. Desde muy antiguo, debido a las prohibiciones bíblicas, este tema había sido exhaustivamente investigado aunque, con el paso de los siglos, llegó a convertirse en una pesadilla, al menos para los escrupulosos de la ley[32]. Baste decir que la menstruante judía era considerada impura por espacio de siete días, durante los cuales quedaba prohibido el trato carnal.
Hablamos sobre la peligrosidad de las epidemias, transmitidas en ocasiones por las caravanas que cruzaban el país, por los alimentos en mal estado, las moscas y la pésima educación sanitaria de la población, que «no distinguía entre el agua verde de una charca y la pura y cristalina de un pozo».
—La gran mayoría —exageró— muere a causa de sus propios errores y de su desconfianza hacia los «auxiliadores».
Quizá en este último aspecto sí le asistía la razón. Durante mucho tiempo, la profesión de «sanador» figuró entre los «oficios despreciables». Poco a poco, la honradez y eficacia de hombres como el rofé de Caná limaron recelos y susceptibilidades, hasta el punto que, tal y como señala el Sanhedrín, 17 b, en tiempo de Jesús estaba prohibido vivir en una ciudad, pueblo o comunidad donde no hubiera un «auxiliador». Por supuesto, esta norma jamás llegó a cumplirse al pie de la letra… Sin embargo, la figura del médico fue adquiriendo prestigio y, lo que era más importante, confianza. La ley les asignaba unos honorarios, estableciendo que «un médico que trataba sin cobrar, no valía nada». Había «auxiliadores» destinados a lugares muy concretos, con la exclusiva misión de evaluar las indemnizaciones correspondientes en caso de accidente. El ejercicio de la profesión se hallaba bastante bien regulado. Y aunque la política de «hacer la vista gorda» ya estaba inventada, cada rofé necesitaba una autorización especial para ejercer como tal. El caso de los «médicos» extranjeros era aparte. Los judíos más rigoristas clamaban por su persecución y destierro. En el escrito Baba cama, 85a puede leerse a este respecto: «Una persona no debe permitir que le trate un médico que atraviese todo el país, proveniente de tierras extrañas, pues éste no conoce suficientemente las características del medio ambiente y las influencias climatológicas». No les faltaba razón pero, como en todo, entre los «sanadores» paganos los había buenos y malos. Y la gente sencilla hacía caso omiso de la ley, siempre y cuando el extranjero demostrara que conocía el oficio.
Las «consultas» de estos médicos, judíos o gentiles, se hallaban en los lugares más insospechados: en las plazas públicas, en los mercados, en el templo, en las posadas y en el propio domicilio del rofé. Hasta allí acudían los pacientes, formando largas colas y, al igual que ocurre en la actualidad en las clínicas y ambulatorios, comentando entre sí las respectivas dolencias. Algunos «auxiliadores», no todos, tenían la costumbre de «visitar a domicilio», convirtiéndose, con el paso del tiempo, en amigos de la familia. Si la población en que se asentaba un médico era lo suficientemente importante, la ley le exigía además un certificado de los vecinos próximos a su «consulta», autorizándole al ejercicio de la profesión en dicho lugar. La razón era obvia: en demasiadas ocasiones, la aglomeración de enfermos a las puertas de la casa del rofé provocaba altercados, ruidos y molestias que podían alterar la paz de la vecindad. El índice de enfermedades era tan crecido que no tenía nada de particular que las dolientes masas, al tener noticias de un rabí «hacedor de maravillas», como califica Josefo al Maestro, le acosaran sin tregua. Conviene tener presente este aspecto puntual de la situación médico-sanitaria de la población judía para comprender, en su justa medida, lo que acontecería en la «vida pública» de Jesús.
Por lo que ya sabíamos y por las interesantes manifestaciones de mi nuevo amigo, la medicina judía, desde los tiempos del Antiguo Testamento, podía calificarse de eminentemente preventiva. Y aunque estas medidas estaban cimentadas en normas y principios ético-religiosos, no cabe duda de que, en infinidad de ocasiones, resultaron de gran eficacia. «La limpieza corporal —rezaba un axioma del Avodá zará, 20b— lleva a la limpieza espiritual». En efecto, aunque los médicos serios trabajaban con tratamientos más o menos racionales y «científicos» (dietas, compresas calientes y frías, sudoración, curas de reposo, baños de sol, cambios de clima, gimnasia, sangrías, masajes, hidroterapia, psicoterapia, etc.), la ley vigilaba muy estrechamente el cumplimiento de la pureza, tanto a nivel humano como de animales y cosas. La higiene concernía, incluso, a la construcción de ciudades, estableciendo redes de alcantarillado y parajes muy específicos para el suministro de agua o la construcción de cementerios. En caso de epidemias o enfermedades contagiosas, las poblaciones eran aisladas y las vestimentas y utensilios fumigados, lavados o incinerados. Los judíos sabían que, de surgir la peste, disentería, etc., debían evitar las aglomeraciones en las calles estrechas, la utilización de platos, cubiertos, ropas o alimentos que pudieran haber permanecido en contacto con los infectados, procurando no salir de sus viviendas en cuarenta días. Estaba prohibido cavar pozos en las inmediaciones de los cementerios (Tosefta, Baba batra, 1b) y cisternas. El agua debía ser hervida cuando se tenía la menor sospecha de contaminación. La carne, aunque su consumo no era frecuente entre las clases pobres, tenía que ser cocida hasta que los parásitos quedaran destruidos (así reza el escrito Sanhedrín, 9a). Desde tiempos inmemoriales, la carne cocida que no hubiera sido consumida al segundo día debía ser quemada. Naturalmente, quien disponía de semejante «lujo» y no era un fanático de la ley no tenía muy presente la prohibición bíblica…
Otro de los preceptos, muy difundido entre los judíos y que nos llamó la atención a lo largo de nuestra peripecia en Palestina, hacía alusión a los besos en la boca. La Ley «recomendaba» evitarlos, en previsión de contagios. En su lugar estaba bien visto que el hombre besase al hombre en las mejillas, la frente o el dorso de la mano. El beso en los labios a la mujer, al menos en público, era causa de escándalo y, en ocasiones, de repudio.
En este interesante capítulo de la higiene, Meir se dignó ilustrar a este ignorante explorador con una interminable cadena de máximas, extraídas en su mayoría del saber popular y que, con el tiempo, serían incluidas en los escritos rabínicos. He aquí algunas de las que más me impactaron: «El lavado matutino de manos y pies es más eficaz que todos los colirios del mundo». (Sabat, 108a). «El cambio de una costumbre es el comienzo de una enfermedad» (Ketubot, 100a). «Bebe solamente agua hervida» (Trumot, 8). «El que exagera el ayuno, será considerado pecador» (Ta’anit, 11a). «Puede profanarse el sábado a causa de las parturientas, lo quieran éstas o no». «Es exigible y recomendable una limpieza escrupulosa del cuello uterino dilatado» (Sabat, 29a[33]).
La intensa y prolija exposición, por parte de mi anfitrión, de las excelencias médicas de la comunidad hebrea no podía concluir sin un obligado canto a las virtudes medicinales de las rosas, su gran especialidad. El esmerado parlamento, sin embargo, acabaría pronto. Y no porque ése fuera su deseo, sino a causa del agotamiento que terminó por enroscarse en quien esto escribe. Aun así, algo llegué a retener en mi memoria.
El botánico confesó haber hecho buenos dineros con la cosmética y perfumería derivadas de la destilación de los pétalos. Una vez incinerados, la ceniza resultante era muy apreciada para embellecer las cejas.
—El propio Herodes el Grande —insinuó secretamente— tuvo a bien probar mi mercancía… ¡Ah, Jasón, qué sería del mundo sin perfumistas! Todo en la Naturaleza tiende al equilibrio. Nosotros —sentenció—, los perfumistas, somos el regalo de Dios, bendito sea su nombre. Los curtidores, en cambio, ensombrecen la Tierra.
Además del «agua de rosas», obtenida fundamentalmente por destilación, Meir confeccionaba y comercializaba otro producto —la «pomada de rosas»—, igualmente estimado por las mujeres y los hombres. Supongo que, «animado» por el vino, terminó por confesarme el secreto de su fabricación: «Cuatro medidas de cera blanca derretidas en una libra de aceite de rosas. A la mezcla se añade la correspondiente medida de agua y el resultado se calienta a fuego lento hasta que adquiera una naturaleza translúcida. Con ello, ayudado de medio log de agua y vinagre de rosas, se da fin al proceso, resultando un ungüento que rejuvenece el cutis». La pomada en cuestión, a manera de mascarilla, era consumida por hombres y mujeres de las clases media y adinerada, preferentemente antes de acostarse. También el jabón vegetal, de uso común y al que se le añadía ceniza de madera, presentaba una rica dosis de «agua de rosas», perfumándolo y haciéndolo más atractivo.
Al referirse al método de destilación —un procedimiento que se supone inventado en España hacia el siglo X[34]— le rogué que me ampliara detalles. Meir hizo algo mejor. Con paso tambaleante se aproximó a la mesa de mármol. Le seguí intrigado. Allí me mostró una vasija de bronce. La llenó de agua hasta la mitad y, tras vaciar en ella una pequeña ánfora repleta de pétalos, llevó el recipiente al fogón, calentándolo a fuego lento. Lo cubrió con una tapadera a la que se había fijado un tubo en espiral, también de bronce, de unos treinta centímetros. Al rato, un vapor aceitoso comenzó a circular por el rudimentario alambique, siendo recogido, en forma de gotas, en un frasco que hacía las veces de «condensador». Concluida la destilación, el anciano, orgulloso y agradecido por mi paciente escucha, puso la reducida dosis de «agua de rosas» en mis manos, exclamando:
—Es tuya… Tus mujeres bailarán mañana de alegría.
Y rebosante de felicidad —dudo que alguien le hubiera prestado jamás tanta atención—, inició un lento e instructivo paseo frente a las estanterías. A cada paso señalaba un frasco o una cántara, anunciando su contenido con solemnidad:
«… Hojas secas de rosa para aliviar la inflamación de ojos».
«… Flores para adormecer y controlar la menstruación… Si se añade vinagre y agua, tanto mejor».
«… Un ciato de licor de rosas, con tres de vino, para el dolor de estómago».
«… Semilla de color azafrán. Aún no tiene el año. Ideal para las muelas. No conozco un diurético mejor».
«… Inhalación para la nariz. Despeja la cabeza y las malas ideas».
«… Coronas de rosas. Controla las diarreas».
«… Rosas con pan. Santo remedio para la ardentía estomacal».
«… Pétalos en polvo. Eliminan el sudor».
«… Agallas de rosas mezcladas con manteca de oso. No conozco sarna que lo resista».
«… Savia de rosas. Muy recomendada para el acné juvenil».
«… Otra vez “agua de rosas”. Para heridas y contusiones».
«… Esencia de rosas. El mejor tratamiento para la locura».
«… Una rosa blanca, con todos sus pétalos de un solo lado. Proporciona un bálsamo que derrota la apoplejía».
«… Rosas rojas. Colocadas debajo de la almohada adormecen a los niños inquietos».
«… Aceite de rosas con polvo de acacia. Frotado en el cráneo termina con las cefaleas».
«… Aceite de rosas con sangre de cocodrilo y miel. Ideal para el dolor de oídos».
«… Contra las enfermedades pulmonares, la tos y el resfriado».
«… Para el control de la sexualidad, los desórdenes del corazón y las borracheras».
«… Miel, clara de huevo y agua de rosas. Llevo años utilizándolo para curar la ronquera y la falta de voz».
«… Esta otra ayuda a conciliar el sueño».
«… Pétalos secos. Si se mezclan con leche y pan alivian el mal de amores».
«… Perfume de rosas. Para los desmemoriados».
Soy incapaz de recordar la totalidad de los brebajes y pócimas enunciados por Meir. Muchos de ellos, naturalmente, de dudosa utilidad.
Y poco antes de la «vigilia del canto del gallo» (hacia las 04 horas), tras comprobar que la calentura de Bartolomé había remitido, mi incansable y parlanchín amigo se retiró a sus aposentos, deseándome paz y fulminándome con un comentario que —a qué ocultarlo— me tenía obsesionado:
—Hijo, tu curiosidad me ha recordado a otro viejo amigo, también griego, también llamado Jasón y también fiel seguidor del Maestro.
Y este explorador, sentado a la cabecera del herido, necesitó algún tiempo para conciliar el sueño. El cansancio, las emociones del viaje, aquella inquietante historia sobre el «otro Jasón» y el recuerdo de mi hermano se entremezclaron con tal poder que fue preciso recurrir a una profunda relajación mental y muscular para, al fin, recuperar parte de las fuerzas. ¿Qué me deparaba aquella recién estrenada jornada del martes, 25 de abril?