Capítulo 25

 

E

l barón había comenzado a correr las cortinas del ventanal, así que la habitación se quedó en penumbra. Olga se levantó y cogió un DVD que se encontraba sobre el televisor. En el estante inferior de la mesita de la televisión había un reproductor, quizás privado, ya que el hotel facilitaba un reproductor sólo si el cliente lo solicitaba, pero me pareció que los aparatos del hotel eran de un modelo diferente.

Me iban a poner un DVD. ¿De Helga? ¿Helga despidiéndose de mí con los ojos inundados de lágrimas y con un pañuelo en la mano? No comprendía la razón por la que no me lo entregaran directamente. ¿O acaso aquellos tres pájaros eran simples vendedores a domicilio y trataban de endilgarme algún producto, una enciclopedia, la historia de la música en veinte tomos, o un apartamento de futura e incierta construcción en alguna playa inexistente?

Me sonreí, traté de cruzar de nuevo las piernas. Pero la sonrisa me duró poco.

Olga encendió el televisor con el mando a distancia, accionó otro par de mandos y su trasero buscó de nuevo el hoyo del sillón. Vi como la ventanilla del reproductor se iluminaba porque había comenzado a funcionar.

Los diez minutos siguientes los dediqué a ver una película. Ésta tenía dos partes y en las dos había un sólo protagonista: Pedro Pellón.

En la primera, el protagonista se dedicaba a seguir a Del Busto por media docena de calles, iba acompañado de una chica larguirucha, sin rostro, ya que el descuidado montador de la película lo había emborronado electrónicamente. Del Busto entraba en una pequeña sucursal de la caja de ahorros, salía de nuevo y Pedro Pellón y el cuerpo larguirucho continuaban tras sus pasos. Del Busto desaparecía por la puerta de servicio del teatro de Rojas y Pedro Pellón y el cuerpo larguirucho lo seguían adentro. Luego, un Pedro Pellón muy cauteloso entraba en un despacho, robaba una cartera negra, hacía frente a un esquimal de mono azul que le había sorprendido robando y le derribaba rompiéndole la cabeza y un brazo antes de salir por piernas del teatro.

En la segunda parte, las aventuras de Pedro Pellón iban mucho más lejos: se dedicaba a atracar bancos. Acompañado siempre por un cuerpo larguirucho con chubasquero. Su táctica era sencilla: rompía la luna con una maceta de albañil, se introducía de una zambullida en el interior del banco, hacía besar el suelo a los empleados para, a continuación, reventar las cajas de seguridad, abandonando el banco por el mismo lugar por donde había entrado, llevando el abundante botín astutamente escondido bajo la chupa.

Habían situado la cámara al otro lado de la calzada, enfrente del callejón, seguramente dentro de un coche o de una furgoneta, durante un instante yo la había tenido apenas a un metro de distancia, si hubiera prestado atención seguramente habría oído el sonido del motor rodando.

No era una película divertida como suelen serlo los vídeos caseros, había algo de trágico en aquellas imágenes; comprendí que se debía a mi expresión en todos los planos (yo era el único actor): decidida, dura, de auténtico rufián.

Creí oír el sonido de los grilletes cerrándose alrededor de mis tobillos y mis muñecas. La sangre había abandonado mis venas, la tensión eléctrica bajaba de forma alarmante en mi sistema nervioso.

La pantalla fue ocupada, sin transición, por un chisporroteo y Olga apagó el televisor. El barón, calmosamente, como si la película le hubiera sabido a poco, descorrió las cortinas disipando las tinieblas.

—¿Te ha gustado? Desde luego no eres un aficionado, estoy segura de que ya has trabajado antes en el cine en ese tipo de papeles, ¿eh?

La voz de Olga me llegaba lejana.

—No —grazné.

—De fisgón —puntualizó el barón, cargando su boquilla con un nuevo pitillo.

—De quebrantahuesos —sentenció la voz cavernosa de Del Busto.

—... Estaba mal enfocado, no se me veía muy bien —grazné de nuevo—. ¿Era yo?

—Se te ve perfectamente. El chico arreglalíos del hotel Reina Cristina. Ése que corretea detrás de las clientas jóvenes con dinero; el que se mete en la vida de los demás.

—Sólo cuando los demás se meten en otras vidas. Me pagan para ello. Son ustedes los que se meten en mi vida ahora.

—¡No nos interesa tu vida, idiota!

Olga vino hacia mí hecha un basilisco. Yo me levanté y me coloqué estratégicamente detrás de la silla. Solté:

—Pues me parece que se han tomado muchas molestias para promocionarme como actor.

—¡Como actor eres una basura!

—Entonces hemos terminado, ¿no? Supongo queme regalarán ese DVD como recuerdo.

Los ojos de Olga despedían fuego. De pronto me cruzó la cara con el revés de su mano.

—¡Nada de insolencias conmigo, mequetrefe!

Me llevé la mano a la mejilla. Dolor. Traté de encender el homo de mi mirada para que alcanzara la temperatura de la suya. No lo conseguí.

—Díganme de una vez que es lo que quieren. No puedo perder el tiempo con videoaficionados.

De la garganta de Olga escapó un ronquido sarcástico. Se dirigió de nuevo al reproductor, sacó el DVD y se lo arrojó al barón.

—Escóndelo —le ordenó.

El barón abrió un cajón de la cómoda, metió allí el DVD y cerró con llave.

—Puedo llevarlo yo, si quieren —me ofrecí.

—Tú te quedas ahí. En adelante vas a estar muy ocupado.

—Ya lo estoy, mi horario es de ocho a cinco. Lo siento.

—Ese DVD, mocoso, es nuestro salvoconducto. Desde ahora vas a hacer lo que nosotros te ordenemos si no quieres ir a la cárcel. Todo lo que se ve en esa película vale diez años de prisión, ¿entendido? No tienes elección a no ser que pertenezcas el género de los idiotas.

Era eso. Un vulgar chantaje, exprimirme como a un limón, seguramente para que me incorporara a su banda y robara para ellos. Busqué los fallos en aquella amenaza.

El primero era la situación del chantajista: éste siempre corre el peligro de ser atrapado al hacer la denuncia, por lo tanto ésta debe hacerse anónima, con lo que pierde gran parte de su efectividad. Además, una vez hecha la denuncia, el chantajista pierde todo su poder de coacción, por lo que lo pensará mucho antes de hacerla.

Aquellos pensamientos me tranquilizaron un poco. Suspiré hondo, me relajé, mis ojos recuperaron su brillo y una sonrisa nació en mis labios.

—¿Qué banco asaltamos mañana?

—No te hagas el gracioso ni te hagas ilusiones, cretino —me ladró Olga.

—Tengo diecisiete años.

—Pero tu tío tiene algunos más. Tu tío con su nuevo puesto de relumbrón. ¿Cuánto tiempo crees que durará en ese trabajo si ese DVD llega a manos de los dueños del hotel? Piénsatelo bien. No tienes escapatoria. De todas formas, no te vamos a pedir demasiado.

Me quedé helado, no había pensado en mi tío.

—... Se han equivocado de persona. Yo sólo tengo mi sueldo, soy más pobre que las ratas.

Los tres soltaron un rebuzno al unísono, ja, ja, ja, fue un rebuzno programado para que decayera la tensión.

—No eres tú quien va a poner el dinero, no te preocupes, estúpido, lo pondrá otro. Tú te limitarás a facilitamos la entrada en la gran suit, tienes acceso a la llave maestra electrónica, es inútil que lo niegues porque lo sabemos. —Era cierto —. Actuaremos durante tu turno, por la tarde hay menos camareras rondando por los pasillos, y si hay alguna tú te encargarás de alejarla. Tú sí estarás pero no verás nada.

—...Mi turno es de mañana —gangoseé.

—Lo cambiarás esta noche por el de tarde. Para ello recurrirás a la recomendación de tu tío, para algo sirven los tíos. Seremos discretos, sabemos cómo hacer. —Me apesadumbraban las referencias a mi tío Andrés. Yo le debía mucho y por nada del mundo quería que, por mi culpa, se quedara sin trabajo.

—Mi tío nunca accederá.

—Tu tío no necesita saberlo. Daremos el golpe mañana, luego no nos verás más.

Recordé que la suit principal estaba reservada para un tal Jan Swammerdam, algo por el estilo, un holandés, o belga, o sueco, un representante de joyería, un cliente regular cuyo equipaje principal eran dos pesados maletines y que no abandonaba la suit durante dos días, haciéndose servir allí las comidas, donde recibía a encopetados personajes.

Mi cerebro trabajaba despacio, pero creyó encontrar la única salida a todo aquel embrollo: la huida hacia delante. Adelantarme a los chantajistas, hacerles ver que accedía a sus pretensiones y, al salir de aquella habitación, presentarme a la policía y cantar de plano, hasta el menor detalle. Mi tío, ajeno por completo a todo el asunto, conservaría su cargo.

—Comprendo. Parece una transacción, aunque algo complicada. No soy hombre de negocios. Me gustaría estudiarla con calma.

Soporté el peso de sus miradas. Me estudiaban porque por primera vez yo tomaba la iniciativa, no sabían si les hablaba en serio o si sólo pretendía ganar tiempo. Olga consultó su reloj.

—Nada de trucos. Te concederemos hasta las cinco. Ni un minuto más. Si no tenemos una respuesta a las cinco en punto, un minuto después un mensajero irá con ese DVD camino de la comisaría.

—¿Sólo tienen esa copia?

—Desde luego. Pasado mañana ya no te necesitaremos.

Traté de poner una expresión afligida, derrotada, como si no tuviera escapatoria, hasta que advertí que no necesitaba hacer ningún esfuerzo para conseguirlo.

Di media vuelta y, empequeñecido, vacilante, salí de la habitación.