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A la mañana siguiente llegué pronto a la oficina. Por un lado no pude pegar ojo en toda la noche. Por otro, cuando llamé a Alex según salí del bar para ponerle al tanto de las novedades que había averiguado, me había dicho que le habían confirmado que tendríamos a primera hora de la mañana los resultados que teníamos pendientes tanto por parte de Baranski, nuestro forense de cabecera, como por parte de nuestros compañeros de la policía científica, en lo relativo a los restos hallados en el chalet vacío en el que se había escondido el asesino.
La autopsia de la Señora Makenzie no nos aportó ningún dato que no conociéramos, pero sí que confirmó definitivamente la información preliminar que nos habían facilitado hasta la fecha. La autopsia confirmaba que los tres disparos se habían realizado con la pistola prácticamente apoyada sobre la sien, a menos de un centímetro del parietal derecho. O sea, un tiro a quemarropa.
La autopsia también confirmaba que el arma homicida había sido la Browning propiedad del marido de la fallecida, el juez Cummings. Por último, el informe ponía de manifiesto que no se habían apreciado en el cadáver huellas de pelea ni forcejeo. Todo ello unido a que en la casa no se había producido robo alguno, ni se había forzado la puerta de entrada, ni tampoco ninguna ventana de la vivienda, no hacía sino ratificar que la Señora Makenzie conocía a su asesino, le había abierto ella misma la puerta de su casa y había sido pillada completamente desprevenida.
En cuanto a la policía científica, el informe sobre los restos encontrados en la casa vacía en la que había pernoctado nuestro asesino tampoco nos arrojó ningún tipo de luz para esclarecer el caso. Se identificó el ADN del asesino a través tanto de las latas de Budweiser como de las colillas abandonadas, pero el individuo propietario de dicho ADN carecía de cualquier tipo de antecedentes penales y policiales, por lo que se desconocía por completo su identidad.
Igualmente, dichos datos de ADN se habían cruzado con los del juez Cummings, su hijo John, su hija Christine y su nuera Mary Peet y con toda seguridad no pertenecían a ninguno de ellos. Nos servirían como prueba judicial una vez detenido el asesino, pero desde luego no iban a contribuir a facilitarnos la más mínima pista sobre la identidad de éste.
Estaba perdido, no sabía por dónde continuar la investigación. Repasé concienzudamente una y otra vez todo el expediente del asesinato de la Señora Makenzie y no encontraba ningún agujero en nuestro procedimiento, ni el más mínimo hueco en nuestra investigación, ni el más mínimo cabo suelto sobre nuestras pesquisas.
Tampoco teníamos claro quien había entrado y salido la noche del asesinato de la urbanización. Alex le había apretado las clavijas al vigilante nocturno y éste había acabado cantando que se había quedado dormido durante el servicio y que toda su información relativa a la hora de salida de Mary Peet, así como la supuesta salida del vecino que trabajaba en el aeropuerto por las noches, era más falsa que Judas. Todo su relato estaba basado en la nada. El tipo, ante la gravedad de los hechos, se había limitado a repetir como un papagayo el cuento que se había inventado para que no le pillaran en el renuncio de que estaba echándose una agradable siesta nocturna mientras freían a tiros a una vecina de la urbanización a cien metros escasos de su puesto de trabajo.
Solo podía agarrarme a intentar identificar lo más rápidamente posible al misterioso confidente con el que la asesinada mantenía sus reuniones periódicas en el "Wonderland", aquel bar de mala muerte situado junto al centro comercial. Al menos por el momento descarté preguntar al respecto a los familiares de la mujer asesinada. Para ser francos, a aquellas alturas no me fiaba de ninguno de ellos.
Era simple intuición, todas las pruebas practicadas hasta la fecha les descartaban a todos los miembros de la familia Cummings como autores del asesinato, pero mi olfato me decía que no podía confiar en ellos. Necesitaba información de la familia, pero de alguien que no perteneciera a ella. Y solo tenía un candidato. Introduje en Google el nombre que andaba buscando y en poco más de veinte segundos obtuve la dirección que necesitaba. Descolgué el teléfono para concertar una cita, pero cuando había marcado la mitad de los números, colgué de nuevo el auricular. No. Era mejor hacer la visita por sorpresa.