Capítulo 8
Durante el desayuno, servido en la habitación, Lu Bradey le explicó a Maggie lo que quería que hiciera. Se sentó en una silla mientras ella, acostada en la cama, mordisqueaba un pancito fresco rebosante de mermelada de cerezas.
—Estoy esperando a unas personas que llegaran esta mañana —dijo Bradey—. No sé con exactitud cuando, pero será por la mañana. Tengo negocios con ellos. No quiero que estés por aquí mientras los recibo. Quiero hablar con ellos en esta habitación. ¿Me entiendas, chiquita?
Maggie tomó otro pancito y empezó a enmantecarlo.
—¿Quieres que salga de en medio, ¿no?
—Sí. Primero, quiero que empaques. Luego quiero que saques todas tus cosas del neceser. Quiero que el neceser esté vacío. ¿Sigues entendiendo?
Maggie untó mermelada de cereza en su pancito, y su bonito rostro estaba algo adusto por la concentración.
—¿Qué hago con lo que tengo en el neceser?
Bradey suspiró.
—Lo pones en una de las valijas.
Maggi asintió y se aflojó la tensión de su cara. Comenzó a masticar otra vez.
—¡Me encanta esta mermelada! —dijo con la boca llena—. Sé que no tendría que comer tanto pan. ¡Voy a engordar!
Bradey volvió a suspirar.
—Disfruta, chiquita, y escúchame.
—Te estoy escuchando, mi amor. Vacío el neceser, hago las valijas y… ¿qué mas?
—Después de hacer las valijas, tomas el ascensor hasta el subsuelo y cruzas el túnel hasta la piscina.
—Pero mi traje de baño estará en las valijas, ¿no?
Bradey se pasó la mano por el pelo.
—No importa el traje de baño, no te vas a bañar. Te sentaras junto a la piscina al sol y me esperaras. ¿Entendiste?
—¿Me siento a esperar?
—Te compraré un libro. Acaba de salir un Harold Robbins. Te mueres por sus libros, ¿no?
A Maggie se le iluminó la cara.
—¡Me encantan! Las escenas de sexo me enloquecen.
—Muy bien. Entonces te sientas al lado de la piscina y lees, y yo iré apenas pueda. ¿Está bien?
Maggie terminó el pancito, se sirvió más café y asintió.
—Si eso es lo que quieres, mi amor.
Bradey suspiró aliviado.
—Bien. Después de mi charla de negocios nos vamos. Ahora escúchame, Maggie, es muy importante que estés junto a la piscina cuando yo vaya a buscarte. No tendré tiempo de buscarte si no estás ahí. Quiero salir apenas termine mi charla de negocios. ¿Entendiste?
—Me siento al lado de la piscina y leo a Harold Robbins, ¿nada más?
—Eso harás. Si ya terminaste el desayuno, por favor haz las valijas.
Maggie miró la bandeja del desayuno, se sorprendió al ver que no había más pancitos y se bajó de la cama sin ganas. Eran las 9.15.
—Mientras haces las valijas voy a pagar la cuenta. No te olvides de vaciar el neceser.
Bradey la dejó y tomó el ascensor hasta la recepción.
Sergas Holtz estaba sentado en el vestíbulo desde donde tenía una buena perspectiva del mostrador de recepción. Seguro de que el conserje se extrañaría de verlo siempre sentado en el vestíbulo, Holtz había tomado la precaución de explicarle que esperaba una llamada importante. Esta explicación satisfizo la curiosidad del personal del hotel.
Vio a Lu Bradey pagar la cuenta. Caminó hasta el mostrador de recepción y se puso a hojear uno de los folletos de viaje mientras escuchaba.
—Me voy en seguida —le decía Bradey al recepcionista—. Mr. Willis llegará alrededor de las dos. Envíe a alguien por mi equipaje en media hora.
—Como no, señor.
Bradey entonces salió del hotel y fue corriendo a una librería en la esquina y compró un ejemplar de la última novela de Robbins. Volvió al hotel y entró en la habitación. Maggie, que acababa de darse una ducha, se vestía con displicencia.
—¡Muévete, chiquita! —dijo—. En media hora vienen a buscar el equipaje.
Esta afirmación enloqueció a Maggie. Empezó a guardar todo lo que encontraba en las valijas.
—¡Las toallas de baño no! —rugió Bradey—. ¡Ay, por Dios! ¡Vístete! ¡Yo empaco!
Cuando el botones golpeó a la puerta Bradey ya había vaciado el neceser, hecho las valijas y escondido el neceser. Ahora Maggie estaba vestida. Bradey le dijo al botones que pusiera las valijas en el auto.
—Bueno, chiquita —dijo firme—, aquí está tu libro. Vas a la piscina y esperas. ¿Está bien?
Maggie asintió.
—¿En serio vas a venir a buscarme? ¿En serio vamos a casarnos?
—Tú espera —dijo Bradey, con la paciencia casi agotada—. Iré a buscarte y nos casaremos.
Después que ella le dio un beso y se fue, Bradey escribió una nota, la puso en un sobre y la dirigió a Pierre Duvine. Llevó la nota al mostrador de recepción.
—Por favor entréguele esto a Mr. Duvine cuando llegue.
—Cómo no, señor.
Todavía observado por Sergas Holtz, Bradey volvió a su habitación, sacó una silla al balcón, desde donde podía ver quién llegaba y se sentó a esperar.
Entraron dos mucamas. Él les dijo que hicieran lo que tenían que hacer, no más, que él estaba esperando a unos amigos. Deshicieron la cama y limpiaron el baño para la llegada de John Willis esa tarde.
A las 11.15 Bradey vio llegar a los Duvine y los Lepski. Salió del balcón, encendió un cigarrillo y empezó a caminar de un lado a otro de la habitación. La nota que le había dejado al recepcionista le decía a Duvine el número de habitación de Bradey y que viniera a verlo con urgencia.
Sergas Holtz observó mientras los Duvine y los Lepski se registraban. Observó al botones poner cuatro valijas y un neceser azul en un carrito y alejarse. Observó a los Duvine y a los Lepski junto con el recepcionista entrar en el ascensor. Muy pronto, su larga y aburrida espera terminaría, y por fin habría acción.
—¿Qué tal si nos encontramos en el vestíbulo dentro de media hora, Tom? —dijo Duvine al llegar a la puerta de las habitaciones—. Iremos a echarle un vistazo a la ciudad.
—A nosotros nos parece bien —dijo Lepski—. Bobada de hotel, ¿eh? ¿Cómo es la comida?
—No te vas a morir de hambre —dijo Duvine y, llevando a Claudette al interior del dormitorio, cerró la puerta—. Bradey está aquí. Quiere verme de inmediato. Su cuarto es el de la derecha.
—Ten cuidado, tesoro —dijo Claudette, algo preocupada—. Lu es muy tramposo.
Duvine la besó.
—Pero yo también. Vuelvo en seguida.
Bradey detuvo su paseo al oír golpear a la puerta. Fue a abrir.
—¡Pierre! —exclamó—. ¡Es un placer verte! —y tomó a Duvine de la mano y lo hizo entrar en la habitación—. ¡Se te ve muy bien!
Para no dejarse ganar, Duvine le sacudió la mano con efusividad y exclamó:
—¡Para ti no pasa el tiempo! ¡Mi Dios! Me alegro mucho de verte.
Ambos hombres eran expertos estafadores. Parecían exhalar amistad y genuino placer de volver a verse.
—Cuéntame —dijo Bradey, sin soltarle la mano a Duvine—. No me dejes en suspenso. ¿Algún problema?
—Ninguno, excepto que los Lepski nos están enloqueciendo.
—¿La aduana?
—Como una seda.
Bradey sonrió.
—Sabía que podía confiar en ti. Ahora el cambio.
—Sí — Duvine hizo un pequeño gesto—. Eso será más difícil; pero puedo hacerlo. ¿Tienes el duplicado del neceser?
—Por supuesto —Bradey sacó el neceser—. Está vacío, Pierre. No te llevará más de unos minutos transferir las porquerías de Mrs. Lepski, entonces ven al hotel Eden de Zurich donde te estaré esperando con unos hermosos veinte mil francos suizos.
Duvine se restregó las manos.
—¡Maravilloso!
—¿Cómo se van a deshacer de los Lepski?
—Les diré que mi madre está enferma y tenemos que volver a París. No te preocupes por eso. ¡Dios! ¡Qué contento me vaya poner cuando sepa que no los voy a ver más!
—Bueno. Me tengo que ir —Bradey le sonrió a Duvine con su amplia y falsa sonrisa—. Has hecho un trabajo estupendo. Voy a insistirle a Ed para que te pague otros diez mil.
—¡Bárbaro! ¡Gracias, Lu!
Los dos se dieron la mano.
—Nos vemos en Zurich… ¿dentro de dos días?
—Apenas haga el cambio estaré contigo. Depende de los Lepski. Se me pegan como goma. Sí, dos días, quizás tres. Iré al Eden.
—Perfecto. Buena suerte, Pierre —y con otro apretón de manos y más sonrisas amistosas, Bradey corrió hacia el ascensor y bajó a buscar a Maggie.
Duvine levantó el neceser, miró para ver si el corredor estaba desierto y entró rápidamente en su habitación.
Cuando Claudette vio el neceser, se le iluminó la cara.
—¿Todo bien, tesoro?
—Ningún problema. Incluso prometió darnos otros diez mil —Duvine rió feliz—. No tiene la menor idea de que vamos a traicionarlo. ¡Imagínate! ¡Unos miserables treinta mil francos suizos cuando podemos tener al menos cuatro millones de dólares!
Claudette se arrojó en sus brazos y empezaron a bailar por el cuarto.
Bradey encontró a Maggie sentada en una reposera absorta en la novela de Robbins.
—Vamos, chiquita —dijo—. Nos vamos.
Maggie no estaba en este mundo. Abría mucho los ojos mientras leía. Bradey le arrancó el libro de las manos.
—¡Vamos!
Ella levantó los ojos parpadeando.
—¡Oh, Lu, déjame terminar el capítulo! Él la tiene a ella en la cama…
—¡No importa! ¡Nos vamos!
La arrastró hasta donde esperaba el auto.
Camino a Villeneuve repitió las instrucciones: cómo llegar a la autopista de Zurich, el nombre del hotel, y que lo esperara.
Ella se separó de él algo llorosa cuando llegaron a Villeneuve, pero estaba tan contenta con el reloj nuevo y el dinero que le había dado y la perspectiva de terminar la novela de Robbins que controló su emoción. Se fue por fin por la autopista a Zurich después de que Bradey le asegurara una docena de veces que se reuniría con ella en menos de una semana.
Bradey ya había alquilado un VW Golf en un garage, del pueblo. Fue a buscarlo caminando, luego fue hasta una piscina municipal y alquiló una caseta. La piscina estaba bastante llena de jóvenes de vacaciones. Ninguno de ellos le prestó la menor atención. Entró en la caseta con su valija, cerró la puerta y se dispuso a transformarse en un anciano enjuto y elegantemente vestido que podía ser un banquero o un abogado retirado. A la 1.30 volvió al hotel Montreux Palace y se registró como John Willis.
Sergas Holtz, que seguía sentado en el vestíbulo, pudo haber sido burlado por completo, pues el disfraz era brillante, pero Bradey cometió el error de usar la misma valija que había usado con el nombre de Lewis Schultz. Entrenado para observar, reconoció la valija cuando el botones la llevaba al ascensor seguido por Bradley. Holtz recordó que su tío le había advertido que Bradey era un maestro del disfraz y asintió con satisfacción. En cualquier momento llegaría la hora de la acción. Había visto a los Duvine y los Lepski salir del hotel. Entró al bar a comer algo.
Arriba en su habitación, Bradey desempacó. Tomó una pistola Smith & Wesson 38.
Siguiendo las instrucciones de Ed Haddon, se detuvo en Ginebra y fue a la dirección que éste le había dado. Un hombre alto y gordo de poco más de treinta años, y en apariencia cubierto de pelo duro y negro que le crecía en la cara como un nido de avispas incluso por el cuello de la camisa, le vendió un arma apenas Bradey mencionó el nombre de Haddon.
Bradey odiaba las armas de fuego. Odiaba cualquier forma de violencia. Insistió en que el revólver estuviera descargado y observó al gordo alto vaciar el tambor. Satisfecho de que el revólver fuera inofensivo, Bradey se lo guardó en el bolsillo y pagó.
Ahora estaba sentado en la cama y examinaba el revólver inquieto. Esperaba no tener que amenazar a Duvine. Si tenía que hacerlo, no creía poder ser muy convincente. Duvine había parecido tan amistoso. Era difícil creer que pensara en traicionarlo. Haddon sospechaba de todos, pero Bradey decidió que no podía arriesgarse con Duvine. Un millón de dólares era un millón de dólares. Entonces pensó en Maggie. Quizás se había apresurado un poco prometiéndole matrimonio. Bradey suspiró. No se imaginaba acompañado por Maggie en el futuro. Ella era de las mujeres que envejecen muy pronto. Bueno, había tiempo. Primero debía conseguir el ícono. Volvió a guardar el revólver en la valija y, como le dio hambre, fue a comer.
A Lepski no le gustó Montreux. Admitía que la vista del lago y los vapores era bastante linda, pero la ciudad le parecía tan muerta como George Washington. Carroll también estaba algo desilusionada, pero le encantaron los negocios de relojes y se demoraba mirando las vidrieras mientras Lepski silbaba impaciente.
Los Duvine estaban casi al límite de su paciencia. Intercambiaban miradas, dándose ánimo el uno al otro diciéndose que esta prueba de Dios no podía durar mucho más.
—¿Qué tal la comida? —preguntó Lepski—. ¿Son buenos los bifes?
—Nunca comas un bife aquí —se apresuró a decir Duvine—. No son como los que estás acostumbrado a comer. Vayamos a una pizzería. Para variar — estaba decidido a no ofrecerles más comida sofisticada a los Lepski, y aunque sabía que calumniaba a los suizos al decir que los bifes eran de inferior categoría, lo hizo porque no soportaba ver a Lepski otra vez comiendo un bife y refunfuñando. Ante su sorpresa a Carroll y Lepski les gustó la gran pizza que les presentaron.
—¡Esto es comida! —dijo Lepski, sonriendo—. Como en casa.
Sabiendo que Claudette ya había sembrado la semilla para que los Lepski visitaran Gstaad, mientras comían Duvine hizo entrar en escena a su madre.
—Estoy preocupado —dijo—. No estaba muy bien cuando salimos de París. Llamé cuando estábamos en Mónaco y me dijeron que estaba en cama.
—¡Uy! Lo siento —dijo Lepski, preocupado—. Yo perdí a mi vieja hace cuatro años y todavía la extraño.
Duvine se encogió de hombros.
—Quizás todo esté bien. Voy a llamar esta noche, pero si no mejoró, Claudette y yo creemos que será mejor volver.
—Claro que sí —dijo Carroll—. Qué lástima.
Duvine sonrió.
—Quizás tenga mejores noticias. De todas maneras, si tenemos que volver, eso no quiere decir que ustedes también. Tienen que ver Gstaad. Les encantará.
—¡Ustedes dos se han portado de maravillas con nosotros! —exclamó Carroll—. Si tienen que volver, ¿por qué no vamos a volver todos? Creo que París es mucho más divertido que Suiza.
De algún modo Duvine logró mantener la sonrisa en la cara.
—Dices eso porque no conoces Gstaad. ¡Eso es lindo! Liz Taylor tiene una villa allí, y creo que no viviría en un lugar que no fuera divertido. ¿Quieren vida nocturna? Allí la tienen: strip-tease con chicas hermosísimas, docenas de clubes nocturnos. ¿Bifes? Escucha esto: los genuinos bifes Kobe vienen todos los días por avión desde Japón: gruesos y jugosos, los mejores bifes del mundo. Además hay preciosas montañas, nieve, paseos en trineos tirados por caballos, ¿y los negocios? ¡En su vida han visto negocios como los de Gstaad!
Claudette, que había estado en Gstaad y le había parecido un agujero inmundo, esperaba que Dios perdonara a su esposo por mentiras tan grandes, pero se daba cuenta de que era esencial ahora deshacerse de los Lepski.
Lepski escuchaba con los ojos brillantes.
—¿Strip-tease? ¿Chicas hermosísimas? ¿Bifes jugosos?
—Piensa: ¿por qué va a vivir allí Liz Taylor si no fuera el lugar de moda?
—¡Parece estupendo!
—A mí me apenaría muchísimo pensar que ustedes dos, viniendo de tan lejos, se pierdan Gstaad —Duvine miró implorante a Claudette.
—Tienen que ir —dijo ella firme—. Es una increíble experiencia.
—Está bien, entonces iremos —dijo Lepski— pero los extrañaremos.
—Nosotros también los extrañaremos a ustedes —mintió Duvine—. Pero quizás no haya necesidad. Espero tener buenas noticias de mi madre esta noche. Añoro ver Gstaad otra vez. Ahora los llevo a Vevey a ver los famosos cisnes —le sonrió a Carroll—. Puedes sacar unas fotos estupendas. Esta noche tomaremos un vapor. Hay música y baile y podemos cenar a bordo. ¡Les va a encantar!
Así que fueron a Vevey y Carroll, intrigada por los cisnes, usó dos rollos de película mientras Lepski contenía su impaciencia. Él pensaba que cuando uno ha visto un cisne de mierda los ha visto a todos. Un montón de cisnes sucios no lo impresionaban.
Luego volvieron al hotel Montreux Palace y arreglaron encontrarse en el bar a las 20 para ir a la estación del vapor. Ninguno de los cuatro vio a un señor enjuto y anciano sentado en el vestíbulo que los miró mientras entraban en el ascensor.
En su habitación, Duvine se volvió a Claudette.
—¡No aguanto más! —dijo—. ¡Esos dos me están volviendo loco! ¡Esta noche voy a buscar el neceser! Mi amor, ahora los encontramos en el bar y yo les digo que recibí un telegrama de mi hermano sobre el estado de mi madre. Me va a llamar a las 9.30, así que deberé quedarme a esperar la llamada. Tú llevarás a los Lepski en el vapor. Volverán a eso de las 11.00. Yo estaré en el vestíbulo y diré que debemos irnos de inmediato pues mi madre ha empeorado. Haremos las valijas ahora mismo. Apenas te vayas con ellos, cambiaré el neceser y pondré el equipaje y el neceser de los Lepski en el Mercedes. Le diré a Lepski que será más rápido ir en auto a París pues hay niebla en Ginebra y que le pidan al conserje que les consiga un auto Hertz para ir a Gstaad.
Claudette reflexionó.
—¿No piensas que pueden querer venir con nosotros?
—No después de la propaganda que le hice a Gstaad. ¿Viste cómo le brillaban los ojos a Tom cuando mencioné los bifes de Kobe y las chicas hermosísimas?
Claudette ahogó una risita.
—¡Qué sorpresa cuando llegue!
—Para asegurarnos, le diré que le hice reserva en el hotel Gstaad Palace, el mejor.
—Pero, tesoro, el Palace no abre hasta diciembre.
—Pero él no lo va a averiguar hasta llegar allí. Vamos, mi amor, hagamos las valijas.
A las 20 los Duvine entraron en el bar, los dos con aspecto preocupado. Los Lepski ya estaban allí y Lepski se abrigaba con un whisky doble mientras Carroll empezaba a hacer buenas migas con un martini seco.
Al ver la expresión de los Duvine, Lepski preguntó:
—¿Problemas?
—Espero que no —Duvine se sentó, luego de apartar una silla para Claudette—. Recibí un telegrama de mi hermano. Dice que mamá está bastante mal, y me llamará por teléfono esta noche para decirme si tengo que volver o no.
—¡Qué lástima! —exclamó Carroll—. Lo siento mucho.
—Sí. Yo también —dijo Lepski. Llamó al mozo—. Probablemente no sea nada. ¿Qué van a tomar?
—Whisky para mí y un martini para Claudette, por favor —dijo Duvine—. Como tú dices, puede no ser nada. —Esperó a que le sirvieran las bebidas—. Aunque yo me tengo que quedar aquí, Tom, ustedes tres deben ir al paseo en vapor. Cuando vuelvan, tendré buenas noticias.
—¡Oh, no! —exclamó Carroll—. No podemos quedarnos y dejarte preocupado y solo. ¡Oh, no!
—Tiene razón —dijo Lepski—. Sentémonos aquí a esperar. Podemos comer en el hotel.
Por un momento Duvine se sintió superado, luego su fértil mente de estafador se puso en movimiento.
—No hay ninguna necesidad, Tom, pero agradezco la consideración. Ustedes son dos buenos amigos, pero háganme un favor. Claudette nunca hizo un paseo en vapor de noche. Tiene tantas ganas —No miró a Claudette quien sólo pudo controlar su expresión de sorpresa con gran esfuerzo—. ¿No llevarías a las chicas, Tom? A Carroll también le encantará. No tiene sentido que todos nos perdamos un paseo así. Por favor, sé amable y lleva a Claudette.
Puesto de este modo, Lepski no podía negarse.
—Sí, claro. No te preocupes.— Se van a divertir.
Habiendo experimentado una noche en un vapor suizo de noche con un acordeón y un violín que hacían sonidos que sólo los suizos aman, con gordos desagradables haciendo cabriolas y costillas de cerdo para la cena, Duvine dudaba que se divirtieran. Confiaba en que Claudette simulara disfrutarlo.
—Gracias —dijo, y miró el reloj—. El vapor sale a las 9.00, así que mejor se preparan para salir.
Lepski terminó rápido su bebida y se puso de pie.
—Muy bien, chicas —dijo—. Vamos.
El señor anciano y enjuto que leía el diario y bebía un whisky con hielo, observó al grupo salir de bar. Se puso de pie y salió a la recepción mientras Lepski llevaba a Carroll y a Claudette hacia las puertas giratorias.
Duvine también los observó, y luego fue hacia el ascensor. El señor anciano y enjuto entró al ascensor con él y avanzó por el largo corredor seguido por Duvine.
Ya en su habitación Duvine esperó unos minutos, luego con cuidado abrió la puerta y miró el corredor largo y desierto.
Lu Bradey tenía la puerta entreabierta y permaneció esperando, con una buena perspectiva de la puerta de los Lepski. No tuvo que esperar mucho. Vio a Duvine, llevando el neceser que él le había dado, moverse en silencio hasta la habitación de los Lepski, detenerse un segundo mientras manipulaba la cerradura, abrir la puerta y entrar en la habitación, cerrando la puerta a sus espaldas.
Inquieto, Bradey tocó el Smith and Wesson que tenía en el bolsillo de la chaqueta. Esperó. Pasaron unos minutos. Sabía que Duvine debía transferir las cosas de Carroll de un neceser al otro. Sabía que Duvine era experto y rápido, pero la espera lo hacía sudar.
Entonces oyó voces y vio a una pareja joven salir de un dormitorio. Obviamente estaban muy enamorados. Al verlos avanzar en dirección a su habitación, retrocedió y cerró la puerta. Luego volvió a abrirla cuando ellos se detuvieron frente a la puerta de la habitación de los Lepski para besarse. En ése momento Duvine apareció en el corredor llevando el neceser de Carroll.
La joven pareja sé separó, rieron y salieron corriendo.
Duvine se detuvo a cerrar la puerta de los Lepski y luego avanzó de prisa hacia su habitación cuando Bradey salía al corredor.
—¡Señor! —exclamó Bradey—. Perdóneme.
Duvine se detuvo y miró a este hombre anciano y enjuto. Frunció el ceño.
—¿Sí?
Bradey caminó hacia él.
—Un momento, señor.
—Perdóneme. Estoy apurado.
Pero Bradey ya había alcanzado a Duvine.
—Lo hiciste muy bien, Pierre —dijo—. Sabía que podía confiar en ti.
Duvine sintió que un torrente de sangre caliente le subía a la cabeza. Retrocedió un paso hasta su habitación, seguido de cerca por Bradey.
—¿Tú? —logró decir Duvine—. ¿Lu?
—Por supuesto —Bradey se esforzó por reír—. Cambié de idea, Pierre. Me llevo el neceser a Zurich —cerró la puerta—. No tiene sentido que tú vayas a Zurich. Ed quiere que se haga así.
Sin soltar el neceser, Duvine se sintió tan conmocionado que se sentó abruptamente.
—Hablé con Ed —continuó Bradey—. Admitió que has hecho un estupendo trabajo. Puedo pagarte treinta mil francos suizos. Tengo el dinero conmigo.
La aguda mente de Duvine empezó a funcionar. Su reacción inmediata fue a dormir a Bradey de un golpe y salir corriendo, pero no podía irse sin Claudette, quien no volvería hasta dentro de otras dos horas. No, pensó, esta situación exigía diplomacia.
—Ese disfraz es bárbaro —dijo—. Siéntate un momento. Hablemos.
Bradey dudó, luego se sentó lejos de Duvine.
—¿De qué vamos a hablar, Pierre? Quiero salir para Zurich esta noche. Ed me espera.
—Ya sé lo que hay aquí —dijo Duvine, palmeando el neceser—. El ícono de Catalina la Grande.
Bradey asintió. Deslizó la mano transpirada en el bolsillo de la chaqueta y acarició el revólver. No le proporcionaba ninguna confianza.
—El ícono vale al menos diez millones de dólares —dijo Duvine, mirando a Bradey con atención.
—Podría si se encontrara un comprador —dijo Bradey con cautela.
—Ed no habría organizado el robo de no tener ya comprador. Yo sé quién es el comprador… Herman Radnitz.
Bradey se movió inquieto. Así que Haddon tenía razón. Esta escena estaba preparada para presentar la traición. Miró el físico de Duvine. Con sudor en la frente Bradey pensó que un puñetazo de él sería fatal.
—Te estás apresurando a formar conclusiones, Pierre. De todos modos, lo que haya en el neceser no es asunto tuyo. Fuiste contratado para robar el neceser y has trabajado bien. Se te paga con generosidad. No hay nada más de que hablar. Dame el neceser y te daré treinta mil francos suizos.
Duvine negó con la cabeza. Veía que Bradey estaba asustado y flexionó sus músculos poderosos.
—Hay algo que arreglar aún, Lu. Sé realista.
—No te entiendo —Bradey logró esbozar una temblorosa sonrisa—. Tú y yo hemos trabajado bien juntos durante años. Todavía puedo darte trabajo lucrativo. ¿Qué quieres decir con realista?
—¡Vamos, Lu! —Duvine lo miró con expresión tan feroz que Bradey se encogió en su silla—. Ésta es mi propuesta: dejamos a Haddon fuera del trato, y nos repartimos la ganancia. Nos quedaremos con tres y hasta cuatro millones cada uno. ¿Qué me contestas?
—¿Qué te contesto? —dijo Bradey con voz aguda—. Te contesto que no puedo creer lo que estas diciendo, Pierre. Estoy sorprendido y asombrado. Yo no traiciono a mis amigos. Ed es mi amigo. Pensé que tú también eras amigo mío. Dame el neceser, te daré el dinero y nos olvidaremos de esta conversación. Duvine lo miró y negó con la cabeza.
—No. O aceptas mi oferta o no te doy nada y gano el total. Estoy en contacto con Radnitz. Me lo comprara. No se anda con consideraciones de amistad para hacer negocios. No lo puedes evitar, Lu. ¿Entraras en esto conmigo o perderás la oportunidad?
Haddon había previsto esta traición, pensó Bradey. Haddon siempre preveía los inconvenientes y siempre estaba preparado para ellos.
Negó con la cabeza.
—No lo has pensado, Pierre. Radnitz no tratara contigo. No tratara ni siquiera conmigo. Yo trato con su agente, y tú no sabes quién es. Ahora mejor nos dejamos de tonterías. Otra cosa: Haddon puede hacerte la vida imposible. Te doy mi palabra de que no le diré nada de esto. Dame el neceser, yo te doy el dinero y seguimos trabajando juntos como siempre.
Duvine dudó, luego pensó en lo que sería tener cinco millones de dólares. También pensó en Claudette, que tenía tanta fe en él.
—¡No! Ya tuviste tu oportunidad. Me quedo con el neceser, y no podrás evitarlo.
Bradey permaneció sentado un largo segundo, acariciando el revólver en el bolsillo. Ahora estaba desesperado. Si amenazaba a Duvine con el revólver descargado, ¿se arrojaría Duvine contra él y lo lastimaría?
Juntando coraje, dijo:
—Sí podré —y sacando el revólver le apuntó a Duvine—. Lo siento, Pierre, pero te lo has buscado.
Duvine miró el revólver, sintiendo la sangre fría que le corría por la columna vertebral. Él, como Bradey, aborrecía la violencia. Nunca antes le habían apuntado con un revólver, y ver la amenaza negra en la mano de Bradey lo convirtió en una pálida y temblorosa parodia de su personalidad.
—No… no te animarás a disparar —balbuceó.
Bradey, asombrado de encontrar a un hombre más cobarde que él mismo, se envalentonó. Inclinándose hacia adelante y agitando el revólver frente a la cara de Duvine, bisbiseó:
—¡No te mataré, pero te dejaré lisiado! ¡Si no me das ese neceser ya mismo te vuelo la rótula!
Duvine se estremeció. Con una mano temblorosa dejó el neceser en el piso y lo empujó hacia Bradey con el pie.
—No sigas apuntándome con ese revólver —gimió—. Puede… puede dispararse.
Bradey agarró el neceser, se puso de pie y caminó de espaldas hacia la puerta.
—Eres un tonto, Pierre. No tendrás más trabajo de nuestra parte, y no te olvides de que Ed nunca olvida una traición.
Abrió la puerta, salió al corredor y se fue rápido a su habitación.
Diez minutos más tarde iba a toda velocidad rumbo a Zurich, con el neceser de Carroll en el asiento del acompañante a su lado.
La Suisse, muy iluminada, avanzaba hacia el muelle de Montreux. De ella salía la queja de un violín y un acordeón.
Pierre Duvine la vio acercarse. Hacía una hora que esperaba y ya se había recuperado hasta cierto punto del terrible golpe que Bradey le había asestado. Todavía se sentía terriblemente deprimido. No sólo se habían quedado sin millones, sino que tampoco recibió el otro dinero. Estaba afiebrado de ansiedad. Se dio cuenta de que no tenía más futuro en las estafas con obras de arte. Sabía que Haddon haría correr la voz y nadie se le acercaría. Su negocio de Deauville, sin más objetos robados, tendría que cerrar. La luz roja se había encendido cuando perdió en la mesa de ruleta. ¡Se le había terminado la suerte! Había apostado a ganar por lo menos tres millones de dólares y había perdido. Le alcanzaban los francos suizos para la nafta para el viaje de regreso a París y, una vez allí, sabía que lo esperaban el alquiler y otras cuentas. Muy bien, pensó, vuelta a la profesión de carterista. La temporada en París estaba a punto de empezar. La ciudad estaría llena de turistas ricos, alardeando con sus billeteras llenas. No le gustaba el peligro, pero tenía que enfrentarse al hecho de que era la única manera de evitar la miseria. Pensó en Claudette. Era su único consuelo. Ella aceptaría, sin quejarse, lo inevitable. Ella comprendería que no pudo hacer nada al verse frente a un revólver. Sintió que lo recorría un manantial de amor hacia ella. ¡Qué bendición tener a Claudette!
La Suisse se arrimó al muelle y la gente empezó a bajar por la rampa. Duvine vio a Claudette y a los Lepski y saludó con la mano.
Lepski se alegró de salir del vapor. El paseo nocturno había sido para él el fiasco más grande de su vida. Los sonidos del violín y el acordeón le habían puesto los nervios de punta. Las parejas gordas y entradas en años que bailaban tan contentas le arrancaron el mismo ruido que haría una batería descargada tratando de poner en marcha un motor. La cena de costillas de cerdo le había hecho doler las mandíbulas. Carroll, viendo cuánto parecía disfrutar Claudette de todo esto, controló a Lepski lo mejor que pudo, pero se alegró muchísimo de bajar del vapor.
Claudette, con una sonrisa plantada en la cara, no había dejado de preguntarse cómo le habría ido a Pierre. Se sentía agotada después de simular alegría durante tanto rato, de intentar hacer felices a los Lepski y de rogar que nunca más le sucediera otra experiencia como ésa.
Una mirada a la cara pálida y contorsionada de Duvine le bastó para ver que había pasado un desastre.
—¿Pierre? —corrió hacia él.
—¡Debemos irnos en seguida! —dijo Duvine—. Se está muriendo —se volvió a los Lepski—. Lo siento. Sé que comprenderán. Debemos ir en el auto hasta París. El aeropuerto de Ginebra está cerrado por la niebla. No podemos perder ni un minuto —le tomó la mano a Lepski y se la estrechó—. Querido amigo, por favor no nos retengas y por favor perdónanos. Debíamos haber salido hace una hora. Les reservé una habitación en el Palace de Gstaad. El conserje les conseguirá un auto y les explicará cómo llegar —Se volvió hacia Carroll—. Escribiremos apenas lleguemos a París. Siento muchísimo esto. Ha sido un inmenso placer conocerlos.
Mientras Lepski y Carroll trataban de transmitir sus sentimientos, Duvine le hizo una seña a Claudette de que subiera al auto. Ella les hizo un sombrío saludo con la mano mientras Duvine se sentaba detrás del volante.
Aturdidos por lo súbito de todo esto, los Lepski sólo atinaron a hacer adiós con la mano mientras el auto partía. Tomando el camino de la autopista Duvine le explicó a Claudette lo sucedido.
—¡No sé que haremos! —dijo desesperado—. Casi no nos queda dinero. ¡Pensar que ese demonio de Bradey tenía un revólver!
Claudette le palmeó la mano.
—Nada importa, tesoro, mientras nos tengamos el uno al otro —dijo.
Eran las palabras más reconfortantes que Duvine había oído en toda su vida.
Lepski se quedó mirando las luces del auto que se alejaba y luego se volvió hacia Carroll.
—¡Bueno! Qué rápido fue todo, ¿no?
—El pobre está perdiendo a su madre, Tom —dijo Carroll algo llorosa—. ¿Qué esperabas?
—Sí, supongo que tienes razón. Los extrañaremos —Lepski cruzó la calle hacia la entrada del hotel—. ¡Qué noche! ¡Esa música! ¡Esa comida! Pensé que me volvería loco.
—¡Siempre estás rezongando! —dijo Carroll—. Así es la vida suiza. Tendrías que estar agradecido de poder ver cómo se divierten otras personas.
Lepski hizo el mismo ruido que haría un tractor que no quiere arrancar. Una pareja de ancianos que pasaba lo miró.
—¡Lepski! —exclamó Carroll—. ¡Estás haciendo un papelón!
Lepski le dirigió una mirada salvaje a la pareja de ancianos y entró como una tromba en el hotel.
—Será mejor que consigas un auto para mañana —dijo Carroll.
Lepski refunfuñó y se dirigió a Conserjería.
—Quiero alquilar un auto para mañana temprano —dijo—. Mis amigos han tenido una emergencia y partieron en el auto que compartíamos. Qué lástima lo del cierre del aeropuerto.
El recepcionista levantó las cejas.
—El aeropuerto de Ginebra está abierto, señor. No hay niebla.
La mente de policía de Lepski recibió un toque de atención.
—¿Seguro?
—Por cierto, señor. ¿Qué tipo de auto querría alquilar?
—Espere un momento —dijo Lepski—. Tenemos intenciones de viajar a Gstaad. Tenemos reservas en el hotel Palace.
—El Hotel Palace no abrió aún, señor. La temporada empieza recién el primero de diciembre en Gstaad.
Lepski se aflojó la corbata: señal de que estaba entrando en calor.
—Dígame, compañero —dijo—. Tengo entendido que Gstaad es famoso por sus bifes Kobe. ¿Es así?
—Bueno, no, señor. ¿Usted se refiere a los bifes japoneses tan famosos en Hong Kong? No se los importa a Suiza.
Lepski le dio un tirón a la corbata.
—Tengo entendido que hay espectáculos de strip-tease con chicas hermosísimas.
—Quizás en la temporada. Cerca de Navidad señor.
Carroll se unió a Lepski.
—Creo que no iremos a Gstaad —dijo Lepski entre dientes.
—¿Cómo que no? —preguntó Carroll impaciente.
—¡Cállate! —bramó Lepski—. ¡Huelo algo raro! —Fue hasta recepción—. Salimos mañana —dijo—. Prepáreme la cuenta, por favor.
—¿Mr. Lepski? ¿Habitación 245?
—Sí.
El empleado le presentó una factura detallada.
—Señor —dijo con una sonrisa—, eso incluye por supuesto la cuenta de Mr. y Mrs. Duvine. Mr. Duvine estaba apurado. Me dijo que su madre se estaba muriendo. Dijo que usted se encargaría de la cuenta —Miró interrogativo el rostro endurecido de Lepski.
—Sí —dijo Lepski—. Voy a revisarlo —luego, tomando la factura, volvió hacia donde estaba Carroll—. Quiero tomar algo.
—¿No puedes pensar en otra cosa que…?
—¡Cállate! —rugió Lepski y Carroll, viendo la señal de peligro; lo siguió al bar que estaba casi vacío. Lepski se sentó y empezó a estudiar la factura. Miró la cifra total y exhaló un silbido largo y bajo.
El mozo se acercó.
—Un whisky triple con hielo —dijo Lepski—. ¿Quieres algo? —le preguntó a Carroll.
—¡No! ¡Bebes demasiado! ¿Qué pasa? ¿Por qué tienes esa cara como de recién salido de ver una película de horror?
Lepski no dijo nada. Esperó la bebida, se bebió la mitad cuando ésta llegó y entonces miró a Carroll.
—Esa borracha de Bessinger tenía razón. Nos advirtió sobre gente peligrosa. Yo dije siempre que este Duvine era un estafador, pero no quisiste escucharme.
—¡No empieces otra vez con eso! ¿De qué estás hablando?
—Hemos sido engañados —dijo Lepski—. Jugaría mi último dólar a que ese hijo de puta nunca tuvo madre.
—¡Lepski! ¿Qué estás diciendo?
—¡Es el truco más viejo del mundo! ¡Y caímos! Nos endilgaron sus gastos de hotel, bebidas, comida y dos cositas que compró en el hotel para la encantadora yegua de su esposa —dijo Lepski—. Y lo que es más… — Explicó entonces que la temporada no había comenzado en Gstaad: ni hotel, ni bifes Kobe, ni chicas preciosas, ni nada.
—¡No puedo creerlo! —exclamó Carroll, luego, viendo la expresión en la cara de Lepski dirigiéndole miradas asesinas a la factura del hotel, se dio cuenta de que lo que decía tenía que ser verdad, y se puso furiosa.
—¡Hay que ir a la policía! —bisbiseó—. ¡A nosotros no nos van a engañar así no más!
—No vamos a hacer nada de eso —dijo Lepski firme y serenamente—. Si se llega a saber que un funcionario policial norteamericano ha sido burlado por un desgraciado estafador, nunca podré olvidarlo. Los muchachos se desternillarían de risa. Te lo advertí, pero no quisiste escucharme. Es tu dinero —Le tiró la factura en la falda—. Que te sirva de experiencia, y de ahora en adelante, ¡no te fíes de nadie!
Carroll miró la cifra que debía pagar y dejó escapar un gritito que atrajo la mirada desaprobadora del barman.
—¡Ay, Tom!
—Mi viejo decía que la experiencia se paga —dijo Lepski—. En el futuro, escúchame cuando te digo algo.
Carroll asintió.
—Ahora te preguntaré otra cosa —continuó Lepski—. ¿Has disfrutado de verdad del viaje?
Carroll vaciló.
—Bueno, ha sido algo decepcionante, pero con esto se convierte en un verdadero desastre, ¿no?
—Sí. Mañana nos vamos a casa. Ya tuve bastante de Europa. Habríamos estado muy inteligentes si hubiéramos puesto todo este dinero desperdiciado en el Banco. ¿Queda algo?
Carroll hizo una mueca.
—Menos de cinco mil.
Lepski la palmeó.
—Con eso nos alcanzará para pagar las deudas —terminó la bebida y luego se puso tieso—. ¡Cristo! ¡Me olvidé de los vecinos! Escúchame, debes decirles, yo le diré lo mismo a los muchachos, que nos ha ido estupendo. Ni una palabra de la comida. ¿Recuerdas esas comidas asquerosas que tuvimos que tragarnos? Muy bien, las puedes poner verdes de envidia a tus amigas con eso. Cuéntales del pato aquel. Muéstrales las fotos que le sacaste a los cisnes, las montañas, la torre Eiffel. Nadie, repito, nadie debe tener la menor idea de que no nos divertimos. ¿Entendiste?
Carroll se alegró. Se imaginaba cómo haría para fascinar a sus amigas y hacerles abrir los ojos completos. Quizás por el mero hecho de ser el centro de atracción por los próximos meses, valía la pena haber viajado.
Se puso de pie, se colgó del brazo de Lepski y lo miró con su sonrisa más sensual.
—Vamos a la cama, Tom.
Conociendo esa sonrisa, Lepski no perdió un segundo en meterla en el ascensor.
Lu Bradey estacionó el auto en la entrada del hotel Eden, en Zurich, tomó el neceser azul y su maletín y entró en el hotel.
Era la 1.15.
Lo recibió el conserje del turno de la noche.
—Pasaré la noche, nada más —dijo Bradey—. Tengo entendido que aquí se está alojando un tal Claude Kendrick.
—Sí, señor. Lo espera en el bar.
—Suba la valija a mi cuarto, por favor. No, yo me quedo con esto. Es un obsequio para la hija de Mr. Kendrick.
Bradey fue al bar llevando el neceser. Se sintió un triunfador. A pesar de los Duvine, y gracias a Ed Haddon, había cumplido su tarea. Dentro de dos días sería millonario.
Encontró a Kendrick sentado en un bar vacío, con una botella de champagne en un balde de hielo a su lado sobre la mesa. Kendrick levantó la cabeza nervioso, pero al ver a este hombre entrado en años y enjuto, hizo una mueca, aunque entonces vio el neceser azul y se puso de pie de un salto.
—¡Lu, muchacho! ¡Qué disfraz! ¿Eres Lu?
Bradey se rió contento.
—Sí, soy yo —agitó el neceser—. ¡Éxito!
—¡Mi querido, mi querido! —exclamó Kendrick—. ¡Sabía que lo lograrías! ¡Qué maravilla!
—Cuando se me dice que haga un trabajo, lo hago —Bradey dejó el neceser sobre la mesa, sirvió champagne en la copa de Kendrick y bebió—. Pero hubo algunos inconvenientes.
—¿Muy malo?
—No importa. Los solucioné. Duvine intentó traicionarnos.
—¡Qué espanto!
—Ya ajusté cuentas con él. Esta es la última vez que trabaja para nosotros. Subamos, Claude, y abramos el neceser. ¿Cuándo recibirás el dinero?
—Mañana. Tengo una cita con Radnitz. Le dije que estabas por llegar. Me dijo que tendría el dinero.
—¡Maravilloso! Vamos a tu habitación.
Mientras los dos hombres se dirigían hacia el ascensor, Kendrick dijo:
—Traje las herramientas necesarias para abrir el neceser. Debemos tener mucho cuidado de no dañar el ícono.
—Déjame hacerlo a mí —dijo Bradey—. Yo sé de estas cosas.
Ya en la habitación de Kendrick, con la puerta cerrada con llave, Kendrick le dio a Bradey las herramientas y se sentó a mirar.
Mientras trabajaba Bradey le contó a Kendrick someramente cómo le había ganado a Duvine. Kendrick emitía ruiditos de asombro al escuchar.
—¿Quién iba a creerlo? —dijo cuando Bradey le sacó los costados al neceser—. Ten cuidado, chéri. Sería espantoso que rasparas un objeto tan precioso.
—Aquí está —dijo Bradey y con delicadeza sacó del fondo falso del neceser un pedazo de madera—. Unos cuantos millones.
Entonces los dos hombres quedaron duros mirando el pedazo de madera de pino. Kendrick, con el corazón hecho un nudo, arrancó el pedazo de madera de las manos de Bradey.
—¡Éste no es el ícono! ¡No es más que un pedazo de madera! —dijo ronco.
La impresión fue demasiado fuerte para Bradey.
Le arrancó el pedazo de madera a Kendrick de las manos, lo miró y lo tiró al piso.
¡Duvine lo había vencido! De alguna manera había logrado cambiar el neceser, pero, ¿cómo? Desde que ese hijo de puta robó el neceser de los Lepski, Bradey no lo perdió de vista.
De pronto Kendrick se puso de pie.
—¡Traidor! —gritó—. Dame el ícono. Te…
—¡Cállate! —gritó Bradey—. ¡Es Duvine! Probablemente esté con Radnitz ahora, ofreciéndoselo a mitad de precio.
Kendrick cerró los ojos. Sabía que Radnitz no dudaría en tratar con Duvine. Pensó en el dinero que había gastado, organizando el robo. Pensó en Louis de Marney, que esperaba su parte. Sabía que no podía hacer nada, excepto regresar a su Galería.
Hizo un gesto hacia la puerta.
—Vete. No quiero verte esa horrible cara tuya nunca más —dijo y luego, sacando el pañuelo, rompió en sollozos.
La noche anterior Sergas Holtz entró en el estudio de Herman Radnitz y depositó el neceser azul sobre el escritorio.
—Sus instrucciones, señor, han sido llevadas a cabo —dijo.
Radnitz sonrió.
—¡Excelente! Cuénteme.
Holtz parecía aburrido.
—No hubo problemas, señor. Los Lepski se fueron a almorzar con sus amigos. Bradey también se fue al restaurante a almorzar. Yo aproveché la oportunidad y cambié el neceser.
—Hágalo abrir, quiero ver el ícono —dijo Radnitz.
Sergas tomó el neceser y salió del estudio. Se lo entregó a Mythen.
—Hay un objeto escondido en el doble fondo —dijo—. Mr. Radnitz quiere verlo —y se fue.
Media hora más tarde, Mythen entró en el estudio de Radnitz y, con reverente cuidado, depositó el ícono de Catalina la Grande sobre el escritorio frente a Radnitz.
—Un magnífico tesoro, señor, si me permite —dijo.
Radnitz tomó el ícono: tenía la cara iluminada de placer.
—Tienes razón, Mythen —dijo—. Uno de los tesoros más grandes del mundo. A ver si puedes comunicarte con Vasili Vrenschov. Dile que venga apenas pueda.
Fue sólo al día siguiente, cuando Pierre y Claudette Duvine planeaban cómo deshacerse de los Lepski y Bradey se estaba disfrazando como John Willis, cuando el Volskwagen de Vrenschov se detuvo frente a la villa de Radnitz. Subió los escalones de mármol con el pesado paso de un anciano.
Mythen abrió la puerta del frente, miró con interés a Vrenschov y dijo:
—No se le ve bien, Mr. Vrenschov. ¿Se siente mal?
—No. No me quedaré a almorzar —dijo Vrenschov y su cara regordeta era la imagen misma de la melancolía.
—¿No se queda a almorzar? Es una grandísima pena. El chef cocinó un pastel de faisán especialmente para usted. ¿Está seguro?
Vrenschov gimió.
—No me quedaré a almorzar.
—Es lamentable, señor. Sígame, por favor.
Radnitz había visto llegar al viejo Volks. Puso el ícono sobre el escritorio. Se reclinó en la silla, entrelazando las manos con tranquilidad. No podía perder de ninguna manera, pensó. Si el gobierno soviético no le daba el contrato de la represa, al menos obtendría ocho millones de dólares por la devolución del ícono, pero el contrato de la represa era, por supuesto, mucho más importante.
Cuando Vrenschov entró pesadamente en el estudio, Radnitz supo de inmediato que el contrato de la represa no sería suyo. Bueno, al menos, tenía el ícono. No era un as, pero era un rey.
—Adelante, Vasili —dijo con voz áspera—. ¿Qué novedades hay?
—Por desgracia, Mr. Radnitz, mi gente ha decidido posponer por varios años la construcción de la represa. Aceptan su presupuesto, pero debido a la crisis económica, y a la escasez de grano, opinan que no se debe gastar dinero en la represa.
—Pero, ¿y después de la crisis? —preguntó Radnitz, mientras su sonrisa de sapo se endurecía.
—Nos queda la esperanza.
—¿Han aceptado el presupuesto al menos?
Vrenschov asintió.
Radnitz señaló el ícono.
—Vasili, conseguí esta preciosa obra de arte. ¿Qué dicen sus superiores? ¿Están dispuestos a pagarme ocho millones de dólares por la devolución de este magnífico tesoro?
—Me temo que no, Mr. Radnitz.
Radnitz permaneció inmóvil. Miró a Vrenschov.
—¿Qué dice? ¡El ícono es una de las posesiones más antiguas de Rusia! ¡Vale veinte millones de dólares, o más! Ha causado la vergüenza del Presidente de los Estados Unidos. ¿Cuánto me darán por él?
Vrenschov estrujaba el sombrero grasiento entre sus gordas manos.
—Me temo que nada, Mr. Radnitz.
Radnitz saltó.
—¿Nada?
—Hablé con el Ministro de Arte —dijo Vrenschov—. Es un gran admirador suyo, Mr. Radnitz. Me ha pedido que le confíe un secreto de Estado en vista del hecho de que usted es tan buen amigo de nuestro país. Hace treinta años, cuando nos gobernaba el Premier Stalin, el ícono de Catalina la Grande fue robado. Nadie sabe quién lo robó. El Ministro de Arte de aquel momento sabía que lo enfrentarían a un pelotón de fusilamiento si se sabía la noticia. Hizo construir una muy buena réplica, y es esta réplica la que ha sido exhibida en el Hermitage hasta que la robaron en Washington —Señaló con un dedo tembloroso el ícono que estaba sobre el escritorio de Radnitz—. Ésa, señor, es la réplica. El Ministro de Arte me dijo que le solicitara a usted lo acepte como recuerdo de su permanente interés en la Unión Soviética.
Se volvió y prácticamente salió corriendo de la habitación dejando a Radnitz mirando el ícono con desolación.