Capítulo 5

Era una pena que el vuelo Miami—París saliera á las 18. Eso significaba qué Lepski tenía toda la mañana y la tarde para impacientarse—. Apenas pasadas las 8 comenzó a dar vueltas por la casa mientras Carroll leía él diario en la cama.

Después de hacer café y dándose cuenta de que era aburrido impacientarse solo, Lepski entró en el dormitorio.

—Mi amor, ¿tienes los pasajes?

Carroll suspiró.

—Tengo todo por todos los santos, ¡ve a dar un paseo! Me voy a bañar, y luego voy a la peluquería. No volveré hasta las 3,00

—¿Qué hay para almorzar? —preguntó Lepski ansioso.

—Vas a comprarte una hamburguesa o algo por el estilo. La cocina, esta cerrada por vacaciones.

Lepski se quejo.

—¿Hiciste las valijas? —preguntó

—¡Lepski! ¡Fuera! —Luego, mientras Lepski, se iba reacio ella preguntó

—¿Tú hiciste la tuya?

Lepski la miró con la boca abierta.

—Creí que la ibas a hacer tú.

—Yo hice mi valija. ¡No voy a hacer la tuya! Toma el diario que me voy a vestir. Cuando me haya ido puedes hacer la valija. Lee sobre el ícono ése que robaron. Hay una recompensa de doscientos mil dólares por su recuperación.

—¿Icono? ¿Qué diablos es un ícono?

—¡Vete a leer!

Hablando solo, Lepski fue al living, se sentó y leyó el artículo de dos páginas sobre el robo del ícono. Estaba impresionado. Todos los policías del país estaban en estado de alerta. Se había llamado al Ejército y a la Armada. El Presidente estaba lívido de rabia y ya empezaban a rodar cabezas. Lo que más lo impresionaba era la gran recompensa que ofrecían a quien diera información que llevara a la recuperación del ícono.

Lepski empezó a pensar como policía. Esta obra de arte no podía salir al mercado. Sería comprada en secreto por algún coleccionista. Su mente atenta pensó en seguida en Claude Kendrick. Lepski estaba seguro de que Kendrick negociaba con obras de arte robadas, pero no tenía pruebas. Este ícono era justo la mercadería para Kendrick.

Poniéndose de pie de un salto tomó el teléfono y discó al departamento de policía. Pidió groseramente que lo comunicaran con Beigler.

El policía que atendía el teléfono le reconoció la voz.

—Joe está ocupado —dijo—. Estamos hasta la nariz con este asunto del ícono robado. ¿Qué necesita?

—Si no me comunica con Joe en este instante le corto el hígado en pedacitos —rugió Lepski.

—Está bien, está bien —Hubo una larga pausa y Beigler apareció en la línea.

—Caramba, Tom, estás de vacaciones —dijo—. ¿Qué pasa?

—¡El ícono! ¿Están los policías incluidos en la recompensa?

—¿Yo qué sé? El Presi dijo cualquier persona. Pero puede ser que los policías no sean personas. ¿Qué te pasa?

—¡Kendrick, el gordo maricón! ¡Si alguien tiene el ícono, es Kendrick!

—Sí, sí. Escucha, Tom, disfruta de tus vacaciones. El Jefe pensó en Kendrick apenas apareció la noticia. En este momento tres de nuestros hombres, más el FBI, más la CIA más una orden de registro van para la galería de Kendrick. Tranquilízate y disfruta de tus vacaciones —dijo Beigler y cortó.

Lepski lanzó un resoplido que habría inmoviliza do a un toro enardecido.

Entró Carroll, vestida.

—¿Qué era ese ruido tan desagradable?

—Nada… nada.

—Vea empacar. Te veo alrededor de las 3.00. Hasta luego —y Carroll salió.

Lepski pasó una mañana horrible, amontonando su ropa nueva en la valija nueva, caminando por la casa, mirando el reloj todo el tiempo hasta que, llevado por el hambre, fue hasta un bar frecuentado por los policías, donde comió una hamburguesa y tomó una cerveza. .

Mientras pensaba si tomarse otra cerveza o no, llegó Max Jacoby y se trepó al taburete a su lado. Pidió una hamburguesa con queso.

—Este ícono de porquería es más mortal que la bomba atómica —dijo Jacoby—. Se ha clausurado toda la costa. Hay un revuelo de la gran siete. La Marina patrulla. El Ejército no deja salir a ningún crucero ni yate. Los dueños nos saturan las líneas con las denuncias.

—¿Y Kendrick?

—No tiene nada que ver. Le dimos vuelta la galería.

Lepski se encogió de hombros.

—Está bien. Puede estar en cualquier lado.

—Puedes decirlo las veces que quieras, pero con el Presidente en el estado en que está, la presión es de locos —suspiró Jacoby—. ¡Qué suerte tienes de estar de vacaciones!

—¿Y la recompensa? Supón que encuentras el ícono, ¿te la darán?

Jacoby rió.

—Yo no lo voy a encontrar, Tom, pero en ese caso, los policías no reciben recompensas. Eso me lo dijiste tú una vez, ¿no?

—Sí, pero igual…

Jacoby terminó su hamburguesa, lo palmeó en el brazo a Lepski y se bajó del taburete.

—Vuelvo a la noria. Que tengas lindas vacaciones.

Lepski volvió a su casa. No dejaba de pensar en los doscientos mil dólares. Algún insecto hablaría, se hallaría el ícono y el insecto cobraría la recompensa.

El cenicero estaba por desbordar de colillas de cigarrillos cuando Carroll llegó a casa. Casi no la reconoció, estaba espléndida.

—¡Fuiiiii! —Su silbido se oyó hasta la esquina—. ¡Chiquita! ¡Estás preciosa! —y se puso de pie.

Viéndole la cara, Carroll dio un paso atrás.

—¡No te me acerques! ¿Hiciste la valija?

Lepski suspiró.

—Sí.

—¿Qué haces entonces vestido con ese traje espantoso? —preguntó Carroll—. No vas a viajar con ese mamarracho, ¿y que estás haciendo con el sombrero puesto adentro de la casa?

—Escúchame, ya guardé toda la ropa nueva.

—¡Pues la sacas! Vas a viajar con los pantalones azules, la chaqueta sport y la corbata borra de vino.

A eso de las 17 Carroll también estaba impaciente. No dejaba de mirarse en el espejo del vestíbulo, o de mirar el reloj mientras Lepski, vestido ahora con sus nuevas galas, caminaba por el living tarareando:

—Ya falta poco —dijo Carroll—. Espero que el taxi no se retrase.

—Los taxis nunca se retrasan —Luego Lepski le asestó un golpe bajo—. ¿Qué taxi?

—¡No me digas que no llamaste un taxi!—gritó Carroll.

Lepski corrió al teléfono. Joe Dukas, que dirigía el servicio local de taxis y era amigo de Lepski, le dijo que no habría problemas. Un taxi llegaría con tiempo para dejarlos en el aeropuerto a las 18. Sonriendo presumido, Lepski colgó.

—Ay, mi amor, a veces te pones muy nerviosa —le dijo—. El taxi está en camino.

—No entiendo cómo puedes ser tan buen policía —dijo Carroll suspirando—. Eres un perfecto idiota en las cosas más sencillas de la vida —Luego le sonrió—. Pero te amo, Tom.

Lepski pareció un galgo oliendo la presa.

—El taxi demorará media hora, así que tenemos tiempo.

—¡Lepski! ¡Debería darte vergüenza!

A las 17.15 llegó el taxi y un negro grandote y sonriente se acercó por el sendero.

—¡Nos vamos!—gritó Carroll emocionada—. Dale el equipaje, Tom.

Lepski le dio las dos valijas azules, que el negro llevó. Lepski era consciente de que todos los vecinos habían salido al jardín. Un niño agitaba una bandera japonesa. Lepski siempre se refería a él como "Peligro" Denis, pero ahora el chico parecía rebosante de buena voluntad y alegría.

Llevando el neceser, Carroll salió al sendero, sintiéndose como una actriz de cine con su esplendoroso atavío. Luego se detuvo.

—¡Tom! ¿Cortaste la electricidad y el agua?

Lepski cerró los ojos y lanzó un suave quejido.

—¡Iba a hacerlo!

Volvió corriendo a la casa, observado por los vecinos.

Carroll esperaba, con la sonrisa impasible, consciente del murmullo de voces que se pasaban la noticia por encima de los cercos de los jardines que Lepski se había olvidado de cortar la electricidad y el agua. Los sabelotodo movían la cabeza censurándolo.

De pronto violentos insultos se oyeron desde la casa. Carroll, horrorizada por el lenguaje corrió y encontró a Lepski agarrándose una mano que sangraba.

—¡La canilla de mierda no cerraba! ¡Maldita sea! —rugía—. ¡Me lastimé!

—¡La canilla ya está cerrada! —gritó Carroll.

—Sí, pero yo estoy sangrando.

Carroll corrió al baño, encontró una bandita plástica y se la puso a Lepski en la lastimadura.

—¡Vamos a perder el avión!

Dando un portazo y cerrando con llave luego corrieron por el sendero y subieron al taxi.

Los vecinos aplaudieron y lo saludaron.

—¡Arranque! —bramó Lepski—. ¡Perdemos el avión!

El taxista negro se volvió en su asiento y le sonrió amistoso.

—Tranquilo, jefe. Hay un retraso de tres horas en el aeropuerto. Tiene tiempo de sobra.

El nenito con la bandera japonesa vino corriendo y, poniendo la lengua entre los labios, les espetó el ruido más sonoro que oyeran jamás en sus vidas.

Ed Haddon estaba sentado en uno de los compartimientos de vidrio de control de tránsito aéreo y miraba el vestíbulo que estaba atiborrado de pasajeros airados.

El control de tránsito aéreo sabía que Haddon era amigo íntimo de su padre, que cumplía una condena de cinco años por robo. También sabía que Haddon estaba usando su influencia para que le conmutaran la pena. Entonces cuando Haddon le dijo que quería despedir a unos amigos que salían para París sin tener que mezclarse con la multitud, le prestó muy contento la oficina. Estaba demasiado ocupado en la torre de control para preguntarse quién podía ser el amigo de Haddon.

Haddon fumaba un cigarro y observaba la larga fila de pasajeros que pasaban lentamente por la barrera de la aduana. Notó que había dos agentes del FBI y dos detectives de civil con los vistas de aduana.

Se abría y revisaba cada pieza de equipaje. La demora era interminable. Estos pasajeros eran del vuelo a Nueva York. Los del vuelo Miami—París esperaban afuera.

Carroll y Lepski bajaron del taxi. Al pagar Lepski oyó una voz que le decía:

—Hola, Tom.

Al volverse vio a Harry Jackson, un policía uniformado, que le sonreía.

—Oí que te ibas a Europa —dijo—. ¡Qué lindo! Hay una demora bárbara. Es por el asunto del ícono.

Lepski miró la larga fila que esperaba para entrar en el hall de embarque.

—Ponte en la fila, Tom —dijo Jackson—. Creo que hay una demora de tres horas.

—¡No para mí!—dijo Lepski con firmeza—. ¡Estas son mis vacaciones! Y no voy a hacer ninguna fila. Llévame hasta el mostrador de embarque, Harry. ¡Vamos!

—¡Lepski! —dijo Carroll—. ¡No puedes hacer eso! Esta pobre gente hace horas que espera.

—¡Que se jodan! —dijo Lepski, y, agarrando las dos valijas, siguió a Jackson por una puerta lateral. Roja de vergüenza al ver la cara de los pasajeros que esperaban, Carroll los siguió. La chica en uno de los mostradores le dedicó una sonrisa sexy a Lepski.

—¡Hola, Tom! Tengo tus reservas, pero hay una demora. Ve al salón VIP. Le diré a Nancy que les lleve algo para beber. ¿Qué quieres tomar?

Lepski, que era un personaje conocido y querido en el aeropuerto, le dirigió su gran sonrisa.

—Un litro de Cutty Sark y una botellita de champagne, preciosa —dijo. Despachó las dos valijas—. Te voy a traer perfume de París.

La chica rió pero al ver a Carroll mirándola como sacándole los ojos, se le borró la sonrisa.

—Que tengan unas buenas vacaciones —dijo.

Mientras Lepski llevaba a Carroll a la sala de pre embarque, ella preguntó:

—¿Quién era ésa?

—Tengo amigos —dijo Lepski presumido—. Los buenos policías siempre tienen amigos.

Se acercó al agente del FBI de Miami.

—¡Hola, Tom! ¿Sales en este vuelo?

Los dos hombres se dieron la mano.

—En el siguiente, a París —dijo Lepski.

—Hay una demora, pero puedes pasar por aduana ahora. Este vuelo ya pasó.

Lepski reconoció a Hermey Jacobs en el mostrador de la aduana. Él y Hermey se encontraban de vez en cuando y tiraban juntos en el Sharp-shooter's Club.

—¡Hola, Hermey! —gritó—. ¡Salgo para París!

A Jacobs se le iluminó la cara. Era una suerte encontrarse con un amigo después de todos los insoportables que no paraban de quejarse porque uno les abría las valijas.

Súbitamente orgullosa de su esposo, Carroll siguió a Lepski hasta el mostrador. Apoyo el neceser en el mostrador y le dedicó una gran sonrisa a Jacobs.

—¡Hola, Hermes! ¿Cómo está Mabs?

Carroll y Mab Jacobs jugaban tennis juntas.

—¡Hermosa! —dijo Jacobs—. Y tú estás para comerte, Carroll —Miró el neceser—. ¡Caramba! ¡Caramba! ¡Lindo, eh!

Aunque Haddon tenía nervios de acero ahora estaba inclinado hacia adelante en su silla, mirando la escena y se le había apagado el cigarro.

—¡Eh! —Lepski le tiró de la manga del saco a Jacobs, acercándolo a él. Susurró—: Mi mujer tiene trescientos gramos de heroína escondida en la bombacha. ¿Quieres mirar?

Jacobs largo la carcajada, le dio un puñetazo a Lepski en el pecho y los hizo pasar:

—Cuídalo, Carroll —dijo—. Las francesas se van a enamorar de él con ese conjunto.

—Vamos a aclarar una cosa —dijo Carroll mientras se dirigían al salón VIP—. Nada de francesas, ¿eh?

Lepski pensaba una respuesta cuando los vio Ned Jason, Jefe de Aduanas.

—¡Pero! ¡Tom! Hace semanas que no te veo —Se dieron la mano y luego, volviéndose a Carroll—: Estás preciosa. ¿Se van a París?

—Ajá. Nuestras primeras vacaciones en el extranjero. Esto es un lío bárbaro, Ned. Cuánta demora.

—Es por lo del ícono. La demora es en todos lados. Vinieron los de Interpol. Tendrán otra demora en París.

Jason le debía un favor a Lepski. Hacia un año el hijo de Jason se había mezclado con una prostituta que trató de chantajearlo. Lepski había arreglado el lío.

—¿Puedes solucionarnos algo, Ned? —preguntó Lepski—. Tienes mucha influencia.

Los dos hombres se miraron, luego Jason asintió.

—Como no, déjalo en mis manos. Enviaré un télex al Charles de Gaulle para que te den tratamiento VIP. Serás el primero en la fila y si muestras la credencial, pasarán en seguida. ¿Te parece bien?

—Muy bien, gracias.

Se dieron la mano y Jason se fue apurado.

—¿Ves? —se jactó Lepski—. Seré un idiota en las cosas pequeñas, pero soy brillante en mi trabajo.

—Eres maravilloso —dijo Carroll, impresionada—. Tom, nunca permitiré que nadie diga jamás que eres un idiota en las cosas pequeñas.

—No lo digas tú tampoco —dijo él sonriendo—. Ven, vamos a emborracharnos. —Levantó el neceser, lo dejó y la miró—. ¡Por Dios! ¿Qué llevas en eso, plomo?

—¡Si eres demasiado debilucho para llevarlo, déjamelo a mí!

Carroll adoraba el neceser, pero no podía dejar de admitir que era demasiado pesado.

Mirando desde la galería, Haddon se tranquilizó un poco. El neceser que valía seis millones de dólares había pasado la primera barrera. Ahora el avión de Lepski no llegaría a París hasta las 11 de la mañana siguiente. Tomó el teléfono y llamó a Lu Bradey al hotel Sherman, en Nueva York.

La conversación fue breve.

—Llegarán a París mañana a las 11:00 —dijo—. Hasta ahora no hay problemas —y colgó.

A su vez Bradey hizo una llamada al departamento de Duvine en París.

La conversación fue igual de breve.

—Mañana a las 11.00 de la mañana, Charles de Gaulle. Ningún problema —y cortó.

Para cuando Carroll y Lepski abordaron el Jumbo Jet, los dos estaban de muy buen humor. Habían sido mimados por una bonita azafata de ojos brillantes que se desvivía por atender a Lepski, y después de la segunda botella de champagne a Carroll le empezó a parecer simpática.

Ubicados en sus asientos, con media botella de Cutty Sark bajo el cinturón, Lepski tenía ganas de dormir, pero su paz fue interrumpida cuando vio, por la ventanilla, que llegaba un ómnibus y bajaban de él unos treinta jóvenes. Los muchachos y las chicas usaban el moderno uniforme de Levis y remeras. Entraron como tromba en primera clase, gritándose cosas en un idioma que Lepski no podía identificar.

Miró a Carroll con su mirada agria.

—¡No entiendo como estos tipos pueden darse el lujo de viajar en primera! —dijo.

—Tienen tanto derecho como tú y yo —dijo Carroll—. No rezongues.

Lepski se durmió.

Carroll lo despertó cuando sirvieron la cena. La azafata les dio tratamiento especial. La cena era excelente. Sentado en los primeros asientos, Lepski oía el ruido que hacían los jóvenes pero esto no le impedía comer.

Después del cognac, Lepski se desperezó.

—Esto es vida —dijo, palmeándole la mano a Carroll, y se durmió.

Después de un desayuno abundante, Lepski comenzó a interesarse en lo que le rodeaba. La azafata le dijo que llegarían a París en dos horas. Le dio un radiotelegrama que decía:

¡Que te diviertas! Informar situación francesa. Esperamos minuciosos detalles sobre aquello. Joe y los muchachos.

Carroll, que leía por sobre su hombro, preguntó:

—¿Qué quiere decir?

Lepski, que sabía, puso cara seria.

—Cosas del departamento, querida.

Carroll lo miró recelosa.

—Hazle el cuento a tu abuela —dijo—. Sé lo que quiere decir "aquello".

Lepski le guiñó un ojo y le palmeó en la mano.

—Una bromita.

Cuando el avión estuvo sobre el Charles de Gaulle, Carroll y Lepski miraron por la ventanilla. La imagen de la Torre Eiffel le arrancó un gritito de emoción a Carroll.

—¡Oh, Tom! ¡París!

Lepski, mirando el amplio panorama de París, bañado en sol, sintió una emoción que no había experimentado nunca antes.

Cuando el Jumbo sobrevolaba el aeropuerto y carreteaba por la pista, Lepski vio abajo, un montón de gente, tres cámaras de televisión, unos diez fotógrafos de la prensa y tres mujeres elegantemente vestidas con inmensos ramos de flores.

—¡Caramba! —exclamó—. ¡Mira eso! ¡Ned debe de haberlo arreglado para nosotros! ¡Mira la bienvenida!

—¡Pero no puede ser para nosotros! —dijo Carroll con los ojos brillantes.

—¿Para quién más? —Lepski sacó pecho—. Te digo una cosa, chiquita, un buen policía tiene buenos amigos. ¡Caramba! Este es tratamiento de alfombra roja.

Se acercó la azafata.

—Cuando aterricemos, Mr. Lepski, una azafata lo llevará a la aduana — dijo.

Lepski le sonrió.

—Gracias, y gracias por el viaje —Se volvió a Carroll—. ¿Ves? ¡Tratamiento especial!

Apenas el avión tocó tierra, Lepski, que nunca se había sentido tan importante como en este momento, fue el primer pasajero en salir a la plataforma de la escalerilla que ya había sido aproximada a la salida del avión. Llevaba el neceser y Carroll lo seguía.

Miró a los hombres de la prensa, los fotógrafos, los de la televisión y sus cámaras y a las tres elegantes mujeres con sus ramos de flores. Sonrió y saludó con la mano, y Carroll, siguiendo su ejemplo, sintiéndose como la esposa del Presidente, también saludó con la mano.

¡Caramba! ¡Qué bienvenida! pensó Lepski. Ned Jason había pagado su deuda con creces.

Luego sintió un golpecito en la espalda. Al mirar, vio a un hombre zaparrastroso con barba, Levis y remera, que lo miraba.

—¿Tendría la amabilidad de correrse, señor? —dijo el hombre con acento extranjero—. Está deteniendo a los miembros del Ballet Bolshoi.

Lepski nunca había oído hablar del Ballet Bolshoi, pero Carroll sí. De inmediato vio la explicación a esta bienvenida y la estupidez que se habían mandado. Agarrando a Lepski del brazo prácticamente lo arrastró por la escalerilla hasta la pista y lo apartó de las cámaras de televisión.

Los dos se detuvieron para mirar atrás.

Los jóvenes zaparrastrosos salían del Jumbo, saludando y riendo mientras las cámaras avanzaban y las tres mujeres se acercaban con las flores.

—¡Idiota! —bisbiseó Carroll—. ¡Cómo no te diste cuenta!

Una sonriente azafata se acercó a ellos.

—¿Mr. Lepski? —preguntó.

—Sí… sí —dijo Lepski; desinflado.

—Acompáñeme a la aduana, por favor. Sus valijas no serán demoradas.

Bueno, al menos, pensó Lepski, llevando el neceser con Carroll a su lado, Jason había hecho todo lo posible.

Mucho antes que los demás pasajeros que bajaban del Jumbo los Lepski fueron llevados a Migraciones. Apenas el funcionario tomó los pasaportes se volvió a un hombre de aspecto recio, de civil, murmuró algo, y el hombre se acercó, tendiéndoles la mano. Les dirigió un discurso en francés que a Lepski le entró por un oído y le salió por el otro, pero lo miraba con lo que esperó fuera considerado una sonrisa inteligente, le dio la mano y pasó hacia aduana.

—Su equipaje espera —dijo la azafata—. No hay problemas, Mr. Lepski.

Dos funcionarios aduaneros le sonrieron a Lepski y luego a Carroll.

—Bienvenido a París, señor —dijo uno de ellos en inglés—. Que disfrute su estada —y los hizo pasar.

Lepski agarró las dos valijas, dejándole el neceser a Carroll.

Entraron al vestíbulo de llegada que estaba lleno de gente.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Lepski, apoyando las valijas en el suelo.

—Conseguimos un taxi —le dijo Carroll—. Voy al baño. Consigue un taxi.

—¿Qué vas a hacer en el baño? —preguntó Lepski, incómodo por tener que quedarse solo.

—¡Lepski! ¡Consigue un taxi! —y Carroll se alejó.

Lepski resopló. Miró alrededor. ¿Dónde diablos se conseguían los taxis? Vio a un anciano esperando y fue hacia él.

—Jefe, ¿dónde está la parada de taxis? —le preguntó.

El hombre lo miró.

—No hablo inglés —dijo en francés y se alejó.

Lepski gruñó y miró, alrededor sintiéndose indefenso. ¿Ninguna de estas cucarachas hablaba inglés?

Un hombre de uniforme pasó al lado de él. Lepski lo agarró del brazo.

—Un taxi, jefe. ¿Dónde diablos encuentro un taxi?

El hombre apuntó con el dedo hacia el este y siguió su camino.

Lepski decidió que mejor se quedaba donde estaba. Carroll vendría en cualquier momento.

Hablando solo, esperó.

 

Pierre y Claudette Duvine estaban desde las 10.30 en el centro de llegadas. Cuando llegó la llamada de Lu Bradey estaban acostados. Habían estado experimentando con una nueva técnica sexual pero los dos habían llegado a la conclusión de que no valía la pena la energía que demandaba. Pierre era un gran lector de libros norteamericanos y siempre buscaba nuevas ideas para proporcionarle placer a Claudette. La había abandonado en una postura poco digna para contestar el teléfono.

Escuchó el conciso mensaje de Bradey y se bajó de la cama.

—Hay que trabajar, mi amor. En el Charles de Gaulle a las 11:00

Claudette refunfuñó.

Ahora estaban en el centro de llegadas, esperando a los Lepski. Pierre había alquilado un Mercedes 280 SL que dejó en el estacionamiento del Charles de Gaulle. Después de esperar cuarenta minutos, Pierre de pronto codeó a Claudette.

—Ahí están —dijo—. Vamos.

Había visto a Carroll alejarse hacia el baño llevando el neceser. El neceser era inconfundible después de la descripción de Bradey.

Claudette entró en acción. Avanzó hacia donde estaba, parado Lepski, empezó a pasarlo y luego se arrojó contra él como si hubiera resbalado.

Lepski, siempre de reflejos rápidos, la agarró y se encontró observando a la mujer más sexy que había visto en toda su vida. Los ojos verde esmeralda de Claudette lo miraron con un brillo divertido.

—Perdóneme —dijo, en perfecto inglés—. Siempre me caigo encima de hombres buenos mozos.

¡París! pensó Lepski. ¡Caramba! ¡Llegué!

—Ningún inconveniente de mi parte, preciosa —dijo—. Yo haría lo mismo en su lugar.

Claudette rió. Tenía una risa suave y melodiosa que había cultivado, sabiendo que pocos hombres podían resistirse a ella.

—¿Acaba de llegar?

—Sí. Mi mujer fue al baño. Estoy buscando un taxi.

—No va a tener problemas. Me llamo Claudette Duvine. Mi esposo esta por ahí —Claudette parpadeó con sus largas pestañas postizas.

—Tom Lepski. ¿Dónde consigo taxi?

Entonces Pierre decidió que era hora de entrar en escena. Se aproximó a Claudette.

—No llegaron —dijo en inglés—. Deben de haber cambiado de idea.

—Te presento a Tom Lepski, Pierre —dijo Claudette—. Este es mi marido.

Lepski miró al hombre apuesto y bien vestido y le estrechó la mano.

—Mr. Lepski acaba de llegar. Esta buscando taxi —dijo Claudette sonriendo—. ¿Qué te parece si los llevamos hasta París?

—¿Y por qué no? —dijo Pierre—. ¿Dónde se aloja, Mr. Lepski?

—En el hotel Excelsior —dijo Lepski dudando. Carroll le había repetido una y otra vez el nombre del hotel, pero todavía no estaba seguro.

—¡El Excelsior! ¡Allí estamos nosotros! —exclamó Claudette— ¡Tienen que venir en el auto!

Entonces llegó Carroll. Se hicieron las presentaciones del caso. Por un breve momento, Carroll miró a Claudette con recelo. Era tan chic y sexy, pero luego, mirando a Pierre, tan hermoso como un actor de cine, se tranquilizó.

Pierre y Claudette miraron el neceser que llevaba Carroll. Intercambiaron breves y triunfantes miradas. El neceser por el que Bradey se preocupaba tanto había pasado la aduana sin inconveniente alguno. Ahora había que hacerlo pasar por la aduana suiza.

Con Carroll sentada junto a Pierre y Lepski atrás con Claudette, Pierre alcanzó la autopista y enfiló hacia París.

Pierre y Claudette pusieron en funcionamiento su encanto profesional. Pierre explicó que estaban de vacaciones. Vivían en Deauville, y pasaban unos días en París, luego irían al sur. Su sencillez y encanto abrumaron a los Lepski como una manta confortable.

Al llegar al hotel Excelsior Pierre le sacó un peso de encima a Lepski haciendo los tramites de registrarlos, llenando la tarjeta policial, llevándolos a la habitación y dándole propina al botones mientras Lepski pensaba cuanto darle.

—Ustedes deben de estar agotados —dijo Claudette—. ¿Por qué no descansan? ¿Qué les parece si nos encontramos a eso de las 8.00? —Le sonrió a Carroll—. A menos que tengan otra cosa que hacer. Nos encantaría mostrarles París de noche, ya que es la primera visita para ustedes. ¡Acepten la invitación!

—Nos encantaría —dijo Canon—. ¡Qué amables!

—Entonces nos encontramos en el vestíbulo a las 8.00.

—¿No son encantadores? —dijo Carroll cuando estuvieron solos—. ¡Ay, Tom! Qué suerte tenemos de conocer a gente así.

—Él es muy zalamero —dijo Lepski—. ¿Esto le pasa a todos los que vienen a París?

—¡Oh, Tom! ¿No puedes olvidarte de tu actitud de policía? Los franceses son zalameros. Piensa en Maurice Chevalier.

—Piensa tú en él —dijo Lepski, mirando la cama doble—. Vamos a dormir —y empezó a desvestirse.

Carroll fue hacia la gran ventana y corrió la cortina. Miró hacia abajo a la Avenue des Champs-Élysées rebosante de autos, el Arco de Triunfo, los cafés atiborrados y la gente caminando al sol. Respiró hondo.

¡París!

¡Como ella lo soñó!

Se volvió y encontró a Lepski en la cama, haciéndose ilusiones. Se corrió el cierre, dejó caer el vestido al piso y se arrojó sobre él.

—¡Oh, Tom! ¡Este va a ser el recuerdo mas lindo de nuestras vidas! — dijo mientras Lepski le desprendía el corpiño y le sacaba la bombacha.

 

Después de una excelente cena de langostas que Pierre insistió en pagar en un pequeño restaurante cerca de Pont d' Alma, insistió luego en tomar un Bateau Mouche para que vieran desde París desde el Sena.

Abordaron el barquito, encontraron buenos asientos y se reclinaron, asombrados ante la belleza de los puentes, el Louvre, la Conciergerie y Notre Dame iluminada por reflectores.

Durante el viaje de vuelta, Lepski le preguntó a Pierre de qué se ocupaba. Lepski, con su entrenamiento policial, siempre intentaba averiguar cómo se ganaban la vida los demás.

—Estoy en antigüedades —dijo Pierre. Tenía; como pantalla, una tienda de antigüedades en Deauville, dirigida por dos ancianas y expertas hermanas—. Soy lo que se llama un agente de arte, asesoro a la gente que busca buena mercadería y paga bien.

—En antigüedades. ¿Qué piensa del ícono ruso que robaron? —preguntó Lepski—. ¿Piensa que se podrá vender?

Pierre negó con la cabeza.

—Muy improbable. Es demasiado conocido. Claro que hay coleccionistas secretos, pero creo que sería muy peligroso incluso para ellos. Tengo entendido que esta causando gran revuelo en los Estados U nidos.

Lepski rió.

—Si estará. El Presidente esta furioso. Hay una recompensa de doscientos mil dólares para quien ayude a recuperado. Apenas se descubrió el robo se cerraron todas las salidas de los Estados Unidos. Todos los policías y los federales están detrás de ese ícono. Me alegro de estar de vacaciones.

Pierre sintió el pie de Claudette que le rozaba la pierna. Ella y Carroll estaban sentados detrás de ellos dos.

—¿Pierre, por qué no llevamos a Carroll y a Tom al Crazy Horse? — preguntó Claudette.

Comprendiendo la señal de inmediato, Pierre explicó que el Crazy Horse era el mejor lugar para strip-tease en París y Lepski reaccionó a esto como un toro ante la capa del matador.

El espectáculo en el Crazy Horse estaba a la altura de lo prometido por Pierre, y las chicas eran espléndidas. Carroll decidió que también eran las vacaciones de Lepski, así que dejó que lo disfrutara, aunque le tocaba el brazo cuando su silbido hacía volver la cabeza a la gente de adelante y reír a las chicas en el escenario.

A eso de las 2 de la mañana los cuatro llegaron al hotel. Concertaron un encuentro para almorzar al día siguiente y luego las chicas irían de compras. Pierre dijo, guiñándole un ojo a Lepski, que ellos irían a pasear al Bois. Lepski tomó esto como una promesa de diversiones más interesantes que pasear por el Bois.

En el dormitorio, Pierre y Claudette se miraron.

—¿Te preocupa algo, mi amor? —le preguntó Pierre—. Esa señal que me diste en el barco.

Claudette tiró los zapatos y se dejó caer sobre la cama.

—El ícono ruso del que hablabas con Tom. Cuéntame más.

Pierre se sentó y encendió un cigarrillo.

—Se cree que es el ícono más antiguo conocido, vale millones. Fue robado de una manera brillante del Museo de Bellas Artes en Washington hace unos tres días. La reacción fue rápida. Como dijo Lepski no hay modo de traerlo a Europa. Algún coleccionista secreto podría comprarlo.

—Si lo tuvieras, ¿podrías venderlo?

Pierre la miró.

—¿Qué hay en esa preciosa cabecita?

—¿Podrías encontrar un comprador?

—No es para nosotros, mi amor. Claro que siempre hay comprador para un tesoro único como ése, pero no tengo los contactos que puedan encontrar por lo menos cuatro millones de dólares. De todas maneras, no lo tengo.

—Dijiste que lo robaron de una manera brillante.

—Sí, el robo del siglo.

Claudette se incorporó a medias apoyada en los codos y miró a Pierre.

—¿Quién es capaz de organizar un robo así, tesoro?

Por un largo rato Pierre se quedó quieto, y luego le brillaron los ojos.

—¡Eres maravillosa! ¡Claro! ¡Ed Haddon! ¿Quién más? —Saltó de la cama—. ¡Bradey! ¡El neceser! ¡Dios mío! Casi juraría que el ícono está en este hotel.

Claudette rió.

—Yo apuesto lo mismo, tesoro.

Pierre empezó a caminar por la habitación, pegándose con el puño de una mano en la otra.

—¡Qué idea magnífica! Hacer que un policía lo saque del país. ¡Haddon! Es brillante. Oh, mi amor, eres la más inteligente de las mujeres.

—Lu quiere que nos aseguremos de que el neceser pasa la aduana suiza. Eso debe significar que tiene un cliente en Suiza. ¿Quién?

—Espera —Pierre se sentó, aplastó el cigarrillo y encendió otro.

Claudette volvió a dejarse caer en la cama, cerró los ojos y esperó.

—El único hombre que conozco que vive en Suiza y que tiene bastante dinero es Herman Radnitz —dijo Pierre por fin—. Él puede ser el cliente.

Claudette abrió los ojos.

—¿Es ese hombre espantoso al que una vez le vendiste una pintura?

—Ese mismo.

—Si tuviéramos el ícono, ¿podrías tratar con él?

Pierre dudó.

—Puede ser. Sé que está interesado en arte ruso. Si él es el cliente de Haddon, depende de cuánto pida Haddon. Supongo que unos ocho millones. Si a Radnitz le ofrecieran el ícono por cinco millones…

Claudette se puso de pie, se desvistió y dobló el vestido con esmero.

—¿Tenemos que cambiar los neceseres, no? Lu nos paga nada más que unos veinte mil francos roñosos y gastos. Él y Haddon harán millones. Cambiamos y tenemos el ícono —Miró a Pierre—. Podríamos vivir con todo lujo por años y años con todo ese dinero.

—No te entusiasmes con esto, mi amor. Tenemos que pensar en las consecuencias. Estaríamos traicionando a Lu y a Haddon. Nunca más conseguiríamos ningún negocio.

—¿Importaría eso si tuviéramos cinco millones de dólares?

—Tienes razón, pero no sabemos si el ícono está en el neceser ni sabemos si Radnitz es el cliente.

—Piensa, tesoro. Me voy a dar una ducha. Lo podemos consultar con la almohada. Hay mucho tiempo.

Cuando se fue al baño, Pierre se puso a pensar.

Supongamos, pensó, que el ícono está en el neceser de Carroll Lepski. ¿Qué podían hacerle Lu o Haddon si los traicionaba? No podían delatarlo a la policía sin meterse ellos mismos en líos. No eran matones. No intentarían una venganza tipo mafia. No, no podían hacer otra cosa que aceptar lo inevitable.

Entonces la astuta mente de Pierre se concentró en Radnitz. Supongamos que Haddon había hecho un trato con Radnitz. A Pierre no se le ocurría ningún otro coleccionista interesado en arte ruso, con residencia en Suiza y millones para gastar. Tenía que ser Radnitz.

Este hombre era peligroso. Pierre había oído rumores de que una vez Radnitz había empleado a un asesino profesional. Tendría que ser muy cuidadoso al tratar con Radnitz.

¡Cinco millones de dólares!

Por una suma tan grande valía la pena correr algún riesgo.

Primero, debía estar seguro de que el ícono estaba en el neceser. Apenas tuviera la oportunidad examinaría el neceser. Si estaba, se pondría en contacto con Radnitz quien seguramente haría negocio si el precio era adecuado.

Ni siquiera cuando Claudette lo tomó en sus brazos con todo su amor Pierre pudo dejar de pensar en ello. Poseer cinco millones de dólares, ser para siempre libre de toda deuda, alejaba el sueño.

Seguía despierto cuando el teléfono lo sobresaltó. Miró el reloj. Eran las 3.30.

—Una llamada para usted, señor —dijo la operadora—. Nueva York llamando.

Claudette se despertó y encendió la lámpara de la mesa de luz.

—¿Pierre? Habla Lu.

—Hola, Lu —dijo Pierre—. Iba a llamarte.

—Bueno, como no lo hiciste te llamo yo —Había algo áspero en la voz de Bradey—. ¿Qué novedades?

—Ningún problema —Pierre era cuidadoso, sabiendo que hablaba en una línea abierta—. Nuestros amigos son buenos amigos ahora. Ningún problema.

—¿Por qué no llamaste antes? —Ahora había algo más fuerte en la voz de Bradey—. ¿Seguro que no hay problemas?

—Seguro.

—Bien —y colgó.

—Era Lu —dijo Pierre dejando el auricular—. Parece preocupado. Mi amor, creo que tu suposición es correcta.

Claudette se apretó contra él.

—Sé que es correcta —Lo rodeó con los brazos—. Enséñame cómo hace el amor un millonario.

Pierre le enseñó.