Capítulo 3

Carroll estuvo muy ocupada los dos días siguientes y disfrutó cada segundo. Llevó a Lepski a Harry Levine, uno de los mejores sastres de la ciudad, y supervisó el equipo para el viaje. Lepski tenía gustos extravagantes, pero Carroll no quería saber nada de ellos. Le eligió un traje gris plomo para la noche, un conjunto sport, un par de pantalones azul oscuro, cuatro camisas clásicas y tres corbatas clásicas. Aunque Lepski se rebeló, ella ahogó sus protestas anunciando que si él quería esa camisa horrorosa que no quería soltar, tendría que pagarla con su dinero.

Al fin, contenta de que su esposo viajaría como una escolta apropiada, le dijo a Harry Levine que enviara las compras e hizo el cheque.

—Necesito un sombrero nuevo —dijo Lepski—. Tengo que tener un sombrero.

—¡Lepski! —exclamó Carroll—. En estos días los únicos que usan sombrero son los policías y los viejos pelados. ¡No necesitas sombrero! ¡No quiero que parezcas un policía!

—¡Carajo! ¡Soy policía! —gritó Lepski.

—¡Nada de sombreros! —dijo Carroll con firmeza—. Y si te atreves a llevar ese mamarracho que llevas ahora en la cabeza, lo quemaré. Ahora, vuelve al trabajo. Voy a buscar mi equipo.

Dejando a Lepski rezongando en voz baja, caminó las dos cuadras hasta lo de Maverick.

Pasó dos horas de ensueño con dos probadoras que recogían acá y alisaban allá y murmuraban cumplidos sobre su figura. ¡Esto era vida para Carroll! Por fin, las probadoras le dijeron que los vestidos y el traje serían entregados en dos días.

Al salir del salón de pruebas, Carroll encontró a Maverick esperando.

—¡Mrs. Lepski! Espero que esté satisfecha —dijo con su amplia sonrisa de dientes inmaculados.

—¡Maravilloso! —exclamó Carroll—. ¡No puedo agradecerle bastante!

—Ahora las carteras y los zapatos.

Una hora después, ayudada por Maverick, Carroll había comprado tres pares de zapatos y dos carteras. Deliraba de alegría.

¡Dinero!, pensó. ¡Lo que es tener dinero!

—Mrs. Lepski, otra cosa —dijo Maverick.

—Nada más —dijo Carroll firme—. Dije siete mil y serán siete mil.

—Hasta el momento ha gastado seis mil quinientos dólares —le dijo Maverick—. ¿Pensó en su equipaje? Usted y su esposo necesitarán valijas elegantes cuando lleguen a París. Los hoteles juzgan a las personas por las valijas, por bien vestidas que estén. ¿Ha pensado en eso?

No. Recordó que la última vez que Lepski y ella se habían ido de vacaciones las valijas estaban en un estado lamentable. Recordó con un estremecimiento la espantosa valija de Lepski, heredada de su abuelo.

—Bueno, no. No había pensado… supongo…

A una seña de Maverick, una de las elegantes vendedoras se acercó con dos valijas espléndidas de cuero azul oscuro con correas rojo oscuro.

—Estas valijas tienen su historia —mintió Maverick—. Me las encargó una de mis clientas, muy rica, muy difícil de agradar. Las hice especialmente para ella y según sus indicaciones. Me las devolvió, quejándose de que eran pequeñas. Tuvimos una pequeña discusión —Hizo una pausa para dedicarle a Carroll su sonrisa—. Como las había encargado, las pagó y yo le hice otras más grandes. Entonces, Mrs. Lepski, puedo ofrecerle estas magníficas valijas por cien dólares. ¿Qué le parece?

Carroll examinó las valijas. Pensó que eran las valijas más hermosas que había visto en toda su vida y ansió poseerlas.

—Pero es casi regaladas —dijo.

—No tanto. Se me ha pagado por ellas. Me gustaría hacerle un pequeño favor.

Carroll no dudó.

—Trato hecho.

—Sabia decisión. Entonces, Mrs. Lepski, tengo un neceser que hace juego con estas dos valijas, y es mi intención obsequiárselo. Es muy muy lindo.

La vendedora trajo el neceser. Cuando Carroll lo vio, no pudo menos que maravillarse.

—¿Quiere decir que me lo regala?

—¿Por qué no? Está pagado y su amable pedido merece reciprocidad. Acéptelo por favor.

—¡Bueno, gracias! ¡Es maravilloso!

—Le enviaré la ropa y las valijas el miércoles. Tengo entendido que salen el jueves.

—¡Me las puedo llevar! —Carroll no quería separarse de sus compras.

—Por favor, Mrs. Lepski. Me gustaría ponerle sus iniciales y las de Mrs. Lepski a las valijas. También me gustaría poner en el neceser nuestra selección especial de cosméticos. Déjemelas.

—No tengo palabras para agradecerle, Mr. Maverick. ¿El miércoles, entonces?

—Sin falta, Mrs. Lepski —y Maverick la acompañó hasta el ascensor.

Tres minutos después, hablaba con Kendrick por teléfono.

—Ningún problema, querido Claude —dijo—. Está contenta con las valijas, y le he prometido entregárselas junto con el neceser el miércoles por la mañana.

—¡Espléndido! —exclamó Kendrick—. El objeto mide veinte por veintidós centímetros y uno de profundidad.

—Desarmaré el neceser yo mismo. Por supuesto que el objeto aumentará el peso, pero no demasiado.

—Sí. Ese es un problema.

—Ella no le tomó el peso, no notará la diferencia. Voy a llenarlo con nuestros cosméticos más lujosos. Quedará deslumbrada con el contenido. Aunque el neceser pese cincuenta kilos, no se separará de él.

—Estupendo trabajo, Roger.

—Me debes tres mil dólares, Claude.

Kendrick suspiró.

—Sí.

—Y cien mil dólares cuando se pague el objeto.

Kendrick volvió a suspirar.

—Sí.

—Bien. Envíame a Louis el martes de tarde. Hasta pronto —y Maverick colgó.

Kendrick soltó el auricular, se quitó la peluca y se lustró la calva con él pañuelo de seda. Luego, poniéndosela de cualquier manera; llamó a Louis.

Hubo una demora pues Louis estaba ocupado con un cliente, pero veinte minutos mas tarde apareció en la oficina dé Kendrick.

—La réplica, chéri. —dijo Kendrick— ¿Esta pronta?

—Por supuesto… un trabajo hermoso. —Louis miraba a Kendrick incómodo—. Esto es horrible de peligroso, querido. Me tiene muy preocupado.

—¡Tráemela! —rugió Kendrick. No estaba nada contento con esta operación, pero no dejaba de pensar en la ganancia de tres millones de dólares.

Cuando Louis volvió con la réplica del ícono, la confianza de Kendrick creció.

—Eres un artesano, chéri —dijo—. Es muy buena.

Comparó con esmero la réplica con la ilustración del original.

—No pude lograr los colores exactos —dijo Louis—, pero es bastante aproximado.

—Sí… bastante aproximado.

—Ten cuidado con lo que haces, querido —dijo Louis—. Habrá un revuelo espantoso. Podríamos terminar en la cárcel.

Kendrick asintió en silencio, pero puso la réplica en el portafolios, se enderezó la peluca y se dirigió a la puerta.

—Tranquilo, chéri. Piensa en el dinero que ganaras.

Salió de la galería y condujo hasta el hotel Spanish Bay donde encontró a Ed Haddon tomando sol en la terraza.

—Vayamos a tu departamento, Ed —dijo Kendrick después de haberse saludado.

En el departamento de lujo de Haddon, con la puerta cerrada con llave, Kendrick sacó la réplica.

—Tu hombre es bueno —dijo Haddon, tomando la réplica y examinando- la—. Esto es justo lo que quería.

—Sentémonos. He encontrado una solución posible para llevar el original a Suiza. Si esto no funciona, nada funcionara. Hay riesgo, por supuesto, pero creo que es mínimo —dijo Kendrick sentándose en una silla.

Haddon sonrió y se restregó las manos.

—Estaba seguro de que se te ocurriría algo, Claude. ¿Cómo se hará?

—Primero, ¿estas seguro de que conseguirás el ícono?

Haddon se sentó junto a Kendrick.

—No perdamos tiempo. Dije que tendrías el ícono el martes —dijo Haddon irritado—, ¡y lo tendrás! ¿Cómo lo harás llegar a Suiza?

Kendrick le habló de su primo, Roger Maverick.

—Por una inmensa casualidad, la esposa de un funcionario policial fue al negocio de Roger a comprar ropa. Ha heredado dinero. Ella y su esposo, Lepski, van a Europa de vacaciones. Van a París, Montecarlo y Suiza. Eso significa que pasarán los controles aduaneros francés y suizo. Mi primo le vendió valijas y un neceser. Mi primo desarmará el neceser, insertará el ícono y lo armará otra vez. ¿Qué te parece?

Haddon lo miró.

—¿Me estás diciendo que vas a usar a un policía para que saque el ícono de contrabando?

Kendrick asintió.

—¿Qué otra persona mejor y más segura? ¿Quién va a sospechar que un detective de primer grado en vacaciones sacase de contrabando el ícono? Los funcionarios aduaneros del aeropuerto de Miami conocen bien a Lepski. Lo dejarán pasar. Lo único que tiene que hacer es mostrar la placa a los funcionarios franceses y suizos para que ellos también lo dejen pasar sin revisarlo. ¿Te gusta la idea?

Haddon reflexionó un largo minuto; luego sonrió.

—Me parece, Claude, que tú y yo vamos a hacer montones de dinero. ¡Me encanta la idea!

—Sí —Kendrick se movió incómodo—, pero todavía hay problemas.

Haddon lo miró cortante.

—¿Qué problemas?

—Le estamos dando seis millones de dólares a la mujer de Lepski, Ed — dijo Kendrick—. Claro que ella no lo sabe, pero, de todos modos, estará a cargo de seis millones de dólares. Yo no sé nada de ella. Quizás sea distraída. Puede ser una de esas mujeres que se olvidan de las cosas, las pierden, se olvidan. ¿Y si deja el neceser en algún lado? ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Puede olvidarse una bombacha, pero no se va a olvidar de un valioso neceser.

—Igual… las mujeres hacen cosas horribles, hasta son capaces de dejar diamantes olvidados.

Haddon asintió.

—Tienes razón. Está bien, Claude, yo lo arreglo —Miró el reloj—. Volaré a Washington y hablaré con Bradey. Debemos arreglar que alguien viaje con los Lepski hasta que lleguen a Suiza. Bradey se ocupará de eso.

Kendrick suspiró aliviado.

—Eso es, Ed. Alguien que no los pierda de vista, pero adviértele a Bradey que Lepski es un policía astuto. Habrá que seguirlo con cuidado.

—Déjalo en mis manos. Yo mismo iré a tu galería a entregarte el ícono el martes alrededor de las 5.00, y te diré lo que se ha arreglado. No te preocupes, Claude, esto va a salir bien.

Cuatro horas más tarde, Haddon hablaba con Lu Bradey, todavía disfrazado de sacerdote. Estaban sentados juntos en la habitación del motel de Bradey.

Bradey aprobó el plan de Kendrick para llevar el ícono a Suiza.

—Estuvo muy astuto —dijo.

Luego Haddon le explicó los temores de Kendrick.

—Aquí tenemos que ayudar, Lu —dijo—. Yo vigilaré que los Lepski pasen la aduana de Miami. Cuando lleguen a París necesitaremos a alguien que los siga y se pegue a ellos, y se asegure de que el neceser siga con ellos. ¿Se te ocurre alguien?

Bradey pensó y luego asintió.

—Ningún problema. Pierre y Claudette Duvine. Son mis agentes franceses, y no son tontos. Puedes dejarlo en mis manos, Ed. Costará, por supuesto, pero se pegarán como goma a los Lepski hasta la frontera suiza.

—¿Seguro?

Bradey sonrió.

—¡Mi querido Ed!

Haddon asintió, satisfecho.

 

En un dúplex confortablemente amoblado en la rue Alfred Bruneau en el 16 arrondissement, París, Pierre Duvine contaba el dinero que le quedaba en la billetera, y en el mundo.

Duvine, morocho, de alrededor de treinta y siete años, a menudo era confundido con Alain Delon, el actor francés. Era experto en antigüedades, joyas y pinturas del siglo XVIII. Trabajando por una comisión ventajosa, mantenía informado a Lu Bradey sobre robos posibles y seguros.

Como todo el mundo sabe, París es una ciudad muerta durante el mes de agosto. Comenzaba a cobrar vida en esta primera semana de septiembre. Incluso entonces había mucho lugar para estacionar, y los mejores restaurantes comenzaban a despertar a otra temporada próspera.

Por lo general, Pierre y su esposa pasaban agosto en el Midi, donde estaba la acción, pero Pierre había tenido un desagradable accidente automovilístico, y acababa de salir del hospital. Claudette, su esposa, que lo adoraba, se había quedado en el departamento de París para poder ir a verlo al hospital todos los días.

Contó los billetes y frunció el ceño.

Claudette salió del baño.

—¿Dinero? —preguntó, mirando los billetes que Pierre contaba.

Claudette, cinco años menor que Pierre, incluso a las 10.00 de la mañana, recién salida de la cama, presentaba un aspecto encantador. Era alta, espigada, con cabellos rojos y ojos verde esmeralda. De largas piernas y un cuerpo flexible y soberbio, jugaba un papel importante en las maquinaciones de Duvine.

Más de una vez había inducido a ancianos ricos a invitarla a sus casas, había notado con ojo conocedor si había algo que valiera la pena robar, había permitido que el anciano la llevara a la cama y había regresado a casa, dándole a Pierre una descripción detallada de los artículos que valía la pena robar, el tipo de cerraduras, los sistemas de alarma, etc. Esta información era transmitida a Lu Bradey quien entonces organizaba el robo.

Hacía ya cinco años que los Duvine estaban felizmente casados, y aunque algunas veces Pierre estaba malhumorado, y a veces tenía mal carácter, Claudette, que conocía los signos, lo calmaba y lo seducía hasta ponerlo de buen humor. Ni una vez habían discutido, gracias a la influencia calmante de Claudette.

—Nos estamos quedando cortos de efectivo —dijo Pierre triste—. Después de pagar esa terrible cuenta del hospital, no nos quedará prácticamente nada.

Claudette le acarició la cara con amor:

—No importa, tesoro, siempre aparece algo. Dame cinco minutos y te prepararé café.

Pierre le palmeó el trasero y sonrió.

—Mi amor, eres mi corazón y mi vida.

Ella corrió al dormitorio mientras Pierre volvía a contar el dinero: Tenía poco más de diez mil francos: Hizo una mueca. Entre sus muchos talentos, estaba el de ser un experto carterista: Desde que trabajaba con Lu Bradey había dejado de hurgar bolsillos, pero, pensó incómodo, quizás tuviera que recomenzar hasta que los ricos volvieran a París. No le gustaba la idea. Siempre había peligro, y estaba fuera de práctica.

Cuando Claudette le traía la bandeja con el café, sonó el teléfono.

Se miraron.

—¿Quién puede ser? —Pierre se puso de pie. Levantó el auricular—. Pierre Duvine —anunció.

—Habla Lu Bradey —La voz llegaba clara por la línea transatlántica—. Estoy en Washington. Tengo un trabajo para ti. Nos vemos esta noche en el bar del Charles de Gaulle Hilton a las 23.30. Trae a Claudette —y la línea se cortó.

—¡Bradey! —exclamó Pierre, sonriéndole a Claudette—. ¡Un trabajo!

Los dos sabían que cuando trabajaban con Bradey el dinero siempre era tentador.

—¿Ves, tesoro? —exclamó Claudette, dejando la bandeja del café—. Te dije que ya aparecería algo y se arrojó en los brazos de Pierre.

A las 23.30 exactas, Pierre y Claudette entraban en el atiborrado bar del Hilton. Miraron alrededor y no encontraron a nadie parecido a Lu Bradey hasta que una mano tocó a Pierre en el hombro. Volviéndose, vio a su lado a un hombre de negocios pequeño e insignificante, con barba y bigote, enjuto de carnes y con los lentes de media luna sobre la nariz.

Los dos Duvine estaban acostumbrados a los muchos disfraces de Bradey, pero por un momento, tan bueno era el disfraz, dudaron.

—Iremos a mi habitación —dijo Bradey en voz baja.

No hablaron hasta que llegaron al tercer piso y Bradey abrió la puerta de su habitación. Una vez dentro, Pierre dijo:

—Eres fantástico, Lu.

—Claro —Bradey le señaló a Claudette el único sillón, a Pierre la silla y él se sentó en la cama—. Tengo un trabajo urgente e importante para los dos. Ahora escúchenme con atención.

Sin mencionar el ícono, Bradey les dijo que debían estar en permanente contacto con Tom y Carroll Lepski apenas llegaran al aeropuerto Charles de Gaulle el viernes siguiente.

—Visitarán París, luego Montecarlo y el Midi y luego irán a Suiza —les dijo—. El trabajo es pegarse a ellos más estrechamente que un bebé al pecho de su mamá. La mujer llevará un neceser. En este neceser, sin que ninguno de los dos lo sepan, habrá un objeto que tiene que llegar a Suiza. Estará escondido en el neceser y no creo que haya problemas con ninguna aduana, pero es responsabilidad de ustedes asegurarse de que la mujer lo pase por la aduana suiza.

La expresión de Pierre se volvió pensativa.

—¿Qué es el objeto?

—No tienes por qué saberlo, pero te adelanto que es valioso.

—¿No son drogas?

—¡Claro que no! Es una pieza de arte.

Pierre y Claudette intercambiaron miradas.

—No parece difícil. ¿Cuánto hay para nosotros? —preguntó Pierre.

—Veinte mil francos suizos y todos los gastos pagos —dijo Bradey, que había hecho los cálculos en el vuelo de París—. Pueden considerar este trabajo como vacaciones pagas.

—Aclaremos una cosa —dijo Pierre, que era cauteloso cuando trataba con Bradey—. Debemos seguir a estos dos, quedarnos en los mismos hoteles, asegurarnos de que la mujer se lleve el neceser cuando cambian de hotel y cuando pasen por la aduana suiza, y nos pagas veinte mil francos suizos, ¿no?

Bradey se acarició la falsa barba.

—Algo más que eso, Pierre. Se quedarán con ellos en el hotel en Suiza. Sacarán el neceser cuando estén fuera de la habitación y me lo traerán al hotel Eden, Zurich, y yo les pago.

—¿Quién son esos dos? —preguntó Claudette.

—Buena pregunta. Sí, tienen que saberlo. Él es un detective de primer grado de la fuerza policial de Paradise City, Florida. Ella es su esposa.

Pierre se puso tenso.

—¿Me estás diciendo que le voy a robar un neceser a la esposa de un alto funcionario policial?

—¿Qué tiene de malo?

—Mucho. Apenas desaparezca el neceser el policía va a armar un escándalo. No me gusta esto, Lu.

Bradey sonrió.

—Tranquilo. No sabrá que fue robado.

—Pero la mujer sí —dijo Claudette.

—Ninguno de los dos. He mandado hacer una réplica exacta del neceser y te lo entregaré en Suiza. Lo único que tienes que hacer, Pierre, es entrar en la habitación cuando no estén, abrir el neceser de Mrs. Lepski, poner sus cosas en la réplica y salir con el original. Ni Lepski ni su esposa tendrán la menor sospecha de que el neceser ha sido cambiado.

Duvine reflexionó y luego asintió.

—Buena idea. Está bien, adelante. ¿Dónde se alojarán? En París y en Mónaco no se consigue alojamiento sin hacer reservas. Si tenemos que alojarnos en los mismos hoteles, debo saber para reservar.

—Eso ya está —Bradey sacó de la billetera un papel doblado—. Lo averiguó Ed. El primo de Kendrick fue a la oficina de American Express en Paradise City y le dijo a la empleada que se ocupa del viaje de Lepski que quería enviar flores a cada hotel donde se alojaran. Ella le dio una copia del itinerario. Estarán en el hotel Excelsior, París, cuatro días; el Metropole en Mónaco, tres días y el Montreux Palace, Montreux, tres días. Cambiarás el neceser en el Palace. Aquí están las fechas y le entregó el papel a Pierre.

—¿Veinte mil francos suizos y todos los gastos?

—Sí.

Claudette exhaló un suspiro de éxtasis.

Pierre estudió el itinerario. Después de un momento, miró a Bradey con una sonrisa.

—Tengo una idea. Qué tal si estamos en el Charles de Gaulle cuando lleguen los Lepski. Qué tal si Claudette se pone a charlar con los Lepski y luego llego yo. ¿Se alojan en el Excelsior? ¡Qué casualidad! Nosotros también, y después vamos a Mónaco. Mi auto está afuera. Vamos todos juntos al Excelsior. Conozco a los norteamericanos. Te aseguro que para cuando lleguemos al Excelsior seremos íntimos amigos. Los norteamericanos quieren ser amados. Luego les ofreceré mostrarles París y llevarlos a Mónaco. Podré solucionarles todos los problemas con el idioma. De esta forma nunca perderemos de vista el neceser. ¿Qué te parece?

—Me gusta, pero ten cuidado con Lepski. Es policía.

—Muy bien. ¿Nos dejas algo de dinero, Lu? —dijo Pierre—. Estoy seco.

Bradey sacó la billetera.

Gustav Holtz guardaba documentos en un portafolios cuando entró Herman Radnitz.

—Vaya a ver a Kendrick y averigüe exactamente cómo se propone llevar el ícono a Zurich y quiénes son sus cómplices. No admita ninguna tontería. Si no me asegura que puede llevar el ícono a Zurich, dejo el negocio.

—Sí, señor —dijo Holtz—. Iré ahora.

—Espere —Radnitz encendió un cigarro—. Necesito un reemplazo para Lu Silk.

Por un instante, los ojos de Holtz se entrecerraron.

Lu Silk había sido el asesino a sueldo de Radnitz, un hombre cruel que eliminaba a quienes amenazaban con interferir en los varios negocios de Radnitz. Hacía unos meses, Silk había sido asesinado trabajando en una operación que no tenía nada que ver con Radnitz2.

Por su larga experiencia Radnitz sabía que Holtz siempre encontraba una solución inmediata a sus muchos problemas, pero se sorprendió al oído decir:

—Por cierto, señor… mi sobrino.

—¿Su sobrino? Explíquese.

—Mi hermano y su esposa murieron en un accidente automovilístico. Su hijo, Sergas, de tres años, sobrevivió. Siendo su único pariente, yo me hice cargo de él —dijo Holtz—. Ha tenido una excelente educación. Habla con fluidez ingles, francés, alemán y ruso. A los dieciocho años, contra mis deseos, se hizo soldado mercenario. Perdí contacto con él por unos diez años y un día apareció. Estaba aburrido en el ejército y pensó que yo podría conseguirle algo. Me hizo acordar tanto a Lu Silk que lo he estado manteniendo por si Silk llegaba a desilusionado o lo mataban como ha sucedido. Sergas tiene todas las condiciones que usted necesita, señor: Yo lo avalo.

—Usted es un hombre notable, Holtz —dijo Radnitz—. Siempre parece ir más allá de mis necesidades. ¿Qué hace su sobrino ahora?

—Mejora su técnica con las armas y aguarda para entrar a su servicio.

—Muy bien. Ya que usted lo avala, puede considerarlo contratado en los mismos términos del contrato con Silk. Ahora vaya a hablar con Kendrick.

Media hora después Gustav Holtz estaba sentado en la oficina de Kendrick. Kendrick, agitado por la macabra aparición de Holtz y alarmado al enterarse de que Radnitz podría, a último momento, arrepentirse, le explicó a Holtz cómo se llevaría el ícono a Suiza. También le dio a Holtz detalles sobre Haddon, Bradey y los Duvine.

Holtz escuchó.

—El neceser éste —dijo luego—. Necesitaría una foto para mostrársela a Mr. Radnitz.

—No hay problema. Lo fotografié para hacer la réplica —dijo Kendrick y sacó una serie de fotografías en color.

—Estoy seguro de que Mr. Radnitz aprobará su plan —dijo Holtz, poniéndose de pie—. Lo felicito.

—¿Entonces se me pagará en Zurich? —preguntó Kendrick, algo inquieto.

—Cuando se entregue el ícono se efectuará el pago.

De regreso al hotel Belvedere, Holtz le explicó a Radnitz en detalle el plan de Kendrick.

Radnitz escuchó y de tiempo en tiempo asentía, aprobando.

—Sí. Es una buena idea —dijo luego de examinar las fotografías del neceser. Luego su cara de sapo se volvió maliciosa—. Desde que Kendrick falló al tratar de conseguir aquellas estampillas rusas me prometí enseñarle una lección. Quiero una réplica de ese neceser. Su sobrino me lo traerá a mi villa de Zurich.

—Si me permite, señor —dijo Holtz, siempre alerta—, eso no sería prudente.

Radnitz lo miró con ira.

—¿Por qué no?

—Un muchacho llevando un neceser de mujer atraería en seguida las sospechas de la gente de seguridad. Tendrá que pasar por la aduana suiza. Podría causar peligrosas dificultades. Conozco a un hombre en Zurich que puede hacer el neceser. Lo único que tengo que hacer es enviarle estas fotos. Le aseguro que no habrá problemas.

Radnitz asintió.

—Siempre piensa en todo. Muy bien. Lo dejo en sus manos. Espero a su sobrino a fines de esta semana.

Holtz inclinó la cabeza, tomó las fotografías y salió.

 

La muchacha negra se movió en sueños, dejando escapar un suave quejido de placer. Yacía desnuda en la sábana grisácea y su cuerpo esbelto brillaba de sudor. El cabello largo y negro caía como un escudo de seda sobre la cara.

Al moverse despertó al hombre acostado a su lado, alerta en seguida como un tigre en la selva.

Miró a su alrededor en el cuartito sórdido, luego a la muchacha dormida a su lado y luego más allá a las persianas medio podridas que protegían apenas del resplandor del sol de Florida. Los ojos observaron el banco de caña, la palangana esmaltada sobre la mesa destartalada, apoyada en patas de bambú, y su remera, sus Levis y mocasines, todo tirado sobre el felpudo sucio, donde cayó al desvestirse.

Se dio vuelta y se incorporó apoyándose en el codo para mirar a la muchacha, recorriéndola con los ojos. Le gustaba la carne negra. Ahora lo aburrían las mujeres blancas. Esperaban recibir mucho antes de dar, e incluso cuando él les daba el gusto en sus estupideces y exigencias, a veces esquivaban la definición final. Las muchachas negras querían hacerlo o decían que no. Y eso él lo apreciaba. Desde que estaba en Miami había evitado a las sosas muchachas blancas y se había dirigido hacia la zona occidental de la ciudad donde se encontraba la acción.

A los veintiocho años, Sergas Holtz era un animal del sexo masculino con un cuerpo espléndido, que exhibía un orgullo fanático por mantenerlo en óptima forma. Alto, con cabellos rubios hasta los hombros, músculos de boxeador y piernas largas, de espaldas despertaba el interés de las mujeres, interés que se hacía cauteloso cuando él se daba vuelta.

El rostro de Sergas asustaba y al mismo tiempo fascinaba a las mujeres. La cara delgada, la nariz corta de boxeador, los ojitos grises y fríos y la boca sensual eran un desafío sexual para chicas que querían emoción. Incluso cuando reía, los ojos no acompañaban en la alegría. No era hombre de invitar a la amistad. Durante todos los años que sirvió como soldado mercenario matando, robando y violando con otros en el Congo y otras partes de Africa, ninguno de sus camaradas se sintió atraído hacia él. Hasta sus profesores, a pesar de ser un excelente estudiante, eludieron su amistad, sintiendo que había una misteriosa maldad en él.

Sergas prefería ser un solitario. Cuando no peleaba en la selva, pasaba horas en el gimnasio del ejército, boxeando, aprendiendo karate y todos los trucos que el ejército podía enseñarle para matar rápida y silenciosamente.

Le fascinaban las series del Oeste por televisión. Fue el revólver más rápido del ejército y el de mejor puntería. Satisfecho, se dedicó a la lucha con cuchillo. Se hizo un experto en esto también.

Había sólo una persona con quien Sergas podía hablar con franqueza: su tío, Gustav Holtz. Aparte de la diversión de matar sin piedad y de perseguir mujeres, el único otro interés de Sergas era el dinero. Cansado de la vida en el ejército, volvió de Africa a París donde su tío trabajaba para Herman Radnitz. Con lo que le contó su tío, Sergas quedó impresionado con Radnitz. Su enorme fortuna, su poder despiadado, su asociación con los jefes de varios Estados hacían gran impacto.

Sergas y su tío tuvieron una larga charla sobre su futuro. Sergas tenía ganas de unirse a uno de los grupos de Castro e irse a Cuba, pero Gustav había aconsejado paciencia. Le pasaría a Sergas bastante dinero para vivir. Tarde o temprano, Gustav le prometió hallarle un lugar en el reino de Radnitz. Le habló de Lu Silk.

—Mr. Radnitz tiene muchos enemigos. Algunos demasiado poderosos. Se le dice a Silk, y el enemigo muere. A Silk se le pagan cuatro mil dólares por mes de básico y una buena suma, unos cincuenta mil dólares, por una eliminación exitosa. Ya no es joven. Se retirara o lo mataran —dijo Gustav—. Tú podrías tomar su lugar. Debemos esperar, pero mientras tanto, perfecciónate —y le contó a Sergas de las aptitudes de Lu Silk. .

—¿Por qué esperar? Dime dónde encontrar a este hombre y me deshago de él —dijo Sergas.

Gustav negó con la cabeza.

—En este momento, no llegaste todavía a la altura de Silk. Eres muy bueno, pero él es perfecto. No permitiré que arriesgues tu vida. Además, Radnitz sospecharía. Espera.

Así que Sergas se quedó en París, puliendo su técnica de matar, persiguiendo muchachas y leyendo biografías de los líderes del mundo. Cuando Radnitz se fue a Paradise City, Sergas fue a Miami donde alquiló un modesto departamento de un ambiente. En Miami pasaba horas en la playa, nadando, haciendo aerobismo y manteniéndose en forma, siguiendo a las chicas y tirando cuchillos a las palmeras.

Tenía fe en su tío. Tarde o temprano se convertiría en miembro del reino de Radnitz. Si su tío lo decía, sería así.

Esa tarde había necesitado una mujer. Fue en la Honda a la zona occidental, al barrio negro. Encontró a esta chica que ahora dormía a su lado. Le compró una Coca—Cola. Ella le dijo que su hombre había ido a Key West por un negocio y no volvería hasta la noche. Se miraron y Sergas supo que ella no se andaba con vueltas. Aferrada a él en la Honda lo había guiado hasta a la casucha donde vivía.

Apenas saciaba su lujuria, Sergas siempre perdía interés en sus compañeras de sexo. Saltó de la cama y se puso los Levis. Cuando iba a agarrar la camisa oyó chirriar los frenos de un auto afuera. Yendo con rapidez hasta una de las persianas, espió.

Había un Lincoln sucio y destartalado en el frente. De él saltó un negro grandote, con traje color crema y sombrero panamá. La cara, brutal y con una barbita rala, lustrosa de transpiración, era una máscara malévola y temible. Venía como una tromba por el sendero cuando la muchacha se despertó. Se sentó, y la cara se le puso gris de terror cuando el negro arrojó su peso contra la puerta.

Sergas la miró cuando la puerta cedió bajo el impacto del hombro. Saltaron astillas de la cerradura. Una sonrisita cruel se le dibujó en la cara. Se movió con rapidez contra la pared a la izquierda de la puerta. Al hacerlo, la puerta se abrió de un golpe y el negro, gruñendo y con el cuchillo relampagueando por el reflejo del sol que se filtraba por la ventana, entró.

La muchacha gritó, se cubrió el pecho y se encogió.

Moviéndose como una cobra al ataque, Sergas salió desde detrás de la puerta. Con el filo de la mano le asestó al negro un terrible golpe de karate en la nuca.

La casucha tembló cuando el negro cayó como un toro herido.

La muchacha volvió a gritar.

—Tranquila —dijo Sergas—. No te pongas nerviosa.

—¿Está muerto? —La chica se arrastró hasta los pies de la cama y observó el gran cuerpo inerte.

—No… no. Sólo dormido —Sergas se puso la camisa.

—¡Cuando despierte, me va a matar!

Sergas se inclinó para ponerse los mocasines.

—No, no lo hará. Yo te lo arreglaré.

—¡Me va a pegar! —se quejó la chica.

Sergas negó con la cabeza, y su pelo rubio parecía una bandera.

—No lo hará.

—¡Sí! ¡Me va a pegar hasta que sangre!

Sergas se inclinó sobre el negro inconsciente y, tomando una de las enormes manos del negro, le agarró el meñique. Con un tirón seco le quebró el hueso. Tomando la otra mano, le quebró el otro dedo y luego le dijo a la chica, sonriendo: —Ahora no podrá tocarte, nena. Estará muy ocupado con sus deditos, pero por si se le ocurre patearte, vamos a arreglarle los pies.

Mientras la muchacha observaba muda de horror, temblando, Sergas le sacó los zapatos al negro y les rompió los dedos chicos a los pies enormes y malolientes.

—Cuídalo, chiquita. Estará contento de que estés con él.

Luego, dirigiéndole una de sus sonrisas sin alegría, salió, montó su Honda y volvió al departamento.

Al entrar en el cuartito sucio, vio encendida la luz de su teléfono. La chica de la recepción le dijo que había una llamada urgente para él y le dio un número de Paradise City.

A Sergas se le iluminaron los ojos.

¡Su tío!

Discó el número.

—Sergas —dijo al oír la voz de su tío.

—Ven de inmediato al hotel Belvedere, Paradise City —dijo su tío—. Ya eres miembro del personal de Mr. Radnitz —y colgó.

Sergas sujetó ausente el auricular. Se quedó quieto un largo rato, y luego reaccionando empezó a hacer la valija de prisa.

La larga espera había terminado.