Capítulo 4

Fred Scooner, jefe de los guardias de seguridad, permanentemente afectado al Museo de Bellas Artes de Washington, estaba en el más alto de los tres escalones de mármol que conducían al vestíbulo de entrada en el primer piso donde se exhibía la colección Hermitage.

Scooner, un hombre corpulento de poco más de cincuenta años, usaba uniforme azul y gorra de visera. El galón dorado en los puños indicaba su rango.

A su lado estaba el agente Jack Trumbler, del FBI, de traje oscuro, sin sombrero, y con la chaqueta algo abultada, ocultando la 38 especial que llevaba en una sobaquera.

Los dos hombres miraban la ordenada fila de gente que esperaba pasar por el detector. Había un guardia apostado en las puertas de entrada, regulando el ritmo de la fila. Otro guardia hacía pasar a la gente a un largo mostrador donde entregaban todo lo que llevaran.

Trumbler, delgado y de cara áspera, de poco más de treinta años, odiaba esta misión. Su concepto de movimiento no era andar por ahí mirando a amantes del arte y demás curiosos, pero sus instrucciones habían sido precisas y claras. Su jefe le dijo que él y sus cuatro hombres debían estar continuamente alertas.

—Esta ciudad de porquería —había dicho su jefe— está llena de locos. Las obras están todas rodeadas de alambre electrificado, así que las posibilidades de un robo son remotas, pero un loco con una botella de ácido puede hacer mucho daño. El presidente en persona me ha dicho que no quiere que haya ningún incidente, y si lo hay significará que te cuelguen del culo.

Fred Scooner había recibido las mismas instrucciones de la Casa Blanca. En la última semana, cada uno de sus hombres había estado alerta, y la tensión empezaba a notarse. Aunque el museo cerraba a las 20 los hombres permanecían en guardia, por turnos, toda la noche.

—Me alegraré mucho cuando termine este alboroto —dijo Trumbler—. ¡Una semana más!

Scooner asintió.

—Esta gente parece bien, pero nunca se sabe. Hay tantos locos anti-Rusia sueltos. Alguien podría, por razones políticas, tratar de dañar algún objeto de la colección. Supongo que la última semana será la más peligrosa.

—¿Quiere decir que de pronto alguien que haya hecho un reconocimiento volverá?

—Eso supongo.

—Si alguien logra hacer algo, habrá un revuelo increíble —dijo Trumbler abatido—: ¡Qué oportunidad para que los soviéticos digan que somos unos irresponsables! No me sorprendería que se alegraran si algún loco hace algo.

—La seguridad no puede ser más extrema…

—Sí. ¿Cómo te llevas con los de la KGB?

—No hay contacto. Hacen como que sólo hablan ruso.

—Conmigo igual.

Mientras los dos hombres hablaban y mientras una corriente continua de gente subía los escalones del museo, en los jardines se formaban más filas.

Un camioncito azul en el que se leía Compaña de Electricidad de Washington paró frente a los portones de entrada. Un negro alto con el conocido uniforme de la compañía bajó del camión y se dirigió a uno de los guardias.

—Mr. Scooner llamó —dijo—. Tienen problemas con la caja de fusibles.

El guardia miró al negro.

—¿Sabe dónde está la caja de fusibles?

—Claro —dijo el negro sonriendo—. En el fondo.

El guardia, al ver que llegaba un gran ómnibus con aire acondicionado, le hizo una seña al negro para que pasaran. El camión se dirigió hacia la parte de atrás del museo donde no había guardias.

El guardia fue hacia el ómnibus. De él salió un sacerdote bajo, gordo y sonriente.

—Soy el Reverendo Hardcastle —dijo—. He traído a mis fieles a ver la exposición. Ya he avisado.

El guardia sabía que treinta y cinco refugiados vietnamitas llegarían a cargo de un tal Reverendo Hardcastle.

—¿Entradas, señor? —dijo, saludando.

—Por supuesto —El sacerdote gordo sacó un talonario de entradas y un pasaporte.

El guardia le devolvió el pasaporte.

—Eso no es necesario, señor.

—Tengo entendido que la seguridad es máxima. Lo traje por las dudas.

Los sacerdotes, gordos o delgados, eran, en opinión del guardián benefactores hipócritas y una molestia. Controló las entradas, miró las caras amarillas que lo observaban por las ventanillas del ómnibus, resopló y le hizo una seña al conductor de que continuara.

—Adelante, señor —le dijo al sacerdote—: Hay un control de seguridad en el vestíbulo. Por favor dígale a su gente que deje todo en el ómnibus, así ahorrarán tiempo. Paraguas, carteras, bastones y cualquier objeto de metal.

—Comprendo. Gracias —y el sacerdote volvió al ómnibus que siguió hasta la entrada del museo.

Hubo una demora antes de que bajaran los pasajeros. Hubo confusión en el ómnibus mientras dejaban sus posesiones. Las últimas dos mujeres tuvieron que ser ayudadas. Las dos estaban en avanzado estado de gravidez.

—¡Caramba! —murmuró Scooner—. ¡Miren ese grupo!

Observó a los vietnamitas: algunos hombres, algunas mujeres, algunos con niños, todos vestidos con su traje nacional. Las mujeres con los Cheong-sams, los hombres con camisas blancas y pantalones negros.

—Refugiados —agregó Scooner—. El padre organizó la salida por intermedio de la Hermandad del Amor.

—Mire esas dos mujeres —dijo Trumbler—. Parece que en cualquier momento van a largar la carga.

—¡Por Dios, no!

Abajo, Chick Hurley, el guardia de la entrada, también miraba a las dos bonitas vietnamitas, pesadas con sus embarazos.

Hurley, joven, pasado de peso, no demasiado brillante, había optado por unirse a la guardia de seguridad del museo sabiendo que era un trabajo seguro, con jubilación, que convenía a su falta de ambiciones y su ritmo de vida. Hacía diez meses, sintiendo que estaba en una situación segura, y considerando que no tenía gustos extravagantes, se había casado. Su esposa era como él: sin ambiciones, salvo su ansiedad por tener una familia. A los dos les gustaban los niños. Su esposa también estaba en los últimos días de embarazo, y se esperaba que diera a luz en cualquier momento. Hurley, que adoraba a su gorda mujer, estaba horrorizado por cómo se le había expandido el cuerpo. Había visto una serie de películas por televisión mostrando nacimientos y lo habían impresionado tanto que en la última semana había vivido torturado, pensando en lo que su esposa estaba por enfrentar. Cuando vio a estas dos vietnamitas, parecidas a flores, sintió que le corría un sudor frío por la espalda.

Cuando el sacerdote gordo le entregó el talonario de entradas y se dirigía a su grupo, Hurley dejó las puertas de entrada y se le acercó.

—Señor, hay un ascensor —le dijo al sacerdote—. Las dos señoras no deben subir por la escalera.

El sacerdote le sonrió.

—¡Qué amable! ¡Qué considerado!

Hurley sonrió con vanidad.

—Es que, ¿sabe, señor?, yo también espero un hijo en cualquier momento.

—¡Felicitaciones! ¡Espléndido!

Hurley señaló el ascensor y volvió a toda prisa a su puesto en la entrada.

Mientras el resto de los vietnamitas subía por las escaleras, el sacerdote entró al ascensor con las dos muchachas embarazadas. Esperaron a los otros y entonces el sacerdote dijo:

—Síganme, por favor, y no se separen —y entró en el primer salón de la exhibición.

—Algunas de estas vietnamitas son atractivas —dijo Trumbler—. No me molestaría montarme a alguna.

—Piensa en tu trabajo —replicó Scooner—. Ocúpate del ala derecha, yo me ocupo de la izquierda. Circulemos.

Mientras el grupo de vietnamitas avanzaba de objeto en objeto, deteniéndose a escuchar los comentarios del sacerdote, Trumbler caminaba. Pasó por el nicho especial que albergaba al ícono de Catalina la Grande, que no atraía mucha atención, y entró en la sala grande, donde estaban las mejores pinturas al óleo del mundo. Aquí, la multitud se apretujaba, y notó qué los cinco miembros de la KGB se mezclaban entre la multitud, y dos de sus hombres también vigilaban.

El sacerdote se detuvo ante una de las ventanas y al mirar hacia abajo vio a un camioncito azul saliendo del jardín del museo. Miró el reloj y se dirigió a otro objeto. Diez minutos más tarde hizo una pausa en su charla y le hizo una pequeña inclinación de cabeza a una de las chicas embarazadas. Ella se alejó del grupo y se acercó a un guardia que sofocaba un bostezo. Había estado en la guardia de la noche y ansiaba por ser relevado.

—¿El baño, señor?

La miró a ella y a su panza inflada y le sonrió con amabilidad.

—Aquella puerta, señora.

—Gracias, señor.

La muchacha caminó hasta una puerta en el extremo más alejado del nicho del ícono mientras el sacerdote gordo guiaba a su grupo hacia este nicho.

—Aquí, amigos —dijo—, está el primer ícono conocido y usado por Catalina la Grande de Rusia.

El grupo hizo un círculo completo alrededor de la caja de vidrio rodeada de cordones.

Un guardia se acercó.

—No se acerquen al cordón, por favor —dijo cortante.

—Por supuesto, por supuesto —dijo el sacerdote y abrió el catálogo ilustrado que traía. Cuando el guardia se alejó, continuó—. El artista es desconocido pero, considerando la edad…

Se oyó un ruido sibilante y un humo espeso y negro empezó a salir desde detrás de un objeto en exposición cerca de la puerta del baño de damas.

Los vietnamitas se aterrorizaron. Las muchachas gritaban y se abrazaban unas a otras. Los hombres gritaban y los niños se desgañitaban.

El guardia corrió hacia el humo, pero era ahora tan espeso que retrocedió, ahogado y tosiendo.

La gente en el salón de las pinturas también se asustó. Resonaban los gritos de "¡FUEGO!" de salón en salón. Hubo agolpamientos de gente en varias entradas.

Scooner, al oír el estruendo, corrió desde el ala derecha y se encontró con el humo negro y espeso. Esto no era fuego, se dijo a sí mismo, sino una poderosa bomba de humo. Corrió hacia las escaleras y le gritó a Hurley que lo miraba sin saber qué hacer.

—¡Cierren las puertas! ¡Que no salga ni entre nadie!

El otro guardia que estaba con Hurley en las puertas de la entrada subió los escalones de tres en tres y se reunió con Scooner. Casi fueron arrojados por los vietnamitas que corrían gritando tratando de llegar a la salida, pero Scooner y el guardia se lo impidieron.

—¡Quédense donde están! —gritó Scooner—. ¡No hay ningún peligro!

Solo en el vestíbulo, Hurley apoyó su gorda espalda contra las puertas cerradas y miraba la escalera y la confusión de allá arriba.

—Amigo.

Se sorprendió y al volverse encontró al sacerdote gordo a su lado. Las puertas del ascensor estaban abiertas y una de las vietnamitas embarazadas estaba tendida en el piso.

—Me temo que este revuelo ha adelantado el parto —dijo el sacerdote—. Mr. Scooner ha tenido la amabilidad de llamar a una ambulancia. ¡Ahí viene! ¡Ayúdeme, por favor!

De no haber sido tan tonto, Hurley se habría dado cuenta de que Scooner, batallando con los vietnamitas en la escalera, mal podría haber tenido tiempo de llamar una ambulancia, pero los horrendos quejidos de la vietnamita y la aguda nota de la sirena de la ambulancia que se acercaba le paralizaron el poco seso que tenía. ¡Dios!, pensó, esto podría pasarle a Meg en uno o dos días. Fue corriendo con el sacerdote hacia la muchacha, y juntos los dos la levantaron. La cara de ella, empapada en sudor, se retorcía de dolor.

—Ábrale a los de la ambulancia —dijo el sacerdote.

Muy agitado, Hurley corrió hacia la puerta, descorrió los cerrojos y dejó entrar a dos negros con una camilla. No tenía por qué saber que estos dos hombres habían usado, hacía sólo un cuarto de hora, los uniformes de la Compañía de Electricidad de Washington.

—Nosotros nos ocuparemos de ella —dijo el negro más alto. La levantaron y la pusieron sobre la camilla mientras ella emitía un alarido de dolor. Antes de que Hurley, estremecido por el grito, tuviera tiempo de pensar, los dos camilleros habían salido, y pusieron la camilla en la ambulancia, que se fue a toda velocidad con la sirena resonando.

—¡Espléndido! —exclamó el sacerdote—. Gracias. Ahora, debo volver a mi rebaño. No quiero ni pensar en lo que pasa ahí arriba. —Se dirigió con rapidez al ascensor, apretó el botón hasta el segundo piso y esperó a que se detuviera. Las personas, y eran pocas, que habían estado mirando otras cosas en el segundo piso, estaban agrupadas en la escalera. El sacerdote entró en uno de los baños de caballeros y cerró la puerta. Tres minutos después, se abrió la puerta y salió un hombre joven, delgado, con camisa sport blanca y pantalones negros, y pelo enrulado, que se unió a la multitud que era mantenida a raya ahora por un guardia.

Hablaba bien de la fuerza y la autoridad de los guardias que el pánico fue controlado de inmediato. Se abrieron todas las ventanas y el espeso humo se dispersó en seguida.

Scooner, usando un altoparlante, seguía gritando.

—No hay fuego. Esto es un truco. ¡Que no se mueva nadie!

Como ovejas, la multitud obedecía.

Trumbler se acercó a Scooner.

—¡Mira! —Le mostró a Scooner un envase plástico—. Una compleja bomba de humo, y esto… Scooner leyó la etiqueta pegada a la bomba:

¡QUE RUSIA SE VAYA A LA MIERDA! Liga Anti—Soviética.

—Ese hijo de puta sigue aquí —bramó Scooner—. ¡Lo encontraremos!

Un hombre de la KGB regordete se acercó.

—¡Que nadie salga, hasta que controlemos que no ha habido ningún daño! —rugió.

—Claro —dijo Scooner—. Este es un truco. Hablaré con esta gente.

Scooner, sudando ahora, convencido de que estaba metido en un buen lío, le explicó a la multitud por el parlante que algún bromista había lanzado una bomba de humo y que se les tomarían nombres y direcciones antes de dejar salir a nadie. Que por favor hicieran fila en el vestíbulo y cuando se comprobara que no había habido daños podrían irse.

Más tranquila, la gente empezó a reír. Parecían pensar que sólo era una buena broma contra la Unión Soviética.

Apenas se despejó el primer piso, los hombres de la KGB recorrieron los objetos expuestos, buscando daños. Ante la azorada sorpresa de Scooner, todos parecían expertos en arte. Uno de los que se dirigió al ícono dentro de su caja de vidrio lo miró, pasó por encima del cordón y encontró la caja sin llave.

De pronto a Scooner se le encogió el corazón. Tendría que haber sonado la alarma cuando el hombre abrió la caja. El hombre de la KGB sacó el ícono de la caja, lo miró y se volvió a Scooner, púrpura de rabia.

—¡Esto es falso! —gritó.

Al oírlo Trumbler corrió hacia el teléfono más cercano.

Un Mercedes 280 SL negro entró en un galpón en desuso que no se veía desde la calle, en un baldío.

Ed Haddon miró su reloj. Tenía por delante una espera de diez minutos. Estaba muy tranquilo. Su confianza en Lu Bradey era inamovible. La operación estaba bien planeada. Sólo se podría estropear por mala suerte, y Haddon no creía en la suerte, ni buena ni mala.

Nueve minutos después, una ambulancia entraba en el baldío. Bajó un negro alto, corrió hacia los portones dobles y los cerró. El conductor se dirigió hacia Haddon y le hizo una señal con los pulgares para arriba.

—Ningún problema, jefe —dijo, sonriente—. Salió de perlas.

El negro alto había abierto la puerta de atrás de la ambulancia y la muchacha vietnamita, ya sin embarazo, y con unos pantalones rojos y una blusa amarilla que la habían estado esperando en la ambulancia, corrió hacia Haddon. Le alcanzó el ícono por la ventanilla. Haddon lo examinó, comprobó que era el original y sacó tres sobres. Les dio dos a los negros y el tercero a la vietnamita.

—Muy bien —dijo—. Abran los portones y piérdanse de vista.

El negro alto abrió los portones y con un saludo con la mano Haddon desapareció al límite de velocidad permitida rumbo al aeropuerto.

Al llegar al estacionamiento del aeropuerto levantó una valija que había en el asiento trasero. La abrió, hizo a un lado sus cosas, apretó un resorte oculto y el fondo falso de la valija se levantó. Guardó el ícono y cerró la valija. Dejó el Mercedes y se dirigió hacia un mostrador. Dio un nombre falso. La chica, que reconoció a un gran ejecutivo, le dedicó una sonrisa seductora.

—El vuelo para Miami sale en diez minutos —dijo.

Asintiendo, Haddon se detuvo a comprar el Time y se dirigió hacia la sala de preembarque, junto a otros hombres de negocios, todos camino a Miami.

Al llegar al aeropuerto de Miami alquiló un Lincoln en Hertz y enfiló rumbo a Paradise City. Al unirse a la corriente del transito miró el reloj. Eran las 15.05. Ni por un momento pensó en lo que le estaría pasando a Lu Bradey, pero sonrió, imaginando la conmoción en el museo de Bellas Artes. Casi seguro que Bradey ya estaba a salvo, camino a Nueva York.

Una hora mas tarde Haddon entraba en la Galería Kendrick donde Louis de Marney andaba nervioso de un lado para otro, cambiando objetos de lugar, volviéndolos a su lugar original, tenso por la espera. Al ver a Haddon contuvo el aliento.

—¿Y Claude? —dijo Haddon apenas.

—En su oficina… esperando —dijo Louis—. ¿Lo… lo consiguió?

—¿Qué le parece?

Haddon atravesó la galería y abrió la puerta de Kendrick. Kendrick caminaba de un lado para otro, con la peluca torcida.

—¡Ed! ¡Chéri! —exclamó—. ¡Qué tormento he sufrido! ¿Pudieron…?

Haddon cerró la puerta y fue hacia el escritorio de Kendrick. Apoyó la valija sobre el escritorio, abrió las cerraduras, apretó el resorte y, volviéndose con una amplia sonrisa, le entregó el ícono a Kendrick.

—¡Dios Santo! —murmuró Kendrick—. ¡Cómo me preocupé! ¡Tendría que saber ya! ¡Qué hombre maravilloso, maravilloso! —Luego miró a Haddon temeroso—. ¿Ningún problema? ¿No hubo violencia?

La sonrisa de Haddon se acentuó.

—Marchó como por sobre ruedas. Ahora es tu turno.

—Sí… sí — Kendrick fue hacia la puerta y llamó a Louis. Luego hacia el teléfono sobre su escritorio y discó el número de su primo. Cuando Maverick contestó, Kendrick dijo:

—Llegó la mercadería. Te mando a Louis en seguida —Escuchó y luego dijo—. Un trabajo hermoso. Ningún problema —y cortó.

Entró Louis a la habitación. Al ver el ícono le brillaron los ojitos.

—Querido —dijo Kendrick—. Envuelve esto y llévaselo a Roger. Te esta esperando. Ya sabes lo que tienes que hacer.

Louis tomó el ícono y lo estudió.

Mis colores eran más lindos, ¿no te parece, querido?

—De prisa… de prisa…

Cuando Louis partió Kendrick fue al bar.

—Estoy tan nervioso, tengo que tomar un cognac —dijo—. Querido Ed, acompáñame.

—No, gracias. ¿Nervioso? Te dije que lo conseguiría, y lo conseguí. El momento para ponerse nervioso será cuando se arme el revuelo, más o menos dentro de dos horas.

—Sí. Me imagino. ¿Y los vietnamitas? La policía les hará la vida imposible.

—¿Y qué? No saben nada. Las únicas dos que saben algo son las muchachas embarazadas. La de la bomba de humo se deshizo de la canasta en un baño. Sus ropas eran reversibles. Tiene papeles falsos. Salió del baño y se mezcló con la multitud; otra amante del arte. Aunque los policías la interroguen, no hablará. La que me dio el ícono debe de estar en Nueva York ya, y pérdida.

Kendrick se levantó la peluca para secarse la cabeza.

—¿Y Lu?

Haddon rió.

—Lu es el único hombre de quien no hay que preocuparse nunca.

Kendrick bebió un sorbito de cognac; fue a su escritorio y se sentó.

—Así que ahora falta que ese horrible Lepski lleve el ícono a Suiza y entonces seremos ricos.

—Exacto —dijo Haddon—. Linda operación —Luego se detuvo y observó a Kendrick—. Siempre y cuando tu comprador no se eche atrás a último momento. Seis millones es mucho dinero. ¿Estás seguro de él, Claude?

—Claro. Es enormemente rico. Sí, estoy seguro de él —Claude volvió a beber cognac y una idea desagradable se le apareció en la cabeza. ¿Podía estar seguro negociando con Radnitz? ¿Podía alguien estar seguro negociando con este magnate cruel?

Ni siquiera otro trago de cognac pudo aplacarle los nervios.

 

Fred Scooner trataba de tranquilizar a Karrass Keremski, Jefe de los guardias de seguridad de la KGB.

—Por Dios, tranquilícese —decía—. Sí, han robado el ícono, pero tiene que estar en el edificio todavía.

Apenas comenzó el humo, hice cerrar todas las puertas. No ha salido nadie del museo. El ladrón sigue aquí, y el ícono sigue aquí. Éste es un ardid publicitario de la Liga antisoviética para traer problemas. Todos serán registrados y tomaremos nombres y direcciones. Diez de mis hombres ya están registrando todo el museo. Le juego a que encuentran el ícono.

Keremski bufaba.

—¡El ícono desapareció!

Scooner dio media vuelta y fue a la escalera y miró a la paciente fila. Todos daban nombre y dirección y se sometían a la revisación.

Hurley, vigilando las puertas de salida, los dejaba pasar cuando le entregaban un permiso. La operación marchaba bien y Scooner estaba tranquilo pensando que nadie podía haber sacado el ícono.

Lu Bradey, con camisa sport blanca y pantalones negros, le mostró un falso pasaporte inglés a uno de los que controlaban.

—Me alojo en el hotel Delaware —dijo—. Hoy visitaré la ciudad y luego iré a Ottawa, Hotel Central.

El guardia lo observó: otro turista de mierda, pensó, asintió y le entregó el permiso. Bradey se sometió a la revisación, salió del museo, y llamó a un taxi que lo llevó al hotel Delaware.

En menos de una hora y media, con alrededor de treinta guardias trabajando rápido, se había despachado al último visitante.

Scooner estaba más tranquilo. El ícono no podría, repitió, no podría haber sido sacado del museo. Ahora era cuestión de buscarlo minuciosamente y lo hallarían. Luego se dio cuenta de que uno de sus hombres lo llamaba. Era una señal discreta y a Scooner se le encogió el corazón.

—Vuelvo en seguida —le dijo a Keremski y se dirigió hacia donde estaba parado el guardia.

—Hay algo extraño aquí, señor —dijo el guardia—. En uno de los baños de damas.

Trumbler se unió a ellos.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Juntos él y Scooner entraron en el baño y el guardia señaló una canasta de mimbre con forma de huevo, con correas elásticas, tirada en el piso.

—¿Qué diablos es esto? —murmuró Scooner. —¡No lo toque! —dijo Trumbler. Se acercó, se arrodilló y examinó la canasta, luego miró a Scooner—. Aquí trajeron la bomba de humo.

—Señor.

Scooner se volvió y vio a otro guardia junto a él.

—En el baño de hombres del segundo piso hay un disfraz.

—¡Carajo! —exclamó Scooner—. Quédese aquí —le dijo al primer guardia y, siguiendo al segundo guardia y seguido por Trumbler, subió los escalones hasta el segundo piso. El guardia abrió la puerta de uno de los baños de hombres y se hizo a un lado. En el piso había un saco negro, una peluca de calvo, un chaleco acolchado y un cuello clerical.

Trumbler de inmediato entendió.

—¡El sacerdote gordo! ¡Los vietnamitas! —exclamó. Pasando junto a Scooner, corrió hacia el vestíbulo. Su pregunta sobre si había salido un sacerdote gordo obtuvo una respuesta negativa.

Scooner se le unió.

—¡Esos vietnamitas!

—Tengo los nombres, señor —dijo uno de los guardias—. Todos se alojan en el albergue de la Hermandad del Amor.

—Cuando los revisaba, ¿vio a dos mujeres en estado avanzado de gravidez? —preguntó Scooner.

—No lo noté, señor, pero quizás Hurley sí. Él recibía los permisos y los dejaba salir.

—Voy a llamar al Jefe —dijo Trumbler, y salió a buscar un teléfono.

Scooner fue hacia Chick Hurley, que vigilaba junto a las puertas de salida. Una vez terminado el escándalo, Hurley pensaba otra vez en su esposa. Se cuadró cuando Scooner lo agarró del brazo.

—¿Vio salir a las dos vietnamitas que estaban embarazadas? —le preguntó Scooner.

Hurley parpadeó.

—No, señor. Claro que sí, es decir, a la que se fue en la ambulancia, pero no vi a la otra.

—¿Ambulancia? —Scooner lo miró como para matarlo—. ¿Qué ambulancia?

Hurley se puso tenso.

—Y, la que usted mandó llamar, señor.

—¿Que yo llamé? ¿De qué mierda está hablando?

El sudor le empezó a correr por la cara a Hurley.

—Bueno, señor, cuando empezó el humo, el sacerdote me dijo que la vietnamita, por la sorpresa, estaba a punto de parir, y usted había llamado una ambulancia. La ambulancia llegó en seguida, y dos negros con una camilla se la llevaron. Sufría mucho, señor. Y como usted había pedido la ambulancia, los dejé salir. ¿Hice mal?

Scooner quedó inmóvil, los ojos vidriosos como un hombre al que le hubieran pegado en la cabeza con una barra de plomo.

Trumbler salió de la cabina telefónica y lo agarró del brazo.

—¡El Albergue de la Hermandad del Amor no existe!

Scooner respiró hondo. Ahora sabía que no sólo habían robado él ícono, sino que lo habían sacado del museo.

—¡Desapareció, Jack! Hazte cargo. Yo voy a hablar con este tipo de la KGB. ¡Ay! ¡En que lío estamos metidos!

Trumbler corrió hacia el teléfono. Treinta minutos más tarde, se clausuraron todas las salidas de los Estados Unidos de América.

 

A las 11 de la mañana del miércoles un impresionante camión paró frente a la casa de los Lepski. A ambos lados de la cabina se leía la mágica leyenda: MAVERlCK. El camión y el nombre hicieron descorrer muchas cortinas y salir a muchos vecinos al jardín, distraídos, pero con inconfundibles ojos envidiosos.

Carroll esperaba ansiosa, y ver llegar al camión, ver la conmoción que provocaba, fue uno de los momentos más importantes de su vida.

El conductor del camión, un rubio alto y elegante con uniforme color marrón con galones y gorra con visera, llegó a la puerta del frente de los Lepski llevando un gran paquete.

Carroll prácticamente arrancó la puerta al abrir. Dirigiéndole a Carroll una sonrisa afectada y tímida este hermoso joven insistió en entrar a abrir el paquete.

—Mr. Maverick desea estar absolutamente seguro de que usted está satisfecha, señora.

A Carroll no le gustaba nada la idea de dejar entrar a este joven glamoroso en su casa. El living estaba, como siempre, desordenado. Le llevaba mucho tiempo a Carroll ordenar. Ella y Lepski siempre dejaban el living hecho un desastre todas las noches. Cómo sucedía esto, Carroll no podía entenderlo, pero así era.

Pero el rubio conductor del camión era tan encantador, tan aparentemente inconsciente del desorden, que ella recuperó la confianza.

Se abrió el paquete.

—La valija con sus iniciales, señora, y aquí tiene sus vestidos, zapatos y carteras —dijo el conductor—. La valija de Mr. Lepski está vacía. Aquí está el neceser. Mr. Maverick. Quiere saber especialmente si le agrada.

Carroll seguía babeándose con el neceser rato después de que se fuera el camión. Aparte de una selección de lujo de caros cosméticos incluía una billetera de cocodrilo para cheques de viajero, con sus iniciales en oro, un forro haciendo juego para el pasaporte y un equipo de manicura, todo tan elegante que a Carroll la ponía nerviosa tocarlo.

Una hora después, tres de sus mejores amigas, incapaces de controlar más la curiosidad, golpearon a la puerta del frente.

Éste fue el momento de gloria de Carroll. Resonaban en la casita los grititos de envidia, admiración y deleite cuando ella mostró las compras.

Ninguna de sus amigas se conformó hasta no verla con todos los vestidos, desfilando por el living desordenado. Como todas sus amigas también tenían livings desordenados, a ninguna le importaba, el ambiente.

Alimentaron sus ojos con las creaciones de Maverick, soñando con él día en que alguien les dejara dinero para poder ellas también competir con Carroll.

Mientras Carroll se probaba otra creación, su amiga más íntima preparó sándwiches, usando el pollo frío y jamón que Carroll había apartado para la cena de su esposo. También atacaron la botella de Cutty Sark que Carroll le había comprado a Lepski. La reunión se hizo una fiesta y hasta hubo canciones, dirigidas por Carroll a voz en pecho, con un ruido que hizo aullar a los perros de los vecinos.

Por fin, al atardecer, la reunión se disolvió. Las chicas tenían que correr a casa a preparar algo para los maridos. Carroll, un poco achispada, volvió a sentarse frente al neceser acariciando los hermosos frascos y suspirando con deleite.

Entonces llegó Lepski.

Lepski había tenido un día difícil. El jefe Fred Terrell había vuelto de las vacaciones. Lepski tuvo que informarle de todos los delitos cometidos en su ausencia. Aunque de poca importancia, a Lepski le gustaba dejar en claro que de no ser por él, Paradise City habría caído de rodillas. Terrell, que conocía bien a Lepski, lo escuchó con paciencia, asintió y fumó su pipa. Sumó: diez autos robados, diez autos recuperados, tres robos menores y cinco conductores sorprendidos borrachos.

—Esta bien, Tom —dijo Terrell—. Ahora, te mereces tus buenas vacaciones.

Entró el sargento Beigler.

—Hay una denuncia. Hay un loco con un rifle disparando a las luces desde un rascacielos. Están los patrulleros. ¿Le parece que vaya Tom a ver?

Terrell asintió.

—Muy bien, Tom, tu último trabajo.

Era un gran placer para Lepski Se precipitó a su auto y corrió por Paradise Avenue, con la sirena prendida. Nada le gustaba tanto como hacer correr a un Rolls, un Bentley, un Cadillac.

Al llegar al lugar encontró a diez policías, uniformados mirando hacia una ventana lejana, en un rascacielos de diecisiete pisos.

—Esta, allá arriba, —dijo uno dé los policías—. Disparando.

Lepski acarició su revólver.

—Vamos —dijo.

Consciente de la multitud que observaba, consciente también de que había llegado la televisión, Lepski se tomó su tiempo, caminando despacio y deliberadamente hacia la entrada del rascacielos, esperando que los tipos de la televisión lo estuvieran filmando.

Con tres policías y un portero viejo y tembloroso, Lepski subió hasta el piso 11.

—Ésa es la puerta del departamento, señor —dijo el portero cuando salieron al corredor—. Es Mr. Lewishon. Creo que le falta un tornillo.

Lepski, con el revólver en la mano, hizo poner en posición a los tres policías y luego, levantando el pie, dio una patada a la puerta y la abrió.

Fue un anticlímax entrar en una habitación bien amueblada donde un señor anciano y gordo estaba sentado frente a una ventana con un rifle 22 en la mano.

—¡Quieto! —gritó Lepski con su voz de policía, apuntando al viejo con el revólver.

—¡Ah! ¡La policía! ¡Qué bien! —El hombre dejó el rifle—. Adelante. Adelante. ¡Miren qué vergüenza! En plena luz del día allá hay gente con las luces prendidas. ¡Es una vergüenza! Nuestro Presidente nos pide siempre que ahorremos energía, pero nadie le hace caso. ¡Luces! ¡Luces! ¡Luces por todas partes!

Cuando Lepski entregó su informe, Beigler y Jacoby se desternillaron de risa.

—Sí, sí, vivos —gritó Lepski—. Pero voy a aparecer en la televisión. Ríanse de eso.

Pero sucedió, según le dijeron a Lepski los de la televisión de Paradise City, que la toma de él cuando se dirigía al rascacielos se había perdido porque un chico había tapado la cámara con la mano.

De muy mal humor, y entrando en su casa como un tren en caso de emergencia, Lepski gritó:

—¡Llegue! ¿Qué hay para cenar?

Carroll acababa de volver a guardar un elegante frasco de perfume en su neceser. La voz de Lepski la arrancó del sueño de la esposa del millonario y la arrojó a la sórdida realidad de la esposa del detective de Primer Grado.

—¡Hola, chiquita! —gritó Lepski, entrando en el living—. ¿Qué hay para cenar? ¡Me muero de hambre!

Carroll cerró los ojos. Su sueño se evaporó. De regreso a la realidad de la vida, se puso de pie.

—¡Tom! Mira tu equipaje. ¡Mira! Hay una valija con tus iniciales. ¿No es maravilloso?

Lepski miró las valijas asombrado.

—¿Para mí? ¿Y para qué quiero yo una valija nueva? ¡Ya tengo valija!

—Era de tu abuelo —dijo Carroll con frialdad.

—¿Qué tiene de malo que fuera de mi abuelo? —preguntó Lepski agresivo.

—¡Vas a ir con esta valija! —dijo Carroll, despacio y con firmeza.

Lepski se aproximó a la valija y la examinó. Contuvo el aliento.

—¡Caramba! ¡Tiene que haber costado un disparate! ¿Has estado derrochando; amor?

—¡Mira eso! —Carroll señaló el neceser. —¿Compraste esto?

—Me lo regaló Mr. Maverick.

Lepski miró el contenido del neceser. Tomó un frasco de perfume con vaporizador y se arrojó un chorro en la cara.

Carroll se lo sacó de las manos.

—Mmm… Sexy —dijo Lepski—. ¿Así que te lo regaló?

—Sí, y las dos valijas costaron nada más que cien dólares.

—¡Caramba! Hiciste un hombre de ese maricón —dijo Lepski y sonrió—. Caramba con mi mujercita. ¿Qué hay para cenar?

—Lepski, ¿no puedes pensar en otra cosa que no sea comida? — preguntó Carroll yendo a la cocina.

—Ya hablamos de eso —dijo Lepski siguiéndola—. Comamos.

Cuando Carroll abrió la puerta de la heladera y se dio cuenta de dónde habían salido los sandwiches, dejó escapar un alarido de desesperación.

Lepski, que conocía la rutina, masculló un insulto que hizo ruborizar a Carroll.

 

La noticia del robo del ícono de Catalina la Grande salió en la televisión a las 18. El locutor dijo que el Presidente de los Estados Unidos había hablado con el Premier de la Unión Soviética. Le había asegurado que el ícono sería recuperado. Ofrecía una recompensa de doscientos mil dólares por su recuperación. El Premier había ordenado que la colección en el Museo de Bellas Artes fuera devuelta a la Unión Soviética de inmediato con extremas medidas de seguridad.

El Presidente le había dicho al Premier que se habían clausurado todas las salidas y que no había manera de que el ícono saliera del país. Era sólo una cuestión de tiempo encontrarlo.

Se había llamado a todas las fuerzas de seguridad, el Ejército y la Marina para la búsqueda.

No se informó lo que había replicado el Premier.

Kendrick escuchaba la información e intercambiaba miradas intranquilas con Louis.

—Ed Haddon escuchaba en su suite del hotel Spanish Bay y sonreía.

Lu Bradey, en Nueva York, también escuchaba y también sonreía. Aunque alguno de los vietnamitas se viera tentado por la recompensa, había cubierto sus huellas por completo. Cualquier cosa que dijeran los vietnamitas sólo ayudaría a confundir la búsqueda.

Bradey movía la cabeza afirmativamente. Confiaba en que con la ayuda del detective de primer grado Tom Lepski el ícono llegaría a Suiza.