Capítulo 6
Llevando un maletín y un paquete envuelto para regalo, Ed Haddon tomó un taxi desde el aeropuerto Kennedy hasta el hotel Sheraton donde encontró a Lu Bradey en el bar principal, acariciando un whisky con hielo.
Para variar, Bradey hacía de sí mismo, vestido con un traje oscuro, con el pelo cortado a la navaja, pálidos rasgos y ojos oscuros alertas. Levantó una mano y Haddon se le reunió. Bradey llamó a un mozo. Haddon dijo que tomaría un bourbon puro.
—¿Alguna novedad? —preguntó encendiendo un cigarro.
—Hablé con Duvine hace menos de una hora. Ningún problema —dijo Bradey—. Debe de estar manejando el asunto a las mil maravillas. Me dijo que ya son íntimos amigos con los Lepski. No hubo ningún problema con la aduana francesa.
El mozo trajo la bebida de Haddon. Cuando se fue, Haddon bebió un sorbo y luego dijo:
—Buenas noticias. Ahora falta la aduana suiza.
—Pierre los llevará en el auto a Mónaco y después a Montreux. Elegirá un puesto fronterizo pequeño. Sabe lo que hace.
—¿Viste los diarios? —Haddon le dio una pitada al cigarro.
—Sí. Mucho lío, mucho revuelo.
—Página central en los diarios europeos.
—Bueno, nos imaginábamos.
—Sí —Haddon terminó la bebida—. Tengo la réplica del neceser — Señaló con la cabeza el paquete envuelto para regalo a sus pies—. Lo llevas a Montreux, ¿no?
—Al hotel Montreux Palace donde se lo entregaré a Duvine, que lo cambiará. ¿Te preocupa algo, Ed?
—Podría haber un problema, Lu. Un hombre con un neceser de mujer puede despertar las sospechas de la policía.
Bradey rió.
—Ya pensé en eso. Mi novia viene conmigo.
Haddon lo observó.
—No sabía que tenías novia.
—Ah, sí. Un monumento de mujer. Está enloquecida con la idea de ir a Suiza.
—¿Puedes confiar en ella? Sabes cómo hablan las mujeres. Tienen que contar hasta sus vidas sexuales.
—No hay por qué preocuparse con Maggie. Es tan tonta que cree que Richard Nixon es un cantante pop. Hace exactamente lo que yo le digo que haga.
Haddon se encogió de hombros.
—Está bien. Es una buena manera de llevar el neceser a Suiza. ¿Qué pasa con los Duvine?
Bradey terminó su bebida.
—¿Qué pasa con ellos?
—Toda esta publicidad. Todos los diarios del mundo traen una descripción y dicen cuánto vale. Estuve pensando en el avión. ¿Dirías que los Duvine son sagaces?
—Más, imposible. Por eso los utilizo.
—¿Te parece que son lo bastante sagaces como para darse cuenta de lo que hay en el neceser?
Bradey se puso tenso y una mirada de alarma le apareció en los ojos.
—Con toda esta publicidad —continuó Haddon—, se me ocurrió que si en realidad no son tontos, se van a dar cuenta. Les estamos pagando sólo veinte mil francos suizos y gastos, y hay una recompensa de doscientos mil dólares. Tú los conoces. Yo no. ¿Crees que podemos confiar en que no nos traicionen?
Gotitas de sudor aparecieron en la frente de Brader.
—No sé. Siempre están endeudados. Doscientos mil son una tentación muy grande —Pensó, luego negó con la cabeza—. No. Si reclamaran la recompensa la policía francesa los investigaría y no creo que los Duvine puedan darse ese lujo. Andan en muchas cosas sucias. No, estoy seguro de que no se atreverían a reclamar la recompensa.
—Vayamos más lejos —dijo Haddon—, pero primero tomemos otra copa.
Bradey llamó al mozo que volvió a servirles.
—Sigue —dijo Bradey incómodo cuando se fue el mozo.
—Van a cambiar los neceseres. Suponte que cuando tengan el de Lepski desaparezcan —dijo Haddon, mirando a Bradey—. ¿Tienen algún contacto importante? ¿Alguien a quien venderle el ícono?
Bradey sacó el pañuelo y se secó la frente.
—Lo dudo. Los Duvine tratan con los peces pequeños, no con los que gastan millones.
—¿Pensaste quién puede ser el cliente de Kendrick? —preguntó Haddon.
Bradey asintió.
—No puede ser otro que Herman Radnitz, ¿no?
—Eso pienso yo. Encaja bien, Kendrick ha negociado con él otras veces, tiene una villa en Zurich, está interesado en arte ruso y tiene dinero —Haddon hizo una pausa y luego preguntó—: ¿Sabes si Duvine ha tenido alguna vez contacto con él?
Bradey pensó y su expresión se hizo más y más desgraciada.
—Ahora que lo pienso, creo que le vendió un cuadro hace cosa de un año.
—Así que podría ir a Radnitz con el ícono, ofrecérselo a precio de liquidación y embromarnos.
Bradey se movió en el asiento.
—Bueno, sí. Duvine desenterraría a su padre si le dijeran que hay dinero en el cajón.
—¿Y Radnitz negociaría con él?
—Ese hijo de puta negociaría con cualquiera con tal de ahorrarse un millón.
—Eso pienso yo —Haddon bebió un sorbo—. Si Duvine es tan vivo como tú dices, ya se habrá dado cuenta.
Bradey cruzó las piernas y volvió a descruzarlas.
—Tenemos tiempo. Los Duvine y los Lepski están ahora en París. El 14 viajan a Montecarlo. Salen para Montreux el 20. Si Duvine planea traicionarnos, esperará a que Lepski pase el ícono por la aduana suiza. Así que tenemos nueve días.
Haddon frunció el ceño, mirando hacia la nada, mientras Bradey permanecía inmóvil. Tenía una confianza tremenda en el talento de Haddon para resolver complicaciones.
—El plan es que Duvine cambie el neceser en el hotel Montreux Palace —dijo Haddon por fin—, te lo entregue a ti en el hotel Eden, en Zurich, y tú le pagues veinte mil francos suizos y los gastos. Kendrick ya estará en el Eden. Tú le das el neceser y él se lo lleva a su cliente, recibe el pago y nos da nuestra parte. Ésa es la operación según fue planeada. Ahora, si Duvine planea traicionarnos, después de cambiar el neceser irá a Zurich, pero no al hotel Eden. Irá a la villa de Radnitz que queda cerca del lago, creo. Hará el trato con Radnitz, recibirá el dinero y desaparecerá.
—Estas son todas suposiciones —dijo Bradey, secándose la frente con el pañuelo—. Trabajé años con los Duvine. Me parece difícil creer que pueda traicionarnos.
—Vamos a suponer que van a traicionarnos —dijo Haddon con expresión dura—. Cuando hay tanto dinero en juego, no confío en nadie más que en ti. Así que vamos a suponer que Duvine tratará de hacerse el vivo y debemos tomar precauciones.
—¿Qué precauciones?
—Le ganaremos de mano. Ellos llegarán al hotel Montreux Palace el 20. Tú dirás en recepción que te quedas hasta el 21, pero que quieres hacer una reserva para un amigo tuyo que a su vez es amigo de los Duvine. Quieres una habitación en el mismo piso y cerca de la de los Duvine. Cuando Duvine llegue le das el duplicado del neceser y le dices que te vas al hotel Eden y que lo esperarás para que te entregue el neceser de Lepski. El 21 te vas del hotel, asegurándote de que los Duvine te vean irte. Paras en cualquier lado cerca de Montreux, envías a tu novia a Zurich, te pones un disfraz y vuelves al hotel Montreux Palace con el nombre del amigo para el que reservaste la habitación. De allí en adelante, no pierdes de vista a Duvine cuando esté en el hotel. Cuando haya cambiado el neceser lo abordas, tomas el neceser, le pagas y vas al hotel Eden. De esta manera prevenimos la traición. ¿Qué te parece?
Bradey pensó y asintió.
—La idea es buena, pero no debemos olvidar que si Duvine está planeando en realidad una traición, sueña con poseer al menos cinco millones de dólares. Podría ponerse violento, y es más grande que yo. ¿Qué pasaría si me ataca y desaparece? Si yo tuviera sus músculos, es lo que haría.
Haddon sonrió sombrío.
—Cuando llegues a Ginebra, compra un revólver. Te daré la dirección de un hombre que te lo venderá sin hacer preguntas.
Bradey abrió los ojos grandotes.
—¡No! ¡En mi vida toqué un revólver! ¡Nada de violencia! ¡Eso sí que no, Ed!
—En esta operación hay tres millones de dólares en juego, uno para ti y dos para mí —dijo Haddon con un gruñido—. No tiene por qué estar cargado. Si Duvine se pone violento, lo único que tienes que hacer es apuntarle con el revólver y eso lo tranquilizará. No puede haber errores en esto, Lu —Sacó de la billetera una tarjeta y escribió una dirección—. Sólo dile mi nombre. No habrá problemas, pero compra un revólver.
Bradey dudó, hizo una mueca y tomó la tarjeta.
—Quizás Duvine no vaya a traicionarnos —dijo, sin mucha esperanza—. Puede ser que estemos haciendo una montaña con un granito de arena.
Haddon levantó el paquete y se lo puso a Bradey en las rodillas.
—Me voy a acostar. No te preocupes por las montañas. Ni te preocupes por los granitos de arena. Asegúrate de que Kendrick tenga el ícono y nosotros el dinero.
Dejando a Bradey mirando inquieto el paquete, Haddon atravesó el bar hacia los ascensores.
Vasili Vrenschov era el contacto ruso de Herman Radnitz. Era un hombre regordete, corpulento, calvo y con ojos que parecían botones negros insertos en un bollo de masa blanca.
Vivía en un modesto departamento de tres habitaciones en Sellinburen, cerca de Zurich. Este departamento era de su amante suiza, y allí podía vivir sin soportar la molesta interferencia policial. Viajaba mucho a Moscú y estaba muy bien considerado por los más altos jerarcas soviéticos.
Esta mañana había recibido una llamada telefónica de Radnitz invitándolo a almorzar en la Villa Hénos, una de las muchas casas de lujo de Radnitz, situada a algunos kilómetros de Zurich, construida sobre una hectárea de parque junto al lago con muelle propio y lanchas a motor, para no mencionar el yate de lujo en el que Radnitz, cuando tenía ganas, recibía.
A Vasili Vrenschov siempre le agradaban las invitaciones de Radnitz. Había arreglado una serie de lucrativos negocios entre Radnitz y el Kremlim, y Radnitz siempre le había pagado una comisión que se acreditaba en la cuenta numerada de Vrenschov en un banco de Zurich, dinero sobre el que el Kremlim no sabía nada en absoluto.
Vrenschov dejó su viejo Volkswagen en el estacionamiento y subió los escalones de mármol que llevaban a los imponentes portales de la villa. Tocó el timbre y se volvió para admirar los magníficos canteros de flores y mirar lleno de envidia el muelle, el yate y la vista del lago.
Se abrieron las puertas y un mayordomo entrado en años le hizo una pequeña reverencia.
—Mr. Radnitz lo espera, Mr. Vrenschov —dijo—. Sígame por favor.
—Me alegro de volver a verlo, Mythen. Dígame, ¿qué me hizo preparar para el almuerzo? —preguntó Vrenschov mientras se sacaba el sombrero y entraba en el inmenso salón, decorado con armaduras y espléndidos tapices.
—Ostras de Whitstable y urogallo escocés, señor —dijo Mythen sonriendo. Sabía qué glotón era ese ruso—. Las ostras llegaron por avión esta mañana de Inglaterra.
Vrenschov hizo girar los ojos.
—¡Espléndido! ¿Y Mr. Radnitz? Espero que esté bien.
—Parece estar en excelente estado de salud, señor —dijo Mythen y acompañó a Vrenschov por un largo corredor hasta el estudio de Radnitz.
Radnitz estaba sentado detrás de un inmenso escritorio antiguo cubierto de papeles. Al entrar Vrenschov se puso de pie con una amplia sonrisa de bienvenida.
—Un placer verlo, Vasili —dijo, saliendo de detrás del escritorio para darle la mano—. Gracias por venir en seguida. Siéntese. ¿Un poquito de vodka?
Vrenschov depositó su humanidad en una silla cerca del escritorio.
—Me gustaría, Mr. Radnitz. Muy amable.
Mythen sirvió vodka en grandes copas de cristal con hielo molido.
—¿Un cigarro?
—Nada mejor.
Mythen sacó un cigarro de la caja sobre el escritorio, le cortó el extremo, se lo tendió a Vrenschov, le ofreció fuego y luego, con una inclinación, salió de la habitación.
—¿Madame? ¿Se encuentra bien? —preguntó Radnitz, sentado detrás del escritorio.
—Sí, gracias. El clima de Zurich no es de su agrado, pero sobrevive.
Radnitz hizo una pausa para encender su cigarro y luego, levantando la copa, le hizo una inclinación de cabeza a Vrenschov que levantó la suya, luego bebió.
Hubo una breve pausa.
—Me pareció que era hora de que habláramos —dijo Radnitz—. Han pasado tres meses desde la última vez que nos vimos, Vasili. ¿Tiene alguna noticia para mí?
Vrenschov levantó los gordos hombros.
Los ojos encapotados de Radnitz perdieron suavidad.
—¿Sobre qué, si no?
—Sí. Bueno, puede estar seguro de que promuevo sus intereses, Mr. Radnitz, como siempre he hecho y haré.
—¿Y…?
—Esta es, por supuesto, una enorme empresa, Mr. Radnitz —dijo Vrenschov con una sonrisa halagadora—. El costo…
—Ya hablamos de eso —dijo Radnitz cortante—. Estoy dispuesto a financiar la mitad del proyecto. Su gente financiaría la otra mitad. Mis técnicos ayudarán y asesorarán. Esa es mi propuesta. Ahora quiero saber qué está haciendo su gente a este respecto.
—Bueno, para ser franco, Mr. Radnitz —Vrenschov hizo una pausa para beber un sorbo de su bebida—, mi gente duda. Usted puede estar seguro de que yo he defendido sus intereses, pero piensan que deben consultar a otros contratistas para ver si la represa se puede construir con menos dinero.
Una llamita de rabia llameó en los ojos de Radnitz pero desapareció de inmediato.
—Ningún otro contratista puede construir la represa por menos dinero, y por cierto ninguno también como yo.
—Estoy seguro de que así es, pero mi gente es difícil. Están continuando la investigación a pesar de mis consejos adversos. Por lo tanto, hay demora. Confío en que antes de mucho tiempo los asuntos se solucionen a su favor.
Se oyó un golpe en la puerta y entró Mythen.
—El almuerzo está servido, señores —anunció.
Las ostras eran suculentas y el urogallo impecable, servido con un Margaux de 1959, seguido por queso y helado de champagne.
Mientras comían Radnitz habló de temas diversos, sin referirse a los negocios, pero Vrenschov sabía que después del almuerzo sería presionado. Sus tratos anteriores con Radnitz le habían enseñado que éste era un negociador despiadado y que debía manejarlo con mano de seda.
Al fin los dos hombres volvieron al estudio, se sentaron con un cognac y cigarros y Radnitz abrió fuego.
—Usted y yo, Vasili, hemos disfrutado una asociación feliz y lucrativa —dijo, mirando a Vrenschov con sus ojos encapotados—. Hemos hecho cuatro negocios juntos. Ha recibido en pago, en su cuenta numerada, cerca de noventa mil francos suizos como comisión, de lo cual sus superiores no saben nada.
Vrenschov sonrió. Era demasiado ducho en estas cosas como para reaccionar ante la sugerencia de chantaje. Una cuenta numerada en Suiza daba seguridad absoluta.
—Mi gente no sabe nada sobre mi cuenta suiza y no lo sabrá nunca, Mr. Radnitz —dijo.
Radnitz se dio cuenta de que este ruso sonriente no sería fácil víctima de chantaje. Asintió y cambió de táctica.
—Si consigo el contrato de la represa Kazan debido a sus esfuerzos, Vasili, creo que le prometí un cuarto de millón de francos suizos.
Vrenschov volvió a sonreír.
—Eso fue una amabilidad de su parte y puede estar tranquilo de que estoy haciendo todo lo posible en su favor pero, como le he dicho, mi gente insiste en conocer otras ofertas.
Radnitz estudiaba el extremo de su cigarro; ninguna expresión asomó en su cara de sapo.
—Me parece —dijo al fin— que se necesita una palanca para inclinar a sus superiores hacia mi lado.
—¿Una palanca? No lo comprendo.
—El ícono de Catalina la Grande —dijo Radnitz, observando a Vrenschov minuciosamente, pero el gordo ruso se limitó a levantar las cejas.
—Ah, sí —dijo—. Me enteré de que lo habían robado mientras era exhibido en Washington. ¿Qué puede tener eso que ver con la represa Kazan?
Radnitz controló su impaciencia.
—Sus superiores están sacando un muy buen partido, desde el punto de vista político, de este robo. Un robo que ha puesto al Presidente en una posición muy incómoda. No es querido. La prensa del mundo lo critica. Ha tomado precauciones urgentes para que el ícono no salga de los Estados Unidos y, al clausurar todas las salidas, le está causando serios inconvenientes al público que ya protesta y terminará cargando con las culpas. Los comprendo. A la mayoría de los norteamericanos les importa un carajo el ícono ruso, y que haya demoras y control de equipaje en todos los aeropuertos, restricciones sobre embarcaciones y demás hace que el Presidente pierda popularidad.
—Es lamentable —dijo Vrenschov con una sonrisa socarrona—, pero, ¿qué tienen que ver los problemas de su Presidente con mi gente?
—Vamos, Vasili, usted sabe tan bien como yo que cualquier problema que afecte al Presidente es buena noticia en el Kremlin.
Vrenschov rió: un sonido áspero y gutural.
—Extraoficialmente, Mr. Radnitz, diría que tiene razón.
—Se dice que el Presidente le ha asegurado a su Premier que el ícono está aún en los Estados Unidos y que no demorará en ser hallado.
—Sí, así es, Pravda ha publicado un informe de la conversación, pero puede llevar meses o incluso años encontrarlo, si el ladrón está dispuesto a esperar —Vrenschov se pasó la copa de cognac por la nariz, aspirando el aroma—, ¿Es posible que los controles de salida y la demora de los viajeros continúen indefinidamente hasta que se encuentre el ícono?
—No. Supongo que el control continuará por un mes al menos, provocándole más y más problemas al Presidente, y luego poco a poco será levantado debido a la presión de las quejas del público.
—¿Ésa sería la oportunidad del ladrón?
—No. Habría controles al azar, registros inesperados. Tendría que tener nervios de acero para intentar contrabandear el ícono al extranjero.
Vrenschov terminó el cognac.
—Por fortuna, Mr. Radnitz, eso no está en mi terreno. Al parecer nos hemos alejado del tema de la represa Kazan, que sí lo está.
—Hablaba de una palanca —dijo Radnitz—. Sírvase más cognac, mi querido Vasili.
—Muy amable —Vrenschov se sirvió con generosidad del botellón de cristal tallado—. Este cognac es espléndido.
—Entiendo que sus superiores estarían encantados de recuperar el ícono.
—Por supuesto. El ícono es uno de los objetos más preciados del Hermitage. Siempre atrae el interés de los turistas, y su valor es incalculable.
Radnitz dio una pitada.
—Ésa es la palanca de la que hablaba. Supongamos que yo estuviera en posición de devolver el ícono al Hermitage y darles las pruebas de que el Presidente mintió al decir que el ícono sigue en los Estados Unidos, ¿diría que sus superiores se sentirían lo bastante contentos como para darme el contrato de la represa Kazan? Supongamos que puedo probar que el ícono salió de los Estados Unidos al día siguiente de ser robado a pesar de las precauciones de seguridad en las que intervinieron la policía, el FBI, la CIA, la Marina y el Ejército. Bien manejada por la prensa mundial, esta publicidad convertiría al Presidente en un hazmerreír, ¿no?
Vrenschov inclinó la cabeza.
—Sí. Eso es obvio, Mr. Radnitz. ¿Está usted en posición de devolver el ícono o es sólo una suposición?
—Depende de su gente—dijo Radnitz—. Si consigo el contrato de la represa Kazan, tendrán el ícono.
Vrenschov respiró hondo.
—Mr. Radnitz, ya hace un tiempo que trato con usted y he aprendido a confiar en su palabra. ¿Debo suponer que usted tiene el ícono?
—No he dicho eso. Dije que podía conseguirlo. Me costará dinero, pero estoy dispuesto a pagar el ícono siempre que consiga el contrato.
—¿Ya no está en los Estados Unidos?
—No.
Vrenschov esperó, dándole tiempo a Radnitz para que dijera donde estaba, pero como Radnitz permanecía en silencio, agregó:
—¿Puede garantizar su devolución?
—Si su gente me garantiza el contrato de la represa —dijo Radnitz, mirando directamente a Vrenschov—. Podemos hacer el intercambio aquí. Ustedes obtienen el ícono. Yo obtengo el contrato.
—Esta es una propuesta muy interesante, Mr. Radnitz. Salgo mañana para Moscú —dijo Vrenschov—. ¿Puedo entonces decirle a mi gente que el ícono ya no está en los Estados Unidos?
—Puede decírselo y pueden tenerlo con ellos dentro de diez o quince días.
Vrenschov asintió.
—No le quepa duda de que haré todo lo posible para promover sus intereses, Mr. Radnitz, pero, por supuesto, no puedo decirle cómo reaccionará mi gente. La represa costará una suma enorme. Espero que considerarán al ícono suficientemente importante como para equilibrar la balanza en su favor.
—Eso, por supuesto, está en manos de ellos —Decidido a ganar algo a costa de los rusos, Radnitz continuó—. Aunque no quieran darme el contrato, yo estaría dispuesto a comprarle el ícono a mi contacto si sus superiores estuvieran dispuestos a pagarlo.
—¿Cuánto costaría, Mr. Radnitz?
Atento a que era su intención no pagarle nada a Kendrick por el ícono, Radnitz dijo:
—Seis millones de dólares. —Viendo la reacción de Vrenschov, agregó—: En el mercado, el ícono valdría al menos veinte millones de dólares. Sus superiores no sólo lo compran barato, sino que además sacarán buen partido políticamente. ¿Quién sabe? Hasta podría ser que el Presidente los indemnizara. Para evitar más publicidad inoportuna, es muy posible que lo hiciera.
—De modo que tengo dos propuestas —dijo Vrenschov—. O consigue el contrato de la represa y devuelve el ícono o no consigue el contrato pero le vende el ícono a mi gente por seis millones de dólares. ¿Correcto?
Radnitz se puso de pie.
—Lo ha comprendido perfectamente, mi querido Vasili. Consígame el contrato y le pagaré un cuarto de millón de francos suizos. Si no lo consigue, pero sus superiores pagan seis millones de dólares por el ícono, le pagaré cincuenta, mil francos suizos. Es obvio que le conviene tratar de conseguirme el contrato.
—Y no le quepa duda que eso haré, Mr. Radnitz.
Los dos hombres se estrecharon la mano.
—Tendrá noticias en menos de tina semana —dijo Vrenschov camino a la puerta con Radnitz.
—Mythen ha puesto un paquetito en su auto —dijo Radnitz—. Con mis respetos para Madame.
—¡Cuánta amabilidad! ¡Cuánta consideración! —los ojitos ávidos de Vrenschov se iluminaron.
Radnitz sonrió y le hizo adiós con la mano.
Al tercer día de su estada en París, Pierre Duvine llevó a los Lepski a ver la ciudad. Pierre conocía París como la palma de su mano. Luego de una breve recorrida por el Louvre los llevó a Notre Dame, luego a Ste. Chapelle y al final a la cima de la Torre Eiffel. Sus comentarios eran tan interesantes que hasta Lepski comenzó a apreciar la recorrida cultural.
Al oír la propuesta de Pierre, Lepski y Carroll tuvieron la pelea habitual, en la habitación del hotel.
Lepski decía que al diablo con las excursiones culturales. Él quería caminar por la calle y ver cómo vivían los franceses. ¿A quién le importan esos espantosos museos?
Carroll no quería saber nada.
—Lepski, es hora de que tengas algo de cultura. No piensas en otra cosa que en delincuentes, comida y mujeres. ¡Vas a aprovechar esta oportunidad para cultivarte la mente!
Haciendo el mismo ruido de una avispa atrapada en una botella, Lepski, se rindió.
Volvieron al hotel a las 17.50, todos algo cansados y con dolor de pies.
—Esta noche vamos a la Tour d'Argent —dijo Pierre mientras entraban en el vestíbulo del hotel—. Uno de los más grandes restaurantes de París. Y después iremos al Lido. Reservé una mesa. —Le dio un codazo a Lepski—. Estupendas chicas.
Lepski se alegró de inmediato.
—Bárbaro. ¿Tomamos algo, Pierre? Que las chicas suban y nosotros nos enjuagamos las amígdalas.
—¡Lepski! No seas ordinario —exclamó Carroll.
—Ustedes suban —dijo Lepski y, tomando a Pierre del brazo, practica- mente lo arrastró hacia el bar.
Ésta era la oportunidad que esperaba Claudette.
Mientras caminaban por el corredor hacia sus habitaciones dijo:
—Carroll, querida, ese neceser, ¡me tiene tan envidiosa! Tengo que convencer a Pierre de que me compre uno igual.
—Y aún no viste la parte de adentro —dijo Carroll, abriendo la puerta de su dormitorio—. Entra. Te lo mostraré. Es maravilloso.
Entraron en la habitación. Carroll fue hasta un armario, lo abrió y sacó el neceser, lo apoyó sobre una mesa y lo abrió.
—¡Mira! ¿No es sensacional?
Claudette se tomó su tiempo. Instó a Carroll a sacar todo lo de adentro, examinando cada cosa mientras dejaba escapar grititos de admiración, hasta que el neceser estuvo vacío. Entonces examinó el interior, alabando el trabajo del fabricante, mientras Carroll, hinchándose de orgullo, la miraba.
Luego Claudette cerró el neceser y lo levantó para admirar el exterior, notando que era al menos seis centímetros más grande del lado de afuera que del de adentro.
—¡Es perfecto! —exclamó—. Pero es un poquito pesado.
—Sí, pero es tan fuerte. A Tom no le gusta llevarlo.
Claudette rió dejando el neceser.
—Bueno, a mí me gustaría. Tengo que hablar con Pierre.
Observó a Carroll mientras volvía a poner todos los artículos, con esmerado cariño, y lo cerraba, tomando nota mental de la llave.
—Muy bien, querida —dijo—, descansa un poco. Nos encontraremos en el vestíbulo a las 8.00. Espero que hayas disfrutado el día,
—¡Ha sido maravilloso! No sé cómo hacer para agradecerles a los dos — dijo Carroll—. ¡Son un amor! Nos están malcriando. Pero esta noche insisto en que sean nuestros invitados. Han hecho tanto por nosotros…, por favor.
—Bueno, como no —Claudette sonrió—. Pero es un placer. Estamos tan contentos de haber encontrado tan buenos amigos. Está bien, le diré a Pierre.
Al volver a su habitación Claudette esperó impaciente a Pierre que por fin llegó una hora después, levemente sonrojado.
—¡Dios mío! —exclamó, agarrándose la cabeza—. ¡Cómo toma ese hombre! ¿Alguna novedad?
—El neceser tiene un fondo falso. Y es pesado aun vacío. El ícono debe de estar adentro.
Claudette siguió explicando detalles mientras Pierre la escuchaba.
—¿Y la llave?
—Muy fácil, esa cerradura se puede abrir con una horquilla.
Pierre respiró hondo.
—Ahora tenemos que pensar, mi amor.
—Tú piensa, tesoro. Yo voy a darme una ducha. Nos espera una larga noche.
—Y faltan seis días. No hay que apresurarse.
—Por lo menos esta noche pagan ellos —dijo Claudette empezando a desvestirse.
Después de una cena espléndida en el Tour d'Argent, todos fueron al Lido, ese encantador espectáculo, musical en los Champs Elysées.
Aunque Lepski estaba impresionado con la magnífica vista desde los ventanales del restaurante hacia la iluminada Notre Dame, puso objeciones cuando propuso el famoso pato exprimido. Lepski decía que no le gustaba la comida complicada y que él comería un bife.
—¡De ninguna manera! —dictaminó Carroll—. Estás en París y debes aprovechar la estupenda comida.
—¿Uno no puede comer lo que le gusta? —rezongó Lepski.
—Probaremos el pato —dijo Carroll con firmeza.
Cuando sirvieron el pato, Lepski lo probó con recelo, y luego dijo:
—¡No está mal! Mira, chiquita, tienes que probar hacer esto cuando volvamos a casa —Se volvió a Pierre—. Carroll es una excelente cocinera.
—Come y cállate —dijo Carroll.
Por fin, una vez terminada la cena, Lepski chasqueó los dedos para pedir la cuenta. Se puso pálido cuando vio lo que había costado la cena, y volvió a empalidecer cuando le preguntó a Pierre cuánto dejaba de propina. Contó los billetes franceses, murmurando y luego, con una risa ronca, le dijo a Pierre—:
—Este lugarcito no corre peligro de arruinarse —y recibió un puntapié de Carroll en la pantorrilla.
Pero las chicas del Lido le quitaron la depresión y cuando por fin volvieron al hotel, más o menos a las 2 de la mañana, Lepski dijo que había sido un gran día.
—Mañana será el último día en París —dijo Pierre mientras subían en el ascensor a las habitaciones—. Sugiero que visitemos los barrios viejos. Hay muchas cosas interesantes para ver, y luego tienen que ir a ver el Folies Bergère: más chicas y un gran espectáculo. Podemos cenar en el Grand Vefour, otro de los grandes restaurantes de París. Pago yo, Tom.
Lepski se puso contento, pero Carroll se negó rotundamente.
—Pagamos nosotros —dijo firme—. Insistimos —Ignoró el débil quejido de Lepski.
Hubo una amable discusión mientras caminaban hacia sus habitaciones, pero Pierre, sabiendo a cuánto ascendería la cuenta de la noche siguiente, aceptó con gentileza ser invitado de los Lepski.
Mientras Lepski protestaba en la habitación, diciéndole a Carroll que estaba loca tirando el dinero así, los Duvine, en la suya, se miraban ansiosos.
—Tuve la terrible sensación —decía Claudette— de que iban a permitir que pagaras mañana. Tenemos que medir nuestros gastos, tesoro.
Pierre la palmeó.
—Sabía que ella iba a insistir. No habría sugerido el Grand Vefour de no haber estado seguro —Sonrió con amor a su esposa—. ¿Te estás divirtiendo?
—¡Si pudiéramos vivir así toda la vida! —Claudette empezó a desvestirse—. ¿Pensaste?
—Por supuesto. No podemos hacer nada hasta no llegar a Montreux. Todavía me pregunto cómo hacer para ponerme en contacto con Radnitz. Ese es el problema, mi amor.
—Tenemos seis días. ¿Estás cansado?
—No demasiado —dijo Pierre, arrobado ante la desnudez de ella y empezó a desvestirse a toda prisa.
En el aeropuerto de Zurich un hombre alto y delgado con pelo rubio, vestido de manera impecable con un traje azul oscuro avanzó con los pasajeros recién llegados del vuelo desde Nueva York hacia el control de pasaportes suizo. A medida que la fila avanzaba vio que había dos hombres de civil parados detrás del funcionario, y supuso que serían policías de seguridad.
Cuando le llegó el turno presentó su pasaporte. Los tres hombres lo miraron.
—¿Está aquí por negocios, Sr. Holtz? —preguntó el funcionario;
—No. Vine a visitar a unos amigos —respondió Sergas Holtz en su alemán frío y cortado—. Sólo me quedaré una semana.
—Que tenga una buena estadía.
Sergas Holtz se dirigió al control de equipaje. Había una larga fila de pasajeros exasperados, esperando, mientras varios vistas de aduana uniformados revisaban los equipajes.
Con una sonrisita irónica Holtz esperó paciente. Le parecía que todo este esfuerzo y demora inútiles eran graciosos. Al fin le llegó el turno. Abrió la valija y observó al funcionario mientras la revisaba, palpando el interior, y Sergas se alegró de no haber tenido que presentar el neceser ante este control.
—Gracias, señor —dijo el vista, y dejando que Sergas volviera a guardar sus cosas se dirigió al siguiente pasajero.
Sergas fue al mostrador de Hertz. Con su tarjeta de crédito, en seguida le dieron un Ford Escort. Pidió un plano de la ciudad y se lo facilitaron.
Su tío le había dado dos direcciones. Sentado en el auto alquilado buscó las direcciones en el plano; luego se dirigió al centro de la ciudad.
La primera dirección era un viejo edificio de departamentos no lejos del aeropuerto. No le fue fácil encontrar lugar para estacionar. Entró en el edificio, subió en el rechinante ascensor hasta el tercer piso y tocó el timbre en una pesada puerta de roble.
La puerta se abrió, luego de una demora, y un hombrecito de barba, de cerca de setenta años, vestido con una camisa de franela gris y pantalones de cordero y marrones lo escudriñó con recelo a través de sus gruesos anteojos.
—¿Mr. Frederick? —preguntó Holtz.
—Sí.
—Usted me esperaba —Sergas le mostró el pasaporte.
Frederick lo examinó con cautela, refunfuñó y se lo devolvió. Se hizo a un lado.
—Pase, Mr. Holtz.
Sergas entró en un vestíbulo oscuro, luego siguió a Frederick hacia un gran living amoblado con muebles horribles.
—Estoy para servido —dijo Frederick—. He hecho muchos negocios agradables con su tío. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Necesito una pistola —dijo Sergas—. Una Beretta, si tiene.
—¡Ah! Una hermosa arma, pesa menos de trescientos gramos y mide sólo quince centímetros.
—¡Ya sé! —dijo Sergas impaciente—. ¿Tiene una?
—Sí. Es casi nueva, y está en perfectas condiciones. Cuesta…
—No me interesa cuánto cueste. Cárguela a la cuenta de mi tío —dijo Sergas tajante—. Déjeme verla.
—Un segundo.
Frederick salió de la habitación, cerrando la puerta a sus espaldas. Sergas fue a la ventana, corrió la cortina y miró hacia la calle. Sus ojos duros observaron a la gente que pasaba, a los autos. No vio nada que lo alarmara, pero la sospecha era innata en su naturaleza. Soltó la cortina y caminó hacia el centro de la habitación cuando Frederick entró, trayendo una caja de cartón.
—Hay veinticinco balas —dijo, apoyando la caja sobre la mesa—. Me temo que no tengo más.
—Es suficiente —Sergas abrió la caja, sacó la pistola, rodeada de algodón, y la examinó. Su examen fue minucioso y experto.
—Veo que sabe de armas —dijo Frederick, mirándolo—. La encontrará en perfectas condiciones.
Sergas ignoró el comentario. Satisfecho con el arma, abrió la caja de municiones y, luego de escudriñar cada bala, cargó la pistola.
—La llevo —dijo—. Ahora quiero un cuchillo de caza.
—Como no, Mr. Holtz. Traeré los mejores.
Frederick volvió a salir y regresó unos minutos más tarde con una gran caja que apoyo sobre a mesa. Sacándole la tapa, dijo:
—Elija, por favor.
Sergas pasó cerca de media hora examinando la colección de cuchillos antes de elegir.
—Este —dijo, sosteniendo un cuchillo que daba miedo, con mango chato de ébano y una hoja de unos catorce centímetros de largo.
—Excelente elección. El mejor cuchillo de mi colección —dijo Frederick—. Hay una vaina haciendo juego —Hurgó en la caja hasta encontrar una vaina de gamuza con correa.
Sergas levantó el cuchillo y, levantándose la pierna derecha del pantalón, ajustó la correa en su sitio. Después de acomodarlo, el cuchillo se adaptaba con comodidad a la pantorrilla. Bajándose la pierna del pantalón, caminó por la habitación y luego asintió.
—Lo llevo. A la cuenta de mi tío —y con una inclinación de cabeza, salió del living, abrió la puerta del frente y tomó el ascensor hasta la entrada del edificio de departamentos, con la Beretta en el bolsillo del pantalón, la caja de municiones en el bolsillo de la chaqueta y el cuchillo ajustado a la pierna.
Desde que salió de Nueva Cork, completamente desarmado, Sergas se había sentido desnudo, pero ahora no. Caminó hasta el auto con paso seguro, subió, consultó el mapa y arrancó hacia la segunda dirección.
Tuvo problemas con las calles de una sola mano y el tránsito lento y pesado, pero al fin encontró un par de portones con una chapa en la que se leía el número que buscaba.
Unos minutos más tarde estaba en una oficina hermosamente decorada, estrechándole la mano a un suizo alto y calvo que se presentó como Herr Weidmann.
—Su tío me llamó, Mr. Holtz. Es siempre un gran placer hacer algo por él. El neceser está listo. Puedo asegurarle que es tal como lo pidió su tío.
Sergas asintió.
—Estoy apurado —dijo—. Déme el neceser.
A Weidmann se le borró la sonrisa. No estaba acostumbrado a un trato tan seco, ni le gustaba el aspecto de este hombre delgado y alto con esos ojos duramente inquisidores.
—Por supuesto, por supuesto —Fue hacía un armario, lo abrió y sacó el neceser azul—. Es una réplica perfecta. Mirando las fotografías se ve…
—¡Envuélvalo! —le espetó—. ¡Tengo prisa!
Weidmann tomó el neceser y salió de la oficina. Qué tipo grosero, pensó, mientras su secretaria envolvía el neceser. ¿Quién diría que era el sobrino de Gustav Holtz?
Volvió con el paquete y Sergas lo tomó.
—Le aseguro que todo se ha hecho según las instrucciones de Mr. Holtz —dijo Weidmann, esforzándose por sonreír—. Aquí…
—Muy bien. Me doy por enterado —dijo Sergas y, volviéndose, salió de la oficina y regresó al auto.
Ahora, hacia la villa de Radnitz.
El viaje hasta la Villa Hélios le llevó tiempo. Sergas estaba exasperado con el tránsito pesado, despacioso, pero se cuidó bien de controlar su impaciencia. No podía darse el lujo de chocar, aunque hubo momentos en que tuvo que reprimir su mal carácter para no gritarles a los conductores que trataban de pasarlo, de ganarles de mano a las luces, o de cortar camino por calles laterales.
Eran apenas pasadas las 16 cuando por fin paró frente a los impresionantes portales de la villa, aunque a Sergas no le impresionaron. La manera en que los magnates ricos exhibían su riqueza lo aburría. Al subir los escalones de mármol pensaba cómo alguien podía vivir en un estilo tan ostentoso.
Mythen abrió la puerta y le hizo una pequeña inclinación.
—¿Mr. Holtz?
—Sí —Sergas miró al anciano con desprecio: un lacayo de alma, un adulón, pensó.
—Pase, por favor, Mr. Radnitz está ocupado, pero lo verá en un momento.
Sergas siguió al anciano hasta una gran habitación amueblada con invalorables antigüedades.
—¿Puedo ofrecerle café, té o alguna bebida mientras espera, Mr. Holtz? —preguntó Mythen.
—¡Nada! —dijo Holtz y, cruzando la sala hasta la ventana, miró la vasta extensión de parque, los árboles, los arbustos floridos y la gran piscina.
Mythen se retiró en silencio, cerrando la puerta a sus espaldas.
Sergas permaneció ante la ventana. Después de unos minutos vio a un hombre muy corpulento con un conjunto negro de gimnasia atravesar el parque. Lo seguían otros dos hombres; del mismo físico vestidos de manera similar. Todos desaparecieron detrás de un gran matorral de arbustos en flor. Holtz observó esto con una sonrisita irónica. Los guardaespaldas de Radnitz, pensó. Bueno, parecían eficientes. Supuso que un hombre en la posición de Radnitz automáticamente gastaba dinero en guardaespaldas, más por autoestima que por protección.
Media hora más tarde entró Mythen.
—Mr. Radnitz lo espera. Sígame por favor.
Llevando el paquete con el neceser, Sergas caminó detrás de Mythen hasta el estudio.
Radnitz, sentado detrás de su escritorio lleno de papeles, y con un cigarro entre sus gordos dedos, miró con interés a este hombre alto y delgado que entraba en la habitación. Observó el andar felino de Sergas mientras se acercaba a su escritorio.
Radnitz, un astuto juez de hombres, llegó a la inmediata conclusión de que este hombre podía igualar el nivel de Lu Silk. Puesto que Gustav Holtz lo había recomendado, Radnitz no desconfiaba, pero quería asegurarse por sí mismo.
Sergas a su vez miró a Radnitz. Sí, pensó, este era un hombre con el que podía cooperar. La descripción de su tío del poder y la crueldad de Herman Radnitz no era exagerada.
—¿Tiene el neceser? —preguntó Radnitz con su voz dura y gutural.
—Sí, señor —Sergas dejó el paquete sobre el escritorio.
—¿Es satisfactorio?
—Eso no lo sé. Weidmann, el que lo hizo, dice que sí. Mi tío habló con él. A mí me dijeron que se lo trajera a usted, nada más. No lo miré.
—Sí a su tío le parece bien, a mí también —Radnitz dio una pitada al cigarro—. Siéntese.
Holtz se sentó en una silla cerca del escritorio de Radnitz.
—Ahora usted es miembro de mi personal —dijo Radnitz—. Su tío lo avala. ¿Le explicó sus obligaciones?
Sergas inclinó la cabeza.
—Quizás no tenga nada que hacer por semanas, pero entonces puede recibir una tarea. Tiene que estar siempre donde se lo pueda localizar. Me mantendrá informado del sitio donde encontrarlo de inmediato. ¿Entendió?
Sergas volvió a inclinar la cabeza.
—De ahora en adelante es mi matón, así le llaman a los asesinos. Su tío le ha explicado los términos del sueldo. ¿Está satisfecho?
—Sí, señor.
—¿No tiene dudas en aceptar este trabajo?
Una expresión aburrida apareció en los ojos de Sergas.
—¿Por qué iba a tenerlas, señor?
—¿Comprende cuál es su tarea habitual?
—Mi tío me dijo que debía ir al hotel Montreux Palace en Montreux y cambiar este neceser por uno similar, propiedad de una tal Mrs. Lepski.
—Así es. ¿Cómo lo va a hacer?
—Los Lepski llegarán al hotel dentro de seis días. Yo llegaré dos días antes. Mi tío ya me reservó una habitación en el mismo piso que la de ellos. Esperaré la oportunidad y luego cambiaré el neceser.
—¿Piensa que puede hacerlo?
Otra vez la expresión aburrida apareció en los ojos de Sergas.
—No estaría aquí, señor, si no estuviera seguro de poder hacerlo.
A Radnitz le gustaba esta confianza en sí mismo. Asintió aprobando.
—Cuando tenga el neceser de Mrs. Lepski, debe traérmelo en seguida aquí.
—Entiendo, señor.
—Tiene tres días antes de salir para Montreux. Se le reservó una habitación en el hotel Eden. ¿Qué hará mientras espera?
—Aprenderé a abrir puertas de habitaciones de hoteles —dijo Sergas—. Mi tío me dio el nombre de un cerrajero que me enseñará. Eso tengo que aprenderlo. Si no puedo abrir la puerta del dormitorio de los Lepski, no podré conseguir el neceser.
Radnitz asintió.
—Su tío es un hombre notable. Piensa en todo. Confío en que usted alcance su mismo nivel.
—Sí, señor.
—Muy bien. Ahora es libre de hacer lo que le parezca. Lo espero aquí con el neceser de Mrs. Lepski dentro de una semana. Si falla, no me será de más utilidad. ¿Comprende?
—Sí, señor —y se puso de pie.
—Su tío me dice que se sabe cuidar muy bien —dijo Radnitz con una sonrisita solapada—. Aunque por lo general tomo muy en serio las opiniones de su tío, también prefiero a veces confirmarlas. ¿Tendría inconveniente en someterse a una prueba para ver si sabe cuidarse?
Los ojos de Sergas se volvieron sombríos.
—Claro que no —dijo con voz fría y seca.
—Entonces hágame el favor de caminar hasta el lago —Radnitz señaló las puertas ventanas—. Me gustaría ver por mí mismo si sabe cuidarse.
—Si eso es lo que desea, señor, lo haré sin problemas, por supuesto — Sergas hizo una pausa y enfrentó a Radnitz—. Supongo que esos tipos que probablemente sean sus guardaespaldas y que están escondidos en aquel matorral de arbustos trataran de darme una paliza para su diversión. Es comprensible, señor, pero debo advertirle que yo jamás juego inofensivamente. Antes de salir debo preguntarle si tiene algún lugar conveniente donde enterrarlos.
Radnitz se puso tieso.
—¿Enterrarlos? ¿Qué quiere decir?
Sergas se inclinó, levantó la pierna derecha del pantalón y la centelleante hoja del cuchillo estaba en su mano. El movimiento fue tan rápido que Radnitz permaneció inmóvil, con los ojos de sapo muy abiertos.
—Como ve, señor, no juego. Cuando tres hombres fuertes tratan de atacarme, los tajéo —dijo Sergas despacio. Una sonrisita irónica le torció la boca—. Usted no los emplearía si no tuviera fe en su capacidad de protegerlo. Me parece un desperdicio perderlos, y también sería una molestia para uno de sus sirvientes enterrarlos. Yo no me ocupo de entierros. Yo sólo me ocupo de la eliminación. —Miró a Radnitz, con los ojos llenos de maldad—. ¿Todavía desea que camine hasta el lago, señor?
Durante un largo rato Radnitz no se movió, mirando a este hombre y al cuchillo, luego se recuperó.
—Dadas las circunstancias, creo que la prueba es innecesaria —dijo—. Vaya a aprender a abrir puertas de dormitorios de hoteles, vaya al hotel Montreux Palace y vuelva con el neceser.
—Como usted desee, señor —dijo Sergas, envainando el cuchillo y luego, tomando el paquete y haciéndole a Radnitz una pequeña inclinación de cabeza, salió de la habitación.
Radnitz apagó el cigarro. Se sentía algo conmocionado. Era como si la Muerte hubiera entrado en la habitación, y Radnitz le temía a la muerte, era lo único que lo aterrorizaba.