Capítulo 2
Bajo la sombra del toldo. Herman Radnitz estudiaba un documento legal en la terraza de su suite en el último piso del hotel Belvedere.
Con sus ojos encapotados, nariz ganchuda, boca casi sin labios, la piel manchada y el cuerpo pequeño y gordo, Radnitz parecía un sapo repelente. Su aspecto no lo molestaba. Tenía dinero y poder, y le divertía ver cómo los hombres y las mujeres lo adulaban, en especial las mujeres.
Esta mañana ultimaba los detalles de un negocio que le daría aun más dinero. Había algunos problemitas legales que solucionar, pero Radnitz era un maestro en solucionar problemitas legales.
Levantó la mirada, irritado por la interrupción de su secretario, Gustav Holtz, que cruzaba la terraza en silencio hacia él.
Gustav Holtz era un hombre de unos cincuenta años, alto, delgado y calvo, con ojos profundos y boca cruel. Era un genio de las matemáticas, un hombre sin escrúpulos, que conocía ocho idiomas como la palma de su mano y ostentaba una aguda habilidad política. Era la mano derecha de Radnitz.
—¿Qué pasa? —dijo Radnitz—. Estoy ocupado.
—Claude Kendrick está aquí, señor —dijo Holtz—. ¿Quiere verlo? Tenía cita para esta mañana.
Radnitz dejó el documento.
—Lo veré —Señaló el documento—. Mire esto, Holtz, cláusula diez. No me gusta. Hay que hacer algo mejor.
Holtz tomó el documento y entró en la suite. Un momento después, vestido de punta en blanco con un traje de lino azul cielo, la peluca peinada con esmero y bien ajustada y llevando un portafolios, Kendrick cruzó la terraza.
Radnitz lo observó con malevolencia.
—¿Qué quiere? ¡Estoy ocupado!
Kendrick le tenía miedo a Radnitz, pero sabía que este hombre tenía el dinero que él quería. Su gorda cara dibujó una sonrisa aduladora.
—¿Ocupado? ¿Y cuándo no lo está, Mr. Radnitz? —musitó, acercándose a la mesa—. Perdóneme la interrupción, pero tengo algo que quizás le interese.
Radnitz se encogió de hombros y le señaló una silla.
—¿Qué? ¡Siéntese!
Kendrick depositó su humanidad sobre la silla.
—Muy amable, Mr. Radnitz. Es un inmenso privilegio…
—¿Qué es? —tronó Radnitz:
Kendrick se encogió. Este hombre temible, reflexionó, está de mal humor. Kendrick se dio cuenta de que sus modales de siempre, suaves y delicados, no harían más que irritado. Fue al grano.
—La exposición Hermitage en Washington —dijo.
Un asomo de interés apareció en los ojos encapotados de Radnitz.
—¿Qué pasa con eso?
—No sé si ha visto el catálogo. Espléndidos tesoros, maravillosos…
—Lo vi. ¿Qué más?
Kendrick sacó del portafolios el catálogo ilustrado de la exposición. Lo abrió en la página cincuenta y cuatro, y luego puso reverente el catálogo sobre la mesa. Lo acercó a Radnitz.
—Este magnífico objeto.
Radnitz tomó el catálogo y estudió la figura del ícono. Leyó los detalles, sin expresión, y luego miró a Kendrick.
—¿Y?
—Un tesoro, único, notable —dijo Kendrick, sonriendo su sonrisa de delfín—. Quizás el primer ícono…
—Sé leer —rugió Radnitz—. ¿Qué tiene esto que ver conmigo?
—Tengo entendido; señor, que en el mercado libre, este ícono valdría al menos veinte millones de dólares.
Radnitz dejó el catálogo con los ojos brumosos.
—Es posible, pero este ícono no está a la venta. Es propiedad de la Unión Soviética.
—Por supuesto, Mr. Radnitz, pero siempre pasan cosas. Supongamos que este ícono sale al mercado. ¿Le interesaría comprarlo por, digamos, ocho millones de dólares?
Radnitz permaneció un largo rato: mirando a Kendrick, que le sonreía.
—¿Habla en serio? —preguntó Radnitz con voz áspera.
—Sí, señor, muy en serio, —respondió Kendrick, moderando la sonrisa.
Radnitz se puso de pie y caminó hasta un cantero de flores que rodeaba la terraza. Le daba la espalda a Kendrick, miraba la playa y el mar y pensaba.
Mirándolo, Kendrick sintió que le palpitaba el corazón.
El pez ronda el anzuelo, pensó.
Radnitz se quedó inmóvil cerca de cinco minutos.
La larga espera le hizo perder expresión a la cara de Kendrick, pero volvió a colocarse la sonrisa cuando Radnitz volvió a la mesa y se sentó.
—El ícono no sale al mercado libre —dijo Radnitz.
—No, pero para un coleccionista privado que está interesado en adquirir este maravilloso tesoro, se puede llegar a un arreglo.
—¿Qué arreglo?
—Se me ha asegurado que si encuentro comprador, el ícono será entregado. No estaría aquí, señor, si no me hubiera asegurado de que puede hacerse.
—¿Cuándo?
Kendrick exhaló un largo suspiro. ¡El pez había picado!
—La semana que viene, siempre y cuando antes se depositen ocho millones de dólares en una cuenta en Suiza.
Radnitz tomó un cigarro de una caja sobre la mesa y comenzó el ritual de encenderlo.
—Por su bien, Kendrick —dijo, con un destello malvado en los ojos—, espero que lo que dice sea verdad.
—Puede confiar en mí, señor —Kendrick empezó a sudar otra vez.
—No he olvidado las estampillas rusas que prometió entregarme, y lo que sucedió con ellas.
Kendrick suspiró.
—Eso fue desafortunado. No puede culparme por lo sucedido.1
—Se lo acepto —dijo Radnitz de mal grado—. Muy bien, le compraré el ícono en seis millones de dólares, ni un centavo más. Sí o no.
Resultó mejor de lo que Kendrick esperaba. Significaba que haría una ganancia de tres millones de dólares.
—Señor, debo recordarle que una operación de este calibre debe ser financiada —dijo, sin abandonar la halagadora sonrisa—. Sugiero seis millones y gastos.
—¡No trate de regatear conmigo! —bramó Radnitz—. Ésta es mi oferta. El ícono será entregado en mi villa en Zurich. Contra entrega, pagaré seis millones de dólares para ser acreditados en un Banco a su nombre. Ésta es mi última oferta.
Kendrick quedó duro como tocado por una barra de hierro al rojo.
—¿Zurich? —dijo con voz aflautada—. No es posible, señor. ¿Cómo puedo sacar semejante tesoro de América y llevarlo a Zurich? Se dará cuenta de que apenas falte el ícono…
Radnitz lo interrumpió con un movimiento de la mano.
—No me interesan los problemas. Lo único que me interesa es recibir el ícono en Zurich. Si no es capaz de llevar el ícono a Zurich, dígalo. Estoy ocupado.
Kendrick tembló. Esto tenía que hablarlo con Haddon.
—Será muy difícil —susurró.
—Nunca es fácil ganar seis millones de dólares —exclamó Radnitz, tirando la ceniza del cigarro—. Váyase y considere mi oferta. Si antes de tres días no llama a mi secretario para decirle que puede arreglar este asunto, no me moleste nunca más en el futuro con otras ofertas —Se inclinó hacia adelante; le brillaban los ojos.— ¿Comprende?
A Kendrick le corría el sudor por la cara. Se puso de pie tambaleante.
—Sí, Mr. Radnitz. Haré todo lo posible.
Radnitz lo despidió con un ademán.
Kendrick se dirigió de inmediato al hotel Spanish Bay donde encontró a Ed Haddon terminando, bastante tarde, de desayunar. Al ver a Kendrick ir pesadamente a su encuentro, Haddon le pidió al mozo que trajera más café.
Kendrick se sentó con pesadez a la mesa. Sus ojitos voraces observaron los restos de tocino en una bandeja.
—¿Café? —preguntó Haddon.
—Me vendría bien.
Los dos hombres se miraron; luego Kendrick hizo una pequeña inclinación de cabeza.
Ninguno de los dos dijo nada hasta que el café estuvo servido y el mozo se fue.
—¿Ya está? —preguntó Haddon.
—Digamos que encontré un comprador —dijo Kendrick—. Ahora depende de ti.
—¿Cuánto?
—Tú recibirás tres millones.
Haddon sonrió.
—Tres millones y gastos, por supuesto.
—Tres millones, querido Ed, sin gastos —dijo Kendrick con firmeza.
—Sólo organizar la operación costará cuarenta mil dólares de sobornos. Claude. Yo no vaya pagar eso, te corresponde a ti.
—No. Te corresponde a ti, Ed.
—Está bien. Hablaré con Abe. Puede llevar tiempo, pero encontrará un comprador.
Kendrick utilizó su sonrisa de tiburón.
—Estoy dispuesto a repartir los gastos, nada más.
—¿Puedes confiar en tu comprador?
—Por supuesto.
Haddon se encogió de hombros.
—¿Veinte en efectivo?
—Si insistes.
—Tenemos un trato. La operación está en camino, pero hay algo que quiero que hagas. Necesitaré una réplica del ícono, nada elaborado, lo suficiente para engañar por un par de horas.
—¿Estás planeando una sustitución?
—No te preocupes. Tengo todo planeado. ¿Puedes conseguir me una réplica en menos de tres días?
Kendrick asintió.
—Louis puede hacerla —Miró pensativo a Haddon—. Pareces muy confiado. Espero que esto salga bien. Podría tener serios problemas si fallas. Mi cliente es un hombre peligroso, un hombre temible. Le prometí el ícono para la semana próxima.
—Lo tendrás el martes por la noche —dijo Haddon sereno.—¿Lo dices en serio, a pesar de las dificultades?
—Lo tendrás el martes por la noche —repitió Haddon.
Kendrick suspiró, pensando que esto era sólo el principio. Era plenamente consciente de la conmoción que causaría el robo del ícono. Se clausurarían todas las salidas de los Estados Unidos. El F.B.I, la CIA, la policía, la gente de aduana, todos estarían alertas. ¡Si sólo pudiera llevarle el ícono a Radnitz al hotel y terminar todo! ¡Pero no! ¡Zurich!
Se puso de pie con pesadez, deseando no haberse puesto en contacto con Radnitz.
—Louis te traerá la réplica— y veinte mil en efectivo —Hizo una pausa—. Ed, confío en ti. Habrá un gran revuelo cuando desaparezca. Yo no puedo imaginarme cómo lograrás conseguirlo, pero si lo dices, espero que puedas.
Haddon sonrió.
—Estás demasiado gordo, Claude.
—Lo sé. Louis no me deja en paz con mi peso —Kendrick se quitó la peluca, la miró y volvió a colocársela torcida.
¡Tres millones de dólares!
Recuperándose, se despidió y avanzó penosamente a través del jardín hasta el lugar donde había dejado el auto.
Louis de Marney estaba finalizando una linda venta de un par de candelabros Jorge IV cuando Kendrick entró en la galería. Una mirada a la peluca torcida de Kendrick alertó a Louis de que algo no andaba bien. Kendrick ni siquiera se detuvo a saludar a la anciana clienta que hacía el cheque. Fue derecho a su oficina, cerró la puerta; luego fue hacía la pequeña heladera, astutamente disimulada como una cómoda antigua. Cuando estaba bajo tensión, Kendrick necesitaba comer. Eligió un ala de pollo envuelta en una hoja de lechuga y se sentó al escritorio.
Acababa el pequeño refrigerio cuando irrumpió Louis.
—¿Qué pasó? —preguntó, acercándose al escritorio—. ¡Estas comiendo otra vez!
—No me rezongues, chéri—dijo Kendrick—. Tengo trabajo para ti.
Louis lo miró sospechosamente cuando Kendrick tomó el catalogo de la exposición Hermitage del porta folios y buscó la pagina cincuenta y cuatro.
—Necesito una réplica de esto, mi querido. Nada especial. No dudo de que tu talento hará algo que se le parezca.
Louis miró el ícono y luego dio un rápido paso atrás.
—¿No me digas que ese temible Haddon esta planeando robar esto? — preguntó con voz aguda.
—Tengo un comprador —dijo Kendrick con suavidad—. No te alarmes, chéri. Limítate a hacer la réplica.
—¿Te has vuelto loco? —chilló Louis—. ¿No te das cuenta de que estas cosas pertenecen a la Unión Soviética? ¡Haddon esta chiflado! ¡No, no quiero tener nada que ver con esto! ¡Tú tampoco tienes que mezclarte! ¡Piensa, cariño! ¡Nuestras vidas pueden arruinarse para siempre!
Kendrick suspiró.
—Quizás me haya apresurado un poco, pero Ed esta absolutamente seguro de que puede conseguirlo. Ed nunca nos falló, ¿no?
—¡No me importa! ¡No debemos tocar esto! —dijo Louis, mirando a Kendrick indignado—. ¡Yo no voy a tener nada que ver con esto! Supón que ese energúmeno de Haddon consigue el ícono. ¿Qué vas a hacer tú? Seguramente sabes que es invendible. Todos los policías del mundo estarán alertas. El Gobierno los va a azuzar. Los rusos no tendrán piedad.
—Radnitz lo quiere —dijo Kendrick.
Louis retrocedió.
—¡Ese tipo espantoso! ¿Estas tan loco que fuiste a hablar con él?
—Estoy comprometido, chéri.
—¡Entonces es tu funeral! ¡Repito que no voy a tener nada que ver con esto!
Kendrick se esforzó por esbozar una sonrisa halagadora.
—Tu parte del negocio, chéri, será de cuatrocientos cincuenta mil dólares.
—No tendré nada que ver… —Louis hizo una pausa, mientras sus ojitos calculaban a toda velocidad—. ¿Cuánto dijiste?
—Sí, querido mío. Este es un negocio grande. Tu parte será de cuatrocientos cincuenta mil dólares.
—¿Todo lo que tengo que hacer es fabricar una réplica?
—No, algo más —dijo Kendrick—. Es mucho dinero. Seguramente tendrás que hacer algo más que una réplica.
—¿Qué más?
—Hay que solucionar un problema. Ed me entregará el ícono el martes. Radnitz insiste en que se le entregue en Zurich.
Louis reaccionó como picado por una avispa.
—¿Dónde? —gritó.
—En Zurich, Suiza —dijo Kendrick—, y por favor, chéri, no hagas tanto ruido.
—¿Suiza? —repitió Louis, abandonando de pronto el sueño de poseer todo ese dinero—. ¿Te has vuelto loco? ¡Todas las salidas estarán vigiladas! ¡La INTERPOL será alertada! ¡La presión será insoportable! ¡Le harán la vida imposible a todo negociante de arte! ¿Zurich? ¡Imposible! ¡Claude, te has comportado con increíble irresponsabilidad al tratar con ese horrible personaje!
—Nada es imposible —dijo Kendrick sereno—. Tenemos hasta el martes. Hasta ese momento, debemos pensar.
Louis lo miró sospechando.
—No pensarás que yo vaya a sacar esa cosa, ¿no?
—No, chéri, pero debe de haber un modo seguro —Kendrick empujó el catálogo hacia Louis—. Primero lo primero. Haz la réplica y piensa.
Louis vaciló, luego pensó en el dinero que le habían prometido.
—Al menos haré eso —dijo—, pero te advierto que esta operación es una locura y un peligro.
—Pensemos los dos. Es posible que Ed falle, pero debemos estar prontos. Es sorprendente lo que pueden producir el ingenio y la reflexión.
—Dile eso a los sordos, mudos y ciegos —dijo Louis. Tomó el catálogo Con violencia y salió contoneándose.
Sintiéndose necesitado de otro refrigerio, Kendrick fue hasta la heladera y observó los platos preparados. Luego, eligió una cola de langosta, volvió al escritorio y se sentó a pensar.
Con su usual estilo fanfarrón, Lepski llegó a su casa, recorrió el sendero, abrió la puerta del frente e irrumpió en el living.
Había tenido un día espléndido contándole a Beigler y a Max Jacoby que Carroll había heredado dinero; y que él había insistido en que debían gastarlo en un viaje a Europa. Aburrió a los dos a muerte, pero era su gran momento, y ninguno de los dos pudo detenerlo. Por fin, Beigler sugirió que se fuera a su casa y los dejara, que ellos se arreglarían con cualquier delito que pudiera surgir, y si había algo importante, lo llamarían.
—¡Hola, mi amor! —bramó Lepski—. ¡Estoy en casa! ¿Qué hay para cenar?
Carroll estaba tendida en el sofá, descalza y con los ojos cerrados.
—¿Por qué gritas? —se quejó—. Estoy agotada.
Lepski la miró.
—¿Estuviste haciendo aerobismo o algo así?
A esta hora, Carroll estaba por lo general ocupada en la cocina, preparando la cena. Verla acostada en el sofá, inactiva, fue una sorpresa para Lepski.
—A veces, Lepski, pienso que eres estúpido —dijo Carroll con aspereza—. He estado organizando nuestras vacaciones, y déjame que te diga una cosa, me llevó todo el día.
—Sí, trabajo pesado. ¿Qué hay para cenar?
Carroll lo traspasó con la mirada.
—No sé. Estuve en American Express todo el día y estoy cansada.
Lepski miró a su esposa, luego, reconociendo los signos, decidió que había que manejar la situación con tacto.
—Pobrecita. Todo el día, ¿eh? ¿Cómo va la cosa? ¿Qué arreglaste?
—¡Miranda tiene sus ideas y yo las mías! —exclamó Carroll—. No podía entender que queremos viajar en primera clase. No paraba de hablar de vuelos en charter.
—¿Y qué tienen de malo los vuelos en charter?
—¡Lepski! ¡Éstas son las vacaciones de nuestra vida! ¡Vamos a viajar en primera!
—Está bien, está bien. Sí, tienes razón, chiquita —Lepski cambió el peso de su cuerpo de un pie al otro—. ¿Qué hay para cenar?
Carroll se incorporó, los ojos tempestuosos.
—¡No lo sé! ¡No me importa! ¡Si vuelves a preguntar eso me divorcio!
—¿No sabes? Está bien, tomemos algo —Lepski fue al estante de las bebidas. Abrió las puertas, y dio un paso atrás—. ¿Dónde está mi Cutty Sark?
—¿Podrías por favor sentarte y escuchar lo que he planeado? —dijo Carroll. De pronto, su voz sonaba a la defensiva.
—¿Dónde está mi Cutty Sark? —rugió Lepski.
—¿No puedes pensar en otra cosa que no sea comida o bebida? Por todos los santos, siéntate y déjame contarte lo que arreglé.
Lepski la miró acusador.
—Has ido a ver a la vieja borracha esa, Mehitabel Bessinger, y le llevaste mi Cutty Sark.
Para su sorpresa, Carroll lo miró cándidamente.
—Bueno, Tom. Perdóname por lo del Cutty Sark. No debería haber ido a verla. He llegado a la conclusión de que tienes razón. Toma demasiado.
Lepski la miró con la boca abierta.
Ya hacía años que Carroll había depositado su fe en esta vieja clarividente: una negra grandota que adivinaba el futuro. Dos veces, por intermedio de Carroll le había dado a Lepski pistas sobre asesinos que él rechazó, para luego descubrir que tenía razón. Hasta ahora, Carroll ponía las manos en el fuego por ella. Este súbito cambio sorprendió a Lepski.
—¿Qué dices? —preguntó, sentándose.
—Bueno, Tom, pensé que sería buena idea consultarla sobre el viaje — dijo Carroll, mirando hacia cualquier lado menos a él.
Lepski emitió un ruido que sonó como catarata de guijarros.
—¿Así que, para aceitar sus predicciones, le llevaste mi botella de Cutty Sark?
—Sí, Tom, y lo siento. Te compraré otra botella. Te lo prometo.
Esto era tan inesperado que Lepski le dio un tirón a la corbata y se aflojó el botón de la camisa.
—Está bien. ¿Y qué pasó?
—Sacó la bola de cristal y pareció entrar en trance —Carroll se cubrió los ojos con las manos y exhaló un largo y lento suspiro. Lepski no era el único artista—. Estoy convencida de que la pobre estaba un poco borracha.
—Espera. ¿Sacó la bola de cristal antes o después del Cutty Sark?
—Bueno, necesita un estímulo antes de leer el futuro.
—Así que bajó media botella, ¿no?
—Un poco más. De todos modos, dijo una cantidad de porquerías. Dijo que de ninguna manera debíamos ir en este viaje. Me dijo que cancelara todo y me quedara en casa. Me dijo que nos encontraríamos con gente peligrosa y que había una mujer llamada Catalina que nos causaría muchos problemas. No estaba segura del nombre. Dijo que no veía claro. La bola de cristal estaba borrosa.
Lepski emitió un bufido que habría sorprendido a un bisonte.
—Lo creo. Yo también estaría borroso si me hubiera tomado más de media botella de whisky.
—Estoy un poco preocupada, Tom. Mehitabel siempre tiene razón. ¿Te parece que debemos ir? ¿Y si cancelamos el viaje?
Lepski recordó sus fanfarronadas, aturdiendo a Beigler y a Jacoby. Se morirían de risa si se echaba atrás ante un viaje de lujo a Europa. ¿Qué excusa podría darles?
Se puso de pie, fue hasta Carroll y la palmeó con suavidad.
—No le hagas caso, chiquita. Esa vieja estaba borracha. Trataba de que no te fueras. ¿Quién más le da una botella de Cutty Sark?
—Pero me preocupa, Tom. ¿Qué quiso decir con eso de una mujer de nombre Catalina? ¿O que conoceríamos a gente peligrosa? Le pregunté una y otra vez, pero se quedó ahí sentada, quejándose y sacudiendo la cabeza.
Lepski volvió a palmearla.
—¡No le hagas caso! Vamos a tener las mejores vacaciones de nuestras vidas. Vamos, chiquita, vamos, no le hagas caso y olvídate de esa vieja bruja. ¡Nos vamos a divertir en grande! —Viendo que Carroll se tranquilizaba, sonrió esperanzado y luego preguntó: ¿Qué hay para cenar?
Ed Haddon pagó el taxi frente al modesto local en la ruta que llevaba al centro de Washington. Estaba vestido de manera clásica con un traje oscuro y llevaba un portafolios. Se detuvo a mirar la galería a la entrada del hotel, pero al no ver al hombre con quien tenía que encontrarse, siguió por el sendero, rumbo al vestíbulo.
—¡Ed!
Una voz suave lo hizo detenerse y miró a un sacerdote entrado en años sentado en la galería.
El sacerdote tendría unos sesenta años, rostro redondo y rosado, escasos cabellos blancos y una sonrisa benévola que atraería a los niños y las señoras mayores.
Era corpulento: tenía el cuerpo del hombre a quien le gusta la buena mesa, y era de mediana estatura. Usaba anteojos de media luna. Bondad y beatitud manaban de él con la suavidad de un santo.
Haddon lo miró receloso, y luego dijo con voz fría:
—¿Me hablaba?
El sacerdote rió: un sonido hermoso y tierno que podría regocijar a los fieles.
—¿Es tan bueno, Ed? —preguntó.
—¡Dios Santo! —Haddon se acercó y se quedó mirándolo—. ¿Eres tú, Lu?
—¿Quién sino? ¿No está mal, eh?
Haddon volvió a mirado, y luego se dirigió a la galería.
—¿Eres tú en serio?
El sacerdote asintió y le señaló una silla a su lado.
—¡Dios mío! —dijo Haddon—. ¡Es maravilloso! ¡Qué artista!
—Y sí, puede decirse que sí. Es mi mejor disfraz. Recibí tu mensaje, ¿el negocio va sobre ruedas?
Haddon se sentó, sin dejar de mirar al sacerdote. Había trabajado con Lu Bradey a lo largo de los últimos prósperos años. Bradey era el mejor ladrón de obras de arte y, lo que era más importante, nunca lo habían atrapado, y no tenía antecedentes policiales. Aparte de su pericia con cualquier cerradura; era un maestro del disfraz. Mirándolo ahora, gordo, benévolo, anciano, nadie diría que sólo tenía treinta y cinco años y era delgado como un tallo de espárragos. La piel de su cara era como goma: con unas almohadillas dentro de la boca su cara delgada engordaba. Con un chaleco acolchonado aparentaba solidez. Una peluca, hecha por él mismo, le daba la calva y el escaso pelo blanco. Haddon lo había visto con varios disfraces, pero ninguno tan exitoso como éste: un anciano, robusto y bondadoso hombre de la Iglesia.
—Lu, eres una maravilla —dijo Haddon—. Hablo en serio.
—Claro. Sé que lo soy. ¿Seguimos?
—Sí. Hendrick encontró comprador.
Bradey hizo una mueca.
—¿Ese gordo maricón? ¿Por qué no Abe? Me gusta trabajar con Abe.
—Abe se quedó sin dinero. Hay un problema con Hendrick, pero ya llegaremos.
—Yo también tengo problemas —dijo Bradey—. Pasé la mañana de ayer en el museo. El control de seguridad es muy riguroso.
Haddon lo miró.
—¿Te preocupa?
—Escucha, Ed, ésta es sin duda alguna la operación más difícil en la que hemos intervenido. El museo hierve de policías y guardias y, lo que es peor, cinco hijos de puta de la KGB. Fui con otro disfraz. Tuve que pasar por un rayo. Detectó las llaves del auto, es así de sensitivo. Había una cola impresionante de gente que tenía que dejar todo lo que llevaba en el vestíbulo: carteras, paraguas, portafolios, etc. Llevó tiempo. Toda esta seguridad extrema no les impide ir, al contrario, hace todo más emocionante. Ahora hablemos del ícono éste que quieres. Está en una caja de vidrio rodeado de alambre electrificado. Si tocan la caja suena una alarma. Hay un cordón alrededor, para que nadie se acerque a menos de medio metro. Si tocan el cordón se acerca un guardia. Simulando que quería mirarlo más de cerca, me apreté contra el cordón, y dos guardias que metían miedo me llamaron la atención. Créeme, es difícil.
—Suponiendo que no hubiera alarma ni guardias, Lu, ¿podrías abrir la caja de vidrio?
Lu rió.
—La cerradura es para nenes. Claro que podría.
—Entonces, cortamos la alarma. Eso lo tengo arreglado. Haremos el trabajo el martes. Quince minutos antes de que llegues, habrá dos electricistas del Municipio trabajando. Ya los tengo. Los cables de electricidad están en el sótano del museo. Lo único que tienen que hacer estos dos es levantar una puerta trampa y cortar un cable. Con toda esa multitud entrando al museo, ¿quién se va a preocupar por un par de electricistas uniformados? Está bien, supongamos que uno de los guardias se pone curioso, mis dos hombres pueden con cualquiera. Son buenos trabajadores y tendrán un permiso falso. Entonces, la alarma está desconectada. ¿Va bien hasta acá?
—Si tú lo dices, Ed, así será.
—Bien. ¿Los vietnamitas? ¿Están arreglados?
—Sí, treinta y cinco refugiados llegarán en ómnibus a ver las maravillas de la exposición Hermitage —dijo Bradey con una sonrisa socarrona—. Yo, como el Reverendo Samuel Hardcastle, compré las entradas, avisé a los del museo y alquilé un ómnibus… ningún problema por ahí.
Haddon sacó del portafolios un objeto chato.
—Gasté dinero en mandar hacer esto, Lu. Es una bomba de humo, hecha de plástico. Pasará por el detector sin problemas. Hay una llave. Lo único que hay que hacer es tirar de la llave y habrá una cantidad de humo, suficiente humo para cubrir de sombras el primer piso de la galería. Ahora, imagínatelo: la galería está llena de humo. Habrá pánico. Guardias que corren de un lado para otro, gente que grita y quiere correr hacia las salidas. Mientras sucede esto abres la caja de vidrio y sacas el ícono. Te voy a conseguir una réplica. Pones la réplica donde estaba el ícono, cierras la caja, y te vienes a casa.
Bradey se echó para atrás en la silla mientras pensaba.
—No —dijo al fin—. Lo siento, Ed, no va a funcionar. En primer lugar, la bomba. Los tipos de seguridad no son tontos. Esta bomba es abultada. No me la puedo poner en el bolsillo. La verían en seguida. Después, la réplica. También descubrirían al que la llevara. Y el que llevara el original también sería descubierto por más pánico que hubiera. No, no me gusta.
Haddon sonrió.
—Por supuesto, pero no has pensado en un factor en el que yo sí he pensado. Por inteligente que seas, yo soy más inteligente que tú. Ahora bien, dime ¿qué es lo más sagrado que todos los hombres, incluyendo a los guardias de seguridad, respetan?
Bradey se encogió de hombros.
—Yo diría una botella de whisky.
—Estás equivocado., La respuesta es una mujer embarazada, una encantadora mujer a punto de dar a luz un encantador y rollizo bebito.
Bradey se incorporó en el asiento.
—¿Te has enloquecido; Ed?
—¿Recuerdas a Joey Luck?
—Claro. Era el mejor ratero en su momento. Creo que se retiró.
—Cierto. Este truco era de él. La hija solía atarse una canasta en forma de huevo en la panza y ponerse un vestido maternal. Joe y ella iban entonces a un supermercado y robaban. Ella llenaba la canasta con comida. Era una hermosa idea y nunca falló. De modo que en tu grupo necesitarás dos bonitas chicas que parezcan estar embarazadas. Una de ellas llevará la bomba de humo y la otra la réplica, en canastas atadas a las panzas. El ícono original saldrá de la misma forma, ¿te gusta?
Bradey cerró los ojos y pensó. Haddon lo miraba, sonriendo. Luego Bradey abrió los ojos y sonrió.
—¡Ed! —dijo, sin levantar la voz—. ¡Carajo! ¡Eres un genio! ¡Me encanta!
—Muy bien. ¿Qué pasa con las chicas? Tienen que estar al tanto. ¿Se te ocurre alguna?
—No hay problema. En el grupo hay dos prostitutas vietnamitas que le cortarían la garganta a las madres si hay dinero de por medio —Bradey miró a Haddon—. Esto costara, Ed. Tendré que sobornarlas con cinco de los grandes a cada una.
—Esta bien. No regateo con los gastos. Éste es un negocio grande. Ahora bien, consideremos el problema de Kendrick. Tiene que entregar el ícono en Zurich, Suiza.
Bradey vaciló.
—Ése es problema de él, y vaya problema. Cuando se descubra que robaron el ícono…
—Ya sé todo eso, y él también. Llevar el ícono a Suiza es un problema muy pero muy serio. Si no llega el ícono a Suiza no hay dinero ni para él, ni para ti, ni para mí. Así están las cosas Lu, así que tendremos que ayudarlo. Es inteligente y esta estudiando la cosa. Si no se le ocurre ninguna idea segura, la operación se cancela.
Bradey negó con la cabeza.
—No puede hacerlo, Ed. Mejor la cancelamos ahora. Atención, si podemos quedarnos con el ícono unos seis meses hasta que se aplaquen los ánimos…
—Tiene que ser entregado, diez días después del robo.
Bradey se encogió de hombros.
—No. es posible. La seguridad…
—Lo sé, pero a Kendrick puede ocurrírsele alguna idea. No. es nada tonto. Supongamos que lo logra. Quiero que estés en Zurich para recibir el dinero. Dos millones para mí, uno para ti. ¿Esta bien?
—¡Hombre! Que se le ocurra una muy buena idea, en ese caso., yo estoy de acuerdo.
—Muy bien. Ahora supongamos que podemos llevar el ícono a Zurich y entremos en detalles —Haddon buscó en el portafolios y sacó un plano del primer piso del museo de Bellas Artes donde se exhibía la colección Hermitage.
Los dos hombres se acercaron para estudiar el plano.
Hacía tiempo que Carroll Lepski se paraba siempre en la vidriera de Maverick, el modista mas sofisticado de la ciudad. Se quedaba un rato mirando con envidia los elegantes vestidos y tapados de piel de las vidrieras y luego, como Lepski cuando miraba los cortes de carne selectos en Eddies, suspiraba y seguía su camino.
Pero esa mañana, Carroll tenía dinero para gastar, y entró en el negocio, con el corazón saltándole dentro del pecho de la emoción.
Se encontró en un gran salón amueblado con antigüedades, sillas tapizadas y varias pinturas modernas de considerable valor colgadas en las paredes. Ante un gran escritorio antiguo había sentada una mujer de mediana edad vestida con tanta elegancia que Carroll vaciló.
La mujer se puso de pie. Sus ojos oscuros recorrieron a Carroll, observando el vestido de lino, los zapatos viejos y la cartera de plástico.
El negocio era de propiedad de Roger Maverick, primo de Claude Kendrick. Las antigüedades y los cuadros eran préstamos de Kendrick, que los cambiaba cada seis meses.
Maverick había inculcado a su personal el siguiente axioma: Nunca juzgar una longaniza por el sobretodo que Heve.
Lucille había trabajado años en París con Dior. A los cuarenta y ocho años en la actualidad, se había radicado en Paradise City, respetando el genio de Maverick para la ropa y las enormes oportunidades de mercado entre las mujeres ricas que pululaban por la ciudad en la temporada.
Recordando el axioma de Maverick, le dedicó una amable sonrisa a Carroll, preguntándose si esta linda mujer, vestida casi andrajosamente, sería nada más que otra de las que entran sólo a mirar.
—¿Señora?
Carroll nunca se sentía intimidada. Había decidido cómo encarar el asunto, sabiendo que su aspecto en este próspero ambiente estaba en su contra. Fue al grano con una franqueza que asombró a Lucille.
—Soy Mrs. Lepski —anunció Carroll—. Mi esposo es detective de primer grado. He heredado algún dinero. Vamos a Europa. Necesito ropa. No voy a gastar más de siete mil dólares. ¿Puede ser?
Todavía era temporada baja. Siete mil dólares no eran para rechazar, pensó Lucille, y acentuó la sonrisa.
—Por supuesto., Mrs. Lepski. Estoy segura de que encontraremos algo apropiado para su viaje. Tome asiento por favor. Mr. Maverick estará encantado de conversar con usted sobre sus necesidades, y hacerle alguna sugerencia. Permítame.
Mientras Carroll se sentaba, Lucille tomó el elegante ascensor hasta el primer piso donde encontró a Maverick vistiendo a una chica con cara de aburrida con un vestido largo.
Roger Maverick era alto, delgado y extremadamente hermoso. A los cincuenta y cinco años más o menos, no era sólo un diseñador de ropa de considerable talento y un homosexual, sino también traficante de pieles robadas, una muy rentable actividad suplementaria.
Lucille le dijo que la esposa del detective Lepski estaba abajo, buscando un vestuario.
Maverick conocía a todos los detectives de la ciudad, y sabía que Lepski era el más peligroso. Su rostro delgado y hermoso se iluminó.
—Parece que heredó dinero y gastará siete mil dólares —continuó Lucille.
—¡Espléndido! Ahora escúchame, querida, tratamiento especial para ella. Llévala al salón Washington. Que se sienta cómoda. Champagne… tú sabes lo que tienes que hacer. Iré en diez minutos. Mientras tanto, averigua sus colores y lo que tiene en mente.
—Siete mil dólares —dijo Lucille desdeñosa.
—Sí, sí, haz lo que te digo, querida.
Con un leve encogimiento de hombros, Lucille tomó el ascensor hasta el piso de abajo.
—Mr. Maverick estará con usted en unos minutos, Mrs. Lepski. Venga conmigo, por favor.
Carroll la siguió en el ascensor hasta el primer piso. Luego por un largo corredor alfombrado en rojo hasta una puerta. Al abrirla, Lucille se hizo a un lado e invitó a Carroll a entrar.
La habitación estaba decorada elegantemente con más antigüedades de Kendrick.
—Siéntese, por favor, Mrs. Lepski. ¿Desearía una copa de champagne mientras hablamos de lo que necesita?
Apareció una mucama, vestida con esmero, con una bandeja de plata sobre la cual había un balde de hielo con una botella de champagne y dos copas.
—¿Ha comprendido que no gastaré más de siete mil dólares? —dijo Carroll con firmeza. El tratamiento especial la ponía nerviosa.
—Por supuesto, Mrs. Lepski —Lucille sirvió el champagne, le tendió una copa a Carroll y se sentó—. Ahora por favor dígame lo que tiene pensado.
Tres horas más tarde Carroll salía de la tienda caminando sobre las nubes.
Pensaba que Roger Maverick era el más amable, comprensivo y brillante hombre que había conocido jamás. Ahora estaba contenta de estar equipada para el emocionante viaje a Europa. Se había dado cuenta en seguida de que Maverick sabía con exactitud lo que le quedaría bien y, después de un comienzo vacilante, ella se tranquilizó y lo dejó elegir a él.
Una vez hecha la elección, comenzó a preocuparse. Todo era tan elegante que no podía imaginar lo que costaría.
—No más de siete mil dólares —dijo con firmeza cuando Maverick, sonriéndole, le preguntó si estaba contenta.
—Mrs. Lepski, ésta es nuestra temporada baja. Francamente, lo que ha elegido costaría, en plena temporada, alrededor de veinte mil dólares. Otra vez francamente, hace algún tiempo que tengo esta hermosa ropa. Por desgracia, no siempre se me da la oportunidad de vestir a señoras con figuras como la suya. Por lo general mis clientas tienden a ser robustas. Estos vestidos son de modelos. Para mí es una satisfacción dárselos a menos de la mitad del precio. Es más, se los ofrezco por cinco mil dólares. Y así podrá comprar zapatos y carteras que hagan juego.
—¡Oh, eso es maravilloso! —había exclamado Carroll.
—Me hace feliz verla feliz. ¿Puedo pedirle que venga pasado mañana para que mi probadora le haga algunos arreglos? Le prepararé una selección de carteras y zapatos para que elija.
Como Maverick se levantaba tarde, almorzaba siempre tarde en el Arts Club. Allí encontró a Claude Kendrick comiendo una pechuga de pollo con crema y salsa de hongos. Maverick se sentó a su mesa y los dos hombres intercambiaron sonrientes saludos.
—¿Qué tal los negocios? —preguntó Kendrick, pinchando una papa.
—Lento, pero todavía no ha comenzado la temporada —Maverick pidió doce ostras blue-point—. Te estás poniendo demasiado gordo, querido Claude. No deberías comer papas.
Kendrick suspiró y pinchó otra papa.
—Louis me rezonga siempre, pero tengo que alimentarme.
—Tuve una clienta inesperada esta mañana —dijo Maverick—. Mrs. Lepski, la mujer del policía.
La cara de Kendrick se ensombreció. Había tenido varias desagradables entrevistas con Lepski, a quien consideraba un grosero.
—¿Qué diablos quería?
—Parece que ha heredado dinero, y se van a Europa de vacaciones. La equipé. Tiene una linda figura. Me deshice de algún material de desfile que me molestaba. Gastó alrededor de cinco mil dólares.
Kendrick miró anhelante otra papa y luego decidió que no debía desperdiciar esta salsa deliciosa. Comenzó a pisar la papa.
—Qué bien. ¿A Europa?
—El típico circuito turístico: París, Montecarlo, Montreux.
El tenedor de Kendrick, cargado de pollo, papa y salsa, quedó en suspenso frente a su boca abierta. Se le nublaron los ojitos. Bajó el tenedor.
—¿Van a Suiza?
—Dice que sí. Quiere ver las montañas. Le dije que también debe ir a Gstaad.
—¿Y Lepski va con ella?
—Claro —Maverick miró a su gordo primo—. ¿Qué estás pensando?
Llegaron las ostras.
—Todavía no sé — Kendrick engulló la comida que tenía en el tenedor y luego retiró la silla—. Te dejo disfrutar esas ostras deliciosas. Te espero en el vestíbulo para tomar café.
—Pero no terminaste de comer.
—Es hora de que piense en mi peso —y Kendrick salió del restaurante y entró en el gran vestíbulo medio vacío.
Media hora después se le reunía Maverick.
—Equipaje, Roger —dijo Kendrick apenas Maverick se sentó a su lado—. Mrs. Lepski debe tener un equipaje elegante que haga juego con lo que ha comprado.
—Es un poco testaruda con el dinero —dijo Maverick—. Igual es una buena idea. Veré si puedo convencerla.
Kendrick apoyó la mano gorda en el brazo de Maverick.
—Debe de tener equipaje: una linda valija y un neceser. Es más, querido Roger, debes venderle dos valijas, una para ella y una para el esposo, pero el neceser es imprescindible.
Maverick estudió a su primo.
—No creo…
—Espera. Le ofrecerás estos objetos a un precio tan ridículo que no podrá resistirse. Yo pago la diferencia.
—No estás siendo franco conmigo, Claude —dijo Maverick, cortante—. Estás cocinando algo.
—Sí —Kendrick suspiró. Conocía a su primo—. Digamos que te pagaré diez mil dólares y no harás preguntas…
—Perdóname, Claude, pero quiero saber de qué se trata todo esto. Me niego a mezclarme en lo que estás tramando sin saber qué es.
Kendrick volvió a suspirar. Sabía que no tendría la cooperación de su primo si no mostraba sus cartas. Su súbita inspiración tenía que ser la solución para llevar el ícono a Suiza. El ícono, llevado por un conocido funcionario policial, podría cruzar las fronteras.
Sabiendo que ahora le costaría muchísimo dinero, le contó a Maverick sobre el gran robo.