VII

«Sobre este punto hay un acuerdo unánime el nivel de vida aumenta sensiblemente basta recorrer la Península de un extremo a otro sonora geografía de nombres imperiales Madrigal de las Altas Torres Puente del Arzobispo Villarreal de los Infantes Egea de los Caballeros Motilla del Palancar como un Herr Schmidt o un Monsieur Dupont cualesquiera al volante de su Citroën o su Volkswagen para advertir año tras año el lento pero finísimo despegue de un país que secularmente pobre lanzado hoy gracias a veinticinco años de paz y orden social por la esplendorosa y ancha vía de la industria y el progreso desde hace casi cinco lustros tenemos el privilegio de un orden bienhechor como no lo saborearon nuestros padres ni nuestros abuelos ni nuestros bisabuelos orden que resistió imperturbable una guerra mundial que rondando las fronteras asolaba todavía más en lo moral que en lo material media Europa y entregaba al cautiverio a la otra media paz que precisamente por lo absoluta ya nos parece natural y no es natural pues no es cosa que por sí misma espontáneamente regale la naturaleza como regala la lluvia o el sol el amanecer y el crepúsculo el día y la noche esta paz que disfrutamos origen y fuente del actual progreso y bienestar es obra de un hombre y de un Régimen que disciplinando ordenando superando purgando nuestra natural propensión a íntimas pugnas y desgarramientos intestinos la supieron inventar para gloria y ejemplo de las generaciones venideras y aunque para toda la nación la paz es deseable y su organismo sufre cuando la paz se turba pueblos menos glandulados que el nuestro pueden soportar el alboroto y el desorden sin que eso les acarree consecuencias mortales pero no el pueblo español entre nosotros cuando la paz se altera las consecuencias son instantáneas y fulminantes y la amenazadora sombra de Caín oscurece como diría fray Luis la “espaciosa y triste España” así conforme se va alejando en el horizonte de lo pasado la invariable fecha del primero de abril más clara vemos su singular trascendencia como montaña ingente sólo susceptible de ser abarcada con la mirada desde lejos por eso aunque a muchos mocitos y caballeros emperejilados de hoy que no supieron de las penas de la guerra ni de los placeres de haberla vencido y se encontraron con la mesa puesta les parezca inútil recordar lo que quisieran olvidado para siempre nosotros los combatientes de entonces artífices del actual bienestar les diremos gracias a esa paz desmemoriados y olvidadizos señores son ustedes señores y potentados y están ustedes tranquilamente sentados en la calle y tienen ustedes buen color y conservan la piel la luz se hizo en un día primero de abril en la plenitud de una primavera que por cielo tierra y mar se esperaba anunciada en el propósito heroico y en la esperanza segura del himno liberador y desde entonces hemos vivido épocas de excepción y de sacrificio hemos atravesado un largo período de dificultades y combates hemos debido mantener con energía el rumbo frente a la incomprensión el odio y la ceguera de los Estados liberales de democracia desvertebrada e inorgánica pero después que aquellos años de hambre y privaciones fruto del bloqueo y las sequías esto que ya muchos llaman el milagro español ha sido nuestra obra común la de todos los españoles que colaboraron con sus esfuerzos y disciplina en vencer tan difícil y fundamental etapa y ahora que en el plano económico la evolución es patente la mejoría notable y los medios de que el país dispone infinitamente superiores basta la mirada neutra y vacua de Herr Schmidt o Monsieur Dupont uno de los doce millones y pico que según estimaciones oficiales visitarán este año nuestra patria atraídos por el ardor del sol el garboso pisar de las mujeres el emboque de los vinos la emoción viril de la corrida la belleza monacal del paisaje el bajo índice de los precios para apreciar la mejora de las carreteras y los ferrocarriles la multiplicación de los hoteles y restaurantes la proliferación de vehículos y televisores signos claros rotundos del prodigioso y oportuno despegue nadie puede negar ya en público que el mercado de consumo aumenta y el país se industrializa entre 1935 y este año de gracia las producciones básicas se han incrementado de manera espectacular el 72% de los españoles usan ropa interior de algodón frente un 37% durante la época de la República los zapatos sustituyen poco a poco a las humildes alpargatas quienes iban a trabajar a pie lo hacen hoy día en bicicleta los ciclistas de antes se pasean en moto los ex motoristas recorren triunfalmente el paisaje urbano con un Seat 600 o un Renault 4CV en lugar del incómodo y triste plato único los restaurantes exhiben copiosísimas minutas convenientemente traducidas a varios idiomas la población obrera consume leche y huevos y a veces hasta pollo los domingos en verano resulta imposible distinguir al trabajador de su patrono el contable de oficinas fuma tabaco rubio y se compra a plazos televisor y nevera la mujer del peón se pinta los labios y usa medias exactamente como la dama distinguida si los inevitables focos de miseria subsisten se trata por lo general de casos aislados a los que la innata generosidad racial del español pone remedio y si publicamos aún en nuestra prensa “Ayuda a familia vergonzante con un hijo menor la madre muy enferma el padre sin trabajo” “Alimentos y ayuda a familia peón enfermo con seis hijos menores de diez años la madre muerta de parto” o “Pierna ortopédica a soltera de cincuenta y tres años sin familia ni recursos” lo hacemos porque estamos seguros de que merced a la pronta intervención de almas benéficas y caritativas los pequeñuelos podrán satisfacer cabalmente su hambre los parados hallarán el medio de agenciarse un billete para Alemania o Suiza y la soltera desamparada y pobre obtendrá la suspirada ortopédica la paz la prosperidad el radiante progreso en que hoy andamos embarcados son el fruto palmario de nuestra política al servicio de un hombre y una nación ante nosotros se levanta la voz de nuestros muertos la firmeza de los que nos mandaron el testamento de los que dieron su sangre la voluntad de los que no están entre nosotros y esa voluntad ese testamento y ese mandato tenemos que sostenerlos con las armas en la mano no basta que haya acabado la batalla acaba la batalla y nadie puede irse a descansar nosotros lo sabemos muy bien porque tenemos los pechos cubiertos de medallas los cuerpos llenos de cicatrices el corazón abrumado de dolores y sabemos que después de la batalla cuando parece que se va a recoger el fruto de la victoria todavía hay que velar las armas viene la parte más dura la guardia la centinela la imaginaria el servicio de cuidar unos el sueño de los otros y ésta es nuestra misión permanente de la que no abdicaremos jamás velar la paz el sueño el orden el trabajo avanzada que somos reconocida ya del mundo libre áncora y guía del cándido y olvidadizo Occidente.»

Así se expresaban jubilosamente los portavoces oficiales mientras la incontenible ola turística, dispensadora de prodigalidades y mercedes, inyectaba sangre nueva y despreocupada en el vetusto país, recorría su absorto paisaje y sus ciudades muertas: rica transfusión de dólares que circulaba a través de ferrocarriles, aviones, buques, carreteras; inesperada plaga salvadora de un solar condenado y baldío, cubierto ahora, como por ensalmo, de paradores y hoteles, estaciones de servicio y restaurantes, boutiques de souvenirs y snack-bars, camareras y alcahuetes, prostitutas e intérpretes, flamencos y bailaoras. La modernización había llegado, ajena a la moral y la justicia y el despegue económico amenazaba anestesiar para siempre a un pueblo no repuesto todavía, al cabo de cinco lustros, del largo y denso sueño en que permaneciera aletargado desde su derrota militar durante la guerra. Las estadísticas no mentían sin embargo y, para quien hubiese conocido la atmósfera agobiadora de aquellos años de persecución y castigo, hambre y privaciones —el salvoconducto obligado entre Madrid y Getafe, la magra cartilla de racionamiento— la mejora palpable de los últimos tiempos o la simple posibilidad de obtener el ansiado pasaporte constituían para los más un cambio cualitativo que rompía, felizmente, con la anterior asfixia e inmovilismo. Poco a poco, gracias a la doble corriente de forasteros y emigrantes, expatriados y turistas, en España y fuera de ella, el español aprendía, por primera vez en la Historia, a trabajar, comer, viajar, explotar comercialmente sus virtudes y defectos, asimilar los valores crematísticos de las sociedades industriales, mercantilizarse, prostituirse y todo ello —paradoja extrema de una tierra singularmente fértil en burlas sangrientas y feroces contrastes— bajo un sistema primitiva y originariamente creado para impedirlo: bandera enarbolada un día para justificar la horrible matanza, abandonada luego como un traje usado o un zapato viejo; causa sagrada —éstas eran sus palabras— por la que falanges de jóvenes de pecho generoso y mente estrecha habían ofrendado la vida. Unos y otros muertos se pudrían ahora exactamente inútiles y absurdos, devorados, hasta en el recuerdo, por obra de una Historia caprichosa, no sólo indiferente, sino alérgica, a las virtudes de la inmolación y el sacrificio.

Pero si la prensa exhibía a diario los índices y gráficos de un despegue obtenido, entre otras razones, merced a la dura disciplina militar impuesta a la clase obrera y al mantenimiento de las arcaicas e inhumanas relaciones de producción en el sector agrario, ¿quién evocaba, en cambio, la existencia de aquellos que, a costa de su sangre, sudor y lágrimas, habían sido sus verdaderos artífices y sus víctimas, igualmente anónimos? La triste humanidad callada que había aguantado sobre sus hombros el peso de la necesaria acumulación, ¿quién se acordaba de ella? Bajo el barniz brillante de los números y el insolente despliegue de las comparaciones había un oscuro cauce de sufrimiento, un mar inmenso y sin fondo adonde jamás llegaba ni llegaría rayo de luz alguno: la vida descalza, manivacía y rota de millones y millones de paisanos frustrados en su propia y personal esencia, relegados, humillados, vendidos; doliente masa de seres venidos al mundo sin aparente lógica; instrumento de trabajo con figura de hombre, sujetos a las leyes de oferta y de demanda como pobre y gastada mercancía. Sumidero de injusticias, ofensas, enfermedades, muerte, su dolor destilado gota a gota en tosco y soterrado alambique, sus castillos de arena perpetuamente barridos por el tiempo, su recatada e invisible labor de madréporas, sostén y base de la vida ociosa y fútil de los otros, ¿servirían, cuando menos, de abono y fermento, alimento y sustancia? Aquellos de quienes el hijo de Dios había dicho: «Vosotros sois la sal de la tierra», ¿fertilizarían alguna vez el árido e ingrato suelo de su severa e inmortal Madrastra?

Transcritas durante los preparativos del rodaje del fallido documental, las biografías de los emigrados —primera ola de un mar en movimiento perpetuo— se erguían en medio del panorama campestre tranquilo y placentero como una grave e imperecedera acusación, todo el lento aprendizaje en el dolor, la vergüenza y la astucia, la injusticia y la humillación de estos años cifrados en páginas escuetas y breves, rigurosas y estrictas, que ningún progreso, ningún bienestar, ninguna modernización —y era una certeza consoladora para ti— conseguirían nunca borrar.

Esta silla y el cesto de mimbre que hay encima de ella valen para mí más que todos los amigos del mundo y han sido más fieles que ellos pues cuando este cesto pasaba las rejas de la cárcel siempre llevaba dentro algo de comida y esta silla es la misma en la que me hicieron sentar los falangistas antes de meterme en la cárcel

y cuando yo estaba dentro de la cárcel el cesto de mimbre que está sobre la silla me llevaba la miseria que podía y cada día me alegraba cuando me venía a ver

esta silla y este cesto no tienen que agradecer nada a nadie pues muchos republicanos de antes andaban por la calle y el cesto no recibía de ellos ni un miserable céntimo

este cesto que iba a pedir limosna de puerta en puerta para llevarme de comer y esta silla a la que me ataron delante de mi mujer dicen que todo esto es verdad la silla en la que me pegaron con una fusta y el cesto con el que mi mujer pidió limosna

es una vergüenza dicen esta silla y este cesto que os echaran de la casa aprovechando que estaba yo en la cárcel el juez había enviado la convocatoria pero yo no podía salir de la cárcel así el propietario vino con el juez y los guardias municipales y el juez dijo los inquilinos a la calle

y echaron los muebles a la acera y mi mujer tenía el niño entre los brazos y no sabía adonde ir y cuando a los ocho días fueron a la cárcel a darme un beso y decirme dos palabras las palabras que me dijo mi mujer me causaron gran pena diciendo nos han quitado la casa estoy en la calle y al enterarme de lo que pasaba yo no podía dormir y vomitaba lo poco que comía

y esta silla y este cesto saben que cuanto digo es verdad verdadera pues ellos recuerdan los golpes que me dieron con la fusta y el poco pan que mi mujer recogía por las casas y al cabo de un año me pasaron de la cárcel al hospital y de allí me soltaron con un papel que decía José Bernabeu ha estado preso por rojo…

En uno de esos atardeceres brumosos del moroso e ingrato invierno parisiense, encerrado en tu estudio de la rué Vieille du Temple con una botella de Beaujolais y una cajetilla mediada de Gitanes-filtre sobre la mesita de noche habías pasado revista a tus veinticinco años de menguada existencia y la desolación y el vacío que hallaras en ellos te sobrecogieron de pavor. Álvaro, dijiste para tu sayo, esto no puede continuar así, te expatriaste a París con el pretexto de estudiar dirección de cine y, fuera de la frecuentación asidua de la cinemateca de la rué d’Ulm, no has pasado aún tus exámenes en el IDHEC, no has acabado el guión de tu futura genial película, no has hecho la menor gestión para ser admitido como asistente de alguno de los «monstruos sagrados». Te fuiste de España (abandonando a tus amigos en medio de una lucha política difícil e incierta) para realizar la obra que llevabas (o creías llevar) dentro de ti y, en estos dos años de bohemia parisiense, ¿qué has hecho?: dormir, comer, fumar, emborracharte, matar el tiempo en charlas y discusiones ociosas con compatriotas exiliados y rancios en el vetusto café de madame Berger. ¿Puedes enorgullecerte del resultado? Desertaste de la acción para ser un artista y, a fin de cuentas, ¿qué eres?: un desterrado voluntario que duerme (doce horas diarias), fuma (cajetilla y media de Gitanes-filtre), come (una sola vez al día, en el oscuro Foyer de Sainte-Geneviève), bebe (litro o litro y medio de tinto, según el caso), va al cine (Eisenstein, Pudovkin, Visconti, Lang, Welles; los de siempre).

Te asomaste a la ventana sobre la hermosa perspectiva de tejados y chimeneas en forma de cono truncado que inevitablemente te rememoraba los lejos de «Il miracolo della relliquia de la Santa Croce» que habías admirado en Venecia y contemplaste el cielo incierto y huidizo de París mientras los vecinos del patio repetían una vez más para ti (diríase) su escaramuza diaria acerca de las palomas (alimentadas por el viejo del primer piso y ahuyentadas por la viuda del tercero con cubos de agua).

VIEJO: Madame, Dieu vous regarde.

VIUDA: Moi aussi je suis croyante, Monsieur.

VIEJO: Vous faites une mauvaise action.

VIUDA: Ça, c’est ma conscience qui doit me le dire, cher Monsieur.

VIEJO: Ce sont de pauvres bêtes innocentes.

VIUDA: Innocentes peut-être, mais sales.

VIEJO: Ils ne font de mal à personne.

VIUDA: Ils font des saletés partout.

VIEJO: Vous aussi vous faites bien vos besoins, Madame.

VIUDA: En tout cas soyez certain que je ne les fais pas sur ma fenêtre, cher Monsieur.

Unas horas antes, en el andén helado de la gare d’Austerlitz, aguardando tú el tren de Barcelona en el que debía venir Antonio, enviado a colectar fondos de ayuda para el recién creado movimiento estudiantil, habías asistido por primera vez a la llegada de una expedición de españoles contratados sin duda por alguna empresa fabril parisiense y, conforme examinabas el rostro perdido y como ahogado de tus paisanos ante el espectáculo para ellos insólito de la silenciosa y disciplinada multitud, tan distinta de la caótica y vocinglera muchedumbre española, experimentaste una acongojada sensación de estupor y lamentaste no haber traído contigo la cámara de 16 mm. Expulsados por el paro, el hambre, el subdesarrollo hacia países de civilización eficiente y fría, ¿qué sería más tarde, pensaste, de aquellos hombres apegados a unos valores y costumbres tribales, desaparecidos ya del resto del Continente? ¿Se adaptarían a la moderna civilización industrial urbana? ¿O reaccionarían frente a ella con vuestra carpetovetónica y proverbial impermeabilidad indígena?

La idea de un documental sociológico sobre las razones de su emigración, la exposición filmada de su doloroso periplo (la lenta y penosa huida de la miseria a partir de sus orígenes campesinos) se impuso de pronto en tu conciencia como una empresa no sólo apasionante sino (por la rebeldía que implicaba contra tu destino común de español heredero de la situación creada como resultado de la guerra civil) estrictamente necesaria. La imagen de los obreros arropados en sus viejas zamarras, tocados con sus boinas y calzados con sus alpargatas miserables se había asociado desde entonces en tu recuerdo a la panorámica de tejados y chimeneas de Carpaccio que la suscitara durante aquel vasto y melancólico atardecer.

VIEJO: Attention, Dieu vous punira un jour.

VIUDA: Il a d’autres choses à faire que de s’occuper de vos pigeons, le bon Dieu.

VIEJO: Ne soyez pas si sûre que ça, chère Madame.

Bebiste un trago de Beaujolais para frenar la sucesión vertiginosa de propósitos que acudían a tu mente. Desdibujada por la niebla distinguías a lo lejos la silueta desgarbada de la Tour Eiffel. Antonio debía venir a cenar contigo y, mientras los vecinos proseguían su metafísica guerrilla respecto a la bondad de las palomas, te tumbaste a descansar en el diván y observaste, abstraído, el reflejo mudable y efímero de la luz sobre el techo abuhardillado de tu estudio.

Pasamos tres días de mucho frío y al cabo de los tres días a las seis de la mañana a mi madre se la llevan al hospital medio muerta de debajo del puente de la vía y yo me quedo desamparado con mi padre y como a mi padre le daba vergüenza de ir a pedir limosna me dictó una carta diciendo lo que le pasaba y el primer sitio que fui fue a la parroquia de San Pedro, y el Sr. párroco de San Pedro nos dio 0,10 pta y mi padre le contestó que Dios se lo pague y yo le dije que me la devolviera que mi padre no sabía escribir y con los 10 cents no teníamos para la comida y que como yo era pequeño pedía pan y mi padre no tenía y de allí fuimos a la calle Topete y en una casa mi padre les dio la carta y le dieron 10 pesetas y el barbero que hay frente a la policía me dio 5 pesetas de allí nos fuimos a la parroquia del Carmen y el Sr. párroco del Carmen después de haber leído la caña dijo que él no nos podía dar nada que el mal se lo había buscado mi padre que la familia la tenía que haber dejado en el pueblo y que Dios no podía hacer nada por nosotros y yo me marché con mucha pena y de allí nos marchamos a la Cruz Grande en el número 1.ª y salió la sirvienta y mi padre le entregó la carta y ella dijo que el Sr. eso él ya lo comprobaría y mi padre le dijo que al menos le diera un poco de pan para el niño que está llorando porque tiene hambre y al salir nos salió el buen Sr. y le dijo que tan joven por qué iba a pedir limosna y como ya había leído la carta fuimos al hospital y el practicante dijo que en aquellos momentos la estaban operando a mi madre y entonces él vio que todo era verdad y dijo que quemáramos todo lo que había en el puente que él nos socorrería con todo y en el patio nos dio de comer y yo era muy pequeño y con el hambre que tenía con la buena voluntad y el cariño que me tenía aquel buen Sr. siempre me acordaré de él y jamás le olvidaré y entonces él me lavó como si fuera su hijo me cambió toda la ropa y me llevó de la mano y fuimos al hospital diciendo que mi madre no pasara pena que nada nos faltaría

Venías de filmar los típicos paisajes de la tribu (las chozas de latón, los perros sarnosos, los niños desnudos con el vientre hinchado) del desaparecido barrio de chabolas de la Barceloneta (convertido luego en flamante Paseo Marítimo de una floreciente ciudad en pleno desarrollo con zona azul de estacionamiento, modernas instalaciones lumínicas, polígonos industriales privados y carteles indicadores redactados en diferentes idiomas) y el asombro que te embargara entonces ante el fatalismo resignado de tu grey (la misma grey que, expulsada de las zonas céntricas, reaparecía de nuevo en el extrarradio con empeño tenaz y desconcertante) lo evocas ahora (en el lento y cálido atardecer, dos días después del entierro del profesor Ayuso) con piadosa y acerba ironía.

… Tu primer contacto con el Sur fue a través de sus hombres. Desde niño los distinguías por su lenguaje y modo de hablar, tan distinto de los catalanes. Les oías cantar en los andamios, blasfemar en las zanjas de Obras Públicas, discutir mientras barrían las calles, pegar la hebra al sol uniformados con el tricornio, el mosquetón, el traje verde de los civiles. Su rostro era también diferente del de tus próximos: algo más oscuro —árabe quizá—, tosco y ameno al mismo tiempo, con una vivacidad que siempre te sorprendía. En las oficinas públicas firmaban aplicando el pulgar manchado de tinta al pie de los impresos oficiales. Tú sabías que eran más pobres que los otros y pensabas, asimismo, menos inteligentes. Como realizaban los trabajos más duros dabas por descontado que habían nacido para bregar. Más tarde, durante tu servicio militar, el contacto diario con murcianos y andaluces te reveló un hecho sorprendente para ti: las familias hacinadas en los suburbios huían de algo. La pobreza de las chabolas barcelonesas era una evasión de otra pobreza aún más dura, cruel e inhumana. Este descubrimiento te inspiró el deseo de viajar por el Sur. Tus amigos te hablaban de Lubrín, Totana, Adra, Guadix. Cuando cruzaste por fin la frontera del río Segura con Dolores y Antonio la severidad del paisaje te cautivó. El cielo azul, el color ocre y rosado de la tierra, el amarillo de los trigos te tentaban con su belleza insólita. A medida que te aproximabas a Almería y contemplabas sus montañas lunares, sus parameras, sus alberos el deslumbramiento se convirtió en amor. En Sorbas os detuvisteis a beber en un ventorro y dijiste a Dolores: «Es el país más hermoso del mundo». El dueño trajinaba al otro lado del mostrador y te miró enarcando las cejas. Su voz zumba todavía en tus oídos cuando repuso: «Para nosotros, señor, es un país maldito…».

El calor cedía poco a poco y te incorporaste de la gandula. La criada había dejado el transistor encendido y, sin decidirte a dar una vuelta por el bosque como fuera tu propósito al levantarte, te aproximaste a la mesa y escuchaste el boletín informativo que brotaba en sordina del aparato.

«… por el nuevo dirigente del sindicato regional señor Tusquets…» (¿era el mismo?).

Volviste a las biografías y, con un dedo, extirpaste bruscamente la Voz.

Y a los seis meses de haber llegado a Tarrasa mi mujer tuvo una niña que nació antes de hora y nosotros buscamos un poco de ayuda porque no tentamos dinero para que la enterraran y todo el mundo se desentendía de nosotros así la tuvimos tres días metida en un cesto que es en mi vida lo que más pena me da pues no se ha visto cosa así en el mundo entero tener que llevarla en un cesto a la funeraria esto es justicia esto es dignidad tener que llevar esta niña como si fuera un perro a la funeraria envuelta en trapos en el fondo de un cesto

y cuando yo pedía justicia no solamente para mí sino para mis pobres hijos y explicaba cómo vivíamos encharcados y muertos de frío el Jefe local de Sanidad vino a vernos y él mismo vio con sus propios ojos cómo estábamos pero a él qué se le importaba en su casa tenía buena luz y buen techo y calefacción pues después de venir él y prometer muchas cosas si te he visto no me acuerdo

entonces me fui a la radio y les pedí que me dejaran hablar y contar lo que nos pasaba que así el pueblo se enteraría y las personas caritativas nos podrían socorrer pero me dijeron que para hablar se necesitaba mucha cultura y yo no sabía expresarme así que paciencia buen hombre y el señor de la radio me dio 5 pesetas

y yo volví otra vez al ayuntamiento de Tarrasa y les pedí que hicieran el favor de venir un momento y así verían la forma en que estábamos y ellos me dijeron que el personal de allí estaba muy ocupado y que debía hacer una instancia por escrito sin olvidar el timbre móvil y la póliza de 4,50

y yo les decía yo no pido nada del otro mundo sino la luz y un techo para mi vivienda que mi hijo pueda estar debidamente y no se me muera joven

y esperando la respuesta del ayuntamiento estuvimos todavía en aquella choza más de tres años

Interrumpiste unos momentos la lectura. El panorama desfila lento, las colinas erosionadas y desnudas se suceden como en un paisaje lunar, la vegetación desmedra, el sol se adueña de todo: centellea en el lecho pizarroso de las ramblas, palia el amarillo marchito de una higuera, uniformiza la exhausta variedad de los colores. Estás en el corazón de la Andalucía árida: las casas blancas del pueblo apiñadas bajo la mole de la iglesia parecen tan irreales como la torre del campanario que las cobija, brotadas unas y otras de algún remoto espejismo, criaturas bruscas de tu delirante imaginación.

Te internas en el pueblo, estacionas el automóvil en la plaza, arriesgas una ojeada a tu alrededor presto a partir con la misma rapidez con que has venido. (Recorres el país reuniendo los testimonios necesarios para el rodaje de tu futuro documental, y el recuerdo de Enrique, de la detención y las torturas sufridas por Enrique, te hostiga y atormenta.)

El sol brilla recio sobre las fachadas enjalbegadas: una tienda de ultramarinos, un bar atestado de hombres cenceños y oscuros, una peluquería de señoras. En la esquina de la calle mayor un rótulo descolorido atrae súbitamente tu atención.

(¿A quién diablos se le ocurre leer en esa estepa?)

El edificio tiene dos pisos, con un balcón circular sostenido por ménsulas de piedra labrada. Las persianas corridas. El portal cerrado. Inútilmente golpeas con el picaporte.

—No hay nadie —dice un vecino.

—¿A qué hora abren?

—No hay hora fija.

El hombre escudriña las encías con un palillo y te contempla de pies a cabeza con moderada curiosidad.

—¿Es usté el nuevo maestro?

—No, señor.

—Como lo esperábamos la semana entrante…

—Andaba de paso y al ver el letrero creí que estaba abierta.

—Casi nunca abren —dice el hombre

—. Pero, si le interesa visitarla, yo sé quién tiene la llave.

—No quisiera molestar.

—No molesta. Es una parienta mía. Vive a dos pasos de aquí.

Varios chiquillos os observan hilando baba. El vecino se encara con ellos y pone una mano sobre la cabeza del más alto.

—¿Sabes dónde vive la Julia?

—¿Qué Julia?

—La que tiene la tienda de alpargatas en el portillo.

—Sí, señor.

—Anda, ve corriendo y dile que te dé la llave de la biblioteca, que un señor la quiere visitar.

El niño sale disparado. Tú agradeces al vecino con una sonrisa.

—La hija de la Julia se encarga de la limpieza, de quitar el polvo, de abrir las ventanas…

—¿Todos los días?

—Ca, en navidad y en verano… Cuando viene el inspector provincial.

—Entre tanto, ¿no abren?

—No, señor. A menos que no se presente algún forastero como usté. —El vecino parece reflexionar—. El año pasado vino un estudiante de Madrid.

Ocho o diez chiquillos os rodean ahora, atentos a la conversación. Algunos cuchichean entre sí y van a informar a los clientes del bar. El niño del recado regresa al cabo de unos instantes.

—La Julia se ha ido.

—¿Dónde?

—Se fue a Granada y no vuelve hasta el martes.

—¿Y la hija?

—Tampoco está.

—¿Con quién hablaste?

—Con el Perico.

El vecino se cruza de brazos. Algunos curiosos se han arrimado a oír y asisten a la escena en silencio.

—La hija de la Julia está con su cuñada —dice uno—. Las vi juntas hace media hora.

—¿En qué sitio?

—En el almacén de granos.

—Anda, ve a buscarla —dice el vecino al niño—. Dile que te entregue la llave.

—No merece la pena —protestas tú.

—Que no, hombre, que no es molestia. El chico va en seguidita.

Cuando el niño se ausenta el número de curiosos aumenta aún. Pronto son veinte, veinticinco, treinta. Los chiquillos dicen «es un franchute», los adultos te observan como si aguardaran de ti un discurso. Un cura de sotana mugrienta atraviesa la plaza y te examina de reojo. Antes de desaparecer de tu campo visual le ves echar un párrafo con uno de los niños y, por la dirección de sus miradas, adivinas que hablan de ti.

—¿De dónde es usté si no es mucha pregunta? —dice el vecino.

—De Barcelona.

—El coche ese, ¿es francés?

—Sí.

—Como veía la «F» en la matrícula…

Los hombres estrechan lentamente su cerco. La palabra Francia corre de boca en boca. Algunos preguntan si los patronos de allá dan trabajo. (Es la historia de siempre y, pese a la costumbre, los colores te suben a la cara.)

El niño vuelve otra vez jadeando.

—Dice que la llave la tiene su madre.

—¿No me dijiste que se fue a Granada?

—Sí.

—¿Y la llave?

—Se la llevó con ella.

Hay un silencio. Los curiosos permanecen a la expectativa, al acecho de tu reacción. Son cuarenta ahora, quizá cincuenta. Los recién llegados preguntan qué ocurre y oyes en sordina «Barcelona», «biblioteca», «Francia».

—Vamos a ver. ¿Qué pasa?

La voz es categórica y el concurso se desgaja para abrir camino a un número de la guardia civil: bigote, gafas oscuras, tricornio, guerrera sucia, pantalón remendado.

—Nada —dice el vecino—. Este señor quería ver la biblioteca y, como la Julia no está, envié al chaval por la llave.

—¿Quién quiere ver la biblioteca?, ¿usté?

—Sí, señor.

—Su carné de identidad, por favor.

El público parece haber suspendido la respiración, pendiente únicamente de tus gestos. El sol cae a plomo sobre vosotros.

—No tengo carné, tengo pasaporte.

—¿Es usté extranjero?

—No, señor.

—Entonces, ¿por qué no tiene carné?

—Porque vivo fuera.

—Y, ¿por qué vive fuera?

—Por razones personales.

—A ver. Su pasaporte.

El guardia lo examina receloso y pasa las páginas una a una con cauta morosidad.

—El sello este, ¿de dónde es?

—Alemán.

—¿Y éste otro?

—Holandés.

—¿En qué trabaja usté?

—Soy fotógrafo.

—¿Desde cuándo para en España?

—Mire acá… Comisaría de Policía de La Junquera… Dos de agosto.

—Ah, ya… ¿Tiene usté familia por esta parte?

—No, señor.

—¿Turismo?

—Sí, turismo.

—¿Y dice que quería ver la biblioteca?

—Simple curiosidad.

—Está cerrada.

—Ya me han dicho.

El guardia te devuelve el pasaporte. Sus rasgos toscos se contraen hasta forzar una sonrisa.

—Son preguntas de trámite, ¿comprende usté?

Los hombres siguen el acecho de tus labios. Tu silencio los defrauda sin duda.

—Hay que ir con mucho ojo, ¿me explico? Nosotros no sabemos qué clase de gente nos viene de fuera ni qué propósito se trae entre manos… —Su expresión es ahora cordial—: En fin, usté comprende… Ande, vaya usté con Dios.

—Muchas gracias.

—Que tenga usté buen viaje.

Cuando el guardia se va el concurso se dispersa poco a poco. Los niños prosiguen sus juegos. Los hombres se refugian en el bar. El sol luce todavía robusto sobre las casas encaladas del pueblo. Una golondrina rasga ágilmente el espacio y, con indolencia esbelta, se esconde en el alero del tejado de la biblioteca municipal.

(La biblioteca seguía probablemente cerrada y las encuestas sociológicas dormían en tu carpeta como consecuencia del rodaje interrumpido del documental y la confiscación de la película por las autoridades de Yeste. Enrique vivía el fervor y el drama de la Revolución en Cuba y, como en el pasado, soñabas ocioso en el difuso atardecer del jardín, tumbado en una gandula, a la sombra propicia de los árboles.)

Y así sucesivamente hasta que en 1950 nos marchamos de Tarrasa y así sucesivamente pasamos algunas calamidades hasta llegar a Gerona y el niño que había nacido en Tarrasa nos hizo compañía hasta Gerona adonde sacamos los pasaportes para marcharnos a Francia y en llegando a Figueras el pobre cayo enfermo con visita de médico y nos dijo que aquello no era nada así por la mañana siguiente cogimos el autobús y fuimos a la primera capital francesa que tiene el nombre de Perpiñán y fuimos derechos al depót de migración y este niño fue visitado por un médico francés muy bueno y muy simpático y muy inteligente y al visitarle este médico dijo que no tenía cura

y entonces fuimos al Consoló español y el secretario dijo yo pagaré el viaje y lo lleváis a España pero la compañía no nos quiso dar billete porque este niño no está en condiciones y de la estación fuimos otra vez al depón de migración

y entonces me presenté otra vez en el Consoló español y el secretario viendo de la forma que padecía este niño dijo que no podía hacer nada pero en aquellos momentos salió el Consoló general que había venido de Norte América y en seguida dijo este niño rápidamente que se le hagan los papeles para entrar en el hospital y que no vuelva a ocurrir más esta injusticia porque yo soy español y llevo veinte años de Consoló en América y que rápidamente este niño que se le haga una taza de caldo pero en llegando al hospital en seguida se me puso negro

y una hora más tarde el pobre niño murió nosotros fuimos otra vez al Consoló y dijimos su padre y su madre con el disgusto que cogimos el único hijo que era de Tarrasa lo tenemos que dejar en Perpiñán y el Consoló dijo paciencia por su hijo que este Consoló sabe cumplir con los hijos de la Patria

y le hizo un entierro de lo mejor que había y jamás olvidaré Perpiñán porque ni la gente de armas ni la de las autoridades francesas nos faltó en nada y con aquel respeto y aquel cariño que nos hacen bien nos fuimos dando un fuerte abrazo a Perpiñán y a todos sus vecinos

Evoca (transcribe) esta escena por que no muera contigo.

Volviendo de Suiza con otros compañeros de la agencia os habéis demorado varios días en el centro de Francia siguiendo uno de los itinerarios gastronómicos recomendados por la Guía Michelin (Valence, Villefort, Cháteau de la Muse, Millau, Saint Affrique, Lacaune, Castres) y te encontrabas en un inhóspito andén de la estación de Toulouse esperando el expreso que debía conducirte a París (un poco fatigado por el abuso de los caldos de St-Péray, Comas, St-Saturnin, Gaillac rosados, generosos y exquisitos) cuando reparaste en su presencia en el andén: era una mujer de treinta y pico de años, hermosa, trigueña, algo fondona, envuelta en un abrigo de falso astracán que iba y venía en dirección opuesta a la que caminabas tú, cruzándose continuamente contigo, presa de agitación violenta e incontenible.

—Pardon, Monsieur. Le train qui vient de Cerbére est-il en retard?

El empleado de la SNCF había movido negativamente la cabeza y, por el acento de la mujer (parecido en cierto modo al de Dolores cuando se despertaba o tenía sueño) dedujiste que se trataba de una compatriota con bastantes años de residencia en el país (peluquera, modista o algo así). Al punto que el expreso surgió por entre los dos andenes centrales (el resuello de la locomotora entreverado con la cháchara incomprensible del altavoz y la airada campanilla del carrito de los sángüiches) la viste correr a lo largo de los vagones escrutando ansiosamente el rostro de los pasajeros asomados a las ventanillas hasta dar con una vieja enlutada cuya cabeza temerosa emergía, pensaste, como la de un pájaro recién arrancado de su nido.

—Mamá —gritó la mujer—. Mamá.

Subiste al vagón tras ella y te colaste en su compartimento de segunda clase (el equipaje de la madre se componía de dos grandes cestos de mimbre cubiertos de trapos y media docena de cajas de cartón aseguradas con cordeles). Las dos mujeres lloraban abrazadas y, mientras fingías revolver en tu bolso de viaje, las espiaste a tus anchas con el rabillo del ojo: la madre campesina vestida de negro, con su pañuelo basto sobre la cabeza, su gabán rústico, sus humildes zapatillas de andar por casa; la hija con el abrigo de falso astracán, los zapatos italianos de línea elegante, la pañoleta de seda en torno al cuello; la vieja con la miseria y el polvo de la estepa natal adheridos aún a su piel amarilla y marchita; la joven atractiva y compuesta, urbana, sofisticada; abrazadas las dos, llorosas las dos, besándose y casi succionándose, prendidas una de otra, dichosas y mudas.

—Dieciséis años, Dios mío. Dieciséis años.

Estabais los tres en el compartimento y, en tanto que el tren recorría el invisible (nocturno) paisaje francés, la madre perdida y la hija recobrada, la hija perdida y la madre recobrada se acariciaban al término de su dilatada y angustiosa separación (éxodo, ocupación alemana, bombardeos para una; hambre, bloqueo, cierre de frontera para otra) como si una y otra acabaran de descubrir el amor, como si una y otra acabaran de inventar el amor; con un lienzo embebido de agua de colonia la hija había humedecido la frente, los pómulos, los labios de la madre (como para purificarla, te dijiste, de la pobreza y el dolor de aquellos dieciséis años); le había quitado el burdo pañuelo de la cabeza y la había tocado con su propio pañuelo; le había cambiado las zapatillas por unos zapatos discretos y oscuros; le había sacado el gabán usado hasta la urdimbre de la tela y, con ademán materno (ella, la hija) la había arropado con su abrigo de falso astracán. La madre la dejaba hacer, mareada de felicidad y, a cada gesto de la hija, a cada movimiento de la hija, una lágrima (una nueva lágrima) se formaba preciosa y pura en sus ojos, deslizaba por su mejilla arrrugada brillante como una perla.

Cuando la desesperanza humana te abrumaba más fuerte que de ordinario (lo que últimamente acontecía con cierta frecuencia) la evocación de la madre y la hija, del encuentro de la madre y la hija en el compartimento del vagón de segunda clase (rumbo a París, a través de la Francia oscura) te curaba y reconfortaba de la tristeza y melancolía que (por tu culpa, quizá) constituían tu pan cotidiano. Enfrentado al desastre irreparable de una muerte que desde el síncope del bulevar Richard Lenoir sabías cierta, te dolía que su recuerdo pudiera desaparecer al mismo tiempo que tú y, sentado en el jardín a la sombra móvil e incierta de los árboles, sentías crecer en tu fuero interior una violenta e inútil rebeldía contra el destino avaro que lo condenaba para siempre, como te condenaba a ti (parece imposible, te sentías joven aún, por tu cuerpo corría savia pujante) al duro olvido, hosco e insaciable.

Con la dirección del Sr. nos presentamos en su casa y al presentarnos en su casa aquel buen Sr. nos dijo que había cogido a otro porque había una ley que decía que no podían dar trabajo a ningún obrero español y entonces yo le contesté por qué nos ha hecho venir de España y él contestó el que manda en este pueblo soy yo y yo le contesté Ud. me ha engañado y ha hecho una injusticia conmigo y entonces me presenté al ayuntamiento del pueblo y los obreros de este pueblo francés me miraron el contrato y nos dieron de comer y me dijeron que no me dejara engañar que los obreros franceses eran amigos de los obreros españoles y que por haber burlado las leyes francesas y habernos engañado y haber engañado a otros este buen Sr las pasaría muy mal que la Francia le haría saber lo que es engañar a un obrero y que rápidamente me presentara al Ministerio de Trabajo de Carbona que allí este propietario no se burlaría jamás de ningún obrero que al ver en qué forma había muerto mi niño este buen Sr se acordaría de lo que vale un obrero

y entonces me dijeron que rápidamente cogiera un abogado y mi abogado era una mujer que se llamaba Marisa Carreras hija de padre catalán y de allí rápidamente pasamos a una fonda y la abogado fue muy buena y cariñosa con nosotros pagándonos los gastos de la fonda y dándonos dos mil francos para el viaje de regreso porque acá no hay nada a hacer Bernabeu este buen Sr tiene la sartén por el mango

y de vuelta a Gerona mi mujer estaba a punto de tener otro hijo que es el segundo que nos queda vivo y entró en el hospital al cabo de dos semanas y como yo no encontraba trabajo fui al ayuntamiento para que me hicieran un papel para ir a los comedores pero al cabo de tres días se cansaron porque creían que yo era un gandul y entonces yo les contesté pues dadme trabajo hasta que ella salga y ellos contestaron tú te vas ahora mismo y yo les contesté no tengo dónde comer ni dormir aquí no hay derecho ni justicia y por repetir estas palabras en voz alta me metieron por segunda vez en la cárcel

Durante tus frecuentes viajes por la vasta y desmerecida geografía de tu patria, mientras recorrías los montes desnudos de la estepa andaluza o el paisaje linear del monótono campo manchego, te detenías a menudo en algún poblado amarillo y blanco o una primitiva y olvidada aldea de pescadores y, en la taberna, el mercado o la fonda según se terciara, pegabas la hebra con sus habitantes y, hábilmente, trababas amistad con ellos. A salvo tú de la necesidad, gracias al destino aleatorio que te brindara nacer en una cuna rica, les oías hablar por espacio de unas horas de su vida, familia, trabajo, privaciones, esperanzas con un interés apasionado que tus interlocutores tomaban cándidamente por hermandad pura y que tú sólo sabías en tu trasfondo, aunque al momento no lo reconocieras, dictado por el mezquino propósito de llevar a cabo tu ansiado documental sobre la emigración. De este modo, al calor de una botella de Jumilla o unos chatos de Moriles, fraguaste amistades intensas y efímeras con yunteros de Lubrín, leñadores de Siles, muleros de Totana, albañiles de Cuevas con falaces promesas de visita, intercambios de direcciones y compromisos de contestar a sus cartas con periódica regularidad. Al despedirte de ellos, la emoción de su abrazo o su apretón de manos rudo te infundían un sentimiento ambiguo de cinismo y de culpa. Tenías conciencia de que al ofrecer tu amistad los embaucabas y te embaucabas lamentablemente a ti mismo pues, disipada la atmósfera fugaz creada por su presencia, los olvidarías en seguida y no volverías a verlos más. Lo que para ti era un mero y ocasional encuentro para ellos constituía tal vez un acontecimiento importante. Obligado a repetir la escena una y otra vez por las necesidades del rodaje habías llegado a la dolorosa conclusión de que la hermandad con que en un principio te engañaras no existía ni podía existir dado que, al separaros, tú ibas a continuar tu destino móvil y, de no mediar milagro, ellos proseguirían su vida oscura y vegetativa hasta restituir sus pobres huesos a la tierra en algún florido y luminoso cementerio del Sur.

Sus cartas y postales redactadas con letra torpe y pueblerina habían ido a orillar en el lejano escritorio de tu estudio de la rué Vieille du Temple como patéticos mensajes de socorro encerrados en una botella tras larga y azarosa travesía, después, mucho después de que la intervención de las autoridades de Yeste hubiera dado al traste con la realización de tu documental. Felicitaciones de onomástica, saludos navideños, retratos de familia dedicados se amontonaron año tras año sobre tus carpetas y libros hasta la fecha en que, deseoso de cortar de una vez con tu pasado y movido por el prurito de poner un poco de orden en tus papeles, los arrojaste al fuego sin releerlos.

Aquella noche (era invierno, hacía frío, incluso nevaba) mientras permanecías desvelado junto al cuerpo apacible e inerme de Dolores, meditando en el limpio amor burlado de los hombres que creyendo en ti (trabajosamente) los escribieran habías tasado (con horror denso y lúcido) las caducas premisas de tu privilegiada e injusta condición.

Esta silla dice José Bernabeu la silla esta se quedó en casa diciendo pobre Bernabeu me quedo con pena decía esta silla veo que eres trabajador y honrado y has tenido que salir este domingo todo el día para ganar de comer pero te promete esta silla que algún día tendrás tu recompensa porque esta silla es para todos los niños y niñas que aman a Cataluña y los niños y niñas del mundo entero porque esta silla lleva las cuatro barras y el escudo de la nación Catalana

esta silla ama a todos los niños y niñas que han quedado desamparados por vosotros esta silla dice que aquí se han sentado los verdaderos catalanes y los verdaderos de la España legal que hemos sufrido miserias y cárceles mientras vosotros estáis disfrutando y nos tratáis como esclavos

esto lo dice esta silla que por nombre se llamará Companys y en segundo Libertad pues a ella José Bernabeu la ha abautizado con los caídos de nuestra Cataluña amada por todos los hombres de nuestra España legal

y esta silla estaba muy triste porque la silla esta oía las palabras que la gente decía los unos decían yo me marcharé de veraneo a Sitges los otros me marcharé a Mallorca y esta silla estaba escuchando las sinvergüencerías de la borjesía y de los dirigentes de Falange Española.

esta silla dice señora borjesía de Barcelona señores dirigentes del Sindicato que vais unidos esta silla pregunta y la familia de José Bernabeu qué tiene de comer y esta silla responde a que no sabéis contestar

pues ya contestaré yo ya veis que soy una silla vosotros bien enchufados vosotros erais aquellos revolucionarios que querían cambiarlo todo y ahora vosotros mismos estáis explotando a la gente pobre esta silla dice que el pueblo está acobardido pero un día os pasará cuentas

que vosotros los cuatro dirigentes no tenéis perdón porque el que no es de vuestro pensar no encuentra pan ni trabajo

esta silla dice que hace diez años que habéis puesto al pueblo con una inquisición pero un día vendrá también la nuestra

porque vosotros os habéis burlado de Cataluña y de la España legal para disfrutar y ganar dinero

porque los males que habéis hecho esta silla los ha visto y los ha comprobado

porque esta silla tiene las cuatro barras catalanas y el derecho de la España legal

y vosotros en esta silla que lleva por nombre Companys y por segundo Libertad

en esta silla abautizada por José Bernabeu

en esta silla digo

jamás os podréis asentar.

En el remanso apacible del verano, cuando el sol moribundo uniformaba las colinas sembradas de viñas y algarrobos, era agradable abandonar la lectura y pasear los ojos por el atardecer sanguinario examinando las cosas una a una como si se tratara de la primera vez y tu pasado hubiera sido abolido de golpe al tiempo que Dolores, a tu lado, leía las cuartillas dactilografiadas que habías dejado sobre la mesa y encendía nerviosamente un cigarrillo con la colilla del otro. Se aproximaba la hora de la inyección y las ominosas gotas recetadas por el Dr. d’Asniéres y tú pensabas, para reconfortarte, en la próxima visita de los compañeros, en los acordes severos del Réquiem, en el color rosa y acariciante de la nueva marca de vino. La sombra del viejo elector de Companys se había esfumado en el aire claro y sólo permanecías tú en el bello e indisciplinado jardín, atento a los latidos acompasados de tu corazón, con la mano extendida sobre la mano esbelta de Dolores. El silencio compacto era el resultado de infinidad de ruidos minúsculos —moroso croar de ranas en la alberca, zumbido de cigarras, melodía suave del viento entre las hojas de los eucaliptos— y, a intervalos, los hachazos de los leñadores o el resuello lejano de la locomotora del ferrocarril te obligaban a levantar la vista y perseguir unos instantes, bajo la luz sonámbula, el vuelo conciso, ceñido, de los pájaros. Dolores había terminado a su vez la lectura y su mirada se cruzaba con la tuya, todavía intacta y azul, mientras los objetos se disolvían lentamente en el rojo agresivo de la tarde.

—¿Has sabido algo de él? —te decía.

—Ocasionalmente. —Hablabas y era como si otro, un desconocido, respondiera por ti—: Según parece encontró trabajo en una fábrica de tejidos y se quedó en Tarrasa.

—¿Y su hijo? ¿Recuerdas cuando venía a pedirnos libros?

Tú evocabas su rostro tosco, de labios gruesos y pobladas cejas, mientras, acodado en la mesa de tu estudio de la rué Vieille du Temple, desempolvaba la historia de su padre con la vista fija en la punta de sus zapatos.

—¿No te lo dije?

Dolores te interrogaba con los ojos, su hermoso cabello en mechones caído sobre la frente.

—No.

—Volvió a España y se metió en líos.

Su imagen flotaba de nuevo ante ti, serena y grave en la luz incierta, como el día en que vino a despedirse de vosotros, y estrechaste su mano por última vez.

—¿Qué líos?

—Le pillaron con propaganda y lo detuvieron.

Un mirlo se había posado en el alero del tejado. Simultáneamente la hija de los colonos irrumpió en la terraza con el vaso de agua y las gotas.

—¿Dónde está?

—Preso.

Las sienes te punzaban de improviso y, agazapado en lo hondo del pecho, sentías un redolor inquieto y sordo.

—¿Por mucho tiempo?

—No lo sé.

Perezosamente las gotas se disolvían en el vaso de agua y, pese a tus esfuerzos, el rostro del muchacho se aferraba a tu memoria obstinado y pugnaz, como un reproche mudo.

—¿Quién te lo dijo? —Dolores se había incorporado de la gandula y te tendía graciosamente el vaso.

—Antonio. —La tarde naufragaba poco a poco y otra vez hablabas tú—: Lo eligieron enlace sindical y cayó en la siguiente redada.