I

Instalado en París cómodamente instalado en París con más años de permanencia en Francia que en España con más costumbres francesas que españolas incluso en el ya clásico amancebamiento con la hija de una notoria personalidad del exilio residente habitual en la Ville Lumière y visitante episódico de su patria a fin de dar un testimonio parisiense de la vida española susceptible de épater le bourgeois conocedor experto de la amplia geografía europea tradicionalmente hostil a nuestros valores sin que falte en el programa de sus viajes la consabida imposición de manos del santón barbudo de la ex paradisíaca isla antillana transformada hoy por obra y gracia de los rojos semirrojos e idiotas útiles en callado y lúgubre campo de concentración flotante evadido de las realidades del momento en un fácil confortable y provechoso inconformismo exhibiéndose con prudentes remilgos y calculada táctica en todos los cenáculos del mundo beocio y superferolítico para granjearnos la venia y el perdón de los Zoilos de allende el Pirineo mientras el censo de nuestros auténticos valores cinematográficos es objeto de voluntaria ignorancia cerrojazo y conspiración de silencio tales son las características del individuo en cuestión y sus contactos y coordenadas en el exterior promovido a la categoría de fotógrafo oficial de la France Presse y anunciado fuera de nuestras fronteras a bombo y platillo con el internacional y resobado repertorio de alharacas y garambainas con que se saluda siempre en algunos círculos a lo que de lejos o de cerca huela a anti-español por haber rodado un breve documental de planificación defectuosa y chata pésimamente amalgamado y carente de garbo fotográfico y de poesía no es cosa que pueda extrañarnos acostumbrados como estamos a hechos y actitudes cuya triste reiteración revela el odio impotente de nuestros adversarios cualquiera que sea el Régimen que exista en nuestra patria a partir de la Contrarreforma para acá España viene padeciendo los ataques más injustos irritantes e intolerables que a nación alguna se le hayan podido dirigir ataques que de manera sistemática tienen su rebrote periódico desde la taimada trinchera de la mentira del resentimiento de la información malintencionada y tendenciosa de todo lo que implique atentar contra la soberana decisión de un país de gobernarse por sí mismo sin injerencias foráneas ni arbitrarias imposiciones y si estos ataques son indignantes cuando nos vienen de manos extranjeras no merecen más que desprecio si proceden de un compatriota dispuesto a colocar la turbina en la cloaca con el propósito de convertirse en un personajillo al pairo de posiciones políticas que conocemos hasta la saciedad en esta hora tan sospechosamente transida de desasosiegos polémicos fabricar estampitas de suburbios es sumamente fácil ni siquiera hay que molestarse en que sean verdaderas unos extras disfrazados de guardias pueden apalear a un «obrero» desnudar a un chiquillo embadurnado de carbón y sentarlo en un montón de estiércol está al alcance de cualquier desaprensivo pero quien eso hace revela tal catadura moral que mejor es no mencionarlo aunque no bastaran dos sustantivos y una preposición para la ofensa cerrada el agravio artero la vituperación el oprobio y el escarnio que se alumbran con las lívidas luces de la mentira no puede haber libertad ni manga ancha ni una tolerancia que serían criminosas que hay miseria y dolor en España nadie lo niega fotografiar barracas miserables es tarea común no sólo en los países civilizados de Europa sino en el dorado suelo de los Estados Unidos encontrar cualquier niño raquítico y con el vientre hinchado tampoco es problema en ninguna nación por alto que sea su tenor de vida cuando los gángsters de la cámara fotográfica se proponen retratarlo y mostrar las lacras de la sociedad humana a un público extranjero de intelectuales y de esnobs pero no es lícito ni honesto mirar con un solo ojo no es posible negarse a ver el conjunto entender únicamente de la parte claro que hay hambre sequedad y desamparo en el tuétano de todo este escenario de Murcia y Andalucía mas hay también algo que el amanerado personajillo parisiense olvida y este algo es la esperanza más que en ninguna otra parte es preciso mirar estas regiones secularmente pobres con los ojos limpios y el corazón abierto sin abrigar la insensata pretensión de trasponer su secreto mediante una visión fugaz y trashumante más propia de un Merimée de pacotilla que un vástago de familia acomodada y respetable de padre vilmente asesinado por la horda roja niño bien con todos los gustos y caprichos pagados cristianamente educado en veterana institución religiosa bajo la tutela y el amparo de hombres intachables y dignos lo esencial repetimos es ponerse de rodillas ante este panorama ancho y reseco mirar el cielo para detener la nube y escarbar la tierra para hollar la fuente redentora lo que no sea esto será caminar a ciegas envuelto en la centelleante tolvanera de la sierra de Yeste vivir un dramático e inconsolable complejo polifémico testimoniar con las pupas del alma empeñarse en ser enlutado sabihondo y mendaz rabisalserillo…

Así hablaban de ti, al divulgarse el incidente del documental, en cafés y tertulias, reuniones y veladas, los hombres y mujeres satisfechos que un decreto irrisorio del destino te había otorgado, al nacer, como paisanos, borrosos amigos de infancia, inocuos compañeros de estudio, parientas de mirada frígida y torva, familiares virtuosos y tristes, encastillados todos en sus inexpugnables privilegios de clase, miembros conspicuos y bienpensantes de un mundo otoñal y caduco que te habían dado, sin solicitar tu permiso, con religión, moral y leyes hechas a su medida: orden promiscuo y huero del que habías intentado escapar, confiando, como tantos otros, en un cambio regenerador y catártico que, por misteriosos imponderables, no se había producido y, al cabo de largos años de destierro, estabas de nuevo allí, en el doliente y amable paisaje de tu juventud, privado hasta del amargo consuelo del alcohol, mientras los eucaliptos del jardín oreaban sus verdes ramas y nubes mudables y huidizas bogaban hacia el sol como cisnes sombríos, sintiéndote no como el hijo pródigo que humilla la frente ante el padre, sino tal el culpable que furtivamente retorna al sitio de su crimen, en tanto que las Voces —maldad y frustración congénitas de tu casta conjugadas en coro— proseguían su sorda cantinela susurrándote alevosamente al oído: «Tú que has sido de los nuestros y has roto con nosotros tienes derecho a muchas cosas y a nosotros no nos cuesta trabajo reconocerlo tienes derecho a pensar que tu patria vive una existencia verdaderamente atroz lamentamos tu error pero quién le pone puertas al campo los propietarios de los cortijos andaluces son los únicos que se permiten este lujo y así nacen esas puertas aisladas solitarias que parece que no cierran ni abren fuera de esta excepción que es como una licencia poética nadie te obliga a pasar por el arquillo sigue pues con tus ideas acerca de la política y demás realidades de España sigue adelante también si te place con tus enojos y mortificaciones contra las cualidades raciales de nuestra estirpe quién te lo impide sabemos que eres barcelonés pese al apellido vasco pero vasco o barcelonés suponiendo que Barcelona no te inspire emoción ni la tierra asturiana suscite deleite en tu alma danos a todos la espalda y mira hacia otros horizontes por qué vas a contrariar un movimiento espontáneo de tu ánimo si algún sentimiento te lleva por senderos de tan indecible tristeza al fin y al cabo no serás el primer español que ha desamado a su patria pero entonces para qué volver mejor te quedas fuera y renuncias de modo definitivo a nosotros reflexiona aún estás a tiempo nuestra firmeza es inconmovible y ningún esfuerzo de los tuyos logrará socavarla piedra somos y piedra permaneceremos por qué buscas ciegamente el desastre olvídate de nosotros y te olvidaremos tu nacimiento fue un error repáralo».

Te habías quedado dormido y, al abrir los ojos, te incorporaste. El reloj marcaba las siete menos diez. Sobre la mesa de mármol había una botella de vino y en la galería sonaban, majestuosos y graves, los primeros compases del Réquiem de Mozart. Buscabas con la vista a Dolores, pero Dolores no estaba. Podías beber un trago de Fefiñanes, helado y rubio, justo para humedecer los labios, y no te decidías. Las nubes habían escampado durante tu sueño y el sol se obstinaba en el cielo enardecido del crepúsculo. Acodado en la balaustrada contemplabas las domesticadas colinas ceñidas de viña y algarrobos, las aves que hendían la tenue transparencia del aire, el lejano mar de ondas calladas que la distancia suavizaba y embellecía. Bastaba ladear la cabeza para abarcar de una sola ojeada los esbeltos cipreses del jardín, el cónclave de gorriones posados sobre las ramas del cedro, los juguetes olvidados por los sobrinos de Dolores tras de una distracción nueva y absurda. (Recordabas su alada aparición de la víspera, solemnemente vestido con dos casullas sustraídas del oratorio en un instante de descuido de la criada, delicados y ágiles, levemente sacrílegos, con un rostro disipado y risueño que te había llenado de arrobo.)

Dentro de una hora Dolores se presentaría con las gotas recetadas por el doctor d’Asnières, dirigiría una mirada lacónica a la botella inmersa en el cubo y, tumbados en las gandulas del mirador, aguardaríais el claxon fatídico que regularmente anunciaba la llegada de las visitas, la temida irrupción de personas extrañas en aquel analgésico y tierno remanso de paz. Entonces ya no te sería posible apreciar el raudo y fresco caudal del aire entre los pinos ni perderte hasta el vértigo en la difícil geometría de las constelaciones, envuelto una vez más en las mallas de un diálogo que te oprimía y asfixiaba, prisionero de un personaje que no eras tú, confundido con él y por él suplantado. Pero la tranquilidad no había sido turbada de momento y, abandonando el jardín, podías aún, si te apetecía, vagabundear a tus anchas junto al estanque, oler el sobrio y denso perfume de romeral, espiar la súplica muda de los recién descorchados alcornoques. Recorrer el interior de la casa, habitada ahora por las voces severas y rigurosas del Dies irae y desenterrar uno a uno de la polvorienta memoria los singulares y heteróclitos elementos que componían el decorado mítico de tu niñez, la galería inmensa, el comedor oscuro, las vetustas y marchitas habitaciones. Subir a las apolilladas buhardillas y examinar los armarios maltrechos, las sillas cojas, los espejos empañados y fantasmales. Inclinarte sobre los viejos grabados con marco de ébano que tanto te fascinaran de niño y cuyos resucitados pies se habían grabado en tu trasmundo para siempre: Valenciennes prise d’assaut, et sauvée du pillage par la clémence du Roy le 16 Mars 1677, Panorama délla città di Roma, Vue de la Ville et du Château de Dinant sur la Meuse, assiégée par les Français le 22 May et prise le 29 du même mois en Vannée 1675, achevée et fortifiée depuis de plusieurs travaux. En el adusto despacho presidido por el retrato del bisabuelo podías abrir uno a uno los cajones del escritorio, con los fajos de la correspondencia familiar ordenada por fechas, y calar unos minutos, si así lo deseabas, en el descabellado y anacrónico universo de tus antecesores: cartas de esclavos del desaparecido ingenio de Cruces, solicitando la bendición de «su mersé», el amo remoto —responsable tuyo en el moroso sucederse de las generaciones— que cabalmente les negaba y desposeía; postales de alguna tía, fallecida ya y muy santamente sin duda, escritas en francés con la inconfundible letra picuda de las alumnas del Sagrado Corazón —«Nous avons célébré la fête de l’Immaculée et nous avons fait une procession très jolie mais comme il faisait un peu froid et il y avait quelques enfants enrhumés nous n’avons pu mettre la robe blanche»—, este mismo Sagrado Corazón, con corazón como de grabado anatómico, arterias y venas, aurículas y ventrículos, que figuraba reproducido en diferentes tamaños y con almibaradas posturas en todos los dormitorios de la casa; los recibos de liquidaciones y balances de empresas bancadas de La Habana, Nueva York y París, anteriores a la guerra hispano-yanqui y la disgregación de la familia. En uno de estos cajones podías hojear incluso, como hiciste el día de tu regreso, una resmilla de sobres escritos con caligrafía vacilante y torpe y descubrir de nuevo, con reiterado asombro, que su autor eras tú: cartas enviadas desde el internado en que consumieras inútilmente parte de tu juventud, en los opacos y ominosos años que siguieron al fallecimiento de tu madre; psicodramas redactados para uso de la familia —«De temperamento nervioso y de mucho amor propio. Algo retraído con sus compañeros, le gusta tratar con unos cuantos solamente. Religiosidad y piedad ordinarias. No muy aficionado a juegos en tiempos de recreo»— por olvidados profesores de firma ininteligible; la edición anual del Boletín del Colegio en el que hallaras el promedio de tus notas por asignaturas correspondiente a la temporada 1945-46 —«Religión 9, Filosofía 6, Lengua Latina 8, Lengua Griega 9, Literatura 7, Geografía e Historia 10, Matemáticas 5, Ciencias 4, Medalla de Honor, Oro»— y hasta un sobrecogedor cuadro sinóptico de los Coros y Jerarquías Angélicos, copiado veinte veces en un cuaderno con tu puño y letra, encabezado por una nota pergeñada en tinta verde: «Por haber distraído a sus compañeros durante la lección» —pruebas documentales, fehacientes, del niño pintoresco y falaz que habías sido y en el que no se reconocía el adulto de hoy, suspendido como estabas en un presente incierto, exento de pasado como de futuro, con la desolada e íntima certeza de saber que habías vuelto no porque las cosas hubieran cambiado y tu expatriación hubiese tenido un sentido, sino porque habías agotado poco a poco tus reservas de espera y, sencillamente, tenías miedo a morir. Así reflexionabas a tus solas mientras la tarde dilapidaba su esplendor en un fastuoso despliegue de fuegos de artificio y la luz desertaba paulatinamente de los claros del bosque que se extendía a tus pies, antes de decidirte, por fin, a beber un sorbo helado de Fefiñanes, encender perezosamente un cigarrillo, cruzar la galería estremecida por el coro del Benedictus y buscar entre los estantes de la maciza biblioteca el álbum de retratos que tal vez te permitiera recobrar la perdida clave de tu niñez y tu juventud. De nuevo podías volver al jardín y acomodarte con aquél en la mesa de mármol, aspirando el aroma antiguo y mohoso de sus páginas; observar con aplacado sosiego el paisaje insomne, el cielo y mar maleables, el sol enrojecido y moribundo: inmovilizados en fotos desvaídas y amarillentas los espectros familiares posaban una y otra vez para ti, como en concertadas y tediosas repeticiones de una escena fallida y tu breve y ya lejana historia renacía con ellos, eslabón de una ininterrumpida cadena de mediocridad y conformismo —aventura y rapiña antes—, fruto inconsciente y culpable de sus vidas taciturnas y ociosas, de su existencia menguada, calamitosa e inútil.

Una pomposa sala de consejo de administración con amplia mesa de trabajo rodeada de sillones vacíos y el retrato de Alfonso XII clavado en el muro; una vista del paquebote Flora que propiedad fuera de la entonces próspera y rumbosa familia; borrosas postales de Cienfuegos con sus plazas desiertas, iglesias blancas y palmas reales primorosamente dispuestas como en un ingenuo decorado de teatro; una estación de ferrocarril con innecesarias y ornamentales vías muertas y un variopinto grupo de guajiros apostados en el andén; el tren cañero del ingenio, en el que podía leerse la inscripción: «Mendiola y Montalvo», durante las labores de la zafra; un panorama del batey, con la fábrica, los barracones y una plaza cuadrilonga, despejada y limpia; la guardarraya de palmeras que conducía a la morada campestre del bisabuelo; los techos, pailas y demás aparatos accesorios por los que debía pasar el guarapo para clarificarse, descachazarse y adquirir su punto de meladura; y perpetuados en gestos y ademanes que perduraban aún, desintegrados ya sus cuerpos al cabo de casi más de un siglo, Álvaro podía atisbar el bisabuelo ejemplar y dominante y su desdibujada e inconsistente prole. El hidalgo pobre de la montaña vasca, astuto traficante, especulador y negrero, de mirada cruel y altiva, delgados labios y torcido bigote en forma de manubrio parecía barruntar la falibilidad e insignificancia de los vástagos que, muerto él, iban a regentar su imperio y que, en el estudiado arreglo de E. Cotera, fotógrafo, Santa Isabel, 45, Cienfuegos, permanecían envarados y tiesos frente al objetivo, a poca distancia de él, triste remedo y copia de la bisabuela resignada y muda, perentoriamente vestida de luto, esposa desengañada e infeliz —suplantada en el lecho por las esclavas negras—, sin más refugio que la práctica melancólica de una religión consoladora y el cuidado de unos hijos educados conforme a las normas y preceptos de una moral tiránica, inflexible e austera. Estos mismos hijos, cinco lustros después, obesos y calvos, prematuramente envejecidos y como aplastados por el peso de sus enormes responsabilidades, herederos de la fortuna, ya que no del talento, virtuosos y egoístas, devotos y avaros: el abuelo de Álvaro y la interminable procesión de tíos fotografiados en La Habana, Nueva York y Suiza antes de la liquidación precipitada del ingenio y la separación de la familia, consecuencia de la guerra con los Estados Unidos y la pérdida de las colonias. El elegante abuelo, tocado con su proverbial sombrero de paja, junto al absurdo chalé morisco del ensanche de Barcelona, instalado ya en España con mujer e hijos, chófer y jardinero, torre de verano y coche de caballos y —lamentablemente emancipados los esclavos negros— indígenas pobres de su propiedad exclusiva, pretexto de caridades y mercedes, obras meritorias e indulgencias, garantía del misericorde perdón de Dios en esta vida y de la eterna salvación en la otra. Años más tarde, con el padre de Álvaro vestido de marinerito inglés y una inocua colección de hijos, curiosa mezcla de ricos hospicianos y amedrentados príncipes: los estigmas y taras resultado de la vida desordenada e irregular del bisabuelo señalaban los rostros familiares —de viejos conservados en tarros de alcohol, pensaba Álvaro— que el fotógrafo anónimo había captado con la refinada maldad de un Goya ante la real progenie de Carlos IV y María Luisa; degenerada raza de futuras solteronas agriadas y —exceptuando el padre de Álvaro— parasitarios caballeros tan inútiles como decorativos. Dos páginas después —tras el obligado intercambio de retratos con los Mendiola residentes en Cuba— los grupos escolares en compacta disciplina de rostros brumosos y mirada ciega rememoraban unos tiempos uniformemente grises que Álvaro conocía bien: siete cursos de bachillerato en una institución religiosa con que primero la madre y luego el consejo de familia habían intentado doblegar su rebeldía y aprisionarlo en el rígido corsé de unos principios, una moral y unas reglas que eran reglas, moral y principios particulares de su aborrecida e ignorante clase; años aquellos de arrepentimiento y pecado, esperma y confesiones, propósitos de enmienda y renovadas dudas, tenazmente gastados en invocar a un dios sordo —vaciado desde hacía siglos de su prístino y original contenido— hasta el momento en que la vida había impuesto sus fueros y el precario y costoso edificio se derrumbara como un castillo de naipes. Vistas parciales —julio de 1918— de la recién adquirida finca con envanecidos jovenzuelos —tías y tíos— indolentemente distribuidos en un jardín adornado, entonces, con macetas de dondiegos, redondos sillones de mimbre y un extraño mirador rústico con techo de paja en el que el tío Eulogio había instalado un estrafalario telescopio portátil. Las últimas fotos anteriores a su nacimiento reproducían nítidamente los colmenares de la materna propiedad de Yeste, un horno de destilación de romero, una instantánea de la vecina pedanía de La Graya. El padre de Álvaro figuraba en todas ellas desdeñoso y lejano, consciente quizá de la estúpida y huera comedia social que representaba, presintiendo tal vez —se decía Álvaro— el vengativo pelotón de campesinos alzados y los fusiles bruscos que debían tronchar su vida. Un sentimiento oscuro, de íntima y gozosa profanación, acompañaba el lento desfilar de aquellas páginas evocadoras de un pasado desaparecido y muerto, fantasmagórica ronda de personajes identificables sólo gracias a la inscripción piadosa de un nombre y una fecha que los salvaba así —¿por cuánto tiempo?— del irrevocable y definitivo olvido; y, como en la espléndida mansión familiar del Country que Álvaro había visitado durante su viaje a Cuba —transformada por la Revolución en modesta escuela de Instructores de Arte, con las fotografías de Castro y Lenin burlonamente clavadas en la pared—, el rencor póstumo contra la necia estirpe y su presuntuosa respetabilidad se alimentaba con el pasto de aquella tranquila y silenciosa hecatombe. Por una ironía feroz del destino dependía de él —¿quién le impedía borrar los pies con una goma, rasgar caprichosamente las páginas?— que el recuerdo mismo de su existencia se perdiese igualmente y el bien y el mal remotos que en vida hubiesen hecho —afligidos comparsas disfrazados del álbum— se disolviesen en la nada de la que sin necesidad alguna habían surgido y a la que razonable y justicieramente habían vuelto.

Inútilmente lo había buscado por los estantes de la biblioteca, en el número de las lecturas piadosas y edificantes de los tíos: La juventud ilustrada o Las virtudes y los vicios de Madame Dufresnoy; La Reina del cielo de doña Ana María Paulín y de la Peña, baronesa de Cortés; Novena al Santísimo; La devoción de San José; Manual del peregrino a Roma; Historia del cristianismo en el Japón; Curso de apologética o exposición razonada de la fe por el padre Gualterio Devivier; Anuario de Marta o El verdadero siervo de la Virgen Santísima… El libro que en el clisé fechado en mayo de 1936 sostenía entre las manos la señorita Lourdes —zapatos, medias, sombreros, falda y blusa negros que emanaban aún, al cabo de veinticinco años, el mismo olor sutil a incienso y naftalina— y cuyo contenido el hermoso niño que antaño fueras —graciosamente posado en muelle cojín y con el cabello peinado en tirabuzones— parecía absorber con recogimiento y arrobo, no estaba allí, extraviado sin duda, como tantos otros, en los revueltos tiempos de la revolución y la guerra, muerto tu padre y requisada la casa, sacudido el arisco país por baldía y delirante crisis, último estertor de una agonía prolongada durante siglos y más siglos. Y sentado en el jardín, al abrigo y amparo de la serena música de Mozart, revivías la escena rescatada por la mirada neutra y objetiva del fotógrafo: la difunta señorita de compañía y el niño devoto, como concebidos una y otro en leve y extravagante sueño, retratados en un parque infantil con nodrizas y críos, provectos caballeros e imperturbables damas, cuatro meses después, pensabas atónito, de las sonadas elecciones de febrero y la agorera victoria del Frente Popular. El desmayado ademán de las manos de la señorita Lourdes impedía descifrar el título del libro y tu encandilado rostro traslucía un sentimiento bastardo de envidia y admiración.

Recordabas tu decepción inmensa al no encontrarlo y la estéril visita a la librería especializada en obras de tipo religioso el día de tu primer viaje a Barcelona cuando, enfrentado a una pálida dependienta de aspecto monjil, le habías pedido las Historias de niños mártires con que te obsequiara la señorita Lourdes en la fecha de tu séptimo aniversario —tu libro de cabecera durante los lejanos y confusos meses que precedieron al estallido de la guerra.

—¿Una colección de biografías dice usted?

—Sí, señorita.

—Aquí tenemos una vida de santa María Goretti con ilustraciones en colores. Si quiere usted hojearla… Si es para regalo quedará usted muy bien. Este año se ha vendido mucho.

—No, no es éste. Se trata de una edición más antigua… Recuerdo que había un dibujo de san Tarsicio en la cubierta.

—¿No se acuerda usted del nombre del autor?

—No, señorita…

—A un precio más asequible hay estas Vidas de niños santos. En rustica. Treinta y cinco pesetas.

—¿Me permite usted?

La empleada te tendía un tomo de formato mediano en cuya sobrecubierta un Niño Jesús (rubio) abrazaba a un santito (rubio) bajo la mirada complaciente de dos angelotes (rubios), estrictamente reducidos por el artista a una cabeza rosa y mofletuda adornada con dos alas.

—Son vidas de niños santos —dijo la dependienta—. Se vende mucho.

—El que busco es de niños mártires.

—Algunos de ellos fueron también martirizados —insistió la señorita.

Inopinadamente te había asaltado el temor de que te tomara por un sádico y habías satisfecho las treinta y cinco pesetas que valía el libro regocijado por su púdica expresión de sospecha, con la estimulante comezón de tus dieciséis años —cuando salías del sucio quiosco de Atarazanas con una fotografía obscena en el bolsillo y corrías en busca del refugio en donde te fuera posible contemplarla y contentarte a solas con la vista fija en la glacial y deprimente imagen—. De vuelta al campo habías examinado el libro, redactado aproximadamente en el mismo lenguaje que el de la señorita Lourdes y el pasado había irrumpido en ti de modo imprevisto, metamorfoseando tu libro en el perdido libro, tu voz en la atiplada voz de la señorita de compañía.

—Cegado el prefecto por tan gloriosa profesión de fe y lleno de odio hacia los cristianos y de ira contra la hermosa virgen, manda que sea atada y conducida a la cárcel y que allí sea azotada con toda crueldad… ¿Escuchas bien, Álvaro?

—Sí, señorita Lourdes.

—Decretó entonces que se la atormentara con todo género de suplicios. Fue extendida en un caballete de martirio y con garfios de hierro fueron despedazadas bárbaramente sus carnes. Aplicaron los sayones haces ardientes en su pecho y sus costados. La echaron en un baño de cal viva para causar un insoportable ardor en sus entrañas; rociáronla con plomo en fusión y cebáronse en martirizar sus sentidos. Pero cuanto más crecía la furia del prefecto y de los verdugos, tanto más la constancia, la fortaleza, la alegría de la Santa, cuyos labios iban exhalando alabanzas y acciones de Gracias al Señor… ¿Te das cuenta, Álvaro?

—Sí, señorita Lourdes.

—Oye bien, que la historia no ha concluido… Obstinado el prefecto quiso satisfacer su diabólica sed de venganza ordenando que la Santa fuese ligada a un aspa de madera y que su cuerpo fuese materialmente asado por hachones encendidos. En el instante en que rindió su alma a Dios se vio salir de su boca una paloma blanquísima que volaba hacia el cielo, símbolo de su espíritu virginal que subía a recibir la corona del martirio. Otro prodigio aconteció, del cual fueron testigos numerosas personas, y fue que el cielo cubrió con un manto de nieve el cuerpo desnudo de la Santa para que no fuese objeto de las miradas indignas de los paganos… ¿Estás llorando, hijo mío?

—Sí, señorita Lourdes.

—¿Sufres por el terrible dolor de la Santa?

—Sí, señorita Lourdes.

—¿Estarías dispuesto a morir cómo ella y bendecir al Señor por cada una de las torturas?

—Sí, señorita Lourdes.

Mediocre universo el tuyo, pensabas, de niño sano, consentido y ocioso, habitante de un mundo ordenado, sin riesgo ni posibilidad de heroísmo; aplastado por el peso de tantas criaturas tempranamente destinadas a la muerte y a la gloria eterna —los Inés, Tarsicio, Pancracio, Agapito, Pelayo, Lucía y otras más cercanas en el tiempo y no menos maravillosas, como santa Magdalena Sofía Barat, santo Domingo Savio o el Acólito Alejandrito—, sin advertir siquiera en tu vida ninguna de las señales premonitorias que, indefectiblemente, señalan a las almas piadosas la presencia de un ángel de Dios en el mundo y que, en el libro de lectura de la señorita Lourdes, solían manifestarse desde el nacimiento mismo del futuro santo: visitas celestiales, apariciones del Niño Jesús entre dos jarrones de porcelana de Sèvres, persecuciones injustas, enfermedades dolorosas, salud frágil.

—Hubo también prodigios de Dios en la vida de este Santo que tan rápidamente cruzó nuestro valle de destierro. Ya en sus días de Murialdo y Castelnuevo, un joven misterioso —seguramente un morador del cielo con figura humana— le había transportado en vida, en cierta ocasión, para evitarle el cansancio del camino. Más tarde, una señora no menos misteriosa —¿la misma Virgen Santísima?— le acompañó de Castelnuevo hasta Mondonio, desapareciendo de modo repentino…

Ingenuamente habías intentado imitar las actitudes de los mártires dibujados en el libro con una corona de santidad milagrosamente sostenida sobre su rubia y angelical cabeza, observándote horas y horas en el espejo del cuarto de baño y preguntándote con angustia si los niños morenos y saludables como tú podían aspirar no obstante al favor y protección de las potencias celestes, arrullado por la gozosa voz de la señorita Lourdes que, con las gafas caladas sobre la nariz, parecía espiar siempre, con astucia, las emociones pintadas en tu rostro.

—Distinguióse bien pronto la pequeña por su piedad y buen corazón. Cuando lloraba sólo podían consolarla pronunciando los nombres de Jesús y María. No bien empezó a mover los labios esos nombres dulcísimos fueron los primeros que supo balbucir. Muchas veces la veían con las manecitas levantadas al cielo y con los ojos en oración, anegados en amorosa ternura. Desde su más tierna infancia mostró una devoción encantadora y ardiente hacia el Santísimo Sacramento. Frecuentemente desaparecía de su casa para postrarse ante el Sagrario. Hallábanla allí sonriente y como en éxtasis, respetuosamente inmóvil y transportada de amor. A pesar de su niñez comprendía ya y meditaba profundamente el valor infinito del tesoro que se conservaba detrás de la modesta puertecita.

Tú admirabas, celoso, la sincronizada precisión de aquellas vidas cimeras que tan cruelmente contrastaban con la rutina y vacuidad de la tuya, soñando, a falta de la suspirada aparición, en la maligna enfermedad que pudiera ponerte a prueba o en el codiciable y espectacular martirio.

—No salgan a la calle —dijo, semanas después, tu madre—. Ayer volvieron a preguntar por él y les he visto pasar en camiones… Parece que van a quemar las iglesias…

Y aunque, exteriormente, tu existencia no había cambiado —comidas a horas regulares, lecturas, paseos con la señorita Lourdes—, por el semblante serio y preocupado de los adultos habías presentido la intrusión de un factor nuevo y perturbador del que no se hablaba nunca delante de ti y que, en tu ausencia, provocaba cabildeos oscuros con los tíos, cuyo secreto intentabas en vano descifrar haciéndote a momentos el dormido o fingiendo absorberte en tu rompecabezas geográfico.

—Habrá que ocultar el cáliz en la buhardilla.

—¿Y si nos denuncian los masoveros? No podemos arriesgarnos a…

—Lo mejor sería ir de noche.

—¿Con los controles? —era la voz del tío César—: Estás absolutamente loca.

—Iré con el niño. Una mujer sola…

El apremiante sonido del timbre había interrumpido la conversación y, horas más tarde, cuando la señorita Lourdes te servía el consabido tazón de chocolate con bizcochos, tu madre se había enjugado las lágrimas con un pañuelo y, desde la módica altura de tus siete años, te creíste obligado a intervenir.

—Mamá.

—Corazón.

—¿Lloras porque papá está fuera?

—Sí, hijo mío.

—¿Por qué tarda tanto en volver?

—Tiene mucho trabajo.

—¿Quiénes son esos señores que preguntaban por él?

—Nada. Unos amigos.

Tu madre ignoraba aún lo sucedido en Yeste —la notificación oficial de la muerte se recibió al cabo de un año— pero sus lágrimas habían confirmado tus sospechas de que algo —¿qué cosa?— se tramaba entre bastidores, acontecimientos que, por una razón opaca, los adultos se esforzaban en ocultar. La señorita Lourdes fue la primera en desvelarte el secreto.

Una noche se había arrodillado contigo frente al altarito de juguete sobre el que a menudo celebrabas misa copiando los ademanes y los gestos de los auténticos oficiantes y había dicho con énfasis: «Ayúdanos en estos tiempos difíciles, Señor y Dios mío. No permitas que los impíos mancillen el alma de esta criatura y la conviertan en esclava de Satanás».

—¿Qué pasa, señorita Lourdes? —habías preguntado tú.

—Nada, rey mío, nada.

—Sí, señorita Lourdes. Yo sé que pasa algo. También he visto por la ventana a los camiones con los hombres… ¿Verdad que son malos?

—No puedo decirte nada, rey mío. Ni una sola palabra.

—Sí puede, señorita Lourdes. Dígamelo.

—No cielo. Eres muy niño aún. Se lo he prometido a tu madre.

—Dígamelo, señorita Lourdes. Le juro que no se lo repetiré.

—No, no. No quiero hacerte sufrir. Eres demasiado pequeño para comprender…

—Por favor, señorita. Soy mayor. No diré nada a nadie.

—Rey mío. Pobre rey mío.

—Si vienen los hombres malos rezaré a la Virgen y se morirán.

—Tu mamá me lo ha prohibido.

—Por favor, señorita.

—No puedo, hijo mío.

—El Niño Jesús me lo dirá.

Habías juntado las manos como en las estampas que ilustraban el libro y, vencida su débil resistencia, la señorita Lourdes te había atraído hacia ella entre sollozos y te había anunciado con voz trémula la llegada del Anti-Cristo. Los hombres mal vestidos apiñados en los camiones que circulaban bajo tu ventana eran enviados especiales del demonio, agentes empedernidos del Mal. El fabuloso mundo de las persecuciones y torturas, de los sayones que se encarnizaban como lobos sobre el cuerpo desnudo de las víctimas te había sumido en un mar de dicha y zozobra, incrédulo tú aún ante el fulgor y magnitud del sueño tan presta e inesperadamente realizado.

—No tengo miedo a la muerte, señorita Lourdes. —Era una frase aprendida en el libro.

—No, no, Dios mío. No dispongas de la existencia de un angelito inocente.

—¿Qué importan unos años de vida si pierdo mi alma?

—Señor, no escuches la voz de esta criatura. Piensa en el dolor de la madre.

—Invocaré el dulce nombre de María y los hombres malos se arrepentirán.

La expedición fue decidida allí mismo. Exaltada y vibrante de entusiasmo la señorita Lourdes sollozaba frente al altarito, te abrazaba, imploraba el perdón de Dios. Su rostro apergaminado y céreo parecía haber renacido a la vida, con dos rosetas encendidas en los pómulos y un brillo claro y casi adolescente en la mirada, y tú te sentías, al fin, habitante del mundo descrito en el libro, definitivamente incluido en el bando de los mártires. Con la extática aprobación de la señorita Lourdes te habías hincado de hinojos junto al sagrario pintado de purpurina, con el diminuto copón de juguete en las manos, saboreando en tu fuero interior el instante sublime, viviendo anticipadamente tu gloriosa carrera de santo aureolado de luz divina, representado en los futuros libros con una radiante coronita volátil.

—Dios mío, Dios mío, perdóname —gemía la señorita Lourdes—. Alivia el calvario atroz de la madre. Infúndele el valor necesario para soportar la prueba.

—¿Por qué no le decimos que venga con nosotros? —habías sugerido tú.

—No, rey mío, no lo resistiría.

—Rezaré por ella.

—Angelito mío de mi alma… Reza también por mí.

Aquella noche no habíais dormido ninguno de los dos, abrazado tú al ciborio como san Tarsicio, arrodillada ella ante el Niño Jesús, implorando la absolución de Dios y arrepintiéndose de sus pecados. Después del beso cotidiano de tu madre al acostarte —tras unos cuchicheos y reuniones que ya no eran enigma para ti— habías dado una postrera ojeada al libro de la señorita Lourdes —«con los clavos que le alargan lo clava en cruz sobre el muro y rasga sus venas con un cuchillo para recoger la sangre…»— deleitándote en sus descripciones sombrías con un placer casi aterrador, indiferente a las sirenas y bocinazos que anunciaban el paso de los hombres por la calle, repitiéndote una y otra vez como sonámbulo: «Éste es mi último día».

A las nueve, tu madre te había servido la bandeja del desayuno. La señorita te vistió con camisa, pantalón, calcetines, sandalias, perfectamente blancos, y te colgó del cuello una reliquia de la Santa Cruz que besaste muchas veces casi en éxtasis mientras ella te peinaba los tirabuzones y te humedecía las sienes con agua de colonia. Tío César debía venir a buscar a tu madre y se presentó en casa con los ojos agrandados por el terror, sin corbata ni sombrero, grotescamente disfrazado de pobre —recuerdo turbio que se asociaba en tu memoria al hombrecillo sonriente que, semanas más tarde, se había vestido de cura en tus narices y ofició una misa en la sala sin que ninguno mostrara indignación por la superchería—; dijo que se iba de vacaciones a la montaña y que te enviaría una hermosa tarjeta postal. Tú no lo creías si no a medias y, apostado en el balcón, espiabas su marcha para hacer la señal convenida a la señorita Lourdes y escabullirte también. Fuera, las sirenas aullaban.

—Corazón, angelito, rey mío… ¿Sabrás mantenerte firme?

—Sí, señorita.

—¿Resistirás a las amenazas y torturas?

—Sí, señorita.

—Corazón, pobre corazón… Repite conmigo: Señor mío Jesucristo…

—Señor mío Jesucristo.

—Dios y hombre verdadero…

—Dios y hombre verdadero…

Barcelona no era entonces una próspera y floreciente ciudad de millón y pico de cadáveres orondos y satisfechos de su condición y el aspecto de los hombres que en barricadas improvisadas y controles velaban su recién recobrada dignidad y alzaban el puño con orgullo podías recomponerlo fácilmente gracias a los documentales y retrospectivas de la Cinémathèque de la rué d’Ulm: sonrisa blanca y dura, largas patillas y barbas cerradas, pañuelos rojos anudados al cuello, monos azul mahón y gorro ladeado de milicianos, obreros, campesinos, rabassaires; virilidad ruda y agreste de un pueblo asomado a la vida en edad adulta y secuestrado de nuevo, en medio de la indiferencia de los otros, por sus tenaces enemigos de siempre; hombría y aspereza terapéuticas que, meses atrás, habías hallado entre negros y mulatos de La Habana, presagio del síncope en el bulevar Richard Lenoir y de tu revocable existencia a plazo.

—… la resurrección de la carne…

—La vida perdurable…

—La vida perdurable…

—Amén.

Podías imaginar asimismo con ayuda de tu memoria posterior de la cinemateca la apariencia insólita de las calles barcelonesas durante las jornadas revolucionarias de agosto del 36 colmando así los huecos existentes en un relato exclusivamente hilvanado con elementos dispersos y truncos: la ciudad abandonada por aristócratas y empresarios, curas y señoritos, damas y petimetres, a la vez que multitud de enterrados vivos invadían el centro como un ejército aguerrido y hosco, milagrosamente brotado del subsuelo de algún cementerio de barriada. Las casas parecían sucias y andrajosas, con banderas y consignas en los balcones y en los muros y, entre el angustioso clamor de las sirenas que horadaban el aire húmedo y caliente, grupos de curiosos examinaban los impactos de las balas y observaban, burlones, el cárdeno esplendor de los incendios.

Ardían las iglesias parroquiales de Sarria y Bonanova, los conventos de monjas Reparadoras y Josefinas y, asido con fuerza a la huesuda mano de la señorita Lourdes, te dirigías al lugar del martirio vestido de blanco y con la preciosa reliquia colgada del cuello, invocando una y otra vez con beatitud los dulces nombres de Jesús y María. A tu lado la señorita había desplegado ostentosamente su mantilla de encaje y leía en voz alta oraciones y sentencias de un libro encuadernado en terciopelo y con cantoneras de metal.

—Alma de Cristo, santifícame… Cuerpo de Cristo, sálvame… Sangre de Cristo, embriágame…

Por el momento pensabas más en tu traza que en toda otra cosa, al acecho del instante grandioso en que la coronita ingrávida iba a volar sobre ti, tratando de consolarte con la idea que, después de muerto, tus tirabuzones se volverían rubios, plenamente identificado con la imagen de Inés y Tarsicio, Pelayo y Pancracio, Eulalia y Dominguito del Val.

—¡Alto! ¿Adónde van?

Un hombre malo, barbudo y mal vestido, se había plantado ante vosotros con los brazos en jarras.

—A la única y verdadera Iglesia fundada por Nuestro Señor Jesucristo —dijo de un tirón la señorita Lourdes.

—¿No ven ustedes que está ardiendo?

—La gracia del Señor nos protegerá de las llamas.

Otros hombres armados y sucios se habían acercado a vosotros y os contemplaban —creías recordarlo— con una mezcla de humor y curiosidad.

—Mira quin parell —dijo uno.

—Sagrado Corazón de Jesús en Vos confío —lograste articular tú.

—¿Qué dices, chaval?

—Deixa’ls. Están torrats.

—Cúmplase la voluntad de Dios.

—Hale, circulen —dijo el primer hombre.

—La Iglesia es la Casa de Jesús. Él nos acogerá entre sus brazos.

—No se excite usté, buena señora. La capilla está ardiendo. Tenemos órdenes de no dejar pasar a nadie.

—Adelante —dijo la señorita Lourdes.

—No t’he dit que son dos boigs?

—Cálmese usté.

—Pasión de Cristo, confórtame… Oh buen Jesús, óyeme.

—Vuélvanse ahora mismo a su casa —dijo el hombre—. Si desean rezar allí nadie se lo impide.

—Jesús mío de mi vida.

—Vamos, andando. Nosotros no queremos nada con mujeres ni con criaturas.

El forcejeo que siguió reaparecía muy confuso en tu memoria y no recordabas a ciencia cierta si la señorita Lourdes se había enfrentado a ellos (como en ocasiones te figurabas) o si, sencillamente, los anarquistas la habían atrapado por la manga cuando, arrastrándote a ti, había intentado correr hacia la iglesia (hipótesis mucho más plausible).

—Somos mártires, somos mártires —repetías en vano tú.

El regreso, escoltados por dos pistoleros de la FAI, fue muy triste. Sollozando, sin coronita ingrávida, tu traje blanco manchado, habías meditado con amargura sobre el irremediable fracaso de tu carrera de santo en cierne. La señorita Lourdes, superada la crisis de lágrimas, parecía preocuparse, con razón, por la acogida que os reservaba tu madre.

—Ha sido una locura —gemía—. Nunca me lo perdonará.

Aquella tarde la bandeja con el tazón de chocolate y los bizcochos te esperaba de nuevo y tu madre no dirigía la palabra a la señorita Lourdes, sino para zaherirla y criticar con voz áspera su ligereza y exaltación.

—Como si los tiempos no fueran suficientemente duros… Como si lo que soporto ya todavía no le bastase…

La señorita Lourdes lloraba en silencio y, unos días más tarde, se esfumó definitivamente de la casa. Tu madre abrió de par en par la ventana de su cuarto y, por todo comentario, dijo que la habitación olía mal.

Tal fue tu única incursión sincera en el mundo de la piedad y, mientras duró la guerra, refugiado con tu madre y los tíos en un pueblo del sur de Francia, no volviste a pensar en los mártires ni en el altarito. Cuando ganaron los nacionales y la sociedad te recuperó, tus educadores te impusieron por el temor un culto supersticioso y masoquista del que —enfrentado a las realidades de la vida— te liberaste pronto. Desde entonces el Cristo te había desalojado y sin él vivías en paz, a lo menos hasta el día en que, de no adelantarte tú al previsible vencimiento, caerías inerme como en el bulevar Richard Lenoir y, privado de tu conciencia y tus dones, con óleos y crucifijos fantasmales, sus vicarios se abalanzarían sobre ti y se adueñarían impunemente de tu cuerpo —presto a desintegrarse ya, pasto de los gusanos— para exhibirlo luego a los cuatro vientos en honor y prestigio, corona y cetro de su ambiciosa y encumbrada casta.

Había cesado el Requiem de Mozart y la penumbra esfuminaba suavemente el contorno de los objetos, el fresco caudal de viento disminuía poco a poco y en el crepúsculo campestre se adensaba un silencio interrumpido sólo por el canto de los grillos y el sonoro croar de alguna rana: «Nosotros no tenemos la culpa en realidad no sabíamos nada cierto que en el 39 adherimos masivamente a la Falange o al Requeté y vestimos a nuestras hijas de Luceros o Margaritas y a nuestros hijos de Flechas o de Pelayos, pero lo hicimos por razones de puro patriotismo como reacción lógica contra los desórdenes funestos de antes desórdenes que ni tan siquiera hoy ningún hombre de buena fe puede negar si equivocación hubo nació por exceso de amor a nuestro país y en la mayoría de los casos nuestra actuación política fue breve justo el tiempo preciso para organizar un poco las cosas después de aquella lucha terrible e inútil que tanta sangre debía costamos a unos y a otros y pasado el primer entusiasmo efímero nos retiramos a una vida prudente y discreta enteramente consagrada a la familia y los negocios creyendo a pies juntillas en el cuadro idílico que nos pintaban los diarios convencidos de que la victoria de Hitler abría una época de paz progreso y prosperidad para las naciones sin darnos cuenta del reverso de la medalla de su profundo orgullo y menosprecio por los valores espirituales y terrenos seculares defendidos por la Iglesia Católica error excusable si se tiene presente que terminada nuestra guerra fratricida pensábamos ante todo en el futuro económico del país en reconstruir inmuebles y fábricas fomentar el comercio y desarrollar la industria a fin de proporcionar trabajo y pan a millones y millones de compatriotas indigentes muchos de los cuales dicho sea en honor de la verdad habían combatido a nuestro lado o habían dejado al caer viuda e hijos suponiendo cándidamente que los políticos profesionales resolverían las cosas a su debido tiempo y restablecerían la monarquía cuando fuera necesario una monarquía liberal con Estamentos y Cámaras respetuosa del bien común y la libre empresa atenta a la justicia distributiva aconsejada en las Encíclicas papales ajenos por completo a los abusos de una represión cuya existencia desconocíamos confiando ingenuamente en la probidad y el civismo de los hombres que regían los destinos del país sacrificándonos también cuando las circunstancias lo imponían sometidos como estábamos a un racionamiento tan extremo que su propio rigor nos obligaba a menudo a eludirlo no por nosotros dispuestos siempre a servir con lealtad los intereses superiores de la patria sino a causa de nuestros pobres hijos reducidos a comer una exigua porción de 150 gramos diarios de pan en tanto que los felices poseedores de una cartilla de tercera recibían 400 sin hablar de la penuria de los restantes productos que muy a nuestro pesar debíamos agenciarnos de estraperlo como los demás menesterosos incluidos pero se trata como vemos de pecadillos menores casi insignificantes y difícilmente se puede encontrar el justo cualesquiera que fueren su extracción social y sus orígenes libre de culpa él mismo para lanzar la primera piedra restaurar los partidos nacionales entronizar de nuevo a los Borbones tal nos parece hoy la solución oportuna dada la coyuntura hostil a los regímenes totalitarios y la subversión roja que nos amenaza estos cinco años de posguerra española han sido igualmente duros para todos para los vencedores como para los vencidos para los ricos como para los pobres por eso se impone hoy la fórmula dúctil y equitativa la abertura del diálogo el pacto que garantice el respeto a las personas y a los bienes el borrón y cuenta nueva salutífero preludio de la paz en los espíritus y del anhelado y firme apretón de manos…». ¿En qué oscuro rincón de su memoria adolescente el recuerdo sardónico de aquellas Voces muertas habían ido a posarse? ¿Bastaba una imagen anodina para arrancarlo del olvido e imponerlo a la luz en toda su crudeza? ¿Qué demonio emboscado como fiera paciente en su cubil amagaba saltar, pronto al zarpazo y la embestida, ante el estímulo fugaz de una cartulina gris e inocua?

A través de la instantánea captada en el jardín meses después del fallecimiento de su madre, Álvaro podía evocar el retintín de las conversaciones del memorable otoño del 44 y dar un nombre cabal a los rostros lejanos que, en grave y estudiada pose, formaban el solemne y marchito consejo de familia: la nariz aguileña y labios rencorosos de la piadosísima tía Mercedes, abandonada por el novio al pie del altar y, desde entonces, enconada enemiga de los hombres y de los placeres de la carne; la mirada aguanosa del tío César, velada por sus gafas de incontables dioptrías, sumido él en el letargo de una vida hogareña sin historia, con dos hijas casaderas —solteronas futuras— y un apagado hijo predestinado al sacerdocio; el primo Jorge, con su entonces recién ganado diploma de bachiller y una trazada carrera de joven Fiscal de Tasas corruptible y mundano; y, en un ángulo de la fotografía y dominando a los demás con su aspecto de deidad ausente e inaccesible, el tío Eulogio, que apoyaba una mano sobre el hombro de Álvaro y observaba severamente el objetivo con sus ojos negrísimos, inspirados, brillantes.

—Europa está perdida, hijo mío. El Occidente ha entrado en su período de decadencia biológica y ninguna intervención médica le puede salvar. Es el ciclo fatal de la vida: juventud, madurez, agonía, muerte… A nosotros nos ha tocado vivir la época de los últimos estertores… Como Roma al fallecimiento de Teodosio, y Bizancio bajo la dinastía de los Constantinos…

Por las páginas mustias del álbum el tío Eulogio aparecía a intervalos con su misterioso material científico, de visita en los umbrosos cafetales de Nicaragua o huésped insólito de los Mendiola residentes en Cuba. En su juventud se había entregado en cuerpo y alma al estudio y prospección de los astros y, entre la polilla y telaraña del desván, acuchillados por un polvoriento rayo de luz que se colaba por la rendija del postigo, era posible hallar aún vestigios de su primera y olvidada pasión: alguna lente rota e inútil, un mapa borroso de la luna, el dibujo de las constelaciones boreales. Más tarde, hostigado por nuevas inquietudes, había dejado la astronomía por la astrología, pasando luego, casi sin transición, de las Ciencias Ocultas a las Religiones Razonadas para desembocar al fin —adelantada ya para él la década de los treinta— y tras una serie de infortunadas operaciones bursátiles —adquisición de marcos y acciones de los ferrocarriles rusos antes de la guerra del 14, de obligaciones de la Compañía de Tranvías de Shanghai y un buen paquete de bonos de la Nicaragua Coast Company anticipándose escasamente unos meses a la guerra de China y al hundimiento del mercado mundial del café en el 24—, en el período que abarcaba su edad adulta y los límites de la prolongada vejez. Unos descoloridos clisés de la época reproducían la imagen de un joven con bigote y perilla, atormentado y apuesto, que leía a Keyserling con aire sombrío recostado en los cojines de un sofá otomano: a la vez racista y filarmónico parecía meditar en otros acerca de las catastróficas predicciones de Spengler al tiempo que, con visible arrobo, se abandonaba a los melodiosos acordes —La cabalgata de las Walkirias, se decía Álvaro— que transmitía un anticuado fonógrafo con altavoz en forma de trompa.

La guerra civil española le había pillado en La Habana y el mismo 18 de julio del 36, a las siete en punto de la tarde, hora local del tío Eulogio, se ofreció voluntario al cónsul de Su Majestad el rey Víctor Manuel III sin tener en cuenta su avanzada edad ni su precaria salud física. El signore Romano Balbo, que era amigo del viejo Mendiola, logró disuadirle de sus propósitos y le devolvió a la asustada familia —en cuya compañía se demoró hasta el final de las hostilidades. De vuelta a Barcelona, canoso y disminuido por los achaques, el tío Eulogio dividía su tiempo entre la lectura de la Enciclopedia Espasa y una nueva y devoradora afición crucigramista. A diferencia de sus hermanos, no había creído nunca en el triunfo de los nazis y, todos los días, al levantarse, hojeaba los periódicos —La Vanguardia, el Diario de Barcelona y El Correo Catalán— con gesto escéptico.

—Gane quien gane —decía a Álvaro— el resultado será el mismo. Europa se desangra, mientras Asia afila los dientes.

—Alemania no puede perder —sostenía el tío César.

—La comodidad, la vida fácil degeneran la raza… El coeficiente de natalidad disminuye. En Siberia las mujeres kirguisas paren a lomo de caballo.

—Con las armas secretas…

—Ningún ejército detendrá la avalancha… Como en el siglo quinto, a la llegada de los hunos y los ostrogodos.

En las melancólicas semanas que precedieron al fallecimiento de su madre, Álvaro había seguido con inquietud la erosión lenta pero continua de las posiciones alemanas en el frente del Este. Tíos y primos se habían instalado en el piso al acecho del desenlace y en el duermevela de las pesadillas y los insomnios las frases hoscas y premonitorias del tío Eulogio cobraban una tangible y angustiosa precisión. Muerta la madre, los tíos lo habían llevado a descansar a la heredada finca paterna y, bruscamente —como una proyección de su entretenido reino de ansiedad y temor—, los acontecimientos históricos se precipitaron.

El desembarco aliado en Normandía, la caída de París, la irrupción del ejército rojo en Polonia y Rumania confirmaban punto por punto los pronósticos pesimistas del tío Eulogio y, hasta el tío César, lector admirado del Mein Kampf y heraldo apasionado de la victoria de los alemanes, parecía humilde y abatido y evocaba con voz lúgubre la eventualidad de un acuerdo con Churchill para frenar el irresistible avance de los rusos. Día tras día, en su mapamundi escolar, Álvaro examinaba acongojado la aterradora mancha roja que extendía ávidamente sus tentáculos sobre la Europa exhausta. El miedo abstracto a la guerra se había transformado poco a poco en cuidado y desvelo respecto a su propio y personal porvenir: ¿qué otra presa podían buscar sino a él, el joven Álvaro, vástago de familia virtuosa y bienpensante, heredero frágil de un mundo delicado y caduco?; quienes habían asesinado a su padre, ¿lo perdonarían a él?; ¿no le reservarían más bien la suerte horrible del tío Lucas o del primo Sergio?

El tío Eulogio le había prestado ejemplares de La decadencia de Occidente y El ocaso de las naciones blancas y, durante el verano y el otoño del 44, Álvaro los había leído y releído de un aliento, fascinado por el carácter ineluctable del mal, desamparado y sin fuerzas para combatirlo. Arruinados, exangües, divididos, los países europeos no podían competir en extensión y población con los feroces y aguerridos componentes del bloque soviético. Llegada la hora de la verdad las masas se negarían a empuñar el fusil contra los invasores: los comunistas y también los socialistas, decía el tío Eulogio, y quién sabe si los demócratas y los liberales. El precario equilibrio de la balanza se rompía definitivamente en favor del Este. Al primer empujón los bárbaros se plantarían en el Pirineo.

Fueron aquéllos unos meses de alarma y desasosiego, zozobra y espanto a lo largo de los cuales Álvaro había vivido a remolque del tío Eulogio y sus lecturas en tanto que, alrededor de él, la vida proseguía, en apariencia, confiada y alegre, ajena al plazo conminatorio y brutal de la derrota de los alemanes. Los domingos y días festivos el tío le aguardaba en la puerta del internado y, rehusando las distracciones tentadoras de su edad, Álvaro se recluía voluntariamente en el piso para meditar con aprensiva lucidez acerca de la debilidad de Occidente —producto de la vida cómoda y muelle— y de la suya propia —acrecentada en parte por sus frecuentes y acendradas masturbaciones—, comparando el bajo índice de la natalidad francesa —pese a los enormes progresos de la obstetricia— a la multiplicación veloz de los kirguises, con sus mujeres que parían a lomo de caballo y cuyo alimento primordial, según el tío Eulogio, consistía en varios kilogramos diarios de carne cruda, sustancia riquísima en calorías y humores vitales, origen y fuente de sus voraces deseos de expansión y de sus inmoderados apetitos bélicos. Más de una vez, la vieja y abnegada sirvienta del tío —menos abnegada, sin embargo, puntualizaba la tía Mercedes, que aquella otra legendaria ya que, al morir, y tras una existencia de privaciones y trabajos, había legado el producto íntegro de sus ahorros al desdeñoso abuelo que la explotara en vida— irrumpía en sus sueños gritando «¡Señorito, los kirguises!» y Álvaro se despertaba en el blanco y fantasmal dormitorio del colegio con la frente orillada de sudor y el pulso desacompasado, dando gracias a Dios por la presencia benéfica de los compañeros que roncaban en lechos similares al suyo, momentáneamente a salvo —¿por cuánto tiempo?— de los kirguises y sus mujeres que parían a lomo de caballo, repitiendo una y mil veces «Señor, no me abandones» hasta que el cansancio podía más que él y el sueño piadoso le vencía.

—Mane, thecel, fares —sentenció el tío Eulogio al divulgarse la nueva del suicidio de Hitler.

—Los americanos no son ciegos. —El tío César se expresaba sin ninguna convicción—: Si traemos al rey y se restablecen los partidos…

—Yo soy ya viejo y la vida no puede ofrecerme gran cosa. Pero tú, mi pobre Álvaro, ¿qué será de ti?

Un miedo irrazonable se había infiltrado sigilosamente en sus venas cifrado en el rostro hermético y duro de kirguís reproducido en una lámina en colores del volumen de Geografía Humana y atropellados proyectos de huida a países seguros y remotos adquirían la dulce consistencia de una posible tabla salvadora, minúscula boya a la que asirse el día del hundimiento y el naufragio.

—En tu lugar yo me iría a un sitio tranquilo como Cuba —decía el tío Eulogio—. Allí no hay peligro de revoluciones ni de guerras. El primo Ernesto es inmensamente rico y puede encaminar tus pasos. En su última carta me dice justamente que ha enviado a Juan Carlos a Estados Unidos para que saque un diploma de ingeniero… Y Adelaidita es la mar de guapa y de simpática, lo que se dice un pimpollo… ¿Te enseñé el recorte sobre su puesta de largo que salió en el Diario de la Marina?

Los sudores fríos y las palpitaciones cedían el paso, entonces, a balsámicos sueños de dicha y euforia en una isla paradisíaca, lejos de los kirguises y sus mujeres, a la sombra de unas potencias familiares condescendientes y amigas, secular garantía de un orden sereno y perdurable. El palacete de Punta Gorda de Cienfuegos, el ingenio de Cruces, las fotografías atabacadas del álbum eran fresco oasis de calma y ventura, deleite y reposo que el tío agitaba ante sus ojos como deslumbrador espejismo, acomodado perezosamente en su sillón de cuero con la mano apoyada en el libro Geografía de Cuba, que, semanas atrás, le enviara Ernesto desde La Habana.

—Además, el clima es magnífico, muy saludable para los reumáticos y los gotosos. Escucha esto: la ubicación de Cuba en la zona intertropical y la acción benigna de las corrientes marinas determinan que nuestros inviernos sean poco acentuados. Conforme la escala climatológica del ilustre Koeppen, Cuba representa un clima tibio de sabana sin invierno, condición que se simboliza, en rápida abreviatura científica, con las letras AW…

Otras veces, en aquellas veladas dominicales interrumpidas sólo por la fugaz aparición de la criada con la tetera y dos tazas de porcelana china, la fantasía del tío Eulogio se desbocaba hacia otros puntos del globo terráqueo, igualmente distantes de Europa y asimismo seguros.

—Y si el Caribe no te prueba te vas a cultivar café a Kenia o a Angola. Hace poco leí un artículo de un padre misionero la mar de interesante. Los negros que hay allí son muy pacíficos; se alimentan de hierbas y flores silvestres y obedecen y respetan a los blancos. El padre cuenta que en muchas ocasiones ha tenido que discutir con ellos porque los pobres infelices querían adorarlo como a un Dios…

Meses y meses Álvaro había acogido como agua de mayo sus explicaciones y charlas científicas hasta que, a raíz del veraneo primero y su absorbente pasión por Jerónimo después, los maravillosos encuentros se espaciaron. En otoño, la salud del tío dio un nuevo bajón y, en sus raras y ya protocolarias visitas al piso, Eulogio permanecía frente a él ensimismado y taciturno, vigilando con el rabillo del ojo las idas y venidas —con misteriosos brebajes y pócimas— de la vieja criada. La última vez que Álvaro le viera en libertad el tío le había mirado de hito en hito y le ordenó: «Vete, déjame en paz». Por Navidad la tía Mercedes le comunicó brevemente que, obedeciendo a razones de orden médico, había sido internado en un sanatorio.

Al cabo del tiempo Álvaro conservaba un recuerdo amable y tierno de su extraña y luminosa amistad y, durante su viaje a Cuba, después del triunfo de la revolución de Fidel Castro, había pensado a menudo en ella con intacta sonrisa, tratando de imaginar la reacción del tío Eulogio, de haber seguido en vida, ante la expropiación y la huida de los Mendiola a Miami y los levantamientos negros y matanzas de misioneros en Angola y Kenia. En cuanto al tío César, pasado el primer sobresalto de terror, había imitado el movimiento de los demás miembros de su clase, apretando las filas de la época del estéril cierre de la frontera y la retirada hipócrita de los embajadores en torno del hombre que había sido, era y sería el mejor defensor de sus auténticos intereses. Años más tarde —separado ya de la familia por una barrera infinitamente más firme que los casuales y siempre azarosos vínculos de sangre— Álvaro lo había visto fotografiado en el periódico en medio de un grupo de fieles que aclamaban el paso del Benefactor en una de sus esporádicas visitas a Barcelona. Aquella postrera imagen que de él tenía bastaba no obstante para convencerle de que la lógica simple y el buen sentido práctico deberían llevarle en el 62, como a tantos otros, sin corte ni contradicción alguno, por obra y gracia del turismo y despegue económico, a la defensa de los valores europeos y liberales, prudente, muy prudentemente, para el aciago día en que el Benefactor faltase y, de nuevo, como en aquel desolado invierno del 45, tuvieran necesidad de un rey —decorativa y vistosa pieza de recambio.

Inopinadamente se encendió la luz. La noche había caído sin que tú lo advirtieras y, sentado todavía en el jardín, no podías distinguir el vuelo versátil de las golondrinas ni la orla rojiza del crepúsculo sobre el perfil sinuoso de las montañas. El álbum familiar permanecía entre tus manos, inútil ya en la sombra y, al incorporarte, te serviste otro vaso de Fefiñanes y lo apuraste de un sorbo. Las primeras estrellas pintaban encima del tejado y el gallo de la veleta recortaba apenas su silueta airosa en el cielo oscuro. Dolores se había asomado a la puerta de la galería. Unos téjanos verdes moldeaban su escueto trasero adolescente. Avanzaba hacia ti con un cigarrillo encendido en medio de los dedos índice y mayor de la mano derecha y, tal como habías previsto, dirigió una mirada furtiva al nivel de la botella de Fefinanes, pero su rostro no reveló sentimiento alguno más allá de la pura comprobación inmóvil. Sus labios propicios y amistosos sonreían levemente y su mano libre esbozó un saludo sobrio y se demoró sobre la tuya. Como sonámbulo le oíste hablar de los preparativos de la cena, recordarte el horario de las gotas recetadas por el doctor d’Asnières, interesarse por el contenido del álbum. Vuestras miradas al encontrarse resucitaban por unos instantes la dulce impresión de juego y complicidad de antaño: ilusoria creencia de una unidad moral que ni el tiempo ni la humana carcoma destruirían. Sonaba otra vez el viento en las ramas de los eucaliptos y entretenía en tu rostro una dilatada frescura esquiva y acariciante. Poco después la muchacha surgió con el vaso de agua y las gotas y, tras ella, los sobrinos de Dolores irrumpieron alegres en el jardín. La galería os tentaba con sus divanes cómodos y la insidiosa nostalgia del Réquiem de Mozart. Bebiste la mezcla de un trago. Enlazados por la cintura os encaminasteis hacia la casa mientras la criada recogía el cubo de hielo, los vasos, la botella de Fefinanes y, a grito herido, convocaba a los niños a la cocina. Dolores volvió a poner el disco en el picap. Los acordes del Introitus anularon imperiosamente el silencio y, recostado en el sofá, abriste de nuevo el álbum.

La fotografía había sido tomada por el primo Jorge con la Leica de último modelo que le regalaran sus padres con motivo de las cinco Matrículas de Honor de su primer curso universitario y Jerónimo figuraba en ella tal cual dieciocho años después lo recordabas: felina la mirada, negras las cejas, taimados los labios, esbelto y robusto el cuerpo bajo las ropas miserables que lo cubrían. Las comportas que había acarreado se alineaban vacías en el lagar y un perro de identidad ignorada brincaba alrededor de él con la lengua fuera, en rendida y grácil adoración. El tío César mordisqueaba un racimo de uvas, disfrazado de blanco como era moda entonces. Los restantes comparsas debían de ser invitados amigos de Jorge, quién sabe si, sencillamente, curiosos o vecinos. La densa luz de septiembre difuminaba los lejos del retrato. Era en el tiempo de la vendimia.

Interno tú en el colegio había aparecido una tarde en la finca a pedir trabajo a los masoveros y, aunque receloso en general con los charnegos, el viejo Joaquim lo contrató. Dijo llamarse Jerónimo López —no tenía salvoconducto ni papeles, sólo el aval de un cura párroco desconocido en la región—, de profesión jornalero, soltero en su estado civil, treinta y dos años. Era fuerte y moreno y hablaba con claro acento del Sur.

Si su personalidad suscitaba naturalmente la reserva, la seriedad y el escrúpulo inhabituales que ponía en la tarea le habían granjeado en seguida todas las simpatías. Cuando a finales de junio llegaste —concluido tu quinto año de bachiller— Joaquim lo invitaba ya a su mesa y lo trataba como a uno de sus hijos. Jerónimo era parco en palabras, dormía siempre solo en los establos y los domingos, en lugar de ir al café como lo exigía la costumbre, se quedaba a hacer chapuzas en la casa o se perdía perezosamente por el bosque. Si se asomaba alguna vez al pueblo se limitaba a recoger su ración semanal de tabaco y regresaba inmediatamente después.

Absorto tú en reflexión profunda, fruto de la lectura asidua de Spengler y de la frecuentación del piso del tío Eulogio, lo habías visto sin verlo en compañía de los demás peones, con una faja de tela negra ceñida a la cintura y tocado con un rústico sombrero de palma, descalzos los pies plantados en el suelo, atizando al potro con una fusta durante el trajino de la siega. Probablemente abriste la ventana de tu cuarto, atraído por el ruido familiar de la trilla, y contemplaste las parvas de trigo rubio amontonadas en la era, el tiovivo ágil del hombre y el caballo, la hermosa y antigua faena de separar el grano de la paja para aventar luego ésta con los agudos y sutiles bieldos. En aquella época la vida transcurría ante tus ojos tranquila y falaz como una sucesión de cromos de colores proyectados en una linterna mágica, secretamente minada en su base por el soterrado enemigo que, tarde o temprano, debía destruirla. ¿Advertiste entonces su presencia real?, ¿o lo consideraste un elemento más, vacío y nulo, del sugestivo y engañoso cuadro?

Días más tarde lo volviste a ver, descalzo aún y con la azada al hombro, atravesando el jardín en dirección al huerto cuando con tus primos disputabais la diaria partida de cróquet y alguno del grupo acusaba a Jorge de arrastrar el mazo para acompañar la bola, anacrónicos todos, piensas ahora, como los graves personajes fotografiados cincuenta años atrás en el álbum, igualmente ornamentales, caducos. Os dio las buenas tardes levantando ligeramente la mano hasta rozar el ala del sombrero y se eclipsó entre los alcornoques dejándoos sumidos, evocabas, en el limbo de un tiempo sin fronteras, en vuestra nada inútil.

—Ese hombre no me gusta ni poco ni mucho —dijo la tía Mercedes interrumpiendo por unos instantes su labor de bordado—. ¿Qué piensas tú, César?

—¿Yo?

El tío desvió los ojos de la revista —el Life en castellano, sin duda, puesto que Signal ya no salía.

—¿Por qué me lo preguntas?

—En el pueblo no lo conoce nadie. Llegó aquí como quien dice sin papeles.

—Joaquim está contento de él. No es respondón y sabe bien su oficio. Además, trajo el aval de un sacerdote…

—Si tan católico es, ¿por qué no va a misa?

—¿Y yo que sé, mujer? No le vamos a obligar a ir por la fuerza.

—¿Has hablado de él con Mossén Pere?

—Mira, Mercedes. Lo importante es que sea cumplidor y trabaje. No quieras ser tú más papista que el Papa.

El domingo siguiente, con la mantilla y el breviario en las manos, en la tartana que os conducía a la iglesia, tía Mercedes pasó nuevamente a la ofensiva.

—¿Has visto, César?

—No.

—El andaluz.

—¿Qué?

—La manera como nos ha saludado en el camino…

—Normal y corriente, como los demás peones.

—Sí, pero para mí no está claro. El hombre ese se trae algo entre ceja y ceja.

—¿Qué sabes tú, mujer?

—Tengo buen olfato. En su mirada hay un brillo de desafío…

—Imaginaciones tuyas, Mercedes.

—Estoy segura de que está con los maquis.

La palabra rodó en tu existencia inmóvil, redonda y dura como una piedra, levantando a su paso un alud de emociones que habían abolido de golpe el mundo real, enfrentándote, inerme, a tu propia y pertinaz pesadilla. El asesino tantas veces temido, ¿podía ser él? El verdugo que, llegada la hora, te ejecutaría fríamente, ¿sería el nuevo peón? Su rostro cobrizo había suplantado de modo progresivo en tus noches la faz nebulosa y lejana del kirguíz, hundiéndote en un aleatorio mar de hipótesis y conjeturas. El hombre que todas las mañanas pasaba delante de ti y te sonreía era tu enemigo. Un día entraría en la habitación con un cuchillo y te mataría. ¿Lo creíste? Parecía difícil de creer.

La incertidumbre te ganaba —la desconfianza en tu mundo y sus valores celebrados—. Desde entonces habías adquirido la costumbre de espiar a Jerónimo. Lo acechabas, oculto cuando bajaba a regar los bancales del torrente y furtivamente caminabas tras él, intentando seguirle la pista, los domingos en que, despreocupado y ocioso en apariencia, se evadía de pronto por el bosque. Lo hacías a escondidas de todos, deleitándote en la clandestinidad del juego, cómplice ya de él frente a los tuyos, dudando cada vez más de su calidad de ejecutor y de la histórica necesidad del crimen.

¿Cuánto tiempo habían durado el tejemaneje tuyo y la benevolencia de él? Imposible que no reparara en que vigilabas sus pasos siendo así que, por varios días consecutivos, había vuelto rápidamente la cabeza y te había descubierto emboscado en la espesura, irónico a la vez y compasivo. Quizá se complacía como tú en prolongarlos, en extender, moroso, la red de intimidades y secretos que delicadamente os mantenía unidos. Se contentaba con sonreír y, sin pretexto ni razón que justificara ante él tu presencia muda, volvías pies atrás a la espera de la oportunidad en que, como un amante celoso a un ladrón, pudieras de nuevo escoltarle.

¿Rompió el juego él o tú? Fuisteis los dos en realidad el día en que, fortuitamente por tu parte, topaste con él en el castañar y te dio los buenos días. Apoyó la azada en el suelo, sacó del cinto un paquete de picadura cuadrada y, diestramente, lió dos cigarrillos, el primero para ti.

—¿Quién te ha regalado esta medallita? —preguntó.

Tú tanteaste, confundido, la cadena de oro de la tía Mercedes y, para salir de apuros, explicaste que se trataba de un objeto milagroso, especialmente bendecido.

—¿Por quién? —dijo Jerónimo.

Esto no lo sabías tú mismo siquiera y, aunque consciente de su escaso interés, le referiste la leyenda de los dos caminantes sorprendidos por el rayo en medio del monte —muerto uno y salvo el otro gracias a una medalla de la Virgen.

—Es curioso —dijo Jerónimo—. En mi pueblo ocurrió exactamente lo contrario.

Había encendido tu cigarrillo con su mechero de yesca y te observaba con gesto indeciso.

—¿Te lo cuento?

—Sí —dijiste.

—Salieron dos compadres de paseo, hubo tormenta y el de la medallita la cascó.

—¿Por qué?

—Los metales finos atraen el rayo —repuso—. ¿No lo sabías?

Los hijos de Joaquim venían por la trocha, de regreso del campo, y Jerónimo guiñó el ojo y, como solía, saludó llevando su mano a la altura del ala del sombrero. La emoción del encuentro, su tuteo brusco, la desconcertante historia de los compadres se barajaban todavía en tu cabeza cuando, días más tarde y ya sin medallita, volviste a dar con él.

Fue también —¿lo recuerdas?— casualidad pura: avanzada la noche y hostigado tú por los mosquitos habías errado inútilmente de una habitación a otra, perseguido en todas por su zumbido denso hasta que, decidiéndote por fin a dormir al raso, corriste el cerrojo de la galería y saliste al jardín. Las nubes cubrían el cielo y, a los pocos minutos, comenzó a lloviznar. La fatiga te había acorchado los músculos y, sin apresurarte, te encaminaste al pajar contiguo a la cuadra del potro.

La puerta estaba ajustada y la empujaste. De espaldas a la exigua luminosidad nocturna avanzabas a tientas sobre el bálago, buscando el rincón propicio para improvisar tu lecho. Inesperadamente la claridad brutal te deslumbró.

—Ah, ¿eres tú?

Jerónimo te apuntaba con la linterna y, si su ademán fue rápido y tú parpadeabas todavía, tuviste tiempo de ver no obstante la culata de un revólver hundiéndose tras la faja de su cintura. En un segundo el universo entero zozobró. Jerónimo te observaba con calma y lió espaciosamente un cigarrillo.

—Vaya susto que me has dado, compadre.

—No podía dormir —balbuceaste—. Los mosquitos…

—Aquí me dejan en paz. Ven, échate acá. Si quieres te prestaré mi manta…

—No.

—Con la cabeza apoyada dormirás mejor.

Eso fue todo —o a lo menos así lo recordabas—, ninguna pregunta tuya ni explicación de él por el revólver, formalizada ya vuestra amistad, hermosamente cómplices.

En adelante podías levantarte a medianoche, atravesar el fantasmal pasillo, pasar con sigilo junto al dormitorio de tío César, correr el cerrojo de la galería, discurrir calladamente por el jardín, detenerte ante el pajar y herir la puerta con los nudillos, murmurar tu nombre como santo y seña, encontrarlo a él.

Jerónimo te recibía con una sonrisa, encendía dos cigarrillos, te dejaba su manta, apagaba la luz. Hablar, lo que se dice hablar, poco os hablabais. ¿Qué había en común entre él y tú? Sólo el tuteo amigo y la sonrisa, la llaneza del gesto y el acuerdo animal, más allá de las palabras. ¿Confiaba en ti? Seguramente. Más de una vez extendiste el brazo durante su sueño y presentiste, agradecido, el bulto bienhechor del revólver en su cinto.

En una ocasión te mostró una fotografía —la primera noche que fuiste al pajar sin dar con él y lo aguardaste transido de frío hasta rayar el alba—. Vino del bosque, escurriéndose como una sombra y, al hallarte despierto, te despeinó con la mano.

Tú contemplabas la muchacha de cabellos oscuros abrazada al niño y Jerónimo comentó:

—El chico y mi mujer.

—¿Dónde están?

—Fuera.

—¿No vas nunca a verlos?

—Quizás a fin de año.

Varias veces en aquel agosto cálido y a lo largo de las vendimias de septiembre fuiste de noche al pajar y lo descubriste vacío. Jerónimo volvía del monte al clarear el día y, tranquilo ya tú, se lavaba él la cara y se iba a trabajar con los peones.

Fue a comienzos de octubre —lo recordabas bien: en víspera de reanudarse las clases y tornar la familia a Barcelona— la noche en que lo esperaste en vano y él no regresó. Volviste a tu habitación aterido, con una ansiedad y un tormento que no reconocerías sino mucho más tarde, enamorado ya de Dolores, en el estudio de la rué Vieille du Temple concebido, diríase, para el amor y la ventura, y privado tú, por tu culpa, del uno y de la otra, en uno de aquellos años mutilados y harapientos que luego bautizarían Años de Paz.

Joaquim no comprendía lo sucedido —-Jerónimo se había ido sin pedir la cuenta— y cuando, al atardecer, apuntaron los civiles por el camino y preguntaron por él, tu corazón era un órgano loco que súbitamente parecía querer desgajarse de ti y los oídos te zumbaban como si alguien hubiese aplicado a tus orejas el nácar irisado de una caracola de mar.

Te enteraste así —oyéndolos hablar con Joaquim, el tío César y la exultante tía Mercedes— que no se llamaba verdaderamente Jerónimo; que había cruzado a escondidas el Pirineo al frente de una banda de forajidos y era —tenían pruebas—uno de los cabecillas del maquis en la región.

—Un individuo de cuidado —decía el sargento de los civiles—. Ayer noche lo descubrimos a varios kilómetros de aquí, cuando iba a reunirse con los del monte, y en el tiroteo hirió a uno de los números.

Qué triste el retorno al colegio —a las aulas austeras y cloroformizados pasillos—; qué frío y estéril su universo de arrepentimiento y pecado, plegaria y pupitre, estudio y oraciones: estaciones borrosas, siempre iguales —el rencor se acumulaba gota a gota en tu pecho— hasta el ingreso emancipador en la universidad.

De Jerónimo nunca volviste a saber. Quizás atravesó de nuevo la frontera, fallida ya la generosa tentativa; quizá, pensabas más a menudo, con un aleteo en el corazón que persistía al cabo de los años, yacía en fosa anónima en un perdido rincón de vuestra desmerecida tierra española. Te decías entonces que bien mezquina y sorda era tu patria si, como a veces te inclinabas a creer, su rica ofrenda había sido inútil. Pero no, delirabas, el final no podía ser ése y —aguardando el país tiempos mejores— debían comprender y hacer comprender a los demás que Jerónimo o como se llamase quien tu sensibilidad moral despertara con su conducta limpia había muerto por todos y cada uno de vosotros, como sabías —con qué dolor, dios mío, y qué vergüenza— que había muerto, igualmente, por ti.

La familia materna no figuraba en el álbum. En virtud de un estricto criterio selectivo alguien había eliminado de sus páginas aquella otra estirpe burguesa más cultivada y sensible que la de los Mendiola, igualmente injustificable que ésta por la caducidad e insignificancia de sus frutos. El espíritu aventurero del bisabuelo traficante no anidó nunca en ella rejuveneciéndola con su vertiginoso afán de esplendor y rapiña. Su savia original había desmedrado poco a poco minada, diríase, por una inteligencia aguda y crítica, dudosa de su verdad y de sus razones, incrédula de su misión y sus quehaceres. Barridas sus hojas una a una, estériles sus ramas, Álvaro era el último brote del árbol condenado y enfermo, suspendido al latido de un corazón frágil, a merced del mal que podía fulminarlo, precipitándolo de un soplo en el olvido. Bastaba sin embargo incorporarse del sofá, abandonar unos instantes la audición del Rex tremendae majestatis, recorrer el oblicuo pasillo en el que moraran los duendes de su universo infantil para desembocar en el adusto comedor indiano y contemplar el óleo que presidía la lúgubre reunión de sillas enfundadas entre la lámpara de bronce absurda y ampulosa y el somnoliento piano con la partitura de La marcha turca: ojos azules soñadores y ausentes; una belleza antigua evaporada como el perfume de un viejo pomo abierto; un pañolín de seda sobre el pelo rebelde, dorado todavía y abundante. En un rincón del cuadro, bajo la firma ininteligible del artista, un nombre y una fecha: Canals, 1911.

Cuando Álvaro pudo conocerla, en la prehistoria oscura del recuerdo, el tiempo había alterado sensiblemente sus rasgos: marchita la piel, exangües los labios, blanco el cabello que adornaba siempre con una graciosa redecilla de encaje. Mediaba ya la década de los treinta y su abuela materna tenía entonces sesenta y ocho años. Intactos y claros como en su remota niñez los ojos, únicamente, no envejecían.

Su pasado común eran imágenes de una casa grande, con un descuidado jardín inglés y una pista de tenis invadida de hierba. Álvaro vagaba por sus tortuosos senderos vestido de marinerito y la mitológica señorita Lourdes le instruía acerca de la exquisita sensibilidad de las plantas y le incitaba a saludarlas con afecto y ternura. Las flores, decía, eran delicadas y susceptibles como las personas y las caricias y mimos de los niños les procuraban intensa alegría y satisfacción. Con fervor catecúmeno Álvaro corría de una flor a otra depositando en todas besos recatados y puros, balsámicos y restauradores, aliviando por turno sufrimientos y penas, sembrando el bien, el reconocimiento y la dicha en apostolado veloz y fructuoso. ¿Y las lilas? También las lilas, rey mío. ¿Y las hortensias? También las hortensias. Cuando la he besado esta flor se ha roto, decía Álvaro, ¿le he hecho daño? No, rey mío, si ha sido sin querer no es culpa tuya. Y los pajaritos, ¿también son buenos? También, rey mío. Entonces, ¿por qué pican las flores? (Incipiente y versátil su dialéctica se detenía ahí.)

La abuela les aguardaba en el cenador del jardín y, como recompensa, al término de cada una de sus visitas, un objeto precioso, cuidadosamente guardado en una caja de metal que doña María cerraba en seguida con llave, pasaba a enriquecer su peculio privado con algún cromo, estampa, dibujo o calcomanía. Al atardecer sus padres venían a buscarle en tartana (o en el recién adquirido DKW) y la abuela les acompañaba hasta la verja de la calle y le decía adiós oreando el pañuelo (sentado en el regazo de su madre Álvaro le echaba besos con la mano).

Hubo un paréntesis de varios años. El vendaval de la guerra civil había sacudido con furia aquellas existencias perezosas e inertes y numerosos personajes y comparsas del mundo medieval de la familia desaparecieron de golpe como si les hubiera tragado una trampa. Álvaro asistía sin inquietarse a sus eclipses bruscos e, instalado en su cómoda vida de huérfano emigrado, vegetaba en una apacible estación termal del Midi, secretamente feliz del providencial conflicto que lo libraba (¿hasta cuándo?) de la engorrosa obligación de la escuela (monótona ronda de estaciones iguales en el recuerdo embrionario de su memoria aún confusa).

Fue después, restablecida venturosamente la paz con los estratos sociales congelados de nuevo conforme a un orden severo e inmutable, de vuelta a Barcelona con las prerrogativas y los derechos correspondientes a su meritoria estirpe (colegio de pago y comida abundante, riqueza y virtud armoniosamente conjugadas bajo el imperioso patrocinio divino): su madre había acudido a buscarle a la salida de las clases y, en un automóvil de alquiler, lo condujo con ella a un pueblo de las afueras (era otoño, hacía gris y el viento desvestía las ramas de los árboles).

—Vamos a ver a la abuelita —dijo.

—¿Dónde está?

—En una casa de campo, a media hora de aquí… Ya verás: es la residencia de unas monjas muy simpáticas que se cuidan de ella y la ayudan.

—¿Qué le pasa?

—Está enferma. Durante la guerra sufrió mucho y ahora tiene que descansar, ¿comprendes?… Ha perdido la memoria y no se acuerda de muchas cosas…

—¿Por qué?

—Porque tiene ya muchos años y ha sufrido mucho… Tú, ¿te acuerdas de ella?

—Un poco —dijo Álvaro—. Antes vivía en Pedralbes.

—Bueno, pues cuando la veas, si no te reconoce, no hagas caso… La pobre ha sufrido mucho.

—¿Qué le digo?

—No le digas nada. Si te habla, le contestas. Si no, le sonríes y te vas a jugar al jardín.

—Y a ti, ¿te reconoce?

—Depende de los días… La pobre vive en un mundo aparte y no se da cuenta de las cosas… A su manera es feliz.

El automóvil se había parado ante la verja con rejas en forma de lanza y, al apearse, Álvaro examinó con aprensión el muro que rodeaba la finca, rematado por cristales y cascos de botella rotos. Su madre agitaba la campanilla de la entrada y una monja descorrió el cerrojo de la puerta y volvió a cerrarla inmediatamente, después de asegurarla con un candado.

—Buenas tardes, hermana. ¿Conocía usted a mi hijo?

—No, señora. Está hecho ya un hombrecito. ¿Qué edad tiene?

—Nueve años.

—¿Qué estudia?

—Ingreso de bachillerato —dijo él.

Se interrumpió. A una veintena de metros de distancia una mujer rubia discurría por un arriate de césped del brazo de una monja. Al divisarles se había encarado con ellos e, inesperadamente, tuvo un pujo de risa estremecido y fugaz, como un arpegio rápido.

—Vamos, vamos, no sea usted niña —percibió Álvaro mientras se alejaban de ellos—. ¿Adónde quiere usted que vayamos?

—Mamá —susurró—. ¿Has visto?

—Y mi madre, ¿qué tal está?

—¡Oh!, la señora siempre alegre y de buen humor. Si todas fueran como ella…

—Mamá.

—¿Le bajó la fiebre?

—Fue sólo un resfriado. Un poco de aire que cogió en el jardín.

—Mamá.

—Chist. ¿Qué tal la encontró el médico?

—Normal. La hermana Ángeles le enseñará luego la ficha —la monja caminaba despacio y apuntó con el dedo hacia el sombrío edificio barroco—: Ayer quiso tocar el piano… Una música que le gustaba a su hermana de usted… Dijo: mi hija pequeña lo tocaba todos los días e hizo unos versos sobre esta música…

—Sí, la Pavana para una infanta difunta, de Ravel…

—No sé. Una obra muy bonita, con mucho sentimiento… Yo no entiendo gran cosa pero me quedé a oírla y me conmovió de verdad… Estuvo más de una hora en el piano y después merendó con buen apetito.

—¿Dónde está ahora?, ¿en el refectorio?

—No, señora. Debe de andar de paseo por el jardín.

Avanzaban por una amplia alameda de castaños de Indias y su madre y la monja sostenían una conversación incomprensible, voluntariamente distanciadas de él. La disposición y frondosidad del jardín evocaban en Álvaro los senderos, glorietas, pabellones, escaleras de la fabulosa mansión de Pedralbes y el recuerdo de sus lejanas visitas con la señorita Lourdes (el paseo en tartana desde la Bonanova, la redecilla de encaje sobre el pelo blanco de la abuela, las sorpresas ocultas en la inaccesible caja de metal) afloró de improviso a su memoria simultáneamente a la aparición de una anciana de aspecto cadavérico, vestida con un delantal de paño burdo, que avanzaba en dirección a ellos majestuosa, irreal y sonámbula en medio de la desolación vegetal del otoño. (Preguntas atropelladas acudieron a su cerebro: ¿quién es?, ¿qué edad tiene?, ¿por qué viste de esta manera?) Sus ojos eran azules como el azul transparente del cuadro y el viento alborotaba el cabello entre las mallas de su redecilla.

Fueron unos instantes dolorosos durante los cuales Álvaro había retenido la respiración implorando a Dios que aquella sombra errante le reconociera suyo, recobrara sus limpios y remotos dones, retornara milagrosamente a la vida. Su sonrisa extraviada y dulce le había hecho concebir esperanzas hasta el punto exacto en que sus ojos se cruzaron y las pupilas de ella parecieron atravesarlo como para escudriñar algún objeto situado tras él. Casi en seguida la abuela ladeó la cabeza y, después de un exploratorio e interminable recorrido circular, esquivó la mirada y le volvió la espalda negándole a él y negando su pasado como si no existieran ni hubiesen existido nunca, cortado todo vínculo entre ella y él, absorta, enajenada, huidiza.

Desde esta fecha (¿octubre de 1939?) Álvaro había aprendido a conocer los límites de su condición y, aunque sin formularlo con claridad (eso llegaría mucho más tarde), sabía que todo, incluido él mismo, no era definitivo y perdurable como confiadamente creyera hasta entonces fundándose en la continuidad de su universo reconstituido tras los terrores y sobresaltos de la guerra, sino mudable, precario, sometido a un ciclo biológico contra el que voluntad y virtud nada podían, todo expuesto a un azar, todo aleatorio, irremediablemente prometido a la muerte, pasajero, fugaz, todo caduco.

Algunos años atrás, adolescente aún y a punto de ingresar en la universidad matriculado en el primer curso de Derecho, habías examinado el álbum familiar no con el propósito actual de recuperar el tiempo perdido y hacer el balance de tus existencias (el necesario arqueo de la caja, como en los libros de cuentas de tu bisabuelo), sino con la esperanza un tanto ilusoria de adivinar por medio de él las coordenadas inciertas y problemáticas de tu singular porvenir (un poco como el arúspice que reconoce las entrañas de las víctimas o el cliente sentado frente a los naipes del cartomántico). La rebeldía atesorada día a día contra el destino que generosamente te brindaran por obra de una eyaculación torpe buscaba entonces su explicación y sus raíces en el aborrecido árbol genealógico. No era posible, te decías, que un sentimiento tan vivo e intenso, una anomalía tan honda e insobornable pudiera surgir de la nada y medrar enteramente en el aire, como una orquídea aerícola. Un miembro anónimo de tu linaje los había experimentado tal vez antes que tú, te los había transmitido intactos a costa de negros años de compromiso y disimulo. Lo que en ti maduraba y daba fruto alguno lo sintió germinar dentro de sí atemorizado, como un cáncer que aumenta y se fortifica en medio de la ceguera e ignorancia de los otros. Aquel impulso, oscuro y juntamente luminoso, lo había ocultado quizá como una gracia, quizá como una vergüenza, sacrificando en cualquier caso su verdad imperativa a la aprobación necia e inconsistente del clan. Heredero tú de él habías logrado cortar a tiempo las amarras sin conseguir por eso liberarte del todo. Familia, clase social, comunidad, tierra: tu vida no podía ser otra cosa (lo supiste luego) que un lento y difícil camino de ruptura y desposesión.

Definitivamente establecido el árbol genealógico (la rama paterna, con sus beatos y extravagantes, la materna, con sus psicópatas e iluminados) habías pesquisado tres eventuales predecesores, rastreando en su vida la pista soterrada que debía conducirte a tientas a la verdad. El material de que disponías era escaso: el álbum de retratos, algunas cartas y objetos personales, anécdotas remotas escuchadas durante tu olvidadiza niñez. La familia materna (casi extinguida ahora) permitía no obstante a tu fervor minucioso, gracias a la ausencia casi total de elementos reales, el juego excitante de las hipótesis y conjeturas. Así, la partitura de la Gymnopédies de Erik Satie, propiedad de la fallecida tía Gertrudis, que descubrieras un día en el guardamuebles de tu madre y una postal enviada por aquélla representando las ruinas de Taormina con sus esbeltas columnas erguidas bajo un exagerado cielo azul (únicos recuerdos dé ella que llegaran hasta ti) te habían bastado para reconstruir una personalidad que fue sin duda recatada y sensible, suave y melancólica (hermana menor de tu madre la tía Gertrudis murió poco después de nacer tú, durante una representación teatral, de un síncope cardíaco); o la biblioteca del tío abuelo Néstor (idolatrado por tu abuela materna y silenciado por el resto de los tuyos) en la que hallaras ejemplares de Baudelaire y Verlaine, Clarín y Larra, que debían alimentar más tarde tu inconformismo, tu temperamento anárquico y violento, eufórico y depresivo: maridaje curioso (según los testigos) de revolucionario y dandi, hereu catalán y vagabundo (el tío abuelo Néstor había dilapidado una fortuna en el casino de Montecarlo, vivió amancebado con una tumultuosa poetisa irlandesa, separatista catalán militó en favor de la rebelión del Sinn-Fein y se suicidó a los treinta y cinco años en un sanatorio suizo, colgándose de la ventana de su habitación con su propia bufanda).

Oscuramente entonces, con mayor claridad más tarde, habías buscado estímulo en su desvío para proseguir tu camino con firmeza. Las mutilaciones remotas infligidas a tu cuerpo por el orgullo racial de unos paisanos pervertidos por sus dogmas y aquellas otras, más recientes, obra de tu bisabuelo traficante (esclavas ofrecidas a su capricho y placer, hombres reducidos a la mísera condición de instrumentos de trabajo) las asumías tú, en tu carne y espíritu, como cosecha necesaria (expiación tal vez) del mal hosco y cerril que sembraran en vida. Gracias a los malditos y parias de siempre (gitanos, negros, árabes instintivos y bruscos), habías logrado fraguar en ti, por unos minutos, la antigua unidad perdida hacia la que tu impulso rebelde tendía, por encima de preceptos y leyes, con irreductible nostalgia. Únicamente de este modo, completado así, purgando así, podías restaurar la inocencia de tu pasado común y encarar tu solitario destino de frente. Aplacado, sometido, lúcido, consciente vivir al fin, en abrupto y regenerador desafío, en medio de la fatua y complacida multitud de los cadáveres.

Alma de Cristo, santifícame.

Cuerpo de Cristo, sálvame.

Sangre de Cristo, embriágame.

Agua del Costado de Cristo, lávame.

Pasión de Cristo, confórtame.

Oh buen Jesús, óyeme.

Dentro de tus llagas, escóndeme.

No permitas que me aparte de Ti.

Del maligno enemigo, defiéndeme.

En la hora de mi muerte

llámame y mándame ir a Ti.

Para que con tus santos te alabe,

por los siglos de los siglos. Amén.

Sexto curso de bachillerato, sección B. Cuarenta adolescentes vestidos con pantalones de golf, corbata y cuello duro, apiñados en filas compactas de espalda a los pomposos ventanales neogóticos del vetusto edificio escolar. En un rincón de la fotografía, a poca distancia de Álvaro, la figura severa y circunspecta del reverendo padre confesor.

—Padre, me acuso de haber faltado tres veces contra el sexto mandamiento.

—¿De pensamiento o con acciones, hijo mío?

—De las dos maneras.

—¿Solo o acompañado?

—Un amigo me enseñó una revista con mujeres y yo se la compré.

—¿La miraste con él?

—Sí.

—¿Os tocasteis?

—No, cuando se fue él pequé yo solo.

—¿Sabías que cometías una falta grave?

—Sí.

—Entre todos los pecados es ése el que ofende más a Dios y a la Virgen Santísima. ¿Te arrepientes sinceramente?

—Sí, padre.

—¿Has destruido la revista?

—No, aún no.

—Destrúyela y, en lo futuro, evita las frecuentaciones peligrosas que son el arma preferida del demonio para apresar a los incautos…

—Sí, padre.

—Anda, vete con Dios.

Consecuencias físicas y morales del acto impuro. Clasificación de las jerarquías celestiales con las propiedades específicas de cada una de ellas. Tesino, Trebia, Trasimeno, Canas, Pichincha, Chimborazo y Cotopaxi. Binomio de Newton. Ovíparos, vivíparos, ovivivíparos. Barbara, Celarent, Darii, Ferio. Fórmula del bicarbonato sódico. Teorema de Pitágoras.

… Oportuno y diáfano el coro de Lacrimosa dies illa desplegó armoniosamente su estructura barriendo de un soplo los vestigios de su pasada dominación.

¿Quién diablos había metido aquella fotografía en el álbum? Dolores siguió la dirección de tu mirada y la contemplaba también.

Era un simple recorte, sin pie ni explicación algunos, como si su elocuencia misma le dispensara de la necesidad del comentario. Un hombre caído de bruces —¿muerto, herido?— junto al cintillo de la acera —¿atentado, accidente?— en medio de la curiosidad impasible de otros hombres —probablemente compatriotas suyos—. Una estampa típica de nuestro tiempo sin distinción de grados ni latitudes, cotidianamente divulgada por unos y otros en sus periódicos y revistas, cines y televisores.

No era la primera vez que veías un documento del género y, por obligaciones del oficio, tú mismo captaste varios mientras trabajaste en la France Presse como fotógrafo, pero algo había ahora que no conociste entonces y, de modo oscuro, te ligaba a la imagen anodina traspapelada en las páginas del álbum: una inquietud difusa respecto a tu personal destino y algo así como un entrañable y dolido impulso de solidaridad.

Hacía cabalmente cinco meses, en un día arisco del mes de marzo, habías bajado del tobogán gigante de la feria instalada en la place de la Bastille y te encaminaste tambaleando hacia el bulevar Richard Lenoir, con la cabeza vacía y el corazón hueco, contando mentalmente —recordabas— el número de tus pasos…

Lo que ocurrió luego podías reconstruirlo con facilidad recomponiendo circunstanciadamente los pormenores de la foto: tu mirada ciega, el rostro lívido, la aparatosa y trivial caída —protagonista inconsciente del espectáculo gratuito ofrecido por ti a los hombres y mujeres que casualmente circulaban por el lugar—. Como en el recorte, te habían observado imperturbables y pasivos, la vista clavada en el animal indefenso que jadeaba a sus pies, acechando la llegada de la ambulancia o el coche de la policía para escabullirse con la bendita prudencia de los franceses por no verse en la obligación de testimoniar. Alguno, tal vez, se había arrimado hasta ti y te había rozado, cauteloso, con la punta del zapato.

Una civilización eficiente y fría, adiestrada por los modernos medios de propaganda a considerar el tiempo en cifras y el hombre como útil de trabajo —la única civilización posible hoy te decías, no obstante, con amargura— te había reducido a esto: a incidente común e irrisorio en la jornada de los hombres y mujeres que paseaban por el bulevar Richard Lenoir, felices ellos de sentirse a salvo, tranquilos y seguros de sí mismos, con el desdén egoísta pintado en el rostro y en el pecho un contundente «Moi je m’en fous».

Tu porvenir sería ése y, al calibrarlo, admirabas el arrojo y valor de quienes, sin aguardar el turno, voluntariamente lo afrontaban con la negra boca de la escopeta o el revólver súbito —e incluso a los que, careciendo de aquéllos, lo compensaban con una botella de aguardiente y, borrachos, absorbían el ominoso tubo de veronal.

Nuevo Lázaro, resucitaste en una sala inmensa del hospital Saint-Antoine y, como ahora, Dolores estaba junto a ti y, tiernamente, te sonreía.

Los faros de un automóvil clarearon inesperadamente el tronco andrajoso de los eucaliptos y la afilada silueta de los cipreses rescatándolos por unos instantes, en silenciosa onda, de la tiniebla espesa en que se hallaran sumidos. Álvaro se asomó a la puerta de la galería y, con un suspiro, Dolores levantó el brazo del giradiscos.

El Dofín gris había trazado un semicírculo de luz amarilla antes de inmovilizarse al borde del mirador y, casi simultáneamente, las cuatro puertas se abrieron y Ricardo y Artigas surgieron en compañía de dos muchachas rubias de aspecto extranjero, con camisas de cuadros y téjanos ceñidos.

—Salud —dijo Ricardo—. ¿Llegamos tarde?

—Pronto —repuso secamente Dolores.

—Traemos una sed bárbara —dijo Artigas—. ¿Nos echáis de beber?

Dolores y Álvaro estrecharon la mano de las muchachas. Ellas observaban el jardín parpadeando y murmurando algo ininteligible.

—Las hemos encontrado a la salida de Cadaqués. Hacían auto-stop y se quedan a dormir con nosotros…

—Son danesas —aclaró Artigas—. Danish very sexy beautiful women.

—No saben una gorda de español —dijo Ricardo—. Les mentáis la madre y ni siquiera se enteran.

Las dos muchachas sonreían al unísono, perfectamente adaptadas a la nueva situación. Al entrar en la galería sus miradas convergieron hacia la pila de discos amontonados junto al picap.

—Ponles un cha-cha-cha a ver si menean un poco el culo —dijo Ricardo.

—¿No traen equipaje? —preguntó Dolores.

—Vienen a vivir de la tradicional hospitalidad del pueblo español.

—Llegaron a Port Bou sin dinero ni nada —dijo Artigas—. Son un auténtico bien de consumo.

Dolores se retiró unos segundos a inspeccionar los preparativos de la cena. Casi en seguida la sirvienta apareció con las botellas y el hielo.

—¿Os preparo un daiquiri? —propuso Álvaro.

—Para mí, clarete del país —dijo Ricardo—. Perelada o algo por el estilo.

—Do you want to drink?

—Thank you very much.

—Sírveles un güisqui doble para que se jalen.

—Hablando de daiquiris, ¿sabéis quién me ha escrito? —Artigas se tumbó en el diván y acarició el tobillo de una de las danesas—. El mismísimo Enrique.

Dolores volvía con las copas y cambió una brevísima mirada con Álvaro. Las muchachas examinaban con atención las fundas de los discos. Artigas sacó un sobre amigado del bolsillo y lo exhibió triunfalmente.

—¿Os la leo?

—No, por piedad —dijo Dolores.

—Solamente un párrafo, oíd bien: «Por la prensa sigo los acontecimientos de ésta y pienso que sería mucho más necesaria mi presencia allí que acá. Si lo juzgáis oportuno avisadme y yo me las apañaré para venir».

Hubo una pausa. Calmosamente, Dolores alumbró un cigarrillo.

—¿A qué acontecimientos se refiere? —dijo Ricardo—. ¿No se habrá confundido de país?

—A lo mejor se cree que esto es el Congo —sugirió Artigas.

—El pobre está cada día más fuera de onda, ¿qué se debe de figurar?

—Si viene aquí lo único que puede suceder es que se muera del susto.

—O que joda de una puñetera vez con una francesa y se quede en paz.

—La gente ha perdido el miedo a confesar que es de derechas —explicó Artigas—. El otro día vi a Paco en el Stork Club y me lo dijo: soy monárquico y conservador…

—No me digas —Álvaro sonreía—. ¿Qué hace ahora?

—Vivir de sus rentas y beber güisqui, ¿qué otra cosa quieres que haga?

Las danesas habían dado con un disco de Ray Charles y consultaron con la vista a Dolores sin decidirse a mangonear en el giradiscos.

—Anda, moved el culo si queréis —en contraste con la dureza del tono, Dolores sonreía.

—Really?

—Yes, yes.

Se había incorporado bruscamente y salió del jardín.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Artigas—. ¿Por qué se ha cabreado?

—No sé —dijo Álvaro—. Dejadla en paz, ya se le pasará.

—Si las chicas os molestan…

—No, no es por esto. El médico me ha prohibido el alcohol y cuando bebo se pone nerviosa.

—A propósito, ¿qué tal estás?

—En el mejor de los mundos.

—¿Trabajas?

—Por ahora no.

Un segundo automóvil irrumpió en tromba por el jardín. Dolores lo saludó con el brazo y Antonio se apeó y le dio un beso. Instantes más tarde entraron los dos.

—Me cago en la mar —dijo él—. ¿Sabéis la noticia?

Sus palabras flotaron en el aire por espacio de unos segundos, provocando una veloz e incruenta hecatombe de amigos comunes, como en un macabro y terrorífico juego de bolos.

—¿Qué noticia?

—¿De verdad no la sabéis?

—No.

Antonio se sentó en el brazo del sofá y golpeó con el puño en la palma de la otra mano… —El profesor Ayuso ha muerto —dijo.