V
Siempre que leía los titulares de France Soir en el café de madame Berger, Álvaro se maravillaba de su obstinada referencia al peligro amarillo y se complacía en imaginar ingeniosas estratagemas de infiltración en el cándido y desprevenido Occidente —envío de agitadores miniatura por paquete postal a los apartados de correos, exportación de astutos y sonrientes mayordomos para familias acomodadas del Seizième Arrondissement o con el Caballo de Troya de una pacífica peregrinación de millón y medio de chinos a Lourdes, catastróficas predicciones que sazonaba convenientemente con citas de Spengler, Ortega, Keyserling y Denis de Rougemont. A raíz de un viaje de varias semanas a través de Holanda, Bélgica, Suiza y Alemania occidental, en trenes y por estaciones atestadas de emigrantes de Galicia, Extremadura, Castilla o Andalucía, había llegado a la definitiva conclusión que el peligro real no lo constituían los lejanos, remotos e invisibles asiáticos, sino los próximos y cada día más numerosos, llamativos e identificables españoles.
Herederos ilustres de los descubridores del Pacífico y expedicionarios del Orinoco, de los guerreros invictos de México y héroes del Alto Perú, partían a la conquista y redención de la pagana, virgen e inexplorada Europa recorriendo audazmente su vasta y misteriosa geografía sin arredrarse ante fronteras ni obstáculos, émulos de Francisco Pizarro en su temeraria travesía de los Alpes, y de Orellana en su arriesgada exploración del Rin, espeleólogos de negros y profundísimos pozos de las cuencas mineras del Norte, ocupantes de inmensos complejos industriales renanos que parecieran obra de algún resucitado Moctezuma, aventureros procedentes de todos los rincones de España, portadores del bagaje espiritual e histórico de una patria que es unidad de destino en lo universal y madre orgullosa de diecinueve naciones jóvenes que rezan, cantan y se expresan en su idioma.
Como en los tiempos que precedieron a la caída del Imperio Romano, los nuevos y taimados invasores se infiltraban en los países desarrollados del Mercado Común escoltados insidiosamente por un aguerrido ejército de mujeres que, de modo paulatino y sistemático, se adueñaban de las cocinas, roperos y despensas de las diversas burguesías nacionales no monopolistas e imponían por doquiera la paella y el aceite, la sopa de ajo y la sangría, extendiendo por primera vez, tras un eclipse de varios siglos, el empleo cotidiano de la lengua de Cervantes en miles de hogares extraños, prodigioso esfuerzo de irradiación cultural para un país cuya renta anual per cápita no alcanza aún la modesta cifra de veinte mil pesetas.
Álvaro los había visto comer enormes barras de pan con chorizo en los andenes de la Hauptbahnhof de Francfort, caminar con un maletón de inquietantes proporciones por la rué du Mont-Blanc de Ginebra, discutir la lista de precios de una taberna en el Zeedijk de Amsterdam —españolitos pequeños, morenos, dolicocéfalos, con el gracioso pelo ondulado que tanto atrae a las anglosajonas casi pegado a las cejas y unos estrechos y descoloridos téjanos cortados aposta como para realzar sus nalgas de toreros y bailadores. Miembro de la huraña grey de la estepa, el emigrante sonreía al grave caballero holandés que intentaba resumirle sus maravillosas vacaciones en la Costa Brava, diciéndole que sí, que en España se vive mejor que en ningún lado, que él ha salido como quien dice a pasear y ver mundo y que como el sol, las gachís y el vino de Andalucía ni hablar y que si él, el caballero holandés, vuelve algún día por allá, él, Francisco López Fernández, Doctor Pastor 29, Utrera, lo invita a venir a su casa con su señora y niños, y allí verá lo que es el gazpacho andaluz, la sopa de migas y el chato de Moriles, y si se pinta que el viaje coincide con la Feria de Sevilla, ellos dos, el caballero holandés y Francisco López Fernández, dejarán a sus señoras y sus niños en Doctor Pastor 29, e irán a correrla en grande, a beber y a patearse los cuartos entre hombres, porque no hay nada en el mundo más alegre que el barrio de Triana, ni mocitas con pisar tan garboso y ojos que son, se lo dice él, Francisco López Fernández, como dos tiros a quemarropa.
O hablar alto y piropear a las muchachas en las galerías subterráneas del metro parisiense, siempre con los inevitables maletones de cartón prudentemente asegurados con una cuerda, mostrando a los usuarios un papel torpemente escrito con las señas de un camarada o deletreando en los cruces de línea el nombre incomprensible de las estaciones, compatriotas rijosos y fanfarrones que hablaban como donjuanes expertos porque se habían encerrado cinco minutos con una vieja borracha en el lavabo de un bar des Halles o habían jodido por diez francos con una prostituta desdentada del bulevar de la Chapelle: españolitos de un metro y sesenta y cinco centímetros de altura con veinticinco, treinta o treinta y cinco años de hambre y privaciones a la espalda, vagabundeo por toda la Península en busca de trabajo y residencia en chabola o cueva numerada con derecho a alquiler mensual de trescientas pesetas, que, desde el país de inmigración, mantenían el contacto espiritual y humano con la madre patria gracias a la atenta lectura de los resultados del campeonato nacional de fútbol en Marca o Vida Deportiva, se declaraban inesperadamente en huelga para protestar contra la abominable cocina europea sin garbanzos y regresaban con porte triunfal a la tribu refiriendo extraordinarias proezas sexuales a sus embobados paisanos, conscientes de su romántica y aventurera condición de emigrantes, con una máquina de fotografiar alemana o un soberbio reloj chapado de oro, símbolo de su nueva riqueza.
En sus diez años de exilio parisiense Álvaro había conocido todos los altibajos de una pasión efímera y devorante. Sucesivamente, los había admirado, querido, idealizado, aburrido, despreciado, evitado; había entablado emocionada conversación con ellos en bares sórdidos o compartimentos de ferrocarril de segunda clase, había fotografiado sus inhóspitos barracones y dormitorios colectivos, los había invitado a su estudio con el propósito de calar más íntimamente en su vida y apreciar mejor sus problemas, dificultades y esperanzas antes de emprender el rodaje del frustrado documental —invitación a la que respondieron masivamente, primero por unidades y luego por familias enteras con viejas y chiquillos, hasta llenar la habitación como el camarote de los hermanos Marx en Una noche en la ópera y provocar la cólera de Dolores, cansada a justo título de aquellas reuniones folclóricas y absurdas que solían concluir en general borrachera con su obligada secuela de colillas, vasos rotos, exhibiciones de cante y quejas airadas de vecinos.
Durante más de un año, Álvaro se había desvivido por resolverles sus problemas, pilotándoles por los pasillos de la Préfecture de Pólice, del Bureau de la Main d’Oeuvre, de la Caisse de la Sécurité Sociale. Por una razón oscura, su estudio era el punto de cita de las sirvientas de la región de Valencia —mujeres uniformemente vestidas de luto que aparecían un buen día a su puerta con el consabido maletón recién desembarcadas del autocar de Gandía y a las que era preciso colocar en el círculo de sus amigos o respondiendo a los anuncios de France-Soir o Le Figaro. Sentado en el banco de la glorieta, con la vista fija en las fogatas de los pastores que humeaban en la otra vertiente del paisaje, Álvaro evocaba las mañanas pasadas junto al teléfono, proponiendo los servicios de alguna Vicenta a exquisitas damas de Auteuil y Neuilly que insistían en averiguar si «cette fille a un bon rendement» o si «elle est propre» y que, al enterarse de que venía acompañada y buscaba una habitación para el marido, mudaban perceptiblemente de voz y preguntaban si «lui a l’air d’un musulman» o «quel métier fait-il» con tal aprensión frígida y delicado horror que Álvaro había terminado por responder «il ressemble á un prince anglais et il est attaché d’ambassade» y había cortado la comunicación.
La lista de Vicentas y Vicentes parecía no tener fin. Poco a poco Álvaro había espaciado los encuentros simulando imprescindibles obligaciones, denegando la calurosa invitación de beber una botella de coñac español con una sonrisa cortés pero firme. Su exaltada fraternidad había durado el tiempo exacto del rodaje inacabado de la película. A partir de esta fecha fingía absorberse en ocupaciones urgentes si le llamaban por teléfono, no respondía al sonido del timbre que anunciaban sus pisadas inconfundibles, se eclipsaba en cuanto los veía merodear por los alrededores de su casa. La empresa fue ardua, pero los visitantes comprendieron al fin. Y con la misma intensidad con que antes buscó su compañía, Álvaro había huido de su contacto o de su simple proximidad física, deseoso de olvidarse para siempre de su existencia y no lográndolo nunca del todo —como la noche en que, después de una disputa con Dolores, se había metido en cama con una doble dosis de somníferos sin otro objetivo vital que arrancar unas breves horas de tregua al sueño y, en el torpor de la vigilia, le había sobresaltado un vocejón procedente de la rué Vieille du Temple con un solemne y castellanísimo «y entonces me la jodí» que había alejado de un modo definitivo el reposo de sus párpados, dejándolo sumido hasta el alba en un estado febril de resentimiento, cólera ciega y desolada e infinita angustia.
Aunque el momento previsto para la concentración era el mediodía, la impaciencia pudo más que ellos y se citaron en el metro de Cataluña a las once menos diez. Ricardo y Paco les aguardaban en una cafetería de la Avenida de la Luz. A aquella hora la galería estaba casi desierta y los ociosos que deambulaban por entre las columnas podían contarse con los dedos de la mano. En el bar había tan sólo una señora vieja que engullía pasteles y dos empleados uniformados de la compañía del ferrocarril.
Por espacio de dos días sus amigos y él inundaron la ciudad de pasquines. Automóviles con el número de matrícula cambiado habían recorrido los barrios obreros lanzando octavillas en tanto que en el fútbol y toros de la víspera millares de hojitas llovían sobre los espectadores. Al parecer, alguno había arrojado un paquete desde lo alto del monumento a Colón.
El plan elaborado por el Comité de Coordinación Universitario era el siguiente: mientras el público se condensaba frente al kiosco de periódicos de Canaletas, los estudiantes convergerían en pequeños grupos por Santa Ana, Canuda, Buen Suceso y Tallers. El cortejo principal debía avanzar por Pelayo y dar la señal de partida. Una vez reunidos, los manifestantes desfilarían Ramblas abajo hasta la calle Fernando, encaminándose luego, si la policía no lo impedía, en dirección al Ayuntamiento y la Diputación.
Ricardo, Paco, Artigas y su hermana salieron por la boca del metro de Vergara. Una docena de yips estacionaban en el cruce de Pelayo y Balmes y, junto al cine, dos grises fumaban en silencio, con la metralleta al hombro. La multitud bullía en la acera opuesta ante los comercios, sastrerías, almacenes de ropa y tiendas de calzado. La masa de peatones que se dirigía hacia la Rambla de los Estudios era sensiblemente mayor que la de los que progresaban camino de la plaza de la Universidad. Ricardo dijo que, con toda seguridad, mucha gente esperaba una indicación para agruparse en el lugar convenido.
Se mezclaron con el público y vagabundearon también, tratando de distinguir los verdaderos manifestantes de quienes circulaban allí por casualidad, ajenos a la extraordinaria significación de su presencia en aquellos parajes. Por el instante el cálculo era imposible y se debían contentar con presunciones, cabalas, hipótesis, conjeturas. Paco apuntó con el dedo a un grupo de obreros y dijo que, en su opinión, iban a protestar igualmente.
Frente a la boca del metro Pelayo había parejas de grises. En el chaflán un tipo con sombrero y gafas ahumadas observaba, inmóvil, el ir y venir de la gente. Cuando lo dejaron atrás Ricardo dijo que, meses antes, había ido a interrogarle a su domicilio.
—Es un especialista en problemas de la universidad. Si seguimos alante veréis cómo detectamos más rompesquinas.
Pequeños corros de hombres platicaban junto a la fuente. Artigas y su hermana se acercaron a oír mientras Ricardo y Paco se apostaban en la entrada del bar Canaletas. En el andén central algunos compañeros curioseaban como ellos. Los del corro discutían a viva voz y, según pudieron deducir, comentaban los resultados de la última eliminatoria de la Copa de su Excelencia el Generalísimo. Artigas dijo que, probablemente, lo hacían para despistar.
Caminaron Ramblas abajo entreverados con la masa silenciosa de transeúntes. De trecho en trecho algunos compañeros de Facultad se cruzaban con ellos y les interrogaban nerviosamente con la vista. En el ángulo de Santa Ana y Canuda había nuevos grupos de grises. El reloj marcaba ya las doce menos veinte.
Decidieron una nueva asomada por la calle Tallers. A los pocos segundos Artigas topó con un estudiante amigo de Antonio que venía a paso tirado en dirección contraria. Excitadísimo —los labios le temblaban al hablar— le comunicó que la policía había practicado numerosas detenciones y una veintena de todoterrenos interceptaban el tránsito en la plaza Castilla.
—¿Por dónde llega el cortejo?
—No lo sé. Cuando me largué aún no se había reunido.
Volvieron a las Ramblas. Allí los compañeros callejeaban como ellos, fingiendo curiosear los escaparates de las tiendas. Dos alumnas de Farmacia examinaban con presunta atención un torniquete de tarjetas postales para turistas. Ricardo y Paco se habían ido del bar Canaletas y los buscaron en vano entre los corros que discutían de fútbol. El tráfico era aparentemente normal. El inspector vestido de paisano seguía inmóvil en su puesto de observación de la esquina.
El número de caras conocidas aumentaba visiblemente. De modo sucesivo Artigas reconoció al novelista R. B., a un matrimonio de pintores abstractos, a varios empleados de la editorial J. M. El grueso de los manifestantes resultaba difícil de identificar en medio de la multitud de rostros anónimos: el caballero de guantes grises, por ejemplo, ¿había venido allí a protestar?; el joven de la cazadora de cuero que se timaba con la vendedora de cigarros, ¿era un auténtico hincha del fútbol o un agente camuflado de la Brigadilla? Su hermana, a su lado, aventuraba, asimismo, suposiciones versátiles y contradictorias.
Durante unos minutos erraron de un lado a otro para ganar tiempo. Los grupitos de intelectuales y estudiantes se formaban y deshacían espontáneamente al amparo de los quioscos de periódicos y tertulias de aficionados. En ninguno de los lugares convenidos había signos de agitación. El público discurría apaciblemente por la acera comercial de Pelayo y, en el ángulo de Canuda y Santa Ana, los grises permanecían igualmente a la expectativa. Instantes después sonaron las doce en el carillón de la iglesia de Belén.
Encontraron a Antonio frente al Capitol en compañía de Paco y Ricardo. Acababan de regresar los tres de la plaza de la Universidad y explicaron que los guardias habían disuelto el cortejo. Los estudiantes convergían individualmente hacia Canaletas y la policía recogía numerosos carnés. Según ellos no había detenciones.
Circulaban de nuevo por entre el gentío y el desconcierto y la incertidumbre se reflejaban en muchas caras. Eran un centenar de estudiantes y amigos que subían y bajaban por las Ramblas como los mozos y muchachas de los pueblos durante el paseo dominical. En los cafés y tiendas vecinos los indecisos aguardaban en vano una señal para juntarse con ellos. Los aficionados hablaban todavía de fútbol y, en las bocacalles, no se pintaba un alma.
A las doce y veinte Enrique surgió de la entrada del metro con dos compañeros de Económicas miembros del Comité de Coordinación: con grandes ademanes y elevando la voz intentaron convocar a la gente alrededor de ellos. Hubo una breve pausa durante la que los universitarios parecieron vacilar. Al fin un puñado se agrupó en torno a los cabecillas mientras los restantes se escurrían por las aceras laterales. Casi inmediatamente alguno desplegó una pancarta.
Lo demás acaeció en unos segundos: varios inspectores de paisano se lanzaron sobre el corro y hubo un rápido intercambio de insultos, golpes y puñetazos. La multitud presenciaba la escena sin reaccionar y, al escabullirse entre los mirones, Artigas divisó a Enrique, con el labio sangrante, flanqueado de dos policías. Los tres subieron a un yip estacionado en el chaflán de la plaza Cataluña y desaparecieron en medio del gentío a toda velocidad.
Se sintió, de pronto, infinitamente perdido, inmerso en la mareta de las voces, en el sordo rumor del tráfico. El reloj marcaba las doce y veintiséis minutos. Hasta que dio con Antonio y sus amigos —sólo al captar el estupor de sus miradas—no comprendió el verdadero alcance de lo ocurrido. No volvía en sí, de su asombro y, sin embargo, no cabía la menor duda:
La manifestación había fracasado.
Los contertulios del café que frecuentaba Álvaro pertenecían aparentemente a una especie distinta. Situado a medio camino del Pont-Neuf y el Carrefour de l’Odéon, sus sucios y resistentes muros adornados con etiquetas y anuncios de Ricard, Suze, Bhyrr, Dubonnet, Cinzano contenían y rebalsaban sucesivas oleadas de emigrantes peninsulares que, arrojados un buen día por los vaivenes y azares de la política, habían sorteado, como en una ingeniosa y diabólica prueba de obstáculos, las carreteras atestadas y los botes archiplenos de la derrota del 39, las alambradas, el hambre y los piojos de Saint-Cyprien y Argelés-sur-Mer, los campos de exterminio nazis y las bombas de fósforo de los americanos, antes de estrellarse definitivamente contra aquellas paredes y varar como viejos navíos encallados cuya vía de agua no tiene arreglo junto a las mesas cubiertas de ceniceros y copas vacías, el mostrador de cinc de madame Berger con sus apergaminados y legendarios croissants, la asmática cafetera elaboradora de insulsos café-crèmes y el amarillento y arrugado cartel con el texto de l’Ivresse Publique.
Según Álvaro había podido observar, los elementos integrantes de cada estrato histórico mantenían un contacto meramente superficial con los individuos de estratos anteriores o posteriores al suyo, obedeciendo a una ley de prioridad implícita pero escrupulosamente respetada. Los miembros de la primera tanda —a la que Álvaro pertenecía— eran emigrados políticos o intelectuales que, por lo común, habían atravesado los Pirineos, con pasaporte o sin él, tras una estancia más o menos larga en Carabanchel o la cárcel Modelo, mediada ya la década de los cincuenta, a consecuencia de su participación en los movimientos estudiantiles o en alguna episódica manifestación de protesta, aureolados por un halo seductor de juvenil y reciente exilio, del que no disfrutaban aquellos que —como el propio Álvaro— se habían expatriado a raíz de una disputa familiar, la pérdida de un empleo o, sencillamente, buscando nuevos y más acogedores horizontes. La segunda capa reunía a los emigrados ya canosos de los años 1944-1950, huéspedes de los campos de Albatera o Miranda del Ebro, que habían cruzado clandestinamente la frontera para unirse al maquis francés antes de la fallida tentativa de invasión del valle de Aran o habían huido a uña de caballo al ver pregonada su cabeza como resultado del desmantelamiento y liquidación de la FUE por los agentes de la Brigada Político-Social durante aquellos tristes años de miedo, sequía, hambre y privaciones. El tercer estrato amalgamaba los fugitivos del Perthus y escapados de Alicante, enterrados meses y meses en las playas arenosas del Languedoc, constructores forzosos del Muro del Atlántico salvados milagrosamente de las cámaras de gas de Auschwitz, veteranos combatientes de la perdida guerra civil que miraban a los demás por encima del hombro, como el heredero de vieja fortuna mira al estraperlista enriquecido de la posguerra o el aristócrata de rancia estirpe al negociante ennoblecido por título pontificio o en pago de misteriosos servicios prestados al Régimen. Y, calando en estas tres primeras y más importantes capas, el geólogo interesado hubiera podido descubrir restos de sedimentaciones más añosas que habían ido a posarse en los fondos inexplorados del café tras la durísima represión que siguió a los sucesos de Asturias del año 34 o la lucha contra la Dictadura del general Primo de Rivera, e incluso, conforme Álvaro pudo verificar un día, vestigios aún más preciosos y remotos de las agitaciones sociales del 19 y hasta un fosilizado ejemplar, único en su género, codicia de coleccionistas, expertos e investigadores, superviviente de la memorable Semana Trágica que ensangrentó en 1909 las calles de Barcelona, un arrugado viejecito amigo y discípulo de Francisco Ferrer Guardia que aparecía de vez en cuando por el café de madame Berger, severo y desdeñoso como una divinidad momentáneamente extraviada en medio de una cáfila de arribistas, plebeyos y ruines mortales. Emigrado por antonomasia que había llevado consigo y para siempre el sésamo y llave de la Verdad, abandonando a su miserable suerte a los millones y millones de españoles que, con lamentable obstinación, vivían, crecían y se multiplicaban sobre el árido, espacioso y estéril solar mil veces maldito de la patria.
Tales estratos armónicamente superpuestos tenían no obstante, pese a las naturales rencillas derivadas de su distinta posición en el escalafón histórico y su riquísima variedad de opiniones políticas, un único e inagotable tema de conversación común, España, cuyas enfermedades y eventuales remedios creían conocer los contertulios en proporción directa al número de años de su exilio.
La primera vez que ponían los pies en el café de madame Berger, los elementos de la capa superior y más reciente se creían obligados a explicar a los otros lo sucedido en el país hasta el instante preciso de su partida antes de caer en la cuenta de que su relato no solamente no interesaba a nadie sino que constituía además una gravísima falta de tacto, excusable, es verdad, en un exilado bisoño, ignorante todavía de los sutiles reglamentos y leyes que regían el riguroso escalafón de antigüedad. Poco a poco, a medida que su entusiasmo se enfriaba, aprendían a callar y poner expresión atenta y responder brevemente a las preguntas de los viejos, con la modestia natural de discípulos casi iletrados ante la sabiduría y conocimientos de un profesor ilustre, aguardando el instante —semanas, meses o años más tarde— de enarcar a su vez las cejas o hurgar en las encías con un palillo o desplegar ostentosamente el periódico en medio del atropellado y febril discurso del expatriado más joven, prueba incontestable de su veteranía y bien ganada inserción en el nuevo orden, emigrados, al fin, de mirada desdeñosa y cascada voz, en plena y solemne posesión de la verdad histórica, de la solución racional de todos los males de España para el día ya cercano en que las cosas cambiaran y pudiesen regresar triunfalmente al país con los tesoros de experiencia acumulados durante su largo y provechoso exilio.
La favorable evolución de sus sentimientos y opiniones con respecto a España hallaba por otra parte su exacta correspondencia en la progresiva y despiadada crítica de Francia y de los franceses, como si el creciente olvido de los defectos de una patria lejana e idealizada se compensase con el descubrimiento de nuevos e insospechados vicios en el universo real y tangible en el que vivían, admiración y desprecio perfectamente paralelos y simétricos, en fecunda y estrecha relación con el estatus personal del individuo y el número de años de su estancia. Los recién llegados de la primera capa venían deslumbrados por el mito enteramente fabricado de París y el llamativo barniz de la anémica cultura francesa, ávidos de amores, experiencias y lecturas y, como el propio Álvaro en la época de su encuentro con Dolores, dividían sus horas libres entre las retrospectivas de la Cinémathèque, las representaciones para estudiantes del TNP y las conferencias sobre arte y literatura de la Sorbonne, enamorándose de todas las muchachas rubias del Quartier Latin y de la Cité Universitaire, felices de vivir en un lugar en donde el amor era cosa posible, pasmados de la profunda libertad e independencia de la mujer francesa (o alemana o escandinava), esforzándose en articular de modo correcto un idioma cuyos clásicos devoraban en serie en su deseo de colmar rápidamente las lagunas de una cerril formación ultracatólica, hasta el día fatal en que descubrieran a costa de sí mismos el viril orgullo racial del hombre español, aterrados de pronto por la escandalosa infidelidad de la mujer francesa (o alemana o escandinava) que olvidaba de la noche a la mañana las encendidas promesas de amor y los juramentos eternos para caer —cosa inconcebible— en brazos de un estudiante italiano con pinta de marica o de un sólido y negrísimo becado oriundo del Togo o el Camerún, dejándolos sumidos en un abismo de celos, amor propio herido y despechada amargura y abriéndoles bruscamente los ojos acerca de la verdadera índole de la mujer francesa (o alemana o escandinava), tan distinta de la seriedad y fortaleza característica de la hembra hispana, descubrimiento que arrastraba consigo la desmitificación de los restantes valores y ponía a la sociedad francesa en bloque en el banquillo de los acusados.
A partir de entonces los cándidos y afrancesados elementos del primer estrato geológico empezaban a hablar con desprecio de la venalidad, grosería y espíritu pequeño-burgués de los franceses, abandonaban el acento penosamente adquirido para pronunciar las erres a la española y cultivaban amorosamente una apariencia carpetovetónica hecha a base de largas patillas, bigote caído y un nosequé lánguido en la mirada que permitía identificarles a simple vista en medio de la masa despersonalizada, anónima y gris en que vivían. En lugar de perder su precioso tiempo en la Cinémathèque, el TNP o la Sorbonne preferían reunirse, entre españoles, en el vetusto local de madame Berger y evocar allí, ante una taza de infecto café francés, los acontecimientos históricos que provocaron su expatriación o escuchar los relatos de los emigrados de la segunda o tercera sedimentación sobre la ruptura del frente del Ebro, la toma de Belchite o la derrota de los italianos en Guadalajara, comparando, en sustanciosa y fluida charla, el aburguesamiento del obrero francés preocupado tan sólo por su Citroën y sus próximas vacaciones de verano con la nobleza y dignidad intactas del sufrido trabajador español o la opulencia monótona del fértil campo normando con la escueta perspectiva —cauces secos, chopos, rastrojales— del silencioso y ascético paisaje de Castilla. Ninguno citaba ya con juvenil euforia los nombres de Baudelaire y Rimbaud o hablaba de la mujer francesa (o alemana o escandinava) sino para denigrarla y exhibir ante los demás contertulios un pintoresco muestrario de donjuanescas aventuras que probaran de modo categórico la bien ganada reputación de hombría del macho hispánico, casados por fin con una honesta y sana emigrada española madre de sus futuros hijos, explicando complacientemente a los exilados más jóvenes la vergonzosa desbandada colectiva de junio del 40 y el papel determinante de los españoles en el maquis, primer paso obligado en el camino que debería llevarles, más tarde, a desvelar a los ingenuos los orígenes claramente teutónicos de la moderna filosofía francesa o la influencia decisiva de la música de Wagner sobre la obra de Claude Debussy, apostrofar la mala embocadura y baja graduación de unos vinos encabezados merced a la masiva importación de Prioratos y Riojas y el pésimo sabor y desagradable artificiosidad de la tan injustamente traída y celebrada cocina y, tras evocar nostálgicamente el queso de Roncales, el lacón con grelos y el chorizo de Cantimpalos, decretar, con unanimidad insólita entre españoles, que agua pura y fresca y restauradora como la de Guadarrama no había, pero que no señores, ninguna otra en el mundo.
El agua le escurría por todo el cuerpo. Sentía un aguzón intermitente en el costado y las sienes le punzaban.
Cuando abrió los ojos los dos hombres permanecían sentados junto al archivo, absortos en la lectura del periódico. El del bigote había colgado la americana en el respaldo de la silla y, de vez en cuando, sacudía la ceniza de su cigarro contra el canto de la mesa. El alto alisaba mecánicamente las arrugas de su pantalón. El piso estaba cubierto de colillas y el aire apestaba a humo.
—¿Quieres remojarla? —dijo el alto al cabo de unos instantes—. Es un jerez de primera. Rodríguez lo trajo ayer del Economato.
El del bigote dobló el periódico por en medio y lo arrimó a la lamparita. Conforme leía sus labios reproducían sensiblemente el hilo de la frase.
—Bueno, ponme un dedo tan sólo.
El alto escanció los dos vasos y aspiró el suyo antes de beberlo.
—Huele que alimenta.
—¿Has visto? —el del bigote paró de leer y se llevó el chato a los labios.
—¿Qué cosa?
—Luis Miguel cortó las dos orejas.
—¿Dónde?
—En Alicante.
—A mí me gustaría verlo en Madrid o en la Maestranza —el alto agitaba de nuevo el contenido del vaso a un centímetro escaso de su nariz—. Con los cuernos bien afeitados y un público de extranjeros cualquier maleta se luce.
—Anda, escucha: «En su segundo toro Luis Miguel realizó una faena de castigo propia de un artista cuajado y seguro…»
—Lo debe de tener comprado al tío ese.
—«… Dio cuatro o cinco pases de pecho de primerísima calidad y consiguió unas tandas de derechazos fenomenales…»
—A esos críticos taurinos les das veinte duros y se cagan en su mismísima madre.
—«… Luego entró a matar derecho como un león, dejando en alto, igual que una bandera, sus condiciones inigualables de maestro…».
—Yo te digo que un torero de clase, como Ordóñez, lo demuestra en la Maestranza o en las Ventas.
—Escucha aún: «El público, puesto en pie, con la garganta ronca de tanto gritar y las manos doloridas de aplaudir, consagró el arte maravilloso de nuestro torero número uno. El perfume de sus verónicas permanecerá adherido para siempre a la arena de la plaza».
—Eso no prueba nada —dijo el alto—, sino que el tío lo ha untado bien. Cuando lo vi en Sevilla escuchó una bronca de cojones y, al día siguiente, los diarios echaban la culpa a los bichos.
El del bigote arrojó el periódico al suelo e hizo una espiral con el humo de su cigarro.
—Excelente el jerez ese… ¿Dices que viene del Economato?
—Rodríguez lo compró ayer y, si nos descuidamos, se lo sopla él solo. —El alto paladeaba con deleite el contenido de su vaso—: Pues sí, tu Luis Miguel es bueno para hacer cine. Los toreros de raza son otra cosa.
—¿Cuántas veces lo has visto?
—Una nada más. Pero te aseguro que me bastó.
—Para juzgar a un artista de clase tienes que pillarle en una buena faena.
—Al torero de verdad se le ve en cuanto pinta en la plaza. Luis Miguel no lo es ni lo será nunca.
—Yo vi a Ordóñez durante las fiestas de la Merced y tampoco me convenció.
—El torero auténtico sale de la nada y se encumbra por sus propios méritos —el alto elevó el tono de voz—: Fíjate, Manolete. Empezó como quien dice con el culo al aire y al morir ganaba millones.
—Espera el próximo mano a mano y verás quién tiene razón.
El del bigote había dejado caer al suelo el cabo de su cigarro e, inopinadamente, cambió la orientación de la silla.
—Eh tú, majo —se dirigía a él—: ¿Te gustan los toros?
—¿Yo?
—Sí, tú… ¿Quién va a ser si no?
—No sé —Enrique articulaba con dificultad. A medida que volvía en sí el dolor del costado se hacía más y más agudo.
—Vamos, majo. No me digas que no has puesto los pies en una plaza… ¿Tu familia no te ha llevado nunca a la Monumental?
—No.
—Vaya, ¿adónde coño debe ir la gente a divertirse? —el hombre lo examinaba con atención—: En el cine habrás visto a Ordóñez y Luis Miguel, me figuro… En una película o en las actualidades…
—Sí, en el cine sí.
—Ah, en el cine… Ya sabía yo que tú te callabas algo… En el Nodo has visto varias corridas, ¿no es cierto?
—Sí.
—Bueno, pues a lo que íbamos. A ti quién te gusta más, ¿Ordóñez o Luis Miguel?
—No lo sé… En realidad…
—Anda, no seas modesto. Tú pagabas tu entrada en el cine, ¿sí o no?
—Sí.
—Te sentabas bien cómodo en tu butaca y mirabas el Nodo, ¿no es eso?
—Sí.
—¿Ves qué fácil? No tienes por qué avergonzarte. Una corrida de toros no es ningún delito. A mi compañero y a mí nos gustan mucho, ¿verdad que sí?
—Con delirio —dijo el alto.
—Los dos somos aficionados y nos interesa tu opinión —los ojos oscuros del hombre le observaban con fijeza—. Él es un hincha de Ordóñez y yo lo soy de Luis Miguel. Hace años que discutimos y nunca nos ponemos de acuerdo.
El alto se incorporó y se desperezó ruidosamente. A la luz de la lamparilla su sombra se recortaba en el muro, gigantesca.
—Sí —dijo—. ¿Cuál prefieres de los dos?
—No lo sé —dijo Enrique—. No lo recuerdo.
—No nos digas que no te acuerdas porque no es verdad —el del bigote hablaba con voz persuasiva—: Tú estabas sentadito en tu butaca y los has visto, has podido comparar sus estilos… Hala, majo, haz un pequeño esfuerzo.
—No sé.
—Sí que sabes. Lo que ocurre es que eres un muchacho tímido y te da apuro hablar… anda, sé buen chico. Recapacita un poco.
—Ordóñez o Luis Miguel —dijo el alto.
—No te pongas farruco, majo. Basta que elijas el que te guste.
—Ordóñez o Luis Miguel. —El alto había avanzado unos pasos y las punteras de sus botas le rozaban las costillas.
—Vamos, reflexiona —el del bigote se había acuclillado junto a él, con solicitud—: Dímelo bajito, al oído.
Hubo una breve pausa. De pronto le pareció que se hundía en un pozo y sus ojos se llenaron de chiribitas.
—Ordóñez —jadeó.
—Ah, ¿lo ves? —el del bigote le dio una palmada cariñosa en el hombro—: Ya sabía yo que nos engañabas —se volvió hacia el alto y apuntó a Enrique con el dedo—. Eh, tú. Dice que le gusta Ordóñez.
—¿De veras? —dijo el alto.
—Sí —balbució.
—Bueno, majo. Pues te lo vamos a presentar.
Las piernas se alejaron otra vez en dirección a la puerta del pasillo y Enrique percibió el ruido de la llave al girar en el ojo de la cerradura. El alto se había eclipsado de la habitación y regresó al cabo de unos momentos con nuevos visitantes. Haciendo un esfuerzo Enrique ladeó la cabeza. Las esposas se le habían incrustado en las muñecas y sus manos sangraban, hinchadas y lívidas.
El alto aguardaba inmóvil frente a él en compañía de dos individuos corpulentos, vestidos con trajes de gimnasia. El de la izquierda llevaba una toalla mojada en el antebrazo, como la servilleta de un camarero.
—¿No dijiste que lo admirabas? —preguntó el del bigote apuntando hacia él con el índice—. Aquí lo tienes en persona y ahora mismo va a hacerse cargo de ti… Entre los amigos lo llamamos Ordóñez… Ese otro que ves a su lado, ese otro que no te gusta… A ése lo llamamos Luis Miguel.
Idea primera y casi obligada de los españoles recién desembarcados en el café de madame Berger, con la cabeza llena de ilusiones y proyectos y el polvo de la Península pegado aún a la suela de sus zapatos, era la creación de una Agrupación Nacional de Intelectuales en el Exilio, objetivo ambicioso y lejano cuya primera etapa debía consistir en la publicación y difusión de una revista de confrontación y diálogo, abierta a las corrientes políticas, intelectuales y artísticas del mundo moderno. Desde su llegada a París, Álvaro había asistido a una docena y pico de sesiones previas, discutido durante veladas interminables el título, formato, consejo de redacción, presupuesto y colaboraciones, roto viejas amistades, intervenido en brutales exclusiones, redactado borradores y presentaciones que se habían acumulado poco a poco en los cajones de su escritorio traspapelados entre los rimeros de cartas familiares, recortes de periódicos e inútiles guiones de jamás realizadas películas. Pintores cuyo único timbre de gloria estribaba en ser primos de Tapies, profesores vetustos a sueldo de pluma académica y nula, músicos que proclamaban su heroica decisión de no escribir una sola nota hasta la caída del Régimen, toda una extraña fauna de crustáceos amparados en sus dogmas como guerreros medievales en articulada y brillante armadura, se reunían en el café de madame Berger para discutir, criticar, desmenuzar, debatir, pronunciar anatemas feroces y redactar cartas de injuria, aquejados de una megalomanía incurable y una violenta indigestión de lecturas que se traducían, de ordinario, en el empleo de fórmulas marxistas desvalorizadas por sus múltiples y contradictorios usos o de frases invariablemente comenzadas por la primera persona del singular.
Todo candidato a director futuro del futuro parlamento de la futura España desplegaba en estas ocasiones una dilatada elocuencia, remachando las palabras como si fueran clavos —«acciones», «luchas», «masas», «desarrollo», «oligarquía», «monopolios», «recrudecimiento», «avance»— y, arrastrado por su propia oratoria —aprendida de otros como el Padrenuestro y repetida con saña por él—, enunciaba dogmas sonoros y rotundos, frases solemnes y teatrales que milagrosamente crecían como flores japonesas, se enroscaban de pronto lo mismo que boas, trepaban luego igual que bejucos y, a punto de morir ya por consunción, se escurrían aún como flexibles y ágiles enredaderas, como si nunca, pensaba Álvaro, pero que nunca, pudieran tener un final.
—La cosa está que arde, muchachos —anunciaba el último Mesías llegado de Madrid—. El ambiente de la calle es magnífico.
El sumario del primer número de la muerta y resucitada revista solía incluir un agorero análisis de la catastrófica situación española, algún ensayo amazacotado (con referencias a Engels) en defensa del realismo, una mesa redonda (y plúmbea) acerca del compromiso de los escritores, una antología de poemas broncos, de firma más o menos conocida que (por pura negligencia) Álvaro había conservado en su carpeta:
Mira la puerta rota
de la casa,
mira la negra hondura
de la patria.
De hermano a hermano te hablo
de mis desgracias
de la mísera madre,
terrible España.
Ay, Miguel si tú vieras
la luz pisada,
y la encina partida,
hecha una lástima.
Ando desnudo. Llega
la madrugada.
Miguel, tu ausencia duele,
pesa en el alma.
Mis pisadas resuenan
en la ancha plaza.
Se oye un tren. Alguien grita
desde la charca.
Cuando vuelva Santiago
cerrando España,
tu muerte y mis anhelos
hallarán Patria.
Aquellos proyectos —examinados con la perspectiva de los años— solían tener una vida intensa pero efímera. Quien había dado a conocer la idea de la revista y su equipo de futuros colaboradores trabajaban de modo febril por espacio de noches enteras, empleando sus horas libres en inútiles visitas a imprentas y estériles peticiones de ayuda hasta el instante inevitable en que, misteriosamente, las cosas se empantanaban, los encuentros se espaciaban sin que nadie supiera a ciencia cierta por qué y el aburrimiento, la indolencia y la fatiga entraban en juego motivando que, uno tras otro, olvidasen compromisos y citas, interrumpiesen la corres pondencia, aplazasen indefinidamente las decisivas e importantes reuniones. Sucedía entonces un período intermedio en que de manera implícita los ex futuros redactores evitaban encontrarse en la medida de lo posible, algo avergonzados de su propia desidia y temiendo que los reproches de los otros les obligaran a justificarse, pasado el cual, y habiendo corrido ya mucha agua bajo los puentes, volvían a saludarse de nuevo con desenvoltura, sin hablar para nada de la revista ni manifestar ninguna sorpresa ante el hecho de que los demás no evocasen un tema tampoco —como si el proyecto no hubiese existido en realidad— felices de avistarse y discutir sobre lo divino y humano, secretamente cómplices de una frustrada e inconfesable aventura.
De este modo —y en un lapso relativamente breve— Álvaro había formado parte, en calidad de crítico cinematográfico, del consejo de redacción de las revistas tituladas Cuadernos de Cultura, Hojas Libres, Futuro de España, Cuadernos Españoles, La Piel de Toro, y otras de nombre ya olvidado, y cuya característica esencial consistía en no haber sido publicadas nunca —pese al derroche inicial de energías y talentos— por obra de esos imponderables llamados pereza, desánimo, escepticismo y abulia que secretaba el húmedo y malsano invierno parisiense —cantil contra el que quebraban y morían las sucesivas oleadas de juvenil entusiasmo ibero—. Lentamente, conforme se rompían las raíces que lo ligaban a la infancia y a la tierra, Álvaro había sentido formarse sobre su piel un duro caparazón de escamas: la conciencia de la inutilidad del exilio y, de modo simultáneo, la imposibilidad del retorno. Las cuatro paredes del café de madame Berger lo habían acogido, como a tantos otros proscritos, para digerirlo y hacer de él un elemento más del primer estrato geológico que hablaba con nostalgia de España, pronunciaba pésimamente el francés y discutía por enésima vez con sus amigos de la histórica necesidad de una revista. Al cabo de los años, impermeabilizado ya como los miembros de la segunda o tercera capas, había aprendido a juzgar con irónico despego las tentativas de los emigrados más jóvenes y un día —cuyo recuerdo, en la terraza, se mantenía dolorosamente fresco en la memoria— en que un grupo de recién llegados elaboraba concienzudamente un nuevo proyecto, fue a buscar a su estudio la carpeta que contenía los sumarios anteriores y se la entregó con una sonrisa.
Aquella noche, mientras aguardaba a Dolores en el vestíbulo de l’École des Beaux Arts, Álvaro intuyó, con claridad meridiana, que había perdido para siempre su juventud.
Nos habíamos juntado tres: Tonet, un Cordobés bajito que se apuntaba muy bien por soleares y el que se dirige a usté, Francisco Olmos Carrasco, siempre a su servicio. En el puerto, señor juez, todos andamos claros, cada cual va con su cada cual, sin cáscara ni idea, y antiernoche, digo, el lunes, Tonet, el Cordobés y un servidor nos dimos una jartá de comer con Manolo, un patrono de Tarragona que se arrea él solo una docena de barcas y que tiene un vino de su país fuerte como la sangre de un Miura; en la casa de Manolo, digo, cuando a uno le cumple beber bebe y denguno se va con el estómago vacío, por eso el individuo Gómez Molina que no tiene color en la cara, se arrima a pegar la gorra a la que hay fiesta y allí está a la que pinte, con tal de beber gratis, metiendo cizaña entre los hombres y quitando crédito a las muchachas, pues a la que uno le da carrete no le entra la lengua en el paladar, señor juez, se lo juro a usté por ésta y, como le decía, antiernoche, digo, el lunes, Tonet, el Cordobés y un servidor paseábamos por ande vive Manolo, cuando meramente Manolo volvía hacia su casa, y allí nos tiene usté a los cuatro, comiendo y bebiendo vino, y el Cordobés que se destapa con unas serranas, y yo que me bailo un tanguillo, en buena armonía todos como corresponde entre gente de la mar, cuando se aparece el individuo Gómez Molina, con esa cara suya renegrida que daña un susto al miedo, y ya la tiene usté armada en seguida, señor juez, por culpa del mala sombra ése, que hacía allí más falta que los perros en misa, que es denguna, y que se pone a gastar bromas a la parienta de Manolo y a contar historias de tono subido, acostumbrado como está con su mujer, que la trae a la pobrecilla a mal traer, y como Manolo es un buenazo y se las calla yo que me hago mala sangre por él y no quiero que le falten el respeto cuando está en sociedá con su señora, un servidor; digo, me planto y le suelto al feligrés ese, alto el carro, moreno, que hay ropa tendida, y él aunque se queda con la copla, me pone mala cara y me dice, tú espérame afuera que luego echaremos un párrafo, pero Tonet y Manolo nos separan y seguimos alternando como que allí no ha pasado na, hasta que Manolo se va a la cama con su señora, y Tonet, el Cordobés y un servidor salimos a la calle siempre con el individuo en cuestión, digo, el llamado Gómez Molina, y el sujeto se empeña en invitarnos a beber y, como le decimos que no, se hace el sordo e insiste en pagarnos una ronda en un bar del Barrio Chino y, pese a que yo sé que el hombre ese se trae mal vino y no quiero cuentas con serranos, el individuo se empecina y le dice a Tonet, los catalanes sois ustedes elementos sin respeto, ni collons, ni ná, y a fin de evitar disgustos porque la cosa se ponefea, el Cordobés atura un taxi, y ya nos tiene usté a los tres liados con el individuo Gómez Molina, que es la segunda persona después de nadie, camino del distrito quinto, y lo fuéramos pasado bien entre hombres alegres como estábamos con ese vino de Tarragona, que es un tiro, señor juez, si no fuéramos ido a recalar a un bar lleno de chorizos, amigos todos, al parecer, del tal Gómez Molina, gentes de ésas que huyen de la fuerza pública como si anduvieran pregonados, y allí, al comienzo mismo de la Puerta de Santa Madrona, nos bebemos unas copas en paz y tranquilidad, cuando el individuo, digo, el Gómez Molina, le da al sujeto por cantar; y la camarera que hace la vida y no tiene pelos en la lengua, le enseña un cartel que dice prohibido el canto y el baile, pero el sujeto arranca otra vez por tarantos y la mujer lo insulta y el Gómez Molina les mienta la madre a los catalanes, y el dueño que debe serlo, nos dice, ara mateix us en aneu tots fora filis de puta, dice, que sous uns xarnegos filis de puta, digo, con perdón del señor juez; bueno la cosa se puso a lo de súbete en el poyo, y, para evitar líos, me voy con el Tonet a la calle cuando, cátese usté, el Gómez Molina viene detrás de nosotros y vuelve con lo de los catalanes, el respeto y los collons, no sé si me explico, y yo que me le miro me le digo, tú achanta el mirlo o de la convida que te arreo no te reconoce ni tu padre, y estamos en ésas, cuando el individuo se abre en abanico esgrimiendo un corte así de largo, y un servidor, que me había agenciado por si acaso una botella de cerveza, le descuello de un golpe para defenderme y, sin que fuera habido tiempo de tocarle un pelo al individuo en cuestión, se lo juro a usté por lo más sagrado, oigo al sereno con el pito y dos grises se vienen hacia mí como flechados y me dan con sus porras una de esas somantas que por poco me matan, señor juez, aunque yo, con el respeto que corresponde a una Autoridá, les digo no, yo no, yo soy inocente, es el Gómez Molina, el mal parido, que se cagaba en la madre de los catalanes… Y cuando me despierto no veo al individuo Gómez Molina, ni al Cordobés que se apunta por soleares, ni al Tonet, y sí a tres desgraciados como yo, encerrados también en el cuchitril, qué, te duele, caray digo, pues espera unas horas que esto es sólo el empezar, a mí me dieron una candela el año pasado que estuve ocho días sin moverme, soy inocente digo, la culpa es de un cabrón que les mentaba la madre a los catalanes, pero ninguno me escuchaba y, como los tres callan, tú por qué estás aquí pregunto a uno y el sujeto me dice me pescaron con un paquete de grifa en la calle San Rafael, y tú, yo me dice un rubio, por acompañar francesas iba con dos guayabitos y un tío de la secreta me pilló sin papeles y me trajo paca, el tercero que, si no es apio, pinta en albero, no me contesta y como repito la pregunta, dice yo no he hecho nada, debe de ser una confusión, el confundido eres tú, dice el de la grifa, que te tengo a ti más visto en las colas de los cines que el cono de tu madre, y mientras yo maldigo mi suerte, alguien descorre el cerrojo y aparece un elemento todavía más jodido que yo, me cago en Déu i la seva Mare, dice, sí, me cago en Déu, la mare que els va parir; pero que m 'han fotut, cony, que m 'han fotut, te han puesto los cojones por corbata esto es lo que te han hecho, yo estaba dormido en una silla de las Ramblas, no hacía nada y los hijos de puta me dieron con las porras, eso te enseñará a sornar en la piltra como todo hijo de vecino, dice el de la grifa, no ves que los tipos que duermen en la calle causan mala impresión al turismo, que ahora somos ya europeos, payés de mierda, y que el día menos pensado hasta nos meten en el Mercado Común, en el Cono Común es donde te metería a ti, dice el herido, y la puerta se abre de nuevo y entra un calé borracho como una cuba con el traje manchado de vomitonas, quiero hablar con el señor comisario, dice el jovencito, me dijo que fuera a verle al cabo de un rato, dígale que es algo muy importante, no te preocupes cielo dice el de la grifa, tú descansa tranquilo y arréglate bien el pelo y ponte colcrén en la cara porque te van a fotografiar de frente y de perfil para el Nodo si no te tienen fichado ya de otras veces mariconazo, y como el jovencito llora el de la grifa se le arrima en silencio por detrás y hace un movimiento de avance y retroceso, acompañándose con los codos como si se lo calzara, déjeme en paz dice el jovencito, quiero ver al señor comisario, cuánto tiempo nos van a tener aquí dice el de las francesas, nadie responde y el jovencito golpea la puerta con los puños y el de la grifa dice que a las nueve nos recogen con el camión y nos llevan a la jefatura, por qué a jefatura, para la ficha dice el de la grifa, primero sacan las fotos y luego te hacen tocar el piano… Cuando vuelvo a despertar son las nueve pasadas y me duele todo el cuerpo y el guarda descorre el cerrojo y bajamos a la calle esposados de dos en dos, el camión está lleno de gente y, al entrar nosotros, los de adentro protestan y nos mientan la madre y un elemento con la cara pintada y una florecita en el ojal apunta con el dedo hacia el jovencito, anda dice, mira quién está aquí, pero si es la Fabiola y, apenas arranca el camión, todos nos balanceamos chocando unos con otros apretados como estamos como sardinas y las esposas se me clavan en las muñecas y, a cada rato, entra todavía más personal y el aire nos falta, cabrones no empujad dice el de la grifa, y en jefatura nos alinean de a tres en fondo y nos quitan los bolígrafos, los cordones de los zapatos, los relojes, los cinturones y las carteras, el señor comisario, dónde está el señor comisario dice el jovencito y, al bajar a los sótanos topamos con un chaval que camina casi arrastrándose, sostenido por una pareja de grises, madre mía cómo me lo han puesto, será un chorizo, nos dice el de la grifa, éste es estudiante, antier pescaron a unos frente al bar Canaletas, y el guardia nos empuja dentro del calabozo y me agarro a los barrotes, soy inocente digo, la culpa es del individuo Gómez Molina que estaba borracho y se cagaba en la madre de los catalanes…
En una de sus primeras visitas al café de madame Berger, Álvaro fue invitado a un mitin patrocinado por los viejos partidos republicanos, cuyo objetivo, según pudo leer en un folleto modestamente impreso en ciclostil, consistía en la «elaboración de una política de concordia y acción común que termine de inmediato y para siempre con las funestas divisiones intestinas creadas por el exilio». La convocatoria llevaba el aval de una veintena de personalidades de nombre remotamente familiar que representaban, a su vez, agrupaciones tales como Izquierda Republicana, Partido Republicano Federal, Unión Republicana, Esquerra Catalana, Partido Republicano Gallego e incluso una Alianza Democrática Valenciana Sección Exterior (dato éste que permitía suponer la existencia insospechada de complejas, sutiles y misteriosas ramificaciones de dicha organización en el interior de aquella provincia).
Por espacio de varias horas Álvaro había errado de un lado a otro del Quartier Latin en compañía de una onírica y nebulosa criatura holandesa apasionada del alcohol normando, arte negro y ciencias ocultas que conoció de forma casual en la cola del Foyer de SainteGeneviève y que, entre trago y trago de p’tit calva y con un idioma a más y mejor incomprensible, lo había arrastrado, por turno, a la Cinémathèque de la rue d’Ulm (justo en el momento en que cerraban la taquilla), a una Conferencia del Club de 4 Vents sobre el tema «La cybernétique et l’homme moderne» (durante la cual la muchacha descabezó un venturoso sueño, y luego aplaudió intempestivamente al despertarse, interrumpiendo al orador en medio de su discurso) y una reunión organizada por la UNEF para protestar contra la insuficiente comida de los restaurantes estudiantiles (manifestación disuelta por la Préfecture de Police con golpes, pedradas y bastonazos, que tuvo la virtud de sacudirla de su torpor) antes de depositarlo en un curioso salón literario lleno de pálidos jovencitos con ojos de gacela y eclipsarse, por fin, de modo brusco y definitivo, dejándolo enfrentado a una temible dama de una sesentena de años, de cejas postizas y pelo teñido de rubio que, tras un forzado intercambio de sonrisas y habiendo tanteado en vano el tema «et vous écrivez aussi, sans doute», había acogido la expresión de su nacionalidad con un arrobado y sorprendente «Ah, c’est bien d’être Espagnol» que lo había hundido, de golpe y sin remedio, en un desolador abismo de angustia, confusión y perplejidad.
Lo restante —la obligada visita al café de madame Berger y la consiguiente asistencia al mitin de los partidos republicanos— había sido consecuencia lógica de una tarde inaugurada con tan desdichados auspicios. Sin saber bien cómo —con el cuerpo todavía recalentado por efecto de los p’tits calva— Álvaro se recobró en la puerta de un local perteneciente a la Académie des Sciences de París, en cuyo vestíbulo tronaba el busto polvoriento de un caballero con casaca y peluca con la inscripción: George Louis Leclerc de Buffon, Monthard 1707-París 1788. Otros españoles, enfundados en abrigos e impermeables un tanto raídos, parecían aguardar la llegada de refuerzos sin decidirse a entrar aún en la inhóspita y fría sala de conferencias, adornada, para la ocasión, con la bandera roja, amarilla y morada de la República del 31.
Álvaro se acomodó en uno de los huecos de las primeras filas y paseó su mirada en torno. Los asistentes —un centenar, acaso más— habían pasado el límite de la edad madura y Álvaro situó su media vital en los confines de la sesentena. Conocía de vista a algunos por haber topado con ellos en el café de madame Berger: el viejo coronel Carrasco, que llevaba cuenta minuciosa de su sueldo desde abril del 39, adaptado al progresivo aumento del costo de vida fruto de la devaluación de la peseta y a su ascenso a general de brigada correspondiente a la promoción normal de su escalafón, para el día en que se restableciera al fin la legalidad republicana; un ex ministro de Marina Mercante del Gobierno en el exilio a quien las malas lenguas del café atribuían la posesión de una soberbia flotilla de barcos de juguete que botaba solemnemente en el baño; dos anarquistas aragoneses amigos de infancia de Durruti. Al reconocerle, le saludaron con una inclinación de cabeza. El origen social y profesión de los demás resultaban difíciles de adivinar. Los dos caballeros de la primera fila vestían con la atildada pulcritud de dos representantes de comercio. Junto a Álvaro, un anciano se enjugaba el moquillo con un trapo color rojo. Había, asimismo, una docena de mujeres y un joven arrebozado en un chaquetón de pana.
En el momento de encenderse las luces de la tribuna alguien arrojó desde atrás un paquete de octavillas que llovieron sobre la exigua asistencia mientras, aprovechando la confusión, el culpable se escabullía hacia la salida. Álvaro había atrapado una al vuelo y leyó: «NO A LA MANIOBRA DIVISORA». Simultáneamente hubo un rumor de pasos precipitados y varios de los presentes se incorporaron y corrieron en busca del fugitivo en tanto que un individuo de voz poderosa trepaba al estrado con una agilidad impropia de sus años y exhortaba al público a conservar la sangre fría: «Señoras y señores, compañeros, les rogamos encarecidamente que disculpen esta lamentable incursión que, por desgracia, no es obra de un individuo aislado, sino de un grupo de politiqueros amenazados en su cómoda postura de atentismo e inacción por nuestra iniciativa de restaurar el primitivo espíritu de concordia y amistad entre las fuerzas más genuinas del exilio». Sonaron algunos aplausos —muy fuertes, como para compensar su corto número— y el vecino de Álvaro se puso en pie sobre la butaca y repitió varias veces: «Es una provocación inadmisible». El coronel Carrasco peroraba animadamente en medio de un corro de señoras y amenazaba al autor de la fechoría con el puño de su bastón. El ex ministro y los anarquistas aragoneses se habían unido al núcleo de perseguidores y regresaron al cabo de unos instantes muy agitados, gesticulando y hablando a gritos. «Calma, señores, calma —insistió el hombre del estrado—. El acto vandálico que acaban de presenciar no debe perturbar la serenidad de nuestros espíritus ni incitarnos a responder a la violencia con la violencia. La razón de nuestra presencia en esta sala radica en nuestro deseo de romper el círculo vicioso de odios y rencillas que paralizan las fuerzas políticas del exilio a fin de ofrecer al heroico pueblo español lo que, desde hace veinte años, espera de nosotros, esto es, una plataforma unitaria que excluya a los elementos divisionistas que se sirven de la sangre y los sufrimientos de las masas para…»
Los aplausos ruidosos del público le impidieron continuar. En el estrado había aparecido un hombrecillo menudo, calvo, con gafas, escoltado por otros dos ancianos vestidos de oscuro como él y, al tiempo que los últimos rezagados del vestíbulo se colaban furtivamente en la sala, el hombre de la voz poderosa se volvió, sonriente, hacia el trío y anunció: «Tenemos con nosotros a uno de los grandes artífices de la Constitución de 1931, paladín esforzado de la invencible causa republicana, el insigne polemista mundialmente conocido Doctor Carnero». Los aplausos resonaron con mayor brío y el Doctor Carnero saludó a derecha e izquierda antes de instalarse frente al pupitre y sacar un fajo de papeles del bolsillo superior de su americana. El hombre de la voz poderosa esperó a que se restableciera el silencio y procedió a la presentación del orador. Comenzó diciendo que el orador no necesitaba presentación alguna puesto que se trataba de un personaje querido y admirado por todos a causa de la nobleza de su espíritu y la cegadora claridad de sus ideas. El Doctor Carnero, nacido en el seno de una humildísima familia orensana, había conocido desde su infancia los sufrimientos e injusticias impuestos a las distintas nacionalidades españolas por el poder feudal de una monarquía oscurantista y retrógrada. El Doctor Carnero trabajó la tierra de los ocho a los quince años para aliviar la dramática situación de sus padres y había aprendido a leer y escribir gracias a la solicitud y apoyo de Elíseo Sánchez, maestro rural adscrito a las ideas libertarias que, cuando el joven Rafael no había cumplido aún los doce años, puso en sus manos un libro del inolvidable Bakunin, cuya lectura significó una verdadera revelación para el muchacho, episodio magistralmente narrado por el propio Doctor Carnero en su libro de recuerdos La forja de un luchador, impreso en México y divulgado en multitud de países. A partir de esta fecha el Doctor Carnero había penetrado con gran tenacidad en la obra de los autores y publicistas revolucionarios más importantes pertrechándose intelectualmente para el combate que en lo futuro debía encauzar su vida. A los dieciocho años, recién llegado a Madrid, sin otro bagaje que sus callosas manos de obrero y su generoso corazón de patriota, conoce por primera vez las lóbregas mazmorras borbónicas. El Doctor Carnero sueña en una España libre de cadenas y, a las amenazas groseras de los esbirros de Maura, opone su entereza de luchador viril e íntegro, en una luminosa escena reproducida en su primer volumen de Memorias, que todos los presentes recuerdan sin duda. A los veintitrés años, el Doctor Carnero publica en el periódico La Batalla un violento artículo en el que denuncia implacablemente los crímenes perpetrados por la Iglesia contra la causa del pueblo español y, desde entonces, su biografía privada y su fértil actividad de publicista se confunden en una sola existencia consagrada al triunfo de los ideales republicanos y libertarios. Todo lo restante, su lucha contra las Juntas de Defensa y la Dictadura de Primo de Rivera, su destacado papel en la República del 31, su combate incansable frente al alzamiento pretoriano del 36, primero en las trincheras y luego en el exilio, son ya del dominio público, pues la gloria del Doctor Carnero ignora los límites y las fronteras y el autor lo ha descrito, para guía y ejemplo de las nuevas generaciones, en su obra ensalzada por la crítica más exigente de todo el mundo La noche oscura de España. Por eso la presencia del Doctor Carnero en la sala constituye en sí misma todo un símbolo. Un símbolo de la España ardiente y fraterna que será sin duda la España de mañana el día en que las fuerzas del exilio decidan unirse para libertar a las nacionalidades españolas de la despótica y sangrienta dictadura que las sojuzga.
Hubo una nueva y nutrida salva de aplausos y el Doctor Carnero saludó al público con una leve inclinación de cabeza, ajustó cuidadosamente sus gafas encima de la nariz y revolvió el fajo de papeles que había depositado sobre el pupitre.
«Señoras y señores —lo dijo tan fuerte que, por unos instantes, Álvaro tuvo la impresión de que hablaba ante un micrófono—. Cuentan los cronistas que, a una edad avanzada, encontraron a Miguel Ángel, cierta mañana de enero, andando por las calles de Roma agarrado a las paredes. Le preguntaron dónde iba entelerido por los años y el frío; y contestó con toda naturalidad: voy a la escuela, a ver si aprendo algo. Joaquín Costa, el divino Maestro, ya sexagenario y baldado por la mielitis, fue invitado a ir a Madrid a informar en la Cámara de Diputados contra una de las leyes infames cocinadas por el maurismo cerril. Desde la estación y antes de ir a lavarse la cara a la fonda, se hizo llevar el sublime inválido al Ateneo, en donde lo encontraron los amigos hundido hasta la barba entre promontorios de libros…» Pasado el primer momento de sorpresa, Álvaro acechó con el rabillo del ojo la reacción de los presentes, adormecido todavía por efecto del cansancio y del resquemor de los p’tits calva. El autor de la presentación y los dos acompañantes del Doctor Carnero se habían sentado a la derecha del estrado y acogían el lento fluir del discurso con expresión de arrobada quietud. Al lado de Álvaro, el viejito del trapo rojo sonreía asimismo con embeleso. El coronel Carrasco escuchaba petrificado por la atención, con las manos apoyadas en el puño de su bastón de estoque. Sus dos vecinas cabeceaban aprobadoramente y, a intervalos, cambiaban una tierna mirada de complicidad. Sintiéndose excluido de aquella comunión fraterna, Álvaro espió aún el rostro embebecido del ex ministro de Marina Mercante, la mirada respetuosa de los anarquistas aragoneses, el rictus beatífico del joven del chaquetón de pana. En la destartalada sala el silencio era seráfico, casi eucarístico y la voz ronca del Doctor Carnero vibraba en el aire sucesivamente melodiosa, incisiva, grave, dramática, burlona: «No tiene usted una inteligencia delicada», dijo en cierta ocasión a Luis Bonafoux un lector melindroso, con mohines de educando de colegio de loyolas. A lo que replicó el inmenso puertorriqueño de la isla antillana y del café del mismo nombre de la Puerta del Sol: «Me importa tener un cerebro poderoso en amplitudes de visión y en potencia perforante, y lo demás no me quita el sueño». El resto, en efecto, se lo diligencia uno, o se le allega de propina. Decía Julio Ferry que cuando se tiene genio siempre es malo. «La inercia y la apatía no son modos de bondad, sino de renuncia y dimisión; es decir, de negarse a sí mismo y esquivar a los demás; de dar quiebros toreros a la moral y faltar el respeto a lo circundante. El cronista político ha de poseer el temperamento del gótico flamígero y de una selva tropical. Ha de tener fundidos constantemente en mortal abrazo el pensamiento y el sentimiento. Y operar sobre la base de que la política es una milicia, una militancia. Las pulcras simierías, los atildamientos amanerados están muy en su lugar en un tea-room, en una peluquería de señoras y en una tertulia de monas pintadas. Huelgan en un palenque o en un ring, en el que se ventilan los problemas de los que depende a veces la suerte de un siglo o de un país y ahora, incluso, de todo el muestrario zoológico del arca de Noé…» El público escuchaba en éxtasis y Álvaro examinó de nuevo los tres hombres de la tarima, el coronel Carrasco, el viejecito del pañuelo rojo, el ex ministro de Marina Mercante, los anarquistas aragoneses y el joven del chaquetón de pana, antes de entornar a su vez los ojos y abandonarse al efluvio magnético del discurso, inmensamente feliz de aquella inesperada ocasión de integrarse en un universo incomprensible pero real después de sus malogradas incursiones a la cola de un cine, a la conferencia sobre cibernética, al mitin estudiantil de la UNEF y al extravagante salón literario con el estómago, la frente y los ojos impregnados de p’tits calva, situado en el mismo campo de onda que aquellos hombres y mujeres admirativos, respetuosos y atentos que sonreían misteriosamente, aprobaban con la cabeza y se observaban mutuamente de modo cómplice, acunado por la voz bien timbrada y cambiante del orador: «El camino recto y seguro para llegar a donde Claret quería no es ése. El braman contemplativo metido a redentor de miríadas de seres prendados de su ombligo equivocó el método. La vía para forzar las marchas de la Historia son las reacciones de nervio y no las oraciones. Hará un cuarto de siglo media docena de hombres animosos quisieron repetir en España el prodigio de Moisés, golpeando la roca hostil con la varita mágica de todos los taumaturgos y haciendo brotar de aquélla un chorro de agua viva. Más que profetas y quiromantes, aquellos españoles eran personajes de Meunier. Partían del concepto que la palabra es una simiente; que hablar es un acto significativo y que escribir es obrar. Con el bagaje de ese decálogo los innovadores a que aludimos se embarcaron en la ruda empresa de torcer el curso de la historia de nuestro país. El panorama que se extendía en torno a ellos no era alentador, sin embargo; el suelo era un glaciar; el cielo una brumosidad petrificada; el aire que bebía el pecho un mensajero de pulmonías. Los labradores de las anteriores promociones que, cansadas de luchar con el erial ingrato, habían clavado en el terruño la azada y se habían tumbado con el surco…». El milagro se había producido finalmente, y con los ojos abiertos a su inexpresable dicha interna, Álvaro se sentía mecido y arrullado, penetrado y poseído, literalmente envuelto en la voz persuasiva del Doctor Carnero, con la íntima y embriagadora certeza de saberse miembro de una colectividad humana cimentada sobre un pacto no por ignorado menos firme, lamentando tan sólo que la brumosa muchacha holandesa no estuviera allí para rematar aquel festín de paz, amistad y camaradería con el aval de su presencia saludable y diáfana, vegetal y reparadora. «Una Monarquía rebosante de promesas halagüeñas —proseguía la voz—, restaurada en cualquier neo-Sagunto, previamente a toda libre, clara, meditada respuesta del cuerpo electoral, esto es, de toda población mayor de edad y de ambos sexos es pura y simplemente inadmisible. Sería una befa que, después de todo lo que ha sufrido el español medio en su dignidad de hombre y de ciudadano, jamás podría tolerar. Para eso mejor seguir con el atasco de hoy que, con la evidencia de sus males, puede suscitar desasosiegos internos y asistencias del exterior, capaces de acelerar el remedio. Pero lo otro, manteniendo una situación política sustancialmente idéntica, añadiría dentro y fuera del país el desconcierto paralizante de la estafa. Sería el golpe de gracia a toda esperanza de auténtica y democrática normalidad. Y bastante hacemos ya los republicanos que, en aras de la paz, en ilimitado obsequio a la voluntad de la Nación, por escrupuloso respeto al juego democrático y liberatorio, renunciamos a la prioridad absoluta que en principio nos corresponde y aceptamos la comparecencia, en condiciones de paridad con otro régimen, ante el tribunal constituyente de la Nación para obtener del mismo, como esperamos, la confirmación de nuestro buen derecho…» En aquel punto no importaba ya abrir los ojos y recorrer el auditorio con la mirada, seguro como estaba de divisar el rostro devoto y fervoroso de los tres hombres del estrado, del viejito del trapo rojo y del ex ministro de Marina Mercante, totalmente cautivo también de la melodiosa cantinela que manaba de labios del orador, como el espectador neófito de una iniciación ritual o una representación en un idioma desconocido, satisfecho de haber concluido el día con un acto de fraternidad inolvidable, pese al tastillo amargo de los p’tits calva y la triste ausencia de la muchacha holandesa, a la que hubiera deseado estrechar apasionadamente entre sus brazos mientras el Doctor Carnero, acompañándose con vehementes ademanes, proseguía, incansable, su elevado y celestial discurso: «Si hay que restablecer inmediatamente algo es nuestra pura y bien amada República. Si, por presiones foráneas, esto es imposible, entonces, antes que el país decida con calma, no se puede restaurar nada. Pero, como por otra parte tampoco se puede seguir arrostrando la trágica alternativa entre la abyección y la desesperación del pueblo, hay que salir del atolladero cuanto antes. ¿Adonde?, me dirán ustedes… A una situación que, no pudiendo ser por de pronto ni Monarquía ni República, no pudiendo tener precisa la forma institucional, ha de ser forzosamente interina, transitoria, exclusivamente dedicada a restablecer un esencial y genérico orden democrático durante el período al fin del cual el pueblo, pacíficamente, conscientemente, libremente, elija, con la forma institucional que prefiera, los representantes que la perfilen, la articulen y la instalen sólidamente, siempre a la vista y con consenso del país…».
Transportado a las divinas alturas —Serafín, Querubín, Trono, Dominación, Príncipe, Potestad y Virtud a la par— Álvaro no había prestado atención al renovado batir de la puerta —con los ojos venturosamente cerrados y el resabio de los p’tits calva en la boca— hasta que el número y repetición de las pisadas adquirieron una intensidad alarmante y, paralelamente a los demás espectadores, volvió la cabeza atrás para descubrir con indignado asombro a un grupo de individuos que, profiriendo gritos tales que «Abajo los divisionistas» y «Las momias al Museo», intentaban abrirse paso hacia la tarima en donde el Doctor Carnero hablaba sin ser oído, derribando sillas y arrojando puñados de prospectos que caían sobre los asistentes en medio de una ensordecedora algarabía de chillidos, insultos, empujones y puñetazos.
—Jubilación!
—¡Esto es un atropello!
—¡Divisionistas!
—¡Fuera, sinvergüenzas!
—¡Al Museo!
El tole de voces aumentaba e, inmerso en la marea de los contendientes, Álvaro entrevió la figura majestuosa del coronel Carrasco que, con la prestancia de un oficial recién salido de la Academia, blandía bizarramente frente al enemigo su airoso bastón de estoque.
El público formaba una barrera en el pasillo y, renunciando a ocupar la tribuna, los invasores se replegaron poco a poco hacia la salida. El viejo del trapo rojo había asido a uno por el cogote y le arañaba ferozmente con sus manos apergaminadas y flacas. En la puerta hubo un último intercambio de puñetazos e insultos seguido de una nueva y más copiosa lluvia de prospectos. Antes de desaparecer del todo alguien lanzó un huevo podrido que fue a estrellarse con sacrílega exactitud y tras describir una parábola perfecta sobre el rimero de papeles que cubrían el severo y casi litúrgico pupitre del conferenciante.
El Doctor Carnero inclinó la cabeza como abrumado por la magnitud de aquel desastre tranquilo. Expulsados los agresores, los asistentes gritaban y discutían sin hacer caso de las palabras apaciguadoras del autor de la presentación que, con ademanes e invocaciones patéticos, les exhortaba a mantener la calma.
—Compañeros… El espíritu de concordia que anima esta gran jornada de…
—La Constitución del 31 es letra muerta —gritaba el ex ministro de Marina Mercante, encaramado en una silla—. Si queremos renacer de las cenizas del pasado…
—El pueblo español tiene la palabra.
—Nuestros errores nos obligan a…
—Sólo la unidad nacional nos permitirá el derrocamiento de…
La algazara crecía por instantes y varios oradores se interpelaban a gritos, alzaban gravemente los brazos y exponían desde sus improvisadas tribunas programas políticos diferentes y contradictorios. El autor de la presentación palmeaba en un último y desesperado intento de hacerse oír y aprovechó un momento de tregua para proclamar en voz dramática:
—Seamos sinceros… La emigración no ha tenido líderes de talla que hayan sabido reunir alrededor de ellos las fuerzas desorientadas y dispersas que…
—¡Cómo que no ha habido líderes!
La interrupción sonó como un trueno y Álvaro vio a un caballero de una sesentena de años que, subido a su vez en otra butaca, manifestaba su indignación con una rápida serie de gestos y ademanes característicos de un hombre habituado a expresarse corrientemente en público.
—Y yo, ¿qué?
Todos callaban, obedientes al imperativo de su voz y, con la vista turbia, Álvaro contempló su puño crispado y las venas hinchadas y azules de su frente.
—Yo, que en las elecciones a Cortes del 33 obtuve en mi distrito de Manzanares una mayoría de seis mil quinientos votos sobre la candidatura de la reacción apoyada por…
Un eructo de p’tits calva más fuerte que los restantes le había obligado a correr hacia el vestíbulo y, sin darle tiempo de alcanzar el lavabo, Álvaro vomitó larga y espaciosamente con la frente apoyada en el zócalo que sostenía el busto de Georges Louis Leclerc de Buffon, Montbard, 1707 -París, 1788 bajo la mirada compasiva de una anciana vestida de negro y con aspecto de pertenecer a l’Armée du Salut que —habiéndose asomado a la sala de l’Académie de Sciences por casualidad se había retirado en seguida asustada por el incomprensible y ruidoso espectáculo— le golpeaba cariñosamente en el hombro repitiendo con un inconfundible acento ruso: «Alors, jeune homme, ça ne va pas?».
Se habían citado en el café de la esquina, a unos cuantos metros del domicilio del abogado. Cuando Artigas y Paco llegaron, Antonio rondaba la acera opuesta fumando impaciente un cigarrillo. Al divisarles, les saludó con la mano y cruzó la calle. Su impermeable oscuro y la cartera le daban un aire caricatural de conspirador.
—Si fuese la bofia te detenía ahora mismo por sospechoso —dijo Paco—. ¿No podías vestirte de otra manera?
—¿Cómo carajo quieres que me vista?
—Hubieras podido cortarte el pelo a lo menos… Un día, con tu pinta de macarra murciano, nos vas a traer el cenizo a todos.
—Soy perfectamente aséptico —dijo Antonio—. En el autobús había una pareja de grises a mi lado y me he entretenido en sacar el pliego de firmas de la cartera. En sus mismas narices.
—Tú ve gastando bromas y verás la que te cae encima. Como un día te agarren te afeitan en seco.
—¿Hay algo nuevo sobre Enrique? —preguntó Artigas.
—No, nada.
—Mi hermana fue a ver a su madre y ¿sabes por dónde la vieja se apeó? —Artigas le miraba de hito en hito—: Dijo que la culpa era toda tuya.
—¿Mía?
—Sí, señor. Le encajó un discurso de más de tres horas sobre las malas compañías y las lecturas… Mi hermana dice que salió arañando por las paredes.
Se acodaron en la barra del bar y Paco encargó tres cafés.
—¿Has recuperado la máquina de escribir?
—Sí.
—Hay que sacar en seguida varias copias. Si firma alguno más lo añadiremos luego.
—A la una tengo una cita con Gasparini.
—Yo enviaré el texto a Álvaro, para los periódicos franceses.
—Alvarito… —dijo Antonio—. Me gustaría saber dónde cono para… Como se haya ido de viaje, échale un galgo.
—Ése no conoce ni a su padre —dijo Artigas—. Un tipo de la facultad fue a verle a su casa y dice que se levanta borracho como una cuba.
—Lo mismo le da ya ocho que ochenta —dijo Paco—. París lo ha emputecido.
—Hala, dejadle el alma quieta… ¿Vosotros qué sabéis?
—¿No lo crees? —dijo Artigas—. Pues cartas cantan. Paco estaba delante cuando lo contó, ¿no es cierto?
—Está bien, está bien… ¿A qué hemos venido aquí? ¿A ver al tipo o a criticar a Álvaro?
—Anda, sí —dijo Artigas—. Apuraos un poco o llegaremos tarde.
Paco pagó los tres cafés y, al salir a la calle, apuntó con el índice a un banco de madera.
—Yo os esperaré allí —dijo.
—¿Por qué?
—Parecemos una delegación. Con que vayan dos basta.
—Tú siempre descargándote el muerto —dijo Artigas.
—Si quieres quedarte tú, quédate. Subiré yo con Antonio.
—No. Iremos Artigas y yo. Aguárdanos tú aquí abajo.
Los siguió con la vista hasta que se embocaron en el portal. El público discurría apaciblemente por el paseo y, en el cruce, un guardia de tráfico apostado en el burladero dirigía la escasa circulación con ademanes solemnes y teatrales. Paco examinó, por turno, una nodriza con un cochecito de recién nacido, dos señoras con misal y mantilla que se susurraban confidencias al oído de vuelta de la iglesia, un viejo pulcramente vestido apoyado en un bastón con puño de plata. La gente parecía contenta de vivir, con la tranquila seguridad de quienes se sienten al abrigo de cualquier sorpresa, habitantes de un mundo sin principio ni fin, perpetuamente repetido hasta lo infinito. Tras unos segundos de vacilación se sentó en el banco y encendió un Rumbo. A su lado, un hombrecillo con la gabardina raída repasaba atentamente los titulares del periódico: «Manolo Cuevas y Carlos Ribero cortaron orejas en San Sebastián de los Reyes». Imaginaba el rostro a la vez inquieto y compungido de Tusquets, al enterarse del objeto de su visita: «Los españoles no tenemos remedio, créanme». Por la acera de enfrente una mujer con traza de fulana llevaba de la mano a un niño rubio, vestido como un figurín. A una señal del guardia de tráfico los automóviles que bajaban en dirección plaza Cataluña cedieron el paso a dos taxis procedentes de la izquierda de la travesía. El hombrecillo seguía enfrascado en la lectura del periódico: «Manolo Orejas y Carlos Reyes cortaron riberos en San Sebastián de las Cuevas». Una pareja de novios, un rapazuelo con un cajón de botellas, otra nodriza uniformada empujando un cochecito. La fulana se había eclipsado con el niño en el interior de una mercería. En el burladero del cruce el guardia se movía con la rigidez de un títere. «Sebastián Cuevas y Manolo Ribero cortaron reyes en San Carlos de las Orejas.» Arrellanado en su butaca, con una copa de Carlos I en la mano, el abogado meditaba acerca del triste destino de sus compatriotas: «Todo es inútil, amigos míos… ¡Pobre España!». Los dos números de la policía armada que guardaban la entrada del establecimiento bancario —«Capital 2.000.000.000 de pesetas, enteramente desembolsado»— se acercaron a pegar la hebra con la vendedora de periódicos. «Sebastián Ribero y Reyes Orejas cortaron cuevas en San Manolo de los Carlos.» El cigarrillo le sabía mal, lo arrojó al suelo y encendió otro. Los barceloneses circulaban satisfechos por el paseo, conscientes de vivir un día exactamente igual que los demás, sin perturbaciones hostiles ni cambios desagradables. Lo sucedido en los calabozos de jefatura era tan sólo un accidente estúpido, la interferencia molesta de un parásito en un programa perfectamente sincronizado, de audición melodiosa y perfecta. «Sebastián Orejas y Ribero Reyes cortaron Carlos en San Cuevas de los Manolos.» Las dos nodrizas platicaban animadamente junto a sus cochecitos. La fulana volvió a reaparecer con el niño y se detuvo ante el quiosco de los periódicos. Arriba, el ex dirigente de Estat Cátala hablaba, hablaba de modo incansable: «Cada país tiene el gobierno que se merece…». La vida no cambiaría nunca, la mano firme de un prudentísimo piloto ponía la nave a salvo de cualquier imprevisible contingencia. Las nodrizas, los niños, los novios, las fulanas, podían dormir tranquilos, caminar dormidos, soñar caminando, vivir en sueños, engranajes felices de una maquinaria sin fallo, inmortales como el orden que velaba la simetría exacta y repetida de sus gestos. «Manolo Cuevas y Sebastián Reyes cortaron manolos en San Orejas de los Ribero.» El hombrecillo captó su mirada torcida y dobló el periódico con acritud.
Casi al mismo tiempo Antonio y Artigas desembocaron en la calle. Los dos parecían muy agitados y, al verle, Antonio se detuvo y golpeó en una mano con el puño de la otra.
—Qué cabrón, oh, qué cabrón.
—¿Qué pasa? —preguntó Paco—. ¿Traes la firma?
—La madre que lo parió —Antonio miraba rencorosamente hacia la andana de balcones del abogado y escupió con rabia en el suelo—: El tío maricón no ha querido.
El café de madame Berger tenía forma rectangular y ocupaba una superficie bruta de ochenta y seis metros cuadrados. Su mobiliario se componía de nueve mesas, dos bancos laterales y un número variable de sillas que oscilaba entre treinta y treinta y cinco. Sus luces eran de neón y sus paredes estaban adornadas con espejos, etiquetas, calendarios, botellines y el texto imprescindible de la Loi de Repression de l’Ivresse Publique.
Aunque la composición de la clientela se modificaba con alguna regularidad, el individuo que se ausentara de París unos años podía volver no obstante con la tranquila certidumbre de encontrar a su retorno una apreciable mayoría de caras conocidas. Los elementos integrantes de los distintos estratos geológicos proseguían su incansable monólogo sobre España y los españoles, sin escuchar nunca el soliloquio de los demás, como emisoras de voz gastada y rasposa que retransmitiesen a intervalos alternados diferentes programas radiofónicos. El repertorio de anécdotas e historias era el mismo de siempre y el viajero experimentaba una curiosa sensación de tiempo detenido.
Sin necesidad de poner los pies en el café de madame Berger —las tardes en que la abulia se adueñaba de él y permanecía en cama esperando el regreso de Dolores con la vista fija en las ruinosas y apuntaladas viviendas del viejo Faubourg du Temple— Álvaro podía reconstruir las conversaciones de los contertulios con la escueta seguridad de un testigo.
—A mí, la proclama de Besteiro me pilló en el frente de Albacete y, el día que los moros cercaron el pueblo, me escondí en casa de un amigo que tenía una hermana que había sido de Falange…
—Esto me recuerda una anécdota que me ocurrió la víspera del levantamiento de Fígols, durante el segundo ministerio de Azaña…
—Yo pensaba escapar de allí camino de Alicante, cuando me entero por radio de la caída de Madrid y la victoria de los fascistas…
—… A mí me había enviado el Sindicato desde Barcelona para discutir con los representantes de los patronos…
—… La casa lindaba justamente con el comedor de Auxilio Social y, como yo no quería comprometer a mi amigo, me descolgué una noche por la ventana sin prevenirle…
—… Y al llegar a la estación veo un destacamento de la guardia civil en el andén, al mando de un teniente que le decían el Cara Quemada…
—… y atravesé a pie toda la provincia con otros dos soldados de mi división, comunistas los dos…
—… más malo que la tiña y con una cicatriz así de larga en la frente que le hicieron los rebeldes de Abdel-Krim…
—… cuando en un pueblo que llaman Madrigueras oímos que nos dan el alto…
—… que luego fusilamos al empezar la guerra…
—… y mis compañeros y yo apretamos a correr como galgos, creyendo que eran los falangistas…
—… Apenas me apeo del tren los civiles me apuntan con sus armas…
—… hasta que de pronto reconozco la voz de un comisario de mi brigada, que se había agenciado no sé cómo un uniforme del Tercio…
—… y el Cara Quemada me dice: tú te vienes ahora mismo conmigo, hijo de puta…
—… A mí me sucedió algo parecido en Argelés…
—… un tal Pedro Oliveira que estuvo preso conmigo en Albatera y luego se fugó a México…
—… Como yo sabía la clase de bromas que se gastaba el gachó con los de la UGT…
—… con dos senegaleses que querían limpiarme un reloj de oro…
—… Sí, hombre, sí, el comisario de la Quinta. Un extremeño muy renegrido, con la pinta de un gitano…
—… Pensé, el tipo ese, lo que busca es aplicarme la ley de fugas…
—… que era un recuerdo de Sánchez Pascual, el diputado de Izquierda Republicana…
—… Bueno, como decía, Oliveira se había agenciado un uniforme del Tercio…
—… y echar la culpa a los de la CNT como hicieron con el pobre Pepito Blanco…
—… que me lo había dado mientras agonizaba en el hospital militar de Tarragona, un mes antes de que entrasen los fascistas…
—… Esto es como lo que me pasó a mí en Miranda de Ebro con un francés muy golista que…
—… y Oliveira va y me dice…
—… Cuando en la calle me cruzo con una patrulla de guardias de asalto…
—… Los dos senegaleses me esperaban a la salida de las duchas…
—… habían cruzado los Pirineos para ir a África del Norte…
—… En Mazarrón hay un amigo mío que tiene una motora en la que podemos embarcarnos los cuatro…
—… al mando de un sargento republicano, un tal González Miret…
—Eh, tuá, Español, fe vuar ta montre…
—… que se hizo amigo de menda porque era el único del barracón que chamullaba su idioma…
—Hombre, pues a mí, una vez, en Brunete…
… Días, semanas, meses, años empleados en evocar, discutir, pontificar, no escuchar, decir pestes de Francia, de desempolvar recuerdos de la guerra y anunciar la inminente caída del Régimen que, de vuelta al país natal, Álvaro revivía como en la época en que permanecía tumbado junto a la ventana de su estudio mientras el crepúsculo disolvía poco a poco la perspectiva de tejados grises y chimeneas de Carpaccio, diciéndose una y otra vez, con infinita amargura, los españoles llevamos el egocentrismo, la envidia y la mala leche en la sangre; si la sociedad española es intolerante, se debe ante todo al hecho de que hay un maniqueo oculto en el corazón de todo español, y —aislado ya en medio de la noche, inútil, injustificable y sin raíces— concluir, con una mezcla de grave estupor y horrorizada alegría, que vuestro país es irrespirable porque sois irrespirables vosotros mismos.
«Se habían pasado de raya esta vez todo el mundo andaba de acuerdo se habían pasado de raya parecía mentira que aquello fuera posible sobre todo tratándose como era el caso de muchachos de excelente familia hijos de mártires o de víctimas de dolencias contraídas durante los años del terror rojo educados todos cristianamente en colegios de pago algunos de ellos especialmente consagrados al Inmaculado Corazón de María y beneficiarios de la divina promesa respecto a la práctica de los Primeros Viernes de Mes muchachos que habían frecuentado más tarde con un impecable esmoquin los palcos del Liceo y habían sido socios activos de las Juventudes Musicales codeándose con el rovell de l’ou con la crema y nata de la barcelonesa sociedad huéspedes eventuales de los salones del Círculo Ecuestre o de las pistas del Real Club de Polo allí donde las bellas y recatadas muchachas de familia acomodada nuestras hijas se divierten honestamente en compañía de jóvenes perfectamente educados como ellos futuros médicos de renombre abogados de muchas campanillas diplomáticos de carrera dignos herederos de la fábrica de géneros de punto de papá o de telares de seda florecientes y prósperos pese a los altibajos y sustos del Plan de Estabilización y la funesta restricción del crédito bancario fuente de tantos sinsabores lágrimas y apuros asiduos del Palau y de los teatros de cámara y cineclubes suspirantes tal vez de las modosas castas e ingenuas ex alumnas de la Asunción o Jesús María nuestras hijas expuestas inocentemente a la influencia de un contacto nocivo con aquellos amorales gusanos criados en el corazón jugoso de la fruta serpientes albergadas en nuestro caluroso seno cuervos dispuestos a arrancarnos los ojos hijos manirrotos y despilfarradores del capital de virtud del capital de tesón del capital de honradez del capital de buen nombre del capital-capital de acrisoladas y linajudas familias de apellido ilustre enriquecidas en Cuba y Filipinas o en la Exposición Universal de 1888 o en la de 1929 amenazadas en su existencia y en sus bienes por los pistoleros de la FAI y las chekas rusas y su séquito de traidores y emboscados lobos con piel de cordero de la Generalitat y de la malhadada República del 31 sardanistas de barretina los domingos y salves a la Mare de Déu de Montserrat antes del suspirado viaje a la Francia del Front Populaire primer paso obligado camino del cuartel general de Burgos y del regreso triunfal con moros y cristianos brazo en alto como entonces se imponía partidarios ardientes de la victoria de los alemanes y la música de Wagner sostén de los heroicos expedicionarios de la División Azul en su noble empeño de extirpar para siempre el cáncer del comunismo de la sufrida Rusia habituales de la revista Signal y de los noticiarios Ufa antes de suscribirse en el 45 al boletín de la embajada americana y a la bonita edición española en colores de Life desengañados de las exageraciones bien intencionadas pero funestas de Adolfo Hitler aterrados por el asesinato brutal de Mussolini y felices de que la providente gestión de un jefe invicto supremo artífice de la paz y garantía perdurable de que en sus manos el orden no solamente no se quebrantará sino que no sufrirá jamás la menor sombra de vejamen les hubiera puesto a salvo de las imprevisibles contingencias del destino rompecristales del Instituto Británico cuando la retirada de embajadores orgullosos del feroz particularismo ibérico que nos distingue de los otros pueblos corrompidos y decadentes espectadores entusiastas de las grandiosas manifestaciones de adhesión y de los saludables desfiles de advertencia satisfechos de la bienaventurada conclusión de los acuerdos hispano-americanos y del concordato con Pío XII Pastor Angelicus del dogma mariano amante de los corderos y los niños futuro santo venerado en los altares preludio de la triunfal admisión en la OTAN y con los aranceles proteccionistas necesarios en la Europa del Mercado Común europeos al fin con biquini definitivamente autorizado en las playas y películas francesas verdosas y hasta sesiones semiclandestinas de estriptís y todos temblábamos de horror ante la profundidad insospechada del mal sabiendo que pero Dios no lo había querido hubiera podido atacar igualmente a cualquiera de nuestros hijos extraviados por las malas lecturas y las películas neorrealistas y el contacto con agentes disfrazados como explicaban los avergonzados padres en su comprensible pero vano intento de blanquear aquellas almas perdidas asegurando a diestro y siniestro con lágrimas en los ojos que ellos no sabían nada que los habían liado sin darse cuenta que ignoraban el verdadero alcance de la maniobra y sus ramificaciones en el exterior y las consignas vociferantes de la Pirenaica y de los desacreditados partidos políticos gavilla de delincuentes comunes que desde el extranjero maquinan contra el orden español con la colaboración exigua pero infamante de los zascandiles de los traidores y de los resentidos de dentro que ellos los abochornados padres habían formado parte en su juventud del Somatén y habían sostenido el golpe de Estado de Primo de Rivera y habían sido víctimas de odiosas persecuciones durante la República antes de incorporarse al Movimiento Salvador en Burgos San Sebastián o Salamanca germanófilos hasta la muerte de Hitler y americanófilos a partir de la de Roosevelt miembros de honrosas corporaciones ciudadanas y sostén de numerosas vocaciones sacerdotales y misioneras órdenes religiosas y obras pías y todos poníamos cara de circunstancias fingiendo creer lo increíble apiadados en realidad de nosotros mismos a quienes nos hubiera podido alcanzar el mal de haber sido ésta la voluntad de Dios situándonos mentalmente en su papel de padres humillados cuyos retoños han mancillado irremisiblemente el sacrosanto apellido de la familia y meditábamos sobrecogidos en la extensión del virus y en las perversas estratagemas del enemigo puesto que del enemigo se trata y las pruebas reunidas por una policía especialmente consagrada al arcángel San Gabriel no permiten duda de ninguna clase ya que es una organización modelo y el celeste enviado del Señor ejerce sobre ella su influjo y patrocinio en su labor de preservar al pueblo de los peligros que le acechan con lo que la sociedad puede descansar confiadamente gracias a su constante desvelo su espíritu abnegado y su vigilancia permanente y aunque en verdad nunca habíamos estado totalmente al abrigo del riesgo y el escándalo había salpicado más de una vez alguna piadosa y acomodada familia en forma de cornamenta con el mejor amigo de aún mejor familia o heredero perdidamente maricón o desliz de muchacha inexperta con el consiguiente precipitado viaje a Suiza eran a fin de cuenta pecadillos menores sobre los que es prudente arrojar el velo del olvido expuestos como estamos todos por nuestra flaca naturaleza a las solicitaciones de la carne y no pudiendo decir de antemano de esta agua no beberé olvido que abarcaba inclusive las historias más picantes aún que eran la comidilla de las reuniones y hacían estremecer con un placer casi aterrador a nuestras cándidas y piadosas mujeres como aquella asombrosa de la película filmada por el marido impotente de su esposa muchacha de buena familia en compañía de dos negros soberbiamente dotados de viriles atributos dos senegaleses sexualmente superdesarrollados según decían los felices y privilegiados espectadores de la cinta como es común entre los pueblos subdesarrollados económicamente insolente paradoja que desafía la más chula doctrina o explicación científica del mundo de Aristóteles a Carlos Marx pero aquel baldón era de una índole que ningún intento de penitencia o regeneración conseguiría borrar nunca tratándose como era el caso de jóvenes de excelentísimas familias beneficiarios de una paz venturosa y unánime como no la gozamos nosotros ni nuestros padres ni nuestros abuelos una paz tan completa que a las nuevas generaciones puede parecerles natural cuando en realidad no es obra natural sino preciosa obra de cultura merced a la vigilancia de un hombre siempre en su lugar descanso ojo avizor y centinela perenne en la defensa de los postulados esenciales del orden público cierto que nuestro criticismo racial nos deja a menudo insatisfechos y nos gusta pedir peras al olmo o buscar cotufas en el golfo pero también es verdad que lo último que dentro se nos rompe es la esperanza y la esperanza cuando va escoltada por la fe y por el amor es un valor cotizable en la bolsa del espíritu y la juventud por muy exigente que sea sigue teniendo su vértice común en ese nombre mágico que en toda la ancha piel de toro resuena como un homenaje de fervor y erguido con su espada invencible es el semáforo que cela día y noche y marca nuestra ruta por nuevos y sapientísimos caminos lejos de las negras y procelosas aguas del parlamentarismo y la libertad de prensa aguardando sin prisa a que el tierno fruto de una dinastía centenaria madure en su capullo amorosamente tejido para asegurar un día lejano muy lejano la continuidad y pervivencia de la paz nosotros sabemos que juventud es sinónimo de generosidad y que el entusiasmo aun el errado es propio de una estirpe que ha dado gloriosos ejemplos de su espíritu de iniciativa en el campo del comercio ultramarino y la industria textil en la Banca y las Compañías de Seguros pero en ocasiones juventud buena crianza y fortuna no son excusa sino más bien agravante y estos jovenzuelos agitadores callejeros propagadores aviesos de bulos rumores despropósitos e infundios que hubiesen podido ser nuestros hijos o futuros maridos de nuestra puras y virtuosas hijas y que no son ni lo serán ya gracias sean dadas a Dios pese a toda la simpatía que sentimos por sus honradísimos padres cuyo dolor sinceramente compartimos merecen un escarmiento definitivo y ejemplar en su descabellado intento de abrir de nuevo las puertas del país a aquella inmensa turba de fanáticos desalmados que quieren arrastrarnos a la más sangrienta y espuria esclavitud castigo sí para quienes con olvido de los elementales deberes del reconocimiento y la gratitud intentaban precipitarnos otra vez en los abismos de la democracia inorgánica en un universo repulsivamente plebeyo haciendo cruz y raya de los valores espirituales de una civilización milenaria que es prez y antorcha de nuestra Historia una civilización ecuménica que descubriera y poblara mundos a los que llevó el crucifijo y la campana el libro y el arado la espiga y el romance y dentro de cada pecho español un incorruptible sentido racial de dignidad e independencia turbando la paz no sólo en su estéril concepto negativo de no lucha sino de paz nueva y potenciada por su visión revolucionaria del hombre criatura de Dios por eso nos es menester reforzar la vigilancia la necesaria higiene profiláctica del virus nosotros que nacimos como quien dice aquella fecha sublime que ahora se nos aparece como una cumbre divisoria de dos vertientes históricas y todo lo del lado de acá se desprende de la entraña de esa cima como un torrente brotado de hontanares milagrosos de heroísmo y no nos arredra hablar de milagro cuando desde la misma fosa de la muerte se vuelve a la merced de la vida y el espíritu asistido por lo sobrenatural con un prodigio único de voluntad se levanta y resucita glorioso y esto fue lo que sucedió entonces por obra y gracia de Dios y de la Santísima Virgen día fasto inolvidable por los siglos de los siglos.»
La frecuentación diaria del café de madame Berger reservaba, en ocasiones, algunas sorpresas. Por punto común, a la monótona exhumación de los años de guerra sucedía el inevitable diagnóstico de los males de España: los contertulios comentaban los últimos acontecimientos de la Península —la abortada manifestación de universitarios, la carta de los falangistas descontentos, la baja espectacular del precio de la aceituna o una declaración del Consejo Privado de don Juan— con fórmulas breves y lapidarias tales como «El Régimen ha entrado en su última fase de descomposición y podredumbre», «Los desesperados intentos de la Dictadura muestran su creciente incapacidad frente a la acción unitaria de las masas populares», «La economía española es una nave sin timón» o «Las contradicciones interiores se agudizan» —sentencias que vibraban en la atmósfera densa de humo como un conjuro mágicamente repetido, mientras el gato negro de madame Berger dormía ovillado sobre la trampilla del mostrador y la pareja de clochards que usufructuaba el respiradero de metro de la rué de l’Ancienne Comedie mimaba una vez más su vieja disputa con amenazas de separación, acusaciones mutuas y reconciliaciones tiernas e inesperadas. De vez en cuando, no obstante, los elementos de los estratos más jóvenes abandonaban, sin que nadie supiera por qué, los caminos trillados de la política para hacer el cómputo —e informar de paso al público del café— de una variopinta colección de aventuras que acreditaban, de manera patente, la innata posesión, por parte del interesado, de un temperamento sexual envidiablemente rico. En una de esas jornadas excepcionales —sin alusión a los males de España ni evocaciones penosas y consabidas— Álvaro fue invitado a asistir a una juerga.
El hecho había ocurrido poco tiempo después de la llegada de Enrique y los autores de la invitación fueron dos madrileños de la Cité Universitaire que Enrique había conocido en el patio de la prisión de Carabanchel unas semanas antes de que lo pusieran en libertad. El más alto habló del taller de una pintora noruega ninfómana y adicta a la marihuana, cuya llave, afirmó, le había sido confiada por su dueño a raíz de un oscuro incidente con un traficante en drogas. Bastaba telefonear a unas cuantas chavalas, dijo, y organizar un pijama-party para que la cosa se pusiera al rojo vivo y terminara por donde debía de terminar. Al parecer había un picap con una pila de discos y vino como para emborrachar a un regimiento.
Mientras el alto iba a buscar la llave, Álvaro y sus amigos se encaminaron hacia la Rhumerie Martiniquaise con la cabeza llena de confusos proyectos eróticos, alegres y rijosos como una banda de colegiales que hace novillos. El cielo de París era brumoso y vago y, en el mercado de la rué Buci, los vendedores pregonaban a voces su mercancía.
—¿Adónde vas? —preguntó Enrique.
—Quiero comprar cigarrillos y avisar a Michèle. Ese tipo de reuniones le divierten.
—Bueno. Te esperamos en la terraza.
Álvaro torció por el Boulevard Saint Germain hasta el Oíd Navy y, una vez en el locutorio telefónico, marcó el número de la rue de Belleville.
—Allô.
La voz de Michèle sonó junto a su oído melancólica, dulce, balsámica y como adormilada.
—C’est moi.
—Je suis fatiguée. Ça fait plus de quatre heures que je regarde la lampe au plafond sans fermer les yeux. C’est tellement crevant… Je ne sais pas si je tiendrai jusqu’au bout.
—Pourquoi la regardes-tu?
—Je ne sais pas.
—Dis-moi. Qu’est-ce que tu fais cet après-midi?
—Je te l’ai déjà dit. Regarder la lampe.
—Non, sans blague. Tu as ta soirée libre?
—Pourquoi me le demandes tu?
—Je suis avec des amis. Je voulais t’emmener à l’atelier d’un copain pour boire et écouter la musique.
—J’ai chaud. Je me sens incapable de bouger.
—J’emprunterai un ventilateur pour toi.
—C’est vrai?
—Je te jure.
—Merde, j’ai arrêté de regarder la lampe. C’est de ta faute, tu m’entends?
—Je t’attends à la Rhumerie Martiniquaise.
—Mais, qui sont tes amis?
—Des copains que j’ai connus au café.
—Des Espagnols?
—Oui.
—J’aime pas les Espagnols. Je n’aime les gens d’aucun pays sous-développé. Ils sont tous petits et horriblement sales.
—Mes amis sont très grands et très propres.
—Tu crois qu’il y aura des disques de Miles Davis?
—Certainement.
—Et je pourrai me foutre à poil?
—Tu pourras faire ce que tu veux.
—Bon. Alors je viens.
Álvaro salió a la pegajosa canícula del Boulevard Saint Germain. El éxodo de las vacaciones había empezado ya y el tráfico callejero disminuía de modo sensible. Frente a La Pérgola unos estudiantes barbudos habían estacionado un viejo automóvil pintado como un tablero de ajedrez. Enrique, Soler, Baró y los demás españoles ocupaban dos mesas en una esquina de la terraza de la Rhumerie.
—¿La has encontrado?
—Ahora mismo viene.
—Yo conozco a una chavala que está del carajo —decía el otro madrileño. Tanteó sus bolsillos en busca de la cartera y, al dar con ella, la abrió y sacó una fotografía—: ¿Qué me decís de eso?
—¿Es francesa?
—No alemana. Uno de esos temperamentos que, bueno, para qué os voy a contar…
—Oye —dijo Baró—. ¿Por qué no la invitas?
—No está en París. Ayer se fue a ver a su familia a Francfort.
—Me cago en la mar. Guayabitos así nos hacen falta.
—También jodo con una danesa… Esa otra rubia del impermeable… La foto la saqué yo mismo, en el Pare Monceau. Vamos a ver si está en casa.
El madrileño se levantó a telefonear y la foto de la danesa circuló de mano en mano. Al terminar la inspección Soler examinó a su vez el contenido de su propia cartera.
—La mía tampoco se chupa el dedo… ¿Habéis visto?
—¿Es la que conociste en la cola de la Cinémathèque?
—No. Aquélla la dejé hace un par de meses… Ésta me gusta más.
—¿De dónde es?
—Argentina, pero de padres ingleses. Su familia la ha enviado a París para que aprenda cerámica.
—Anda, dile que venga. En el taller le daremos lecciones gratis.
—No puede.
—¿Por qué?
—Ayer comió algo que le sentó mal y está en cama… Esta mañana tuve que telefonear a un médico.
—¡Mira esto! —exclamó Soler—. ¡Qué cosa tan rica! —Por la acera caminaba una mulata contoneándose perezosamente. Tendría apenas dieciséis años y su cuerpo era el de una mujer. Vestía una falda de seda roja muy ceñida y una blusa que dejaba sus hombros al descubierto—. Voulez-vous boire quelque chose, mademoiselle?
—On vous offre une verre.
—Arrêtez-vous. Soyez gentille…
—La tía puta… ¿Has visto cómo menea el culo?… ¡Eh, mademoiselle!
—¿Qué haces?
—La voy a buscar…
—Si la convences, premio.
—Con probar no se pierde nada.
Soler corrió en dirección a la iglesia de Saint Germain-des-Prés hasta emparejar con la mulata frente a los jardines. Desde su puesto de observación de la terraza Álvaro le vio susurrar misteriosos piropos, con el empaque de los castigadores antiguos. La muchacha no ladeó la cabeza y se limitó a acelerar el paso.
—No está —explicó el madrileño, de vuelta del teléfono—. La dueña de la pensión me ha dicho que ha salido.
—¿Por qué no pruebas en el Cluny?
—No merece la pena. Según parece se ha ido al cine con su hermana.
Soler y la mulata se habían perdido entre la multitud. Por la acera cruzó una muchacha con camisa y pantalones téjanos.
—Mademoiselle, s’il vous plaít…
—Voulez-vous vous asseoir avec nous?
—¿Y Luis? —preguntó el madrileño.
—No sé. Todavía no ha venido…
La rubia se alejó camino del Odeón. Uno de la peña, con acento andaluz, habló de una francesa casada, empleada en una agencia de viajes, con la que se acostaba regularmente. Ahogando un bostezo Enrique propuso que la invitara al taller. El andaluz dijo que no estaba libre.
—Su marido empieza a barruntar la cornamenta y la espera a la salida del trabajo.
—¿Cómo os apañáis entonces?
—La paso a recoger a la hora del almuerzo y nos vamos a un hotel.
—Oye —dijo Baró—. ¿Será por eso que estás tan flaco?
—Lo bueno del caso es que no es la única que me embotono.
—¿No?
—También me calzo a una italiana.
—Toma pipermín. Dicen que es afrodisíaco.
—Para mí todo es afrodisíaco —dijo el andaluz—. Hasta el agua mineral.
Una belleza castaña pasó por la acera del brazo de un negro. En el cruce de peatones un automóvil descapotado aguardaba la luz verde con un cargamento de chicas rubias. El madrileño emitió un silbido.
—Cinco hembras así y disfrutábamos en grande… Lo que no entiendo es el retraso de Luis… ¿Dónde dijo que tenía la llave?
—Eh, creo que te llaman —le interrumpió Baró.
—¿A mí?
—Sí, el camarero.
—¡Monsieur Alonso!
—Anda, es verdad… ¿Quién puede ser?
—A lo mejor, la danesa.
—C’est vous monsieur Alonso?
—Oui.
—On vous demande au téléphone.
El madrileño desapareció en el interior del bar. Instantes después Soler emergió entre los transeúntes con una sonrisa de triunfador a flor de labio. La mulata no venía con él.
—¿Qué hay, muchachos?
—¿Qué?, ¿te envió a la mierda?
—¿A la mierda? —Soler sacó un papel escrito del bolsillo—: ¿Qué os parece esto?
Lo exhibió por espacio de unos segundos y lo volvió a guardar en seguida, tras haberlo doblado cuidadosamente.
—¿Qué es?
—Su dirección. Mañana la telefoneo a las once.
—Anda, enséñanosla.
—¿Para que anotes el teléfono y la llames tú? Que no, muñeco, que no…
—Cuenta la historia a otro que yo no me la trago… Apuesto algo a que te está echando un plante.
—Pues ya puedes apostar lo que quieras, nene, que, lo que es ésta, es pan comido… Aquí tengo el nombre y las señas, muchacho…
—Si tan conquistada la tienes —dijo Baró—, ¿por qué no la has traído contigo?
—Debía encontrarse con una amiga y no he querido insistir… pero te digo que mañana salimos juntos o soy suizo y me llamo Guillermo Tell.
—¿Dónde vais a ir?
—Ése es un asunto entre ella y yo.
El madrileño regresó abriéndose camino entre las mesas. Su rostro reflejaba una viva contrariedad.
—¿Era la danesa?
—No, es Luis.
—¿Qué ocurre?
—Dice que no encuentra la llave… Por lo visto se la había entregado a la portera para que limpiara el taller y la portería está cerrada.
—Caray —dijo Enrique—. Entonces, ¿qué hacemos?
—Me ha dicho que va a buscar a la portera a un bar donde suele ir por las tardes, y que volverá a llamar.
—Qué cabronada —dijo Baró—. Con las ganas que tenía yo de correrla… ¿Tú crees que es verdad?
—¿El qué?
—Lo de la llave. Para mí que es un farol.
—No —dijo el madrileño—. Conozco a la noruega, una tal Inge… Además estuve una vez allí con Luis, en el taller…
—¿Qué tal el sitio?
—Para una juerga, formidable… Hay a lo menos cuatro sofás y una alacena así de grande, llena de botellas de vino…
—Habría que conseguir algunas chavalas.
—Mira; allí viene una… ¡Mademoiselle!
—Voulez-vous boire un verre?
La muchacha pasó junto a ellos, subió los escalones de la terraza y se plantó frente al grupo con una deliciosa expresión de cansancio y aburrimiento igualmente infinitos.
—Salut —dijo encarándose con Álvaro.
—Ah, ¿la conoces?
—Les copains dont je t’avais parlé. Mi amiga Michèle.
Hubo un coro de respuestas corteses seguido de un breve silencio admirativo. Michèle vestía un viejo pantalón de verano y una blusa cortada a la altura de las costillas. Su ombligo resaltaba delicadamente sobre la piel morena de su abdomen.
—Assieds-toi.
—Je suis morte —dijo— Qu’est-ce que je pourrais bien boire?
—Je ne sais pas. Un rhum?
—J’ai déjà vidé une demi bouteille á la maison.
—Alors, prends un café.
—Un rhum double avec beaucoup de glace —ordenó—. Oh, ne m’approche pas, je t’en supplie… Il fait si chaud… Je voudrai être toute nue…
—Attends qu’on soit à l’atelier.
—Pendant le trajet en taxi j’ai décidé d’épouser un Esquimau. Ça doit être marrant de faire l’amour sur la glace, tu ne crois pas?
—J’ai jamais essayé.
—Tu devrais. Je sois sûre qu’à Paris il y a des endroits où on peut baiser dans des chambres frigorifiées. Sûre et certaine.
—Je ne suis pas convaincu que le froid est bon pour l’homme, tout a moins sur ce plan là.
—Mais, au contraire, c’est excitant, voyons… C’est un truc connu… Le froid endurcit le sexe… C’est la chaleur qui le ramollit.
Dos muchachas exquisitamente vestidas discurrían ante la terraza balanceando con suavidad sus caderas. Siguiendo las miradas del grupo, Michèle las contempló con despego.
—Me cago en diez… Unas cuantas gachís así necesitaríamos para el estudio…
—Mientras no tengamos la llave…
—Ha dicho que volvería a telefonear.
—Fíate del cabrón ese… El otro día me había citado en el Mabillon para ir a ver la película de Ivens y el tipo ni siquiera se presentó.
El camarero surgió con el ron doble. Michèle lo apuró de un trago, con inquietante avidez, y pidió otro.
—Je voudrais encore plus de glace.
—Anda, qué tía —dijo Baró—. ¿Has visto cómo bebe?
—Qu’est-ce qu’il dit?
—Rien —dijo Álvaro.
—C’est pas vrai —Michèle observaba a Baró con sosegada irritación—: Il a parlé de moi.
—Il a été surpris de ta façon de boire.
—Je n’aime pas qu’on me regarde comme ça. Je déteste le regard sournois des gens des pays sous-développés. Dis-lui que je suis lesbienne.
—Dice que es tortillera.
—L’autre jour j’ai eu un Algérien toute la journée à mes trousses. Il me suivait partout, il me pelotait… Il était tellement collant qu’il a fini par m’avoir par l’usure…
—Tu as couché avec?
—Jamais plus je ne militerai pour l’indépendance de l’Afrique.
El camarero vino con un segundo ron doble. Aquella vez, Michèle lo medió de un sorbo.
—Bon —dijo—. Qu’est-ce qu’on fait ici?
—On attend celui qui a les clés de l’atelier.
—Il doit venir tout de suite —dijo el madrileño.
—J’ai chaud. Je voudrais me foutre à poil.
—¿Por qué no va alguno a buscarlo? —dijo el andaluz.
—Tú mismo, por ejemplo —dijo Enrique.
—Aquí estamos perdiendo el tiempo como imbéciles —dijo Soler—. ¿Dónde dices que queda el estudio?
—En la rue Saint André des Arts.
—Monsieur Alonso au téléphone.
—Anda, ve. Es Luis.
Michèle acabó el contenido del vaso e hizo una seña al camarero.
—Encore la même chose.
—Tu vas te soûler.
—Je m’en fous. J’en ai marre d’attendre.
—On part tout à l’heure —dijo Álvaro.
—Tu m’avais promis un ventilateur et des disques de Miles Davis.
—Patiente encore une seconde.
—Eh, tú, mira qué chavala… —dijo el andaluz.
—¿No ves que va acompañada?
—El tipo parece marica.
—Marica o no, el muy cabrón se la zumba.
El madrileño regresó cabizbajo. Michèle lo contemplaba de hito en hito.
—¿Qué pasa? —dijo Soler.
—Nada. Que no ha encontrado la llave.
—¿No te lo decía? —dijo Baró—. El tío nos ha encajado un cuento.
—Dice que va a volver a llamar.
—Yo ya no espero más —dijo Enrique.
—¿Adónde podemos ir?
El camarero sirvió el tercer ron doble. Michèle cerró los ojos, como si se tratara de una purga, y lo vació de un latigazo.
—Qu’est-ce qui se passe maintenant? —dijo con voz pastosa.
—La clé a disparu —dijo Álvaro.
—Ce qu’ils sont emmerdants ces Espagnols… Vous êtes tous des propres à rien.
—C’est de la faute à la concierge —dijo Soler—. Elle avait la clé de l’atelier et elle est partie.
—Vous êtes tous de arriérés et des incapables. —La lengua se le trababa al hablar.
—¿Y si buscásemos a un cerrajero? —dijo el andaluz.
—Des sous-développés —repetía Michèle—. Maintenant je comprends pourquoi vous avez perdu la guerre civile…
Una hora después seguían todavía en la terraza de la Rhumerie Martiniquaise y Michèle bebía nuevos dobles de ron con hielo y les observaba con ojos Llameantes. Luego, Enrique propuso un recorrido por los bares de la rue de la Huchette y la banda se disgregó poco a poco. Los amigos de Álvaro evolucionaban en torno a Michèle como zánganos pegajosos y sentimentales y terminaron entonando canciones típicas e invitándola, por turno, a sus hogares de Andalucía, Castilla, Cataluña o Extremadura.
—Si vous venez avec moi à Almodovar del Campo vous connaîtrez ce qu’il y a de plus beau au monde.
En el taxi, de retorno a la rue de Belle ville, Michèle hizo una bola de papel con sus direcciones y la arrojó por la ventanilla.
—Ah, mon chéri —sollozó—. Tu te rends compte?
Durante la fugaz iluminación de un escaparate, Álvaro entrevió sus bellos ojos arrasados por un flujo de lágrimas alcohólicas —brillantes e incontenibles.
—Je me demande ce qui est vrai chez vous… En tout cas, l’amour, est bel et bien un mythe.
Se presentaron en la habitación del hotel —tercer piso de un edificio macizo, con ascensor moderno y escalera alfombrada de rojo— a las diez y veintitrés minutos de la mañana. La camarera había subido momentos antes con la bandeja del desayuno y la taza de café humeaba todavía sobre la mesita de noche. Media docena de camisas limpias se amontonaban en la maleta abierta junto al pasaje de avión —Barcelona-Milán, vía Niza— y la cámara fotográfica. A través de la puerta entornada del lavabo percibía el sordo rumor del agua en la bañera.
—¿El señor Gasparini?
El primero llevaba una gabardina parda ceñida en torno de la cintura y se apartó para ceder el paso al otro —un hombre de una cuarentena de años, calvo, vestido de azul marino.
—Policía —dijo simplemente.
Le alargaba un carné rectangular con su número y su fotografía, pero lo volvió a guardar en el bolsillo, sin darle tiempo material de leerlo. Instintivamente, Gasparini se abrochó los botones del pijama.
—¿En qué tengo el honor…?
—Es una visita de cumplido —dijo el calvo—. Nuestros servicios nos habían señalado su presencia en la ciudad y deseábamos tener un cambio de impresiones —se llevó la mano al bolsillo y sacó una cajetilla de emboquillados—: ¿Quiere fumar?
—Acabo de encender uno, gracias.
—Nuestro propósito inicial fue de ir a verle en seguida, a fin de colaborar con usted y orientarle en la medida de nuestras posibilidades, pero el dichoso trabajo nos lo impidió —esbozó una sonrisa—: Le rogamos que nos disculpe.
—Son ustedes muy amables. En realidad estoy aquí de vacaciones, como quien dice…
—El tiempo no ha sido bueno últimamente… Cinco días con nubes y lluvia, algo excepcional en el mes de mayo…
—¿Ha venido usted a descansar tal vez, señor Gasparini?
—Sí, como turista.
—Todos los extranjeros nos dicen lo mismo. La vida moderna, el ruido, alteran el sistema nervioso. La gente busca un poco de paz, un poco de sosiego… —el calvo abarcó la habitación con una mirada circular—: Habrá recorrido usted nuestra ciudad, me figuro.
—Sí, señor.
—Lo celebro —dijo—: Los países que tienen algo que ocultar cierran la puerta a los extranjeros, les impiden circular libremente… Nosotros, no. Acá el que quiere venir viene, se pasea como Pedro por su casa y hace lo que se le antoja, con tal que respete las leyes nacionales… A usted, por ejemplo, ¿le hemos puesto algún obstáculo para entrar en España?
—No, ninguno.
—El turismo es nuestra mejor propaganda, créame. Usted mismo habrá podido apreciar la paz social, el orden público… En cambio, en el extranjero tenemos mala prensa, ¿sabe usted por qué?
—No —dijo.
—Porque muchos periodistas que nos visitan, en lugar de referir lo que ven con sus propios ojos, se encierran en la habitación del hotel y escriben una sarta de embustes y disparates. —El calvo había endurecido sensiblemente la voz—: ¿Qué opina usted de este proceder, señor Gasparini? ¿Le parece honesto?
—Perdónenme un segundo. El grifo del baño está abierto y el agua va a desbordar.
Abrió la puerta del lavabo y, al pasar junto al espejo, se contempló por espacio de unos instantes. El cabello revuelto y la barba de un día le avejentaban. Cerró el grifo, rompió la tarjeta de Antonio a pedazos, la arrojó al inodoro y tiró de la cadena. De nuevo frente al espejo se remojó la cara y se peinó rápidamente. En el dormitorio, el hombre de la gabardina revolvía con calma el contenido de su equipaje.
—Naturalmente, como todos los países del mundo, tenemos nuestros descontentos —dijo el calvo—. Unos por ignorancia y otros porque les gusta pescar en aguas revueltas. Pero son un puñado y, socialmente, no representan a nadie, ¿comprende?
—Este señor…
—Oh, no se preocupe usted —el calvo sonreía—. Mi compañero es un poco curioso y le gusta meter la nariz en todos lados —se volvió hacia la cómoda y examinó pensativamente el billete de avión—: ¿Se va usted hoy?
—Sí, señor.
—¿A qué hora ha de presentarse en el aeropuerto?
—Creo que es a las dos… Debe de estar escrito en el sobre.
—Si nos descuidamos se vuelve usted a su país sin habernos dado el gusto de conocerle… Hubiera sido una lástima, se lo aseguro… La máquina esa, ¿es alemana?
—Sí, señor.
—¿Es usted buen fotógrafo?
—Aficionado solamente.
—A mí la fotografía me vuelve loco —el calvo contempló la Leica unos momentos e inspeccionó el bolsillo superior de la maleta—. Lástima que las máquinas sean tan caras… Si algún día voy a Alemania me compraré una. Dicen que allí las venden a mitad de precio. —La mano emergió de pronto con el sobre de las fotos y los negativos—: ¿Me permite usted?
—¿Tienen orden de registrarme?
—Oh, por favor, se lo ruego —el calvo sacó las fotografías del sobre y comenzó a mirarlas una por una—: Es mera curiosidad, ya se lo he dicho. También yo manejo la cámara en mis ratos libres. La semana pasada mi cuñado me prestó su Kodak y retraté a mis chicos junto a las fieras del Parque… Treinta y seis fotos. Luego se las mostraré.
El de la gabardina había dado con la agenda. Sin decir palabra recorrió las direcciones telefónicas y se detuvo en el calendario en el que solía anotar las citas.
—¿Qué día llegó usted a nuestra ciudad, señor Gasparini?
—El viernes hará una semana.
—Ah, sí, ya veo… Arrivo a Barcelona, una letra muy clara…
—¿El viaje fue bueno?
—¿Con qué derecho?…
—Digan lo que digan el avión es el medio de transporte más cómodo y eficiente… —el de la gabardina sonreía con una deferencia cortés—: Aquí veo, lunedi nove maggio, una cita con un tal Antonio… ¿Se acuerda usted?
—¿Antonio?
—Sí, lunes día nueve. En la libretita ha escrito usted, Antonio a las doce. Venga, mire.
—Ah, ya caigo. Un amigo. Lo conocí en un café y me acompañó por la ciudad.
—¿No tiene usted sus señas?
—No. Hablé con él por casualidad y nos hicimos amigos… No sé siquiera cómo se llama.
—Tampoco le dejó su número de teléfono, naturalmente.
—No, señor.
Hubo un breve silencio y el de la gabardina alumbró un cigarrillo. Su compañero observaba las fotos con gesto absorto.
—¿Conoce usted a un tal Enrique López Rojas? —preguntó el de la gabardina.
—¿Enrique López Rojas dice usted…?
—Exacto.
—No. No he tratado jamás con nadie de ese nombre. —¿En Italia tampoco?
—Tampoco.
—¿Está usted seguro, señor Gasparini? —Segurísimo.
—Es curioso, cuando le pusimos la mano encima llevaba anotada su dirección en un cuaderno… ¿No vive usted en el número quince de la vía del Torchio, en Milán?
—Sí, señor.
—En el interrogatorio nos confesó que le conocía. Dijo que usted y un profesor de la Universidad de Bolonia…
—Le repito que no sé quién es.
—En este caso me permitiré informarle un poco… Este muchacho procede de una excelente familia. Al padre lo asesinaron los rojos durante la guerra y un hermano de su madre murió combatiendo con los nuestros en el Tercio de Nuestra Señora de Montserrat… Aquí tengo una fotografía de él, ¿lo reconoce ahora?
—Ya le he dicho que no sé de quién me habla.
—El verano pasado anduvo unas semanas por Italia y, al regresar, traía instrucciones para organizar huelgas y disturbios estudiantiles… Acá se ligó con un puñado de gente indeseable. Cuando lo cogimos pudimos comprobar que había caído en lo más bajo: fotografías puercas, dibujos, petardos de grifa… Una verdadera suciedad. A propósito, ¿sabe lo que nos dijo de usted?
—Ni lo sé, ni me interesa. Ya les he dicho…
—Como usted quiera, señor Gasparini. Era para darle una idea tan sólo de su catadura moral…
—Sus actividades rozaban el delito común —dijo el calvo.
—La pobre madre, al principio, no podía creer que su hijo arrastraba el apellido sin remordimiento ni vergüenza… Nosotros somos seres humanos como los demás, señor Gasparini. Le juro que, cuando le revelamos la verdad, personalmente pasé un mal momento…
—Estas fotografías, ¿son suyas? —preguntó el calvo de improviso.
—Sí, señor.
—¿Las sacó usted mismo?
—Sí, señor.
—¿Me permite usted un comentario, señor Gasparini?… El juicio de un simple aficionado español.
—Desde luego.
El calvo encendió un nuevo cigarrillo y aspiró lentamente su aroma.
—Yo creo que no ha captado usted bien la realidad de nuestro país… ¿Por qué se empeña usted en retratar niños tristes y chozas en ruina? ¿Cree usted de verdad que eso es España? No; a usted le han guiado mal.
—No me ha guiado absolutamente nadie —protestó él.
—¿Qué diría usted si fuéramos a su país y en vez de fotografiar sus bellezas y sus realizaciones buscásemos lo más miserable y más sórdido y regresáramos a España diciendo: Miren, caballeros, esto es Italia? Se ofendería usted, señor Gasparini. Como todo buen patriota se consideraría usted insultado por nuestra conducta… ¿A qué hora me ha dicho que se va usted?
—A la una.
—Veamos —el calvo consultó la esfera de su reloj—. Ahora son las once menos diez. Me basta una hora y media para convencerle de su error… ¿Tiene usted la bondad de vestirse?
—¿Vestirme?
—Vamos a dar un paseo en automóvil y, de paso, sacaremos unas fotografías… He visto que en la maleta quedan dos rollos.
—¿Es una orden?
—Es una amable invitación, señor Gasparini. Me apenaría muchísimo que se fuera usted de España sin haber comprendido una serie de cosas elementales. Nuestro país es muy bello y la gente vive tranquila y feliz. Le mostraré los cafés del Ensanche, el monumento a la Victoria, las escuelas de formación profesional… Allí verá usted una realidad que desconoce: hombres y mujeres alegres, niños que ríen… Esas fotografías que ha hecho usted son artísticamente pobres. Hay demasiado claroscuro, resultan monótonas. Por eso, si usted no se ofende, las haré desaparecer… no quisiera que en su país lo juzgasen mal, señor Gasparini… Si la luz nos acompaña un poco, podremos tomar otras mejores.
El viejo café de madame Berger recibía, en ocasiones, la visita de algún viajero ilustre. Durante sus diez años de exilio parisiense, junto a la cáfila de emigrados políticos y estudiantes ociosos —para quienes el simple hecho de romper las suelas por el Quartier Latin servía de justificación a una existencia que sería considerada inútil en cualquier otro lugar del mundo—, Álvaro había topado con una docena de escritores y artistas apercibidos para la difícil conquista de París, representantes efímeros del genio y figura de España en los salones y círculos literarios de la Rive Gauche, a los que la brillante acogida dispensada por la intelectualidad francesa de izquierda había inducido a creer, por un momento, que había sonado, al fin y para siempre, la hora sublime de su triunfo y elevación.
Sobre el recién llegado español de largas patillas y tenebrosos ojos llovían las invitaciones a reuniones y cenas, las mujeres lo contemplaban intensamente y los hombres lo escuchaban con atención casi mística: era la figura del día, heredero glorioso de los combatientes de la guerra civil, víctima inocente de un Régimen impuesto por Hitler y Mussolini con la innoble complicidad de las democracias occidentales. Qu’est-ce que nous pouvons faire pour vous?, decían sus devotos y estremecidos admiradores, y bastaba entonces asumir una expresión sufrida y grave y encastillarse en un silencio desdeñoso y altivo para que el masoquismo colectivo se desatase y sus anfitriones se acusaran con ensañamiento de todos los males y desgracias que abruman a España, c’est de notre faute, nous sommes tous coupables, mientras él apuraba hasta la hez aquel instante único y exquisito, inesperado cabo de una carrera de genio en cierne, encarnación viva del drama de un pueblo indómito, vendido y entregado a explotadores y rapaces por los siglos de los siglos —respeto y veneración que un día aciago, obedeciendo al irresistible magnetismo de los titulares de France-Soir, se transfería a los refugiados húngaros o rebeldes tibetanos con la consiguiente búsqueda y hallazgo de nuevos héroes que se convertían de la noche a la mañana en el polo de atracción de las veladas y reuniones, agasajados con el mismo entusiasmo con que, semanas antes, se le había encumbrado a él haciéndole sentirse, de pronto, despojado de su fugaz aureola, como un rey destronado y vencido a quien se invita por mera conmiseración y como dándole a entender que en lo futuro deberá no usar y abusar de tal cortesía.
Álvaro conocía algunos de estos héroes de un instante que no repuestos aún del estupor de su propia caída, revivían su esplendoroso pasado en el café de madame Berger, disueltos ya en la masa anónima de estudiantes y emigrados políticos, al acecho del momento en que un nuevo y ambicioso voluntario subiría a la cuerda floja y se estrellaría contra el suelo. Tendido en la meridiana, a la luz de los ventanales de la galería, evocó la tarde en que Soler se había presentado en el café con el ganador del último Premio Planeta, un individuo denominado Fernández que había subido a París con media docena de novelas que eran best-seller en España y que, tras madura reflexión, había decidido confiar al editor francés de Hemingway. Su aparición había obrado el milagro de acallar las conversaciones y, lentamente, los expatriados de las distintas capas geológicas se agruparon alrededor de él dispuestos a escuchar el luminoso mensaje cultural que les llegaba de la Península.
—¿Por qué, precisamente, el editor de Hemingway?
—Me agradaría que Vidas sin rumbo se publicase en la misma colección que El viejo y el mar.
—¿Le gusta a usted William Faulkner?
—Es un camelo. Mis autores preferidos son Maugham y Vicki Baum.
—¿Conoce la obra de Sartre?
—Mi mujer hojeó uno de sus libros y dice que escribe porquería.
—¿Y Kafka?
—No lo he leído.
—¿Qué piensa usted de Robbe-Grillet?
—¿Cómo dice usted…?
—¿Es usted partidario del nouveau román?
—Ni mi mujer ni yo chamullamos francés. Nos basta y sobra con el castellano.
—¿Cuánto tiempo empleó usted en redactar su última novela?
—Ocho días.
—¿Corrige usted lo que escribe?
—Nunca. Lo que se gana en florituras se pierde en espontaneidad.
—¿Qué técnica narrativa prefiere?
—La técnica es otro camelo. Cervantes no sabía de teorías y escribió el Quijote.
—¿Prepara usted alguna nueva obra?
—Sí. Tengo proyectada una novela sobre la oposición generacional entre padres e hijos que voy a ambientar en el barrio negro de Nueva York.
—Ah, ¿ha visitado usted Estados Unidos?
—No. Ésta es la primera vez que salgo de España.
—Y París, ¿le agrada?
—Pues, sí. Mucho. Aunque la comida es infecta y la monumentabilidad excesiva. En el hotel, mucha mandanga de salsas y mejunjes, y muy poco espeso. A mí todo lo que es salsas no me gusta. Yo voy al grano, nada de quesos ni mantequillas… He pasado tres días en Alemania comiendo salchichas y nada más. Porque hay que ver cómo tragan y luego se dicen tan civilizados.
El anillo se había cerrado en torno al novelista y la propia madame Berger parecía absorber la jerigonza acodada en el mostrador del bar, mientras el gato se desperezaba en el cestillo de los cruasans y examinaba fijamente el texto polvoriento de la Loi de Repression de Plvresse Publique.
—… Y pensar que hay un restaurante en Gracia en donde por treinta y dos pesetas te dan una espaldita de cordero asada… y por diez duros tienes Codorniu y no como aquí, que pedimos una botella de champaña y tuvimos que dejarlo… Acá todo es yogurt y mermeladas y, a la hora de pagar, ¡agárrate!… Cuando pienso que en Casa Agut te ponen un filete a la plancha con setas por veinticuatro pesetas… lo querrán creer ustedes, ¡veinticuatro pesetas!… ¿Y el pollo con patatas de El Abrevadero?… ¿Y esto que llaman terrina de liebre, que te dan en Joanet? ¿Y los pajaritos fritos que te sirven en El Canario?… ¡Cuatro pesetas la ración de pajaritos con cerveza!
—¿Qué cosa le ha llamado más la atención en París?
—Las parejas. Qué manera de darse el filete por la calle, sin que nadie les diga nada, delante mismo de Notre Dame…
—¿Entró usted en ella?
—Sí, ayer fui a misa con mi mujer… Por cierto que hace poco leí el libro sobre la vida privada del sinvergüenza de Victor Hugo… ¡Dice Gilbert Cesbron que tuvo hijos con todas sus criadas!…
—En lo que respecta a la novela, ¿qué piensa usted de la censura?
—Lo que pasa con los libros es que los editores se han cansado de perder dinero y van a lo positivo. Es decir: sólo editan lo que saben con seguridad que se va a vender… Yo, por ejemplo, tiro a cincuenta mil ejemplares. En la librería de mi pueblo no despachan más que mis libros.
—¿Qué acogida crítica han tenido sus obras?
—No me puedo quejar. Algunos periodistas me llaman ya el Balzac español.
—Esto es bien verdad —dijo Baró con voz suave—. Aquí llaman también a Balzac el Fernández francés.
Hubo un silencio tenso. El novelista pasó la observación por lo alto.
—En cualquier caso a mí me interesa más el público que la crítica —añadió.
—¿Cómo ve usted el futuro de la cultura española?
—Magnífico. Ahí tiene usted el equipo de la revista Índice… En el último número rebatían a Carlos Marx.
—¿Se va a quedar mucho tiempo en París?
—No. Sólo lo indispensable para poner mis traducciones en marcha… Estoy mejor en Barcelona o en mi finquita de Cáceres.
La conversación duró varias horas y, al anochecer, el novelista se había despedido de los contertulios con la expresión de disculpa de un hombre que no puede disponer libremente de su tiempo: «Lo siento, pero mi mujer me espera en el hotel. Queremos ir a ver una de esas revistas con tías en pelota… Me ha dicho que algunas de ellas son chavalas casadas que lo hacen para ganarse los cuartos. La verdad, a los que no entiendo yo es a los maridos…».
Cuando salió a la calle —Álvaro sonreía al recordarlo, con la vista perdida en el disco de la luna que coronaba ya la cima de los montes— Baró aguardó unos segundos con una sonrisa enigmática y exhibió ante la concurrencia del café la funda de cuero de un pasaporte que yacía sobre el hule rasgado de la banqueta.
—¿De quién es?
—Mirad. —El novelista posaba muy serio en la fotografía de identidad—: El tío cabrón lo ha olvidado.
—¿Por qué no se lo has dicho? ¿Quieres que se dé el susto?
—¿Susto?
Baró reía hasta saltársele las lágrimas. Inopinadamente cogió el pasaporte con las dos manos y lo rasgó por la mitad.
—¡Qué haces! —La exclamación brotó de modo simultáneo de varios rincones del café.
—Ya lo habéis visto. Al carajo.
—¿Y el tipo?
Baró se enjugaba los ojos y contestó, sencillamente:
—No importa. Un exilado más.
Unos meses después de la frustrada manifestación de estudiantes —el orden público y la paz social venturosamente restablecidos—, Ricardo y Artigas fueron un fin de semana a Madrid con objeto de ver a Enrique y a sus compañeros del Comité de Coordinación transferidos a la cárcel provincial de Carabanchel. El encuentro se celebró en un amplio local dispuesto en forma de pajarera, a través de dos telas metálicas separadas por un estrecho pasillo por el que circulaba sin descanso un funcionario de Prisiones. Para oírse era necesario hablar a gritos y visitantes y presos se contemplaban mutuamente aturdidos por la simultaneidad de las voces, tratando de aclarar con ademanes y con gestos las frases caóticas, entreveradas e inconclusas. A los universitarios barceloneses el reposo forzado parecía pintarles bien y, aferrados a la tela metálica como orangutanes del Zoo, acogían sus renovados intentos de charla con una sonrisa irónica. En sus ojos no había ninguna sombra de reproche. Al cabo de media hora de galimatías sonó un timbre y, sin darles tiempo de reaccionar, los presos se retiraron encuadrados por sus guardianes. Ricardo y Artigas se encontraron en la calle desorientados y confusos, perdidos en la cola silenciosa de amigos y parientes que se dirigían hacia la parada de autobuses, camino de la ciudad hostil, dilatada y anónima que se extendía ante sus ojos como una abrumadora pesadilla.
Unas horas más tarde, antes de tomar el avión que debía llevarles a Barcelona, un grupo de amigos les condujo en automóvil hasta el pueblo vecino de Paracuellos del Jarama. Allí, al pie de unas colinas ocres, desnudas de toda vegetación, existe un cementerio en donde fueron enterrados los nacionales fusilados durante los años de la guerra. Las tumbas de los militares, sacerdotes y demás personajes caídos por Dios y por España se alinean medio ocultas por la maleza y los hierbajos, con sus cruces, coronas mortuorias e inscripciones fúnebres, evocando pasadas hazañas y glorias pretéritas/condecoraciones y títulos obtenidos durante el levantamiento de Asturias, los sucesos de Jaca o la guerra contra los rebeldes de Abd-el-Krim. La perspectiva del lugar es espléndida y la primavera había transformado la llanura en un inmenso y enrojecido campo de amapolas.
El viejo guardián esperaba la hora de cierre sentado junto a la puerta y, cuando salieron, les sonrió con melancolía: «Los primeros años», dijo, «venía muchísimo personal: las viudas, los padres, los conocidos, los curiosos… Ahora no… La gente ha perdido el respeto a los muertos… Los domingos se acercan acá para comer y divertirse… El otro día tuve que echar a una pareja que bañaba entre las cruces con la música de un transistor… Otros se acuestan con sus novias o hacen sus porquerías… En mi tiempo esas cosas no se hacían, créanme…».
En el avión, a cuatro mil metros de altura sobre la oscura e invisible Meseta de Castilla, Artigas y Ricardo habían recordado las palabras del guarda y las habían repetido una y cien veces en el sopor intermitente de la vigilia, preguntándose cuándo Señor, al cabo de cuántos días, semanas, meses o años el Régimen y sus hombres desaparecerían, en medio de la indiferencia y el olvido, lejanos y absurdos como aquellos tristes nombres grabados en las tumbas del profanado, marchito cementerio.
Horas y horas empleadas en reconstituir la existencia de aquellos años, la vivida por Álvaro y la que había proseguido sin él desde la fecha ya lejana de su partida, gracias a conversaciones interminables con Artigas, Ricardo o algún otro superviviente del grupo en el fresco nocturno de la terraza: el tiempo parecía escaparse a medida que pretendían calar en él, ofreciéndoles tan sólo un revoltillo de imágenes aisladas, escenas truncas, recuerdos descoloridos y borrosos, residuo de una época contra la que habían luchado sin éxito, de la que habían querido huir y que había acabado por devorarles.
… Como aquella tarde —recompuesta con ayuda de Dolores— en que, a la salida del café de madame Berger, habían vagabundeado por el barrio de la rué Mouffetard deteniéndose a tomar anís en los cafetines árabes y, en un minúsculo bar del Passage des Patriarches decorado con un acuario de peces de colores y una imagen de Santa Genoveva de París, habían trabado conversación con una pareja de clochards barbudos que, apoyados en el mostrador de cinc, criticaban ásperamente la concurrencia desleal de los basureros y les habían invitado a compartir su tintorro.
—Nosotros jugábamos al fútbolín —dijo Dolores—. Tú ganabas siempre y yo estaba furiosa contigo. ¿Te acuerdas?
El anís les había alegrado el ánimo y los dos se sentían inesperadamente felices, con ganas de reír y comunicar con el prójimo.
—Mademoiselle est Italienne?
—Non, Espagnole.
El clochard más viejo se acariciaba la barba y les contempló con orgullo.
—Ah, l’Espagne… Teruel, Belchite… Je connais.
Sus ojos eran como dos globos, azules y enrojecidos. Dolores había vaciado su vaso de un trago y le miraba de hito en hito.
—Ça fait longtemps que vous y êtes allé?
—Ça alors. —El clochard hizo un ademán impreciso—. C’était pendant la guerre… Boum, boum, boum…
—Vous habitiez l’Espagne?
—Moi? —El clochard denegó con la cabeza—. Je suis parti m’engager, moi… Ah, sacré pays…
—Volontaire? —dijo Álvaro.
—Oui, Monsieur.
—Mais, de quel côté?
La pregunta pareció cogerle desprevenido. El clochard examinaba a Álvaro con recelo e hizo un visible esfuerzo de concentración.
—Du bon côté —dijo finalmente.
—Qu’est-ce que vous appelez le bon côté?
—Vive la République —el clochard cerró la mano y levantó el puño—. Je suis républicain, moi.
—Ah, bon.
—Mon général était Queipo de Llano.
—Quoi?
—Queipo de Llano —el clochard se cuadró militarmente—. Ah, c’était le bon temps…
—Alors vous étiez avec les fascistes —dijo Álvaro.
—Avec les fascistes? —el clochard le observaba de nuevo con desconfianza—. Je suis patriote, moi… J’était à Panama et je suis parti.
—Queipo de Llano était du côté de Franco.
—De Franco? —el rostro del clochard reflejaba un estupor real—. Ah, non.
—Mais si —dijo Álvaro—. Si vous étiez avec lui ça veut dire que vous êtes engagé contre le République.
—Ça, jamais de la vie. J’ai lutté pour la République, moi. Je suis blessé ici —se llevó la mano a la bragueta e hizo ademán de desabrocharla—: Mademoiselle voudra bien m’excuser.
—Je vous dis que Queipo de Llano était fasciste —dijo Álvaro.
—Je suis républicain et patriote.
—Et vous étiez avec Queipo?
—Oui, Monsieur.
—Vous vous trompez, voyons. Si vous étiez républicain vous luttiez contre Queipo. Et si vous luttiez avec Queipo vous n’étiez pas républicain.
El clochard les miraba alternativamente con expresión incrédula. Al cabo se encaró con su compañero.
—Ça alors. Quel sac de noeuds.
—Tu déconnes —dijo el otro.
—J’ai oublié —dijo el clochard—. J’ai été blessé trois fois mais j’ai oublié.
—Voyons —dijo Álvaro—. Faites un petit effort.
El clochard apuró su vino de un trago y se dio una palmada en la frente.
—Je ne me souviens plus —dijo con gesto de excusa.
Entonces le pregunté qué himno cantaban. El de Riego o el Cara al Sol…
Dolores había entonado una estrofa de cada uno y, las dos veces, el clochard la acompañó con voz ronca y agitó los brazos empuñando una imaginaria batuta.
—Ah, oui c’est ça…
—Mais lequel des deux?
—Moi je chantais un qui disait:
Ah, mon chéri
oui joue moi z’en
de la trompette
de la trompette
—Tu déconnes —dijo el otro.
—Toi boucle-la.
—Tu te trompes de guerre —insistió el más joven—. Ça c’était contre les ratons.
—Je ne me souviens pas… Ça fait si longtemps…
—Alors… —dijo Álvaro.
—Putain de bordel de merde. Je ne me souviens plus.
Dolores y Álvaro no habían podido contener un pujo de risa mientras el clochard se rascaba la cabeza y miraba en torno con gesto ensimismado.
—El tipo ha resuelto definitivamente el problema español. Todo el mundo debiera imitar su ejemplo… Borrón y cuenta nueva.
—Me gustaría que mi padre lo oyese —decía Dolores con las mejillas encendidas—. Él y los demás exilados en México, con sus manoseados recuerdos…
—Y mis tíos, repitiendo como loros las mentiras de los diarios… La eterna guerra civil… A nosotros, ¿qué nos importa?
Escoltados por los clochards barbudos habían recorrido la rue Mouffetard cantando y riendo como muchachos, alors vous ne vous rappelez vraiment pas, mais non pas du tout, lo ves, ya lo ha logrado, hagamos como él, tout cela est tellement vieux…
—Aquella noche nos acostamos juntos por segunda vez —dijo Álvaro—. Tomamos un taxi en la Contrescarpe y te llevé a mi estudio.
—Habías bebido y ni me tocaste siquiera —dijo Dolores.
—Tenía miedo.
—Todo comenzó al día siguiente, ¿recuerdas?
—No —dijo Álvaro—. Cuando te amé al fin también estaba borracho.