Dos
Viniendo por la trocha, entre una doble fila de pitas y nopales, el descubrimiento del Refugio, a una treintena escasa de metros de la línea del ferrocarril, le produjo enorme sorpresa. Construido durante la guerra, en previsión de un posible desembarco, las crecidas del río y el embate del mar habían formado a su alrededor un montículo, cerrado como un cráter. Un gigantesco anuncio de Lucky, emplazado en la cresta, le ponía a cubierto de todas las miradas. El fortín se vencía por uno de los lados y su cara norte se hundía en la arena. La entrada, por lo contrario, estaba como suspendida en el aire y, para trepar a ella, el grupo había ingeniado una rampa.
—Antes de llegar nosotros —explicó Metralla—, vivía una tribu de gitanos. Ellos hicieron la chimenea.
Seguidos por sus demás compañeros, avanzaron hasta la entrada. El fortín tenía una puerta de madera que se cerraba con candado. Su interior era mayor de lo que a primera vista aparentaba y olía fuertemente a sucio y a humedad. La luz entraba como una racha de polvo por el sinuoso resquicio de la aspillera. En el techo había una linterna de metal, robada sin duda a algún ferroviario. El suelo hacía una ligera pendiente y estaba cubierto con un revoltillo de mantas.
—Siempre dejamos uno aquí, de filé —continuó Metralla—. Si alternas con nosotros, te tendrás que pelar más de una guardia.
En pocas palabras, le puso al corriente de la vida, milagros y andanzas de todos los componentes del grupo. Drácula era calero de profesión y visitaba los chalets del barrio alto. Pepe el Gitano se había especializado en mangar carteras. Alberto era bajamanero de calidad. Gonzalo y Cristóbal pedían limosna y vaciaban el cepillo de las iglesias. El Neorrealista no participaba jamás en ningún golpe, pero era el maquinador de todos ellos. Metralla le había confiado la guarda del botín y él se encargaba de chamarlo cuando era necesario. La banda no solía operar en grupo. Cada mañana, sus miembros se dispersaban por la ciudad y volvían por la noche al Refugio con todo lo ganado.
—Entre nosotros, ninguno se va al río. O si se va, nos la paga…
Su ruptura con Jarque, explicó, obedecía a este motivo. Durante mucho tiempo, Jarque había sido su hermano: Metralla compartía con él el pan y la cama; juntos, afrontaban los mismos peligros. Pero, un día, había empezado a trabajar por su cuenta. En lugar de astillar el botín como habían establecido, se ocultaba de los demás para gastarlo.
—Qué leches… Eso no se hace. Cuando se vive en común, se reparte la ganancia.
Sentado en el suelo, como uno más de la banda, Antonio le escuchaba con emoción. Las actividades del grupo empezaban a conocerse en el barrio, en donde vivía la mayor parte de las familias de los chicos, hacinadas, como la suya, en chabolas y barracas miserables. En un momento dado, Metralla revolvió sus bolsillos y le tendió un recorte ennegrecido.
—El mes pasao, cuando aliviamos una ferretería en San Andrés, hablaron de nosotros en El Caso.
«Los agresores —decía la nota— formaban una cuadrilla de desaprensivos guirlocheros, esa escoria social, nutrida casi en su mayoría por adolescentes que, como una plaga, cae en cualquier momento sobre los industriales de la ciudad, haciéndoles víctimas de sus robos y de sus caprichosos tributos.»
Antonio la releyó antes de devolverla. Cada semana, sentado en los blocaos de la escollera, devoraba El Caso de cabo a rabo. Sus minuciosas reseñas de crímenes, atentados y atracos excitaban su fantasía. Secretamente, ambicionaba cometer hechos iguales. Personas como el Mula o el Sabater eran hombres verdaderos. La gente del barrio hablaba con gran respeto de ellos y comentaba elogiosamente sus audaces golpes de mano.
En el Refugio se sentía como en su casa: pasada la primera reacción de desconfianza, los guirlocheros le hablaban como a un amigo. El día anterior, después de su encuentro bajo el puente, Metralla en persona le había escoltado hasta la barraca. «De ahora en adelante serás uno de los nuestros.» Lleno de agradecimiento y de orgullo, Antonio solamente aguardaba una ocasión para poder grabárselo.
—Yo no tengo experiencia como vosotros —dijo, poseído de un escrúpulo súbito, cuando Metralla finalizó su relato.
—Bah. No te preocupes. Esto se adquiere en seguía. Con un poco de vista…
—Cuando empecé —explicó Gonzalo riendo—, iba más limpio que tú.
—Ahora vacía los cepiyos mejor que nadie —dijo Pepe el Gitano.
—Tú guipa lo que hacemos nosotros. Ya verás. No es difícil.
—Lo importante es tener la sangre fría.
—La práctica no es na —corroboró Gonzalo.
El Neorrealista observaba a los demás en silencio, por encima de las gafas.
—¿Por qué no salís a dar una vuelta, a enseñarle? —propuso.
—Sí. Es una idea. —Metralla se volvió hacia sus amigos—. ¿No os parece?
—De acuerdo —repuso el Gitano—. ¿Adónde vamos?
—Podíamos ir a la tienda de la vieja, a Sarriá.
—No. Queda muy lejos.
—O al mercado. Detrás del Paralelo.
—No. —Drácula habló por primera vez—. Yo ya lo visité ayer.
—Cojamos el tranvía, qué leches… Cuando nos guste un sitio, nos bajamos.
La propuesta mereció la aprobación de todos. En un abrir y cerrar de ojos, los muchachos vistieron sus ropas de paseo. Más presumido que los otros, Cristóbal se miró en el espejo y zampuzó la cabeza en el agua.
—Aquí, tos cuidamos la presentación —dijo el Gitano a Antonio, guiñándole un ojo.
Una chispa de burla, en su rostro curtido, despertó su recelo. Sus compañeros parecían mirarle reteniendo la risa, como si alguien hubiese colgado un monigote en su espalda.
—¿Qué pasa? —preguntó Antonio, enrojeciendo.
—Na. —Metralla reía también—. ¿No te has dao cuenta?
—¿Cuenta? ¿De qué?
—Te han robao la cartera.
Antonio se llevó la mano al bolsillo. Con gran sorpresa, descubrió que había desaparecido.
—Te la he birlao yo —dijo el Gitano, después de una pausa—. ¿No sentiste na, mientras te parcheaba?
—No —murmuró Antonio, confundido.
—Es tirao… Mira. —El Gitano devolvió la cartera a su sitio—. Déjala tal sueles y guipa hacia Cristóbal, como antes… Así… ¿Notas algo…? ¿Y ahora…? ¿Ahora tampoco…? ¿No…? ¿De verdá…? Pues ya he vuelto a mangártela, compadre…
La cartera estaba, efectivamente, en sus manos. Admirado, Antonio rompió a reír. Alegres, sus demás compañeros le imitaron.
—Esto es sólo el principio —dijo Metralla—. Ahora verás lo que es bueno.
Incorporándose ágilmente del petate dio la señal de partir. Uno tras otro, los guirlocheros abandonaron el Refugio. Como a la llegada, el Neorrealista se quedó en la puerta, de guarda.
—Suerte, y hasta pronto —dijo.
Antonio le hizo adiós con la mano. A través de las chumberas y las pitas que cubrían la sucia ladera del río, desembocaron en la zona de huertecillos avariciosamente trabajados por los hombres de las barracas. La vegetación era escueta y rala, y la tierra, arenosa y reseca. El empeño obstinado de sus cultivadores apenas arrancaba otra cosa de ella que un trigo tan delgado y raquítico como los propios niños del barrio.
Más allá del puente, Metralla tomó un camino paralelo a la vía del ferrocarril. Camiones y carros volcaban allí los residuos de la ciudad. La zona se había convertido en un gigantesco muladar y docenas de perros hambrientos vagaban entre las basuras. Como encendido espontáneamente por el sol, un fuego humeaba junto al carromato de unos gitanos.
Cruzaron el paso a nivel. El tranvía paraba dos manzanas después, en una calle ennegrecida por el humo de las fábricas. Siguiendo el ejemplo del Gitano, Antonio se colgó del estribo. La banda ofrecía un curioso aspecto, endomingada y ruidosa, junto a la ropa sucia y el rostro ensombrecido de los hombres que salían del trabajo. Con el gorro ladeado, el cigarrillo encendido y su aire provocador e insolente, Metralla atraía todas las miradas. Consciente de ello, hablaba a sus compañeros, erguido en mitad de la plataforma, con el empaque de un actor de teatro.
—¿Habéis visto, chicos? —dijo señalando a un grupo de muchachas reunidas en el pasillo.
—Vaya escaparate —Cristóbal hizo chascar la lengua—. Hay de to.
—¿Viste la rubia?
—¿Cuál? ¿La alta o la otra?
—La alta. Es una chavala de marca registrá.
—Yo me quedo con la que va vestía de amarillo.
—La de amarillo tiene más callos que un menú.
—Anda, guapa… Vente pa aquí.
—Acércate, nena, que te voy a enseñar una cosa.
—A ésta le arrimaba yo los tacos, que, vamos…
—Del cate que la metía yo a la mía, le daba más gusto que una banda de música.
Cuando el cobrador se acercó con los billetes, Metralla zambucó sus manos en los bolsillos y le volvió la espalda.
—Señores…
Nadie se dio por aludido. Siguiendo el ejemplo del jefe, los demás miembros de la pandilla fingían examinar el paisaje.
—Los billetes, por favor.
Tampoco obtuvo contestación. Sin reparar en él, los muchachos conversaban apaciblemente, con la mirada atenta a cuanto pasaba en la calle. Irritado, el hombre se encaró con Metralla.
—Le he dicho que me enseñe usted los billetes.
—¿Me habla a mí?
—Sí. A usted.
—¿Qué desea?
—El billete de usted y de los otros.
—Ah… Ah…
Metralla movió la cabeza en ademán de haber comprendido y, dirigiéndose bruscamente a Cristóbal, le dio un tirón en la manga.
—¡Eh!, tú… Paga.
—¿Yo?
—Sí; tú.
—¿Por qué?
—Pregúntaselo a él.
Cristóbal siguió la dirección que le señalaba el dedo de su amigo.
—Yo ya pagué ayer. Ahora te toca a ti.
—¿A mí?
—Sí; a ti.
—¡Leches!
Metralla metió una mano entre sus muslos, como sopesándose la bragueta.
—Ayer pagué el trayecto yo —repitió.
—Mentira.
—¿Mentira, dices?
—Sí, mentira.
Los dos habían alzado el tono de voz: los pasajeros se volvían a mirar, expectantes.
—Repite lo que has dicho.
—Repite tú primero.
El tranvía frenaba al tomar la curva. Metralla aprovechó la ocasión para empujar a su compañero y, como obedeciendo a una señal, todos saltaron a la calle.
—A la izquierda, rápido.
Bajo la mirada curiosa de la gente, se internaron en una callejuela lateral. El tranvía se había parado cincuenta metros más lejos y, mientras corrían, oyeron las voces del cobrador dándoles alto.
Una travesía, dos, tres. Al llegar a la tercera cambiaron de dirección y, poco a poco, aminoraron el ritmo de sus pasos.
—Al principio creí que os peleabais de verdad —dijo resollando Antonio.
—¡Ca!… Es un truco que tenemos, pa no pagar. Cuando viene el cobrador nos liamos a discutir y armamos la gran zurribanda.
Atravesaban un barrio popular, lleno de mercerías y colmados. Era la hora del café y la calle estaba medio vacía.
Contentos de su proeza, los guirlocheros caminaban contoneándose por mitad de la calzada. Previsoramente, la gente se apartaba para darles paso y, detrás de ellos, los coches hacían sonar sus bocinas con furia.
—¡Qué coño!; que se esperen —decía Metralla.
Al pasar frente a una perfumería, Alberto cogió a Antonio del brazo y le obligó a empujar la puerta.
—Tú, mírame —le susurró al oído.
El interior de la tienda era pequeño y limpio. Detrás del mostrador una mujer les observaba con suspicacia.
—¿Qué desean?
Con voz tímida el muchacho pidió una marca de hojas de afeitar. Y, mientras la señalaba a la mujer con una mano, con la otra se apropió un frasco de colonia.
Antonio alzó la vista, reteniendo el aliento: la dueña no se había dado cuenta de nada. Con ademán de malhumor, entregó la caja a su amigo.
—¿Es ésta?
—No, creo que no —dijo el muchacho después de examinarla—. La que usa mi padre tiene una envoltura dorada…
Salieron afuera. Sus camaradas aguardaban en la esquina y Alberto les enseñó el botín, triunfante.
—Si me diese la gana, le mangaba hasta las enaguas…
Durante largo rato, callejearon aún por el barrio. Cada vez que divisaba a una chica, Metralla marchaba a su encuentro, cortándole el camino. El Gitano se sacaba el pañuelo del cuello y la citaba a embestir, como a un toro.
Antonio participaba en el juego, orgulloso de sí mismo. Por primera vez en su vida no se sentía chico-pobre-del-barrio-de-las-barracas. Milagrosamente había dejado de ser el hijo de Cinco Duros, el-que-se-emborracha-en-la-tasca-del-Maño. En medio de los chicos de la banda, se soñaba fuerte y temido. Como un guirlochero más. Como un hombre, cuya foto podía salir en El Caso.
Pero la tarde se les había echado encima, y sus amigos decidieron volver al Refugio.
—Está bien, Sietemachos —le dijo Metralla, riendo ante su expresión de disgusto—. Por hoy ya has tenío bastante.
Dócilmente, Antonio les siguió hasta la parada del tranvía. Un sol alegre, como de domingo, parecía festejar, sobre los terrados, la emoción de su primera jornada de aprendizaje.
Durante el resto de la semana, Giner siguió leyendo la carta a todos sus conocidos. En el garaje, sus compañeros se la sabían de memoria y la recitaban delante de él, muertos de risa. Demasiado ocupado en darla a conocer, Giner no les hacía ningún caso. Las palabras de Emilio le habían hecho comprender, mejor que ningún discurso, el aislamiento en que todos se debatían.
Miles de hombres, venidos del sur como él, vivían a las puertas de la ciudad, en condiciones miserables. Carentes de unión, de defensa, de portavoz, trabajaban, penaban y morían, sin otro horizonte que las cuatro paredes de sus chabolas y barracas.
Había que actuar y actuar rápido. Un centenar de abejas en el hueco de un árbol, constituían un enjambre. Diez mil obreros acampados en una explanada, no formaban absolutamente nada: eran diez mil obreros tan solo, encerrados cada uno en su concha, solitarios y desunidos.
Por tres noches consecutivas, Giner fue a la tasca del Maño a emborracharse. ¿Juntar las partículas una a una, hasta formar un cuerpo, era algo factible? ¡Ah, Dios, si Emilio hubiese estado allí para ayudarle! A la salida del garaje hubiesen podido cambiar sus puntos de vista. Pero seguía siempre en Francia. Y, abandonado a sí mismo, las fuerzas le faltaban.
Sentado frente a una botella, en un rincón, Giner monologaba en voz baja. El vino hacía verlo todo sencillo. Poco a poco, su cabeza se poblaba de visiones que se sucedían sin orden ni concierto. Como menudas abejas, los hombres que vendían su cuerpo componían una comunidad, un enjambre dorado e inmenso que giraba, giraba en su cerebro, como un vertiginoso remolino. Y a medida que bebía y bebía más, las partículas, las abejas, cobraban forma humana: eran sus hijos y su mujer, Emilio y sus compañeros de trabajo, el barrio entero, con sus mujeres y sus hombres, sus lisiados, sus viejos y sus criaturas.
Giner permanecía en la taberna hasta la hora de cerrar y la visión le acompañaba, de regreso, a lo largo del camino. El cielo era también su comunidad; en cada estrella reconocía el rostro de un compañero.
La tercera noche se tendió sobre la playa, cara al mar. El cielo estaba encapotado y hacía húmedo. Con la cabeza apoyada en la arena, se sintió poseído de una terrible angustia. ¿Era posible luchar? ¿Podía hacer algo, sola, una minúscula partícula?
Un barco pasaba bordeando la costa, arrullado de música y brillante de luces. Agazapado en la sombra, como formando cuerpo con la noche, el barrio dormía, silencioso y oscuro. Giner contempló uno y otro con atención y un sollozo contrajo su garganta. Dios, Dios, dijo. Una desoladora sensación de impotencia le sacudió como un trallazo.
Los perros; ah, los perros… Durante largo rato golpeó el suelo con el puño. El barco se perdía en la noche, envuelto en un halo de niebla jalde y, tendido por tierra cuan largo era, lo maldijo, con los ojos llenos de lágrimas.
La mañana siguiente, Giner dejó la carta de Emilio en casa. Los días anteriores sus compañeros le habían encontrado agitado y febril, y se sorprendieron al verle silencioso, entregado de lleno al trabajo.
—¿Te ha picado algún bicho, maestro? —le preguntó el engrasador.
Giner no le contestó. Concienzudamente, se aplicó a la faena sin despegar una sola vez los labios. Al concluir, en lugar de dirigirse a la taberna como de costumbre, continuó el camino hacia casa.
A visible a larga distancia, la chabola tenía la luz encendida. Trinidad había dejado abierta la entrada y Giner fue al dormitorio a cambiarse. La cama de matrimonio ocupaba la totalidad de la pieza, de forma que la puerta debía abrirse hacia afuera. Sentado en la colcha, escuchó, lleno de alivio, el canturreo de su mujer en la cocina. De un tiempo a aquella parte, su malhumor se había acentuado de manera alarmante. A su hijo mayor le había entrado una brusca pasión por los toros y se empeñaba en sentar plaza de peón en una cuadrilla. Trinidad tomaba la cosa a lo trágico y se pasaba el día entero sollozando.
—Déjale estar, mujer; ya cambiará —le había dicho él, para calmarla.
Pero su intervención no logró otro resultado que desatar su furia y, con su habitual mala fe, Trinidad había incluido la humorada de Alfonso en el activo de sus locuras:
—Cambiará, cambiará… Como si no estuviese escarmentada después de lo ocurrido… Cuatro años penando día y noche, para que luego me salga como tú, un cabeza perdida…
Giner fue a la minúscula habitación que hacía las veces de comedor. La experiencia le había enseñado a respetar los humores de su mujer. Acomodándose en el único sillón, encendió el receptor de radio.
—… la visita de la FLOTA AMERICANA A NUESTRA ciu…
Con ademán brusco, segó la frase a la mitad. Una repugnancia más fuerte que él le alzaba contra aquella voz, aquella música. Cambiando de onda, tanteó pacientemente a la izquierda del cuadro. La puerta estaba entreabierta y la ajustó, procurando no hacer ruido.
Un zumbido sordo cubría totalmente la estación. Con la oreja pegada al altavoz, intentó en vano sacar algo en claro de aquella baraúnda. Súbitamente, la puerta se volvió a abrir y su mujer irrumpió con el rostro encendido.
—¿Puede saberse qué estás escuchando? —preguntó, con la voz temblorosa de rabia.
—Nada, mujer, nada…
—Nada, nada… Siempre lo mismo. Me habías prometido acabar de una vez…
—Estaba buscando una estación, al azar…
—¿No comprendes que cualquiera puede oír? ¿Quieres que vuelvan a denunciarte?
—La ventana está bien cerrada, mujer.
—Señor, Señor, qué desgracia… Después de todo lo que hemos sufrido por tus malditas ideas… Debería caérsete la cara de vergüenza…
—No es esto, mujer… No es esto…
—Anda, niega encima. Como si no fuera demasiado claro lo que te traes entre manos… Como si no supiera que has recibido carta de Emilio…
—No veo que tenga nada de particular —dijo Giner—. Emilio es mi mejor amigo.
—El barrio entero conoce el tejemaneje que os traéis entre los dos.
—Te aseguro que no sé de qué me hablas.
—Pues si no lo sabes, te lo explicaré. —Su mujer hizo una pausa, como para tomar aliento…
—Tengo la carta en la habitación. Si quieres, puedo enseñártela.
—Gracias —dijo ella, haciendo una mueca—. Muchas gracias…
—No hay nada secreto dentro… Emilio me habla de su trabajo y me dice que se gana bien la vida.
—Pues si se gana bien la vida, vete con él… Al menos harás algo útil.
—Mujer… Ya sabes que si no me marché con él, no fue por mi culpa.
—No fue por tu culpa… Me gustaría saber, entonces, quién te ordenó meterte en camisa de once varas.
—Perdimos la guerra, sí… De haber ganado, todo hubiera sido distinto.
—Te lo había repetido hasta desgañitarme: la política no nos puede dar más que disgustos.
—Lo hice pensando en ti —confesó Giner, en un susurro. E, inmediatamente, se dio cuenta de su error: Trinidad emitió una risa seca, que resonó en la habitación de modo extraño…
—Pues te luciste, sí, te luciste…
Plantada en medio de la pieza, señaló el desvencijado mobiliario, con ademán acusador.
—Mira cómo vivimos: peor que los cerdos… Si en lugar de asomar la nariz donde nadie te mandaba te hubieras ocupado de ti, como mi hermano, ahora tendrías coche como él y tus hijos serían dos señoritos… Pero, óyeme bien: si crees que vas a volver a las andadas, te equivocas… Estoy harta de sufrir por tu culpa. Si empiezas, te denunciaré a la policía.
Giner dejó de prestar atención. Dentro de él volvía a escuchar el golpeteo de los picos, el chirriar de las vagonetas, las descargas de los barrenos, horadando la gigantesca cripta en el hondón de la montaña. Imposible descansar en los barracones. El miedo incubado allí por centenares de reclusos había germinado en el aire y torturaba a los hombres hacinados en los petates, en forma de atroces pesadillas. Por las noches, alguien rompía a gritar y todos se despertaban con la frente empapada…
Recluso dos mil trescientos quince: presente. La larga cola de hambrientos con las perolas, la lista interminable… En el campo se trabajaba noche y día. El ruido de las explosiones se repetía con la regularidad de un reloj. Como un zumbido de abejorro, el rumor de la perforadora llegaba hasta el barracón, cortado rítmicamente por el martilleo de las botas de los guardias.
Cuatro años, largos como siglos, sin recibir carta de los suyos. Un día —casi le parecía imposible— el expediente de libertad provisional. Al llegar a casa, Trinidad tenía el rostro envejecido, la expresión seca, el rictus de amargor en los labios. Y en su mirada, ajena a las lágrimas, como ennegrecida por el humo del fogón, Giner comprendió que jamás llegaría a perdonarle.
«No… El señor quería meterse a redentor del género humano. Había que verle, entonces, orgulloso, como si fuera a comerse el mundo… Todo para terminar picando piedra, mientras su mujer y sus hijos reventaban de hambre en la calle…»
Cuando se dio cuenta, su mujer había abandonado el comedor y restregaba de nuevo la vajilla en la cocina. Como si acabara de despertar de un mal sueño, Giner miró a su alrededor, aturdido. Indiferente a la discusión, la radio seguía hablando en sordina. En el momento de entrar Trinidad había cambiado de estación y escuchó el murmullo de una voz dulce, suave…
—… Una magna concentración Mariana ha tenido lugar hoy, en torno a la venerada imagen de Nuestra Señora de Fátima, como preparación espiritual de la Semana del Suburbio…
La puerta estaba abierta de par en par y Giner salió a respirar, tambaleándose.
Su aprendizaje se prolongó durante toda una semana. Uno tras otro, sus nuevos compañeros ejecutaron en su honor diversas pruebas de habilidad y destreza, dentro de la especialidad por ellos escogida. Cada cual parecía rivalizar con los demás en audacia y, poco a poco, Antonio se puso al corriente de sus costumbres y ritos.
Drácula le enseñó a manejar su alfabeto de llaves y ganzúas: con la batuta, forzó la ventana de un garaje en la ladera del Tibidabo y Antonio volvió al Refugio cargado con más de veinte kilos de plomo. Gonzalo vació el cepillo de las benditas almas del Purgatorio y birló el bolso de una señora que preparaba la confesión de rodillas. Cristóbal le condujo al muelle donde fondeaba la escuadra americana y se hizo invitar por los marinos, a quienes ofrecía preservativos.
El Gitano se lo llevó de tapia al tranvía. La tarde antes, Metralla le había enseñado a poner en banda: mientras el carterista aliviaba a la víctima, un tercero debía distraer a ésta, para facilitar el trabajo. Antonio desempeñó su papel con garbo y, aunque la cartera no tenía dinero, la operación funcionó de maravilla.
La mayor parte del tiempo, sin embargo, solía estar con Metralla. La primera noche que durmió en el fortín, el cabecilla le ofreció compartir su petate. Desde entonces, Antonio no sabía vivir sin él. Metralla iba todos los días de merodeo y se lo llevaba con él, de escolta.
«Vente conmigo, chacho.» Antonio le obedecía sin preguntar. Metralla caminaba delante, con las manos hundidas en los bolsillos. «Vamos a ir a tal sitio o a tal otro —le decía—. Un gachó me debe unos cuartos.»
A solas los dos, raramente cambiaban palabras. Lo que Metralla quería —y continuamente quería algo— se traducía más bien en forma de gestos y ademanes. Por acuerdo tácito, Antonio se había convertido en una especie de ayudante, enteramente consagrado a su servicio.
—Pásame un prajo —le decía.
El niño sacaba el paquete de Chesterfield, le ponía el cigarrillo en la boca, arrimaba la llama del chisquero. Poco a poco, Metralla no necesitó siquiera hablar. Anticipándose a sus órdenes, Antonio compraba tebeos, le daba el peine, le buscaba las alpargatas. «Gracias, barbi», le había dicho Metralla la primera vez. Luego, el gracias fue suprimido también y el cabecilla se limitaba a darle una palmada…
Juntos, recorrían las tabernas y bares de la Barceloneta, donde Metralla tenía infinidad de amigos. Sentados en torno a los veladores de mármol, obreros, marinos y pescadores charlaban, bebían y jugaban a cartas. Los porrones se sucedían sin interrupción en las mesas y, al cerrar, todo el mundo andaba medio girado.
Una noche, Antonio se emborrachó también. El ejemplo de su padre le inspiraba repugnancia y, hasta entonces, nunca se había atrevido a beber. Lleno de delicia, comprobó que, en lugar de vomitar y llorar como se temía, la manzanilla le hacía sentirse alegre y risueño, hermano de todos, como miembro de una gran familia…
—No sé cómo decírtelo… Tenía la impresión de que todo era posible… Si el presidente de los Estados Unidos hubiese entrado a abrazarme, creo que no me habría sorprendido un segundo…
—Nos liamos a beber de tal manera, que por poco dejamos la tienda vacía…
—Lo más curioso es que no se me ocurrió una sola vez la idea de que estaba borracho… Al contrario. Era como si me hubiese despertado de verdad y el tiempo corriera más aprisa…
—El chaval llevaba una buena tajá… Pero aguantó como un hombre.
—No tengo la menor idea de cómo volví.
—Andando, y a la patita de San Fernando.
—A pata, ya lo sé… Lo que no recuerdo es el camino.
Estaban los dos tendidos en el jergón de la entrada. Era mediodía y sus compañeros no habían vuelto del trabajo. Sentado junto a la puerta, el Neorrealista forraba una novela de aventuras.
—Coral vendrá a hacer la comida —explicó de pronto—. Me ha dicho que pases a buscarla.
Fuera, el mar tenía un color gris ceniza. Una luz blanca, brillante, parecía escurrirse de las nubes, formando churretes como sobre una pared recién lavada. Tomando el camino opuesto a la línea del ferrocarril, se dirigieron hacia las ruinas del antiguo depósito. Docenas de manguis improvisaban allí la cocina y un grupo de hombres se timbaban la guita a las cartas.
—El de la izquierda es un jula —dijo Metralla—. Los demás se han conchabao contra él y le van a plumar hasta la camisa.
Cerca de la cloaca, tropezaron con una pareja de turistas. Sin sacarse el cigarrillo de los labios, Metralla se acercó a pedir limosna. Cada vez que encontraban a uno de descampado, los guirlocheros le rodeaban con el ceño fruncido. Mirándole fijamente a la cara, invocaban la caridad con voz bronca:
—Una limosnita, caballero…
La astucia fallaba rara vez. Metralla guardó el duro de metal en el bolsillo y se quitó ceremoniosamente el gorro.
—Muchas gracias.
Al otro lado de la cloaca, había media docena de chabolas de aspecto frágil. Construidas a la buena de Dios, con material apañado en diferentes lugares, sus fachadas tenían curiosos remiendos de alquitranado y lata que, milagrosamente, se mantenían en equilibrio. Llevándose los dedos a la boca, Metralla emitió un silbido penetrante. Al punto, la cabeza de una chiquilla asomó por una de las barracas.
—Veniros pa aquí —gritó—. Estoy sola.
La habitación era un tabuco amueblado con una estufa, un banquillo y un catre. Con una aguja de metal entre los dientes, Coral se peinaba frente al espejo.
—Sentaos. Acabo en un momento.
Antonio le dio a lo sumo dieciséis años. Pequeña, delgada, tenía el cabello ondeado y largo, los labios ásperos, como curtidos por el aire y los ojos oscuros, chiquitos y relucientes, sombreados por doble fleco de pestañas, rizadas y negras. Calzada con alpargatas de color, llevaba una falda de algodón de cuadros, una blusa azul, abierta hasta los pechos. Su piel, mate, casi olivácea, permitía adivinar el trazado azul de las venas.
—¿Pue saberse quién es este chico? —preguntó, mirándole a través del espejo.
Metralla se retrepó en el asiento y dio una larga chupada al cigarrillo.
—Es Antonio, un camarada…
—¿El nuevo?
—Sí. Alterna con nosotros desde hace unos días.
—Ayer vi al Neorrealista y me lo contó… No me dijo que fuese bonito.
—Antes vivía en el barrio, a cien metros de aquí.
—Pues es la primera vez que le pongo el ojo encima.
—Al padre le tienes que conocer… Es Cinco Duros, el borracho…
—No; tampoco sé quién es —Coral se sacó la aguja de los dientes y se la puso en el pelo—. Divé, qué ojos… Ahora mismo los cambiaba por los míos.
Volviéndose bruscamente hacia él, lo examinó con aire crítico. Sin poderlo evitar, Antonio sintió que la sangre afluía a sus mejillas.
—No te pongas colorao, rediez… No voy a comerte.
Con gran naturalidad, le levantó el mentón con la mano. Sus uñas, largas, acanaladas, estaban pintadas de rojo, como las de una muñeca.
—Pues sí; tienes ojos de artista… ¿no te lo ha dicho nunca nadie?
Antonio miró desesperadamente a Metralla, en demanda de ayuda.
—Déjalo ya —gruñó su amigo—, ¿no ves que está avergonzao?
—¿Y qué? —Coral hizo un mohín al reír—. He conocío virgos peores que él… Verás. Ya se la pasará en seguía.
Sentándose en una esquina del catre, levantó los brazos para desperezarse y emitió un gritito agudo.
—Ayer me fui a trabajar a los merenderos —murmuró.
Metralla dejó de retreparse en el asiento.
—¿Ayer? ¿Cuándo?
—A la noche… Hacía calor como en verano… Había ya algunos franchutes.
—¿Qué tal te fue?
—Me largué con un tío gordo. Un balbaló.
—¿Adónde?
—A Montjuich… tenía auto.
—¿Te pagó bien?
—Cien beatas.
—Deberías haberle pedío más.
—Ya lo hice… Pero no llevaba más encima. Me enseñó la cartera y to.
—Lo debía llevar en otro sitio.
—No. Creo que me dijo la verdá. Esta noche, nos vamos a ver otra vez.
—Pídele el doble.
—Le pediré el triple.
Metralla carraspeó. Las cejas le sombreaban la mirada, dándole aspecto felino.
—¿Dónde os habéis citao?
—En la plazuela.
—Ve con cuidao. El año pasao la gripa detuvo allí a Rosarito.
—Ya vigilo. El cabo es amigo mío.
—¿El Mostachos?
—Sí. Anteayer volví a hacérselo gratis.
—El tipo debe saber lo nuestro. Ca vez que lo cruzo, me mira con una hincha…
—Descuida… Nunca te hará na.
—Ya lo sé. Por esto me río.
Hubo un momento de silencio y Coral revolvió bajo la almohada.
—Toma… He apañao pa ti unos prajos.
Metralla atrapó al vuelo el cartón de Chesterfield.
—Gracias —dijo bostezando—. Me hacían falta.
Las sirenas de la Vulcano aullaban de nuevo y, sin que mediara un acuerdo, se pusieron de pie.
—Esperaos. Voy a cerrar —dijo la chiquilla.
Atravesaron el puente. Un amago de sol tintaba las nubes de amarillo lechoso. Las gaviotas caían del cielo en picado y rasaban el mar con las alas.
De pronto, Antonio sintió una comezón en la nuca y volvió la cabeza atrás: después de haberle dejado en paz unos días, la mujer del imaginero le seguía a lo lejos y desvió torpemente la vista al tropezar con su mirada.
El niño fingió absorberse en la conversación de sus amigos. Sorteando los escombros arrojados allí por los volquetes, continuó su camino hacia el Refugio, mientras el cielo se tornaba progresivamente azul y, barridos por el viento, los últimos nubarrones escampaban.
Se reunieron ante el local del Frente de Juventudes, en medio del incesante desfile de gente que iba y venía del barrio y se detenía a tomar el sol en la plazuela.
Multitud de niños limpios y endomingados formaban anillo en torno al tiovivo. El personal de los merenderos acechaba en la calle la llegada de los turistas y los tenderetes de bebidas, avellanas y churros conocían una afluencia casi de verano.
Eran alrededor de medio centenar: escuálidos, harapientos y sucios, con los pies calzados de miserables alpargatas, la cabeza cubierta de greñas. Algunos vestían igual que espantapájaros, con chalecos y pantalones heredados de sus padres y hermanos; otros llevaban un simple taparrabos y una camisa llena de remiendos. Estaban allí desde hacía casi una hora y se empujaban, gritaban y discutían.
—¡Eh! ¡Que se cuela!
—Vuelve pa atrás.
—¡A la cola!
Hombre-Gato y Ramón habían llegado entre los primeros. El hijo de Cien Gramos tenía un año más que el hijo de Cinco Duros; no obstante, era más chico y delgado que Ramón. Vestido de harapos, mostraba orgullosamente al desnudo el blanco acordeón de sus costillas.
—¡Eh!, chaval… Pásame un prajo.
—Me acabo de fumar el último.
—Tú, Raúl… Dame uno.
—Espera, hombre… Si te ve el cura…
—Que me vea, joder. No está prohibío.
Hablaba con suficiencia, como un veterano a un grupo de novatos. Hacía tres años que repetía la Primera Comunión. En el barrio coexistían varias catequesis, organizadas por Órdenes distintas. Como regalo ofrecían un traje nuevo a los chicos. Cien Gramos le obligaba a apuntarse todos los años y Hombre-Gato sabía ya la manera de tratar con los curas.
—Es la tercera vez que voy a la catequesis, chaval…
—¿La tercera? —preguntó, admirado, el niño.
—La tercera, sí señor… El año pasao estuve con los Escolapios, y el otro, con los Maristas.
—Yo es la segunda vez —explicó Ramón.
—Y yo —dijo un chiquillo con una cicatriz—. El traje se me rompió al cabo de una semana.
—Éstos tienen mucho más perras —afirmó, en conocedor, Hombre-Gato—. Mi hermano fue con ellos la primavera pasa… Dice que su colegio es de buten.
—Sí. Es una escuela de mucha vista.
Alguien le pasó un cigarrillo arrugado. Hombre-Gato lo encendió con una cerilla.
—¿Qué nos van a enseñar? —preguntó el nuevo.
—Na… Media docena de chorrás. Ya veréis.
—Mi hermano dice que obligan a cantar.
—¿A cantar qué? ¿Luisa Fernanda?
—No. Como en la iglesia.
—¡Bah! Eso se aprende en cuatro días…
Hombre-Gato sonreía, lleno de desdén. Ramón escupió en el suelo y volvió a masticar su chicle.
—Me gustaría saber qué echarán de comer —dijo.
—¿Tienes hambre?
—Caray. Lo veo to turbio.
—Espera. No puen tardar.
—Me comería un elefante vivo.
Un grupo de jóvenes bien vestidos se abría paso, a través de la aglomeración de la plazuela, encabezado por la sotana negra de un cura. Inmediatamente se produjo intenso barullo. Los rapaces situados al final de la cola pretendieron pasar delante y hubo un breve intercambio de gritos, empujones e insultos.
—Joder, no atropelléis.
—Empieza por no atropellar tú, pisaúvas.
—Raúl se ha colao otra vez.
—Estaba antes que tú, embustero.
—No es verdá.
—Calma, calma… —murmuró, escandalizado, el Padre.
Subido en el peldaño más alto de la escalera, se enjugó la frente cubierta de sudor. Era un hombre grueso, de mediana edad, con los ojos redondos igual que botones y unas gafas enormes, como de motorista.
—Entren en orden —suplicó—. Uno tras otro. Sin empujarse…
El interior del edificio olía a cerrado y estaba en la penumbra. Los chiquillos se reunieron en un aula amueblada con una tarima, una pizarra, un escritorio y cuarenta sillas. A medida que entraban, un catequista les alargaba un impreso, lleno de preguntas.
—Guárdenselo ahora. Ya lo leerán cuando lleguen a sus casas.
—Yo no sé leer —dijo Hombre-Gato, al cogerlo, con voz plañidera.
—Los que no sepan leer, se lo darán a sus padres.
—Mi padre tampoco sabe —manifestó el niño.
—Bien. En este caso… —El joven se interrumpió, cortado—. En este caso… —La inspiración le falló de nuevo y concluyó, apresuradamente—. Circulen… Hala… Circulen…
Hombre-Gato se acomodó en su silla, triunfante. Los niños formaban un bloque compacto frente al barnizado escritorio del cura. Sobre la tarima, había un crucifijo de madera y los retratos de Franco y José Antonio. Al pie, alguien había escrito una consigna: «El hombre no sólo vive de pan. Nuestro régimen no es materialista».
Acabada la oración, el Padre les hizo sentar con un signo. Por las ventanas entornadas, la brisa traía el aroma de la cocina de los merenderos, el aceitoso olor de los churros.
Lentamente, el cura se dirigió a la pizarra y trazó un círculo de tiza rodeado de puntos.
—El círculo, es Dios —comenzó con voz suave—. El punto, la criatura…
Aquella tarde, Metralla se presentó en el Refugio con un extraño envoltorio. Al amanecer había salido sin decir nada a nadie y durante todo el día no había dado señales de vida.
—Te traigo un regalo, chacho —dijo sentándose en la yacija al lado del niño.
—¿Un regalo?
La mirada de Antonio se columpió entre el paquete y los ojos oscuros, llenos de astucia animal, de su amigo.
—Sí. Una sorpresa.
El paquete estaba envuelto en papel de estraza, sujeto con un descolorido cabo de cinta.
—¿Qué es?
Por toda respuesta, Metralla se humedeció el bigote con la lengua.
—Adivínalo.
Sus compañeros se habían acercado a mirar. Receloso, Antonio empezó a desatar la cinta.
—No tengas miedo, caray… No hay ninguna bomba.
El envoltorio estaba cuidadosamente hecho. Dentro, había un traje de confección verde claro, una camisa de cuello redondo y una corbata marrón.
—¡Joder! —exclamó Drácula—. ¿Dónde lo has mangao?
Metralla echó la cabeza atrás. La nuez le sobresalió en el garguero.
—No lo he mangao. Me lo ha prestao un amigo.
—¿Pue saberse quién?
—El Profesor.
—¿El Profesor? ¿Cuándo lo has visto?
Tumbado en el petate, Metralla hacía volutas con el humo.
—Esta mañana.
—Yo creía que estaba en la trena —dijo Cristóbal.
—No. Cumplió ya.
—¿Cuándo?
—El mes pasao.
—¿Qué hace ahora? ¿Sigue con el negocio?
—No. Dice que no da pa vivir —Metralla se detuvo unos segundos—. Esta mañana he ío a su casa, a charlar…
—¿Dónde para?
—En el mismo tabuco de antes… Al final del barrio.
—¿Y el traje? —quiso saber Antonio—. ¿Para qué diablos sirve?
—Espera, prenda, no me interrumpas… Como os decía pasé por allí… El tipo estaba en la piltra, con su mujer. Un poco más flaco, con la cholla rapá… «Conoces a un chaval que sea majo», me pregunta. «¿Pa qué lo quieres?» «Pa un asuntillo que se me acaba de presentar… Me hace falta un chico guapo, finito. Lo que se dice, un pincho.» Como el gachó no me daba detalles, no le contesté. «Un chiquito con cara de inocente, ¿diquelas? Con un poco de labia si pue ser… Si me lo encuentras, haremos negocio juntos.»
«Conozco uno más fino que un lirio —le dije yo—. Tiene ojos como pa engañar a medio mundo.» «Nani; esto es lo que me conviene»… Y como mangue no soltaba prenda, el tío acabó por aflojar…
Metralla buscó en el bolsillo del pantalón y sacó un montoncito de cartas impresas.
—Coge. Léelas.
Las cartas estaban encabezadas por una inscripción.
Acuclillándose en la yacija, al lado de su amigo, Antonio leyó:
Muy señor mío:
Habiendo preparado la cruzada Cordimariana, bendecida y orientada por el Episcopado Español, un álbum llamado «Libro de oro de la Consagración», que será ofrecido dentro de unos meses al santo Padre Pío XII, conteniendo el nombre de las familias consagradas al Corazón de María, tengo el honor de invitar a Vd. y a su muy distinguida familia a esta consagración que es, al mismo tiempo, gratísimo homenaje a la Sma. Virgen y delicadísima ofrenda a Su Santidad, justamente llamado el Papa del Corazón de María.
Uno de los libros del álbum está destinado a la aristocracia española así como también a las grandes personalidades, figuras nacionales y personajes relevantes por sus cargos o posición.
Esperamos que lo mejor de España, siempre tan entusiasta del Santo Padre, querrá colaborar en este significativo obsequio que seguramente llenará de consuelo al corazón atribulado de Su Santidad.
Por si desea verificar dicha consagración en familia y colaborar en este homenaje, le incluyo una hoja que puede llenar a su comodidad, rogándole nos la envíe rellena antes del próximo 20 de junio.
Como el álbum ha de ser digno del Santo Padre, si al recibir ésta, pudiera entregarnos un pequeño donativo para el mismo, se lo agradeceríamos vivamente.
Disponga de su afmo. s.s…
—¿Has comprendió? —preguntó Metralla cuando acabó de leer.
—No. No sé a dónde quieres llegar.
—Escucha —Metralla se incorporó, buscando la vista de sus amigos—. Se trata de lo siguiente. Unos gachós han organizao un tinglado pa hacer apoquinar dinero a los ricos. Parece que tos los diarios hablan… El Profesor se ha agenciao no sé cómo un buen puñao de cartas y quiere enviar a alguien por las casas, como si fuese en nombre de los curas.
—¿Quieres que vaya yo? —preguntó Antonio, sin dar crédito a lo que oía.
La necesidad de hacer algo heroico a ojos de la banda le atormentaba de nuevo. Metralla le mostraba predilección como a ninguno y el niño soñaba en una ocasión para probarle que merecía su confianza. Pero, hasta entonces, el cabecilla no había manifestado ninguna prisa. Dejando el riesgo a los otros, se contentaba con tenerle junto a él, enteramente consagrado a su servicio.
—Un chiquito como tú le irá al pelo.
—En cualquier caso —rió Cristóbal—, siempre lo hará mejor que Drácula.
—Lo que no acabó de ver —dijo el niño— es qué papel juega el traje en todo esto.
—Muy sencillo —repuso Metralla—. El tipo que lleve las cartas no pue ir vestío como un manguis. Dos luceros y una pinta de ángel como tienes tú, no bastan. Cuando vayas, habrás de presentarte bien fardao, nuevo de pies a cabeza…
Antonio recorrió el traje con aprensión. Su mirada se detuvo, al fin, en el cuello almidonado de la camisa.
—Voy a tener el aire de un pijo —murmuró.
—De eso se trata.
—El chaquetín es ridículo… Parece de mujer.
—Lo importante es que te caiga… Anda, pruébalo.
Asediado por todos, Antonio no tuvo otro remedio que obedecer. Lleno de vergüenza, comenzó a despojarse de su ropa y a enfundar sus prendas nuevas.
—Déjame hacerte el nudo de la corbata —dijo Alberto, arrodillándose delante de él.
El niño se sometió, resignado. Sus camaradas habían formado anillo alrededor y le observaban de modo atento.
—Un poco a la derecha, Alberto.
—No. Está bien así.
—Apriétalo más.
—Ajá… De primera.
Metralla le asió con una mano y le obligó a acercarse a la luz.
—Magnífico —dictaminó, después de detenido examen—. Con esta pinta, te camelas a cualquiera.
La expresión de su rostro, más que las palabras, devolvió, la confianza al niño. Hasta entonces, siempre había abrigado el temor de parecer demasiado guapo. En la escuela, en el juego, en la calle, sus compañeros le llamaban, despectivamente, Ojos Lindos. Metralla, por lo contrario, le observaba a menudo con secreta admiración. Disimuladamente, buscó un espejo en el que poder verse, pero no encontró ninguno.
—¿Cuándo empezamos? —preguntó con súbito buen humor.
—Espera —dijo su amigo, riendo—, no te impacientes.
El paso del tren por la vecina línea férrea hizo vibrar por un momento las sólidas paredes del Refugio.
—El Profesor nos aguarda a las siete —continuó—. De mo que siéntate. Todavía tenemos tiempo de liar unos prajos.
A partir de las once, la taberna del Maño empezaba a quedarse desierta. La mayor parte de los clientes se retiraban a descansar a sus casas y los borrachos de costumbre continuaban su peregrinación por los bares. El Maño no tenía más que bajar la barra y apagar la luz. En la parte trasera del local había hecho construir una nueva pieza que servía a la vez de cocina y depósito y, desde hacía algunos meses, en lugar de pagar la pensión de un hotel, se quedaba a dormir en ella.
Aquella noche, por excepción, ninguno de los clientes distribuidos entre el mostrador y las mesas manifestaba el menor deseo de marcharse. El Maño se había dado cuenta a la hora de cerrar. El ambiente era distinto del de los otros días y la velada amenazaba prolongarse hasta tarde.
Acodado en el mostrador del bar, contempló a los tres hombres sentados alrededor de la barrica. Dos horas antes, habían entrado allí de rondón, como si fueran a comerse medio mundo pero, a medida que bebían, se habían ido apagando, paulatinamente entristecidos. Uno de ellos, tocado con una gorra de albañil, atraía especialmente sus miradas. Era un hombre pequeño, moreno, enjuto, con una mecha de pelo negro sobre las cejas. Hacía varios días que no se había afeitado y su bigote era tan grande que daba la impresión de ser postizo.
De vez en cuando, sus ojos se posaban sobre los habituales parroquianos: Cinco Duros y su amigo discutían al lado de la puerta; dos salvavidas echaban una partida de cartas. Pero, en seguida, volvían al hombrecillo de la gorra. Cada uno de sus gestos y ademanes le era familiar. Sin poderlo afirmar con exactitud, tenía la certidumbre de haberlo encontrado en algún lado.
La única bombilla del local pendía del techo como un yoyo. Su luz era mezquina, apagada. Vista de lejos parecía una araña encerrada en un cascarón de vidrio. Mentalmente se prometió sustituirla con neón. Luego, su mirada recayó en el botijo del agua.
A diferencia de los otros patrones del barrio, permitía que el público estuviese allí sin hacer gasto. La taberna se había convertido en un refugio de vagos y mendigos, pero le daba igual. Los que no podían ofrecerse un chato de vino, bebían agua del botijo. «Mi casa no es un lugar de explotación —repetía—. Aquí, el que no puede pagar, no paga.»
Uno de los manguis del fondo intentaba obstinadamente beber del botijo vacío. Con un suspiro, el Maño fue a la trastienda a rellenarlo. Cuando volvió, Evaristo apareció por la otra puerta con su macuto, su sombrero y su abrigo cargado de medallas.
—Buenas noches a todos —dijo.
Como no había dado señales de vida desde hacía mucho tiempo, se apoyó en el mostrador para mirarle. El viejo había depositado sus trastos en el suelo y enderezó el espinazo, resollando de cansancio.
—¿Qué hay de bueno, abuelo? —dijo al fin, alargándole una lata llena de colillas.
—Nada: como siempre… —El rostro fatigado de Evaristo se iluminó, como dándole las gracias—. Tirando…
Mechones vedijosos de pelo asomaban bajo el ala levantada de su sombrero. Atrapados en una telaraña de arrugas, sus ojos parecían de porcelana.
—Hacía días que no se te veía por aquí —dijo el Maño ofreciéndole la petaca.
Evaristo cogió un cigarrillo con delicadeza. Sus ademanes eran curiosamente leves, como si todo a su alrededor fuese de vidrio y corriera el riesgo de romperse en mil pedazos.
—Sí. Es verdad —reconoció, mientras deslizaba la lengua sobre el papel—. Últimamente he parado poco por el barrio… Los escoriales de aquí están muy explotados. Ahora trabajo en la Carretera Negra… Cerca de donde fondea la escuadra americana.
—¿Y allí? —se interesó el Maño—. ¿Te defiendes bien?
—Psche… Esa gente lo arroja todo y se encuentran muchas gangas. Lo malo es que todo el mundo lo sabe y, cada vez que descargan, se arman verdaderas grescas… Ayer, sin ir más lejos, un chico corpulento, como tú, me envió, de un empellón, por el suelo…
—¿Por qué no pasas por la noche, al volver? —Había llenado una copa de anís y se la ofreció—. Ya sabes que aquí estás como en tu casa.
—Gracias. Muchas gracias. —Los ojos de Evaristo brillaron de reconocimiento—. Siempre has sido muy bueno conmigo… Pero cuando acabo el trabajo estoy tan rendido que apenas me aguanto de pie… Sólo tengo ganas de irme a dormir. —Suspiró—. Será que me estoy volviendo cada día más inservible, y más viejo…
—Ni hablar del asunto, abuelo. Nunca te había visto mejor cara.
—Además —continuó Evaristo, sin dar muestras de haber oído—, estoy preparándome para el desfile de la Asociación.
—¿Desfile? ¿Qué desfile?
—Los antiguos combatientes de Cuba y Filipinas hemos formado una Asociación. Somos dieciséis en total. El año pasado éramos diecinueve, pero durante el invierno han muerto tres. —El viejo bebió un sorbito de anís—. Bien, como te decía, la Asociación ha sido invitada oficialmente a participar en el desfile de Corpus…
Evaristo empezó a revolverse los bolsillos. Cada vez que metía la mano en uno, reaparecía al cabo de poco cubierta de objetos dispares: canicas, llaves, puntas de lápiz, bolas de naftalina, abrelatas. Al fin, cansado de buscar sin resultado, desistió, con un encogimiento de hombros.
—El jueves recibí una carta diciendo que desfilaremos tras el guión de la Virgen de la Merced… Todos debemos llevar la boina carlista. —Se corrigió—: La boina carlista y las medallas.
—Ah, sí —creyó recordar—. El año pasado fuiste también.
—Sí, fui; pero con carácter distinto. Este año, Evaristo ha sido invitado oficialmente…
Cinco Duros y Cien Gramos seguían discutiendo junto a la puerta. De pronto, como advirtiendo por primera vez la presencia del viejo, dejaron de pelear y se acodaron al lado de él, en la barra.
—Me han dicho que te echan a la calle, abuelo —dijo Cinco Duros, ahogando un eructo.
—Por ahí cuentan que el otro día vino un abogao a expulsarte —añadió su camarada.
Apoyándose en el mostrador, para mantener el equilibrio, le observaban llenos de astucia. El rostro de Evaristo se encogió como el de un chiquillo asustado.
—No; no es cierto —dijo.
—A mí me lo han dao como seguro.
—Son rumores —repuso el viejo—. Evaristo paga su alquiler. No pueden echarle así como así a la calle.
—¿Que no pueden? —exclamó Cinco Duros—. Hasta al mismo obispo echarían, si les diera la real gana.
—Evaristo es un veterano de cinco guerras… Nadie quiere hacerle daño.
—Hay quien quiere —afirmó Cien Gramos, agresivo—. He visto viejos, más viejos que tú, lanzaos al arroyo.
—Cállate la boca de una vez —intervino el Maño—. Estás girado. No dices más que tonterías.
—No son tonterías —repuso Cien Gramos—. Son verdades.
—Sí —coreó Cinco Duros con voz ronca—. Son verdades.
—Vuestras verdades me las paso yo por la entrepierna —dijo el Maño—. Esta noche habéis pipiado bastante. Hala, a zascandilear a otro lado.
Los dos borrachos le miraron con todo el empaque y altivez de la dignidad ofendida.
—Está bien —dijo Cinco Duros—. Si no nos quieres, no nos lo hacemos repetir dos veces.
—Y óyeme bien —gritó su compañero a Evaristo—. El día que menos lo esperes, te encontrarás en la calle.
Habían apartado las cadenillas de la puerta y desaparecieron en la noche, como tragados.
—No les hagas caso, abuelo —dijo el Maño—. No son malas personas. Están borrachos y sueltan lo que les pasa por la cholla.
—Evaristo no ha hecho jamás mal a nadie —murmuró el viejo con la cabeza gacha.
—Claro que no. —El Maño se esforzaba en sonreír—. Si pagas tu alquiler, la casa es tuya. Nadie puede sacarte.
El viejo pareció serenarse. Encorvándose penosamente, cogió los trastos del suelo y vació las colillas del Maño en una lata.
—Bueno. Me voy —dijo.
—¿Tan pronto?
—Mañana tengo que levantarme temprano.
Inmóvil tras la barra, le observó partir. Durante unos segundos su mirada continuó fija en el rectángulo de noche que se vislumbraba tras las bamboleantes cadenillas de la puerta. Humedeciéndose los labios, llenó el porrón de vino que le tendía uno de los manguis.
La atmósfera del local parecía haberse espesado. En la mesa del fondo un pescador rasgaba las cuerdas de una guitarra. Borrachos como cubas, los manguis gritaban y discutían. Un gañán con el papahígo ladeado entró a beber, acompañado del hijo de Cinco Duros. El cabo y dos guardias civiles se asomaron el tiempo justo de apurar una cerveza. Los tres desconocidos no hablaban ya. Sentados en torno a la barrica que hacía las veces de mesa, se observaban, profundamente abatidos.
Cuando el guitarrista inició la melodía de Gardel, el Maño observó que aguzaban el oído. El vino les había dado una rigidez casi solemne y se mantenían tiesos, lo mismo que muñecos. De golpe, como movidos por un resorte, empezaron a cantar.
Somos
Los tristes refugiados
A este campo llegados
Después de mucho andar…
El corazón del Maño le dio un brinco en el pecho. De modo que era aquello… Qué absurdo que no se le hubiera ocurrido antes: el hombrecillo fabricando esculturas con tarugos y palitroques, veinte años más joven, detrás de la alambrada…
El recuerdo de todo lo pasado desfiló por su cerebro igual que una película. La lucha en el Ebro. La retirada hasta la frontera. Argelés. Las playas llenas de gente. Las bayonetas de los senegaleses. Los refugiados que cantaban:
Hemos
Cruzado la frontera
A pie y por carretera,
Con nuestro ajuar…
Los tres hombres levantaron la cabeza, sorprendidos. Su voz debía parecerles un espejismo, el fruto de una alucinación de borracho.
El Maño se acercó lentamente a su mesa. Había millares, centenares de miles, esparcidos por todo el país, faltos de aire como bajo una campana de vidrio, solitarios sin norte y sin guía, ignorantes de su fuerza secreta… Bastaba un gesto, una mirada, el aire de una canción para que estos solitarios dejaran de serlo, se descubrieran, entraran en contacto… Todo no estaba perdido, tal vez. Inmóvil desde hacía largo tiempo, el cuerpo palpitaba…
Los hombres le habían reconocido ya como uno de ellos y el Maño se sentó en una banqueta, a su lado.
—¿De qué barracón? —se limitó a decir.
—Del Séptimo. Detrás de la torre de vigilancia.
—Yo estaba en el Tercero, con los novatos.
—Sí —dijo el hombrecillo de la gorra—. Allí la cantabais de esta manera.
Esto fue todo. Envueltos en un silencio espeso, vaciaron dos porrones, tres, cuatro, hermanados en el vino y el recuerdo, mirándose con los ojos cada vez más turbios, incapaces de decir una palabra.
Cuando se fueron, el día clareaba.