Cuatro

Después de la Primera Comunión de Hombre-Gato, Cien Gramos desapareció durante tres días. Varios vecinos afirmaron haberlo visto borracho por las tabernas del barrio Chino, durmiendo la mona en una nasa, a la sombra de los tinglados o al final de las Ramblas, de palique, con una prostituta callejera. Lo único cierto era que el traje donado por los Padres se había esfumado con él y que, cuando al fin regresó, lo hizo ojeroso y sin un puto real en el bolsillo.

—La culpa es toa de Cinco Duros —masculló—. Yo quería ir al muelle a descargar y él me lió a beber y beber y no paró hasta hacerme agarrar una tranca. Es un falso hermano… Un mal amigo…

Hombre-Gato estaba acostumbrado a esta clase de huidas y, al igual que su madre, no les daba demasiada importancia. Las relaciones de su padre con Cinco Duros eran siempre movidas, jalonadas de riñas feroces y reconciliaciones inesperadas. Durante semanas enteras coexistían sin dirigirse la palabra y el día menos pensado se abrazaban, como si nada hubiera ocurrido.

—Jamás en la vida le volveré a hablar —prometió—. Lo que es esta vez, va de veras.

Como los capataces del muelle no querían saber más de él, volvió a tomar, provisionalmente, su antiguo empleo de arriero. Subido en un volquete, transportaba tierra y escombros de la estación a la playa. Con gran sorpresa del niño, comenzó a regresar a casa a la hora de la cena, y la víspera de San Juan, en un arranque magnánimo, le regaló el dinero de la hucha.

—Toma —le dijo—. Pa que te diviertas.

Aupándose los calzones, Hombre-Gato se encaminó hacia la explanada. Aunque apenas acababa de oscurecer, el cielo estaba ya surcado por millares de cohetes, que caían sobre la ciudad como una lluvia. En el barrio, la gente se perseguía por la calle echándose truenos y alguien hizo estallar en la colina un castillo de fuegos de Bengala.

Al pasar frente a la casa de Saturio, tropezó con Ramón. El hijo de Cinco Duros llevaba un simple taparrabos como él y, juntos, se detuvieron a observar los preparativos de la verbena. Delante de la chabola, Saturio había improvisado una pequeña pista de baile, con flámulas, gallardetes, faroles y serpentinas. Vestidos de Flechas, Mariano y Carlitos iban de un lado a otro muy tiesos, como ignorando la curiosidad que despertaban.

—No te jode… —dijo Ramón—. Parece como si les diera asco mirarnos.

—Y to, porque se van a vivir a un piso.

—El padre es un chupacirios.

—Deja… Lo mejor es no hacerles caso.

En la esquina había un puesto callejero y se compraron sombreritos de papel. A lo largo de la explanada ardían varias fogatas. La ciudad empezaba a volcarse hacia el mar y en la playa había gran número de parejas. A menudo, Hombre-Gato y su amigo se deslizaban en la oscuridad para espiar. Hombres y mujeres, viejos y chicos, acoplaban sus cuerpos hasta fundirse y huían despavoridos de los brochazos de luz de las linternas de los guardias.

El día de San Juan del año anterior, la playa había amanecido cubierta de preservativos. El trapero de la calle Marina los pagaba a real y Hombre-Gato y Ramón ganaron más de cien pesetas. Pero, últimamente, la gripa daba grandes batidas y el bidón partía hacia comisaría abarrotado de culpables.

—Veremos qué tal se nos da este año —dijo Hombre-Gato, señalando la playa.

—Mi hermano ha ío al otro lao de la cloaca y me ha dicho que to estaba lleno.

—Mañana me levanto a las seis… Si quies, te paso a buscar por casa.

Cansados de brincar en torno a los fuegos, torcieron a la derecha. Los quioscos de bebidas estaban adornados con linternas de colores y la proximidad de los altavoces creaba un mejunje de músicas.

A medida que se acercaban a la Barceloneta, la animación aumentaba. Los merenderos estaban de bote en bote y el tiovivo giraba, brillante de luces. Americanos, turistas y parejas celebraban la fiesta en medio del traque de los cohetes, excitados por el penetrante olor de las cocinas y churrerías.

—Misié sil vu plé.

—Deme monei.

—Pesetas, míster.

Un camarero les amenazó con el brazo. Abriéndose camino entre la gente, huyeron a la plazuela. Hombre-Gato había colectado un duro; Ramón, solamente unos reales. Junto a la fuente había un corro de público e, intrigados, se acercaron a ver.

—Mira… Es Coral…

La chiquilla iba vestida de rojo, como para citar a un toro y acompañaba la guitarra del gitano con unas castañuelas. Su traje estaba húmedo, como si se hubiera bañado con él, y al bailar, se le adhería estrechamente al cuerpo.

Hombre-Gato contempló, absorto, sus hombros desnudos y la piel mate y oscura de sus piernas. Coral tenía las pestañas gruesas y rizadas, y sus ojos fulguraban como cristales. Entre baile y baile hacía sonar el platillo y, al verle, pasó desdeñosamente de largo.

—Los chavales a sus casas…

El niño metió las manos en los bolsillos para ocultar su turbación. En aquel momento hubiera dado media vida por estar un minuto a solas con ella. Coral reía enseñando unos dientes blanquísimos y, despechado, le arrojó todo su dinero.

—¡Eh!… ¿Estás lila?

Ramón le miraba boquiabierto y comenzó a maldecir lleno de furia.

Sin hacer ningún caso de él (el mundo había dejado de importarle, de golpe), Hombre Gato se fue a orinar a la primera callejuela.

La habían disfrazado de muñeca: una muñeca viva que decía papá y mamá y abría y cerraba los ojos oscuros, grandotes; tenía el cabello escarolado, como un campito de achicoria, y Fuensanta se había entretenido en adornarlo con cintajos de colores.

—Mirad —dijo Saturio—, ¿qué os parece?

La niña gateaba sobre la mesa con su trajecillo de seda, festonado de volantes. Sus labios estaban dibujados con una pizca de carmín, y las orejas desaparecían casi bajo los pétalos de dos claveles de trapo.

—¡Oh, qué monada! —exclamó Mercedes—. ¿Quién la ha vestido así?

—Yo —dijo Fuensanta.

—Pues te has lucido, chica… Parece una muñeca, ¿verdad, Manolo?

Manolo cogió a la niña entre los brazos y aplastó los labios contra su cara.

—¡Caray!… Lo que daría por tener una chavalita así.

—No la aprietes tanto, hijo —advirtió Mercedes—. La vas a pinchar con el bigote.

—¡Oh!; está acostumbrada —dijo Saturio—. Todo el día la tengo contra la boca.

—A mí, cuando era niña, no me gustaba.

—Cuando eras niña, quizá —dijo Manolo—. Pero lo que es ahora…

Fuensanta se dio un cachete en el muslo.

—Este Manolo… Tiene ca una…

—¡Uy! —hizo Mercedes—. Es más frescales…

—¿Frescales, yo?

—Sí, hijo —Mercedes se volvió hacia Fuensanta haciendo dengues—. En mi vida he visto persona con más barra.

—Oyéndola hablar, se diría que no le gusta el asunto. —La pequeña palpaba la cara de su tío e intentaba arrancarle el esparadrapo—. Pero, cuando está sola…

—¡Manolo!

—Sí, Manolo… —parodió él.

Fuensanta rió enseñando los dientes.

—Ya se sabe… Entre novios…

Mariano y Carlitos empezaron a removerse, celosos del éxito de su hermana. Su tío había noqueado a García ocho días antes y le admiraban con ojos redondos como faros.

—Ya va; ya va… —dijo, inclinándose para abrazarlos.

Los niños le saltaron al cuello y le cubrieron la cara de besos.

—Papá me enseña ya a boxear.

—A mí también.

—Ayer por la tarde le pegué un upercú.

—A Carlitos lo tumbé grogui.

—Jesús, qué murgones —se lamentó Fuensanta—, ¿no veis que le molestáis?

—¡Oh!; déjales —intervino Mercedes—. A Manolo le vuelven loco los críos.

—Espera a que tenga tres como nosotros y verás qué pronto se harta.

—Yo creo que no me cansaré nunca. A veces le digo a Manolo que me gustaría tener una docena…

Saturio acunaba a la niña entre sus brazos.

—Venid al comedor —propuso—; estaremos más cómodos.

Como las otras habitaciones de la casa, estaba adornado con serpentinas y flámulas. Sobre cada uno de los brazos de la lámpara había un acordeón de papel de diferente color.

—Papá —dijo Carlitos—, ¿cuándo echaremos los cohetes?

Saturio no respondió. En el aparador había seis fuentes de pasteles y una docena de botellas de vino de marca.

—Si os parece, podemos empezar a comer.

Mercedes, Manolo y los niños se acomodaron alrededor de la mesa. Adela, Paulino y sus seis primos habían prometido pasar a los postres.

—¿Les has enseñado el plano del piso? —dijo Saturio a su mujer.

Fuensanta se fue a la habitación, a buscarlo.

—¿Cuándo os cambiáis? —preguntó Mercedes.

—Al final del verano.

—Habéis tenido suerte… Sin traspaso es dificilísimo.

—El Padre Bueno se ha ocupado de todo.

Fuensanta volvió con el plano e hizo circular la bandeja. Todos comenzaron a comer, rápidamente. A través de la ventana se veía la estela luminosa de los cohetes. La noche estaba llena de explosiones de petardos y de tracas.

—Mirad —dijo Saturio, desplegando el plano.

Entre bocado y bocado detalló las diferentes comodidades del piso. Manolo había descorchado un par de botellas y Fuensanta llenó los vasos hasta el borde.

—Un piso así es lo que nos convendría a nosotros —dijo Mercedes bebiendo del suyo.

—¿Y aquel que debíais ver con Esteve…?

—Cuando telefoneamos ya estaba alquilado.

—Yo creí que era cosa hecha —dijo Saturio.

—Por culpa del administrador, no podemos casarnos.

—Eso ya lo veremos —dijo Manolo.

—Tú eres un iluso, hijo —Mercedes lanzó un suspiro—. Lo que es yo, he perdido ya la esperanza.

—Si no encontramos antes de agosto —dijo Manolo—, me caso por lo criminal.

—Si mamá nos dejara la mitad de su piso…

—Deja a tu madre en paz… Si no tengo casa mía, prefiero vivir en la calle.

—Los perros tienen menos problemas —rió Fuensanta—. En un solar, o una esquina, y colorín colorado.

—Pues me parece que voy a hacer igual. —Manolo apuró el vino de un trago—. Como el patrón no me lo arregle el mes próximo…

—Aunque hablaras en serio —observó Mercedes—, tampoco avanzarías nada forzando las cosas.

—Claro que avanzaría… Al menos no iría to el día como ahora: más caliente que un gato…

—Y luego todo serían líos y quebraderos de cabeza —repuso Mercedes—. Yo, francamente, prefiero tener un poco de paciencia y ver si, a fin de año…

—Tienes razón, hija —dijo Fuensanta—. A los hombres hay que tenerlos un poco a raya… Si les damos to antes de altanarnos, a lo mejor cambian luego de idea.

—Yo soy un hombre de honor —protestó Manolo—. Cuando hago un mal lo reparo.

—Esto ya lo sé, bichito —dijo Mercedes—. Pero, qué quieres… Las reparaciones no me gustan.

—Las mujeres deben casarse enteras —dijo Fuensanta.

—Pronto hará año y medio que festeamos —gruñó Manolo—, y empiezo a tener cargaos los riñones.

—Cuanto más se espera una cosa, más ilusión hace —aseguró Mercedes.

—Mi Saturio me tuvo que aguardar cuatro años.

—Hay gente que tie más aguante que otra —dijo Manolo.

—Si crees que es menos que tú, te equivocas —protestó Fuensanta—. Mi chato tiene uno de esos temperamentos que, bueno…

—¿Lo ves? —dijo Mercedes haciendo un mohín—. Cuando se quiere de verdad a una mujer, se la espera.

—Mi esfuerzo me costó —dijo Saturio.

—Bastante te has desquitao después, chato…

—Eso es lo que le digo yo a Manolo… Luego se atrapa uno, y en paces.

—Si te sale como él, te aseguro que te hará trotar toa la noche.

—El matrimonio es para esto.

—Después de casados —dijo Mercedes acariciando a Manolo con mimo—, todo lo que tú quieras.

—Sí, señor —apoyó Fuensanta—. Entretanto, hay que aguantarse.

Los emparedados desaparecían con rapidez y Saturio descorchó otras dos botellas.

—Papá… —suplicó Carlitos—. Vamos a echar los cohetes…

—Anda, sí —dijo Fuensanta—; cuanto antes lo hagas, más pronto irán a la cama.

—¿Lo habéis oído? —preguntó Saturio—. Cuando llegue Adela os iréis a acostar.

—Ven con nosotros, tío —dijo Mariano, agarrando a Manolo de la manga.

—Mercedes y yo nos quedamos aquí —dijo Fuensanta con la boca llena.

—Me llevo a la pequeña —advirtió Saturio.

—Cuidao; que no se queme con los cohetes. Son peligrosos.

—Ya vigilaré, mujer.

—Cuando encendamos las ruedas, os avisaremos —prometió Mariano.

Los fuegos estaban embalados en una enorme caja de cartón. Mientras Saturio la abría, Mariano y Carlitos se inclinaron a mirar con avidez. Con sumo cuidado, su padre les fue enseñando uno a uno los diferentes tesoros: volcanes japoneses que, al explotar, esparcían una lluvia de juguetes; girándulas que volteaban con un remolino de luces de colores; había también cohetes, finos como tallos de trigo, y mixtos, como velitas de árbol de Navidad; el fondo de la caja contenía un paquete de truenos, envueltos en papeles brillantes, lo mismo que bombones…

—Enciende las ruedas —dijo Carlitos.

—No. Los volcanes.

—Las ruedas primero.

—Si continuáis discutiendo, os mando a los dos a la cama.

Ante la amenaza de quedarse sin fiesta, dejaron de pelear. Saturio les enseñó a encender los mixtos y entregó a cada uno un montoncillo de petardos.

—Volved dentro de un minuto —dijo.

Mariano y Carlitos desaparecieron en la noche, dando chillidos. Un río de gente bulliciosa atravesaba el barrio en dirección a la Barceloneta. Mientras Manolo ligaba entre sí las girándulas, Saturio las clavó en el poste del alumbrado. Al acabar, esperó a que regresaran los niños y encendió la mecha.

En medio de gran estruendo, las ruedas se pusieron a girar como hélices. Prevenidas por los gritos de Mariano, las mujeres se asomaron a ver. Fuensanta llevaba a Mercedes cogida por la cintura y las dos titubeaban, como si estuvieran borrachas.

Manolo había tomado a su sobrina entre los brazos y la niña hacía muecas de contento y agitaba las manitas. Apagadas las ruedas, Saturio encendió los volcanes japoneses, los cohetes y las bengalas.

Luego, la provisión de fuegos se extinguió y el farol de la calle volvió a brillar como antes. Cabizbajos, regresaron al comedor. Mariano y Carlitos tenían cara de sueño y Saturio los mandó a dormir a su cuarto.

Inmóvil en el umbral de la puerta, la pequeña miraba la noche, encantada.

—¿Adónde vas?

—A dar una vuelta.

—¿Puedo ir contigo?

Su amigo se encogió de hombros como diciendo: «como tú quieras». El Gitano y los otros habían salido de bureo durante su ausencia y Antonio contempló con aprensión el rostro duro, colérico, de Metralla.

Desde que había dejado de colectar para la Cruzada, su amigo le hablaba a menudo con malhumor. Durante toda la tarde, Antonio había permanecido en el piso de Costa. La mujer del imaginero le tomó las medidas para hacerle un vestido y, aunque por dos veces se quedó solo en la habitación, el niño no se atrevió a registrar el bolso que guardaba debajo de la cama.

—Mañana probaré otra vez —prometió.

Metralla había vaciado en su cabeza un frasco de colonia y se peinaba cuidadosamente las ondas delante del espejo.

—Si to los días lo dejas pa mañana, no nos embarcaremos ni en el año dos mil.

—Estoy seguro de que es espía —dijo Antonio—. Cuando se va, tengo la impresión de que me guipa por un agujero…

—Ayer dijiste lo mismo, vida… Si no te decides de buenas buenas, nos va a crecer la barba…

Al fin, apiadándose de sus lágrimas, Metralla aceptó llevarlo con él. Antonio se lavó y peinó también frente al espejuelo, cuando su amigo le hizo la señal de partir, le siguió lleno de excitación.

Era la última vez que iba de verbena antes de emprender el viaje y experimentó, de golpe, una agradable sensación de despego. El espectáculo de los fuegos surcando la noche le fascinaba. Como ignorando su decisión, la ciudad mostraba su rostro alegre y familiar de costumbre. Pero el año próximo Antonio ya no estaría allí, y la víspera de San Juan y su vida entera transcurrirían en tierra extraña.

—Es curioso —dijo—. Este año es la última vez que veo los fuegos y, sin embargo, no siento absolutamente nada…

—¿Qué coño quieres sentir?

—No sé… —Antonio tragó saliva al hablar—. Dicen que cuando uno deja su país está triste y tiene deseos de llorar… Yo no. Creo que cuando llegue a América no volveré a acordarme jamás de esto… Como de una pesadilla en el momento de despertarse…

Manifestando sus pensamientos en voz alta, les daba forma y consistencia; como si, abandonando su estado de proyectos, se transformaran mágicamente en realidades.

—Tengo la sensación de que olvidaré mi familia y el barrio… De que todo empezará a contar, a partir del viaje…

Bordeando la playa junto a los merenderos, llegaron a la Barceloneta. Metralla había comprado varias docenas de buscapiés y, sin escucharle, se entretenía en arrojarlos a los pies de las muchachas.

—A veces pienso que no he empezado a vivir de verdad —dijo el niño aún—. La vida no puede ser eso… En América…

Mientras recorrían el Paseo había bebido varios chatos de vino y se sintió, de repente, incapaz de decir palabra. Metralla había topado con un grupo de amigos y, como un sonámbulo, se embarcó con ellos en taxi.

(Luces y ruidos de explosiones, faroles y bailes populares, formaban un revoltillo en su cabeza. El cielo rojeaba como alumbrado por un incendio y la ciudad parecía pasto de las llamas.)

Sin saber cómo, se encontró en el barrio Chino. Alguien le había plantado un fez en la coronilla y su cerebro daba vueltas, lo mismo que un trompo.

Un gitano llevaba una guitarra en bandolera y los otros coreaban su canción con voz ronca:

Toíto te lo consiento

Menos faltarle a mi madre…

Antonio intentó, en vano, hacerse oír por su amigo. Metralla caminaba haciendo eses y no parecía acordarse de él. En un momento dado todos entraron en un zaguán iluminado con un farolillo de color. Antonio quiso seguirles también, pero un hombre se interpuso delante.

—Los chavales no pueden pasar —dijo.

Desconcertado, el niño miró los grupos de hombres que entraban y salían. En el portal había pintada una sirena y un cartelito prevenía: prohibido a los menores de dieciocho años. Aprovechando un momento de barullo, intentó colarse de nuevo, pero el portero le amenazó con el brazo.

—Fuera de ahí, he dicho.

Indeciso (la frente le pesaba como una losa), erró de grupo en grupo, preguntando:

—¿Qué hay, dentro?

Pero nadie le prestaba atención y el único en hacerlo (un hombre tocado con una caperuza de papel, sujeta al mentón con una cinta) se echó a reír y dibujó un incomprensible ademán con la mano.

Sin saber qué hacer, se sentó en el bordillo de la acera. La gente pasaba delante de él dando voces y su alegría le inundó los ojos de lágrimas. Rodeado del júbilo de los otros se sentía solitario, excluido. Durante largo rato observó el zaguán por donde había desaparecido Metralla. Le parecía imposible que su amigo le hubiera olvidado así como así. Ardientemente, deseó verlo surgir tras la puerta: «Vaya susto me has dao, chico… Creí que habías entrao con nosotros…». Sin duda, no se había dado cuenta aún de su ausencia y, al salir, lo llevaría a beber con él a alguna tasca…

Sentía el cuerpo como acorchado y se durmió. Al despertar, los petardos retumbaban en toda la calle y la gente se aglomeraba todavía en los portales de las casas. Estregándose los ojos, se puso de pie. Su reloj señalaba las dos y diez. Metralla debía de haberse ido sin verle. Encontrarlo, era buscar una aguja en un pajar.

Desalentado, cortó por Conde del Asalto hasta las Ramblas. A medida que avanzaba la verbena, la gente afluía hacia el puerto y los escasos tranvías que circulaban bajaban abarrotados. Antonio se subió en el tope de uno y se hizo depositar frente a los muelles.

Tratando de poner sus ideas en orden, se sentó en una esquina a reflexionar. La alegría ruidosa de los otros le daba náuseas. A una docena de metros descubrió a otra persona, acuclillada en el suelo como él. La muchacha tenía el cabello revuelto y, con ademanes bruscos, se esforzaba en peinarlo.

Alrededor, caían las chispas de los cohetes. Imantado, Antonio se puso de pie y fue hacia ella. Coral seguía sin verle (ajena también al mundo), y se acomodó silenciosamente a su lado.

—¿Qué haces? ¿De dónde vienes?

—Me había sentado allí, en la esquina, y me ha parecido que eras tú.

—Estoy borracha —explicó Coral. Le mostró una botella de champán casi vacía—. Me la he bebió yo sola.

—También yo he bebido mucho —dijo él.

—¿Sí? —La chiquilla le miró, como asegurándose de que no la engañaba—. Pues no te preocupes… Todavía tengo otra.

—Metralla me ha hecho pipiar como una cuba.

—¿Metralla? ¿Dónde está?

—No sé… Había salido con él y lo he perdido de vista.

Coral hizo un ademán con los hombros, como diciendo: no tiene ninguna importancia.

—¿Quieres burbujas de ésas? —preguntó, alargándole la botella.

—Debe subirse a la cabeza, ¿no?

—¿Y qué? ¿Acaso no es San Juan?

—Sí… Es verdad.

Antonio bebió un sorbo y se atragantó.

—A veces me haces reír —dijo ella.

—Es la primera vez que lo pruebo.

—Tú no has probao nunca na…

Iluminada por los fuegos, su piel parecía más cobriza que nunca y sus dientecillos, más blancos.

—¿Te gusta la verbena?

—Sí.

—A mí me chifla. —Dejando la botella en tierra hizo una castañeta con los dedos—. He estao bailando durante toa la noche…

—¿Dónde?

—Por ahí… La gente me echaba perras…

—Yo me he pateado ya las mías —dijo el niño.

Como si no hubiera oído, Coral le señaló un hombre, parado a una quincena de metros.

—Hace más de media hora que se me está timando —rió bajito.

—¿Qué quiere?

—Ya lo pues suponer… Lo que tos.

Antonio volvió la cabeza con interés: vestido con traje de verano color azul, el hombre llevaba el cuello de la camisa abierto y la corbata ladeada.

—¿Dónde vas a sornar? —dijo ella, de pronto.

—No sé… —La idea de regresar al Refugio, sin su amigo, le asustaba—. En cualquier sitio…

—Yo no quiero dormir en casa. Estoy harta de oír roncar a la vieja.

—En esta época se está mejor al raso.

—Yo conozco un lugar de buten… Si te parece, podemos tumbarnos juntos.

—Bueno —aceptó él.

Al incorporarse, Coral se alisó los pliegues del traje. Mientras Antonio cogía la segunda botella de champán, agarró la primera y la estrelló contra una ruinosa pared de adobes.

—¿Vamos?

—Vamos.

Tratando de despistar al mirón, se mezclaron a un grupo de borrachos. La playa estaba llena de gente que bebía. En la explanada ardían varias fogatas y una pandilla de gamberros corría junto al mar dando gritos.

Al llegar frente a la tasca del Maño, torcieron por una callejuela lateral. Coral le llevaba cogido de la mano y Antonio sentía la presión de sus dedos; secos y tibios. A medida que avanzaba, la fiesta parecía alejarse de ellos. Los escasos postes del alumbrado brillaban tristemente y un perro les siguió durante un trecho ladrando.

«NI UN HOGAR SIN LUM…» El muro del ferrocarril estaba cuarteado y se colaron en la estación por un boquete. Una enorme explanada de vagones dormitaba a la luz de la luna. Amortiguado por el lejano traque de los fuegos se oía el silbido de una locomotora y una pequeña gota de luz señalaba la vivienda del guardagujas.

—Por aquí —guió la niña.

La hierba había invadido las vías sin balastar y los vagones parecían reposar desde hacía siglos. Con gran sorpresa, Antonio descubrió que muchos estaban habitados. Una parra silvestre trepaba por la torrecita de uno de ellos y, dentro de otro, percibió el monótono llanto de un crío.

Coral se detuvo ante un tren de mercancías, cuya cabeza se perdía en la distancia. Después de vacilar unos segundos, se encaramó en una batea y le ayudó a subir. El vagón estaba lleno de paja y ella se estiró, suspirando.

—Ven aquí, Ojos Lindos.

Antonio se recostó, sin soltar la botella de champán.

—Antes de encontrar el Refugio —explicó Coral—, Metralla vivía aquí, conmigo.

El niño no dijo nada. Una bengala multicolor acababa de estallar en la noche y desgranaba sobre ellos una llovizna de chispas.

—El sitio es bueno y se pue hacerlo con calma.

—¿Hacer?

—¡Ah! —rió Coral—. Olvidaba que eras virguito. Incorporándose con brusquedad, atrajo su cabeza hacia ella.

—Con una cholla tan bonita como la tuya, es un crimen.

Inesperadamente, Antonio sintió el roce de sus labios, el frescor húmedo de su lengua…

—No la cierres, caray… No voy a morderte.

El niño la dejó hacer, con el corazón palpitante. Coral le había pasado un brazo en torno al cuello y, con la otra mano, le acariciaba suavemente la cadera.

Durante cerca de un minuto permanecieron abrazados, besándose. De pronto, la niña le rechazó y cogió la botella de champán.

—Bebamos antes —propuso.

Antonio ladeó la cabeza, sin atreverse a mirarla. Tenía la mano crispada sobre los pliegues de su traje y, lleno de estupor, descubrió que estaba húmeda.

—¿Te has bañado vestida?

—Sí. La ropa, al secarse, se pega bien al cuerpo… Fue Metralla quien me enseñó.

—¿Metralla?

—¿No has visto cómo lleva los pantalones? —rió—. Cuando anda, parece que vaya en cueros.

Había golpeado la botella contra el borde del vagón y el champán se elevó, como un surtidor de espuma.

—Hala, trinca…

Antonio bebió a pequeños sorbos, temiendo atragantarse de nuevo.

—¿Te gusta? —preguntó Coral.

—Pica mucho…

Ella se sirvió una buena ración, haciendo caño con los dedos.

—Es la mejor marca que hay. Me ha costao doce duros.

—Pásamela otra vez.

—Fila al cogerla… Si te amorras así, pues herirte.

Antonio repitió, tendido sobre la paja. La cabeza volvía a girarle deliciosamente y sentía el cuerpo hueco, como de esponja.

—Éste es el último San Juan que paso aquí —confió.

—¿El último? ¿Por qué el último?

—El año que viene ya no estaré en España.

—¿Te vas? —Coral bebió a su vez, de la botella—. ¿Adónde?

—No sé… A América.

—¿Por qué?

—Aquí no ocurre nunca nada… Todos los días es lo mismo.

La muchacha deslizaba la mano sobre su cuerpo. Sus dedos se habían detenido en la hebilla del cinturón y comenzaron a estirar sus pantalones hacia abajo.

—¿Qué haces?

En lugar de responderle, Coral le alzó la cabeza y le dio de beber. Acodado en la paja, Antonio examinó con angustia su propio vientre desnudo.

—No tengas miedo.

—No.

—Tú no te muevas. Lo haré to yo.

—Sí.

—Estírate así… Como si durmieras…

La obedeció. Los ojos se le cerraban de sueño y sus párpados se poblaron de estrellitas. En sordina, escuchó la explosión de los fuegos… La locomotora emitió un nuevo silbido…

—Nos movemos —advirtió, de repente.

—Es el tren —susurró ella—. Se ha puesto en marcha.

—Viajamos… Nos vamos de Barcelona.

—Lejos… Muy lejos… —La mano de Coral se había escurrido entre sus muslos y le acariciaba suavemente el pene—: ¿Tienes miedo?

—No —dijo él, tragando saliva—. No. No.

—Dime que te gusta.

—Sí.

—Así… Ponte encima mío.

Los postes se acercaban y retrocedían, se acercaban y volvían a retroceder; los fuegos dibujaban arabescos en la noche; la locomotora soplaba, resollaba…

Y, de golpe, todo desapareció y Antonio se encontró en Venezuela (convertido en Sabater) y en Texas (temido con el Mula). Metralla era un bandido famoso, como él, y los dos se habían hecho inmensamente ricos.

Mezclados sus cuerpos entre la paja (el viaje sólo había durado unos minutos), el alba les sorprendió a los dos borrachos, profundamente dormidos.

El vino se había agotado al fin y en la bandeja apenas sobraban pastas. Saturio abrió el armario de la cocina e inspeccionó al trasluz las botellas. Descontando la nueva caja de CocaCola, sólo había medio litro de pipermín y un frasco de vino pequeño.

—No he encontrado nada más —explicó.

—¡Oh, no te preocupes! —dijo Adela—. Con eso basta.

—Cuando se va alumbrao —dijo Paulino—, lo mismo da una cosa que otra.

—Sí —coreó el primo enanito—. Aunque me den alcohol de quemar me lo trago.

Estaban sentados en círculo, cada uno con su gorrito de papel y, como buscando calor, sus cuerpos se rozaban.

—¿Qué prefieres? —dijo Saturio a Paulino—. ¿Málaga, o pipermín?

—Igual da… Echa una miaja de menta.

Fuensanta se volvió, riendo, hacia los otros.

—Se nota que esta noche quie trabajar.

—¿Trabajar? —Paulino ponía cara de asombro.

—El pipermín va muy bien pa el asunto —aclaró ella.

—¿Ah, sí? —exclamó Mercedes—. No lo sabía.

—Yo tampoco sé na… Pero eso dicen.

—Conozco a un viejo que lo toma to los días —dijo Manolo.

—Mi Paulino no lo necesita —protestó Adela—. Más bien le hace falta lo contrario.

—A mi chato también.

—Yo creo que, en nuestra tierra, no somos como los otros —opinó Manolo—. Si no tenemos un buen cacho al alcance de la mano…

—Cuando hacía la mili —dijo Saturio—, nos echaban polvos en la comida.

—¿Polvos? ¿Pa qué?

—Pues pa eso… Pa dormir el asunto.

—Esto está muy bien —aprobó Mercedes—. Todos los solteros deberían tomarlos.

—Me gustaría saber qué coño haríais las mujeres, entonces.

—Esperar —repuso, coqueta, Mercedes—. Hasta el momento de casarnos.

—Entonces nadie querría a nadie —dijo Adela—. El mundo ya no sería el mundo.

—A lo mejor, con tanto polvo de ése —dijo un primo—, se quedaba dormío pa siempre.

—¡Uy! —exclamó Fuensanta—. Que a nadie se le ocurra dar un filtro así a mi Saturio.

Estaba sentada en sus rodillas y, con movimiento brusco, le echó los brazos al cuello y le besó furiosamente los labios.

—Quita, mujer… Déjalo pa luego.

Bajo el minúsculo sombrero cordobés, Fuensanta tenía el rostro congestionado.

—Entre marío y mujer, to está permitió.

—Claro que sí —dijo Paulino—. También a mí me gusta besar a mi gata. —Y así lo hizo en medio de la risa de todos.

—Lo que es a mi Manolo, no le dejo probar ni una gota de ese mejunje —aseguró Mercedes.

—Eso, eso —dijo el primo carro—. Que los solteros no beban.

—Sólo los casaos —rió Adela—. Los casaos y sus mujeres.

—Sí; qué carajo… Hoy es San Juan; hay que celebrarlo…

De mano en mano, la botella dio vuelta a la mesa. La radio estaba encendida a toda potencia y una mujer cantaba Amor, Amor a voz en grito.

—¿Bailamos? —propuso Paulino.

—Yo no… Prefiero estar en las rodillas de mi chato.

—Hace demasiado calor —dijo Mercedes.

—Yo tengo sudá la entrepierna.

—Contemos chistes, entonces.

—Eso —aprobó Adela.

—¿Quién sabe?

—Manolo los dice con mucha gracia.

—¡Uy! —hizo Mercedes, melindrosa—. Me tendré que tapar los oídos.

—¿Taparte los oídos? ¿Por qué?

—Si los cuentas tú, me figuro que deben de ser verdes.

—¿Y qué? —repuso Manolo—. Mira Adela y Fuensanta… ¿No son mujeres como tú?

—Ellas es diferente: están casadas.

—Casás o solteras. Es lo mismo.

—Hoy día, las solteras lo oyen to.

—Sí —dijo Fuensanta—. Lo que no deja señales, no cuenta.

El pipermín se había agotado al dar la vuelta y Manolo hizo circular el frasco de Málaga.

—Anda, te escuchamos —dijo Paulino.

Manolo se quitó el fez de papel, como si le impidiera reflexionar.

—¿Conocéis el de la casá que va a ver al médico?

Todos dijeron que no.

—Un día, una mujer de bandera…

Con voz pausada, desarrolló las incidencias de la historia y aguardó a que todos rieran para reír también.

—¡Ay, me muero! —tartajeó Mercedes, apretándose las costillas.

—Este Manolo, tiene una chispa…

—Yo lo conocía; pero de otra manera.

—Yo también; pero así es mucho mejor.

—¿Conocéis la de la jirafa y el mico? —encadenó Manolo.

—No —dijo Fuensanta, eructando—. Anda, cuenta…

—Espera —le cortó Paulino—. Voy a buscar un vaso de agua.

—Coge una botella de CocaCola —dijo Saturio—. He puesto a refrescar unas cuantas junto a la puerta.

—Traéme una pa mí —dijo el enanito.

—Y otra pa mí.

—Y pa mí.

—Aguarda —dijo Adela—. Voy a ayudarte a llevarlas.

Tambaleándose, con los sombreritos ladeados, se dirigieron a la entrada. Una traca explotaba en algún lugar del barrio y Fuensanta puso la radio más fuerte.

—Luego os contaré uno muy verde —prometió, después de una pausa.

Y apenas había acabado de hablar, cuando resonó un horrible grito. Adela entró en el comedor desencajada y todos se pusieron de pie, como títeres.

—¿Qué ocurre?

—La niña…

—¿Qué?

—La niña…

—¡Dios mío!

Un calambre le sacudió el cuerpo, como un zurriagazo, y Saturio se abalanzó a la puerta. Al levantarse había empujado violentamente la mesa, y las botellas vacías y los vasos rodaron por el suelo con estrépito.

—Dejadme.

Todos querían salir al mismo tiempo que él y tuvo que abrirse paso a codazos. Adela farfullaba aún: «La niña, la niña» y, por un momento, creyó que el corazón iba a parársele. Paulino se había hincado de rodillas junto a la caja de los fuegos y, al llegar él, le miró con ojos vidriosos, extraviados.

—Estaba en el suelo —balbuceó, como idiota—. Cuando la vimos, estaba toa encogía.

Saturio la tomó entre los brazos y la acercó a la luz: la pequeña tenía las mejillas amoratadas y los labios llenos de espuma. De vez en cuando los movía, como si tuviera sed, y un temblor extraño agitaba los músculos de la cara.

Como en una pesadilla, cerró los ojos, tratando, vanamente, de despertar. El alcohol le pesaba en el estómago lo mismo que un ladrillo y, sin soltar la niña, se inclinó a vomitar sobre el cajón de CocaCola.

Veía las caras blancas de los otros y sus ojos y sus bocas abiertas, sin percibir una sola palabra. Sus oídos hacían ZU-ZU-ZU y, como cloroformizado, contempló el cuerpo rígido, desvanecido de su mujer.

—Se ha tragao la pólvora de un petardo —escuchó.

—Mira… Allí está el papel.

—Se lo ha metió en la boca creyendo que era un dulce…

La niña estaba morada como un lirio. Los rizos de su cabeza llevaban aún las cintas de adorno y sus orejitas, los claveles de trapo. Parecía una muñeca: una muñeca pintarrajeada y vieja, con los ojos redondos como canicas y los brazos inertes y blancos.

—Está envenená…

—Hay que hacer algo.

—Abanicarla; pa que le dé el aire.

—Darle un vasico de agua…

—Buscar un médico…

—Llevarla al dispensario…

Manolo, Mercedes y los otros se bamboleaban borrachos, con los rostros lívidos bajo los gorritos. La casa era un campo de batalla, grotescamente vestido de fiesta. Las serpentinas se mecían al viento, como enredaderas segadas y sin vida, y los farolillos de colores, las bañaban de una luz irreal, burlona.

De golpe, todo aquel decorado cruel pareció desvanecerse y Saturio se sintió correr, con la niña ovillada entre los brazos. Alguien (¿Manolo?) se había lanzado tras él, mientras los cohetes y los fuegos, las girándulas y las tracas guiñaban y chispeaban a su alrededor, y gentes tocadas con sombreritos semejantes al suyo le cortaban el paso con risas como cuchillos y le arrojaban puñados de confeti a la cara.

—¡Dios, Dios, Dios!…

Lo repetía entre dientes, con súplica, con desesperación y con rabia, sintiendo el cuerpecillo disfrazado de la niña contra el suyo, herido por la alegría de los otros, sin saber bien a dónde le llevaban sus pasos.

—El dispensario —aulló—. ¿Dónde está el dispensario?

Los rostros parecían flotar en el aire, pintados e inexpresivos como caretas y, antes de que tuviera tiempo de oír, se hundían en la noche, como aspirados. La chiquilla seguía con los ojos abiertos y, sin dejar de correr, le chupó la baba de la boca.

—Se muere —bisbiseó—. Hay que salvarla…

Nadie daba señales de comprender y giró sobre los talones, como una peonza. Las fogatas se reflejaban de modo atroz en la cara de la gente. Alevemente, inventaban guiños de burla, risas malignas, visajes…

—Hijos de puta… —gritó—. Así os parta un rayo a todos…

Luego, sin transición, se encontró sentado en el suelo, riendo a carcajadas. El gorrito de papel le había caído y brillaba en el asfalto, como una flor. En torno de él, había un corro de curiosos y un joven con gafas auscultaba a la pequeña.

—Hay que salvarla —repitió entre hipo e hipo—. Salvarla… Salvarla…

Un hombre vino, con una bata blanca, y se llevó en la ambulancia el cuerpo de la muerta.

Habían montado el féretro sobre la mesa del comedor. El cuerpecito de la niña reposaba en un ataúd de madera. La caja no era mucho mayor que una caja de muñecas y flotaba en medio de un mar de pétalos, enteramente pintada de blanco.

La pequeña conservaba su atavío de verbena: su traje de bailarina, sus adornos de cinta y sus collares. Fuensanta le había teñido las mejillas con dos ruedas de colorete y dibujado en la boca un minúsculo corazón de carmín. Los cabellos estaban peinados con mimo, formando madeja y, delicadamente unidas sobre el pecho, las manitas sostenían una orquídea de trapo.

La chabola exhibía aún los vestigios de la fiesta. A la entrada, el viento ondeaba las flámulas y gallardetes, las serpentinas colgaban como bejucos de los rincones y las bombillas lucían sus farolitos de papel. La casa estaba llena de gente que entraba y salía, se detenía a mirar a la niña, se acercaba a los padres y les estrechaba la mano.

—Le acompaño en el sentimiento.

Saturio daba mecánicamente las gracias. Enteramente vestido de negro, tenía el rostro surcado de arrugas, como si hubiera envejecido en una noche. A su lado, Fuensanta lloraba y ocultaba la cara en el pañuelo. Manolo, Mercedes, Adela y Paulino se abanicaban y suspiraban. Hacía un calor infernal y el aire estaba estancado. Con el rostro sudoroso, contemplaban el ataúd, en silencio.

—Parece un angelico —susurró alguien.

—No le falta más que las alas.

—El Señor la ha querío pa Él.

—Siempre se lleva a los mejores.

Los niños iban de un lado a otro con gran solemnidad. Carlitos desempeñaba su papel de anfitrión y ofrecía de beber a todo el mundo.

—¿Qué prefiere? ¿Gaseosa, o CocaCola?

Cinco Duros aceptó una CocaCola. Con la botella en la mano, observaba la escena, afligido. De vez en cuando, con el rabillo del ojo, espiaba a la gente de la entrada, acechando la llegada de Cien Gramos.

—Es un escándalo —susurró a la oreja de Evaristo—. Apuesto algo a que también ha ío al trabajo…

De pronto, en el vestíbulo se elevó un coro de voces y la gente se apartó para dejar paso al cura. El Padre tenía la cara empapada, como salida de la ducha, y se enjugó el sudor con la mano, antes de abrazar a la familia.

—Resignación —murmuraba resollando—. Hay que aceptar la Voluntad de Dios…

Uno tras otro, se volvieron a sentar. El sol golpeaba fuerte sobre el delgado techo de la barraca y los pétalos de las flores se abarquillaban, marchitos y amarillos.

—Jesús. Qué calor.

—Qué ahogo.

—Beba una CocaCola, Padre.

—Gracias… Páseme antes el abanico.

Fuensanta rompió a llorar de nuevo, con el rostro oculto entre las manos.

—En el fondo es más feliz que tos, mujer —consoló Adela.

—Sí. Al menos ha dejao de sufrir.

—Desde el cielo debe de estarnos mirando.

Una nube de moscas remolineaban junto al cadáver y, piadosamente, Mercedes se esforzaba en espantarlas. Manolo vaciaba a pequeños sorbos la botella de CocaCola y el Padre oraba o dormía con los ojos entornados.

—Se nace pa morir.

—No somos na.

—A tos nos llega el turno.

Las voces volvían a sonar en el vestíbulo y Cinco Duros se asomó a curiosear. Otro cura y dos monaguillos acababan de bajar de un furgón y examinaban con asombro las banderitas de la entrada.

—Ya están aquí…

—Ya han venío.

—Paso.

Dos empleados de la funeraria bajaron a recoger el ataúd. Desde la calle, Cinco Duros percibió los lloros de Fuensanta y las resignadas palabras del Padre.

—Mi criaturica… Se llevan a mi criaturica…

El cura dijo que el Señor enviaba las desgracias para poner al hombre a prueba y recordó que la vida era, y sería siempre, un eterno Valle de Lágrimas.

Los empleados regresaron con la cajita de la niña y la metieron en el interior del furgón. El segundo cura y los monaguillos se situaron inmediatamente detrás. Saturio y los niños aguardaban, solemnes y rígidos, a la cabeza del cortejo. Cinco Duros se juntó al grupo de amigos. La comitiva se puso en marcha y el cura y los monaguillos empezaron a cantar.

Torciendo a la izquierda, por la primera travesía, se dirigieron hacia la carretera que bordeaba el muro del ferrocarril. El sol se vertía, sin piedad, sobre sus cabezas y un viento indócil levantaba remolinos de polvo que se pegaban, como ceniza, a la garganta.

El barrio entero había acudido a presenciar el entierro de la pequeña y, a cada paso, nuevos grupos de hombres y chiquillos se unían al cortejo mortuorio. Cinco Duros divisó a su propia esposa y a Giner, a Emilio, y a la mujer de Cien Gramos.

El furgón avanzaba sorteando los relejes del camino y los monaguillos y el cura salmodiaban latines con voz cansada. Cinco Duros andaba con la mirada fija en las botas agujereadas de Evaristo e intentaba darse aire con la mano.

—¡Joder! ¡Qué calor!… En mi vía había pasao igual.

—Pues prepárese —dijo su vecino—. Que no ha hecho más que empezar.

—A mi mujer le han dicho que lo trae la bomba.

—Sí. Debe de ser cosa de los átomos…

Se acercaban al paso a nivel. Unos perros escuálidos hozaban a la orilla del camino y huyeron previsoramente al llegar ellos. Un olor dulzón, a podrido, les envolvió, de repente, asfixiándolos. Estaban en pleno centro del muladar y el chófer comenzó a tocar el claxon.

—¿Qué pasa?

Se detuvieron, polvorientos y sudorosos, aturdidos por el insoportable hedor de las basuras y el impacto despiadado del sol. El cura y los monaguillos cesaron de bisbisear sus latines, y todos contemplaron el negro furgón inmóvil y los ademanes coléricos de los empleados de la funeraria.

Un carro se había encallado en uno de los baches del camino: un carro cargado de arena hasta el borde de los adrales, cuyo jaco se obstinaba en no arrancar, sin hacer caso de las maldiciones y juramentos del hombre. Lleno de júbilo, Cinco Duros se separó del cortejo y corrió hacia él. Por el color de la camisa había reconocido al arriero. Era Cien Gramos.

—Déjenme a mí —gritó a los de la funeraria—. Yo me encargo…

El carro tenía rota una de las varas y su compañero había bajado el tentemozo. Con el rostro congestionado, tiraba de las riendas, esforzándose, vanamente, en sacar al caballo del bache.

—Quita de ahí de una vez —le conminó Cinco Duros—. Déjanos paso.

Sin responder, Cien Gramos dio un tirón a la muserola. El jaco pegó un respingo pero, con gran contento de Cinco Duros, continuó clavado en el sitio.

—No le ha bastao con no venir —explicó a los de la funeraria—; encima, quie sabotear el acto.

—Yo no saboteo ni entorpezco na —repuso, jadeante, su amigo—. Es el penco, que se ha encallao…

—Eso se lo cuentas a tu tía. —Cinco Duros elevó la voz, para hacerse oír por el cura—. Si de verdá fuera un buen amigo, habría ío al entierro como tos… Pero él, no… Él se ha largao al trabajo…

—Tengo una familia a mi cargo —dijo Cien Gramos—. En casa no vivimos de limosna como en la tuya.

—¿Lo ven? —Cinco Duros se volvió hacia la comitiva—. No contento con cortarnos el paso, todavía nos insulta.

—Yo no corto el paso ni insulto a nadie.

—Calla… Por respeto al señor cura, aquí presente, al menos, calla…

—Eres tú quien me achuchas. Yo no te he buscao las pulgas pa na.

—Ustés son testigos de lo que dice…

—Mentira.

—Un corazón de piedra, esto es lo que eres… Burlarte así, después de una tragedia tan grande…

Cuando se dieron cuenta, el caballo había arrancado a caminar por sí solo, y el furgón, el cura, los monaguillos y el cortejo se perdían en la distancia.

Excitados por el sol, como borrachos, continuaron discutiendo, sin otros testigos que los perros hambrientos de las basuras y el melancólico jaco culpable del percance.

El bar tenía apagadas las luces y se dejó conducir por el Maño. La trastienda estaba a la izquierda del mostrador, disimulada por una cortina. Desde el umbral, comprobó con satisfacción que todos habían acudido a la cita: Emilio y Costa, el viejo y los estibadores. Sentados alrededor de la mesa, escuchaban atentamente la radio.

—Es el Delegado —explicó Emilio, guiñando un ojo.

El Maño fue a buscar otro vaso y lo llenó de tinto hasta el borde. El receptor emitía un sonido confuso, preámbulo obligado de las reuniones oficiales. Una marejada de voces repetía el Nombre a gritos y, como obedeciendo a una consigna, comenzaron a enmudecer poco a poco.

—Oigamos lo que dice —sonrió uno de los estibadores.

Giner se sentó en un escabel. Lo que Emilio contaba a su vuelta de Francia le había impresionado fuertemente y, por primera vez desde hacía muchos años, abrigaba de nuevo esperanzas. Una furiosa necesidad de actuar le espoleaba como un aguijón. Aquella velada íntima de amigos podía ser un primer paso, decisivo tal vez. Confrontando sus ideas unos con otros, quizás iba a salir de ella alguna resolución importante.

—«Camaradas Enlaces Sindicales —tronó la Voz—. Un saludo nada más, para no fatigaros, y porque además nos gusta ser más largos en obras que en palabras…»

El Maño fue a buscar otra bombona de vino y todos rompieron a hablar al mismo tiempo. La Voz que surgía de la radio parecía haberles puesto de buen humor y, sonriéndose unos a otros, hicieron chocar los vasos.

—¿Les has contado ya? —preguntó Giner.

—Un poco —dijo Emilio.

—Entonces, no tenemos más que empezar.

—Espera al Maño —dijo el estibador bajito.

Cuando el patrón regresó con la bombona, Emilio bajó el volumen del receptor.

—Hala, te escuchamos —dijo.

Giner se aclaró la garganta. La tarde anterior había escrito un largo discurso, que rompió antes de partir, abandonándose a la improvisación de la palabra.

Acodado en la mesa, sin mirar a nadie, comenzó a exponer las visiones que atormentaban sus noches de insomnio: la comunidad de los hombres con derechos y la de los que vivían hacinados en las barracas, el Centro y las Afueras…

El poder, el dinero, las bayonetas, la radio, los diarios —dijo— pertenecían a los hombres del Centro. Unos y otros tenían la misma apariencia física, pero sólo ellos eran hombres. Voraces, con una sed tan intensa que sorberían el mar y no quedarían hartos, monopolizaban la Verdad y la Dignidad, el Alma y la Conciencia, y los hombres de las Afueras no podían nada contra ellos porque les habían despojado, de todo, hasta del uso del habla…

—¿El uso del habla? —murmuró el estibador de los mostachos—. ¿En qué sentido?

Giner se enjugó el sudor de la frente. Lo que quería decir le parecía absolutamente claro pero, al traducirlo en palabras, la claridad se desvanecía. Él mismo se daba cuenta de que su discurso era confuso y no hallaba la manera de evitarlo.

… Los hombres del Centro, explicó, se habían apropiado el lenguaje de los hombres de las Afueras. Antes, las palabras eran como las monedas: había monedas verdaderas y monedas falsas. Ahora, sólo circulaban monedas falsas. Pan, Justicia, Hombre, habían perdido su significación. Eran nombres huecos, instrumentos al servicio de la mentira. Daba igual decir sí que no. Los hombres de las Afueras podían decir NO, que su NO siempre sería un sí. O decir SÍ, que su SÍ siempre sería un NO. Los hombres del Centro habían absorbido su vocabulario para esterilizarlo, trasplantándolo a un terreno yermo. La verdad no podía salir de su boca, como la hierba no crecía en el asfalto de sus aceras. Anchos de conciencia, estrechos de manga, su Pan no era Pan, su Hombre no era Hombre. Cada fórmula encerraba una ratonera; cada frase, una trampa… Y los hombres de las Afueras debían callar. No podían servirse del habla…

Giner se detuvo a tomar aliento y paseó la mirada por el rostro de sus amigos. Los estibadores, Emilio y el Maño le observaban con atención. Evaristo trasegaba las colillas de un bote al otro. Sin abandonar su beatífica sonrisa, Costa aprobaba con ligeros movimientos de cabeza.

—Frente a ellos, estamos desnudos y sin voz… —prosiguió—. El combate es tan desigual que, muchas veces, os habréis dicho que no vale la pena recomenzar. Cinco, diez, quince años de esfuerzo os parecen más que suficiente y, puesto que sólo tenemos una vida…

—A mí me han cascao ya bastante —murmuró el tercer estibador—. Lo que es ahora, mi menda no sacará las castañas del fuego a nadie…

—También yo pensaba lo mismo —dijo Giner, pasando la observación por alto—. Día tras día, al entrar en casa, mi mujer me recordaba sus años de humillación y de hambre, y me había llegado a convencer de que todo era inútil…

—La gente está escarmentá —le interrumpió aún el hombre—. Después de lo ocurrío…

—… Pensaba incluso que la idea de Libertad era un engaño, puesto que nos había llevado a la catástrofe, a un verdadero callejón sin salida… Mirara donde mirare mi vida anterior, no veía más que desilusiones y espejismos… Y ayer, de pronto, mientras volvía del entierro, tuve como una intuición… Comprendí que mi vida no era inútil… Que, pese a las apariencias, tenía, no obstante, un sentido…

Se interrumpió acechando la reacción de sus compañeros. (Por la radio, la Voz proseguía: «Vosotros implantaréis el reino de la paz porque sois nobles y porque, a través de la sangre de vuestros hijos y de los hijos de vuestros hijos, correrá el recuerdo de vuestros antiguos sufrimientos y de vuestra lucha victoriosa por el orden y la justicia social…».)

—Comprendí que mi fracaso, y el de todos vosotros, tenía un sentido, que nuestros esfuerzos no habían sido estériles y que podíamos y debíamos volver a empezar.

—¿Empezar? —preguntó el de los mostachos—. ¿A qué?

—A actuar —repuso él—. A discutir cada equis días como hoy y a trabajar en nuestras respectivas esferas, buscando el modo de unirnos.

Hubo un largo silencio atónito y Giner se desabrochó el cuello de la camisa.

—Una unión de este tipo, en estos momentos —opinó el estibador bajito—, me parece utópica.

—A mí también —admitió él—. Y, sin embargo, tenemos la obligación de intentarla.

Al levantar la vista, comprobó que sus amigos le observaban con una mezcla de decepción y estupor. Ausente de la conversación, Evaristo pasaba aún las colillas de un bote al otro. Costa mantenía su beatífica sonrisa.

—Yo creo —dijo haciendo un esfuerzo de concentración— que la utopía es lo que no hemos deseado con suficiente fuerza. —Las palabras volvían a traicionarle y buscó una fórmula más feliz—: Ayer, a la vuelta del cementerio, descubrí que debíamos ser utópicos si queríamos que las cosas cambiaran. —Tenía la bombona al alcance de la mano y se llenó el vaso con precipitación—. La Unidad no se realizará jamás si no la pedimos en el momento en que es imposible —dijo de un tirón, después de beber—. Todos deseamos la Justicia, pero no la obtendremos nunca, si no la exigimos ahora, cuando, al hacerlo, sabemos que no querrán escucharnos.

—No te entiendo —dijo el estibador bajito.

—Pongamos un ejemplo. —Giner llenó otra vez el vaso y lo bebió—: Un hecho conocido: los derechos no se dan; hay que ganarlos. —Levantó la vista para asegurarse de que le seguían—. Pues bien. Esto es lo mismo. Para reclamar la libertad no hemos de esperar el momento en que nuestra reclamación sea factible, pues, para que sea factible un día, hay que pedirla ahora, cuando todavía es utópica.

—Creo que te comprendo —dijo Emilio, observándole con las cejas enarcadas.

—En otras palabras… Mientras volvía a casa, descubrí que debíamos ser utópicos, si queríamos ser eficaces. Y, en cuanto lo vi claro, todo cobró para mí un sentido…

Su mirada se detuvo unos instantes en el anuncio en colores de CocaCola. («Camaradas —decía la Voz por la radio—, la empresa es dura, pero es propia de hombres bien glandulados, bien bregados en luchas viriles, como las que vosotros y vuestros padres, librasteis en las trincheras…»)

—Todo… Mi fracaso y el vuestro… El de los hombres de las Afueras de todas las ciudades… La Primera República fue una empresa utópica y la Segunda también… Lo comprendí de repente: todo había sido hasta ahora imposible y, a pesar de ello, necesario. Y supe que no podíamos renunciar a la utopía porque, gracias a nuestros fracasos anteriores y a nuestros fracasos venideros, la República llegaría un día, y esta vez sería viable.

—To esto es muy complicao —dijo el de los mostachos, rascándose la cabeza.

—Muy complicao, y muy difícil —coreó el bajito.

—Si te he seguido bien —murmuró Emilio con las pupilas brillantes—, lo que nos propones es actuar aceptando de antemano el fracaso.

—Sí —dijo Giner.

—El sacrificio.

—Sí. El sacrificio.

Una atronadora salva de aplausos acogió el final del discurso. Una banda de música entonó unos compases del Himno Nacional. El Delegado pronunció las invocaciones rituales y, como al comienzo, la multitud repitió el Nombre a gritos.

Cuando se restableció el silencio, el Maño desenchufó al aparato de radio.

—El sacrificio es la capacidad más sublime del hombre —dijo Costa, con inesperado ardor.

—Pue ser muy sublime y muy lo que usté quiera —repuso el estibador bajito—. Pero, a estas alturas, nadie está pa ideales ni santidades.

—La gente sólo va a lo suyo —dijo el tercer estibador—. El café, un buen carajillo…

—El cine, el fútbol, los toros…

—Un polvete por ahí de vez en cuando…

Evaristo cerró los botes de colillas y comenzó a silbar.

—Yo no he tenido nunca ideales —prosiguió Costa, con las mejillas arreboladas—, pero he admirado siempre a los que tienen uno. No importa cuál… Uno…

Sin decidirse a hablar, tras el esfuerzo del discurso, Giner les escuchaba, desanimado.

—No se trata de sacrificarse tontamente, por gusto del martirio —dijo Emilio, acudiendo en su socorro—. Lo que nuestro amigo propone, es trabajar con humildad por un objetivo a largo plazo.

—¿Trabajar…? Muy bien —le cortó el de los mostachos—; pero ¿cómo?

—En la esfera que nos es propia —repuso Emilio—. Él, en su garaje; tú, en tu empresa; yo, en la mía…

—El Muelle está lleno de soplones —murmuró el bajito—, el mes pasao enchironaron a uno.

—Toda actividad supone un riesgo. Si no saltamos de una vez a la arena, no lograremos unirnos nunca.

Giner le miró, lleno de reconocimiento. Emilio hablaba con voz firme y los estibadores le escuchaban, interesados.

—… Si queremos obtener algo, hemos de arriesgar algo. De otro modo, no tenemos ningún derecho a quejarnos y merecemos nuestra suerte.

—Yo conozco a unos cuantos a los que se puede hablar sin peligro —dijo, tras leve vacilación, el de los mostachos.

—Pues de eso se trata: de reclutar gente segura y de discutir el problema con ella… Con que cada uno de nosotros encuentre cinco y estos cinco a otros cinco, y así sucesivamente, imaginaos el resultado… En el pasado, nuestros padres obtuvieron muchas victorias de esta manera…

La conversación parecía encauzarse, al fin, por buen camino y Giner miró al Maño, a los estibadores y a Emilio, con el corazón palpitante. Por un segundo, volvió a ver, ante él, la comunidad de los hombres desposeídos. Sus partículas, aisladas hasta entonces, se juntaban poco a poco, formando un cuerpo… Tal vez había llegado la hora de la Unión. Como decía Emilio, gran número de empresas victoriosas habían tenido principios difíciles… Pero, en el instante en que se disponía a exponer su plan, alguien golpeó la puerta del bar, y todos cesaron de discutir, reteniendo el aliento.

—Paso… —exigió una voz.

—Abran… La policía…

Los golpes redoblaron con violencia, como una lluvia de piedra, acantaleando sobre un tejado de pizarra. Acorralados, contemplaron el único ventano de la trastienda, redondo como un ojo de buey. Y, por la expresión abatida de los otros, Giner comprendió que estaban cazados.

—Lo hemos oío to —dijo una voz conocida.

—Dejadnos conspirar…

—Abrid, u os denunciamos…

El Maño se levantó dando un suspiro. Emilio y los estibadores cambiaron una mirada de interrogación. Absorto de nuevo en su trabajo, Evaristo seguía seleccionando colillas.

—Aguardad un segundo —dijo el patrón.

Los visitantes se impacientaban y el Maño les abrió la puerta del bar. Desde la trastienda escucharon voces de júbilo y gritos de bienvenida. Luego, los pasos se acercaron hacia ellos, y Cinco Duros y Cien Gramos surgieron tras la cortina.

—Estamos giraos.

—Llevamos una jumera de atipa.

—No hemos dormío desde anteayer…

—Andábamos peleaos y nos hemos vuelto a hacer amigos.

Giner les observó con desesperación. Cien Gramos había perdido la camisa en algún lado e iba desnudo de cintura para arriba. Cinco Duros tenía un dedo vendado y un cardenal encima de la ceja. Ninguno de los dos se aguantaba de pie y se abrazaban para no caer.

—Ayer fuimos a ver a las putas.

—Cinco Duros se pegó con un matón.

—El dedo me lo he escachao en la puerta del tranvía.

—El cobrador se insolentó con nosotros y nos hizo bajar…

Sin aguardar la invitación del Maño, Cinco Duros cogió la bombona de vino y se sirvió un buen trago.

—Hoy es un gran día pa los dos…

—Cien Gramos es un hermano de verdá…

—Me dijo que no era capaz de dejar el carro, y lo dejé.

—Con penco y to…

—Yo no soy un ful… Yo soy un amigo… Se sonreían felices y excitados y, posando cada uno sus manos en el hombro del otro, empezaron a cantar:

Que venga el Socialismo

Que yo lo quiero ver,

Que aquel que no trabaje

No tiene derecho a comer…

—Chist —hizo el Maño—, os pueden oír.

—Que nos oigan —repuso Cinco Duros—. Nos da igual.

—Nosotros estamos por la Libertá…

—Por la Libertá, y por la Anarquía.

—Queremos que to sea gratis.

—Estamos dispuestos a gritarlo en la calle…

—… A chantárselo al mismo Caudillo.

El Maño les había traído dos sillas y se dejaron caer, como paquetes.

—Hala, hablad —dijo Cinco Duros—. Os escuchamos…

Nadie se decidió a aceptar la invitación. Los estibadores guardaban un silencio hostil y murmuraron unas palabras a la oreja de Emilio.

—Mis amigos y yo nos vamos a dormir.

—Mañana tenemos que madrugar —explicó el bajito.

—Yo creo… —comenzó Giner.

Pero Cinco Duros lo atrajo hacia él y le dio un sonoro beso en la mejilla.

—Déjalos. Que se larguen…

—Sí. Solos, conspiraremos mejor.

Hundido, sin fuerzas para levantarse, les vio partir, con tristeza infinita.

Emilio, Costa y el viejo se habían despedido también y en la trastienda sólo quedaron el Maño y los borrachos.

Mientras vaciaba el vaso (volvía a sentir, de repente, una terrible sed) les escuchó cantar alegremente su copla, con la tonada del Himno de la República.