CAPÍTULO SEXTO
Los periódicos anunciaban numerosos viajes a Italia: Circuito gigante (veintidós mil pesetas), Italia artística (dieciséis mil), Licuefacción de la sangre de san Jenaro (presupuesto individual según los casos); pero, en lugar de animarle como los otros días, le parecían casi un insulto.
Con su manita helada, Pira revolvió en el interior del monedero. Después de los sorbetes de la víspera, su fortuna se reducía a una moneda de dos reales. Guardaba en el cofre un paquetito con marcos de la inflación; los había comprado una mañana en el Rastro madrileño creyendo hacer un negocio: «Toma, pequeña —le dijo el hombre al entregárselos—. Ahora eres multimillonaria». Según pudo comprobar luego aquellos billetes no servían.
Quedaba el resto de sus enseres: vestidos, zapatos, muñecas, mascarillas, pulverizadores de perfume, bolitas de vidrio.
La tarde del día anterior, aprovechando la ausencia de Piluca, había cargado con todo en una maleta y se detuvo ante la puerta de un banco.
—Vengo a vender esto —dijo, mostrándole el interior al policía de la puerta.
—Aquí no compran objetos, niña —dijo el hombre—; para eso debes ir a una tienda de ropas usadas.
Sin desanimarse, Pira consultó en la guía telefónica, sección profesiones. Había allí media docena de casas de compraventa, una de las cuales, casualmente, estaba en el barrio.
—Por eso no te podemos dar nada, hija mía —dijo el señor que salió a atenderla—. Es decir, nada razonable.
Además le hizo saber que, siendo menor de edad, necesitaba un permiso escrito de su padre (Pira hizo un movimiento de cabeza indicando que era huérfana), madre (idéntico movimiento, porque su madre no existía para ella) o persona encargada de cuidarla (tenía un tío, dijo, pero enfermo e imposibilitado).
—En ese caso, hija mía, nadie querrá correr el riesgo. La ley nos lo prohíbe.
Decepcionada, Pira regresó con la maleta a cuestas. Sólo había una solución: ir a pie. Pero, pese a que todos los caminos conducían a Roma, no estaba muy segura de llegar si no la guiaba alguien. Y allí empezaban de nuevo las dificultades. Salvo Piluca, que en este caso sería más bien un estorbo, no conocía a nadie dispuesto a hacerlo.
La niña se llevó la mano a la frente y rechazó el pelo que le caía por la cara. Ninguna solución parecía posible de no intervenir un milagro.
«El milagro puede ocurrir en cualquier sitio», decía su profesor de catecismo. Sin embargo, algo, en su interior, la advertía que debía ir en su busca. Allí, en el jardín, rodeada de primos estúpidos que corrían bajo las ramas de Parsifal haciendo «¡Huu! ¡Huu!» —como la pobre doña Cecilia a causa de su tumor en la garganta— el milagro parecía sumamente improbable.
Piluca estaba sentada enfrente de ella, sombría y silenciosa. Tal vez sospechaba ya lo ocurrido y, temiendo su cólera, no se atrevía a preguntarlo… Pira se puso la cinta de terciopelo ante el espejo e hizo los habituales preparativos de marcha.
Sabía que su prima le dirigía una mirada de súplica y, cruelmente, optó por ignorarla.
—¿Te vas?
—Sí, tengo necesidad de airearme.
—¿Puedo acompañarte?
—He dicho que necesito airearme. Si no fuese así me quedaría contigo.
—Esta tarde estaré todo el tiempo fuera —sollozó Piluca—. Hay un Tedéum a las dos y no podré verte hasta la noche.
—Por favor —murmuró Pira—. Me fatigas.
El espejo le devolvió un rostro pálido devorado por los ojos salpicados de mica, y un aura de pelusa amarilla, rebelde a la cinta de terciopelo.
—¿A qué hora volverás? —preguntó Piluca.
—No lo sé —dijo—. No tengo la más pequeña idea.
Tonio la siguió hasta el interior de la casa haciendo «¡Huu!», pero se detuvo cuando María salió de la sala.
—Debería darte vergüenza portarte de este modo, mientras tu madre…
Pira cerró cuidadosamente la puerta y corrió escaleras abajo. Necesitaba luz, colorido, alegría, y la casa de sus tíos era como un cementerio. Allí todo le recordaba la vida de la que deseaba evadirse: la grosería de los chiquillos, las sábanas poco limpias, la cena recalentada. Ella había nacido para vivir en un castillo, rodeada de loros, cisnes y enanos. Su padre era el dueño de este castillo, y llegaría hasta él fuera como fuese.
Desde hacía unos días, pasear constituía un agradable pasatiempo. La ciudad era un hormiguero de gentes curiosísimas que se entendían hablando idiomas extraños. Unos llevaban emblemas y banderitas; otros, mochilas y cámaras de cine. Había también infinidad de curas con hermosos uniformes y barbas patriarcales que alargaban bondadosamente la mano a los fieles que querían besársela. Algunos, más bonachones todavía, consentían en estampar su firma en las libretitas que les alargaban los chiquillos.
Según Pira había podido darse cuenta, los recolectores de autógrafos eran siempre los mismos y se reunían en la pendiente de la Calle Mediodía, en una especie de mercado. Sus primos Tonio y Ricardo formaban parte de la pandilla. Durante mucho tiempo les había dado por almacenar botones, canicas y cromos de chocolate. En aquel momento su manía consistía en coleccionar firmas a fin de revenderlas.
Aquella mañana el barrio estaba bastante animado. Unos obreros, en mono blanco, pegaban en las paredes de las casas cartelitos con inscripciones que decían: «Nuestras calles no son poblados del Congo ni escaparates para la inmoralidad», «Hay que barrer la desvergüenza de la vía pública», «Una mujer indecorosamente vestida es un insulto a nuestra dignidad ciudadana». Y un grupo de niños les seguía de casa en casa, mirándolos con la boca abierta, sin cansarse.
En el comienzo de la carretera un anillo de curiosos rodeaba a un hombre que cargaba un cartel sobre los hombros —como los viejecitos que vio un día, disfrazados con pijamas de colores, anunciando por las principales calles y paseos la llegada del Circo—. Pira se abrió paso entre la gente y leyó:
El hombre tenía, en efecto, una sola pierna y se mantenía erguido gracias a un bastón. Era un individuo de mediana edad, de pelo ondulado y negro y piel rojiza, como sometida mucho tiempo al sol. Llevaba una camisa tejana de algodón y una mochila, que servía de soporte al cartel, colgada de la espalda. Su pantalón, corto, era de gruesa tela caqui. De él brotaba una maciza pierna velluda, protegida hasta la rodilla por un calcetín. Su único pie estaba calzado por una bota de futbolista anudada por una llamativa cinta roja.
El hombre aguantaba la curiosidad de los reunidos con inmovilidad absoluta, como si su rostro fuese una mascarilla de cuero y sus ojos dos bolas de vidrio ahumado.
En una de sus manos sostenía un platillo de uralita donde la gente arrojaba calderilla. Entonces él abría la boca y decía con una mueca:
—Gracias.
De vez en cuando, sin perder por ello su rigidez, con la vista siempre perdida en la distancia, hacía una breve explicación de sus viajes y proyectos:
—Mi venir de Santiago a pie… Mi católico… Mi ir a Roma… Mi besar los pies du Padre Santo…
Roma. Padre Santo. Pira se abrió paso a codazos. Cuando llegó, el hombre guardaba de nuevo silencio. Un grupo bastante numeroso de espectadores echó algunas monedas en el platillo y se alejó, mientras él decía «gracias», haciendo comentarios por lo bajo.
En el lugar había sólo media docena de curiosos. Era la hora aproximada de comer y nadie tenía deseos de demorarse. El hombre conservaba aún su inhumana rigidez. En un momento dado, se llevó la mano al bolsillo y sacó un pañuelo de cuadros, con el que se enjugó el sudor que le chorreaba por la cara.
Entonces pareció ver por vez primera a Pira y, como si hubiese comprendido de repente sus enormes deseos de acompañarle y besar los pies del Papa, posó en ella sus ojos duros, cuya córnea se le veía inyectada en sangre.
Pira sintió deseos de bajar los suyos, pero no pudo. Aquella mirada fija la hipnotizaba. El unijambista la observaba con una expresión especial, como si fuera a proponerle algo imprevisto y, aunque ignoraba por completo sus intenciones, sintió que el corazón le daba un vuelco.
El hombre seguía contemplándola, fija, dolorosamente y, en un momento dado, forzó una sonrisa. Era una proposición en regla y ella dijo que sí con la cabeza mientras, alrededor, cansados del prolongado silencio, los últimos curiosos se alejaban.
Desde que doña Cecilia guardaba cama, Arturo enchufaba el aparato de radio a la hora de la siesta y escuchaba, adormilado, toda clase de programas, ya fuesen infantiles, musicales o hablados. De la abundante cháchara que fluía del receptor, Arturo no retenía absolutamente nada. Le daba igual oír el último capítulo del serial radiofónico «Pilar, la princesa desventurada», que la emisión deportiva patrocinada por los Almacenes Modernos.
La voz de los locutores constituía, como la de doña Cecilia antes, el telón de fondo de su vida cotidiana, con la diferencia, preciso era reconocerlo, de que si bien podía desconectar el aparato cuando quería, no era posible emplear con los locutores los métodos de tortura que, de cuando en cuando, se complacía en aplicar a su madre.
Al principio de su enfermedad, doña Cecilia le llamaba continuamente (los abnegados cuidados de María le repugnaban). Pero, poco a poco, Arturo había aprendido a escabullirse. Sentado en el balcón, con la manta entre las piernas, espiaba, aburrido, la vida monótona del barrio.
Sus miradas se dirigían con preferencia a la llanura donde los murcianos construían sus barracas. El mes anterior, si no fallaban sus cálculos, había sesenta y cinco. Ahora sumaban ya setenta y tres. A ese ritmo, al cabo de un año, duplicarían su actual número, con lo que, no pudiendo hallar ya espacio habitable en los solares, empezarían a introducirse en las viviendas.
Su método, explicaba a menudo Arturo, era siempre el mismo. Empezaba uno por alquilar una habitación, diciendo que era soltero. En seguida, llamaba a su mujer. Luego, paulatinamente, traía a sus hermanos, padres e hijos. Justamente asustados, los vecinos mudaban de casa e, inmediatamente, la plaga se apropiaba de los pisos vacíos.
Aunque las autoridades municipales hablaban cada año de la necesidad de resolver el problema, hasta entonces se habían contentado con palabras. Arturo se enteró un día de que existía en las estaciones un servicio de vigilancia para arrestar a vagabundos, pero éstos, prevenidos, se apeaban en las paradas anteriores y llegaban caminando a la ciudad, con lo que el servicio policíaco resultaba tan inútil como costoso.
Parecía que la guerra no hubiera servido para nada. Los zarrapastrosos continuaban metiendo las narices en todos lados, sin hacer ningún caso de la lección recibida. Como una carcoma, se colaban en el interior de los edificios, roe que te roe, hasta pulverizarlos.
En su propia casa, por ejemplo, don Paco no sólo se contentaba con vivir él a costa de doña Cecilia, sino que se había traído a los tres hijos de su primera mujer y, desde hacía un par de meses, a una sobrina imbécil. Tal vez, dentro de poco, proyectaba llamar a una pandilla de tíos y de primos, basta que su madre, María y él se aburriesen y tuvieran que irse con la música a otra parte.
—No sería la primera vez que ha ocurrido —añadía malévolamente, con el propósito de hacer llorar a su madre.
Ésta era la triste realidad. Pese a las promesas de los periódicos de acabar con las chabolas y devolver a los sin trabajo a sus covachas de Murcia y Andalucía, aquéllas continuaban proliferando, lo mismo que hongos, en terrenos del municipio, lo cual constituía, a todas luces, el colmo de la ironía.
Por ello, cuando Arturo vio piquetes de guardias en la colina, no concedió al hecho ningún significado especial. Los agentes caminaban pausadamente, llamando con cortesía a la puerta de las barracas, a cuyos ocupantes leían una especie de edicto. Los murcianos, mujeres en su mayoría —los hombres trabajaban aún— acogían la lectura en silencio. Sólo cuando una vieja manifestó su desacuerdo a gritos rompieron a chillar también y Arturo hubo de reconocer, sin dar crédito aún a sus maravillados ojos, que había llegado su día.
Excitadísimo, apuntó con los gemelos a la primera fila de chabolas: con sus tejados de ladrillo, sus paredes enjalbegadas, sus tiestos con geranios y dondiegos, reunían las pretensiones de una vivienda modesta. Pues bien: también recibían la visita de los guardias. «Sin excepción —pensó, gozoso, Arturo—. Todas al saco.»
Los agentes indicaban a los murcianos una docena de gigantescos camiones. «Para cargar sus trastos, señora», debía decir el guardia que apuntaba con sus prismáticos; pero la torpe mujer gesticulaba, abría la boca, le mostraba al niño. Inútil, amiga mía, inútil; a subir al camión, como las bestias. Había llegado el momento de irse y se irían a las buenas o a las malas. En realidad, todavía les trataban con demasiados miramientos. Si de él dependiese, habría hecho una hoguera con todos sus enseres. A buen seguro debían estar cargados de miseria y envenenarían el aire de los pueblos durante el traslado.
Arturo cerró, deslumbrado, los ojos, como ante una luz demasiado viva. En el interior de la habitación, la radio transmitía el discurso de un hombre de voz suave, dulcísima, «… con lo que, hijos míos, al acercarse a este gran acontecimiento, resuenen en la ciudad los himnos de amor y de ternura, flameen los gallardetes y las banderas, luzcan su indescriptible belleza las luminarias, como símbolo de la alegría que debe anidar en vuestros corazones por estos maravillosos días de paz, días de unión, días de…»
Afuera, la policía seguía dando buena cuenta de los murcianos. Los agentes ayudaban a las familias al transporte de los muebles, anotando en un registro todo lo que cargaban. Se veía a la legua que llevaban bastante prisa y querían acabar su trabajo lo antes posible.
Arturo contemplaba el espectáculo con ojos atónitos. Apoyado en la herrumbrosa baranda de hierro, observaba las barracas, la caravana de gente con muebles y los camiones de los guardias, sin dar plenamente crédito a lo que veía.
—Pues sí señor, es verdad —murmuró—. ¡Y tan verdad!
Al cabo, no pudo mantener más la tensión y acudió con la nueva al dormitorio de su madre. Doña Cecilia estaba tendida en la cama con un pañuelo sobre la frente y, olvidando sus anteriores rencillas, Arturo irrumpió dando voces.
—¡Los sacan! —dijo—. ¡La policía ha venido con grandes camiones y se los lleva!
De no haber sido por su dolencia, su respuesta habría sido un: «Gracias a Dios. Voy a rezar un Avemaría». Aquella tarde, aunque doña Cecilia hizo esfuerzos visibles no logró articular una sílaba y profirió un largo «¡Huu!», en tanto que Arturo, dejando caer sus muletas, agitaba frenéticamente los brazos.
Antonia tuvo un ataque mientras iba a la lechería. Los vecinos que la conocían desde hacía muchos años se quedaron asombrados al ver que buscaba apoyo en un farol y echaba espumarajos por la boca. Su rostro había emblanquecido de modo brusco y su mirada era vidriosa y fija. La mujer cayó al fin, lastimándose con la acera. Aprovechando los primeros momentos de confusión, un desaprensivo se apoderó del bolso y se eclipsó con su dinero.
Antonia se recuperó al cabo de unos minutos y pudo llegar al piso por su propio pie. Al verla, la abuela empezó a dar gritos. Pipo seguía la escena desde el umbral de su cuarto, sin decidirse a intervenir. En la casa había un sinfín de gente desconocida que mezclaba el relato de lo ocurrido con lúgubres comentarios acerca de la incursión de la policía en las barracas. El niño fue a buscar al médico y, al verle, los lloros de la abuela se calmaron. El doctor era un hombre bajo, con gafas montadas en el aire, que la había visitado meses antes, cuando tuvo que guardar cama unos días. Después de saludarla cortésmente se encerró en el cuarto de Antonia, en tanto que Ortega intentaba convencer a los curiosos de que no había ya ningún peligro.
La abuela permaneció en el pasillo, más aturdida que nunca, intercalando preces extrañas en el rezo normal del rosario.
—¿Qué será de nosotros? —decía—. Dios mío, Dios mío, ayúdanos.
Ortega procuró tranquilizarla. Dijo que no era la primera vez que Antonia estaba enferma y añadió que su preocupación era, cuando menos, prematura, dado que el doctor no se había pronunciado aún.
La abuela no le hacía ningún caso y continuaba rezando en voz alta.
—Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal: líbranos, Señor, de todo mal.
Al fin, el médico salió de la habitación de Antonia y dijo que debía echar un párrafo con Ortega. Como una persona mayor, Pipo fue admitido a la consulta. La abuela sollozaba en el pasillo.
—Déjenme entrar… Déjenme entrar… Tengo derecho a ser informada.
El doctor ponía una cara muy seria y Pipo comprendió que se trataba de algo grave. Antes de hablar, con ademán cuidadoso, se quitó las gafas sin montura y las limpió con un pañuelo.
—Son ustedes los únicos varones de la casa, según creo…
—Sí —dijo Ortega.
—Realmente, lo que voy a decirles no es muy alentador y será preferible que la buena señora no se entere…
Pipo le oía sin dar crédito a lo que pasaba. Todo le parecía absurdo: el ataque de Antonia, la irrupción de la gente, la consulta. Bruscamente arrancado de sus sueños, se resistía a aceptar las nuevas responsabilidades.
—Lo que tiene la mujer —continuó el doctor— nos lo dirá la radiografía que le haremos. Me temo mucho que se trate de algo canceroso.
—¿La había visitado usted antes alguna vez? —dijo el profesor.
—Sí; pero por motivos que nada tenían que ver con el que actualmente nos enfrentamos. Ahora todo consiste en saber si lo que originó el ataque se debe, como sospecho, a un tumor. Si así fuese, las posibilidades de salvarla serían muy escasas.
Cuando salieron de la habitación, la abuela estaba en el dormitorio de Antonia, esforzándose en levantar sus ánimos decaídos:
—Que no es nada, mujer, que no es nada. El doctor dice que sólo ha sido un susto.
Pipo entró dispuesto a mentir, a recitar como un autómata el papel enseñado: «No es nada, absolutamente nada; de aquí a unas horas estará usted como nueva». Al ver el rostro de Antonia se detuvo. La mujer tenía la frente llena de cruces de esparadrapo y una venda manchada en la mano izquierda. Sus bondadosos ojos presentaban un ligero estrabismo, sus labios colgaban como exangües. Estaba derrumbada en un sillón con la cabeza gacha y los brazos apoyados en las rodillas.
—Son ustedes demasiado buenos conmigo —decía—. Siempre me han tenido demasiado consentida.
El niño se acordó de las palabras del doctor y sintió un ramalazo de pánico. Le parecía horrible la idea de que Antonia, la bondadosa y gruñona Antonia, pudiese morir así, sin más, como un objeto viejo consumido por el uso. Muchas veces, al hablar con los pescadores amigos del Gorila, le había llamado la atención el efecto embrutecedor del trabajo sobre la gente humilde: cojos, tuertos, mancos, sus manos eran horrendos instrumentos en los que, como una acusación, se advertía un pulgar sin falange, un meñique sin uña, un anular rígido. Como ellos, Antonia vivía de su trabajo y aquel era el principio del fin.
Sabía la historia y trató de representarse el cuadro. Estaba seguro de que nadie se atrevería a confesarle la verdad y el espectáculo de su miedo al conocerla sería insoportable. Habría que combatir su terror, acostumbrarla a la idea de morir. Decirle, como a la perra de los vecinos cuando comió un pedazo de carne envenenada: «Calma, calma, quieta, aguarda, aguarda».
Pipo no pudo resistir y salió del cuarto. Una vez fuera le pareció que su tensión disminuía. Todo había sido un espejismo, un momentáneo engaño. El doctor no había dado la cosa por segura y cabía siempre la posibilidad de un error de diagnóstico. Estaba dando vueltas en torno a la mesa y se detuvo. En realidad, no había que ser pesimista. La ciencia obraba milagros y Antonia podría curar. La atmósfera del piso le asfixiaba y decidió ir a la cita sin demorarse.
Cuando llegó, el Gorila le esperaba.
—Juanita no está en casa —dijo.
—¿Has probado en el mercado?
—Sí; pero hoy tenía día libre.
—Entonces, iremos a la carretera. Con lo sucedido a Antonia no me he enterado de nada.
En pocas palabras le puso al corriente del ataque y, bajo el influjo poderoso de su presencia, sus temores se disiparon. El mundo, en donde todas las cosas tenían un tinte feroz y sombrío y el cerebro de las gentes se detenía como el mecanismo descompuesto de un reloj, cedió paso al universo mágico en donde el Gorila y él eran cómplices de un terrible crimen y no debían compartir sus secretos con nadie.
Era la primera vez que el Gorila paseaba por las calles de su barrio, y sintió un enorme orgullo. Era su confidente, su hermano, su cómplice. La Vía Meridiana estaba de bote en bote y continuamente tropezaba con sus amigos.
—Adiós, José.
—Adiós, Luis.
—Adiós, González.
—¿Quién es ese González? —le susurró el Gorila, cuando se alejaron unos pasos.
—Un policía… —iba a decir «muy amigo mío», pero, acordándose del secreto que a toda costa debía guardar, añadió—: que conozco de vista.
—¡Hum! —hizo el Gorila, frunciendo el ceño—. Estos tipos son todos de la misma ralea. Si hablas con él, recuerda lo que me prometiste.
—Pierde cuidado —dijo Pipo—. González es amigo de un conocido mío. En realidad —mintió—, nunca hemos hablado.
—Mejor que mejor —dijo el Gorila.
El incidente le había puesto de mal humor y Pipo se esforzó en levantarle el ánimo. Guardaba en el bolsillo media docena de puros y se los regaló, diciéndole que eran habanos. El Gorila pareció creerlo así y le palmeó la espalda.
Al llegar al cruce de la calle Mediodía con la carretera adoquinada, el gitanillo les señaló con grandes aspavientos lo que ocurría en la colina. Hora y media después de la llegada de los guardias, el zafarrancho era completo: una larga columna de hombres y mujeres se dirigía, con sus trastos, al camión de la mudanza. Los policías habían acordonado el barrio, apartando a los curiosos que querían acercarse.
—Quédense ahí, por favor. Tenemos orden de no dejar pasar a nadie.
Recién concluida la evacuación de las barracas, se procedía a destruirlas. Un piquete de obreros demolía ya las de la primera fila.
—El profesor que vive en casa dice que es una gran injusticia —dijo el niño.
—Si los sacan de ahí será por alguna razón.
—Él cree que no —continuó el niño—. Como es republicano…
—¿Republicano? —exclamó el Gorila—. Ya te diré la clase de tipo que debe ser…
A media docena de metros había un banco de piedra y se acomodaron en él.
—Si te digo la clase de tipo que debe ser es porque, antes de la guerra, había en mi pueblo un buen puñado. Yo conocía al jefe: Eduardo Robles. Vivía en la calle Guimerá, justo al lado de la plaza. Yo, aunque no había cumplido los dieciocho años, era tan grande como ahora y tenía el doble de fuerza, que desde entonces he bregado mucho.
»Pues bien, a Robles se le metió en la cabeza la idea de que yo fuese republicano y socialista. Como era muy popular entre los pescadores, debía buscarme como cebo, me figuro. Lo cierto es que, siempre que llegaba a casa, me lo encontraba allí, esperando: “Hola, Gorila”. “Hola, Eduardo.” “¿Qué haces después de cenar?” “Voy a dormir, que mañana madrugo.” “¿Por qué no vas a casa de Domingo?” (Domingo era también del grupo: un peninsular que al estallar la guerra se pudo escapar en barca.) “Ya te he dicho que quiero acostarme.” Así, hasta que se iba.
»Yo creo que estaba medio chiflado de tanta lectura. Figúrate que quería, hacerme firmar manifiestos. Yo le decía: “Las firmas no sirven para nada”. Y no había semana que no me buscase por algo: que si esto, que si aquello, que si los ricos, que si la reforma agraria…
»Hasta que un día no pude más y le solté lo que tenía que soltarle: “En vez de cuidarte tanto de los otros —le dije— deberías vigilar que tu mujer no se entendiese conmigo”. (Pues Paloma, una madrileña muy guapaza, venía a buscarme lío y todo el mundo, menos él, sabía lo que pasaba.)
»Yo pensaba que Robles no iba a contenerse y, la verdad, se puso blanco como el mármol; pero no tuvo más remedio que envainarla y me dijo: “Nadie te ha pedido cuentas. El Partido está por encima de esto”.
»¡Por encima! —rió el Gorila, sarcásticamente—. Cuando llegó la hora de la verdad, Robles y los otros huyeron como una manada de liebres. Y la guardia civil les siguió la pista y los pescó a uno tras otro, en menos de lo que canta un gallo.
Pipo había escuchado con asombro el relato de su amigo y al concluir volvió de nuevo la vista a las chabolas. El sol acababa de quitarse. Los murcianos eran como una larga fila de hormigas transportando fardos bajo la celosa vigilancia de la policía. Cerca de ellos, la gente formaba corros y emitía comentarios en voz baja.
El niño se puso de pie. El cuadro le entristecía y sintió, de pronto, deseos de marcharse. En el suelo, junto al banco, había unos papeles amarillos manchados por el polvo y la lluvia: «Gran rifa de Chocolates El Gato». «Ustedes recibirán algo inesperado el mes de junio.» Casi a pesar de él levantó la cabeza y observó la comitiva de murcianos. Verdaderamente la casa anunciadora había cumplido su promesa: nadie en el barrio había previsto aquella expulsión.
Se encaminaron hacia la parada del tranvía. También el Gorila parecía pensativo y ninguno de los dos dijo palabra. En la esquina se detuvieron, sorprendidos por un nuevo espectáculo.
Un grupo de señoras bien vestidas corría al encuentro de un obispo severo y suntuoso. Atropellándose unas a otras, curvando sus cuellos, se esforzaban en depositar un beso en la sortija que el prelado, amablemente, les tendía.
Detrás, media docena de rapaces forcejeaban con los rostros iluminados por una expresión ansiosa. Las señoras no abandonaban su presa y no conseguían acercarse.
Al fin, el obispo pareció darse cuenta de sus esfuerzos y, antes de entrar en la parroquia, les otorgó la bendición.
Pipo observaba la escena boquiabierto y el Gorila tuvo que tirarle de la manga.
—Eh, tú —dijo—. Ya ha llegado el tranvía.
Media docena de gallinas blanquinegras corrieron al encuentro de don Paco. Atropellándose unas a otras, curvando sus cuellos multicolores, se esforzaban en alcanzar la comida. Al fin, don Paco se cansó de tan incómoda postura y arrojó el maíz al suelo. Las gallinas, entonces, se dispersaron por las zonas más favorecidas procurando alejar a las otras a picotazos.
Don Paco ajustó la puerta del gallinero y regresó a su sillón. La sirvienta de los vecinos de abajo había sufrido un ataque. De pie, con la mano apoyada en el respaldo, examinó la conveniencia de una visita. Cuando doña Cecilia empezó a guardar cama, la señora había subido a verla. Ahora, aunque se tratase de la chica de servicio, estaba obligado a corresponder.
Una vez en su habitación, se puso el traje nuevo. Al otro lado del piso, Arturo daba voces, excitado por la destrucción de las chabolas. Piluca, con los tres niños, estaba en el festival del Instituto. En cuanto a Pira, no había dado señales de vida desde última hora de la mañana.
Don Paco se limpió los zapatos en la estera antes de llamar al timbre. Ordinariamente abrían la chica o la señora. Aquella vez lo recibió el realquilado. Al saber el motivo de su visita, el profesor le hizo pasar al cuarto de la criada. Antonia yacía amodorrada a causa de la inyección y no parecía oír siquiera las oraciones de la abuela. Rompiendo el embarazoso silencio, Ortega le invitó a beber una copa.
—Usted me perdonará —dijo, mostrándole él loro—, Antonia le tiene mucho cariño y no quiere que me separe de él.
—Oh, no se preocupe usted —respondió don Paco al sentarse—. En realidad me gustan mucho los animales. Lorito —añadió, cambiando la voz—. Lorito, guapo.
Ortega cogió una botella de jerez de la repisa y puso dos copas encima de la mesa.
—Lamento no tener coñac —dijo.
—Me da lo mismo, gracias.
También él tomó asiento después de descorrer la cortina. Desde allí, la perspectiva era idéntica a la del piso alto, aunque limitada por la baranda de cemento de la calle. El profesor le llenó la copa hasta los bordes y se incorporó para dársela. Luego medió la otra y lanzó un profundo suspiro.
—¡Qué jornada! —dijo—. ¡Qué jornada!
Sin saber bien aún si se refería al ataque de la criada, a los preparativos de la fiesta en el Instituto o al prematuro bochorno del clima, don Paco esbozó una sonrisa vagamente comprensiva.
—¿No ha ido usted a la fiesta escolar? —murmuró al fin.
Ortega no le prestó atención. Bruscamente, apuntó con un ademán hacia la ladera del monte.
—¿Qué piensa usted de este espectáculo?
Don Paco conocía de oídas el extremismo de Ortega e intentó escabullirse de manera diplomática.
—Creo que el municipio ha procedido con excesiva prisa —dijo—. A mi entender, debería haber ampliado el plazo de expulsión.
—Esa gente se había instalado aquí porque no podía hacerlo en otro sitio —repuso inmediatamente Ortega—. Trasladarlos a su país es condenarlos a morir de hambre.
—Según decía el periódico, el Ayuntamiento construye para ellos un bloque de viviendas modernas y cómodas.
—Los periódicos no dicen más que mentiras —le interrumpió el profesor.
—La prensa está dirigida, desde luego —repuso, algo molesto, don Paco—, pero tal vez sea preferible esta limitación a los excesos de hace unos años. Porque usted mismo tendrá que reconocer que aquel desorden…
—Desorden —repitió Ortega con amargura—. Era el de un niño que tiene necesidad de correr, de desahogarse….
—Reconozca usted al menos que sus desahogos eran bastante brutales —dijo don Paco.
—Brutales o no, no podían durar mucho. Con el tiempo habrían desaparecido. —Por primera vez desde que había tomado asiento levantó los ojos—. Créame. Yo soy educador. Durante treinta años he estudiado millares de chiquillos. Nunca se llega a la madurez sin sobresaltos. Sobre todo si la infancia ha sido triste.
—Cuando menos tenemos paz, orden público —repuso don Paco decidido a plantarle cara—. Al menos dormimos tranquilos, sin temor de que alguien pretenda asesinarnos.
—¿Para qué sirve la paz, me digo yo, para qué sirve el orden público si…? —Un breve temblor que dificultaba la comprensión de su voz le impidió dar remate a la frase—. Sí —continuó como para sí—: ¿para qué, para qué?
El loro, que hasta entonces se había mantenido muy tranquilo en lo alto de la percha, batió alegremente las alas.
—¿Qué? —articuló—. ¿Qué?
—Tal vez yo me esté volviendo viejo —prosiguió Ortega— y las cosas se vean ahora de modo distinto pero, en mi tiempo, un espectáculo como éste era totalmente inconcebible.
—Desde luego, yo creo que el Municipio no ha estado a la altura de las circunstancias —reconoció de buena gana don Paco—, pero, durante la República, si usted lo recuerda, el problema existía ya.
—No, no me entiende usted. Lo que pretendía hacerle comprender era que ni usted ni yo, ni nadie, reaccionamos. Hemos perdido la capacidad de rebelión. Estamos embrutecidos, como animales.
—No sé lo que quiere usted decir —dijo don Paco, apoyándose en el respaldo de la butaca.
—Intentaré explicárselo —carraspeó el profesor—. Antes, ninguno de nosotros habría soportado lo que hoy ha ocurrido, y usted menos que ninguno.
—Sigo sin entenderle.
—Dado el parentesco geográfico que le liga a la mayoría de los expulsados, habría protestado usted, habría salido a la calle.
—En realidad —rectificó don Paco, enrojeciendo—, no soy murciano como usted cree. Mi pueblo está en las cercanías de Murcia, muy cerca, pero pertenece a Alicante.
—De una provincia a otra, qué más da, habría salido a defender a sus hermanos, no se habría cruzado de brazos. Ahora, en cambio, calla. ¿Por qué?, me pregunto, ¿por qué?
—¿Qué? —volvió a chillar el loro, moviendo las alas.
—Porque ahora hay orden —repuso don Paco— y la autoridad sabe lo que se hace, mientras que entonces todo era anarquía y la gente se tomaba la justicia por su mano.
—Usted habla igual que los periódicos —dijo, exasperado, Ortega—. Como hombre de buena fe que es usted, cree todo lo que le cuentan y se niega a ver lo que tiene delante; mientras que…
—¿Qué?
—… en mi época, no renunciábamos a nuestro criterio, si algo nos parecía mal, lo decíamos; si se cometía un error, lo denunciábamos.
—¿Qué? ¿QUÉ? ¿Qué?
—Usted exagera —replicó don Paco—. La inquina le tiene ofuscado.
—No, no exagero.
—Yo creo que la mejor solución es que cada uno tire por su lado, sin preocuparse de lo que ocurre a su vecino.
—Desunidos —afirmó sentenciosamente Ortega— seremos siempre un rebaño de esclavos.
—Que cada uno se ocupe sólo en sus asuntos: éste es para mí el ideal. Encerrado en su casita, aparte de todo…
—No hay encierro que valga —arguyó el profesor—. Usted que lee los periódicos debió enterarse anteayer de lo ocurrido en América: un pobre negro, que pensaba como usted, se encerró a vivir en una cueva. Pues bien…
—¿Qué? —volvió a gritar el loro.
—… un avión a reacción se estrelló justamente allí e hizo pedazos al negro. —Se quitó las gafas de carey y las dejó sobre la mesa—. No hay salida para la gente aislada —dijo—. Si nosotros no acudimos al encuentro de la injusticia, la injusticia acude a nosotros.
—Si toda la gente pensara como usted —repuso irónicamente don Paco— deberíamos salir con pistola a la calle.
—Como de costumbre, no hace más que repetir lo que le enseñan los periódicos.
—Aun en el supuesto de que así fuese —replicó don Paco, herido por la grosería del maestro—, lo prefiero mil veces a recitar lo que le enseñan esos librotes.
Él mismo fue el primer sorprendido del giro de sus palabras y volvió la vista a un lado, procurando no mirarlo. El loro continuaba sobre la percha y, divertido con la conversación de los dos hombres, agitaba las alas rítmicamente.
—Lorito —modulaba— lorito guapo.
—En cualquier caso —dijo don Paco con voz más sosegada—, espero que no expondrá usted sus teorías a las criaturas que le hemos confiado…
—Oh —exclamó el profesor con amargura—, esté usted tranquilo. Ayer por la mañana les di mi última clase. —Luego, adivinando sin duda su sorpresa, añadió—: El director me ha puesto de patitas en la calle.
—¿De patitas en la calle? —repitió don Paco sin comprender.
—Sí, me ha echado; es un pobre cretino con las ideas de usted y se empeñaba en llevarme en procesión por el barrio…
—Caballero… —dijo don Paco, levantándose.
—Sí, váyase usted —exclamó Ortega—. En mi casa no quiero gente de su calaña.
Le señalaba la puerta, como una viviente encarnación del ángel, y don Paco salió del cuarto, muy digno. Conocía el camino por haberlo recorrido otras veces y, por respeto a la señora y a su sirvienta, se abstuvo de dar un portazo.
Desde la escalera, mientras intentaba descifrar el porqué de lo ocurrido, escuchó aún los susurros de la señora abuela, interrumpidos por los gritos extasiados del loro.
Cuando Piluca regresó de la fiesta del Instituto y no vio a Pira experimentó gran sobresalto. Su prima le había dicho que pasaría la tarde en el sobrado y, cuando trepó por las ramas de Parsifal, el corazón le dio un vuelco. Los objetos que le pertenecían, incluyendo el aleluya, habían desaparecido y las paredes estaban como antes de su venida, desnudas y llenas de telarañas.
Sumamente inquieta, volvió a la casa en busca de informes. Sin embargo, nadie supo darle cuenta de su paradero. Como otras veces, Pira se había esfumado a la hora de comer y, desde entonces, no daba señales de vida. María le reservaba una costilla de cordero, aunque, dado su carácter estrambótico, no creía que se presentase hasta la noche.
—Debe de estar por el barrio, paseando —dijo.
Desalentada, Piluca interrogó a su padre y sus hermanos. Ninguno parecía más informado que María. Sin saber qué hacer, se sentó en el rellano de la escalera. Su padre vino a preguntarle por la fiesta del Instituto e, inesperadamente, rompió a decir pestes del profesor.
—Un chiflado sin cerebro y sin entrañas —definió—. Por fortuna, el director, consciente del peligro, lo ha echado a la calle.
Incapaz de soportar su cháchara, Piluca se refugió en la cocina. María mondaba patatas para la cena y la ayudó, sin decir palabra. Desde el otro lado del tabique llegaban las excitadas risas de Arturo.
—Y esto es sólo el comienzo, el primer paso. Ahora las autoridades deben proseguir su tarea de limpieza y descubrir a los emboscados en las casas. Zas, zas, zas, al saco, como cucarachas…
La cena transcurrió en completo silencio. Se oía tan sólo el ruido de los cubiertos al chocar sobre los platos. Su padre leía el periódico de la noche y afirmaba que Ortega era un pobre farsante.
—Ya tienen viviendas —repetía—. Todo lo que decía eran embustes.
Pero la sombra proyectada por la inexplicable ausencia de Pira empezaba a contagiar los ánimos. El reloj marcaba ya las diez y diez. Nunca había llegado tan tarde.
Sacando fuerzas de su miedo, Piluca fue al cuarto de doña Cecilia, por si Arturo sabía algo.
—¿Pira? —exclamó su hermanastro—. ¿La niña charnega?
Cuando Piluca se disponía a retirarse, vivamente ofendida, Arturo hizo un ademán con la mano.
—Se ha ido —dijo—. La he visto con una maleta, por la calle.
—¿A qué hora?
—No lo sé… Debía de ser hacia las cinco.
Piluca regresó temblando al comedor. Pira no se había llevado los adornos como otras veces para enseñarlos a sus amigos. Esta vez se había ido de verdad.
—Arturo dice que la ha visto salir con una maleta a las cinco —anunció a sus familiares.
—¿A las cinco?
—¿Con una maleta?
—¿Adónde habrá ido?
Hubo un largo silencio, después del cual María observó:
—Yo creo que sería prudente avisar a la policía. Tal vez se ha extraviado y…
—Yo opino —cortó el padre, con gran alivio de Piluca— que sería dar al asunto demasiada importancia. A buen seguro ha encontrado alguna amiga y se le ha pasado la hora.
—Podemos dejar abierto el portal —sugirió María—. Quizás haya ido al cine, y como las sesiones acaban tan tarde…
Los niños daban vueltas a la mesa. El padre, en un arranque de autoridad, los mandó a la cama.
—Anda, idos —aprobó Piluca, señalándoles la puerta.
—Y tú vete con ellos —ordenó él—. Es tarde y mañana tienes que madrugar.
—Pero, papá…
Piluca no tuvo más remedio que obedecer, acompañada por la irónica risa de sus hermanos. Su habitación tenía la luz encendida, pero no pudo resolverse a entrar. La nevada estepa de las sábanas, con su blancura virginal, le deprimía. Pira no estaba allí para vivificarla con su presencia, destruyendo, de golpe, la angustiosa sensación de sentirse, a la vez, niña y aislada.
Durante la noche era dulce tenerla apretada contra sí, sentir su respiración, tranquilizarla cuando se asustaba. Ahora el lecho estaba vacío, como un erial helado. Intentó quitarse la ropa y no pudo. Sus movimientos, reflejados en el espejo del armario, le daban miedo. No, no quería dormir como María, siempre sola, indiferente al paso de las estaciones, a las fugitivas hojas del calendario. Ella se sentía llena de vida, quería seguir a Pira, ir a Italia.
En el dormitorio vecino sus hermanos empezaban a acostarse. Oía el crujido de los muelles del somier, la caída familiar de los zapatos. Algo se tramaba entre ellos, pues percibía susurros, voces, risas. Silenciosamente, Piluca se inclinó para escuchar. Lo que ocurría en aquel cuarto siempre la había fascinado. En vez de desnudarse, apagó la luz y se tendió, vestida, en la cama.
—Yo sé algo, pero no lo diré —decía, desde su rincón, Ricardo.
—Cuando lo anuncias así, acabarás por decirlo —profetizó Rosita.
—Sí. Mírale a la cara: se muere de ganas.
—¡Ja, ja! Lo hago para excitaros. Para que veáis que yo también tengo secretos.
—Ya que has empezado a hablar, al menos danos una idea…
—Sí, danos una idea. Nosotros intentaremos adivinar.
—Os lo diré si me dais la firma del croata.
—Te la daré si me la cambias por la del obispo de Esmirna.
—No, sin cambios.
—Entonces, nada.
Hubo un breve silencio durante el que no se oyó el más leve ruido, y Ricardo continuó:
—Es algo acerca de Pira.
—¿De Pira? —exclamaron a la vez Tonio y Rosario.
—De ella en persona.
—¿Sabes dónde está?
—¡Quién sabe! —dijo misteriosamente el niño.
El corazón de Piluca latía tan fuerte que, por un momento, creyó que iba a parársele. Al fin, haciendo un esfuerzo, se incorporó, abrió la puerta de comunicación de los dos cuartos y saltó sobre el lecho de Ricardo, como un tigre.
—Dilo —ordenó, aferrándole por el cuello—. Dilo o te mato.
Advertidos por los gritos de los niños, acudieron María y el padre. Piluca sintió que alguien la sujetaba por los hombros obligándola, a pesar de sus esfuerzos, a soltar su presa.
—¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre? —decía el padre.
—Ha sido ella —gimió el niño—. Ha entrado en el cuarto de repente y me ha atacado.
—Él sabe dónde está Pira y no quiere decirlo —dijo Piluca.
María dejó que Ricardo se enjugase las lágrimas y se arrodilló enfrente de él.
—¿Es cierto?
El niño inclinó la cabeza sin decir nada.
—Vamos, responde en seguida —ordenó María, con sequedad.
—Lo diré si Tonio me da la firma del obispo croata.
—Tonio te dará la firma del obispo croata.
—No me la dará… Se la he pedido antes y no ha querido dármela.
María se volvió hacia el niño con gesto severo:
—Vamos, Tonio, haz lo que te dice.
—Es mía…
—Obedece a tu hermana —tronó el padre.
Mientras el niño revolvía debajo de la almohada, María se enfrentó con Ricardo.
—¿Y Pira? —dijo.
Ricardo inclinó la cabeza, confuso.
—Se ha ido.
—¿Ido? —preguntó María—. ¿Adónde?
—No lo sé —sollozó—. Me ha dado una carta.
En el bolsillo del pijama guardaba un papelito y Piluca se inclinó para leerlo con el corazón palpitante: «Me voy a Italia a ver al Papa —decía su letra inconfundible—. No intentéis seguirme. Abrazos».
—¿Cuándo te lo ha dado? —preguntó María, obligándole a levantar la barbilla.
—No lo sé —gimió Ricardo—. Poco antes de merendar. Piluca, Rosario y Tonio no habían llegado.
—¿Qué más te ha dicho? —continuó su hermanastra con voz persuasiva.
—Casi no me habló. Subió con la maleta encima del gallinero y cargó con todas sus cosas.
—¿Y no se te ocurrió venir a avisarnos? —exclamó el padre.
—¿No te dijo nada más? —continuó María, sin hacer caso de la interrupción.
—Sí —murmuró el niño, bajando la mirada de nuevo—. Me contó que había encontrado a un hombre que la llevaba a Italia.
—¿Y no te explicó nada acerca de él? —La voz de María brotó tan alterada que Piluca sintió como un trallazo en el cuerpo.
—Sí —sollozó Ricardo—. Me contó que era un peregrino francés. También yo lo vi al mediodía. Era cojo y llevaba un cartel detrás.
—¡Dios mío, Dios mío! —exclamó María, buscando apoyo en la pared, como si fuera a desmayarse—. La radio acaba de decir hace unos minutos que buscan a un individuo con estas señas. Esta mañana, en la cuneta de una carretera, ha asesinado a una muchacha.
Al divulgarse la noticia por las casas vecinas la gente se ofreció espontáneamente a buscar a la niña raptada. Piluca vio al inquilino de arriba, al profesor, al matrimonio de verduleros, a los tres hermanos de la casa del lado. Formando un heterogéneo grupo bajaron por las terrazas escalonadas de la calle Mediodía hacia el lugar en donde, según Ricardo, el unijambista había pedido limosna.
Al ver la comitiva, los clientes de la taberna salieron a preguntar qué ocurría y el gitano cesó de remover el manubrio. Con veloces movimientos de las manos dio una explicación de lo sucedido. Entre cabriolas y saltos, el nieto señaló la ladera de la montaña.
—Dice que se han ido por ahí. —El niño agitaba las manos, sacaba la lengua, ponía los ojos en blanco—. Dice que fue hacia media tarde…
La policía, prevenida por María, se presentó poco después. Al verla, Piluca rompió a llorar y don Paco la mandó a dormir. La niña dio media docena de pasos, como para obedecerle, pero se quedó sollozando junto al sordomudo.
El barrio de las chabolas confinaba, por la parte alta, con el circuito automovilístico del parque y, hacia el noroeste, con la imprecisa extensión de tierras próxima al mar, donde quemaban las basuras. Dos jeeps de la policía tomaron la dirección de la carretera para detener al fugitivo en el caso de que hubiera seguido el camino alto, mientras otros agentes a pie, acompañados por la comitiva de vecinos y el personal de la taberna, se abrían paso, a través de las chozas destruidas, hacia el sendero que conducía a la playa.
La luna se había quitado hacía poco y resultaba difícil distinguir a unos metros. Los policías que iban delante llevaban potentes reflectores con los que barrían a brochazos el flanco de la montaña. La luz descubría a veces algún murciano oculto, revolviendo en las ruinas de su chabola. Al ser alcanzado por el cono de luz permanecía inmóvil, lo mismo que una liebre aturdida ante los faros de un automóvil. Un viejo guardaba en un saco las baldosas respetadas por el piquete destructivo y, al ver a los policías, soltó el botín, atemorizado.
—¿Ha visto usted a un hombre cojo con una niña? —preguntó el sargento.
El viejo le miraba como si no comprendiese lo que decía; haciendo un visible esfuerzo, balbuceó:
—Sí… un hombre con una mochila… Se fueron por allí… Hacia los albañales.
Obedeciendo una orden del cabo, el viejo los guió hasta el atajo.
Los adoquines, baldosas y ladrillos ocultaban el trazado de los caminos, por lo que, al bajar, no había otro remedio que saltar de piedra en piedra, sobre los cimientos desnudos de las casas.
Los haces de luz buscaban las huellas del sendero entre las chabolas. La comitiva de vecinos seguía detrás de los policías sin decir palabra. Todo era oscuridad en torno; oscuridad, desolación y silencio, interrumpido a veces, desde algún rincón de las ruinas, por lloros y por ayes.
A la antigua zona edificada de la ladera sucedían huertecillos, cercados por bardales, con su intrincado dédalo de trochas. Desde el lugar se abarcaba una zona muy extensa y los reflectores barrían los terraplenes sin descanso. De bancal en bancal, siempre por caminos estrechísimos, alcanzaron los terrenos bajos cercanos a la playa en donde, medio kilómetro después, desembocaba la gran cloaca.
Allí, la busca resultaba más difícil dada la ondulación del terreno, surcado de pequeñas dunas que, a la luz de los focos, se curvaban blanquísimas, como cráteres lunares. La proximidad del mar se hacía sensible por un rumor sordo, así como por la quebradiza silueta de algún pino inclinado hacia la montaña como víctima de un imaginario vendaval, aunque el aire estaba perfectamente inmóvil y no se movía una hoja de hierba.
El panorama era sombrío y desolador. El viento que, ordinariamente, soplaba del mar, había reducido la vegetación al mínimo y los arbustos emergían apenas sus escuálidos tallos, medio enterrados en la movediza arena. Los basureros descargaban allí, formando montículos de suciedad que, aun de noche, despedían un olor repulsivo. Los gatos hambrientos de la ciudad hurgaban infatigablemente entre las basuras y huían espeluznados ante las deslumbradoras linternas de los guardias.
De vez en vez se divisaba alguna choza construida con remiendos de hojalata, pero tenía las ventanas cerradas, como si sus ocupantes estuvieran dormidos. El sargento golpeó en la puerta de una y aguardó, charlando con sus hombres. Al poco, se asomó una mujer vestida con un saco hecho trizas y, al ver la comitiva, empezó a temblar, como azogada.
—Sí, sí, lo he visto —tartajeó—. Un hombre cojo con una mochila… Pasó por aquí después de anochecer… Iba hacia la cloaca, con una niña…
Precedido por los reflectores de la policía, el cortejo se puso de nuevo en marcha. Las indicaciones de la mujer parecían pesar en el ánimo de todos. Ni siquiera don Paco, que durante el camino no había cesado de repetir: «La encontrarán. Tienen que encontrarla», se atrevía a repetir su fórmula-talismán. Y, como respondiendo al fatalismo helado del grupo, la luna derramó su frío maleficio sobre las lomas sinuosas de la playa, volviéndolos, de golpe, visibles unos a otros, desnudos, inermes, desamparados.
Escalaron un montículo arenoso y se encontraron frente al mar. La arena arrastrada por el viento formaba una cresta que protegía la parte inferior de la playa, y pese al repugnante olor que llegaba hasta ellos permanecieron un rato inmóviles, hechizados por la mágica quietud del paisaje. Pero ya las linternas habían localizado un pequeño bulto lamido por las olas y, como impelidos por un resorte, corrieron atropelladamente hacia él.
Era Pira, tendida boca abajo, con su hermosa trenza deshecha y los brazos inmersos en el mar. El asesino había desgarrado su falda de volantes y la parte posterior de la blusa, dejando al descubierto su espalda, blanca y magra. Parecía una muñeca de celuloide, una muñeca vieja, arrastrada hasta allí por una corriente marina desde una playa lejana. A su alrededor no se advertía ninguna señal de lucha: tan sólo el maletín abierto y un cuchillo envuelto en un pañuelo de cuadros. Desde lejos, un jirón ensangrentado de su blusa parecía flotar entre sus dedos como un delicado ramillete: el delicado ramillete de flores que había soñado entregar al Papa.