CAPÍTULO QUINTO
La explosión de los fuegos de artificio despertó a doña Rosa y se removió agitadamente, buscando su contacto. Él permanecía tendido de cara a la pared, y obedeció de mala gana cuando ella le dijo al oído que ajustase el postigo. Así lo hizo, procurando guiarse a través de los muebles diseminados por la pieza y, al regresar, cogió la ropa que había dejado ovillada en el respaldo de la silla. Sentado en el borde de la cama empezó a ponerse los pantalones. «¿Qué haces?», murmuró doña Rosa, incorporándose. El Gorila percibió el roce de su mano buscando el interruptor de la luz y en seguida una onda luminosa dividió la habitación en dos mitades: una, con doña Rosa, el lecho y sus propias piernas, teñida de color anaranjado, y otra, que comprendía el resto del dormitorio, en la que el moblaje se vislumbraba apenas. «¿Qué haces?», volvió a decir ella, intentando cubrir la desnudez de sus pechos con sus enormes manos blancas. «Me voy. Tengo trabajo.» «¿A esta hora?» Él no se dignó contestar y se puso la pescadora. Cuando logró hacerla pasar por los brazos, la cabeza, los hombros, doña Rosa continuaba todavía en la misma postura, analizándole con una mezcla de estupor y disgusto.
—¿Puede saberse qué mosca te ha picado?
—Ninguna —repuso él.
—Entonces, ¿por qué esa prisa?
—Debo madrugar para embarcarme.
—¿No me dijiste que el patrón te dio permiso?
Al verse atrapado en flagrante mentira, decidió no contestar.
—¿No dices nada?
—Necesito ganar dinero; si no hay trabajo, no hay nada.
Doña Rosa le miraba con rostro colérico; sin embargo, sus manos intentaron sujetarlo.
—¿No quieres quedarte un ratito?
No, no quería.
—¿Ni siquiera un instante?
No. La mujer había renunciado a continuar la lucha y preguntó:
—¿Cuándo vuelves?
—Un día de éstos.
—¿Qué día?
—No lo sé… Mañana.
—Eres un embustero.
El Gorila no se tomó el trabajo de desmentirla. Inclinado sobre la estera se ocupaba en anudar las cintas de las alpargatas. Cuando hubo concluido se puso de pie e hizo ademán de desperezarse.
—Adiós —dijo.
Doña Rosa no contestó. Sin hacerle caso se dirigió hacia la puerta.
—Está bien —oyó al cerrarla—, haz lo que tú quieras.
Conocía el trayecto de memoria y en seguida estuvo en la calle. Aunque le había explicado docenas de veces que no sabía dormir en una cama, ella se obstinaba todas las noches en retenerle, más terca que una mula. Fuera soplaba un aire fresco y lo sorbió con satisfacción. La cabeza le pesaba y la remojó en la fuente de la esquina. La mayor parte de los bares estaban cerrados y en las callejuelas se oían tumultos de voces y disputas y tonadas de cantores borrachos. El Gorila avanzó por el centro de la calzada sin hacer caso de los que le llamaban, con los labios contraídos en una amarga mueca. Sus piernas le encaminaban en dirección desconocida y él se limitaba a seguirlas, sin saber adónde lo llevaban. Una travesía, dos, tres. Torció a la izquierda y se encontró en la playa. Los merenderos tenían todavía los farolitos encendidos y el Gorila se dirigió al tenderete de los barqueros.
El Málaga jugaba al dominó con un cliente y le hizo un saludo con el brazo.
—¿Buscas a las gitanas? —dijo.
—No, voy a darme un baño.
Dejó la ropa sobre uno de los patines y desenrolló la venda de su mano. La herida presentaba un feo aspecto. El agua de mar contribuiría a cicatrizarla. Si no bastaba, un poco de sal y vinagre, y al día siguiente, como nuevo. El bañador había perdido el elástico y lo sujetó con un imperdible para que no resbalase. Lentamente caminó sobre la arena húmeda y, al sentir el mar, se arrojó de cabeza al agua. Durante unos minutos braceó en dirección a la escollera. Desde allí, los merenderos cobraban un aspecto fantástico. Los farolillos de colores proyectaban sobre la lumbre del agua acordeones luminosos y polícromos. El mar estaba sereno y negro. El viento había amainado y ahora soplaba hacia Levante. Por un momento, el Gorila lamentó su decisión de no embarcarse. La pesca se presentaba magnífica. Sin luna, los dorados se embocaban por docenas en el interior de las nasas y, con un poco de suerte, Norte y el sustituto ganarían en un día el sueldo de una quincena. La herida de la mano le escocía y emprendió el regreso a la orilla. Al tomar pie, la banda de los gitanillos se acercó a él dando brincos: «Gorila, Gorila», gritaban. El Gorila se sujetó el bañador con el imperdible y tomó de la mano a la niña de los ojos azules. Al llegar al quiosco del Málaga se sentó sobre un patín y se friccionó enérgicamente la espalda con una lona. Los gitanillos rebullían a su alrededor, empujándose unos a otros, preguntándole mil cosas con sus vocecitas extrañas y agudas. Antes de ponerse los vestidos aguardó a estar seco y, entonces, entregó una peseta a cada uno de los niños. La gitana de los ojos azules recibió un duro y manifestó su regocijo saltándole a los brazos. Luego se esfumó con los otros tras los merenderos al advertirle un cliente que el bato la buscaba.
—Usted siempre con gente extraña —dijo el Málaga.
—Inconvenientes de la amistad. En el barrio todos me conocen: gitanos, viejos, borrachos… Cada día me sale algún amigo.
—Si usted les da dinero…
—Mejor dárselo a ellos que guardarlo.
—¿Qué dice su mujer a fin de mes?
—Mi mujer —dijo—, mi mujer…
La perra que dormía a bordo apareció delante del primer merendero y, al descubrirle, corrió hacia él, moviendo alegremente la cola.
—Ésta es mi única mujer —afirmó el Gorila—. Todas las demás son unas guarras.
La perra gemía de contento y le cubrió la mano de lengüetazos.
—¿Qué haces por ahí, perdida? ¿Buscando un macho?
Seguidamente, y volviéndose al Málaga, explicó con una sonrisa:
—Dormimos juntos, ella y yo.
La perrita intentaba subirse a sus rodillas para lamerle la cara, pero él no se lo permitió.
—¡Ah, puta! —dijo—. ¡Ah, tunanta!
La hija del Málaga había llegado del brazo de un salvavidas que parecía su novio.
—¿Es cierto que están casados los dos, señor Gorila? —preguntó señalando a la perra.
—Casados sí, pero no por la Iglesia.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo ha sido eso?
—Cosas que pasan en la vida —dijo el Gorila—. Nos conocimos y hubo un flechazo.
—Pues vaya usted con cuidado —advirtió el salvavidas—. No sea que con eso del Congreso les obliguen a casarse.
—Ni hablar —dijo el Gorila, acariciando el lomo de la perra—. Mi mujer no quiere saber nada con los curas.
Como si hubiese comprendido que hablaba de ella, la perra emitió un ladrido, asediándolo a lengüetazos.
—¿Lo ven? —exclamó—. Siempre que los oye mentar se pone furiosa.
—Pues, lo que es esos días, tendrá usted que ponerle un bozal. Dicen que van a venir muchos, dicen que más de cien mil.
—La madre de Antonio —explicó la hija del Málaga— se ha comprado un escudo con luces de colores.
—Yo quería que se comprase un traje nuevo. No sé quién debió meterle esta idea en la cabeza.
—Algún tunante debió ser —afirmó el Málaga.
El Gorila se sentó a una de las mesas y pidió una botella de vino tinto. El baño le había despejado la cabeza y sentía necesidad de reflexionar. Sin tener ninguna importancia, lo ocurrido en la Bodega Alicantina debía servirle de aviso para que, en lo futuro, aprendiera a dominarse. Cuando en una de las mesas un buzo empezó a cantar una tonada de las Islas, debería haber recordado que jamás había puesto los pies en ellas, en lugar de batir palmas, coreando el estribillo, como había hecho; pero lo que pasaba ya de castaño oscuro era que, después de haber cantado delante de todo el mundo, reaccionase con furia cuando el hombrecillo del traje gris que le seguía como una sombra le preguntó si era canario. «¿Canario? —exclamó, agarrándole por las solapas—, ¿quién dice que soy canario?» En la bodega se había armado un cierto revuelo, que se calmó en seguida cuando el hombrecillo se avino a darle excusas y abandonó acobardado el local. El Gorila apuró el vaso de un sorbo y se secó los labios con el dorso de la mano. El recuerdo de la escena le llenaba de disgusto y se cruzó de brazos en actitud meditativa. Veía una expresión de asombro de los restantes pescadores cuando, plantado en el centro de la bodega, les contempló con desafío: «Vamos, ¿quién es el guapo que lo dice?»… Hasta que Norte le obligó a sentarse, asegurándole que el asunto no tenía importancia. «De Canarias, de Extremadura o de Galicia, qué más da; al fin y al cabo, de España.» Doña Rosa encontró la explicación muy razonable: «Eso me digo siempre yo. Mientras se sea del país…» El Gorila volvió a servirse vino y lo apuró de un tiento. Muy bien, le estaba bien merecido, eso le enseñaría a vigilar sus salidas y no meter la jeta donde no le llamaban. Lo peor era que, a menudo, le entraban ganas de confesarlo todo; entonces no le quedaba otro partido que huir de sus amigos e inventar alguna mentira distractiva ante el primer extraño que topaba. Hasta lo ocurrido hacía tres años, fantasear había sido un entretenimiento; ahora constituía una necesidad. Su deseo de colmar el espacio hueco le había hecho desempolvar historias antiguas: el comienzo de la guerra civil, el servicio en un dragaminas, la primera salida en barca. A veces llegaba a olvidarse del hecho durante días enteros; pero el recuerdo le asaltaba de improviso y debía luchar para evitarlo.
Maquinalmente escanció el resto del vino y encargó otra botella al Málaga. «¿Ya empezamos?», gruñó éste al servírsela. El Gorila optó por callar. La perra, cansada de dar brincos en torno, dormía ovillada a sus plantas. Melancólicamente contempló las últimas luces de los merenderos. Los farolillos emitían destellos de luciérnaga y parpadeaban en lo oscuro. Un soplo de viento le hizo estremecer y llenó de nuevo el vaso. Sabía que iba a emborracharse, pero le daba igual. Previsoramente enrolló la venda de la mano. Málaga, su hija y el salvavidas continuaban hablando del Congreso.
Una pareja de civiles recorría la playa con las linternas encendidas. El reloj de la Cofradía dio las tres de la mañana.
—Señores —dijo el vigilante—, ha llegado la hora de cerrar.
El Gorila bebió apresuradamente el vino de la botella. Todavía encargó otro litro de repuesto y pagó religiosamente al Málaga. Durante el invierno se quedaba a dormir bajo los patines, envuelto en una manta, pero en verano era imposible a causa del bullicio de los bañistas. De mala gana emprendió el regreso al muelle. El mar parecía más negro que antes y embestía la arena de modo sordo. Los merenderos habían apagado las últimas luces y apenas era posible distinguir a unos pasos. El Gorila estuvo a punto de tropezar con un dormido y lo evitó dando un rodeo. Detrás de él percibió un aullido. La perra acababa de descubrir su partida y le seguía a lo lejos, jadeando. Al poco sintió en el pantalón el roce de sus uñas y se detuvo un momento a acariciarla. La perra se tumbó boca arriba gimiendo e intentó lamerle las manos «Ah, puta —dijo—, ah, tunanta.» De nuevo emprendió la marcha, bordeando los merenderos, hasta llegar a la calle. La Vía Meridiana estaba desierta: tan sólo, a lo lejos, un tranvía y la lucecilla verde de dos taxis. En la explanada no había luz pero conocía el trayecto de memoria: el quiosco de bebidas que abría a las cinco, la garita de los guardias, el fielato. Creyendo que iba a dormir a bordo, la perra se adelantó hacia los cobertizos. La puerta de hierro permanecía siempre abierta. El Gorila continuó hasta las pilas de cajas adosadas a la peana de la torre. Antes de llegar, un rumor de voces le advirtió que otros se habían adelantado. Los mendigos viejos del barrio formaban tertulia en torno a un barril. El Gorila les reservaba diariamente un plato de pescado, por lo que todos se disputaban su amistad. Al verle, interrumpieron su charla y corrieron a abrazarle, excitados y alegres.
—Anda, ven, tenemos vino, te invitamos.
Él no hizo ningún caso y se sentó aparte con su litro de tinto. Los viejos se olvidaron en seguida de su presencia y reanudaron su charla, confusa y deshilvanada: «Bebe, Vicente.» «Sólo un poquito.» «Anda, otro trago.» Él acomodó un lecho con los sacos y destapó la botella de vino. A su lado, los viejos continuaban haciendo beber a Vicente, que profería maldiciones e intentaba marcharse. Los demás no le dejaban y le obligaban a repetir: «Un trago más.» «Sólo uno.» El Cama se separó de los otros y le susurró junto al oído:
—Es un complot.
Él enrollaba un saco a modo de cabezal y fingió pasar por alto la frase.
—Le hacemos beber porque Pepe cree que le ha mangado la cartera. Cuando se emborrache le registraremos.
Lanzando un gruñido —el vino empezaba a hacerle efecto—, se tendió sobre los sacos. Inmediatamente le pareció que se disolvía: convertido en una pala de chumbera echaba raíces en el suelo.
Medio en sueños le pareció oír las voces de los mendigos y los gritos de Vicente. Cuando se despertó era más de mediodía.
El Cama estaba sentado en un cajón y le tiraba tímidamente de la manga.
—Tu hermano ha telefoneado a la Bodega y doña Rosa me ha dicho que te avise.
Le entregó una hoja de papel. El Gorila se la metió en el bolsillo.
—¿No la lees?
—Vete a chingar a otro lado.
Se durmió de nuevo, acunado por el ulular de las sirenas y el griterío ensordecedor de las aves. Soñó en Juanita. Estaba casada con otro hombre y pasaba junto a él sin saludarlo. La llamó lleno de angustia. Inútil. Se había vuelto mudo y nadie podía escucharle.
De pronto se encontró en medio de un grupo de chiquillos que conocía de vista, por haberlos encontrado a menudo en el barrio: vestidos con casullas de juguete, desfilaban solemnemente a su alrededor como los sacerdotes fotografiados en los periódicos desde hacía unas semanas. Al ver que se movía, los niños se alejaron dando brincos, ocultándose tras un montón de cajas. Junto a su improvisada yacija quedó sólo una chiquilla menuda, abrazada a un muñeco de trapo.
—No quieren absolverme —explicó al Gorila.
—¿Absolverte?
—Sí. La muñeca es hija mía y la he tenido sin casarme.
La niña se expresaba con voz triste y él se arrodilló para consolarla.
—No les hagas caso —dijo acariciándole el pelo rubio—. Tu tío va a hacerte un regalo y podrás comprarte una bolsa de caramelos.
Le entregó un duro nuevecito, pero la niña lo dejó caer sobre la falda, sin atreverse a tocarlo.
—Es un pecado —la oyó murmurar mientras se iba—. Un gran pecado.
Frente al Depósito de Hielo había una docena de barberos y se sentó en un tonel, esperando turno. Como no había comido en todo el día se sentía muy débil y cerró mansamente los ojos, mientras lo enjabonaban. Todavía soñó en su mujer y en Juanita. El barbero le despertó de una palmada e hizo que se contemplase en el espejo. El Gorila le dio dos pesetas y se encaminó hacia el quiosco. Allí se compró un kilo de pan y una libra de arenques ahumados. El hambre le había impregnado progresivamente de abulia y sintió de golpe una inmensa necesidad de confesarse. Atemorizado, escapó con el paquete bajo el brazo en dirección a la escollera. Antes de atravesar la plazoleta en donde daba la vuelta el tranvía, sintió que alguien corría tras él y se volvió con el rostro congestionado: era Pipo, el precoz, inteligente y querido Pipo, y lo abrazó sin poder contener casi las lágrimas.
—Una vez, hace algunos años, en la época en que me llamaban todavía señor Gorila (pues aunque me veas ahora tirado como una colilla, llegué a ser patrono de un bar y toda la clientela me llamaba señor Gorila), se me ocurrió la idea de marcharme de casa. Fue durante los últimos meses de la guerra. Aquella zona estaba infestada de submarinos alemanes y no podíamos alejarnos por orden de la Comandancia. Total: que la pesca era escasa y el oficio no daba para vivir. Para salir de apuros decidí cortar madera en África. Mi padre era amigo de un importador de Fernando Poo, que me proporcionó empleo en un barco. Y me embarqué, dándomelas muy felices, sin sospechar siquiera lo que iba a pasarme.
(Pues cuando sales de casa sabes muy bien lo que dejas, mientras que, al volver, ignoras qué encontrarás y, sobre todo, cómo lo encontrarás: si tu mujer se habrá ido con otro; si, durante tu ausencia, habrá tenido un bastardo.)
»En Fernando Poo trabajábamos en una factoría maderera, yo y otros doscientos hombres. Casi todos negros. Sólo cuatro andaluces y yo éramos blancos. Nosotros cobrábamos doble sueldo que los negros y dormíamos en barracones aparte. A las dos semanas me hicieron capataz.
»No sé por qué, el ingeniero me había tomado cariño y me encargó que vigilara el trabajo los días en que él no iba. “Tarzán de los monos”, me llamaba. Pues los blancos andábamos también medio desnudos y parecíamos más negros que los bubis. Yo llevaba un casco de misionero y el látigo que dan a los responsables para asustar a los negros. Aunque, si quieres que te diga la verdad, nunca llegué a emplearlo. Los pobres vivían muertos de miedo y me obedecían con sólo mirarles. Hubo uno que se pasó la tarde entera cargando troncos, sin atreverse a decirme que estaba herniado. Me llamaban “massah”, que quiere decir señor, y, a los pocos días, me ofrecieron una “mininga”.
»“Miningas” es como se llaman allí a las muchachas. Cuando son mocitas los padres las alquilan a los blancos; ellas lavan, cosen, planchan, preparan la comida y se acuestan contigo siempre que se lo mandas. Yo pagaba por la mía un duro diario y, la verdad, no tuve nunca motivos de queja. Lu-Baba (se llamaba así) me fue ofrecida por su hermano: a él le pagaba al principio de cada mes ciento cincuenta pesetas y con él tenía que entendérmelas si algo no marchaba. (Allí las mujeres no pueden discutir y deben obedecer a todo lo que se les ordena. Conozco el caso de una que, por no querer acostarse con su hombre, su padre la mató a bastonazos.)
»Lu-Baba era más mansa que un cordero, y los once meses que vivimos juntos se esforzó en hacerme la vida agradable. Era muy bonita (entre las negras hay mujeres espléndidas); tenía la cara fina, los ojos grandes, los pechos puntiagudos (iba siempre desnuda de cintura para arriba) y los brazos redondeados. Durante el día se quedaba en mi choza, limpiándomela (pues allí las cosas se ensucian a los cinco minutos: cuando llueve, el agua filtra por todas partes; si hace calor, aparecen mosquitos, tarántulas, escorpiones. Ellos ya están acostumbrados; aunque se encontrasen la cama llena de culebras, creo que no se tomarían el trabajo de sacarlas).
»A veces, mientras estaba en la factoría, venía a traerme algún refresco y se quedaba mirándome en un rincón, hasta que me lo bebía. Y todas las noches dormía abrazada conmigo y se ponía muy triste cuando la sacaba de la cama.
»Si te he de decir la verdad, Pipo, acabé por tomarle cariño.
»Lu-Baba era fiel, trabajadora, limpia. Jamás tuvo una discusión conmigo ni necesité regañarla siquiera. Me bastaba mirarla a los ojos y ella adivinaba en seguida lo que quería. Era como un animalito: un animalito listo que se desvivía por agradarme. No sabía hablar español, pero gruñía, reía y ronroneaba igual que un gato. Un día se me ocurrió explicarle la historia de mi vida en dibujitos y a ella le gustó tanto la idea que luego me perseguía siempre con la libreta y el lápiz. Otras veces me entretenía hablándole en español, como hacemos con los animales. “Te voy a partir las costillas, Lu-Baba”, le decía; pero ella creía, por mi sonrisa, que le decía algo cariñoso y venía a acurrucarse a mis pies para que la acariciara. En cambio, le decía con voz muy seria: “Me gustaría vivir siempre contigo” y ella, entonces, inclinaba la cabeza y se iba.
»Oh, pero no creas que se dejase engañar fácilmente; Lu-Baba no tenía un pelo de tonta. Un día me enseñó un dibujo que había hecho mientras trabajaba: yo, con mi casco, mi bigote y mis tatuajes; ella, con una capa que le llegaba hasta los pies y el pelo lleno de lazos; y, en medio, otro como yo, pero de color negro, cogiéndonos de la mano. Al comprender su significado rompí el dibujo y Lu-Baba, la pobrecilla, se pasó la noche llorando. Desde entonces perdió afición a las historietas y, aunque sonreía si le enseñaba alguna, me di cuenta de que lo hacía para agradarme.
»Entretanto yo iba ahorrando tela para volver a Canarias. En once meses, casi veinticinco mil. De vez en cuando enviaba a mi mujer un sobre con dinero y esperaba regresar para entregarle lo que tenía y poderle comprar ropa en Tenerife. Aunque ella no escribía nunca, yo no me preocupaba. Eso de escribir es para gente que tiene cosas que decirse; pero, dos desgraciados como ella y yo, ¿qué íbamos a contarnos? Si no sabemos ni hablar decentemente, ¿a qué perder el tiempo echándonos flores? Los que han nacido brutos, brutos son. Por mucha cultura que se les meta en la cabeza, continuarán siendo animales. Eso me decía yo. Y, aunque mi madre tampoco daba señales de vida, no di a su silencio ninguna importancia.
»Hasta que un día me vino la nostalgia de mi tierra y sentí la necesidad de regresar. Hablé con el patrón (don Enrique Miranda Tubau se llamaba). No quería dejarme ir. Estaba contento de mí y me ofreció un aumento; pero yo sólo pensaba en mi hija y mi mujer (ojalá le hubiese hecho caso, a estas horas sería jefe de capataces y me habría convertido en propietario) y, en vista de ello, habló con un empresario belga del Congo y me encontró plaza de palero en un barco mercante.
»Faltaba tan sólo por resolver la cuestión de Lu-Baba. El día antes de mi partida fui a un almacén de Santa Isabel y le compre un traje de colores. Cuando llegué a casa se lo entregué, dándole a entender que era un regalo, pero ella no quiso aceptarlo. “Mucho dinero”, dijo (pues, últimamente había aprendido algunas palabras). “Dinero —dije yo— para Lu-Baba.” Ella entonces empezó a reír de contenta y se lo puso delante de mí. Le caía chico, tú: la falda le quedaba encima de las rodillas, la blusa apenas le cubría los pechos, pero le daba igual. Nunca había tenido ningún vestido y se debía creer no sé qué… Al ver que yo reía se puso mi sombrero de paja y empezó a ir de un lado a otro, moviéndose como un animalito.
»Estaba tan alegre que creí que, cuando le dijese que me iba, no se entristecería demasiado. “Me voy —le expliqué haciéndola sentar a mi lado—, me voy a España.” Ella no me entendió o hizo como que no entendía. Entonces cogí un lápiz y un papel. “Hombre-bigotes —dije— se va en barco. Lu-Baba se queda en tierra.” Creyendo que me iba en uno de los barquitos fluviales corrió a prepararme un envoltorio con comida. Yo la hice sentar y le enseñé un nuevo dibujo: “Isla pequeña: Fernando Poo. Tierra grande: España. Hombre-bigotes y Lu-Baba están en Fernando Poo. Yo tomo barco y me voy a España.”
»Como tampoco daba señales de comprender empecé a recoger mis cosas y las metí en el baúl. Lu-Baba me ayudaba cantando y me alegré de que fuese así. “Lu-Baba lista —dije—. Lu-Baba buena chica.” Aunque no podía entenderme le expliqué que la echaría mucho de menos y que, si volvía de nuevo por Guinea, la tomaría otra vez por mujer. «Lu-Baba encontrará otro hombre-bigotes —le conté—. Lu-Baba volverá a ser feliz.»
«Como el barco atracaba de madrugada preferí quedarme despierto. El patrón me había regalado un barrilito de whisky y me lo fui bebiendo poco a poco. Lu-Baba tampoco tenía sueño y no quiso echarse en la cama. Al ver que bebía se puso muy intranquila y se acurrucó a mis pies, sin atreverse a mirarme. La habitación se había llenado de mosquitos y encendió fuego para alejarlos. Al volver a tenderse, me agarró fuertemente la mano y la apretó contra su pecho. Cuando dieron las dos me encaminé hacia el puerto con el baúl al hombro. Lu-Baba me seguía detrás, tropezando por culpa del vestido. Al llegar al muelle, el barco había atracado. Entregué mi documentación al oficial y unos negros subieron el baúl a bordo.
»Era la hora de partir. Me volví hacia Lu-Baba y le dije: “Adiós, Lu-Baba”. Ella me miró sin comprender. No le cabía en la cabeza que pudiese irme solo e imaginaba quizá que iba a llevarla a España. O tal vez creía que bromeaba y se esforzó en sonreír. Pero sus ojos brillaban de terror y bajé la cabeza avergonzado.
»Todo el mundo había subido a bordo y no faltaba más que yo. “Adiós —volví a decir—. Me voy a España.” Ella no se movía aún (como aguardando un milagro). Y al ver que me embarcaba, dio un grito y se tiró al agua vestida.
»Yo la había llegado a querer, Pipo; y lo más probable es que, de no llevar tanto whisky encima, en lugar de dejarla allí hubiese vuelto a tierra, a su lado. Porque Lu-Baba me quería de verdad, ahora me doy cuenta, y no la mujer que tenía en Canarias. Si hubiese sido un poco listo me habría quedado en Fernando Poo con ella o la habría llevado a España conmigo. China o negra, qué más da. Lu-Baba era trabajadora y fiel, y esto es lo que yo necesitaba.
»El viaje duró catorce días. Cuando fondeamos en Amberes era media mañana y el capitán dio un permiso de veinticuatro horas. Yo salí a dar vueltas por la ciudad vestido así, tal como voy ahora y, no sé qué pasaba, la gente se volvía a mirarme. Hablaban en francés, qué sé yo, en flamenco, crik, crak, como si trituraran clavos. Un marino amigo mío me acompañó al barrio de las mujeres y, cuando entré en él, retrocedí, creyendo que me había equivocado.
»La calle estaba llena de vitrinas iluminadas con luces de colores y dentro de cada vitrina había una mujer elegantísima, sentada en un salón. Ay, caray. Me apoyé en la esquina con los brazos cruzados y me puse a reflexionar. Luego empecé a caminar poco a poco, mirándolas de una en una y, aunque muchas me hacían señas con la mano, no me atreví a entrar. “No, no es posible”, pensaba: “esas damas no pueden ser mujeres de la vida.” Y, como un tonto, rebotaba de una acera a otra, contemplándolas, cada una iluminada por una luz diferente, encerradas detrás de las vitrinas, como sirenas dentro de un acuario.
»Eran señoras, Pipo, auténticas señoras, vestidas con trajes ceñidos, como artistas de cine. Tu hermano las iba mirando una tras otra y se rascaba la cabeza como un tonto. ¡Volvedme a bordo que me mareo!… Hasta que una abrió la puerta y me hizo entrar en su casa. Entonces comprendí que no me confundía y empecé a mugir como un toro, mientras la mujer se moría de risa y me decía cosas en su idioma. Cuando salí estaba excitado aún y me fui con la mujer de al lado. Y luego con la siguiente. Y así me hubiera pasado la vida si, de mañana, no llega a salir el barco.
»Te he contado todo eso para que veas que no pretendo hacerme el mártir y que no doy a mi mujer las culpas de lo ocurrido. Cuando un hombre está sólo si va con una amiga, dos, tres, o las que quiera, no destruye a la familia ni hace daño a nadie. Pero qué caray, una mujer es una mujer; si el marido está ausente, tiene la obligación de aguardarlo.
»Llegué, pues, al pueblo, ignorante de lo que sucedía y en seguida vi que la gente me miraba de modo raro. “Hola, señora Lola.” “Hola, Gorila.” “¿Qué tal la salud, desde que me fui?” “Ya ves, tirando.” Y cada vez que preguntaba por la Josefa o por la niña, nadie quería contestarme… La casa donde vivíamos estaba en las afueras. Una casa pequeñísima, no te vayas a creer… Yo iba cargado con el baúl, saludando a todo el mundo: “Hola, Antonio”, “Hola, Trinidad”.
»Por un momento pensé que mi padre había hecho una estafa. Como manejaba el dinero de la Cofradía y siempre le ha gustado jugar… Llego a casa y la encuentro cerrada. Pam, pam. Silencio. Las persianas bajas, la puerta cerrada con candado. Pam, pam, pam. Nada. Al lado vive la tía Marina y voy a ver qué pasa: “Hola, tía Marina”. “¿Qué tal, Gorila?”, contenta porque me quiere mucho. “Ya lo ves, de vuelta.” Como ella no dice nada le pregunto: “¿Y mi mujer? ¿No está en casa?” Ella pone una cara muy rara. “No —dice—, no vive ahí.” “¿Ah, no? —digo yo—. ¿Dónde vive?” Y ella se echa a llorar: “Pregúntaselo a tu madre”.
»Otra vez en la calle, con el baúl a cuestas. Continuaba caminando, pero ya no sabía qué me hacía. Calle Progreso. Calle Guimerá. Cuando llego mi madre empieza a dar gritos: “¿Qué coño pasa?”, digo yo. “Una desgracia —me dice—, una gran desgracia.” Y una vez dentro me lo cuenta todo: “La Josefa se ha liado con tu hermano”.
»Con mi hermano, fíjate. Yo, que durante un año me había partido los riñones en Guinea para traerle veinte mil pesetas de regalo, me la encuentro liada con Primitivo. Y es que las mujeres, Pipo, son peores que las gatas. Cuando ella estuvo enferma me tiré una noche más de sesenta kilómetros en bicicleta para buscar un médico y encima le di yo no sé cuánta sangre. Desde que nos casamos, no había mes, por pobre que estuviera, que no le hiciera algún regalo: “Gorila, cómprame eso”, “Gorila, necesito aquello”, y yo, dale que dale, como un tonto, comprando. Y así me lo pagaba.
»No podía tenerme en pie, te lo juro. Mi madre, al ver qué cara ponía, la pobre, daba gritos: “No te pierdas, Gorila, no te pierdas. Déjales que se pudran”. Me preparó de comer: unas chuletas de cordero con maíz hervido. Luego me arregló la cama del cuarto de arriba. Durante toda la tarde estuve tumbado allí, para tranquilizarla. A la noche, cuando ya estaba más sereno, bajo. “No, no —me grita ella—. No salgas, hazlo por mí.” “Quita —le digo—. No voy a buscar pelea. Sólo voy a la playa un poquito porque quiero ver mi barca.” Y no hago más que llegar y verla, cuando ¡zas!, no sé lo que me pasa y me pongo a llorar como un chico…
»De haber sido capaz de razonar, me habría largado de las Islas; pero no sabía lo que me hacía. Andaba como loco (tan sólo topé con la niña un día: la criatura tenía entonces cinco años y, al verme, me amenazó con la mano: “Papa feo —dijo—, papá malo”, lo que le había enseñado su madre, claro). Pero el golpe me había alcanzado de pleno y, tarde o temprano, su efecto debía manifestarse. Pues todo lo que nos hace daño alguna vez se queda dentro y sale cuando menos lo pensamos. Y a veces son inocentes quienes pagan, en lugar de pagar los culpables.
»Total: que de la noche a la mañana me vi convertido en asesino, fichado por la policía, y desde entonces, voy de un lado a otro, tirado como una colilla, sin poderme acercar a Canarias.
»Tú me conoces bien, Pipo, y sabes que no te engaño. El Gorila puede ser un borracho, un mujeriego y un perdido, pero asesino, nunca. Yo he sido siempre un hombre de orden, de derechas. En mi vida he matado a una mosca. Y, si era incapaz de tocar un pelo a mi mujer aun después de lo ocurrido, ¿cómo pude matar, si no es porque estaba loco, a un hombre que no me había hecho ningún daño?
»Pues el Gorila no mata a nadie, policía o no policía, porque le llame la atención cuando está con una conocida en la playa. El Gorila no es un criminal. En aquel momento estaba chiflado y no sabía lo que me hacía. Y, cuando me di cuenta, era demasiado tarde.
»De modo que no tuve más remedio que huir y engancharme en la Legión francesa. Habría podido quedarme allí, pero esas cosas que ocurren: me entró la nostalgia de España. Hasta que un día, hace dos años, deserté, y aquí estoy: esperando que me atrapen.
Una doble fila de bloques de cemento protegía el paseo marítimo del embate de las aguas. Los de delante estaban medio enterrados en la arena y emergían como dorsos de peces gigantescos, festoneados de espuma; los de atrás se adosaban a la baranda exterior del paseo y se veían concurridos por parejas y pescadores.
Aunque la playa hormigueaba de bañistas, a medida que el sol bajaba se habían eclipsado poco a poco.
Pipo sólo vio una nodriza con un crío y un grupo de curas jovencitos. Mientras el Gorila, concluida la historia, meditaba con la vista perdida en el horizonte, el niño se entretuvo en contemplarlos. Los curas parecían extranjeros por su aspecto, su voz, sus ademanes. Recogiéndose la sotana por encima de las rodillas gritaban excitadísimos al sentir en sus plantas la húmeda caricia de las olas.
Cuando creyó que el corazón normalizaba el ritmo de sus latidos, se volvió hacia su amigo, buscando su mirada. El Gorila continuaba observando el mar, lejano e impenetrable y, de pronto, como si hubiera adivinado cuanto quería decirle, se volvió hacia él y le puso una mano sobre el hombro. (Su mano era grande, callosa, con un caparazón de durezas que se extendía desde la muñeca hasta la punta de las uñas, como si en lugar de ser carne y hueso se hubiese convertido en un útil de trabajo.)
—Todo lo que te he dicho debe quedar entre tú y yo… Un secreto que vamos a tener los dos juntos. —Los párpados medio cerrados impedían ver las pupilas en donde un charquito de luz brillaba de ordinario—. ¿No se lo dirás a nadie, verdad? ¿No querrás que cojan a Gorila por tu culpa?
Pipo no pudo contestar porque sus ojos se habían llenado de lágrimas y tenía miedo, con sólo abrir la boca, de ponerse a llorar como un niño. La confesión de su amigo le había llegado al fondo del alma. Era el testimonio definitivo de su amistad; el milagro por el que tanto suspiraba. Si el Gorila era un asesino, él sería su cómplice. La revelación había creado entre los dos un vínculo irrompible: una zona cerrada, hermética, a donde no tendrían acceso Juanita ni ninguno de sus amigos; una plataforma-isla sin presencias hostiles, vedada a sus restantes camaradas.
En aquel instante hubiera deseado poder contar también algo terrible para sellar con una confesión recíproca la amistad que en lo futuro debía encadenarles: un suceso sangriento, mortal a ser posible, en el que le hubiera correspondido un papel destacado; por desgracia, la lista de sus delitos comprendía tan sólo hechos insignificantes: latrocinios, mentiras, alguna que otra pedrada a un gato.
Por unos segundos estuvo tentado de inventar algo: el estrangulamiento alevoso de una inválida, como en la película de la última semana o, mejor aún, un asalto nocturno a un salón de fiestas, pero el momento era tan solemne que le pareció sacrílego profanarlo con sus mentiras y se contentó con ofrecer a la mirada inquisitiva del Gorila un rostro sereno y confiado.
—No te preocupes —dijo—. Tendrían que matarme antes.
Lentamente emprendieron el regreso por el dique, perseguidos por las risas agudas de los curas y el grito estridente de los pájaros. El Gorila caminaba absorto todavía en su crimen y Pipo sentía en su hombro el sólido contacto de su mano. La idea de guardar un secreto frente a todos le colmaba de orgullo. Era como tener un tesoro sin que los demás lo sospecharan. (Una vez, hacía varios años, se había dedicado a coleccionar tapones de gaseosa y cerveza. Los guardaba encima del armario bien ocultos y, cuando nadie le veía, acudía a contemplarlos. Eran la única cosa propia, verdaderamente suya, cuyo secreto no compartía con nadie. Hasta que Antonia los descubrió un día y, desde entonces, dejaron de interesarle.)
Cuando, al llegar al muelle, le explicó que se quedaba a dormir con ellos, su amigo expresó su satisfacción invitándole a beber un trago en el quiosco. Su inquietud de hacía unos instantes se había desvanecido y, al entrechocar los vasos en un brindis, sonreía con la alegría de siempre.
Norte les aguardaba a bordo del Venadito y, al verles, les saludó refunfuñando. Andaba resentido contra el Gorila —que no había dado señales de vida en todo el día—, pero lo olvidó en seguida al enterarse de que Pipo se quedaba.
Con el arroz del mediodía preparó una sopa de pescado y, aunque el Gorila había comido poco antes, la despachó también con apetito. Luego —como ya era de noche y debían salir a las cinco—, Norte saltó a la barca vecina y volvió con un par de mantas.
—Aquí lo hacemos así —explicó a Pipo—. Cuando nos falta algo, lo tomamos de la barca de al lado. De este modo siempre somos ricos.
Sentados en cuclillas en torno a la cazuela, los dos hombres fumaron el último cigarrillo de la velada. Bajo los focos del muelle, las demás embarcaciones dormían. El mar estaba inmóvil, como un espejo oscuro. Las luces se reflejaban en el agua igual que serpentinas. La torre del transbordador, después de los fuegos de la víspera, volvía a ser un esqueleto gigantesco. No se oía en torno ni un grito ni una voz. Sólo el lastimero crujir de alguna barca.
La cámara de popa era pequeña y se iluminaba con una lamparilla de petróleo. Norte había improvisado un lecho entre las literas, con un cabezal y una manta. Pipo quiso instalarse en él, pero el Gorila le obligó a ocupar su petate.
—No quiero que por mi culpa mañana te levantes con reuma —dijo.
Norte ajustó cuidadosamente la trampa de la escotilla y Pipo creyó vivir las incidencias de un sueño. Dormía en una litera como los marinos que admiraba en las películas y, desde hacía unas horas, era cómplice de un crimen terrible. Al revelárselo, el Gorila se había desprendido de una parte de su culpa, traspasándosela a él, como un fardo. En un bolsillo guardaba un pedazo de papel y, mientras fingía desvestirse, garabateó con un lápiz: Te quiero.
En un momento en que Norte no miraba entregó el papelito a su amigo y, acechó, mientras el viejo canturreaba a media voz.
El Gorila lo leyó con cierta sorpresa. Tras acariciarse el bigote unos segundos —que parecieron al niño interminables— rompió a reír, visiblemente halagado.
—Así me gusta, Pipo —dijo—. Siempre hay que querer a los amigos.
Norte apagó la lamparilla y Pipo ya no pudo ver su cara.
Acodado en el cabezal, aguardó no sabía qué, con el corazón palpitante: cinco, diez, quince minutos, pero el Gorila no daba señales de vida. Durante largo rato escuchó la melopea de sus ronquidos, hasta que el sueño acudió también a él, haciendo pesar como de plomo la azulada medialuna de sus párpados.
«La muy cochina.» «Déjala; no pienses más en ella.» «Durante más de un año he estado trabajando como un negro. No ha habido mes que no le enviara algo.» «No te escribí, creí que lo sabías.» «Nadie me dijo nada; ni siquiera mi madre.» «Te lo advertí antes de que os casarais.» «Volvía con cerca de veinte mil pesetas. Pensaba cubrirla de regalos.» «Pues que se joda. Ahora los luciré yo.» «Estoy loco. No sé lo que me hago.» «Estás conmigo en la playa, al lado de tu Gloria.» «El día menos pensado haré un disparate.» «Olvídala. Déjala que se hunda.» «Es algo más fuerte que yo.» «Entonces abrázame, como yo te abrazo.» «En cinco años de casados nunca le falté el respeto.» «Pues enséñale lo que es querer, a la puta esa. Como hace cinco años, en el campo.» «Si te hubiese hecho caso…» «Fuerte, querido, más fuerte.» «La muy puerca. Oh, la muy cochina.» «Así, así, para que aprenda.» Él sentía bajo su cuerpo el cuerpo de ella; como en sueños contemplaba sus ojos entornados, la boca roja… «Así, así, otra vez.» «Si ella, oh, si ella…» Hasta que un brochazo de luz había hecho plenamente sensible la dolorosa tensión de sus caras: «En pie. La juerga ha terminado». El carabinero había surgido detrás de unos arbustos y les apuntaba con el cono de luz de su linterna: «¿No saben que éste es un lugar público? ¿No saben que está terminantemente prohibido hacer lo que ustedes hacen?» La lámpara permitía ver tan sólo la parte inferior del uniforme: las botas polvorientas, el pantalón grisáceo, los rojos galones de la manga. «Señor cabo —dijo él, incorporándose—. Había salido con mi novia a dar una vuelta y, ya sabe usted, esas cosas que pasan…» «Eso ya nos lo explicarán ustedes en el cuartelillo.» «Señor cabo, mi novia es soltera y no quisiera que nadie…» «No hay señor cabo que valga.» Un rayo de luz iluminó un rostro seco, que le trajo a la memoria la faz aborrecida de su hermano. «Vamos; en marcha.» Algo en su interior trataba de ponerle en guardia contra el peligro, como si una parte de sí mismo, adelantándose vertiginosamente al curso de los hechos, hubiese tenido tiempo de regresar para anticiparle el resultado: «No, no lo hagas.» La mujer, eterna Eva con su manzana, le soplaba canallescamente en el oído: «Golpéale. En el bosque te será fácil tumbarlo», mientras a su alrededor todo enmudecía y la marisma se poblaba de seres espectrales: Josefa, la mujer, y Primitivo, el hermano, amándose a la luz de la luna, provocándole. «No, no lo hagas», quería decirle. En virtud de un extraño desdoblamiento, podía verse a sí mismo, como si fuese un espíritu y tuviera la facultad de multiplicarse. Pero habían entrado en el bosque y no era posible romper el maleficio: la misma arena fina amortiguando el eco de sus pisadas, el mismo celaje color gris plomo de las nubes, y los plátanos, como desamparados pájaros de alas negras, parodiando la inmovilidad de un decorado de teatro. Su doble se abandonaba blandamente a su destino y, lo que más atrozmente temía, volvía a realizarse. Sin saber cómo, se encontraba con la piedra entre las manos. Una piedra dura, lisa. Quiso gritar, romper el hechizo. Imposible. Siguiendo el rito establecido, su doble la había aplastado en la cabeza del hombre mientras alrededor la vida se detenía y hasta los grillos interrumpían su canto…
Cuando abrió los ojos, Norte leía un diario sentado al borde de la litera. La trampa de la escotilla estaba abierta y, sin moverse, contempló el cielo azul.
Debía ser alrededor de las seis.
Las demás barcas habían salido una hora antes y, ahora, se hallaban junto al muelle.
—¿Puede saberse en qué soñabas? —preguntó Norte, sin separar la vista del periódico—. Parecía que una legión de demonios te tirase de las piernas.
Él se contentó con lanzar un gruñido e hizo ademán de desperezarse.
A pesar del jersey de algodón tenía frío y volvió a arrebujarse entre las mantas.
—¿Has leído el resultado del sorteo? —preguntó su amigo.
El Gorila hizo un movimiento con los hombros, dando a entender que no sabía de qué se trataba.
—Mira; lee aquí. Donde dice «Fallo del Gran Concurso Chocolates El Gato.»
El Gorila no se movió.
La pesadilla le había llenado de cansancio y se sentía invadido por la pereza.
—Daban una serie de premios: un coche «Renault», un viaje de tres semanas por Italia… Según dicen, había más de diez mil participantes. Pues bien, ¿sabes a quién ha tocado? —Aguardó unos segundos para decir—: A don Melchor de la Cueva, delegado del alcalde.
El Gorila ahogó un bostezo y cogió finalmente el periódico.
El anuncio estaba ilustrado con numerosas fotografías del acto del sorteo y de la entrega del automóvil y los pasajes al secretario particular del agraciado.
—Como si no tuviera ya suficiente dinero en los bolsillos —dijo Norte—, encima la suerte hace que le toque un coche.
—Bah. Ya se sabe —cortó el Gorila—. En este país…
Sentado en cuclillas en el jergón, contempló la litera donde el niño dormía apaciblemente, abrazado al cabezal de paja.
—Míralo —dijo, señalándolo a su amigo—. Parece un cachorro.
Pipo asomaba las rodillas fuera de la litera y el Gorila se las arropó con sumo cuidado. Después, recogió las mantas de su jergón y trepó por la escalerita a cubierta.
El reloj de la torre marcaba las seis y media en punto. El sol acababa de salir tras las barcas del varadero y sus rayos hacían visos de colores. El Gorila se quitó el jersey de algodón y saltó a tierra. Bordeando la verja del muelle de las Subastas se encaminó hacia las fuentes adosadas al Depósito de Hielo. Allí, zampuzó la cabeza en el agua y se afeitó sin enjabonarse. Luego se dirigió al quiosco y se tomó un porrón de vino blanco. En el almacén compró un puñado de bizcochos para Pipo, un kilo de pan y media docena de tomates.
Cuando llegó, Norte acababa de poner el motor en marcha. Había algo en el pistón que, desde hacía unas semanas, no funcionaba como era debido. Aquella mañana, por fortuna, prendió sin dar trabajo. El Gorila se aplicó a baldear la cubierta y, al concluir, bajó por la escalerilla a la cámara de popa. El niño dormía todavía y refunfuñó al sentir el contacto de la mano.
—Anda, valiente —ordenó—. Que estamos levando anclas.
Pipo le miró sin comprender. Se incorporó de la litera y contempló asombrado la escotilla.
—¿Salimos ya?
—Sí —repuso el Gorila.
El Venadito abandonó la protección de los tinglados y avanzó lentamente hacia la dársena. Sentado junto al timón, el Gorila marcaba la ruta con una ligera presión del brazo en los guardines. Norte estaba, como siempre, en la cámara del motor. Pipo iba de un lado a otro, haciendo preguntas:
—¿Qué clase de barco es aquél?
—Un gánguil.
—¿Y el de detrás?
—Ése es una draga.
De pronto, al llegar al Muelle de la Patria avistaron un gran transatlántico. Prudentemente, el Gorila cambió de dirección. El barco, uno de los mayores que entraban en el puerto, estaba pintado de colores vivísimos. Al poco se dio cuenta de que iba escoltado por un cañonero y, dejando el timón al cuidado de Pipo, izó la bandera en el palo.
—Cuando pasa un buque de guerra —explicó al niño— tenemos la obligación de saludarle.
El transatlántico venía a su encuentro muy de prisa, anunciado por las sirenas de la Comandancia. La brisa traía a sus oídos un ruido confuso de voces. El Gorila se hizo pantalla con los dedos. En el puente había una banda de música.
—¿Qué ocurre? —preguntó el niño.
—Son los peregrinos que vienen para el Congreso —explicó Norte.
El barco pasaba ahora a un centenar escaso de metros y era posible descifrar la inscripción de los carteles: El mundo se salvará por la fe, Dios en todas las almas. El pasaje que cubría la cubierta ofrecía un aspecto abigarrado y policromo. En medio de la gente, el Gorila pudo ver a un grupo de señoras que entonaban el Credo Mariano bajo la dirección de un sacerdote.
El Venadito se columpiaba lo mismo que una cáscara. Estaban casi al final de la escollera y el mar empezaba a rizarse. Pipo iba todavía de un lado a otro, pero con menos entusiasmo. Guiándose por la torre del transbordador, el Gorila localizó en seguida el emplazamiento de las nasas. Norte inmovilizó el motor y, mientras él tiraba del cabo, vació la pesca en los toneles. Luego, volvió a calar las nasas vacías y se sentó a fumar un cigarrillo.
Entonces se dio cuenta de que Pipo permanecía silencioso y se incorporó a ver qué ocurría. El niño estaba sentado en la roda de proa con el rostro muy blanco y, al sentir el contacto de su brazo, le contempló afligido.
—Me he mareado —dijo a media voz.
Esperaba tal vez una mirada de desprecio, pues sus ojos expresaron un reconocimiento infinito cuando el Gorila se echó a reír.
—También yo vomité el primer día —dijo—. Y creo que el mar estaba menos picado que hoy.
El niño se dejó llevar entre tímido y desvalido. El Gorila le revolvió el pelo con la mano.
—Eso les ocurre hasta a los hombres, de modo que no tienes por qué preocuparte. Anda, quédate ahí y fuma un cigarrillo conmigo.