CAPÍTULO SEGUNDO
El hurto se llevó a cabo con la misma facilidad que de costumbre. El monedero ocupaba el lugar de siempre en el bolso de hule y no tuvo que revolver mucho para encontrarlo. Durante unos minutos, examinó el amasijo de billetes y eligió, al fin, uno de veinte duros. Luego devolvió el monedero a su sitio y cerró cautelosamente la puerta a su espalda.
Por un vestigio de sus temores de niño se puso a cantar. Le angustiaba la idea que el tictac del corazón se hiciese súbitamente perceptible e intentaba exorcizarla provocando en torno de él una endemoniada algarabía.
Alegremente, voceó por el pasillo un aire de ópera hasta que llegó junto a la puerta del profesor Ortega. Allí, el espejo biselado de encima de la consola le devolvió una imagen pequeña y blanca: no, aquel niño de ensortijado cabello e ingenuos ojos no podía haber hecho nada malo; parecía un santito, así inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho a la manera de los santos niños mártires del libro de plegarias…
Tranquilizado, regresó al comedor y abrió los cuadernos de estudio. El reloj marcaba las cinco menos cinco y podía trabajar durante un rato. No debía encontrarse con el Gorila hasta las seis y desde su casa al muelle había veinte minutos de tranvía.
Inclinado sobre la libreta de deberes, se esforzó en resolver el problema de álgebra; pero tenía la cabeza llena de pájaros y le resultaba imposible concentrarse. Si el profesor hubiera sido menos rígido, no habría perdido miserablemente el tiempo emborronando cuadernos de deberes durante horas y horas; pero, aunque Ortega vivía realquilado en el piso desde la muerte de sus padres, no había consentido nunca en darle una mano. «No, no sería honesto —decía—. Lo único que puedo hacer es ayudarte a descifrarlos.» Su ayuda suponía una gran pérdida de tiempo, y Pipo había acabado por rechazarla. Que le saliesen mal los problemas, le daba igual; lo importante era tener la tarde libre.
Lanzando un suspiro, volvió a cerrar el cuaderno. Se sentía incapaz de pensar. El problema lo resolvería después, a la hora de la cena o, al día siguiente, mientras se desayunaba. Había dejado entornada la puerta del pasillo y aguzó el oído al percibir la voz de la sirvienta.
—No. No puede usted estar quieta un segundo. Necesita usted entrar en la cocina y ensuciarme el suelo con sus potingues.
—Lo hice sin querer —repuso la abuela—. Le estaba preparando el café con leche al niño y…
—Sin querer, sin querer… Ya sé que no lo iba a hacer usted por gusto… Pero luego es una quien debe de limpiarlo.
—Déjeme usted la bayeta… Yo misma lo recogeré.
—Ah, eso sí que no… Hasta aquí podíamos llegar… Después del lío que me armó ayer… No faltaría más que le volviese a fallar el pulso…
—Fue a causa de la luz… El contador de la escalera estaba cerrado.
—Excusas nunca le faltan.
—A lo menos déjeme que la ayude.
—Se fatigaría usted y no haría más que estorbarme… Además, el médico le ha ordenado reposo…
—El médico, el médico…
—Luego se queja usted si le duelen las piernas… Veremos lo que va a decir cuando la visite.
—Déjeme llevarle el cubo.
—No. Pesa mucho y tendría usted que soltarlo.
—Entonces permítame acabar el café con leche para el nieto.
—Su nieto ha comido con buen apetito y no tiene por qué malcriarlo con sus laminerías… Luego se queja usted cuando no come.
—Es joven y necesita crecer.
—Oyéndola a usted cualquiera supondría que lo matamos de hambre…
Pipo dejó de prestar atención e intentó abrir el cuaderno de álgebra. Gran Dios, qué aburrida era. Estaba harto de partirse la cabeza tratando de resolver problemas llenos de letritas que no conducían a ningún lado. Se acordó de las palabras del Gorila: «¿Álgebra? ¿Qué es eso? ¿Una filosofía?», y sintió deseos de correr a su encuentro para reír como entonces.
Había permanecido abstraído durante unos minutos y, al darse cuenta, miró de nuevo el reloj: las cinco y cuarto. En la cocina, la abuela y Antonia continuaban discutiendo. Pipo no les hizo ningún caso. Estaba cansado de oírlas y se sabía el disco de memoria. La sirvienta se entretenía en zaherirla hasta que la abuela sollozaba. A veces Antonia rompía a llorar también y le pedía perdón por su mal genio. Afirmaba, entre suspiros, que la abuela era «un ángel» y que, en aquella casa, «la tenían demasiado consentida». Luego se reconciliaban aparatosamente, con propósitos de solemne enmienda, y la abuela se apresuraba a decir a todo el mundo que Antonia tenía «un corazón de oro».
Aquella tarde, sin embargo, no hubo llanto, reconciliaciones ni enmiendas. Antonia recitó con voz sorda su larga lista de agravios contra la abuela: ¿Por qué se empeñaba en vestir como una mendiga si en el armario tenía cinco trajes? ¿Por qué olvidaba la dentadura postiza en todos sitios, en lugar de meterla en un vaso de agua como las personas? ¿Por qué se negaba a comer en la mesa y se pasaba luego todo el día royendo los mendrugos sobrantes? ¿Por qué hurgaba en el cubo de la basura cuando creía que nadie la veía y llenaba luego su bolsa de hule de cáscaras de plátano y naranja? La abuela se había negado a contestar; muy excitada, paseaba de un extremo al otro del piso con su sombrero de calle y, al verle, se llevó el índice a la sien, con un movimiento significativo.
—Tu abuela está chiflada —decía—. Completamente chiflada.
Y Pipo se esforzó en sonreír porque le daba pena verla de aquel modo y, desde que le sisaba dinero, se sentía culpable.
Al fin, la tormenta cesó de igual manera que se había presentado y las nubes escamparon como por arte de magia. Antonia le trajo el café con leche preparado por la abuela y abrió la puerta del patio para ir a buscar el loro. Durante unos momentos Pipo los oyó dialogar en voz baja. En seguida, Antonia regresó con la jaula, muerta de risa.
—El muy tunante —dijo, dejando la jaula sobre la mesa, para secarse los ojos con el pico del delantal— ha aprendido a imitar a la bruja de ahí arriba.
Cuidadosamente, abrió la puertecilla de alambre y le alisó las plumas de la cabeza. El loro, satisfecho, emitió un chillido agudo.
—Ah, ya sé que te gusta dejarte rascar la cabecita, tunante, requetepillo…
Sacándolo de la jaula, lo acurrucó contra su pecho.
—Ladronzuelo…, bandido…, que le gustan las caricias… y los mimos…
El loro la dejaba hacer, amodorrado. Antonia, bruscamente, le dio un golpecito en el pico.
—Di lorito.
—Lorito.
—Así, así me gusta.
Su actuación obtuvo como premio un nuevo lote de caricias. El loro fingió adormecerse de placer.
—El muy pillastre —dijo Antonia— se pasa el día oyendo los gritos de los señores de arriba y ha aprendido a imitar la voz del señor. —Se volvió sobre el loro y preguntó—: ¿Qué dice el señor del segundo? Anda, ¿qué dice? —El loro emitió uno de sus gritos—. No, eso no.
Lo besó varias veces, como para darle ánimos y deslizó suavemente a su oído:
—¿Qué?
El loro batió alegremente las alas.
—¿Qué? —gritó a su vez.
Antonia se volvió hacia él muerta de risa.
—¿Lo ve? ¿No se lo había dicho? Como el pobre señor está medio sordo se pasa el día diciendo «¿Qué?» y este pillastre, el muy bandido, se divierte tomándole el pelo, ¿no es verdad, chiquito mío?
Orgulloso de aquellos elogios, el loro inclinó la cabeza y agitó las alas.
Luego volvió a chillar:
—¿Qué?
—Precioso, tunante, salado, que eres un sol, un verdadero sol…
—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?
Antonia lo oprimía contra el pecho, con los ojos llenos de lágrimas.
—Si lo oyera la bruja —decía—. Si pudiera oírle…
Un acceso de tos le impidió continuar.
Sin abandonar su asiento, Pipo cerró definitivamente el cuaderno de álgebra y apuró de un sorbo el tazón de café con leche. El reloj marcaba ya las cinco y media. Si se descuidaba, llegaría tarde a la cita.
Apresuradamente se dirigió a su dormitorio y se puso un jersey de punto. Los otros días, Antonia le seguía hasta la puerta hostigándole con sus pullas: «¿Prefiere usted estudiar afuera?», o bien: «Cada día se vuelve usted más listo. Si sigue así, pronto no tendrá que estudiar nada».
Aquella vez la mujer estaba demasiado ocupada con el loro para darse siquiera cuenta de que se iba; desde la portería, le oyó prodigar al animal sus piropos y sus mimos, mientras sus pasos le encaminaban veloces al lugar, donde, como las otras tardes, le debía aguardar su amigo.
Pipo bajó canturreando las escaleras de la calle Mediodía hacia el arranque polvoriento de la carretera. En el chaflán, se detuvo para guardar el billete en la cartera e, instintivamente, arriesgó una mirada hacia la casa.
El inmueble que antaño perteneciera a doña Cecilia era un edificio estrecho y alto, cuya configuración conocía de memoria por haber habitado en él toda la vida. En la parte delantera, unos balcones de hierro forjado se abrían sobre la abigarrada perspectiva portuaria, adornados con tiestos de geranios y claveles; a la izquierda, la fachada era de ladrillo sin revoque y se cuarteaba ligeramente hacia el terrado. Al final de la guerra habían inscrito en ella una leyenda: por el imperio hacia dios, en gruesos caracteres negros, pero el calor y las lluvias la habían desfigurado. Ahora lucía un cartel flamante: beba Coca-Cola, que anunciaba una hermosa mujer de pelo rubio y cara sonrosada.
En contra de lo que temía, Antonia no había salido a espiarle. En el balcón del entresuelo estaba tan sólo Arturo quien, al verle, lo apuntó con los gemelos. Tranquilizado, Pipo devolvió la cartera al bolsillo y le saludó con la mano. Frente a la taberna, el gitano tocaba el organillo con ademán de fatiga. Su nieto agitaba la calderilla en el plato e hizo una reverencia al paso del niño. Pipo le echó una peseta rubia. Aquel gitanillo sordomudo de ojos vivaces y expresivos le angustiaba.
Rápidamente atravesó la calle en dirección a la parada de tranvía de la Vía Meridiana. Antes de llegar allí oyó pronunciar su nombre y se volvió para ver quién era.
Benjamín estaba como siempre, apostado en la galería de su casa, contemplando el movimiento de la calle con sus atemorizados ojos de niño. Vestido con un batín de seda negro, arropado hasta el cuello, parecía vivir en una atmósfera propia, distinta de la de los demás mortales, cuyo ajetreo seguía con la nariz aplastada contra el vidrio, lo mismo que un pez de un acuario. Los otros días Pipo pasaba muy de prisa y fingía no darse cuenta. Benjamín tabaleaba sobre el cristal con la punta de los dedos y el sonido era tan débil que había que aparejar el oído para captarlo. Pero aquel día Benjamín había abierto una ventanilla y, con grandes aspavientos, le suplicó que le aguardara.
Una vez, a principios del último verano, Benjamín le llamó por su nombre, como ahora, y había corrido a abrirle la puerta con encantadora cortesía. Desde hacía tiempo, Pipo suspiraba por conocerle y acogió su proyecto de pasar la tarde juntos con alegría mal oculta. Sabía que Benjamín había sido amigo de su madre y deseaba formularle mil preguntas. «Cuando tenía tu edad —le había explicado la abuela— era un encanto de criatura; muy tímido, vivía siempre como ensimismado; pero creo que ya, entonces, estaba enfermo de los nervios…»
Benjamín le cogió de la mano y lo llevó hasta el puesto de helados de la esquina. «Toma, cómprate algo, —dijo entregándole algunas monedas—. Yo voy adentro a cambiarme y en seguida me reúno contigo.»
El timbre cálido de su voz, unido al halagador tuteo y a la candidez de su sonrisa le habían hecho sentirse un hombre. Sentado en el banco de madera, le esperó un cuarto de hora sorbiendo el cucurucho de vainilla.
Benjamín había prometido traerle una sorpresa y se preguntó, intrigado, en qué consistiría.
Su amigo se presentó al cabo de un rato, envuelto en una gabardina azul. Con gran asombro del niño, detuvo un taxi y dio al chófer la dirección del parque. «En esta época del año —dijo— está cuajado de flores y entre los arbustos se forman verdaderos nidos.»
El automóvil se detuvo en una de las curvas del circuito y Benjamín entregó una buena propina al taxista; luego, cogiéndole de la mano, lo llevó a un bosque de laureles. Eligió un pequeño claro sobre el que extendió la gabardina y, familiarmente, le invitó a tomar asiento.
Con sumo cuidado sacó de su bolsillo un pañuelo de seda, y lo deshizo con dedos temblorosos. Pipo se había sentado enfrente de él y, al ver el contenido, su rostro se coloreó de emoción. El pañuelo estaba lleno de gruesas bolas de vidrio, relucientes como lágrimas de araña, sobre las que un artista se había entretenido en realizar prodigiosos dibujos. Pipo se frotó los ojos varias veces, convencido de asistir a algún milagro. Siempre le habían gustado las bolas de vidrio y aquéllas eran, sin duda, las mejores que había visto en su vida.
Benjamín las hacía girar con lentitud, como para dar realce a sus cualidades, de forma que los rayos de sol que atravesaban el celaje de las nubes inventasen reflejos milagrosos sobre sus formas cambiantes. Sucesivamente, Pipo vio los siete colores del espectro deshaciéndose en hilachas menudas, mientras las bolas se revestían, con independencia del giro, de un atornasolado halo blanco.
«¿Te gustan? —decía Benjamín, agitando el pañuelo ante su cara—. ¿Quieres que te las regale?», y él había tenido que decir que sí con la cabeza, porque no lograba articular una palabra. Las bolas, con sus destellos cegadores y sus exóticos dibujos, le producían extraña fascinación. Benjamín las hacía entrechocar en el pañuelo, y el tintineo, sin saber por qué, le obsesionaba.
Como hipnotizado, contemplaba los dibujos conforme se proponían a su vista. Durante unos segundos observaba una cabeza diminuta, con pestañas en forma de margarita y cabellos retorcidos como algas; luego, una lagartija con plumas, pintadas de negro por arriba y de encarnado por abajo. Benjamín hacía girar las bolas tan de prisa que apenas tenía tiempo de descifrarlas.
«¿Las quieres? —repetía sin dejar de agitarlas—. ¿Quieres que te las regale?» Pipo no podía inclinar afirmativamente la cabeza y se contentaba con implorar con los ojos. «Sí, sí, las quiero, las quiero más que nadie y que nada.» Benjamín repetía su risa aguda y las bolas emitían brillantes destellos, heridas por el sol.
No sabía cuánto tiempo habían durado las risas de Benjamín y el tintineo de las bolas que entrechocaban: si largo rato o sólo unos instantes. El recuerdo que guardaba de aquellos momentos era confuso y se desleía en la bruma como algo muy lejano. Lo cierto era que, cuando se dio cuenta, Benjamín había dejado de reír, lo mismo que si su risa hubiese sido algo postizo, y le miraba, a su vez, como hasta entonces le había mirado Pipo, con ojos angustiados y tristes.
Su mano esbozaba todavía el ademán de ofrendarle las bolas, y Pipo no pudo resolverse a aceptarlas porque, ahora, Benjamín también suplicaba. Aunque amordazados por el espanto, sus ojos decían a las claras que Pipo tenía que darle algo a cambio de su regalo; algo cuya posesión anhelada frenéticamente y que no osaba formular con palabras.
El pañuelo se escurrió entre sus dedos, las bolas rodaron cuesta abajo y Pipo creyó ser víctima de un mal sueño: furiosamente deseó correr en su búsqueda, pero la expresión de terror de Benjamín le paralizaba; quería levantarse y no podía; deseaba lanzarse tras del tesoro y permanecía clavado.
El maleficio se había prolongado aún unos segundos y, de pronto, los ojos de Benjamín se aguaron. «No puedo —decía como para sí mismo—, no puedo.» Pipo estaba a punto de llorar también porque le dolía la angustia de su amigo y se sentía culpable de no poder remediarla. «No llores —quería decirle—. Eres mi amigo y deseo ayudarte.» Benjamín, vencido, ocultaba su rostro. «Perdóname, Pipo, perdóname —decía. Hasta que también a él le habían brotado las lágrimas. Y, juntos, habían llorado los dos, mientras el cielo, como por ensalmo, se cubría de negras nubes y los arbustos iniciaban una danza convulsionada—. Crece. Hazte hombre. No hagas caso de los que quieran llevarte a sitios alejados.» Las ráfagas coléricas del viento y el histérico chillido de las aves le impidieron continuar. Iba a llover, llovía ya, el aire entero convertido en un mar de agua.
Cogidos de la mano habían corrido velozmente por las veredas encharcadas hasta la primera parada de taxis. Dentro del coche, Benjamín temblaba de frío y, durante todo el trayecto, no dijo una palabra. Al llegar a la calle Mediodía hizo parar el taxi y le tendió tímidamente la mano. «Lo siento por las bolas —dijo—. Te lo juro, me habría gustado regalártelas.»
Era la última vez que habían hablado, y Pipo recordaba todavía la expresión de su rostro: estaba húmedo, no sabía si de lluvia o de lágrimas, y le pareció, como nunca, huérfano y triste.
No, no cabía duda, Benjamín era un niño; un niño disfrazado que se entretenía en dibujarse arrugas con carbonilla y en teñirse las sienes de blanco; y, al igual que los otros niños, no lograba engañar a nadie y bastaba mojarle un poco el rostro para descubrir su diablura. Ahora, Benjamín acababa de llamarle igual que el primer día y, a contrapeso, Pipo se vio obligado a obedecer. Temía llegar tarde a la cita y se preguntó si tendría que esperar mucho tiempo.
Por fortuna, Benjamín se presentó al cabo de poco, vestido con gran elegancia. Parecía de un humor magnífico y le estrechó cordialmente la mano.
—Lo sé, lo sé, tienes prisa y te fastidio. Permíteme tan sólo que te acompañe unos instantes.
Al llegar a la esquina entró un momento en el colmado y regresó con una bolsa de caramelos.
—Toma —dijo—. Un pequeño obsequio. Así podrás comerlos mientras caminamos.
—Se lo agradezco mucho —repuso Pipo—. Tengo que ver a un amigo en el puerto y, si no me doy prisa, voy a llegar tarde.
—Bah —exclamó Benjamín—. Lo encontrarás aunque llegues con una hora de retraso. Los camaradas siempre nos aguardan.
Le cogió por el brazo, oprimiéndole ligeramente con los dedos y le arrastró hacia una calle paralela a la Vía Meridiana.
Pipo no se atrevió a protestar. A veces, Benjamín sabía infundirle respeto, casi pánico.
—¿Vamos lejos?
Benjamín no le hizo ningún caso.
—Anda, cómete un caramelo. Me entristece verte con esta cara.
Haciendo un esfuerzo, Pipo logró sonreír. Su amigo, no obstante, se había dado cuenta de su desgana y lo enlazó cariñosamente por el hombro.
—Pequeño impaciente —dijo—. Que se muere de ganas de ver a su amigo y le molesta acompañar a un viejo camarada.
—No, no es eso —repuso Pipo—. Al contrario. Salir con usted me encanta. Pero hoy me es imposible. Tengo una cita a las seis y llegaré con gran retraso.
—Si es por eso, no te preocupes. Sólo voy a retenerte un minuto. Luego te daré dinero para que puedas ir en taxi.
—Si hubiese sido otro día… —insistió Pipo.
—No. Debía ser precisamente esta tarde. Hacía más de dos horas que estaba en casa aguardando un milagro del cielo y, tú, querido niño, has sido este milagro.
Imposible entender una palabra de lo que decía. Aburrido, Pipo renunció a escucharle.
—¿Vamos aún muy lejos? —se limitó a decir.
—Oh, no. Hasta el chaflán de la próxima manzana.
Benjamín se detuvo veinte metros más lejos y le señaló un café con una terraza sobre la calle.
—Se trata de hacerme un gran servicio —aclaró—. Un favor que te pido como amigo.
En pocas palabras, le explicó que debía ir al lavabo del café y traer un papelito oculto en la muelle de la puerta. El papelito contenía un mensaje destinado a Benjamín y debía obrar con cautela, para que nadie se enterara.
—Yo soy demasiado conocido, ¿comprendes? Mi presencia provocaría numerosos comentarios.
—¿No tengo que hacer nada más?
—No, nada, simplemente coger el papelito y entregármelo. Yo te espero allí, en la farmacia.
Pipo se encaminó hacia el café, convencido de que Benjamín estaba completamente chiflado. Su misión era absurda; pero no le quedaba otro remedio que cumplirla. El interior del local era de forma rectangular y estaba iluminado con luz fluorescente. Respondiendo a su pregunta, el camarero le señaló una puerta con el dedo.
Pipo se aseguró de que no le seguían y exploró el lugar. Tal como decía Benjamín, en el intersticio existente entre el muelle de la puerta y el paramento del muro había un rectángulo de papel doblado, sujeto con una goma. Mientras orinaba no pudo resistir la tentación de darle un vistazo.
El papel contenía un plano del Parque de la Montaña, señalado en el centro con una crucecita. Debajo, pergeñada con una letra torpe, había una inscripción: «El martes, a las siete menos cuarto», seguida de una firma ininteligible.
Decepcionado, volvió a doblar el mensaje y lo ocultó en el bolsillo de su pantalón. Luego, descorrió el pestillo de la puerta y salió tranquilamente a la calle.
Conforme había dicho, Benjamín le esperaba en la farmacia. Estaba pálido, muy pálido y saludó su llegada con un amago de risa.
—Querido niño.
Sin leerlo, guardó el mensaje en el bolsillo de la chaqueta y le acompañó en silencio hasta la parada de taxis.
—Anda, vete —dijo, entregándole un billete arrugado—. No quiero que, por mi culpa, hagas esperar a tu amigo.
Norte dejó de aventar el fuego del hornillo y subió por la escalera a cubierta. La puerta de acceso al muelle estaba abierta de tal modo que podía contemplar la explanada en toda su extensión. Aunque a aquella hora estaba casi vacía, no vio al Gorila por ningún lado.
En la barca vecina, los pescadores se lavaban delante de una tinaja, frotándose la piel con un cepillo. Casi todos vivían en tierra firme y se mudaban de traje antes de saltar al muelle. Otros se alejaban en grupos hacia el tranvía. Los que dormían a bordo no demostraban tanta preocupación por el aliño; no tenían mujer ni hijos en la casa y se limitaban a zampuzar la cabeza para sacarse la sal del pelo; recostados en la amurada, aguardaban a que el sol se pusiese para preparar la cena.
Durante unos segundos, Norte contempló el muelle de atraque, cubierto por los tinglados del Consorcio, con los anillos metálicos en donde se hacía la subasta, las inmensas pilas de cajas de madera y las cestas de junco que, en verano, servían de petate a los mendigos.
No, no iba a volver. Seguramente se había quedado en la bodega bebiendo y ya no regresaría a bordo antes de la madrugada. Se acordó de las palabras del patrón («Buen hombre, pero informal»), y arrugó la nariz de disgusto. Hacía más de una hora que había saltado a tierra a hacer algunas compras y, como la semana anterior, le dejaba tranquilamente sin cena.
«En seguida vuelvo», había dicho.
«En seguida.» Norte conocía muy bien la interpretación que daba a esta palabra. En una ocasión el Gorila se había ausentado «por unos minutos» y no había vuelto a verle el pelo durante tres días. Como guardaba en el bolsillo la paga de la quincena era capaz de haber ido a buscar a su amiga para correrse una juerga. Por si fuera poco (sus defecciones se realizaban siempre con alguna agravante) aquella noche se le había ocurrido invitar a bordo a un amigo; aquel niño tan fino que regalaba puros y que pretendía vender por hermano; Pipo, le llamaba, eso era: Pipo.
Decididamente, con el Gorila no se podían hacer planes. Iba, venía, salía, entraba, a la ventura de su capricho e inspiración. Imposible enfadarse tampoco: siempre tenía excusa. La falta de formalidad era algo congénito en él y no había más remedio que resignarse a soportarla.
Mientras aventaba el hornillo se entretuvo en evocar las circunstancias de su encuentro. Norte estaba en la cubierta del Venadito, poniendo en salmuera las sardinas recién pescadas y le había llamado la atención aquel desconocido gigantesco que contemplaba su industria con los brazos cruzados. El hombre tenía todo el aspecto de un oso, de un oso vestido con harapos, con pies que parecían habituados a caminar siempre al desnudo. Se había sentado en un noray, de cara al mar, tocado con un sombrero de paja y parecía seguir con interés vivísimo su procedimiento de salar el pescado.
Tras unos segundos de indecisión, Norte le hizo una seña con el brazo. La plaza de piloto del Venadito estaba vacante desde el mediodía y necesitaba encontrar un sustituto aquella misma noche. El hombre bajó a bordo sin apresurarse y avanzó hacia él con el sombrero en la mano.
—Eh, amigo —dijo Norte—. ¿Le gustaría salir de pesca?
—¿Que si me gustaría? —exclamó—. No he hecho otra cosa durante toda mi vida.
Le tendió unas manos enormes, endurecidas por el trabajo, y le mostró las cicatrices que las marcaban.
—Cuando me embarqué por primera vez tenía catorce años. Mi padre fue pescador hasta los sesenta. El mar se ha llevado a mis dos hermanos mayores.
Apoyando sus palabras con hechos, le pidió la navaja y empezó a limpiar sardinas con manifiesta pericia. Norte le dejaba hacer balanceando su pierna inválida y, al cabo de un rato, se aventuró a preguntar:
—¿Ha cenado usted?
—No he probado bocado desde anteayer.
Sentados en el muelle, bajo los focos amarillos del tinglado, comieron con gran apetito. El Gorila habló durante toda la noche y le contó de pe a pa su historia. De este modo, Norte se enteró de la infidelidad de su mujer, razón por la cual, dijo el Gorila, había dejado el pueblo.
—Total —concluyó, alzando el porrón—. Que mi hermano se fue a vivir con ella y ya no los he vuelto a ver.
—A lo menos —observó melancólicamente Norte— todo ha quedado en familia; mientras que yo…
Como movido por una fuerza ciega le esbozó, también, el cuadro de sus desgracias: su mujer se había separado de él tras el accidente de la pierna; después de acostarse con los hombres del barrio se había ido a Valencia y trabajaba allí de prostituta.
—En pocas palabras: también me hizo cornudo a mí.
—Cosas peores hay —concluyó filosóficamente el Gorila.
El reloj del muelle señalaba la una en punto; había llegado el momento de dormir y Norte le preparó un colchón.
—Mañana saldremos a las seis —dijo—. Duerma tranquilo; yo mismo me encargaré de despertarle.
El Gorila estaba acostumbrado a la pesca de arrastre, pero demostró conocer a fondo las artes fijas.
Manejaba el timón con gran maestría y localizó en seguida las boyas. Norte comprobó también que tenía una fuerza prodigiosa y no necesitaba ayuda para halar. La pesca resultó aquel día muy abundante y regresó del Consorcio con más de veinte duros.
—Toma —dijo, entregando al Gorila un billete de cincuenta—. Desde ahora partiremos las ganancias.
Poco a poco los dos hombres se habían vuelto inseparables. Norte vivía en el Venadito y el Gorila dormía allí la mayor parte del tiempo. A veces, durante noches enteras, correteaba por las tabernas del barrio y regresaba a la hora de embarque completamente borracho. Pero era preciso reconocer que en estos casos tenía gran aguante y su trabajo no se resentía en lo más mínimo.
Meses después se había liado con una mujer y, desde entonces, alternaba la yacija de la cámara, con el lecho, más blando, de los hoteles por horas. Tuvo un hijo, y Norte fue invitado a la fiesta. El amo, al enterarse, le dio quince días de permiso y, durante su transcurso, el tiempo se le hizo larguísimo a Norte.
La vida le resultaba insoportable sin la presencia del Gorila; pese a su mal humor, su terquedad, sus embustes, su continua falta de palabra, estos defectos pesaban muy poco cuando, a la hora de la verdad, los contraponía a sus cualidades. En fin: si quería emborracharse, que se emborrachara; puesto que lo hacía con su dinero, podía disponer de él como le diera la real gana.
El carbón del hornillo había prendido totalmente y Norte vació en la sartén el contenido de la alcuza. Desgranó sobre el aceite unos dientes de ajo y aguardó a que se pusieran bien dorados. Entonces arrojó encima los garbanzos sobrantes del mediodía y revolvió cuidadosamente el conjunto con el cubierto de madera.
Si el Gorila pensaba darse entonces un gran banquete, tampoco él iba a quedarse manco. Guardaba en el armario media docena de arenques y los metió en la cazuela con el sofrito. Al acabar, cogió un pedazo de pan de la bolsa y se instaló cómodamente en la escotilla.
No había empezado todavía a comer cuando vio aparecer por el muelle al Gorila seguido del muchacho. Su compañero volvía con la cesta llena de paquetes y Pipo llevaba una botella de tinto en cada mano. El Gorila se detuvo unos segundos, bajo los tinglados, a charlar con un pescador. Pipo aprovechó la oportunidad para adelantarse y darle la noticia.
—Mi hermano ha comprado un sinfín de cosas —dijo, depositando las botellas junto a las bitas—. Como tengo tiempo hasta las diez, podremos cenar los tres juntos.
El Gorila había saltado detrás de él y Norte adoptó la decisión de ignorarle. Tranquilamente, se llevó a la boca una cucharada de garbanzos y se sirvió una buena ración de vino.
Hubo un minuto de silencio durante el que el Gorila examinó sucesivamente el fuego apagado del hornillo, la sartén sucia y la cazuela llena de garbanzos. Inmediatamente dejó en el suelo el cesto de la compra y se plantó frente a Norte:
—¿Puede saberse qué coño significa esto?
Norte volvió a llevarse a la boca otra cucharada de sofrito.
—Como tardabais tanto tiempo en venir —repuso—, supuse que habías cambiado de planes.
Se disponía a servirse más vino, pero el Gorila le arrebató el porrón de la mano.
—¿Quieres explicarme, entonces, qué carajo te hacía suponer que habíamos cambiado de planes?
Norte señaló con el dedo el reloj luminoso de la torre.
—Te marchaste de aquí antes de las seis, diciendo que volverías al cabo de un instante. Mira el reloj: las ocho menos cuarto.
—Yo no te dije cuánto tardaría —repuso el Gorila—. Sólo te dije que iba a comprar algunas cosas al mercado; quedamos en que, a la vuelta, tendrías dispuesto el fuego.
—Oh, quedamos, quedamos… Te lo he oído repetir tantas veces que ya no te hago ningún caso. La semana pasada dijiste lo mismo y me dejaste sin cena. Te habías emborrachado por ahí con la Juanita y no regresaste hasta después de madrugada.
—Si no fuera porque tienes la edad de mi padre, te juro que te molía el cuerpo.
—Hazlo, anda —dijo tranquilamente Norte—. ¿Qué esperas?
Al Gorila se le hincharon las venas de la frente, pero continuó cruzado de brazos.
—Hasta hoy he tenido demasiada paciencia contigo, pero esta jugada no voy a perdonártela.
—Como puedes comprender —dijo Norte—, no iba a acostarme con el estómago vacío.
—¿Y quién dice que ibas a acostarte con el estómago vacío?
—Pues no sería la primera vez que me ocurre… Además, te repito que estaba cansado de esperaros…
—Vamos, anda —dijo el Gorila—. Lo mejor que puedes hacer es achantarla. Cualquier otro —añadió, volviéndose hacia Pipo— en su lugar, habría callado; él, no. Norte no se equivoca nunca. Aunque se lo demuestren cuarenta veces siempre quiere tener razón.
El niño se había sentado en un rollo de cuerdas y les contemplaba, afligido.
—Me parece que el hornillo no está apagado del todo —dijo. Pero nadie le hizo ningún caso.
—Por si fuera poco —observó el Gorila, deseoso de añadir nuevo fuego a la pelea—, habíamos invitado a mi hermano y por tu tacañería se quedará sin comer.
—Si me hubieses avisado que volvías tarde no habría tenido ningún inconveniente en aguardaros, aunque fuese hasta las diez; pero como dijiste que volvías en seguida…
—Calla. Al menos calla. Si has metido la pata hasta arriba, ten al menos el buen gusto de callarte.
—El fuego no está apagado del todo —dijo de nuevo Pipo.
Su intervención produjo un efecto contrario al buscado: el Gorila lo señaló a la atención de Norte con un ademán patético.
—El chico había hecho una serie de gastos para obsequiarte y por tu culpa ha perdido más de cinco duros.
—El dinero no tiene ninguna importancia —comenzó Pipo; pero el Gorila no le dejó continuar.
—Fíjate; el pobrecillo quiere disculparte… Vergüenza debería darte haberle tratado de este modo, haciéndole tirar el dinero por tu maldita tacañería.
—Nadie ha hablado de tirar el dinero —estalló Norte—. Si queréis que os encienda el fuego, os lo encenderé. Y tan amigos como antes.
—Ah, eso sí que no —dijo el Gorila—. ¿Favores hechos a regañadientes? Nunca. Mi hermano prefiere acostarse en ayunas antes que mendigar un favor.
—Yo creo… —intentó decir Pipo.
—No quiero que te dejes faltar por nadie. Si ese cabrón te ha ofendido una vez, te juro que no volverá a hacerlo dos veces.
—Está bien —dijo Norte—. Haz lo que tú quieras.
—Anda, vuelve a comer… —invitó el Gorila—. A mi hermano le hará mucha gracia.
Los ojos de Norte se velaron. Casi a tientas, asió la cazuela con ambas manos y la estrelló contra la pared del muelle.
—¡Toma! —dijo, volviéndose hacia el Gorila—. ¿Es eso lo que querías? —Se atragantó—. Pues ya lo has logrado.
Su compañero no pareció muy impresionado por el gesto. Tenía el cesto de la compra al alcance de la mano y lo arrojó también por la borda, cuidando de que cayera al agua.
—Si calculabas salir ganando con el cambio —dijo con expresión maligna—, el tiro te ha salido por la culata.
Norte se puso de pie de un salto y lo contempló lleno de ira.
—Si no fuera por la pierna… —tartajeó—. Si no fuera por la pierna…
—Me gustaría saber qué hubieses hecho —observó su compañero.
—Molerte —exclamó Norte con voz ahogada— molerte a palos.
Con gran sorpresa del niño la tormenta amainó en cuanto se alejaron. El Gorila torció hacia la izquierda, por el camino del muelle y se detuvo junto a un rollo de cuerdas adosado a la garita de los guardias.
—Norte es la tozudez personificada —dijo después de tomar asiento—. Cualquiera de nosotros, en su lugar, hubiese candado el pico, pero él, en su vida ha dado el brazo a torcer.
—De todos modos —observó Pipo—, creo que nos retrasamos demasiado en la taberna.
—Con retraso o sin retraso, aquélla no era forma de recibirnos.
—Sentiría que por nuestra culpa se quedara sin cenar.
—Pierde cuidado; ya se les arreglará de alguna manera. Si no encuentra nada en la cocina, irá a pedir por las barcas.
—¿Tú crees que se habrá enfadado conmigo? —preguntó el niño al cabo de un rato.
—¿Enfadado contigo? —exclamó el Gorila—. Si es un pedazo de pan… Cuando vuelva, apuesto cualquier cosa a que me saludará como si nada hubiese ocurrido.
»Oh, ya sé que yo también tengo un carácter difícil; pero no quiero que me falte nadie. Y cuando una cosa me parece mal lo digo, aunque sea el mismísimo Papa de Roma.
»Norte mete a menudo la pata, pero sabe olvidar en seguida. Si no fuera así, hace más de un año que no me vería el pelo. En cualquiera de las barcas que pescan al “bou” ganaría más del triple que al trasmallo; pero me apena dejarle solo.
»El otro día le dio un vahído mientras estaba en el bar de la tía Marina y tuve que llevármelo a bordo del Venadito, cargado, en una cesta, a mis espaldas.
»Da risa pensar lo poco que pesaba.
»Aunque era de noche, la gente se agolpaba a vernos. Figúrate: Norte metido en una cesta, más blanco que un pavo desplumado y yo, con una barba de diez días, cargando la cesta sobre el hombro.
»Al llegar a bordo el pobrecillo quería abrazarme. Lloraba… Fíjate: lloraba. Se volvía hacia mí y me decía: “Gorila, ya voy para viejo y el día en que yo falte no sé quién cuidará de la barca. Si algo me quieres, prométeme una cosa: que cuando yo muera continuarás en ella pase lo que pase”.
»Y así tuve que prometérselo para tranquilizarlo.
Acurrucado a sus pies, Pipo le contemplaba con expresión atenta. El modo de narrar las historias de su amigo le agradaba muchísimo. Como un actor de teatro dosificaba los efectos y recurría a cambios de mímica, de forma que, en lugar de ser sólo la voz, participare en el relato el cuerpo entero.
El Gorila se había cansado de hacer el panegírico de Norte y señaló un hombre que, provisto de una lata de aluminio, hurgaba en los barriles de aceite vacíos.
—Mira —dijo.
El hombre desenroscaba una a una las tapas de los barriles e introducía en ellos una caña con un algodón en la punta. Después de remover un buen rato, volvía a sacar la caña y escurría el algodón empapado en la lata de aluminio.
—De este modo —dijo, riendo, el Gorila— vende el aceite a las tiendas y se gana todos los días el pan.
Pipo seguía los manejos del hombre, divertido. Verdaderamente, había oficios extraños. Se acordó del gitano del organillo y de sus chapuzas de feriante. Durante mucho tiempo su trabajo consistió en arreglar mulas ajenas —lavarlas, retocarlas, ponerles parches y remiendos—. Así se lo contó al Gorila, añadiéndole otras muchas cosas de su invención, y su relato tuvo la virtud de devolverle la alegría. Cogiéndolo familiarmente por el cuello, su amigo lo llevó hasta la Vía Meridiana.
Se embocaron por una calle muy estrecha. Como oscurecía, los bares empezaban a espabilarse. A aquella hora, estaban llenos de hombres y mujeres recién venidos del trabajo, que bebían, batían palmas, cantaban. Entre ellos, muchos conocían al Gorila y, al verlo, lo saludaban con el brazo. Algunos venían a su encuentro y le preguntaban por el niño.
—Es mi hermano pequeño —replicaba el Gorila sin inmutarse.
La tasca se llamaba Gran Bodega Alicantina y el Gorila le señaló su emplazamiento con el dedo. Situada en el cruce de dos calles, dos puertas vidrieras desprovistas de cristales permitían trasver cuanto ocurría dentro. En el momento en que entraron se incubaba una disputa entre dos viejos, pero su llegada obró el prodigio de desviar hacia ellos la atención de todo el mundo.
—Hola, Gorila.
—¿Qué viento te trae?
—¿De dónde has sacado este niño?
—¿Quieres decirnos cómo se llama?
Los dos amigos se instalaron en la única mesa desocupada, eludiendo las preguntas de los que se agolpaban en el bar. El Gorila aguardó a que el niño se sentase y palmeó.
—Mi hermanito está muerto de sed.
Del vecino grupo de pescadores se elevó un coro de risas.
Los hombres habían interrumpido su partida de julepe y observaban al niño. Consciente de su atención, Pipo fingía una reserva discreta y aprovechó el saludo de uno para devolverle una sonrisa llena de confianza.
La propia doña Rosa que, ordinariamente, enviaba a su marido a recoger los encargos de las mesas, considerando que la situación revestía caracteres excepcionales, abandonó su sitial de la barra y acudió, sonriente, hacia ellos.
—¿Verdaderamente son ustedes hermanos? —exclamó.
El Gorila se sentía halagado por la atención y aguardó dolosamente unos segundos para mantener la espera.
—Hermanos, sí —repuso—, pero de distinto padre.
Hubo un breve silencio durante el cual doña Rosa les contempló alternativamente, como buscando establecer un paralelo.
—Realmente parece un milagro —concluyó—. Hay que ver… Con lo hermoso que es este niño…
Los pescadores de la mesa vecina expresaron su aprobación con una risotada.
—Parece tan fino… —continuó doña Rosa—, tan educado…
El niño miraba hacia el techo, fingiendo no conceder demasiada importancia a lo que oía.
—¿Cómo te llamas, rey mío?
—Eduardo. Pero mis amigos suelen llamarme Pipo.
—Un encanto de criatura —definió—. Un verdadero encanto.
Volviéndose hacia el Gorila, con los brazos en jarras, dijo con fingida furia:
—¿Puede saberse por qué teniendo una joya de hermano como tiene usted, lo ha mantenido tan oculto?
—Estaba en el pueblo, estudiando y no ha venido aquí hasta hace unos días.
—¿Ah, sí? —exclamó doña Rosa, sonriendo a Pipo—. ¿Y qué estudios seguías?
—Provisionalmente —mintió el niño— hacía el bachillerato. Pero ahora quiero ser ingeniero.
Asombroso. Verdaderamente increíble. Doña Rosa se encaró con su compañero en medio de la expectación de los reunidos.
—¿No le da vergüenza tener un hermano menor que usted, y a pesar de ello cien veces más listo?
El Gorila rió complacidamente bajo sus enhiestos bigotes.
—¿Qué quiere usted que haga? —dijo—. Así es la vida. El muy bandido arrambló con toda la inteligencia y no me dejó ni una pizca. Fíjese si debía ser animal, que mi madre no quiso llevarme nunca a la escuela. «Con la cara que tienes —decía—, darías un susto al miedo.»
Miró a Pipo como buscando confirmación a sus palabras.
El niño se apresuró a corroborarlas con un cabezazo.
—A los catorce años —afirmó— ya era tan grande como ahora y debía afeitarse el bigote dos veces al día.
—Mi madre tuvo que meterme vino en el biberón —prosiguió el Gorila— porque le sequé la leche en tres semanas. En lugar de papilla, me daba sobreasada. Al año de nacer pesaba catorce kilos.
Doña Rosa contempló con mal disimulada admiración su recia musculatura.
—Comprendo perfectamente que su madre se quedase muy descansada al ponerle al mundo, señor Gorila —exclamó en medio de grandes risas—. Su marido le hizo lo que se llama una faena.
Algunos pescadores expresaron su opinión sobre el caso. Doña Rosa fingió no oírles siquiera.
—En cambio —afirmó, señalando a Pipo—, me gustaría tener un hijo como él. Con su cara, su voz, sus mismos gestos…
—Pues no le daría a usted poco trabajo —le interrumpió el Gorila—. Con la ciencia que lleva dentro… A veces debo pedirle que me explique las cosas porque me armo un lío.
—Pero Pipo sería bueno con su mamita —dijo doña Rosa— y le enseñaría lo que sabe, ¿no es verdad, tesoro?
Luego, acordándose de que el marido estaba solo en la barra y era la hora de máxima afluencia, preguntó:
—¿Qué van a tomar?
El Gorila sacó un tebeo del bolsillo y lo desplegó sobre el velador de mármol.
—A mí, deme un porrón de tinto. A él, tráigale una cerveza.
Durante unos minutos, Pipo se entretuvo en paladearla, dejando formar sobre sus labios una bocera de espuma. Su compañero leía las historietas del tebeo con gesto regocijado. El local estaba iluminado por media docena de bombillas de gran voltaje y unas pantallas de porcelana en forma de plato mantenían el techo en la penumbra. Adosados a la pared del fondo había gran número de barriles de duelas oscuras y cellas herrumbrosas. A pesar de que los grifos parecían bien cerrados, alguien había puesto debajo unos platillos y el vino que se escurría de los toneles formaba en ellos charquitos de colores, en donde la luz se reflejaba con tornasoles muy lucidos.
Momentáneamente, Pipo tuvo la impresión de que el vino rezumaba por todas partes: como una humedad, alimentaba las manchas parduscas del suelo, los líquenes que crecían en las paredes y hasta las telarañas en forma de estalactita que pendían del techo; junto a la barra, un hombre dejó caer su vaso y extendía vorazmente sus tentáculos lo mismo que un pulpo.
En la mesa del extremo se había armado cierto alboroto y Pipo se incorporó de la silla a ver. Dos pescadores jóvenes, sentados uno frente a otro, tentaban la fuerza de su pulso con los codos apoyados en el velador de mármol. Pipo conocía las reglas del juego por haberlo practicado él mismo con otros niños y, por el aspecto físico de los contendientes, dedujo que el combate iba a ser duro.
Al verlos, el Gorila dejó de interesarse por las historias del tebeo. Durante un par de minutos mantuvo el porrón alzado, para darse fuerzas, y al bajarlo, con gran contento de Pipo, hizo chascar la lengua. Aquello significaba la adopción de una medida importante y el niño le siguió hasta la mesa en donde pulseaban poseído de una dulce expectativa.
Sabía por Norte que el Gorila había sido campeón de pulso y deseaba ardientemente que se le brindara la ocasión de demostrarlo. Apoyado en el respaldo de una silla, siguió con atención las incidencias del combate. Los luchadores mantenían los antebrazos verticales e intentaban rebajarse mutuamente la mano hasta la mesa. Al fin, la muñeca del más grueso empezó a ceder. Su rival avanzaba pulgada a pulgada y su triunfo fue acogido con vítores.
El Gorila le desafió a una partida con una botella de premio y, aunque el mozo tenía mucho nervio, el Gorila le dobló la muñeca. Hubo otro aplauso seguido de nueva apuesta. El Gorila tenía el rostro encendido, pero venció fácilmente una vez más. Todavía probaron fortuna un tercero y hasta un cuarto, mientras las apuestas crecían de tal modo que el Gorila se aseguraba la bebida de todo el mes. La propia doña Rosa había abandonado la barra para verle y le felicitó personalmente.
Pipo vivió una jornada inolvidable. Su amigo decidió invitar a vino a todos sus camaradas. Los porrones corrían libremente por las mesas y no se detenían siquiera ante el niño. El Gorila lo había hecho sentar encima de sus rodillas y le dio consejos solemnes con voz carrasposa. Tampoco Pipo sabía bien lo que se hacía y se sorprendió en el regazo de doña Rosa, contándole historias falsas.
Finalmente el Gorila lo escoltó a lo largo de las callejuelas hasta la parada del tranvía y aguardó la llegada del vehículo para hacer, entre otras cosas, aquella que Pipo amaba más: levantar el brazo, cuando el cobrador daba la señal de partida y hacerle, como los otros días, un adiós, cada vez más pequeño, con la mano.