Capítulo Catorce
Todos estaban de acuerdo en que Rennie era una paciente espantosa. De los miembros de su familia, Maggie era la que la aguantaba más tiempo, y Mary Francis, la que menos. Nadie, ni siquiera el doctor Turner, acababa de comprender cómo Jarret pasaba tanto rato en su desagradable compañía. Y es que, en la semana transcurrida desde el tiroteo, había hablado con brusquedad a todos media docena de veces.
Jarret estaba sentado en un sillón grande y cómodo cerca de la cama. Una mesita lo separaba de Rennie, y un tablero de ajedrez de mármol con piezas de marfil constituía el centro de la atención de los dos. La mayoría de las piezas capturadas estaban en el lado del tablero correspondiente a Rennie, que se regodeaba mientras los dedos de Jarret vacilaban sobre qué hacer con el único alfil que le quedaba. En ese momento alzó la vista hacia ella, vio su cara triunfante y se replanteó el movimiento.
—Tu familia piensa que soy un santo por aguantarte —dijo.
—Procura que Mary Francis no te oiga hablar así. Eso es casi una blasfemia.
Jarret sonrió ladinamente.
—Eso es lo que tú crees. Precisamente ella es la que sugiere que me canonicen. —Soltó el alfil, vio cómo ella se lanzaba en picado sobre él con su torre y suspiró—. Juegas mucho mejor que yo. Deberías hacer que viniera Jay Mac.
—Él sólo me aguanta un poco mejor que Mary Francis —dijo con aire resignado—. La verdad es que no he sido muy amable con nadie.
No esperaba que Jarret lo negase, y él no lo hizo. Suspirando, Rennie se reacomodó en la cama, ahuecando las almohadas que tenía detrás. Se encogió cuando su hombro topó con el cabecero.
—¿Estás bien? —preguntó él—. Venga, déjame a mí.
Jarret le arregló las almohadas: una en la base de la espalda, la otra en los hombros. Luego le alisó las mantas sobre el regazo y movió la mesa para que pudiera llegar sin esfuerzo.
—Gracias. —Ella no lo miró del todo a los ojos—. Así está mejor.
—Vaya, casi no te ha dolido.
—El hombro va mejorando.
Jarret negó con la cabeza. Le cogió la barbilla y se la levantó, de modo que se vio obligada a mirarlo.
—No —dijo—, me refiero al «gracias».
Dejó caer la mano cuando Rennie se hizo atrás, ya contrariada y a la defensiva. Entonces, de una forma muy sencilla, le cortó la réplica que estaba preparándole: se rió de ella. Un instante después ella se rindió y se rió con él. En ese momento, Jay Mac abrió la puerta del cuarto empujando con la puntera del zapato.
—Esa dulce risa es música para mis oídos —dijo, al tiempo que cerraba la puerta con el codo.
Llevaba una bandeja con la cena: lonchas de jamón, patatas con perejil, maíz y judías. El vapor que salía de los platos había empañado sus lentes nuevos, de modo que puso la bandeja en el regazo de Rennie y se limpió los cristales con un pañuelo.
—¿Por qué nadie más la hace reír así? —preguntó a Jarret.
—Quizá porque nadie hace el tonto tan bien —dijo Jarret.
—Dudo de que ése sea el caso —repuso Jay Mac.
Rennie volvió a atarse la cinta que recogía su tupido cabello en la nuca.
—Ya lo has oído —dijo a su padre, mientras desplegaba la servilleta; luego señaló el tablero—. A lo mejor puedes ayudarlo a salir del apuro, Jay Mac. Esta partida no durará más de tres movimientos si no lo haces.
Jay Mac se sentó en el borde de la cama, con cuidado de no dar un empujón a la bandeja, y examinó el tablero.
—Si lo ayudo, realmente no durará más de tres movimientos. Te ataca por todos lados. Vamos, Jarret, puedes darle jaque.
Dando un respingo, Rennie volvió a estudiar el tablero y luego vio la sonrisa engreída de Jarret. Entonces soltó un resoplido, redujo la boca a una remilgada línea y volvió a la tarea de cortar la carne.
—Creo que has movido algo cuando yo no miraba —dijo con tono irritado—. Me niego a creer que haya perdido limpiamente.
Ahora fue Jay Mac quien se echó a reír. Tras dar a Jarret una palmada en la espalda, le recordó que la cena sería al cabo de media hora y que tenían una cita a las ocho. Besó a Rennie en la mejilla, le dio una ligera palmadita en el hombro sano y se fue. Apenas cerrada la puerta, Rennie se volvió hacia Jarret.
—¿Qué cita? ¿Qué vais a hacer tú y mi padre?
Jarret movió el caballo negro.
—Jaque.
Rennie meneó el tenedor hacia él, negándose a mirar el tablero.
—No soy un tren. No me puedes eludir tan fácilmente.
—No tiene nada que ver contigo —dijo Jarret.
—No he dicho que tuviera que ver conmigo. Te he hecho una pregunta bastante sencilla.
Él le dirigió una mirada maliciosa.
—Contigo nada es sencillo, Rennie.
—Ya estás otra vez —dijo ella—. Pero no vais a descartarme así, Jarret. Mi madre y mis hermanas llevan haciéndolo toda la semana, y ni siquiera Jay Mac me da respuestas directas. Y luego tienen el descaro de preguntarse por qué me siento tan triste encerrada aquí, en esta habitación. Tú has sido el único que ha hablado de lo que pasó, de lo que pasó de verdad.
—Creo que los demás no han querido preocuparte.
—Bueno, pues sí que estoy preocupada. Y llevo así desde que me desperté en esta cama, con el doctor Turner inclinado sobre mí. No estoy acostumbrada a que me disparen.
Jarret se las arregló para contener la risa.
—No es el tipo de cosa a la que uno se acostumbra —dijo con guasa.
—Ya sabes lo que quiero decir. Creo que tengo derecho a saber más de lo que todos, incluido tú, habéis tenido a bien contarme. No es justo, Jarret.
Él puso a un lado la mesa y el tablero de ajedrez, y luego estiró las piernas. Rennie había vuelto a sacar su testarudez: se apreciaba en la forma de su boca, dispuesta en un gesto serio, y en la tensión que rodeaba sus ojos color esmeralda; sus finas cejas estaban un poco juntas, y el rizado mechón de pelo rojo oscuro que le cruzaba la mejilla izquierda se movía un poco cuando crispaba un músculo de la mandíbula. Tenía la piel ruborizada, no con aquel rubor anómalo y febril que había ido y venido durante casi toda la semana, sino con el de la frustración y la impaciencia. Tenía desabrochados dos botones del cuello de su camisón, y por allí asomaban la curvatura de su cuello y parte de la clavícula. Debería haber tenido un aspecto frágil, pero, con la barbilla levantada en ese ángulo desafiante, el pulso latiéndole fuerte al lado del cuello y el aliento, Rennie parecía inquebrantable. Y ésa era una señal segura de que se había recuperado.
Jarret se pasó los dedos por el pelo. La forma de su boca cambió cuando exhaló aire despacio, poco a poco.
—No creo que nadie de tu familia pretenda esconderte nada, Rennie. Sencillamente, ha salido así. El segundo día que estuviste aquí te subió la fiebre, y nadie ha querido hacer ni decir nada que estorbara tu recuperación.
Ella dejó el tenedor. La comida ya no le interesaba.
—Por ejemplo...
—Por ejemplo, decirte que tu madre se desvaneció al verte llegar en brazos a casa. —Bajó la voz y adoptó un tono serio—. Y que se desvaneció otra vez cuando abrió los ojos y vio a Jay Mac inclinado sobre ella, en el recibidor.
—Pobre mamá, ver a Jay Mac así..., sin advertencia previa... Debió de pensar que se había muerto y había ido al cielo. —Sus ojos se nublaron porque lo que vio en el preocupado rostro de Jarret no acababa de encajar con su sencilla explicación—. Pero ahora está bien, ¿no? Es decir, ha estado entrando y saliendo por aquí, cuidándome, toda la semana. Sólo se desmayó, ¿verdad? El susto...
Se detuvo.
—¿Y qué más, Jarret?
—Moira iba a tener otro hijo, Rennie. Lo perdió anoche.
Observó que la cara de Rennie se quedaba sin color, y que los ojos se le oscurecían y se le agrandaban.
—No es culpa tuya —se apresuró a decir—. Y si sigues creyéndolo un minuto más, estarás justificando que tu familia haya evitado decírtelo. No ha sido el susto de veros a ti o a Jay Mac, ni siquiera la caída. Llevaba algún tiempo con dolores, y el doctor Turner ha dicho que no se podía hacer nada. Hace semanas, él y tu madre comentaron que quizá no podría llevar el embarazo a buen término. Tu madre ya ha rebasado la edad en que la mayoría de las mujeres ni conciben.
Las lágrimas hicieron brillar los ojos de Rennie.
—Da lo mismo —dijo en voz baja, con tristeza—. A ella le encantan los bebés. Y papá... Debe de estar afligido. ¿Sabía el estado de mamá antes de ir al Oeste?
—No. Por lo visto tu madre sólo estuvo segura cuando tú ya habías partido para buscar a Jay Mac. —Al instante vio que Rennie volvía a culparse—. No hagas eso, Rennie. Moira tenía aquí a Maggie y a Skye para ayudarla, y si tú no te hubieras marchado, no le habrías traído de vuelta a Jay Mac. Desde que volvimos, él no ha salido de esta casa y apenas se ha apartado de ella.
—Creí que era porque evitaba a Nina y a los reporteros de los periódicos.
—¿Sabes lo de los reporteros?
Ella asintió.
—Si me pongo en la ventana en el ángulo correcto, veo a uno o dos que van de un lado a otro de la acera, delante de la casa. De vez en cuando, un policía los echa... ¿Quieres decir que no ha hablado con nadie sobre su vuelta?
—Hace unos días dejó entrar a Logan Marshall. Le dio la noticia al Chronicle para que los demás periódicos tuvieran que hacer algunas concesiones a la verdad en sus artículos. Aunque tampoco ha sido demasiado comunicativo. Sólo hemos acabado con los primeros ecos del escándalo. Nadie sabe, por ejemplo, que Jay Mac cree que fue su esposa quien intentó matarlo y te disparó a ti en su lugar. Nadie, salvo Marshall, sabe que lo más probable es que el objetivo fuera Jay Mac. Casi todo el mundo cree que, sencillamente, te viste atrapada en un fuego cruzado, en un tiroteo que entablé con alguien que yo perseguía, por la recompensa que daban por él.
—¡Pero Jarret! ¡Eso no fue lo que ocurrió! ¡No quiero que la gente crea que tú fuiste responsable!
—No tienes elección —dijo él con rotundidad—. Discútelo y no volveré a contarte nada.
Rennie puso morros. Sus relampagueantes ojos continuaron pensando lo mismo.
—Muy prudente. —Jarret se arrellanó en el sillón, alzó las piernas y puso los talones sobre el armazón de nogal de la cama—. El hecho de que tu padre no haya salido de la casa sólo se debe en parte a Moira; yo también he insistido en que se quede aquí. Gracias al estado de Moira y al tuyo, ha resultado más fácil convencerlo de que era necesario, pero también le advertí de lo que haría si me desobedecía.
Rennie parpadeó.
—¿Que tú has amenazado a mi padre? —preguntó, incrédula.
—Prefiero pensar más bien que le he confirmado que haría mi trabajo. —Sus ojos fueron de la cara de Rennie hasta su hombro. Se le veían las vendas a través de la tela del camisón—. No habrá más incidentes como el que estuvo a punto de matarte.
—Eso no fue culpa tuya, Jarret, y le salvaste la vida a mi padre.
—En teoría, no tenía que ser a costa tuya.
Rennie se quitó de encima la bandeja y la puso sobre la mesa; luego dejó caer en ella la servilleta. Entonces, sin previo aviso, echó atrás la ropa de cama y levantó las piernas. Sus pies quedaron entre los de Jarret, y cuando se levantó, él los apartó más. Estaba atrapada entre las piernas de él, justo donde quería estar. Se inclinó hacia adelante y apoyó las manos en los reposabrazos de la butaca de Jarret, de modo que su cara quedó al mismo nivel que la de él.
—Vuelve a la cama, Rennie. Pero ¿qué...?
—Te amo —dijo; su voz sonó tensa por el dolor que le atravesaba el hombro herido, pero ella lo ignoró—. Y sé que tú me amas. Te oí..., en la estación. Por favor, dime que no me lo he imaginado.
—Rennie, vuelve a la...
Los ojos de ella se lo imploraron.
—Jarret...
Durante largo rato él no dijo nada, y se limitó a escudriñarle el rostro como ella le escudriñaba el alma. Al fin, cerró los dedos en torno a sus muñecas, y con un suave tirón se la puso en el regazo.
—No te lo has imaginado —dijo de mala gana.
Rennie enroscó las piernas al apoyarse en él y enredó sus finos dedos entre los suyos.
—¿Por qué no quieres decirlo?
Él no respondió, sabía que ella no había pensado a fondo en ese asunto. Su anulación legal ya se había conseguido. Gracias a la influencia del juez Halsey, la resolución la estaba esperando cuando regresó. Pero a los ojos de la Iglesia, seguía siendo una mujer casada. A Jarret no le parecía que las cosas hubieran cambiado mucho, y, a decir verdad, a Rennie tampoco.
—Deberías volver a la cama —dijo él.
—Estoy donde quiero estar. No me eches.
Él negó con la cabeza. Como siempre, ella se rebelaba sin motivo. La quería exactamente allí. Tal vez al hablar expresara un sentimiento distinto, pero en el fondo no podía apartarla.
—Esta noche voy a acompañar a tu padre a una reunión en el Edificio Worth. Su intención es hacer un poco de... «limpieza de primavera», creo que ha dicho.
—¿Hollis estará allí?
—Se lo ha invitado, y tendrá ocasión de responder a las acusaciones de Jay Mac. Después iremos a ver a Nina.
—Dios mío —dijo Rennie—. Mi padre no pretenderá acusar a Nina, ¿verdad? No hay prueba de que estuviera en el andén. Tú no la identificaste, y yo no la vi, ni tampoco Jay Mac.
—Creo que sabré la verdad cuando la vea cara a cara —dijo Jarret—. Pero no creo que a tu padre le importe mucho. Aunque yo dijera con seguridad que fue Nina quien disparó, Jay Mac no pretende acusarla ni demandarla.
Rennie frunció el ceño.
—Entonces, ¿qué...?
—Tu padre no se me ha abierto por completo, Rennie, pero creo que su intención es pedir el divorcio.
Durante un minuto ella no dijo nada. Apoyó la cabeza en el hombro de Jarret, cerró las dos manos en torno a una de las suyas y se la llevó cerca del corazón. Sus ojos contuvieron las lágrimas. Al fin dijo:
—En el fondo, no tengo valor para sentirme feliz por ello. Es tan triste... Todo... —Sorbió y se limpió los ojos con la mano—. ¿Lo saben mis hermanas?
—Creo que sí. Últimamente han estado murmurando entre ellas.
—¿Y mamá?
—Creo que ella y tu padre lo han discutido. Hay indicios. A mí nadie me dice nada, Rennie. No es asunto mío. Y ni siquiera lo es tuyo ni de tus hermanas. Esto es entre Jay Mac, Nina y tu madre.
—Lo sé —susurró ella—. No quería que me lo consultaran. Sólo que me informaran.
—Podría estar equivocado —dijo él.
—No. No estás equivocado. He sentido la tensión y el nerviosismo de los demás. Si Nina consiente, él se casará con mi madre..., si ella está de acuerdo.
—¿Te imaginas que tu madre lo rechaza?
Rennie esbozó una sonrisa débil y pensativa.
—Jay Mac raptaría a mamá.
—Y habría otro escándalo...
—En vista de todo lo demás, sería un simple pecadillo. —Ella le apretó las manos—. ¿Te ha pedido Jay Mac que fueras con él esta noche?
—No, él no haría eso. Me ofrecí yo —Jarret vio la duda en su mirada—. En realidad, insistí.
—¿Espera Nina a Jay Mac?
—No. Habría sido un poco estúpido informarla.
—Pues invitar a Hollis al consejo de esta noche ha sido una idiotez.
—Lo dudo. Si acude es porque cree que puede justificar todo lo que ha hecho. Si no acude, equivaldrá a reconocer su culpabilidad. En realidad, si no acude, sospecho que será porque hace mucho que se ha ido de Nueva York. No creo que se quede esperando aquí a que lo detengan por fraude y malversación.
Ella suspiró.
—Ojalá pudiera ir. Me gustaría acusarlo de unas cuantas cosas.
Eso imaginaba Jarret. La ayudó a levantarse y a volver a la cama.
—Tengo que ir a cenar. Probablemente tu familia está preguntándose qué me detiene.
Ella resopló.
—Desde luego, nunca creerían que prefieres mi desagradable compañía a la de ellos.
—Dios, no —dijo muy serio—. Nunca lo creerían. Tendré que pensar en algo que contarles.
Le dio un beso en la boca, con fuerza. Era la primera vez que la besaba desde que habían salido de Echo Falls, y el dulce sabor de su boca hizo que deseara quedarse. Le costó un esfuerzo marcharse... Y otro, esquivar por los pelos la almohada que ella le lanzó a la cabeza.
Minutos antes de que debiera salir con Jay Mac, Jarret asomó la cabeza por la puerta de la habitación de Rennie. Salvo por la luz del fuego, el dormitorio estaba oscuro, y ella le daba la espalda, cubierta por las mantas; apenas se veía la parte superior de su cabeza. Ese día había estado muy activa, más que cualquier otro desde el tiroteo, y él sabía que estaba cansada. Sin embargo, quería besarla. El beso apresurado que le había dado antes no había sido suficiente ni de lejos. Entonces pensó que no debía decirle que la quería, y ahora se arrepentía de no haber pronunciado esas palabras. Apenas había dado un paso en la habitación cuando Maggie apareció en el vestíbulo llevando una bandeja con galletas y chocolate caliente. Su presencia lo sobresaltó. Incluso cargada de tazas y platillos de porcelana, se movía sin hacer ruido. Jarret se apartó de la puerta y se llevó un dedo a los labios.
—Tu hermana está dormida.
Maggie se las arregló para encogerse de hombros sin desequilibrar su carga.
—Pues entonces la despertaré. Es demasiado temprano para que duerma hasta mañana. Se arrepentirá de madrugada. —Se dispuso a entrar y se detuvo para preguntarle—: ¿Quieres decirle algo? Papá ha salido para esperarte en el coche, pero aún tienes tiempo.
Jarret dudó. Pensó en la dulce boca de Rennie, y también en Jay Mac, fuera de la casa con la única escolta del señor Cavanaugh... Y besar a Rennie delante de su hermana pequeña no era lo mismo que besar a Rennie cuando estaban solos...
—Puedo esperar —dijo; sostuvo la puerta y Maggie se agachó para pasar bajo su brazo—. Si está despierta cuando vuelva, ya la veré entonces.
Sonriendo para sus adentros, Maggie lo vio marchar. Luego colocó la bandeja junto a la cama y, al hacerlo, tiró algunas piezas de ajedrez, que cayeron al suelo con ruido.
Le sorprendió que su hermana no se moviera. Se inclinó para recoger las piezas, las puso en orden sobre la mesa y se dirigió a ella en tono cantarín:
—Pues sí que estás cansada... Rennie, tienes que despertarte, o si no pasarás la noche inquieta. Nadie quiere que andes vagando por la casa como... —Se enderezó y se inclinó sobre la cama, esta vez con el ceño fruncido—. Rennie, ya puedes dejar de fingir que no me oyes. —Con precaución, puso la mano en el hombro bueno de su hermana y la sacudió con suavidad—. Quiero hablarte de...
Se interrumpió cuando el hombro que creía estar agarrando, sencillamente, se disolvió en la nada.
—Pero ¿qué...?
Entonces tiró de la ropa de cama y quitó las mantas. Las almohadas, colocadas en sentido longitudinal, estaban ahuecadas para dar la impresión de que había un cuerpo, y en el lugar donde en teoría debería haber estado la cabeza de Rennie, había uno de sus postizos. Maggie retrocedió y examinó la habitación. Nada. Luego se apresuró a mirar en el vestidor y en el cuarto de baño contiguos, y de nuevo no encontró a nadie. Entonces se apoyó en la jamba de la puerta.
—Ay, Rennie —dijo—. ¿Cómo has podido hacer esto? ¿Qué crees que vas a conseguir?
Meneando la cabeza, salió del cuarto, y aunque corrió por el vestíbulo y por la escalera, cuando llegó a la puerta principal, Jarret ya se había marchado. Por el rabillo del ojo vio a su madre en el salón, sorprendida por aquella atropellada carrera. Entonces Maggie inspiró hondo, soltó el aire despacio y esbozó una sonrisa forzada en dirección a Moira. A continuación se acercó a su madre, intentando pensar en qué le diría.
En torno a la larga mesa de nogal que ocupaba el centro de la sala de juntas del Edificio Worth se encontraban once hombres; John MacKenzie Worth estaba en la cabecera. El cenicero que tenía delante seguía sin usarse, mientras que los otros, dispuestos a intervalos regulares por la mesa, recogían cenizas y mantenían en equilibrio las encendidas puntas de los gruesos cigarros. De ellos se alzaban ondas de humo que flotaban sobre los asistentes. Jarret Sullivan no se unió a quienes estaban en la mesa, sino que se sentó junto a la puerta, con las manos descansando con aire despreocupado en su regazo, las piernas extendidas y la cabeza un poco inclinada hacia adelante. Aunque sus pestañas le oscurecían los ojos y por su postura daba impresión de desinterés, incluso de aburrimiento, nada escapaba a su atención.
Hollis estaba sentado frente a Jay Mac, en el extremo contrario de la mesa. Sus poderosos hombros llenaban la butaca, y, al hablar, sus grandes manos reposaban de plano en la superficie de la mesa, en un ademán que parecía indicar que no tenía nada que esconder. Mientras respondía a las preguntas sobre su papel de director en ausencia de Jay Mac, no se movía nervioso, ni gesticulaba. En opinión de Jarret, precisamente ese aire de tranquilidad demostraba su maldad..., o su chulería.
En la mesa se debatía el proyecto de Queen's Point, y Hollis manejaba el asunto con gran aplomo.
—El equipo topográfico me aseguró que la ruta menos costosa era también la mejor. Si el propio Jay Mac confía en la información que sus topógrafos e ingenieros le dan, no creo que yo pudiera hacer otra cosa. —Sonrió, asegurándose de mirar a los ojos a todos, incluido Jay Mac—. Cuando Mary Rennie, que por entonces era mi prometida, acudió a mí con otro trazado basado en sus cálculos, escuché lo que tenía que decir (de hecho, comenté las conclusiones con Jay Mac) y, de nuevo basándome en la experiencia de hombres que llevaban en Northeast mucho más que Rennie o que yo mismo, decidí que ella había interpretado mal los datos.
»E1 proyecto se inició con la aprobación de Jay Mac y de ustedes (y muy calurosa, por cierto), y se me nombró para que lo supervisara. Jay Mac recordará que realicé varias peticiones para visitar Queen's Point en persona, y en cada ocasión, alguna circunstancia me hizo quedarme aquí, en Nueva York, e impidió mi partida.
Jarret desvió su atención de Hollis a Jay Mac. El director de Northeast Rail seguía sentado allí, en pétreo silencio, pero Jarret vio que la última afirmación de Hollis lo había tomado por sorpresa. No sólo eso, estaba claro que Hollis decía la verdad. Era evidente que Jay Mac había olvidado que Hollis le había pedido inspeccionar la marcha del proyecto en persona.
—La última circunstancia, como ustedes saben —prosiguió Hollis sin cambiar de tono—, fue el accidente del Salto de Juggler. En vista de nuestro convencimiento de que Jay Mac había muerto, el proyecto de Queen's Point tuvo que ocupar un lugar de menor importancia. Más tarde, cuando se me nombró para que dirigiera Northeast, por recomendación del propio Jay Mac, el de Queen's Point fue sólo uno de los planes que tuve que delegar en otra persona.
En ese momento Jay Mac lo miró con frialdad y habló con voz dura. Su mirada pretendía ser intimidatoria, y se admiró de que el más joven ni siquiera parpadeara.
—El proyecto de Queen's Point no se ha iniciado —dijo—. Tengo en mi poder solicitudes para un equipamiento que no se ha entregado, y recibos de nóminas de hombres que no han trabajado ni un solo día para Northeast. Se han gastado decenas de millares de dólares en madera, acero y horas de trabajo, y en todo Colorado no hay nada. Me aseguraste, a mí y a este consejo, que las obras estaban en marcha.
La ancha cara de Hollis siguió fría e impasible. Sus ojos color castaño oscuro no se desviaron de Jay Mac.
—Asumo toda la responsabilidad por haber depositado mi confianza en hombres que creía que la merecían. Me equivoqué al juzgar su carácter. Ése, caballeros, es todo mi delito, nada más. Y si creen que soy culpable de planear un fraude en Queen's Point, ¿no puede exponerse el mismo argumento a Jay Mac? Después de todo, él depositó su confianza en mí.
»Lamento no haber supervisado el desarrollo del proyecto (en este caso, su nacimiento), pero creo que mi historial en esta compañía habla por sí solo. Durante la ausencia de Jay Mac actué, en todos los sentidos, de forma competente en calidad de presidente de Northeast, justificando la confianza de ustedes. Con la vuelta de Jay Mac estoy más que dispuesto, diré incluso deseoso, de dar un paso atrás y retomar mi puesto de subdirector de operaciones. Les aseguro que mi primera decisión será llegar al fondo del fraude de Queen's Point. Yo mismo dirigiré la investigación e informaré directamente a este consejo de mis pesquisas.
Las cabezas giraron en dirección a Jay Mac; éste dijo:
—Ya he pensado en alguien para que investigue el fraude; alguien que no trabaja para la compañía y que, en términos generales, es independiente. Me temo, Hollis, que dejarte actuar como supervisor es como dejar que el zorro vigile el gallinero... —hizo caso omiso de los murmullos de sorpresa que despertó su comentario—, y comprenderás por qué no pienso consentirlo.
En la cara de Hollis apareció un levísimo rubor. Sin embargo, respondió con tranquilidad:
—No sólo lo comprendo. Lo aplaudo. En su lugar yo tomaría exactamente la misma decisión. —Señaló con un gesto a Jarret—. Por supuesto, habrá nombrado al señor Sullivan.
—Eso he hecho.
—Buena elección.
Eso pilló por sorpresa a Jarret, que no dijo nada y se limitó a asentir mientras miraba a los miembros del consejo, que se volvieron un instante para observarlo.
—Y Mary Rennie estará a cargo de las obras en Queen's Point. —Los miembros del consejo intercambiaron cautelosas miradas; algunos carraspearon al oír el anuncio, pero su reacción no hizo que Jay Mac se detuviera—. Espero que el proyecto esté en marcha esta primavera, y para entonces la investigación del señor Sullivan ya habrá acabado. Se aclarará este asunto, caballeros, y luego seguiré con el negocio de construir ferrocarriles.
Su firme declaración de intenciones fue recibida con el acuerdo general. Entonces Jay Mac clavó los ojos en Hollis Banks.
—Por supuesto, tú colaborarás con la investigación. Mantendrás tu puesto de subdirector de operaciones, y, en el caso de que las pruebas te exculpen, presentaré una disculpa oficial.
Hollis sonrió con frialdad, al tiempo que sus cejas se alzaban un poco.
—Las pruebas me exculparán, y en ese momento, señor, pediré algo más que su disculpa oficial.
A continuación se levantó de la mesa, saludó con un movimiento de la cabeza a Jay Mac y luego al consejo, y cogió su sombrero y su abrigo. Su salida quedó estropeada porque se vio obligado a pasar por encima de las piernas extendidas de Jarret.
En el trayecto desde el Edificio Worth hasta su casa, Jay Mac se mantuvo sentado en un rincón del coche, con un gesto impasible en la cara, mientras miraba fijamente por la ventanilla. De repente se volvió hacia Jarret y dijo:
—¿Va a aceptar el trabajo, ¿verdad?
No había forma de decirle a Jay Mac que su pregunta llegaba bastante tarde, y que el momento de planteárselo había pasado hacía mucho.
—Sí —dijo Jarret—. Acepto el trabajo.
Jay Mac asintió. Volvió a apartar la vista y dijo en voz baja:
—Esto no resulta agradable. Yo confiaba en ese hombre.
—Comprendo.
—El consejo no quiere comprometerse, y él cuenta una historia creíble. Si usted no demuestra que está detrás del fraude, me pedirá que dimita.
—Esa me parece que ha sido su amenaza.
—Yo fundé Northeast... No pienso perderla para que se la quede ese cerdo.
Jarret no dijo nada hasta que, al fin, el coche se detuvo ante la residencia oficial de Jay Mac.
—¿Quiere que entre? —preguntó mientras éste se apeaba.
—Espere en el vestíbulo —contestó Jay Mac—. Hablaré con Nina en privado.
Jarret asintió con la cabeza y lo siguió. Varias habitaciones de la planta baja de la mansión estaban iluminadas, y en el primer piso la luz surgía de unas puertas que daban a una balconada de piedra. Los recibió un mayordomo cuya adusta cara no mostró ni un parpadeo de sorpresa ante la llegada de Jay Mac.
—Deseo ver a mi esposa —dijo éste, tendiéndole el abrigo y el sombrero—. El señor Sullivan esperará aquí. Tráigale algo de beber, Pinkney, lo que quiera.
—Como guste.
El señor Pinkney tomó el guardapolvo de Jarret, y sus labios se plegaron en un gesto de desaprobación cuando vio el arma en su cadera. Empezó a extender la mano, pero en seguida cambió de opinión y, con un gesto, le indicó el banco acolchado que había en el recibidor, cerca del pie de la escalera.
—La señora Worth está en el estudio —dijo a Jay Mac—. ¿Quiere que lo anuncie?
—No hará falta. —Se volvió hacia Jarret—. No tardaré más de una hora. —De nuevo se dirigió al mayordomo—: Vacíe mi armario y mi cómoda, Pinkney. Prepare mis maletas, con todo. Después, haga que lleven los baúles al coche y no cuente con que el señor Sullivan vaya a mover un dedo en el traslado.
Dicho esto, se dirigió dando zancadas al estudio. Pinkney vio cómo se abría y se cerraba la puerta de la estancia y dijo en voz baja:
—Así que por fin ha ocurrido...
—¿Lo esperaba? —preguntó Jarret.
Durante un instante el mayordomo bajó la guardia y suspiró.
—Todos los días, durante más de veinticinco años.
Entonces cogió los abrigos y los sombreros, los colgó y luego fue a buscar ayuda para hacer las maletas.
Durante el viaje de vuelta a casa de Moira, Jarret y Jay Mac no entablaron conversación. Y es que el coche iba tan lleno de baúles y de maletas que Jarret compartió el asiento del cochero con el señor Cavanaugh. Al llegar al cruce de Broadway con la calle Cincuenta, en la puerta los esperaba la noticia de que Rennie había desaparecido. Jarret miró a Moira y luego a Maggie y a Skye; tenían las caras ojerosas y una expresión preocupada.
—Pero ¿cómo puede ser? —preguntó—. Estaba durmiendo cuando la dejé.
Maggie negó con la cabeza.
—Yo también creí que dormía, pero no eran más que almohadas cubiertas con mantas. No tengo idea de a qué hora se ha marchado; quizá cuando todos estábamos cenando.
—Pero ¿por qué...?
Skye enlazó el brazo con el de su madre, tanto para apoyarse como para darle apoyo.
—Esperábamos que estuviera con vosotros —dijo—. ¿Adónde habría ido sino a la reunión de papá? Todas creímos que pretendía enfrentarse con Hollis.
—Pues no estaba allí —dijo Jay Mac, que se volvió a mirar a Jarret como si esperara que hubiera una explicación lógica.
—¿Han llamado a la policía? —preguntó Jarret.
Maggie negó con la cabeza.
—Queríamos asegurarnos de que no estaba con vosotros. Skye y yo iremos a avisarla ahora mismo.
—No —dijo Jarret—. Yo lo haré. Déjenme ir primero a su cuarto, a ver si hay alguna pista de adonde ha ido.
Intentó avanzar un paso, pero nadie se movió. Entonces se dio cuenta de que estaban tan aturdidos por la fuga de Rennie que no eran capaces de encargarse de las tareas más sencillas sin que se lo indicaran.
—Skye, lleva a tu madre otra vez al salón y encárgate de que se tome una copa de jerez. Jay Mac, pida al señor Cavanaugh que me ensille un caballo. Maggie, vamos a la habitación de Rennie. Quizá tú observes algo que a mí se me escaparía.
Esta vez la reunión se disolvió. Jarret subió los escalones de dos en dos, y Maggie tuvo que esforzarse para seguir su paso. Abrió la puerta del cuarto de Rennie y se detuvo tan bruscamente en el umbral que Maggie topó con él. Disculpándose, ésta miró en derredor, para ver qué lo había hecho parar en seco y entonces abrió mucho los ojos, con un exagerado parpadeo; luego entreabrió la boca, pero no pudo pronunciar ningún sonido. Rennie estaba echada sobre la cama, con la cabeza bajo un brazo, y roncaba suavemente.
Jarret alargó la mano, cogió a Maggie y la metió en la habitación de un empujón.
—Ha sido una broma pesada —dijo—. Y no se me ocurre que se gane nada con ella.
—No ha sido una broma —dijo ella—. Rennie no estaba aquí. La busqué yo misma, y luego Skye me ayudó.
—Pues ya ves que está aquí.
—Claro que lo veo. —La expresiva boca de Maggie se torció mientras lanzaba a Jarret una mirada de irritación—. Pero hace veinte minutos no estaba. Y Rennie no es sonámbula.
—Lo sé.
Maggie parpadeó al oír su comentario y luego se ruborizó, pero se las arregló para no desviar la vista.
—Tal vez deberíamos trabajar juntos para averiguar qué ha ocurrido —dijo—, en lugar de discutir.
Jarret asintió.
—Pero antes ve a decirles a tus padres que está aquí y a salvo. —La miró marcharse y, mientras se acercaba a la cama, dijo entre dientes—: Vaya con la mocosa...
Se sentó y empujó las piernas de Rennie a un lado. Luego se inclinó hacia adelante y le apartó el pelo de la mejilla y del cuello. Tenía la piel fresca. Rascó una cerilla y encendió la lámpara de la mesita de noche. Entonces vio que el cutis de Rennie también estaba ruborizado, con ese color que tiene la piel al exponerse al viento o al frío. Había estado fuera de allí. Jarret le tocó los pies desnudos y vio que no estaban más frescos que la cara. Miró a su alrededor en busca de medias o zapatos, pero no los encontró. Entonces comprobó el armario y el vestidor de Rennie. Allí tampoco había nada.
Cuando regresaba a la cama, se detuvo ante las puertas del balcón. Recordó lo fácil que había sido saltar desde allí al tejado cercano y dejarse caer al suelo. ¿Había seguido Rennie ese camino? Abrió las puertas y salió. Detrás de él oyó que la familia de Rennie se acercaba y volvió a entrar. Una hoja húmeda se le pegó a la suela de la bota, se la quitó y la dejó caer en la húmeda alfombra de hojas otoñales que nadie había limpiado en aquel balcón. Había visto lo suficiente para saber que Rennie había salido por allí... Y también, que no se había ido sola.
Ajena al revuelo que se formaba junto a su cama, Rennie no se movió cuando su madre le cogió la mano y le dio suaves palmaditas, repitiendo su nombre con su dulce deje irlandés. Jarret empujó una butaca hacia Moira para que se sentara.
—No va a contestarle... —dijo—. Al menos hasta que se le hayan pasado los efectos del cloroformo.
—¡Cloroformo!
Maggie se inclinó sobre su hermana y le olió el aliento.
—Tiene razón —dijo en voz baja y con tono de incredulidad—. Han drogado a Rennie.
Jay Mac tomó la mano de Moira cuando las rodillas de ésta parecieron doblarse bajo su peso. Se sentó en el curvo brazo de la butaca mientras Moira se apoyaba en él.
—¿Que la han drogado? —preguntó.
Skye se acercó por el otro lado de la cama, se subió a ella y se puso junto a Rennie. Luego la sacudió por el hombro.
—¿Rennie? Si estás gastándonos una broma, es muy pesada.
—No es ninguna broma —dijo Maggie—. Y dándole sacudidas no vas a despertarla.
Skye cruzó los brazos y se recostó en el cabecero.
—Sólo intentaba ayudar...
—Lo que yo creo que la ayudará —dijo Jarret— es que se vaya todo el mundo. Cuando despierte, tal vez obtendremos algunas respuestas, pero ahora mismo no tengo ninguna que darles.
Jay Mac asintió.
—¿Se quedará usted con ella?
—No me movería usted aunque quisiera. En cuanto despierte, se lo comunicaré. Si quiere mandar al señor Cavanaugh para que avise al médico...
—No creo que haga falta, papá —dijo Maggie.
—De acuerdo —dijo éste después de una larga pausa—. Moira, ven conmigo, voy a llevarte a dormir. Ya has tenido suficiente por un día.
Entonces, ya más tranquila porque su hija estaba sana y salva y, además, protegida, Moira recobró parte de su valor.
—No hay necesidad de mimarme, no estoy chocheando. —Se puso de pie, ahora sí aceptando su mano, y, mientras salían del cuarto, dijo—: Esto es obra de Hollis, que es una mala persona. Por mí ya está tardando la anulación eclesiástica de Rennie.
La franqueza de las palabras de su madre hizo que Skye y Maggie intercambiaran miradas con los ojos muy abiertos. Después les dio la risa y, en ese estado, dejaron que Jarret las echara del dormitorio de Rennie. Al fin, Jarret cerró la puerta y se apoyó en ella. Observó a Rennie, que dormía con el sueño pesado que provocan las drogas, pero su cabeza estaba en otro sitio.
—Hollis es peligroso —dijo en voz baja—. Y además, prepotente.
La respiración de Rennie era una serie de susurros y suspiros. Jarret se deshizo del guardapolvo y el cinto, se quitó las botas y cerró con llave. Luego se deslizó en la cama, rodeó a Rennie con los brazos y la mantuvo cerca de él. El reloj de la repisa de la chimenea fue desgranando minutos y una ligera lluvia roció los vidrios del balcón; pero fue el constante latido del corazón de Rennie lo que dio a Jarret el consuelo del sueño.
Rennie despertó atontada. Se levantó de la cama dando tumbos, se dirigió al cuarto de baño y se echó agua en la cara de la que había en la palangana. Seguía teniendo una vaga sensación de náusea, de modo que se apoyó en la palangana, sin saber si iba a vomitar o a desmayarse. Lo que vio reflejado en el espejo no sirvió para darle ánimos. Luego se lavó los dientes, se enjuagó la boca y se peinó para quitarse los enredos del pelo. Estaba a punto de volver a la cama cuando vio que Jarret estaba tumbado en ella y, en lugar de volver a meterse en ella, Rennie se dejó caer en la butaca, robó una de las mantas de la cama y se acomodó allí, tapándose los desnudos dedos de los pies y cubriéndose los hombros. Jarret dormía profundamente. Ella reguló la mecha de la lámpara que había en la mesita para bajar la luz que le daba en la cara, pero suavizar la iluminación no borró las arrugas de cansancio que apreció en las comisuras de sus ojos. Unas hebras de pelo rubio oscuro le cruzaban la frente y se despeinaban contra la almohada. En aquel rostro seguía habiendo cierta tensión que el sueño debería haber disipado y que, sin embargo, permanecía allí; de hecho, la tensión sólo había desaparecido en torno a la boca. Los ojos de Rennie se demoraron largo rato contemplando su forma, memorizando sus líneas, recordando su textura sobre sus labios, y su húmedo calor al tocarle la piel.
—Estás despierta.
Parpadeó sorprendida y luego apartó la mirada con gesto culpable por verse pillada clavando los ojos con un interés descaradamente carnal.
—¿Qué haces en mi cama? —preguntó—. No estoy soñándolo, ¿verdad? Estás en mi cama, y estamos en mi casa, con mis padres al otro lado del vestíbulo.
—Es un vestíbulo muy largo.
Rennie contuvo una sonrisa.
—Tienes que marcharte, en serio, Jarret. Jay Mac y mamá no lo tolerarán.
—Ambos saben que estoy aquí.
Los ojos de ella se agrandaron un poco.
—Ahora sí que estoy soñando... Esta vez es más absurdo que lo que soñé antes. —Bostezó e intentó taparse la boca—. Perdón.
Jarret sonrió con indulgencia, y en tono desenfadado le dijo:
—Cuéntame tu sueño.
—Era tonto. —Ahogó un segundo bostezo—. Estaba otra vez en la iglesia, en San Gregorio, aunque esta vez tú no estabas allí para impedir la boda. Estaba Taddy, el amigo de Hollis, y me decía que me diera prisa. También estaban los demás padrinos de Hollis. Traté de decir que no quería ir con ellos, pero no me hicieron caso. Yo estaba allí..., pero al mismo tiempo no estaba allí; era como ser participante y espectador al mismo tiempo. Entonces me parece que esperamos en algún sitio oscuro, quizá en la sacristía, aunque no estoy segura, y oí que nombraban a Hollis, pero no lo oí a él. Eso es lo que recuerdo. Ah, y que me costaba trabajo respirar.
—Entiendo.
—Ya te dije que era una tontería.
Pero no era increíble... Jarret se preguntó qué motivo tenía Hollis para hacer que se llevaran a Rennie de su casa... Y había otra cosa igual de desconcertante: por qué había hecho que la devolvieran allí. Observó que Rennie se apretaba el dorso de la mano contra la boca para tapar otro bostezo. Ese no era el momento de contárselo. Esperaría hasta el día siguiente. Dio unas palmadas en el sitio que tenía a su lado, pero Rennie negó con un gesto.
—No podría... Aquí no.
—No pensaba en nada que no fuera dormir...
Sintió toda la fuerza de su mirada escéptica. Entonces, con regodeo, dijo:
—Bueno. Más bien yo no iba a hacer nada, aparte de dormir... —Se detuvo un segundo y añadió muy solemne—: Al menos, hasta que nos casemos.
Ella se quedó muy quieta y en voz baja preguntó:
—¿Lo dices en serio? ¿Sigues queriendo casarte conmigo?
—Nunca he cambiado de opinión en cuanto a eso, Rennie. ¿Y tú?
—No —dijo ella—. Ay, Dios, no. Yo... Yo lo deseo más que nada. Es que no sabía que aún estabas dispuesto a casarte conmigo. He estropeado tanto las cosas que no te culparía si te marcharas.
—Esperabas que lo hiciera en Echo Falls, ¿no? —preguntó él—. Cuando te fuiste de la cabaña después de contarme lo de Hollis, creíste que era el final.
Ella asintió de mala gana.
—No es que dieras muchos ánimos...
—Es que estaba... —buscó la palabra— anonadado. Necesitaba tiempo para pensar.
—Eso fue lo que dijo Jay Mac.
—Y tenía razón —dijo Jarret; se quedó callado un momento, mirando a Rennie—. ¿Por qué creías que acepté el trabajo de guardaespaldas? Y no digas que fue por el dinero. Sabes que eso ni siquiera lo tuve en cuenta.
—Creía que era porque respetabas a mi padre..., y porque querías martirizarme.
Jarret sonrió.
—Esos son buenos motivos, aunque no los míos —dijo, y se apoyó en un codo—. Te escapabas de mí, Rennie. Decidiste que todo era un error y que aquello era el final. Sólo hay una razón por la que me planteé hacer aquel detestable viaje de vuelta al Este: estar lo bastante cerca de ti como para atraparte.
Con una sonrisa radiante, Rennie se abrazó a sí misma; le parecía que el corazón iba a estallarle de alegría: por su parte, Jarret soltó una risita, algo maliciosa y muy poco arrepentida.
—Veo que mi confesión no va a atraerte hasta la cama...
Ella se ruborizó y meneó la cabeza.
—Me gustaría que vinieras mañana conmigo a ver al padre Daniel.
—¿El padre Daniel?
—En realidad, ahora es el obispo Colden. Voy a ir a verlo por lo de la anulación eclesiástica; creo que él puede ayudarme.
—¿Un obispo? ¿No crees que estas picando demasiado alto, Rennie? —Entonces vio su sonrisa y se dio cuenta de que, por un instante, se había olvidado de que Jay Mac había hecho planes para el futuro de cada una de sus hijas. Sin acabar de creerlo, aunque sabiendo que era verdad, preguntó—: ¿Fue tu padrino?
Rennie asintió.
—Que me lleven los demonios...
—Con eso también puede echar una mano el obispo Colden.
Él soltó una carcajada.
—Lo tendré en cuenta.
En ese momento, Rennie se puso en pie de un salto, se inclinó sobre la cama y besó a Jarret en la boca, aunque se las arregló para esquivar su mano, que quería agarrarla. Un poco sin aliento, risueña y radiante, se dejó caer otra vez en la butaca.
—Cuéntame que ha pasado en la reunión del consejo.
Jarret se sentó y se echó atrás el pelo que le caía sobre la frente.
—Tu padre les contó a todos lo que había visto en Queen's Point (o, más bien, lo que no había visto), y luego dejó que Hollis se explicara. Él se había preparado y acogió con agrado la idea de una investigación. Me sorprendería que pudiera echársele la culpa de algo. Creo que se las habrá arreglado muy bien para no dejar rastro.
—Entonces depende de quién vaya a hacer la investigación —dijo.
—Jay Mac me lo pidió a mí... Y Hollis casi lo desafió a que lo hiciera.
—Bien.
Jarret negó con la cabeza.
—No estoy tan seguro, Rennie. Éste no es el tipo de trabajo que he hecho hasta ahora. Sé seguir las huellas de pies, no de los papeles... ¿No te parece que Hollis lo sabía y por eso lo aceptó?
—Probablemente, pero tú demostrarás que se equivoca —lo dijo con seguridad, como si fuera una conclusión inevitable—. ¿Contó Jay Mac todo lo del descarrilamiento?
—Sólo para dar una idea de lo que le pasó a él. No podía hablar de ninguna de nuestras sospechas sin implicar a Nina y a Hollis.
—Supongo que el hecho de que algunas cosas sean demasiado personales tiene su lado malo y su lado bueno... —Suspiró—. ¿Ha visto Jay Mac a Nina?
Jarret asintió.
—Estuvo con ella casi una hora. Creo que debe de haber sido una separación muy cortés; por lo menos no hubo gritos. El señor Pinkney hizo las maletas de tu padre y eso fue todo.
—Resulta difícil de creer —dijo ella, mirando fijamente la pared de enfrente—. De niña, soñaba con que Jay Mac la dejaba y venía a vivir con nosotras... Ahora que todas hemos crecido, no es lo mismo.
Jarret le tendió la mano, y esta vez Rennie la tomó. Dejó que tirara de ella hasta sacarla de la butaca y llevarla a la cama, y luego se apoyó en él, con la cabeza descansando en el hueco de su hombro y un brazo echado por encima de su cintura. Él le rozó el brazo con los dedos; primero los llevó justo hasta la venda y después hasta el codo. A ella la tranquilizaba que la abrazara de aquella manera, y él parecía saberlo. Cerró los ojos y le dijo:
—Tendrás que irte pronto.
Él asintió, pero no hizo ademán de moverse. A Rennie le pareció muy bien.
Lo que los despertó fue el golpeteo en el piso de abajo. Al instante, Jarret estaba de pie y alargaba la mano hacia el cinto. Rennie se levantó unos segundos más tarde. Intentó mantener el equilibrio y calmar su corazón.
—Pero ¿qué es eso? —preguntó cogiendo la bata.
—Hay alguien en la puerta —dijo él.
Rennie miró el arma de Jarret.
—¿Es preciso?
Él no se molestó en responder. Abrió la puerta que daba al vestíbulo y sólo se detuvo al darse cuenta de que ella lo seguía.
—¿Adónde crees que vas?
Esta vez fue Rennie la que no se molestó en contestar; se agachó por debajo de su brazo y se dirigió corriendo al recibidor. Jarret la alcanzó en la escalera. Ahora el golpeteo sonaba más fuerte y más frenético, y además se oía la voz amortiguada de alguien que gritaba.
—Tú espera aquí mientras abro la puerta.
Rennie abrió la boca para discutir, pero luego cambió de opinión. Sus ojos se dirigieron con cautela a la gran puerta principal y se quedó quieta. A medida que el resto de la familia iba despertándose, oyó puertas que se abrían y se cerraban en el vestíbulo de arriba. Jarret se asomó por una ventana lateral antes de girar el pomo de latón, y cuando dejó que la puerta se abriera de golpe, el señor Pinkney estuvo a punto de caer en el recibidor. Jarret lo ayudó a sostenerse, pues en seguida se dio cuenta de que el mayordomo de Jay Mac no estaba ebrio. Sus turbadas acciones y sus ojos desorbitados no se debían a que hubiera bebido. Desde lo alto de la escalera, Jay Mac preguntó:
—¿Qué ocurre, Pinkney? ¿Qué lo trae aquí a estas horas?
Pinkney se esforzó por recuperar el aliento. Su piel, normalmente pálida, tenía un tono rubicundo a causa del esfuerzo de la carrera.
—Es la señora Worth, señor.
—¿Qué le pasa? —preguntó Jay Mac con frialdad.
Sintió que la mano de Moira le rodeaba la suya y le daba un ligero apretón de advertencia.
—No seas prepotente, cariño —susurró—. Algo malo ha sucedido.
Jay Mac bajó un escalón.
—Adelante, Pinkney, puede decir lo que sea.
El mayordomo se quitó el sombrero y lo sostuvo a la altura del pecho.
—La señora Worth ha muerto —dijo—. Se ha arrojado por el balcón.