Capítulo Nueve
El primer roce fue indeciso. El segundo menos. Cuando la boca de Jarret besó la de Rennie por tercera vez, todo rastro de duda había desaparecido. Sus labios capturaron su dulce respuesta, y el beso se hizo más profundo. De la superficie del agua subían volutas de vapor. Rennie alzó la mano, y el agua lamió las paredes de la bañera. Con las yemas de los dedos tocó los húmedos rizos del pelo de Jarret en la nuca; el agua le goteó por debajo del cuello de la camisa, y una gotita le recorrió la columna. Fue como si Rennie lo hubiera acariciado allí... Y necesitaba que lo tocara por todas partes.
Jarret le rodeó con la mano el lado de la cara. Su pulgar rozó apenas la arqueada línea de su cuello; debajo sintió el pulso: primero estable, luego acelerado. Sus labios se trasladaron a la comisura de su boca y bajaron deslizándose por la mandíbula hasta la oreja. Ella contuvo el aliento cuando él le mordisqueó el lóbulo con los dientes y jugueteó con la lengua. Sentía en su piel el calor del contacto de Jarret, y su pulgar parecía acelerarle el pulso. Luego sus dedos bajaron despacio por su cuello hasta llegar al hombro, y pasaron con suavidad a un lado y a otro sobre la clavícula. Tenía su boca en la sien, y en seguida, en las comisuras de sus ojos cerrados. Su mano estaba debajo del agua y se deslizaba sobre la curva de su pecho. Se le ruborizó la piel, y la rosada punta del pezón se endureció. La mano se movió entre sus pechos y se le quedó a la altura del corazón. De pronto, unas lágrimas ardientes le escocieron en los ojos, y dio un grito sofocado, aterrado. Se sentó, al tiempo que empujaba la mano de Jarret para apartarla y volvía la cara de modo que su beso no encontrase destino. El agua se derramó por el lateral de la bañera cuando se llevó las rodillas hasta el pecho en un gesto de protección y se inclinó hacia adelante. No tuvo que ver a Jarret para saber que estaba retirándose: lo sintió. Jarret se irguió y, desde arriba, miró la inclinada cabeza de ella un largo instante; miró sus hombros caídos y el oscuro cabello que se arremolinaba en la superficie del agua.
—Parecía que estaba dispuesta —dijo en voz baja.
Ella asintió, con la mejilla apoyada en las rodillas. No podía mirarlo. Tenía miedo de dejar que la tocara, y también de no hacerlo... Su confusión no hacía más que acrecentar sus temores. Intentó hablar, contarle lo que pensaba, pero tenía la boca seca. Recordaba otras manos, menos amables, y también recordaba que ya una vez el amoroso consuelo de Jarret se convirtió en ira, y que esa ira se había vuelto contra ella. Esos crueles recuerdos la hicieron estremecerse. La toalla doblada donde había apoyado la cabeza resbaló hasta el agua. Jarret la cogió, con cuidado de no tocar a Rennie, pero, a pesar de eso, vio que se encogía. Furioso por motivos que no supo definir con claridad, arrojó al suelo la empapada toalla, que le roció las botas con una lluvia de gotitas. Entonces le buscó otra seca, la tiró en la silla cercana y salió de la cabaña dando un portazo.
Rennie tardó en alargar la mano hacia la toalla. Se quedó en la bañera hasta que el agua estuvo fría, y su piel, más fría aún; hasta que el calor del contacto de Jarret la abandonó. Aunque la sensación fue sólo temporal. Cuando recogió la toalla, descubrió que estaba seca, pero no limpia... Y que el aroma de Jarret permanecía en ella. La fragancia de su jabón de afeitar seguía allí. La usó, no porque no hubiera otra opción, sino porque deseaba que él la cubriera, y se le hizo un nudo en el estómago cuando se enfrentó a otra creciente ola de pánico. Mantenerse ocupada la ayudó a no pensar en ello. Vació la bañera echando cubos de agua por la puerta trasera. Después limpió los charcos del suelo y guardó los cacharros que Jarret había empleado para calentar el agua. Como seguía sin volver, ordenó cosas de la cabaña que no necesitaban ser ordenadas; hurgó en el fuego, metió más leña y recortó las mechas de todas las lámparas de queroseno. Durante unos minutos se quedó descalza en el pequeño porche delantero, vestida con el camisón, mirando y escuchando por si le llegaba alguna señal de Jarret. La nieve se arremolinaba cuando el viento pasaba susurrando entre los árboles, pero no se movía nada más. Por fin, se fue a acostar.
Jarret entró en la cabaña con muchísimo más cuidado que cuando había salido. En silencio, se zafó del gabán y de las botas y después cruzó el suelo de puntillas y atizó el fuego antes de subir por la escalera hasta el desván. Pasó por encima del montículo de mantas que envolvía a Rennie, se desnudó hasta quedar en calzones y luego se tendió bajo el edredón. Dio un suspiro cuando Rennie le pasó unas mantas.
—Creí que estaba durmiendo —dijo.
Al menos, eso era lo que había querido creer. Se echó las mantas por encima de cualquier forma.
—Ha ido al saloon de Bender —dijo ella.
A él no le gustó el que su tono fuera un tanto acusador. Tenía derecho a ir donde quisiera, siempre que quisiera.
—Perdone, no quería decirlo como ha sonado.
—Sí que quería.
—Tiene razón —dijo ella al cabo de un momento—. Sí quería.
—Pues lo que yo haga es asunto mío.
Todavía encogida en posición fetal, Rennie se volvió hacia él, pero parecía que los separaba algo más que una distancia física.
—Sí, ya lo sé. Estaba preocupada.
—¿Por mí? —preguntó él—. ¿O por usted?
Rennie no iba a caer. No se enfadaría.
—Por ambos —dijo—. Pero sobre todo por usted.
La voz de él sonó brusca.
—¿Qué creía que iba a hacer? ¿Emborracharme otra vez?
Ella asintió, se dio cuenta de que él no la veía y dijo:
—Sí, creí que a lo mejor se emborrachaba.
—No lo he hecho.
—No. —Tenía un nudo en la garganta y le costaba hablar—. No lo ha hecho. Ha estado con Jolene.
Jarret no respondió en seguida. Miró fijamente al frente, en la oscuridad, y se preguntó qué debía decir. Sabía lo que ella estaba pensando, y también la verdad... Y las dos cosas no eran lo mismo.
—¿Cómo lo ha sabido? —dijo al fin.
Rennie cerró los ojos un instante.
—La huelo en usted.
—Entiendo.
—A ella le gusta el jabón con aroma a rosa.
—Es cierto.
Los dedos de Rennie se curvaron sobre una esquina de la almohada y su puño se cerró, igual que todo su interior.
—Entonces no va a negarlo.
—No —dijo él en voz baja, en tono cansado—. No voy a negarlo.
No debería dolerle tanto, pensó Rennie; no debería sentirse traicionada. Pero el decírselo no cambiaba las cosas, porque ese sentimiento de traición permanecía en ella.
—¿Va a llevarme al Salto mañana?
—No lo he decidido.
Rennie se preguntó si era la verdad o si, sencillamente, no quería hablar del asunto.
—¿Cuándo lo sabrá? —preguntó.
—Cuando lo sepa.
No era una respuesta satisfactoria. Dobló la almohada debajo de la cabeza y parpadeó hasta rechazar las ardientes lágrimas que parecían brotar de la nada. Entonces habló con voz entrecortada:
—Cuando antes me besaste... Yo quería que tú... Yo... Me gustó cuando me besaste.
—Ahora no quiero hablar de eso. Duérmase.
—No, todavía no. Tú has estado fuera, con alguien; yo he estado aquí sola con mis pensamientos nada más. He intentado mantenerme ocupada, no pensar, pero luego subí aquí, y entonces ni podía dormir ni podía dejar de pensar.
Impaciente, Jarret dijo:
—¿Qué quiere decirme?
Su tono la hirió en lo más profundo, pero Rennie prosiguió con una voz apenas audible.
—Ojalá hubiera dejado que llegarás más lejos.
—Cierre el pico, Rennie.
—Ojalá no te hubiera detenido.
El brazo de Jarret se extendió en la oscuridad y, sin equivocarse, dio con su muñeca. Entonces tiró de ella, la hizo cruzar el espacio que los separaba y le atrapó la otra mano, y se quedó así, agarrándoselas a ambos lados de la cara. Todo ocurrió tan rápido que la sorpresa de Rennie llegó después de la acción. Alzó la vista hacia él, buscando su sombrío perfil, y sintió su furiosa tensión en la fuerza con que la agarraba y en la dureza de la pierna que cruzó en diagonal sobre las suyas. Su voz tensa y áspera no fue sino una prolongación de esa misma tensión, y se encogió ante su dureza.
—¿Qué diablos quieres de mí, Rennie? ¿Eres ingenua o malévola? ¿O es que no terminas de decidirte? —Apretó los genitales contra su cadera y le hizo sentir su dureza, que era todo furioso deseo y tenso anhelo—. No me hables de lo que deseabas que sucediera a menos que lo desees ahora. ¿Lo deseas, Rennie? ¿Es eso lo que quieres?
—No... —dijo al principio; y luego—: No lo sé.
Él soltó una imprecación en voz baja y la sacudió un poco por las muñecas.
—¿Por qué has empezado esto? Esta noche he vuelto dispuesto a fingir que dormías. ¿Por qué diablos no me has dado esa oportunidad?
—Sólo pretendía...
Jarret la soltó y se sentó. Luego cerró los ojos y se los frotó con el pulgar y el índice.
—Lo que pretendías —dijo en tono mordaz— era influir en mí para que te llevase al Salto.
Rennie se sentó a su vez.
—Retira eso —dijo con voz tranquila.
—¿Que retire qué?
—Yo no soy una puta —dijo—. Retíralo.
Él negó con la cabeza.
—He estado con putas expertas que eran menos hábiles que tú.
La crueldad de ese comentario dejó a Rennie sin aliento. Le dolía el pecho y su garganta pareció cerrarse. Se mantuvo muy derecha, todo lo lejos de él que pudo; cuando al final consiguió hablar, lo hizo con voz frágil, aunque desprovista de toda inflexión.
—Has cambiado —dijo; no era una acusación, sólo la afirmación de un hecho—. Y no es por el whisky. Estás tan lleno de odio, de ira y de pura y terca maldad, que no ves con claridad ni siquiera cuando estás sobrio. Pero si no puedo hacer que me lleves al Salto por un buen motivo, no quiero tu ayuda por uno malo.
Un largo silencio siguió a sus palabras. Jarret se tumbó de nuevo y se volvió de cara a la pared.
—Contigo no siempre distingo entre lo bueno y lo malo. —Era todo lo que estaba dispuesto a reconocer—. Duérmete, Rennie.
No fue un sueño largo. Jarret la despertó al amanecer. Ya estaba afeitado y vestido. Tenía un petate a los pies, y cerca se amontonaba el equipaje de los dos. Sus brazos se apoyaban en las vigas que había a ambos lados del techo abuhardillado. La miró mientras se desperezaba, soñolienta, y se apartaba de la cara los rebeldes mechones de pelo. Ella le sonrió, y esa insólita y hermosa sonrisa, así como el descuidado placer de su cara estuvieron a punto de hacerlo tambalearse. Aunque se daba cuenta de que aquello no significaba nada, de que apenas estaba despierta, no dejó que viera la misma vulnerabilidad en él, y le devolvió una mirada fija y glacial.
—Si quieres ir al Salto, procura estar preparada dentro de treinta minutos.
Rennie lo vio dar la vuelta y tomar la escalera. No era consciente de que su sonrisa se desvanecía, igual que no lo había sido un instante antes, cuando ésta era radiante y acogedora. Clavó los ojos en el lugar por donde Jarret había desaparecido e intentó imaginarse el difícil viaje que la esperaba con un hombre que la odiaba. Cuando se reunió con él, había ensillado las yeguas, y el tercer caballo estaba cargado con el equipo. Debajo del largo abrigo llevaba la ropa que él le había dispuesto. Sintió que le daba un repaso de arriba abajo, haciendo su propia valoración.
—¿Todo te viene bien? —preguntó—. ¿Los pantalones? ¿La camisa?
Ella asintió.
—Estas cosas pertenecen a Jolene.
—Pertenecían —dijo él, subrayando el pasado del verbo.
—¿Te las ha dado ella?
—Me las ha vendido. —En su voz no había rencor.
—Son cómodas.
Él le alargó las riendas de Albión y sostuvo su mirada durante un momento.
—Pero tú no estás cómoda.
Ella se apresuró a apartar los ojos y montó sin ayuda.
—No del todo —dijo—. No estoy acostumbrada a...
—¿Ponerte la ropa de una puta?
Fuera por lo que fuese, Rennie vio que Jarret tenía ganas de pelea, pero se negó a dejarse provocar. Si quería volverse atrás de su acuerdo de llevarla al Salto, ella no iba a darle motivo. Cuando estuvo listo para marchar, Rennie eligió cabalgar detrás en lugar de hacerlo a su lado. No dio la impresión de que él quisiera otra cosa.
Desde el principio Rennie descubrió que Jarret no iba a hacer ninguna concesión por su inexperiencia o por ser mujer. Alteraba la marcha o hacía descansos según las necesidades de los caballos, y contaba con que fuera capaz de cabalgar muchas horas y luego ser útil para montar el campamento. En el camino, le prestó la misma atención y consideración que dedicaba al equipo que iba en el caballo de carga. No podía demostrar de forma más evidente que la consideraba un artículo más del equipaje. En el campamento le daba órdenes concisas; allí sólo era otro par de brazos y de piernas para cargar y acarrear... Aunque no la obligó a cocinar. Por la noche compartían la tienda, pero no las mantas. Nunca se despertaron enredados ni intercambiaron una mirada. Rara vez hablaban. Al cabo de tres días de camino, Rennie se dio cuenta de que sólo habían intercambiado unas cuantas docenas de palabras. Ya no reconocía su propia voz, pero estaba acostumbrándose a las órdenes bruscas de Jarret.
El terreno era accidentado, y los trechos despejados eran empinados descensos o ásperas ascensiones. A Rennie le parecía que nunca iba derecha en la silla; siempre estaba o inclinada hacia adelante o hacia atrás. Los arbustos de enebro impedían que la tierra fuera implacablemente blanca y rocosa, y por todos lados había grandes bosques de distintos tipos de pinos. La nieve definía las esbeltas ramas desnudas de los álamos. Fríos y rápidos, a veces los torrentes de montaña corrían bajo una fina capa de hielo, de modo que el agua parecía discurrir bajo un vidrio. Los colores del arco iris quedaban capturados en las puntas de los carámbanos que iban derritiéndose. El aire era frío y seco, y la nieve tenía un aspecto cristalino y crujiente. Casi siempre la fauna mantenía las distancias: en presencia de los viajeros, las liebres se dispersaban, los pájaros remontaban el vuelo y los ciervos se quedaban inmóviles. Rennie percibía más actividad durante la noche. Por encima del crepitar del fuego y del suave respirar de Jarret, le parecía oír todos los sonidos de la naturaleza. Las piñas caían a tierra con un ruido sordo cuando depredadores y presas entablaban su danza a vida o muerte; las pendientes rocosas se movían cuando los animales buscaban seguridad en terrenos más altos, y el torrente de agua helada cambiaba su cadencia cuando los animales lo cruzaban... Y, sorprendentemente, ella se dormía con facilidad.
Al amanecer del cuarto día, Rennie fue la primera en despertar. Se escurrió de debajo de las mantas y salió de la tienda sin despertar a Jarret. El cielo estaba gris, una nube envolvía el campamento y el sol era una mancha de luz que apenas parecía tener poder suficiente para quemar la niebla de la montaña. Rennie sabía que tendrían que viajar de todos modos. Después de lavarse en el riachuelo y atender a sus necesidades, se dedicó a los caballos. Acababa de disponer mejor la hoguera cuando Jarret salió a gatas de la tienda; echó una mirada al cielo, otra a ella, y luego frunció el ceño a la naturaleza en general. Rennie supuso que el ceño era un saludo, y cuando él dio media vuelta y se dirigió hacia el riachuelo, ella se limitó a menear la cabeza con un gesto de triste aceptación. El rápido baño y el afeitado no hicieron nada por cambiarle el humor, aunque tenía un aspecto un poquito menos amenazador, y luego empezó a preparar el desayuno mientras Rennie quitaba las estaquillas de la tienda. Por el rabillo del ojo la observó. Trabajaba con movimientos correctos y eficaces, y atacaba la faena con más energía que cualquiera de las mañanas anteriores. A Jarret le pareció que no sólo había sobrevivido a las exigencias del viaje, sino que además se había adaptado a ellas.
—El café está listo —dijo.
Rennie soltó el martillo y las estaquillas en la lona aplanada de la tienda y fue a por su café antes de que se enfriara. Se sentó en un tronco, ante el fuego, frente a Jarret, y sostuvo a jarra de hojalata con las enguantadas manos. El vapor que subía le calentó la punta de la nariz cuando lo alzó hasta la cara. El desayuno era el guiso que había sobrado de la noche anterior. Una vez preparado, Jarret dejó que se sirviera a su gusto y después se comió lo demás directamente de la cacerola.
—A media mañana, más o menos, deberíamos de llegar a las vías —dijo.
Como reacción al sonido de su voz, y también al contenido de su frase, la cabeza de Rennie se alzó.
—¿Tan cerca estamos?
Él asintió con un breve gesto.
—Seguiremos las vías hasta el Salto de Juggler. Así será más fácil el viaje para ti.
—Yo no me he quejado —no pudo evitar decir.
—No era una acusación —dijo él—. Para mí también será más fácil.
Rennie agachó la cabeza y siguió comiendo, enfadada consigo misma por haberse tomado el comentario de forma tan personal.
—Deberíamos llegar al Salto poco después de mediodía.
Ella asintió. Tenía la boca reducida a una severa línea.
—Nos acercaremos desde arriba, aunque no estoy seguro de cómo bajaremos hasta los restos del tren. Quizá nos lleve casi todo el día.
—¿Tanto?
La inquietud nubló sus ojos color esmeralda, que ahora lo miraban.
—Ya veremos —dijo él con brusquedad.
El tema estaba concluido. Rennie acabó su comida en silencio. Una vez que terminó, llevó los utensilios al riachuelo, los lavó y luego acabó de plegar la tienda. Jarret apagó el fuego y ensilló los caballos. Trabajaban por separado pero juntos, esquivándose de forma premeditada.
Llegaron a las vías puestas por Northeast Rail antes de lo que Jarret esperaba. Entonces, cabalgando en fila india por las vías, se pegaron al lado montañoso de la curva durante el lento y gradual descenso. De vez en cuando él volvía la cabeza sólo para asegurarse de la presencia de Rennie; ella no había recuperado el color desde que supo que llegarían ese día al Salto. Desde ese momento sentía todo el impacto de la decisión de buscar a su padre, y Jarret se preguntaba si podría soportar dicha presión. De pronto alzó una mano para indicar que se detenían, mientras con la otra tiraba de las riendas de Zilly. Frente a él las vías desaparecían bajo una muralla de rocas, nieve y hielo. Soltando improperios por lo bajo, desmontó y se adelantó a examinar el obstáculo. Por encima y hacia su derecha, la avalancha había cortado un amplio sendero. Rennie se le acercó por detrás y, con gesto de desesperación, miró fijamente aquel escollo que, en su parte más alta, era casi dos veces más alto que Jarret.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó.
Jarret meneó la cabeza.
—Dijiste que las vías estaban obstruidas a trechos, pero no me esperaba esto.
Rennie tampoco lo esperaba.
—¿Podemos rodearlo?
—Podemos —dijo él—, pero por otra ruta tardaremos una semana en llegar al Salto. Tendremos que desandar más de medio camino, y no llevo suficientes víveres, de modo que tendré que sacar tiempo para cazar, y eso nos retrasará más. Había planeado acampar en el lugar del descarrilamiento y, una vez allí, rastrear y cazar.
—Bueno, pues no se puede cruzar excavando —dijo ella.
Él le echó una mirada de reojo, con la boca torcida en gesto de mofa.
—Quizá yo no sea ingeniero —dijo—, pero ya lo había calculado.
Rennie hizo caso omiso de él.
—Pues si no podemos rodearlo y no podemos atravesarlo, tendremos que pasar por encima.
—No estás escuchándome: he dicho que podemos rodearlo, sólo que nos llevará más tiempo.
—A menos que me digas que ir por encima es imposible, no quiero rodearlo.
Jarret echó atrás el ala del sombrero con el índice y dejó que sus ojos exploraran el terreno del obstáculo.
—Lo cierto, Rennie, es que no sabré si es imposible hasta que lo haya intentado y fracasado. Pero sí sé que es peligroso. ¿Estás dispuesta a arriesgar la vida? Echa un buen vistazo por la ladera de la montaña antes de contestar y mira adonde ha ido a parar el resto de las rocas y la nieve que no se ha quedado en esta lengua de tierra.
Rennie no miró. Sabía lo que había allí abajo, pero también lo que había detrás... Y estaba dispuesta a correr el riesgo.
—Yo quiero intentar pasar por encima, pero no te lo pediré. Si quieres dar media vuelta, lo entenderé y te seguiré.
—Así que depende de mí.
Rennie hizo un gesto afirmativo. Él se volvió hacia ella, y por primera vez en cuatro días, la tocó. Le alzó la barbilla con la mano. Ella no se encogió, sino que, testaruda, se quedó quieta, mientras el rubor teñía sus mejillas y él veía su resolución.
—Como te des un golpe en el dedo gordo del pie, nada más, te amargaré la vida.
Ella mostró una sonrisa radiante y cordial, pero Jarret no la vio, porque ya había apartado la mirada. Había tomado su decisión.
Rennie lo ayudó a quitar parte del peso del caballo de carga y a repartir el equipo entre Albión y Zilly. Después, apisonaron la nieve donde estaba suelta y movieron las rocas donde pudieron para tener una base mejor por la que avanzaran más seguros ellos y los caballos. Avanzaban despacio. Algunas rocas que al principio parecían firmes, en realidad, descansaban sobre capas de guijarros sueltos, y, cuando se movían, resbalando como bolas de cojinetes, las rocas se movían a su vez. Rennie se mordía el labio cada vez que oía o sentía ceder la tierra bajo sus pies, para no gritar. Cuando ella y Jarret llegaron a la parte de arriba vieron que los restos de la avalancha se extendían casi cincuenta metros por delante, pero también descendía poco a poco hacia las vías, de modo que el punto más escarpado era el tramo inicial. Rennie esperó allí mientras él volvía a bajar para llevar a los caballos. Observó cómo los tranquilizaba hasta calmarlos cuando se espantaron al principio del ascenso, sin poner en duda que los haría moverse. Había sido testigo bastantes veces de su éxito con el obstinado caballo de carga para estar segura del resultado. Y, un poco a su pesar, se dio cuenta de que en alguna ocasión había empleado técnicas parecidas con ella.
—Debe de ser que tengo más sentido de caballo que sentido común —musitó para sí cuando Jarret coronó la loma.
Él le echó un vistazo y, durante un instante, reapareció su vieja sonrisa relajada.
—No te hagas ilusiones —dijo con guasa.
Rennie sabía que el aire no estaba ni un grado más tibio que hacía un segundo, pero lo parecía. Sin decir ni una palabra más, y ocultando su sonrisa, se abrió camino con cuidado por la roca y el hielo. Hasta que todos estuvieron a salvo al otro lado, Rennie no se percató del alcance de lo que habían conseguido. Se volvió para mirar el obstáculo que acababan de vencer y vio el precario equilibrio de las rocas. La nieve y el hielo, que habían sido el pegamento de la naturaleza, se deshacían mucho más rápido de lo que había advertido mientras pasaba por encima. Y de pronto, sin previo aviso, toda una sección de brillante roca y nieve resbaló por la ladera. Al principio retumbó, pero luego resonó como un eco espeluznante cuando fue a parar ladera abajo. Jarret, que estaba tranquilizando a los caballos, tenía la atención puesta en Rennie.
—¿Vas a vomitar? —preguntó.
Ella tragó saliva con esfuerzo y dio un vacilante paso hacia atrás. Entonces tropezó con una traviesa y se cayó sentada en la vía.
—Por lo menos he conseguido no hacerme daño en el dedo gordo del pie —dijo con ironía, levantando sus ojos hacia él.
Jarret pasó las riendas a la mano derecha, le alargó la izquierda y la levantó tirando. Sus cuerpos se tocaron durante un brevísimo instante antes de que él la soltara. Ambos sintieron el mismo escalofrío, pero sólo Jarret supo con certeza lo cerca que había estado de besarla. Rennie se sacudió y se arregló la bufanda. Recuperado de nuevo el valor, tomó las riendas de Albión de la mano de Jarret y guio a la yegua por el tramo de vías. Una vez se puso a caminar, fue más fácil fingir que no temblaba tanto. En la vía no había más obstáculos, y a mediodía, antes incluso de lo que Jarret había previsto, llegaron al curvo contrafuerte conocido como el Salto de Juggler. Las vías se ceñían a la curva de la montaña y las explosiones de dinamita habían rebañado el saliente, pero el Salto se prolongaba más allá de la cara de la ladera. Rennie y Jarret se asomaron a unos cuantos pasos antes de llegar al borde. A unos cien metros más abajo estaban los retorcidos restos del tren número 412.
—Distingo cuatro vagones y un furgón de cola —dijo Jarret.
Hacía mucho que la nieve había cubierto la mayor parte de los deteriorados vagones, y los árboles caídos también bloqueaban la vista.
—¿Es eso lo que tenías entendido?
Ella asintió. El furgón de cola estaba volcado, y se identificaba sólo porque aún se veían unas pequeñas manchas rojas. Tres de los vagones eran más difíciles de distinguir: estaban doblados y como encajados entre sí, de manera que sus líneas rectangulares habían cambiado hasta convertirse en algo sin forma definida. En cuanto al cuarto vagón, también era otra cosa, y éste fue el que atrajo toda la atención de Rennie; incluso antes del descarrilamiento ya era distinto de los demás. Y es que Jay Mac había insistido en que su vagón privado se equipara pensando tanto en la funcionalidad como en la comodidad. Sólo en el exterior se permitió un adorno sin más finalidad que la de distinguirlo: el escudo de los Worth aparecía a ambos lados y también en el techo. El vagón privado de Jay Mac era el único que estaba en posición casi recta, y como se apoyaba en una hilera de pinos, la nieve no se había agarrado tan tenazmente a su techo. Al mirar con atención, Rennie vio el dorado escudo de armas sobre el reluciente fondo negro y se lo señaló a Jarret.
—Ése es el vagón de mi padre —dijo—. Ethan me dijo que lo encontraría casi derecho. Desde aquí se ve que apenas ha sufrido daños.
Jarret no estaba tan seguro, pero no dijo nada. El que hubiera aterrizado así no quería decir que no hubiera dado vueltas al caer... Y tampoco quería decir que Jay Mac hubiera tenido más oportunidades de sobrevivir al choque.
—¿Cómo bajamos hasta ahí? —preguntó ella.
—Bueno, podemos hacer lo que hizo el viejo Ben Juggler...
—Yo no voy a saltar.
—Entonces iremos por la vía hasta su punto más bajo, y luego retrocederemos cortando por los bosques. No es una pendiente tan abrupta como parece... Por eso, al final, Juggler se decidió por el revólver para acabar el asunto. —Jarret mostró una amplia sonrisa—. Saltando por aquí no le salió bien.
Ella se lo quedó mirando fijamente mientras se alejaba.
—Estás inventándotelo.
Él levantó la mano derecha.
—Lo juro por Dios.
Aunque Rennie no lo veía, sospechó que seguía sonriendo. Cogió las riendas de Albión y ajustó su paso al de él.
Fue una de esas cosas que no deberían pasar; algo para lo que ninguno de los dos estaba preparado. Después de dar un descanso a los caballos, volvieron a poner el equipo a lomos del caballo de carga y luego montaron cada uno su yegua. Ni Albión ni Zilly encontraron el terreno más difícil que el que habían recorrido antes. Desde abajo Rennie alzó la vista para mirar al Salto de Juggler y vio que Jarret tenía razón en cuanto a la pendiente de la montaña; sólo se hacía abrupta, y casi imposible de ascender o descender, donde subía en vertical para sostener las vías. El terreno que atravesaban ahora parecía una suave ladera en comparación con el aspecto que ofrecía desde arriba. Más tarde pensó que tal vez fuera la facilidad con la que avanzaban, o un exceso de confianza injustificada por haber alcanzado un hito en su viaje lo que los hizo descuidarse.
Rennie no vio la liebre que salió como una centella bajo los cascos de Albión hasta que la yegua se encabritó. Se las arregló para mantenerse en la silla, pero Albión vaciló al bajar las manos y estuvo a punto de caer. Concentrado en lo que pasaba detrás de su hombro, el paso en falso de Zilly cogió desprevenido a Jarret. Intentó enderezarse agarrando la perilla de la silla, pero el hormigueo de la mano le impidió cogerse bien, y ese instante de pánico lo percibió su yegua; se puso a patear, inquieta, movió algunas rocas y empezó a resbalar. Jarret recobró algo de control inclinándose hacia adelante en la silla y dejando que Zilly actuara por instinto; ésta agitó las patas buscando agarre y luego se precipitó hacia adelante en un loco galope. Por un momento Jarret pensó que tanto él como Zilly iban a conseguirlo..., hasta que vio el pino caído. Estaba tumbado con la copa atrapada en la cruz de otro árbol, y cruzaba el camino como una valla, a más de un metro del suelo. Con las rodillas y las piernas intentó reorientar el rumbo de la yegua, pero ésta estaba demasiado desesperada para sentir sus movimientos y entenderlos. No consiguió impedir que Zilly saltara y, sin fuerza en el brazo derecho, no pudo sostenerse. Resbaló de la silla y, a diferencia de Zilly, él no salvó la valla.
Rennie, que iba detrás, había rebasado la mitad de la distancia que los separaba cuando lo vio venirse abajo. Había visto el pino caído y supo que Zilly conseguiría saltar, pero no se le ocurrió que su salto lo desmontaría. Jarret se resbaló de su montura como si, de repente, la silla y las riendas hubieran estado engrasadas. Para cuando llegó hasta él, Zilly se había tranquilizado y volvía sin prisas a donde estaba su amo. Una vez a su lado, inclinó la cabeza e intentó despertarlo dándole cabezadas. Rennie se arrodilló junto a Jarret y quitó de en medio el morro de Zilly de un fuerte empujón. La yegua entendió la orden y se apartó sin prisas. Jarret respiraba de forma superficial pero regular, y Rennie le encontró el pulso con facilidad. Lo sacudió suavemente varias veces, llamándolo, pero al ver que no respondía, se sacó los guantes y le quitó el sombrero. Entonces hurgó con los dedos en su cabello y, con cuidado, le tocó la cabeza en busca de chichones o cortes en la piel. Encontró un gran chichón justo detrás de la oreja derecha; tenía un poquito de sangre, pero eso no la preocupó; el tamaño de la hinchazón, sí. En ese momento habría dado cualquier cosa por tener algo de los conocimientos sanitarios de su hermana Maggie. Le parecía que ser ingeniero la volvía un pez fuera del agua en todos los sitios salvo en el Edificio Worth... Y últimamente, incluso allí.
Los restos que intentaban alcanzar estaban aún a bastante distancia de donde se encontraban, aunque en adelante el camino era casi todo llano. Rennie sabía que no podía levantar a Jarret ni tampoco dejarlo donde estaba. Se planteó acampar allí mismo, pero el vagón privado de Jay Mac seguía pareciéndole mejor alternativa... Y entonces tomó una decisión. Después de asegurarse de que Jarret no tenía otras heridas visibles, le dio media vuelta con cuidado hasta ponerlo sobre una manta y lo tapó con otras. Actuando con rapidez, preparó una pequeña fogata para mantener a raya el frío, aunque sólo fuera en parte y, por fin, amarró a Zilly y al caballo de carga y montó a Albión, que no tardó en llegar hasta el lugar del descarrilamiento. Rennie era consciente de que no iba a encontrar a su padre en su vagón privado, de modo que no se armó de valor antes de entrar. No iba preparada para el torrente de emoción que la asaltó ni, tampoco, para afrontar un entorno tan alterado. Las dos cosas la dejaron boquiabierta.
Se agarró a la puerta para mantener el equilibrio. El vagón se había desnivelado bastante; de hecho, si no había volcado era porque lo sostenía la hilera de robustos pinos. Todo lo que no estaba fijo en su interior había caído, y las cosas que estaban fijas, como la cama y la mesa de comedor, aparecían en un ángulo desconcertante; tanto que Rennie se quedó desorientada y tuvo que ladear la cabeza para reducir la sensación de mareo. Pero su torrente de emociones no tenía un arreglo tan sencillo. Ése era el vagón de su padre, y nunca había estado allí salvo con él; en realidad, parecía que no podía existir sin su presencia... Aunque el vagón hubiera estado perfectamente derecho, habría sentido aquella desorientación que le provocaba náuseas. Durante un breve instante las lágrimas la cegaron, y al alzar una mano para limpiárselas, resbaló un poco en el suelo desnivelado. Se mantuvo erguida agarrándose a la puerta y apoyando la otra mano en una mesita auxiliar fija.
Abrirse paso por el vagón era como caminar por un barco siempre inclinado del lado de barlovento, y así llegó hasta su objetivo, la estufa Franklin. Estaba tan extrañamente torcida como todo lo demás, pero tras comprobar sus bisagras y junturas, vio que no parecía averiada. El tubo de ventilación estaba intacto. Le proporcionaría a Jarret la noche más cálida que habría tenido desde que salió de Echo Falls... Ahora lo único que tenía que hacer era llevarlo hasta allí. En el furgón de cola buscó lo que necesitaba. Como estaba volcado, tuvo que pasar por una ventana rota y, luego, dejarse caer dentro. Luego sacudió la nieve del arcón de las herramientas y encontró un hacha, martillo, clavos y cuerda. Era lo que necesitaba en primer lugar. También sacó una palanca y cuatro llaves inglesas con mangos de distinta longitud y cabezas de diverso tacaño. Intentó abrir las puertas del vagón desde dentro, empujando, pero fue en vano; la nieve bloqueaba ambas salidas, y las bisagras quedaban en la parte exterior. En consecuencia, después de tirar todas las herramientas por la ventana, Rennie arrastró el arcón hasta ponerlo debajo, se subió en él y se izó a pulso por la abertura. Una vez fuera, comenzó a despejar de nieve y hielo una de las puertas, Con el martillo sacó a golpes los pernos de las bisagras y las quitó, y luego quitó el picaporte. Entonces hincó unos clavos hasta la mitad en el marco superior de la puerta y amarró a ellos los extremos de la soga; después tiró de aquella improvisada asa de cuerda y, sin demasiado esfuerzo, la puerta resbaló sobre la nieve.
—No está mal como trineo y camilla —se dijo.
Pasó la cuerda alrededor de la perilla de su silla, asegurándose de que quedaba suficiente espacio para que no le dieran los cascos de Albión. Entonces montó en la yegua y la espoleó, usando las piernas para guiarla, mientras con las manos controlaba la soga y el trineo. Al cabo de un rato de intentos y errores, consiguió evitar que la puerta diera demasiados bandazos.
Según sus cálculos, no tardó mucho más de treinta minutos. Jarret seguía inconsciente. Le tocó la frente con el dorso de la mano, y luego el pecho. No había perdido demasiado calor corporal, y Rennie sintió crecer su confianza en que sus peores temores no se cumplirían. Usó las mantas para llevar a Jarret a rastras hasta el trineo y, una vez en él, lo aseguró con cuerdas de las que ellos llevaban. Al supervisar su obra, Jarret le recordó a Gulliver.
—Ya verás cuando despiertes en el vagón privado... —le dijo—. Creerás haber llegado a una versión diabólica del país de Liliput.
Él no le respondió, y ella dejó escapar un suspiro. Luego desató a la otra yegua.
—Muy bien, Zilly —dijo—. Ahora te toca tirar a ti.
Le sujetó bien la cabeza y le lanzó una mirada severa.
Zilly no se movió. No era la técnica que Jarret usaba para calmar a la excitable yegua, pero funcionó.
—Con tal de que nos entendamos... —dijo.
La parte más difícil de la tarea a la que se enfrentaba Rennie ahora no era llevar a Jarret de vuelta al vagón, sino meterlo dentro. Calculó las horas de luz que le quedaban y decidió que no iba a emplear ese tiempo en preparar otro fuego. Se aseguró de que Jarret estuviera bien tapado y protegido del viento, y luego reunió las herramientas y volvió al furgón de cola. Después de examinar las ruedas, que quedaban a la vista, decidió quitar la que había recibido menos daños en la caída. La ranura con que se agarraba a la vía seguía teniendo su perfil circular, no estaba abollada. Si el guardafrenos hubiera tenido algún indicio de lo que iba a ocurrir, habría intentado emplear los frenos de mano, y el resultado habría sido que las ranuras de las ruedas se habrían abollado... Aunque, probablemente, eso no habría cambiado el destino de los pasajeros. Pero ahora la ranura de la rueda ayudaría a salvar la vida de Jarret.
Hizo falta más fuerza bruta que inteligencia para llevar a cabo la tarea, y lo que Rennie no pudo realizar con las llaves inglesas de mango largo al final lo hizo con la palanca. Una vez quitada la rueda, la llevó rodando hasta el vagón privado. Era demasiado difícil trabajar con el pesado abrigo puesto, y sus esfuerzos ya la habían acalorado mucho, de modo que se lo quitó y se lo echó por encima a Jarret. De pie en la inclinada plataforma que había a un extremo del vagón, Rennie alargó la mano todo lo posible e hincó un clavo, hasta la mitad, justo encima de la puerta. La rueda pesaba, pero era mucho menos difícil de levantar que Jarret. Sin embargo, sabía que sólo disponía de una o, como mucho, dos oportunidades de enhebrar el agujero del centro en el clavo. No era probable que le quedaran fuerzas para más. Pensó en lo mucho que le costaba enhebrar una aguja, y eso no la ayudó a sentir demasiada confianza.
Alzó la rueda de metal con las enguantadas manos, la apoyó un instante en la barandilla de la plataforma y luego la subió por encima de su cabeza. Sintió que el centro rozaba el agujero, pero al instante la cuerda resbaló. Por la cabeza le pasó un destello: tampoco se le daba muy bien colgar cuadros; el cordel nunca parecía engancharse en la alcayata... Aunque a veces venía bien soltar unos cuantos juramentos. Rennie subió los brazos de nuevo, esta vez soltando unas palabras muy vulgares y descriptivas..., y en esta ocasión introdujo la rueda. Ahora tenía que encontrar una tuerca que impidiera que la rueda se soltara al girar. Improvisó, usando una tuerca algo mayor que el clavo y ajustándola con trocitos de madera en forma de cuña. Hizo la prueba de dar vueltas a la rueda, y ésta se mantuvo en su sitio. Pensó que habría sido mejor un sistema de doble polea, pero habría que conformarse con eso.
Rennie colocó a Jarret en una especie de parihuela hecha de mantas y cuerdas, y luego pasó la cuerda por la ranura de la rueda y amarró el extremo a la silla de Zilly. Abrió la puerta del vagón para que fuera fácil meter a Jarret con un balanceo una vez que Zilly comenzara a avanzar, pero entonces vio que el problema era hacer moverse a Zilly mientras ella guiaba la parihuela; lo resolvió tirándole unas cuantas piedras a los cuartos traseros del caballo. En el momento en que el animal arrancó, el impulso hizo subir un poco a Jarret. Rennie sujetó la parihuela y animó a Zilly a que siguiera moviéndose. Jarret dio un topetazo con los escalones de hierro de la plataforma, y Rennie le protegió la cabeza. La rueda de arriba gruñó cuando Jarret se levantó del suelo. Zilly avanzó más y, de un tirón, Jarret subió más alto. Rennie le pasó los brazos por debajo y lo abrazó. Volvió a llamar a la yegua, y Jarret se levantó hasta la cintura de Rennie. Entonces ésta lo dirigió con cuidado hacia la puerta abierta y tiró de la tensa cuerda para hacer que Zilly retrocediera. Alternando súplicas a la yegua con maldiciones, aún tardó unos cuantos minutos más en bajar a Jarret hasta el suelo del vagón. Una vez abajo, cortó la cuerda y liberó la parihuela.
Ya lo tenía dentro, pero ahora había que darle calor. Tan pronto como ató a Zilly, cortó leña para la estufa y encendió fuego. Luego tapó dos ventanas destrozadas con unas tablas procedentes del furgón de cola, y en seguida el vagón empezó a calentarse. Rennie no se planteó llevar a Jarret a la cama; en lugar de eso, llevó la cama hasta él: extendió el colchón en el suelo en la misma dirección de la pendiente para evitar que rodara y se hiciera daño. Después de deshacer los nudos que lo aseguraban, con cuidado, lo hizo rodar hasta ponerlo en el colchón. Tuvo que recurrir a toda su fuerza emocional para no derrumbarse a su lado. Lo acomodó de la mejor manera posible, y luego se encargó de los caballos. Prestó especial atención a Zilly, que estaba cubierta de sudor después del esfuerzo. A continuación metió el equipo que llevaban y lo amontonó junto a una pared. Justo cuando estaba acabando con el último bulto, se puso el sol, y el crepúsculo no duró mucho. Rennie encontró dos lámparas de queroseno a las que les faltaba la tulipa de cristal; hacía falta una superficie llana donde ponerlas, de modo que desmontó y colocó bien un estante. Producía un efecto muy raro: quedaba paralelo al suelo que había bajo el vagón, pero torcido respecto a todo lo demás del interior.
Rennie dejó a un lado el martillo y encendió las lámparas. Durante dos horas más trabajó limpiando vidrios rotos y artículos estropeados. Se convirtió en una experta en recorrer el vagón arriba y abajo sin vacilar, aunque se imaginaba que debía de resultar bastante menos atractiva que una cabra montes. Por último, como estaba demasiado cansada para ir hasta el arroyo cercano, derritió nieve para beber y, una vez saciada, se tendió junto a Jarret. Le limpió la cara con el resto del agua y luego dejó que el cacharro se resbalara por el suelo. Se tapó con las mantas y se acurrucó más cerca de él que en todo el viaje. Le echó un brazo sobre la cintura y apoyó la cara en su hombro. Luego se quedó dormida, exhausta, en el límite del agotamiento. Si alguien los hubiera visto entonces, le habría resultado difícil decir quién era el que estaba más inconsciente.
Jarret despertó de madrugada, sin saber demasiado bien dónde estaba. Recordaba los últimos instantes a lomos de Zilly, pero desde que saltó del pino caído, nada. Se preguntó por qué estaba en pendiente, por qué sentía todo el cuerpo magullado y por qué Rennie estaba tan cerca que notaba los latidos de su corazón; los latidos de su corazón eran calmantes... No le costó trabajo volver a dormirse.
Rennie sintió un frío que le pinchaba la piel; resultaba algo sorprendente, pues se daba cuenta de que estaba bajo una montaña de mantas. Hasta el aire era cálido, aunque parecía que daba igual. El frío le venía desde lo más hondo de los huesos. Al cabo de unos instantes temblaba de forma incontrolada. Jarret le puso la palma de la mano en la cara. Tenía la mandíbula apretada y, sin embargo, sus dientes seguían castañeteando. Bajo las ásperas yemas de sus dedos sintió el músculo que le latía en la mejilla. Siguió así varios minutos hasta que se sumió en un sueño inquieto y superficial. La toalla húmeda que Jarret le puso no sirvió de nada ante su frío, de modo que se puso de pie y la dejó caer en el cacharro de agua que había colocado sobre el único estante derecho del vagón. El ingenio de Rennie lo hizo sonreír. En las últimas veinticuatro horas había visto una buena muestra de sus habilidades: las ventanas tapadas, el equipo apilado, la puerta que hacía las veces de trineo, los caballos atendidos, y lo más extraño de todo: la rueda del furgón de cola encima de la puerta. Tardó un rato en figurarse qué sería aquello. Probablemente más de lo que Rennie había tardado en idearlo y construirlo. Al mirar su pálida cara, la sonrisa de Jarret se entristeció. Todos aquellos esfuerzos por él habían dado como resultado que había caído enferma. Rennie habría captado la ironía; no era sino otra de sus buenas intenciones que salía mal. Suspirando, dijo:
—Dulce dama, a lo mejor naciste con una cuchara de plata en la boca, pero había que limpiarla.
Jarret salió del vagón y se concentró en la comida que estaba preparando; la estufa iba bien para dar calor, pero no servía para cocinar. Se moría de ganas de preguntarle a Rennie, cuando estuviera mejor, por qué no había arreglado aquel problemilla; porque, desde luego, había arreglado todo lo demás. Para comerse las judías y el pan se sentó en una silla apoyada en la torcida pared; después, cuando acabó, fue metiendo cucharadas de té tibio por los azulados labios de Rennie. Pensó que la atendería mejor en la cama empotrada, de modo que la trasladó, junto con el colchón, allí. Al intentar taparla de nuevo, ella se quitó las mantas de una patada; ya no tiritaba. Tenía la piel ardiendo. Jarret recogió la toalla y le enjugó los húmedos zarcillos de pelo que se le pegaban en la frente, se la pasó con suavidad sobre el brillo anómalo de su cara y también le enjugó el sudoroso labio superior. El camisón se le empapó de sudor, y se lo cambió por una de sus camisas. Consciente de sus atenciones, Rennie le empujó débilmente las manos cuando le abrochaba los botones.
—No me toques —dijo.
—No.
Jarret vio que la mano resbalaba hasta su costado y que su nerviosismo desaparecía. Por lo visto, quedó satisfecha con su promesa, aunque él siguió cerrándole la camisa. Se quedó con ella hasta que se durmió de nuevo.
Rennie se despertó despacio. Levantó las pestañas, parpadeó varias veces y las cerró otra vez. Luego se estiró, indecisa, gruñendo por el esfuerzo de sus movimientos y por los dolores que sentía. Se volvió de costado, deslizó un brazo bajo la cabeza y abrió los ojos. Una pequeña oleada de náuseas acompañó su desorientación. El vagón ya no se inclinaba a un lado; sólo el estante colgaba torcido en la pared. Las lámparas de queroseno estaban sobre la mesa, perfectamente derecha, y la mayoría de los objetos habían vuelto a la posición que debían tener. Que Jarret hubiera dejado el estante inclinado demostraba que seguía teniendo sentido del humor, aunque fuera a expensas de ella... Fue un pequeño movimiento al otro extremo de la cama lo que traicionó su presencia y llamó la atención de Rennie; de nuevo se sintió desorientada, esta vez de forma más honda y por motivos que no tenían nada que ver con que el estante estuviera torcido y la cama no... Y dijo lo primero que le vino a la cabeza.
—Estás sonriendo.
Jarret se dio cuenta de que así era, y su sonrisa se ensanchó al oír el comentario. Se inclinó hacia adelante y le tocó la frente con el dorso de la mano; tenía la piel seca, y su temperatura era la misma que la de él.
—Se diría que nunca lo he hecho —dijo.
—Y no lo has hecho. —Su voz sonó grave y áspera por la falta de uso, apenas reconocible—. Al menos, que yo recuerde últimamente.
Con las yemas de los dedos él le rozó la mejilla.
—¿Ah, no?
Ella negó con la cabeza. Sintió que los dedos de él se apartaban de su mejilla, tocaban un instante su hombro y luego la abandonaban, sintió una extraña sensación de pérdida. Consciente de estar mirándole la mano, despacio, dedicó su atención a otras partes del vagón.
—Has estado muy ocupado —dijo—. Has enderezado el vagón.
—Te has dado cuenta, ¿eh?
Su amable tomadura de pelo le provocó una sonrisa.
—¿Cómo lo has hecho?
—Te sorprendería lo que consiguen tres caballos y un burro tirando en la misma dirección.
—¿Un burro?
—Yo.
Ella le escudriñó la cara. La amplia sonrisa había desaparecido. Su boca mostraba un gesto solemne, y sus oscuros ojos azules traslucían resolución.
—¿Estás disculpándote por algo? —le preguntó.
Él negó con la cabeza.
—Estoy disculpándome por todo.
Rennie frunció el ceño, y dos leves arrugas aparecieron entre sus cejas.
—Me parece que no entiendo —dijo.
—La autocompasión corroe el alma —repuso Jarret—, y yo he estado a punto de perder la mía.—Le alisó las dos arrugas de la frente con el pulgar y su sonrisa regresó—. ¿Tengo que enumerar todos mis pecados antes de que aceptes mis disculpas?
—No —dijo ella; un súbito bostezo desplazó la mano de él, y lo lamentó—. Sólo tienes que decirme si me he muerto o estoy soñando.
La risa de él brotó de modo tan inesperado, y le resultaba tan poco familiar, que Rennie abrió un poco más los ojos antes de cerrarlos de nuevo.
—Estoy soñando que me he muerto —murmuró—. Eso debe de ser.
Jarret había pensado contarle otra cosa, pero no malgastó palabras: Rennie se había quedado dormida tan deprisa como había despertado.