Capítulo Ocho

Rennie salió gateando de la tienda con movimientos rígidos y lentos. Los huesos le dolían a causa del frío. Hacía una hora que había salido el sol, pero no daba señales de que fuera a caldear el día. Su viva luz deslumbraba en la crujiente nieve, y tuvo que levantar la mano para protegerse los ojos. Jarret estaba agachado junto al fuego, de espaldas a ella. Como única muestra de saludo, señaló el tronco seco que tenía a su derecha para que se sentase y, cuando lo hizo, le alargó una jarra de hojalata llena de café caliente sin mirarla. Rennie agradeció aquel calor y rodeó la jarra con sus enguantadas manos. Aspiró el vapor y el aroma, luego dio un sorbo, con cuidado. Resultaba agradable sentir el calor en la lengua. Sus dientes dejaron de castañetear.

¿Cuándo saldremos? —preguntó. 

Vio que los caballos ya estaban ensillados y, salvo por las pertenencias de ella y la tienda, cargados también. Jarret hurgó en el fuego con un palo para avivar las llamas.

Depende —dijo, lacónico—. ¿Quiere algo de desayuno? 

Ella consiguió no añadir sarcasmo a su voz. Sus palabras lo hacían innecesario.

A pesar de su amable ofrecimiento, creo que sólo tomaré el café. 

Por primera vez desde que había salido, Jarret se dignó echarle una ojeada. No la miró con desdén, sino que se limitó a clavarle los ojos. Ni el cuello levantado de su abrigo ni la visera calada de su elegante sombrerito ocultaban el daño que le había hecho. Tenía la piel descolorida, y unos rastros de lágrimas manchaban sus mejillas. Sus párpados estaban hinchados, y la punta de su nariz mostraba un insólito matiz rosa, mientras que en un lado de la cara se advertía un moratón y otra hinchazón. Jarret imaginó qué otras marcas llevaría en el cuerpo. Recordó haber visto la salvaje boca de Tom sobre su pecho, y luego recordó la suya en el mismo lugar... Se le hizo un nudo en el estómago, y apretó los dientes. Arrojó los restos fríos de su café al fuego y se levantó.

Voy a desmontar la tienda —dijo—. Esté preparada para partir cuando yo termine. 

Rennie sintió que las lágrimas se le agolpaban en los ojos, pero las rechazó parpadeando y lo vio alejarse a grandes zancadas y empezar a trabajar con movimientos rápidos y eficaces. Después, se tocó el lado de la cara y sintió el dolor y la hinchazón. No recordaba con claridad quién le había dado la brutal bofetada, pero nunca olvidaría la mirada acusadora que Jarret acababa de dirigirle al verla. Sólo encontraba una interpretación para aquella mirada fría y airada: le echaba la culpa de todo. Cuando acabó el café fue a esperar a Jarret junto a su yegua. Él terminó con la tienda y luego la ayudó a montar. A Rennie le pareció que sus gestos eran particularmente impersonales, como si ni siquiera soportara el contacto más intrascendente. Se asentó con cuidado en la silla de montar, más consciente que nunca de la anhelante sensibilidad que tenía entre los muslos, y volvió a notar la inquebrantable mirada de Jarret fija en ella, con su desaprobación. Hizo caso omiso de ambas. Jarret se aseguró de que todas las correas de Albión estuvieran seguras. 

¿Qué lleva ahí abajo? —preguntó. 

Rennie parpadeó.

¿Cómo dice? 

Él levantó el bajo de su abrigo y su vestido de afelpada lana gris.

Aquí debajo —dijo con impaciencia—. ¿Qué lleva puesto debajo? 

Ella se ruborizó.

No creo que sea asunto suyo. 

Jarret tranquilizó a Albión antes de que la yegua saliera desbocada por la nerviosa reacción de Rennie, y dijo: 

Lo digo por si no puede cabalgar porque se le hiela el trasero en la silla. Además, ¿qué clase de mujer vaga por el país con un vestido como ése? ¿No tiene ropa de montar? ¿O una silla de amazona? —suspiró—. Bueno no... con una de ésas no recorrería ni veinte metros en este terreno. 

Haciendo acopio de toda la dignidad que pudo, Rennie contestó:

Pues he llegado hasta aquí sin su consejo, señor Sullivan. 

Ha llegado hasta aquí en contra de mi consejo, señorita Dennehy —repuso él con frialdad—, y antes de que lo olvide: sin mi ayuda, estaría muerta. Bueno, ¿qué lleva puesto ahí abajo? 

Unas bragas de franela y polainas de lana. 

Satisfecho, Jarret se apartó y montó.

Quédese cerca —dijo. 

Hizo un ruido seco con las riendas de Zilly y la hizo avanzar. En el camino de vuelta hasta Echo Falls no hubo mucha conversación, salvo por unas cuantas bruscas órdenes sobre cómo tenía que manejar su montura, él se mantuvo callado. En cuanto a Rennie, sólo una vez pidió que se detuvieran para hacer sus necesidades; después Jarret paró a intervalos regulares, y ella supuso que sería porque no quería oírla más. El cielo estaba implacablemente azul, pero Rennie no captó su hermosura. El constante brillo del sol sobre la nieve le daba dolor de cabeza, y cuando intentaba protegerse los ojos, resbalaba en la silla. Si intentaba cerrarlos del todo, sentía miedo. En un momento dado el sendero se ensanchó, y Jarret hizo que Zilly fuera más lenta y dejó que Rennie se pusiera a su lado. Entonces, sin decir palabra de lo que pretendía hacer, le quitó el sombrero de la cabeza y lo sustituyó por el suyo; bajó el ala para que le diera sombra en los ojos y luego espoleó a Zilly otra vez. Al cabo de un segundo, el elegante modelo de pieles de Rennie caía ladera abajo. A ella le pareció que murmuraba: «La cosa más fea que he visto nunca», aunque no estaba segura. 

A veces viajaban bajo un dosel verde de pinos. Las ramas se mecían cuando pasaban y el balanceo hacía caer la nieve poco a poco. En una ocasión, mientras miraba hacia arriba, extasiada por el hermoso equilibrio de la nieve sobre la vegetación, Rennie recibió un terrón de nieve en plena cara; empezó a balbucear, al tiempo que escupía nieve e incluso una aguja de pino, y se frotaba la cara para limpiarse. Cuando se despejó los ojos, vio que Jarret se había detenido y la miraba vuelto hacia atrás. Esta vez en sus ojos no había impaciencia, ni tampoco regocijo malicioso, sino una extraña expresión, casi indulgente, que se desvaneció justo en el instante en que Rennie la captó. Ella creyó haber interpretado mal la mirada.

Llegaron a Echo Falls poco después de mediodía. Mientras cabalgaban por la calle Mayor, unas cuantas cabezas se volvieron, y un comerciante que barría la acera delante de su tienda saludó con la mano a Jarret. Rennie mantuvo la cabeza baja y los hombros encorvados. Al acercarse al saloon de Bender paró su caballo, y Jarret se detuvo. 

¿Qué hace? 

Aquí es donde me alojo... 

No —la interrumpió levantando la mano. 

Ella no tenía energía para discutir.

Está bien. 

Él se permitió una pequeña concesión.

Voy a decirle a Jolene dónde estará. 

Desmontó, amarró a Zilly y al caballo de carga y desapareció en el saloon; minutos después Jolene salía con él. Su sonrisa de bienvenida contrastaba con la mirada preocupada y penetrante que dedicó a Rennie. 

La visitaré más tarde —dijo—, sólo para ver cómo se instala. 

Rennie asintió.

Me encantaría. 

Jolene puso la mano sobre el antebrazo de Jarret y le dio un leve apretón.

Y también veré cómo te va a ti. 

No soy una de tus obras de caridad —repuso él, bajando de la acera. 

Rennie observó que a Jolene no le molestaba en absoluto aquel desaire, sino que replicaba:

Exactamente. Soy tu amiga. 

Entonces Jarret se detuvo, se volvió y le dio un rápido beso en la mejilla.

No dejes que lo olvide. 

Como si fuera a hacerlo. —Y saludando a Rennie con la mano, le dijo—: No se deje intimidar, cariño. 

Rennie hizo un gesto afirmativo, no demasiado convencida. Luego alzó la mano en respuesta al adiós de Jolene e hizo avanzar a Albión. No creyó que la súbita e inquieta sensación que experimentó en la cintura se debiera al hambre. Volvió a reducir la marcha cuando llegaron a la altura de la pensión de la señora Shepard, pero Jarret se volvió y gritó impaciente: 

¿Qué pasa ahora? 

¿No voy a quedarme ahí? 

No. ¿He dicho yo que fuera a hacerlo? 

No, lo supuse. Pero ¿dónde...? 

En mi casa. 

Y, sin molestarse en ver si lo seguía, espoleó a Zilly y volvió a ponerse en marcha. Rennie llevó su yegua hasta su lado. 

¿No sería mejor que me quedara con la señora Shepard? 

Sería muchísimo mejor —dijo él—. Salvo que ella no tiene sitio. Nunca tiene sitio cuando llega la nieve. Todos los mineros que pueden pagárselo, pliegan las tiendas y se dirigen a su casa. Además, Jolene cuenta con que usted se quede conmigo. 

No creo que quiera quedarme con usted. 

Él se encogió de hombros.

Nada la retiene en Echo Falls. Puede partir para Denver en cuanto quiera. He visto a Duffy en el saloon de Bender. Cuando esté sobrio, la llevará de vuelta. 

No voy a Denver. Voy al Salto de Juggler. 

Hoy no. 

El suspiro de ella era una triste rendición. Miró justo delante, donde el sendero empezaba a subir.

Imagino que eso quiere decir que me quedaré con usted. 

Imagino que sí. 

 

 

Aunque ya habían compartido casa antes, Rennie vio con claridad que ahora iba a ser distinto. Desde fuera la tosca cabaña de troncos no parecía mayor que el salón de su propia casa. Desde dentro parecía todavía más pequeña. Una chimenea de piedra ocupaba casi toda una pared. Cerca del hogar se encontraba una mesa pequeña con dos sillas, una de ellas ladeada, con las patas levemente desiguales; también había un fregadero con una bomba de agua, una cocina de hierro, una estantería con platos desemparejados y una despensa, llena, sobre todo, de alimentos en lata.

Al pie de la mecedora había una alfombra hecha de nudos trenzados, deshilachada en los bordes y manchada en el centro con pisadas de barro. Un banco junto a la ventana, que también era un arcón, ofrecía la única alternativa don de sentarse. Frente a la chimenea, una estrecha escalera de pino sin barnizar llevaba al desván; cerca de ella, una cortina ocultaba en parte la bañera de madera. Y como si Rennie no lo supiera ya, Jarret puso empeño en mencionar que el retrete estaba fuera.

La leña está ahí —dijo, señalando un cabestrillo con lona que estaba junto a la chimenea—, pero hay más ahí fuera, atrás. Debería encender el fuego mientras yo atiendo a los caballos y traigo el resto de las cosas. Sabe hacerlo, ¿verdad? 

Ella asintió.

Bien. 

Volvió a coger su sombrero y salió bajando la cabeza. Entonces Rennie cerró la puerta y se apoyó en ella.

Sí, sé encender un fuego —musitó para sí—. Pero no sé si tengo fuerza suficiente para rascar una cerilla, por no hablar de cargar con la leña. 

Se obligó a apartarse de la puerta. Sentía que iba a dejarse caer al suelo sin más. Poniendo un pie delante del otro, con la mente vacía de todo lo que no fuera su tarea, se las arregló para tener un fuego ardiendo en el hogar cuando Jarret regresó. Él comprobó su trabajo, fue al cobertizo a por algo más de leña y encendió la cocina.

¿Puede subir sus cosas al desván? 

Rennie dedicó a la escalera de mano una mirada escéptica pero valiente, y cogió su petate y sus pertenencias.

Sí que puedo. ¿Dónde dormirá usted? —Él dejó de sacar los víveres para señalar el banco de la ventana, y los ojos de Rennie fueron de su cuerpo de más de metro ochenta al asiento, que medía poco más de un metro—. Eso es ridículo. 

Estaba a punto de ponerse a discutir, pero él la hizo callar con una mirada de pocos amigos. Entonces, meneando la cabeza ante su actitud tan poco razonable, Rennie se acercó a la escalera. Tuvo que hacer varios viajes para llevar todas sus cosas al desván, y en el fondo, agradeció que parte de sus pertenencias siguieran estando en el saloon de Bender; no habría podido hacer un viaje más subiendo o bajando por aquella escalera. 

¿Va a quitarse el abrigo alguna vez? —le preguntó Jarret cuando se acercó a la cocina—. No voy a atacarla, ¿sabe? 

Herida en lo más hondo por el tono de su voz, Rennie se desabrochó despacio el largo abrigo. No se había quitado el frío hasta que tuvo que subir y bajar del desván, pero no se lo dijo. Jarret señaló una hilera de colgadores cerca de la puerta principal, donde estaba su gabán.

Allí. 

Rennie lo colgó y luego preguntó:

¿Quiere que lo ayude? 

Él preparaba tallarines. Cortaba la masa en tiras regulares y luego las dejaba caer en agua hirviendo. En otro quemador, una cacerola con salsa de carne hervía a fuego lento. 

¿Sabe cocinar? 

No. 

Eso pensaba. —Señaló con la barbilla—. Puede poner la mesa. Mire por ahí. Encontrará cuanto necesite. 

Ella se habría mordido la lengua antes de pedirle que le mostrara dónde estaba nada, de modo que cuando necesitaba algo que no se encontraba a su alcance, se limitaba a arrastrar una silla hasta la estantería, subirse y bajarlo ella misma. Eso provocó otro comentario mordaz de Jarret, que la miró mientras volvía a poner la silla en su sitio.

No se haga la mártir —dijo—. La próxima vez, diga algo. 

Rennie acabó de poner la mesa y después se sentó en la mecedora, de espaldas a Jarret y con los pies sobre el hogar de piedra de la chimenea. Acabó de quitarse las pocas horquillas que seguían sujetas en su pelo y se peinó el cabello con los dedos, dejándolo caer sobre los hombros.

Luego comenzó a desenredárselo con cuidado. Jarret puso en la mesa la olla de tallarines con un golpe y vio que Rennie daba un respingo. Lo lamentó, pero también se alegró de que dejara aquel tarareo tan poco melodioso. Todo resultaba un poquito demasiado acogedor: ella sentada ante el fuego y los bruñidos colores de su pelo llameando mientras, descuidadamente, se balanceaba y cantaba para sí.

No sabe usted llevar una melodía —dijo. 

A ella no le ofendió el comentario.

Ya lo sé. No tengo oído ninguno —dejó de mecerse—. Perdone. Lo he molestado, ¿verdad? 

No —dijo él con brusquedad. Al menos, no del modo que ella creía. 

A Rennie apenas le importó su respuesta. Ya había decidido que, en adelante, sus respuestas ya no le importarían más. Siguió meciéndose y jugueteando con el pelo.

La cena está lista —dijo Jarret—. No es mucho, pero nos mantendrá hasta que Jolene traiga víveres frescos de la ciudad. 

Rennie empezó a recogerse el cabello, pero él le dijo:

Déjelo. Si se lo deja suelto, se le irá antes el dolor de cabeza. 

Ella se metió las horquillas en el bolsillo y se hizo una trenza floja; luego se unió a Jarret a la mesa. Se le hizo la boca agua cuando le puso por delante una ración colmada de tallarines con salsa de carne. Bajó la cabeza para rezar y al levantar la vista vio que Jarret la observaba. Interpretando mal su atención, se llevó la mano al hinchado lado izquierdo de su cara.

¿Tiene un aspecto tan malo? —preguntó. 

Peor. 

Se limitó a asentir, aceptando el hecho, y dejó caer la mano. Después cogió el tenedor y empezó a comer. Los gruesos tallarines estaban tiernos, y la salsa no era sosa, como se temía, sino bien sazonada con pimentón y cebolla. Él la observó un momento más, con las arrugas de las comisuras de sus ojos marcadas más profundamente. Sus oscuras cejas se unieron en un ceño pensativo.

No es usted nada presumida, ¿eh? 

Rennie no tenía ni idea de qué insinuaba, y entonces subió la guardia. Sus ojos adoptaron una expresión cautelosa, y su risa dio idea de su vulnerabilidad y su timidez. —Es que antes tendría que tener algo de lo que presumir, ¿no?

Luego bajó la mirada y empezó a comer de nuevo. Esperaba que aquello fuera el fin de la cuestión, y así fue..., pero sólo porque Jarret no supo cómo decirle que su cabello era una encantadora combinación de colores y texturas, que resultaba incluso más radiante que la propia luz del fuego. No sólo no supo cómo decírselo, sino que no estaba seguro de querer hacerlo. En consecuencia, ambos comieron en silencio.

Anochecía cuando llegó Jolene. Sentada en el banco de la ventana, Rennie leía uno de los amarillentos periódicos que forraban un estante. Se dispuso a levantarse para ayudarla a meter las provisiones, pero, con un gesto, Jarret le indicó que volviera a sentarse.

Yo la ayudaré —dijo—. No hace falta que vayamos los tres. No hay tantas cosas. 

Se puso el gabán y salió. Minutos después Jolene entraba en la cabaña con los brazos llenos de víveres del saloon de Bender. Jarret entró detrás dando pisotones para sacudirse la nieve de los pies. Luego dejó su carga sobre la mesa y la ayudó a quitarse la capa. Rennie abrió más ojos al ver la camisa de franela y los ajustados vaqueros que llevaba Jolene, y ésta, viendo su expresión, se miró y se echó a reír.

Las únicas bragas que tengo son de las finas, y no es tiempo de llevarlas. No aguanto que el viento me suba por debajo de la falda y me hiele el... 

Jolene... —dijo Jarret en tono de advertencia. 

El trasero —dijo Jolene, recalcando la palabra con una sonrisa—. ¿Qué creías que iba a decir? 

Jarret se limitó a mirarla con los ojos en blanco y siguió guardando cosas. Entonces Jolene volvió la mecedora hacia Rennie, se sentó y puso los pies sobre el borde del banco de la ventana.

Las chicas están quitándole la borrachera a Duffy. A lo mejor mañana o pasado podrá llevarla de vuelta a Denver, o al menos hasta Stillwater, donde podrá tomar el tren. 

Pregúntele si me llevaría al Salto de Juggler. 

Jolene titubeó, esperando a medias que Jarret las interrumpiera. Al ver que no era así, dijo:

¿Está segura de que es eso lo que quiere hacer? Ya ha tenido oportunidad de tantear el terreno que hay de aquí allí. ¿Por qué no vuelve a Denver y toma el tren? 

El accidente destruyó la vía en el Salto. Poco después de que terminó la búsqueda, la nieve impidió que los equipos fueran a arreglarla, y antes de llegar al Salto hay kilómetros que siguen obstruidos. No hay posibilidad de que una locomotora se acerque en ninguna dirección, y la ruta lleva sin servicio un mes. 

Jarret se apoyó en el borde de la mesa y extendió las piernas hacia adelante.

¿Está diciéndome que Northeast Rail no tiene suficiente mano de obra, por no hablar del dinero, para hacer que despejen esas vías? Y, hablando de una patrulla de búsqueda, ¿de verdad espera que crea que usted no es capaz de llevar a cien hombres allí? 

Rennie subió la barbilla un poco más y lo miró por encima del hombro de Jolene.

Veinte mil dólares no lo movieron a usted —dijo tranquilamente—. ¿Qué le hace pensar que puedo dar órdenes a cien hombres? 

Tal vez no sabe la palabra correcta —dijo Jarret. Cuando ella se limitó a mirarlo con cara inexpresiva, él negó con la cabeza—. Da igual. ¿Y Banks? ¿No hace nada? 

Insistió en formar el primer grupo de búsqueda —dijo ella—, el que guió Ethan. Pero cuando no encontraron pruebas de que Jay Mac hubiera sobrevivido, lo canceló, y ahora se niega a poner en marcha otro. 

Entonces, ¿él está al mando de Northeast Rail? 

Rennie asintió con la cabeza.

Está al mando. 

Jarret sonrió de torcido.

Y ni siquiera tuvo que casarse con usted... 

Observando que Rennie palidecía y que el cardenal de su cara parecía más lívido, Jolene lo interrumpió.

Ya está bien. No es propio de ti no saber tratar a una mujer. —Se inclinó hacia adelante y puso la mano sobre la rodilla de Rennie—. Lleva así desde que volvió de Nueva York. Desde el... 

Cierra el pico, Jolene. 

Esta parpadeó al oír el tono de Jarret y se calló. Al fin fue él quien rompió el largo e incómodo silencio. Cruzó los brazos delante del pecho y se dirigió de forma concisa a Rennie.

¿Le ha pedido ayuda a Ethan? 

Ya me prestó ayuda. Me dijo que lo buscara a usted. 

¿Por qué no la ha traído él mismo? 

¿Aparte del hecho de que tenga entablillada una pierna, quiere decir? 

Levantando una ceja, Jarret le comunicó su desagrado Por que le hubiera ocultado aquella información.

¿Qué ha ocurrido? 

Dice que resbaló media montaña abajo durante la búsqueda. Michael dice que más bien fueron treinta metros, pero no piensa perderlo de vista. 

Michael es la gemela lista —dijo Jarret a Jolene; luego se volvió hacia Rennie—. ¿Por qué no me lo ha dicho antes? 

No quería que el peligro lo desanimara. 

Entonces Jolene soltó una risotada.

Cariño, el peligro no es más que una broma para este hombre. O por lo menos, lo era... —Volvió la cabeza y se encontró con su acida mirada, pero se limitó a sonreír—. Deja de fruncir el ceño y ve a buscar más leña; aquí dentro hace frío. 

Jarret se guardó bien de creer que Jolene tuviera frío, pero la dejó sola con Rennie, confiando en que la hiciera entrar un poco en razón. En cuanto se alejó lo suficiente, la sonrisa de Jolene se desvaneció. Miró a Rennie y estudió sus facciones.

¿Cuánto daño le hicieron esos cabrones? —preguntó. 

Unas cuantas magulladuras. 

Se tocó la mandíbula y el pecho.

Aquí y aquí. —También estaban las otras marcas, las de Jarret, pero no aludió a los chupetones que sus labios le habían dejado en el cuello, porque él no la había atacado. Sólo al final, cuando la dejó desconcertada y dolorida, la había destrozado con su reacción, y parte de ese dolor se reflejaba aún en sus oscuros ojos verdes—. Pero no me violaron. Jarret los detuvo. 

Ojalá hubiera estado yo allí para detenerlo todo. 

No es culpa suya. 

Jolene sonrió sin mucho convencimiento.

No he venido aquí para que me consuele...; aunque, bueno, a lo mejor sí. Me siento terriblemente culpable, y Jarret también. Se puso como loco cuando le dije que usted se había ido. Salió a escape. —Volvió a estudiar la pálida cara de Rennie, sus tristes ojos de cargados párpados. Las manos cruzadas. Y advirtió que estaba manteniendo la calma por pura fuerza de voluntad—. Y después, ¿qué pasó entre usted y Jarret? 

A Rennie la traicionó su mirada, como la de un cervatillo acorralado. Con todo, aparentó valor.

¿Qué quiere decir? 

Con esos ojos no sería una buena jugadora de póquer —dijo Jolene—. Siento decirlo, pero tengo bastante experiencia para interpretar esas señales. ¿Acudió a Jarret en busca de consuelo y el asunto se les fue de las manos? 

Rennie vaciló y apartó la vista para mirar por la ventana. La nieve reflejaba los colores del crepúsculo. Más allá del claro de la cabaña, se veían las siluetas larguiruchas de los árboles.

Algo parecido —dijo al fin—. Lo que pasó fue culpa mía. Creí... No sé..., que me curaría. Aquellos hombres... Pero Jarret no es como ellos... Él no me tocó así. Al principio me hizo sentir... 

¿Deseada? —preguntó Jolene con suavidad. 

Rennie asintió. Le temblaba el labio inferior, y se lo mordió para dejarlo quieto. Con la yema del pulgar se enjugó las lágrimas que le asomaban.

Sí —dijo—. Deseada. Y entonces... 

No estaba usted preparada. 

No, sí que lo estaba. Al menos creo que lo estaba. Sé que lo deseaba a él. —Le sorprendió estar desnudándose ante una casi perfecta desconocida, pero Jolene parecía la persona indicada—. Mi hermana y mi madre me contaron cómo era, cómo me sentiría..., y fue así, sólo que mejor. 

«Bendito sea Dios», pensó Jolene, ¿había sido ella alguna vez tan ingenua? No lo recordaba... Pero era agradable sonreír ante la dulce y sencilla revelación de Rennie, Y reconocer cierta tristeza por la inocencia perdida.

Pero... —la animó—, me parece que hay un «pero». 

De pronto los ojos de Rennie se secaron y su voz sonó hueca.

Pero entonces aquello cambió. Se enfadó muchísimo. No, no era enfado..., se enfureció. No sé qué hice. Creo que debe de odiarme. 

Me parece que no lo entiendo —dijo Jolene—. ¿Qué provocó el cambio? Estaban haciendo el amor y entonces... 

Rennie no pudo contestar. Oyó girar el pomo de la puerta de atrás, y un instante después, una ráfaga de aire frío azotó la cabaña. Esbozó una forzada sonrisa.

Da igual. No volverá a ocurrir. Lo sé. 

Jolene no estaba tan segura. La cabaña era pequeña, y el desván más pequeño todavía... Acarició la mano de Rennie.

¿Me dirá si necesita algo, si hay algo que yo pueda hacer? 

Rennie echó un vistazo en dirección a la puerta cuando Jarret entró y, ansiosa por terminar la conversación, hizo un rápido gesto afirmativo a Jolene. Esta se levantó de la mecedora y cogió parte de la leña de las manos de Jarret. Luego le tomó el pelo y entabló una animada conversación mientras lo ayudaba a encender el fuego. Cuando él empezó a quitarse el gabán, lo detuvo.

Tengo que irme. Sal conmigo y ayúdame a montar. 

Rennie observó desde la ventana sus siluetas sombrías, desdibujadas mientras caminaban cogidos del brazo. No sabía si iban hablando, aunque sospechaba que con Jolene no podía ser de otra forma. Pensó en las confidencias que había compartido..., ¿estarían seguras? Probablemente sí. Al menos, cuando regresó a la cabaña, Jarret no le echó en cara nada de lo que le había contado a Jolene.

Ha traído periódicos —dijo Jarret, señalando el montoncito que había sobre la mesa—. Ya no tendrá usted que leer el forro de la repisa. 

No me importaba. Era interesante. 

Con expresión de franco escepticismo, Jarret llevó el montón al banco de la ventana y lo dejó caer junto a ella. Después cogió el periódico de encima, se sentó en la mecedora y empezó a leer. Al cabo de media hora, cuando alzó la vista, Rennie estaba dormida. Entonces fue al desván, cogió una almohada y una manta y le deslizó una bajo la cabeza y la otra alrededor de los hombros. Ella no se movió.

 

 

Cuando Rennie despertó, la cabaña estaba a oscuras. El fuego se había apagado, y el haz de luz de la luna no bastaba ni de lejos para iluminar. El banco de la ventana era incómodo, demasiado corto, y corría el aire por debajo del marco, así que, después de cambiar varias veces de postura, acabó rindiéndose y decidió ir al desván. Avanzó por la cabaña con soñolienta cautela, esperando no tropezar con Jarret, pero demasiado cansada como para que aquello le importara demasiado. La escalera crujió bajo su peso. A mitad de camino se dio cuenta de que no llevaba ni la almohada ni la manta, y su triste suspiro sonó muy fuerte en la silenciosa cabaña. Retrocedió.

En el desván, de techo abuhardillado, era difícil moverse de pie. Rennie mantuvo la cabeza baja, echó al suelo la almohada y la manta y se dejó caer de rodillas sobre la funda de plumas que había. Luego se quitó los zapatos y empezó a desabrochar los corchetes de su vestido; desabrochó los suficientes para poder quitárselo por la cabeza. Después lo tiró a un lado, se tendió, vestida con la camisola y las enaguas, se tapó con las mantas y un edredón, y cerró los ojos. Entonces se dio cuenta de que había ignorado las exigencias más básicas de su cuerpo. Le entraron ganas de llorar. Estaba tan exhausta, tan infinitamente cansada, que caminar hasta el retrete le ofrecía el mismo atractivo que un viaje a campo traviesa.

Maldita, maldita sea —juró en voz baja, al tiempo que se sentaba. 

Echó atrás la ropa que la cubría, cruzó a gatas el suelo y bajó por la escalera. Cuando sus pies, cubiertos con las medias, tocaron el frío suelo, se acordó de los zapatos. Entonces, completamente deshecha, se apoyó en la escalera y se echó a llorar. No supo cuánto tiempo estuvo allí, ni de lo silenciosa o ruidosamente que había sollozado. Sólo sabía que en un instante aquello se acabó. Jarret le deslizó un brazo por detrás de la espalda y el otro bajo las rodillas y la levantó en vilo.

¿El retrete? —preguntó. 

Ella asintió, se dio cuenta de que no la veía y, con un hilo de voz, respondió:

Sí. 

Mientras empezaba a caminar hacia la puerta trasera, él le dijo:

Cuando vuelva a Nueva York, no salga nunca más de la isla de Manhattan. 

A Rennie le pareció que no podía ofenderse. Ella misma se consideraba tan incompetente como la veía él. Jarret esperó fuera del retrete y, una vez que hubo terminado, la llevó en brazos de vuelta a la cabaña. Después la siguió escaleras arriba, se quitó las botas y se tendió en el extremo opuesto del edredón. Su sitio seguía tibio.

¿Ha estado aquí todo el rato? —preguntó ella, tumbándose de nuevo. 

Sí. Hasta que empezó a gemir. Lo del banco de la ventana ha sido una estupidez. 

Ella ya lo sabía. Dio un puñetazo a la almohada y la dobló debajo de la cabeza.

¿Qué puedo hacer por Jay Mac? —preguntó con tristeza. 

Él respondió de forma tan práctica como molesta. 

Esta noche nada, Rennie. Duérmase. 

El agotamiento volvió a adueñarse de ella, pero Jarret se quedó despierto durante casi una hora más, preguntándose qué iba a hacer con Mary Rennie Dennehy.

 

 

Mientras desayunaban podrían haber charlado sobre cómo se habían enredado por la noche y habían despertado el uno en brazos del otro, pero no fue así. Ninguno de los dos estaba preparado para comentar eso, así que casi todo el tiempo hablaron de cosas intrascendentes, hasta que Jarret dijo:

Cuénteme qué está pasando de verdad en Northeast Rail. 

Los dedos de Rennie se tensaron de modo casi imperceptible en torno a su tazón.

No estoy segura de qué quiere decir. 

Los ojos color zafiro de Jarret se oscurecieron sin moverse un ápice.

Si voy a ayudarla, tiene que empezar a contarme la verdad... Toda. 

Rennie se levantó.

¿Quiere más té? 

Él le dio su tazón y la observó mientras ella trataba de sacudirse el nerviosismo. Estiró las piernas debajo de la mesa y eso ladeó un poco su desequilibrada silla.

¿Qué ha pasado entre usted y Hollis? 

¿Pasado? ¿Qué le hace pensar que haya pasado algo? —Acabó de servir el té y volvió a la mesa—. Hollis y yo todavía estamos... juntos. 

¿Ah, sí? ¿Es porque él quiere o porque lo quiere usted? 

¿Qué ha querido decir con lo de ayudarme? —preguntó ella—. ¿Ha cambiado de opinión? 

No ha contestado a mi pregunta. 

Ella se quedó callada, contemplando fijamente su reflejo en el té. Luego, sin mirar a Jarret, dijo:

Es Hollis el que nos considera... pareja. Yo rompí con él hace algún tiempo. 

¿Antes del accidente del Salto de Juggler? 

Sí —dijo ella—. Antes de eso. 

¿Y por qué sigue pensando que él está interesado en usted? Le dijo a las claras que no lo quería, ¿no? 

Rennie asintió con la cabeza, mordisqueándose el labio inferior.

Se lo dije. —Dio un sorbo a su té; luego, en lugar de bajar el tazón, por encima del borde clavó los ojos en Jarret—. Se lo dije muchas veces. Se lo dije a sus padres y también a los míos. Hasta estuve tentada de poner una página en el Chronicle. 

¿Por qué no lo hizo? 

Ella se encogió de hombros.

Habría sido una pérdida de dinero. Hollis parece haber convencido a casi todos, y a sí mismo, de que yo no sabía lo que quería; que, sencillamente, intentaba que él se mostrara más cariñoso. Mi madre y mis hermanas sí sabían que yo iba muy en serio, claro, pero incluso Jay Mac tenía dudas. 

Sin embargo, Jay Mac no quería que usted se casara con Hollis. 

No. Pero no estaba seguro de si yo sabía lo que quería. 

¿Y lo sabía? 

Rennie bajó el tazón. Sin vacilar, clavó sus ojos en los de Jarret.

Sí —dijo—. Lo sabía. 

Jarret la creyó. Se inclinó hacia adelante y colocó los brazos cruzados sobre la mesa.

Así que no quiere tener nada que ver con Hollis Banks, pero él no está dispuesto a dejarla. ¿Y desde la muerte de Jay Mac ha...? 

Desaparición. 

De acuerdo —dijo él—. Desde que Jay Mac ha desaparecido, ¿ha dado Hollis alguna muestra de haber cambiado de opinión? 

Ninguna. Por eso trabajar en la oficina se volvió cada vez más incómodo y, al final, imposible. 

¿Ha dimitido usted? 

Ella negó con la cabeza.

No, no podía hacerlo. Al principio me llevé cosas a casa, y luego tomé la decisión de venir aquí. 

¿Para huir de Hollis Banks? 

Para buscar a mi padre. 

Jarret tenía muy claro que Rennie le ocultaba algo, pero lo dejó pasar.

De modo que ahora Hollis está al frente de Northeast Rail. 

Sí. Lo nombró el consejo de administración. 

¿Su familia está atendida? ¿Su madre? ¿Sus hermanas? 

Jay Mac se encargó de nuestro bienestar. —Su voz y sus ojos se entristecieron—. Ninguna de nosotras carece de nada. 

«Salvo del propio John MacKenzie Worth», pensó Jarret.

¿Y la esposa de su padre? 

Rennie se encogió, pero dijo con voz tranquila:

Ya se han encargado de Nina. Todo el mundo tiene un trozo de Northeast Rail. 

Pero Hollis Banks lo dirige. 

Exactamente. 

Jarret se puso de pie y añadió unos troncos al fuego. Después atizó las ascuas.

Rennie, ¿comprende que si vamos al Salto es posible que no encontremos nada? 

Ella se dio media vuelta en la silla y sus ojos se llenaron de esperanza.

Ethan dijo... 

Ethan es mi amigo. Si me preguntara quién es el mejor marshal de toda esta región, diría que es Ethan Stone; pero yo no conozco a todos los marshals, Rennie, lo mismo que Ethan no conoce a todos los rastreadores. Él sabe que me dedico a cazar recompensas para abrirme camino, pero ignora que eso ya no me interesa demasiado. —Dejó el atizador y se apoyó en la repisa de piedra de la chimenea—. Tal vez yo no sea el mejor hombre que podría encontrar para esta misión suya. ¿Se lo ha planteado? 

No —dijo ella levantándose—. Nunca me lo he planteado. 

Él empezó a decir algo, pero Rennie levantó la mano.

Espere, déjeme acabar. Si pensara que había alguien mejor, no me habría tragado mi orgullo y venido a buscarlo. Se fue de Nueva York sin decirme una palabra, sin una nota, sin un telegrama, nada. Me besó en público, delante de la comisaría de la calle Jones, y luego no volví a saber de usted. Sus maletas desaparecieron de la casa, y luego, usted también. Yo no esperaba una declaración de cariño (nada de eso), pero creí que, a pesar de todo, nos habíamos convertido en adversarios amistosos. Aunque no fuera por otra cosa, creía que nos gustaba discutir... Y entonces descubrí que no le importaba lo suficiente como para que se despidiera de mí. 

»Ese día lo saqué de mi vida, y sólo algo de esta envergadura ha podido hacer que me replanteara mi decisión. Así que, ¿me he planteado que quizá no sea usted el más adecuado para mis planes? No, todo lo contrario. Usted es el hombre que quiero.

La mirada glacial de Jarret vaciló un poco al oír las últimas palabras. Era casi como si... No, se advirtió a sí mismo. Sólo decía que lo quería para que buscara a su padre, no que lo quisiera. Nada más. Alzó una ceja y esperó hasta oír aquellas palabras que ella nunca decía con facilidad en su presencia.

Por favor —dijo—, ¿quiere ayudarme a buscar a mi padre? 

Él descolgó el gabán y se lo puso.

Le daré mi respuesta por la mañana. 

Pero... 

Sea una cosa u otra, otro día no va a importar, Rennie. Ésa es una realidad que debe afrontar... Creo que sabe cuál es la otra. 

Se puso el sombrero y salió a ocuparse de los caballos. Ella sabía muy bien a qué se refería: llegar hasta el Salto de Juggler no garantizaba nada; la búsqueda podría no descubrir a Jay Mac, sino sólo su cuerpo... Y no era lo mismo. Jarret volvió con los brazos cargados de leña. Abrió la puerta con el hombro y se las arregló para sostener la carga, pero a unos pasos de la chimenea el brazo le falló, y la pila de leños cayó al suelo con un golpe sordo. Soltó un juramento y de una patada mandó un tronco al fuego; dio en el montón que ardía, y las chispas saltaron enloquecidas. Rennie dejó el periódico y se levantó del banco deja ventana. Se arrodilló a los pies de Jarret y empezó a recoger los leños.

Vamos, déjeme —dijo ella—, antes de que queme la cabaña hasta los cimientos. 

Jarret refrenó su ira y se agachó a su lado. Los dedos de la mano derecha le hormigueaban. Empleó la mano para empujar unos cuantos leños hasta el hogar, pero casi todo el trabajo lo hizo con la izquierda. Cuando terminó, volvió a salir de la cabaña, y no regresó hasta el anochecer.

Cuando entró por la puerta, Rennie lo oyó dar algún tropezón. Había estado bebiendo. No se molestó en alzar la vista de la cena. Le resultaba más fácil fingir que no estaba enfadada si no lo miraba. Tomó un poco del estofado de venado. Sabía un poco a quemado, pero eso no iba a impedirle comérselo, ni dar toda la impresión de que le encantaba. Por su parte, Jarret se sirvió un plato, pero en lugar de ir a la mesa fue a la mecedora. Se dejó caer pesadamente en ella, y luego se repantigó. Con la cuchara tomó un poco de venado y se lo llevó a la boca.

Creía que no sabía guisar... —dijo, y luego lo probó—. Y llevaba razón. 

Pues el mío está estupendo. 

El mío está quemado. 

Eso es porque ha tardado mucho. 

En ese instante él se levantó y se dirigió a la mesa antes de que Rennie pudiera defender su plato, tomó  una cucharada de su estofado y lo probó. Era tan difícil de tragar como el suyo. 

Embustera. Ha quemado toda la olla. 

Ella se encogió de hombros. Con la puntera de la bota él apartó una silla de la mesa y luego se sentó.

¿Qué le pasa? 

Nada. —Lo miró. En la cara tenía una sonrisa que sólo podía calificar de boba—. Ha estado bebiendo. 

Como no era una pregunta, Jarret no vio motivo para responder, y en su lugar se puso a comer el estofado con apetito. A medida que masticaba, iba pareciéndole mejor. Se arrepintió un poco de no haber estado allí para ver cómo lo preparaba. Habría tenido otra historia que contarle a Duffy. Entonces echó un vistazo a su alrededor y se dio cuenta de que Rennie se había pasado el día limpiando. La alfombra que estaba al pie de la mecedora estaba cepillada, el suelo barrido, en la repisa de la chimenea no había polvo... Observó también que la silla donde estaba sentado ya no cojeaba: le había equilibrado las patas. La parte de arriba de la cocina estaba fregada, y los platos del desayuno, recogidos.

Parece que se ha mantenido ocupada —dijo. 

No había tenido demasiada elección. Si no hubiera hecho nada, se habría vuelto loca. También ayudó el hecho de que, una vez que empezó a guisar, la zona de la zona de la cocina no tardó en estar irreconocible. Regó de harina el trayecto que iba desde la despensa hasta la cocina, dejo un rastro de azúcar por toda la mesa, tumbó un cacharro lleno de agua hirviendo y hasta se hizo sangre mientras cortaba la carne de venado. Limpiar era una obligación. Jarret extendió la mano por encima de la mesa y le rozó el pelo que le caía sobre el hombro. Ella dio un respingo. Los dedos se detuvieron pero ella no se movió.

Tiene harina en el pelo. 

Cuando la sintió relajarse, terminó de quitársela. Luego Rennie se echó hacia atrás el pelo, lo alisó y lo recogió en un moño flojo en la nuca; sobre la frente le quedaron sueltos unos cuantos mechones rojos y cobrizos. Después, haciendo caso omiso de la risita de Jarret, untó de mantequilla un panecillo caliente tras quitarle la chamuscada base.

Su cara tiene mejor aspecto —dijo él. Ella le dirigió una mirada interrogante—. Está bajando la hinchazón, aunque el color no está bien todavía. 

Ella ya se había visto en el espejo de afeitar de Ethan..., y había descubierto que era lo bastante presumida como para no querer ver su reflejo en varios días.

Pues no está tan mal —dijo. 

Jarret creía lo mismo, pero le sorprendió oírselo decir, y acabó de comer en silencio. Para cuando Rennie terminó con los platos, ya se sostenía más firme. Su sonrisa boba se había desvanecido, y empezaba a dolerle la cabeza. Pensó en retirarse temprano, pero al observar a Rennie trabajando supo lo que tenía que hacer. Cuando ella cogió un montón de ropa para remendar, él abandonó el banco de la ventana y se dirigió a la bomba de agua de la cocina.

¿Remienda usted mejor de lo que guisa? —preguntó al ver cómo intentaba enhebrar una aguja. 

No —dijo ella—. Ni pizca. 

Él tuvo que sonreír. Su respuesta era sincera.

¿Y mejor de lo que canta? 

Peor. 

Entonces es buena cosa que construya puentes. 

Ella agachó la cabeza para que no viera que luchaba por contener la risa.

Muy buena cosa. 

Jarret llenó un cacharro grande con agua y lo puso a calentar. Luego colgó un hervidor de agua en el gancho que había encima de la chimenea y añadió dos cacharros más pequeños a la cocina. Las ventanas de la cabaña no tardaron en empañarse. Mientras el agua se calentaba, Jarret limpió la bañera de madera. Sentía los ojos de Rennie fijos en él, pero no pudo pillarla. Cada vez que la miraba, acababa de bajar los párpados sobre la labor. A continuación, llevando los cacharros de agua caliente en la mano izquierda, llenó la bañera. Cuando añadía un cubo de agua fría de la bomba, Rennie se puso de pie y se encaminó hacia la escalera.

Pero ¿adónde va? —le preguntó. 

Ella señaló al desván.

Esperaré ahí arriba mientras se baña. 

No me he bebido todo el dinero en el saloon de Bender. He pagado veinticinco centavos por un baño en la ciudad, y un centavo más por el jabón. —Se frotó la barbilla—. También me he afeitado. Esto es para usted. 

¿Para mí? —Rennie no acababa de entenderlo—. ¿Ha hecho esto por mí? 

Su sorpresa no le sentó bien a Jarret. A juzgar por su actitud, cualquiera pensaría que nunca había hecho nada por ella... Apartó la vista y dijo bruscamente:

Le traeré unas toallas. 

Aunque su actitud confundió a Rennie, se negó a que aquello eclipsara su placer. Se apresuró a subir la escalera hasta el desván y allí fue esparciendo sus pertenencias en todas direcciones en busca de las sales de baño y el jabón.

¿Qué hace? —dijo él desde abajo—. El agua se enfría. 

Deben de estar con las cosas que dejé con Jolene —dijo ella. 

Entonces se zafó del vestido, se deslizó en su camisón de dormir y volvió a bajar la escalera. Jarret no estaba, y había más agua calentándose en el fuego. Se coló detrás de la cortina, se desvistió y se metió con ilusión dentro del agua. Estaba cálida y estupenda. Esta le lamió los pechos y, según iba hundiéndose poco a poco, también los hombros. Jarret había dejado una toalla en una silla. La cogió, la dobló y la puso sobre la parte de atrás de la bañera, de forma que le sirviera de cojín para la cabeza y el cuello. Luego cerró los ojos y juró quedarse justo donde estaba hasta el deshielo primaveral...

La cortina amarilla ondeó cuando se abrió la puerta de la cabaña y, para que él no invadiera su intimidad, dijo:

Estoy aquí. 

De todas formas, él lo hizo. Metió la mano entre la cortina y la pared, y le pasó las sales de baño. Cuando las tomó, él le tendió además el jabón de lavanda.

Le había traído el baúl de la ciudad, pero se me olvidó. Estaba en el cobertizo, con los caballos. 

Ella añadió las sales al baño, y su piel pareció absorber la fragancia y el poder de relajación del agua. Después frotó un poco de jabón en una manopla y empezó a lavarse lentamente. Había vuelto a cerrar los ojos, de modo que no vio cómo Jarret metía la cabeza lo bastante como para añadir agua caliente y asegurarse de que no la quemaba.

Quédese a ese lado de la cortina —le dijo. Cuando él se retiró, miró hacia abajo y quedó satisfecha al ver que sólo le había visto los hombros desnudos—. Si se acuerda, yo me ofrecí a irme al desván mientras se bañaba. 

Si se acuerda, yo no. 

«Unos hombros preciosos», pensó él... Y Rennie estaba demasiado contenta para darle a aquello más importancia de la precisa.

Esta noche duermo aquí —dijo. 

No estará cómoda. 

Ahora mismo no puede convencerme de eso. 

Levantó una pierna y empezó a enjabonarla. Mientras tanto, al otro lado de la cortina, Jarret se atormentaba imaginando qué haría.

¿Necesita ayuda? 

El rubor acudió a las mejillas de ella. Aunque le pareció que se le derretía la espina dorsal, se las arregló para hablar con aplomo.

Jarret, llevo bañándome sola desde que tenía cinco años. 

Un descuido por mi parte. 

Es incorregible. 

Él fingió entenderla mal.

¿Incontenible? Tiene razón. Una palabra suya y... 

I-N-C-O-R-R... —Se detuvo—. Ay, da lo mismo. Sabe perfectamente lo que he dicho, y, además, ya no voy a hablar más con usted. Requiere demasiada energía. 

Un segundo después, la cortina se descorrió un poco.

Puedo acercarme más —dijo Jarret—. Así no tendría que gritar. 

Ella le lanzó la manopla.

Prepárese café, y tómeselo solo, a ver si se le pasa la borrachera. 

Jarret se quitó la manopla de la cara y se la lanzó de vuelta. Rennie estuvo a punto de picar. A punto estuvo de levantarse por encima de la línea del agua para agarrarla, pero en el último momento se dio cuenta del truco y se quedó quieta.

Ya está bien de tonterías —le dijo moviendo un dedo. 

Imperturbable, Jarret recogió la manopla, se la puso en la mano y se fue a preparar café. Rennie prosiguió su baño metiendo la cabeza debajo del agua para empaparse el cabello; luego lo enjabonó y se frotó el cuero cabelludo.

Y sólo cuando tuvo que aclararlo, se puso a rogar los servicios de Jarret.

Estoy bebiendo café —le dijo él. 

No sea antipático. Sólo tráigame un cacharro de agua templada. No ha de estar caliente... —se apresuró a decir—, ni helada tampoco. 

Es usted muy exigente. 

Por favor. 

Me gustan esas palabras. 

Jarret dejó la taza, cogió un cacharro de agua de la cocina y metió los dedos para asegurarse de que no estuviera ni demasiado caliente ni demasiado fría. Esta vez descorrió la cortina del todo. Ella se hundió más en el agua, con las rodillas recogidas contra el pecho; su cabello rojo era una jabonosa corona sobre su cabeza, y las diminutas burbujas, una hilera de diamantes. Él se arrodilló junto a la bañera y levantó el cacharro. Ella lo miró con desconfianza. 

No estará fría, ¿verdad? 

Sentí la tentación —le dijo él—, pero no, no está fría. 

Rennie cerró los ojos y frunció el ceño en previsión de la catarata. En lugar de eso, Jarret vertió el agua poco a poco sobre su cabeza. La espuma resbaló despacio sobre su frente, sus párpados cerrados y sus mejillas. Mientras se deshacía la corona de su pelo, ella se relajó y alzó la cara para recibir la suave catarata de agua. Jarret la rozó para quitarle los mechones de pelo de la sien y la mejilla; con levedad, el suave dorso de sus dedos pasó por la magulladura de la mandíbula, y con el pulgar rozó sus pestañas. Después pasó los dedos por su húmedo y sedoso cabello al enjuagarlo y se lo dejó caer sobre el hombro. Las oscuras puntas rojas y castañas quedaron flotando en el agua y se pegaron a la curva de sus pechos. Cuando se acabó el agua, dejó el cacharro. La cara de Rennie seguía vuelta hacia él, lo bastante cerca ahora como para que sintiera su aliento en la mejilla. No había abierto los ojos.

¿Ya está? —susurró ella. 

La miró fijamente. Las pestañas de terciopelo... El brillo de su piel... La húmeda boca... Con voz profunda, respondió:

No. Me parece que todavía no. 

Su boca buscó la de ella.