Capítulo Siete
Rennie estaba cansada. El aire era tan frío que le hería los pulmones, y cada respiración suponía un esfuerzo, pero el orgullo le impedía quejarse..., y el miedo le impedía desmontar. De vez en cuando Tom y Clarence echaban una ojeada hacia atrás, la observaban y luego intercambiaban una mirada que bastaba para que se mantuviera bien tiesa en la silla de montar. Aunque sólo habían pasado unas horas desde que habían salido de Echo Falls, estaba dispuesta a admitir que había cometido un error..., y que no tenía ni la menor idea de cómo afrontar la situación. Durante el trayecto de Denver a Echo Falls, ni una sola vez había sentido miedo en compañía de Duffy Cedar. En el tren y a campo abierto se había mostrado paciente con ella, respetuoso pero no servil. Sus ojos nunca la habían mirado de soslayo de forma insultante... Entonces se acordó de que no había sido ella quien eligió a Duffy como guía, sino Ethan, que conocía su carácter y su reputación antes de dejarla partir con él. Cuando Ethan y Michael se dieron cuenta de que no podrían impedir que hiciera aquel viaje, Ethan hizo todo lo posible para que, al menos, fuera seguro.
A Rennie le había quedado claro que Jarret no sentía esa misma responsabilidad. Cuando rechazó su oferta, debió de figurarse que no cejaría, y sin embargo no hizo nada para aconsejarla. Después de dar cuenta de la botella, Duffy Cedar no estaba en condiciones de seguir acompañándola, de modo que le tocó a ella encontrar otra escolta hasta el Salto de Juggler..., y, de hecho, encontró a dos. Cuando oyeron su proposición, Tom Brighton y Clarence Vestry no dieron muestras de mucho entusiasmo. Eso la puso sobre aviso. Señalaron las dificultades, igual que habían hecho Duffy y Jarret, y antes, Ethan. Asimismo, se negaron a viajar con sus baúles y sus muías de carga, y le aseguraron que, si decía en serio lo de ir hasta allí, tendría que estar dispuesta a viajar con menos comodidades. Para hacerse con sus servicios, estuvo dispuesta a hacer cuanto sugerían. Ahora tenía muy claro que había juzgado mal a sus acompañantes. Probablemente Jolene le habría aconsejado que no fuera, pero cuando fue a pedirle consejo, Jolene estaba ocupada con un cliente y, en lugar de esperar, le dejó una nota. Ahora le preocupaba: después de todo lo que había hecho, Jolene se merecía más que un gracias y un adiós garabateados a toda prisa.
Rennie sentía los dedos fríos, pese a que sus guantes de cuero tenían un forro. El sombrero se le caía hacia adelante, de forma que una franja oscura le ribeteaba las cejas. Igual que sus acompañantes, llevaba una bufanda envuelta en torno a las orejas, la nariz y la garganta para protegerse contra el viento. Ellos llevaban sus armas al costado; ella, en el bolsillo. Sus pensamientos giraban en tantas direcciones que no oyó el aviso de Tom para detenerse. Al verlo levantar la mano tiró de las riendas. Entonces se bajó la bufanda lo bastante para preguntar:
—¿Por qué nos paramos aquí?
—Me parece que ya hemos llegado bastante lejos por hoy.
Rennie frunció el ceño, pero Tom ya estaba desmontando. Era un hombre enjuto y fuerte, que andaba con cierto pavoneo saltarín. Caminar penosamente por la nieve reducía ese garbo, pero no demasiado.
—No lo entiendo —replicó—. No hemos recorrido mucho, y aún queda luz.
Clarence siguió el ejemplo de Tom. Llevó su yegua al amparo de unos pinos y la ató allí. Clarence era más bajo que Tom, y achaparrado. Se movía de forma lenta y rígida, pero parecía cumplir con sus tareas al mismo tiempo que su amigo.
—No hay suficiente luz para llegar al siguiente abrigado —dijo—, y ahora sabemos dónde estamos. Este es un buen sitio para detenerse.
Tom le quitó la albarda a su caballo.
—No se puede estar toda la noche en la silla —le dijo a Rennie—. Le dijimos que era mejor esperar a mañana, pero usted insistió en salir hoy.
Era cierto que había insistido... Aunque entonces también pensaba que llegarían más lejos.
—Ustedes me hicieron creer que cabalgaríamos de noche —les recordó.
—No recuerdo haber dicho eso —dijo Tom; miró a Clarence—. ¿Y tú?
—Tampoco.
Rennie se quedó en la silla, pero luego aceptó que no tenía más elección que desmontar. Ellos ya habían quitado las albardas y las sillas, y estaban almohazando sus caballos. Debajo de ella, la yegua color canela empezaba a inquietarse. A Rennie le dolía todo el cuerpo, y el frío le calaba hasta los huesos. Le costó trabajo mantener el equilibrio sobre la nieve, pues sus botas resbalaban sobre el crujiente sendero marcado por Tom y Clarence. No les pidió ayuda para llevar la silla de montar y el equipo, y ellos tampoco se la ofrecieron. Duffy había sido más servicial y la ayudaba con parte del trabajo más duro. Un Poco a su pesar, se le ocurrió que Tom y Clarence parecían haberla creído cuando comentó que sabía cuidarse sola. No era el momento de decirles lo contrario.
Tuvo la agradable sorpresa de descubrir que era más capaz que cuando empezó su viaje. Las pacientes enseñanzas de Duffy le eran muy útiles ahora. Cuando acabó de ocuparse de Albión, fue a buscar leña mientras Tom y Clarence despejaban la zona donde encenderían el fuego y dormirían. Observó que, al regresar, la conversación que mantenían se detuvo bruscamente, como si hubieran estado hablando de ella, y el corazón le martilleó un poco más fuerte en el pecho. Dejó caer la leña y empezó a preparar el fuego. Con disimulo, comprobó que su Smith & Wesson seguía en su bolsillo. La tranquilizó sentir su forma y su peso; lo único que no le provocaba intranquilidad era usarlo. Después se agachó delante del fuego y se calentó las manos sin quitarse los guantes. Sus faldas cayeron a su alrededor, e intentó secar el empapado bajo hasta que Tom le pidió que preparara el café.
—Me han dicho que el mío sabe amargo —dijo ella, cogiendo el bote.
—Mientras esté caliente... —gruñó Tom.
—Caliente sí que me sale.
Frunció el ceño al ver que su comentario provocaba otra mirada de complicidad entre los dos hombres. Luego Clarence sacó de su equipaje una sartén y la puso sobre el fuego. Dejó caer en ella un poco de manteca y, cuando la tuvo crepitando, añadió judías y carne de cerdo. Cada vez que el viento daba una tregua, el aroma se arremansaba en el aire. A Rennie se le hizo la boca agua. Cogió su plato y su jarra, los dos de lata, y después de que los hombres hubieron tomado su parte, se sirvió. La sorprendió un poco ver que aún quedaba algo en la sartén. Clarence había preparado más de lo que necesitaban. Sin embargo, Duffy le había enseñado que era mejor quedarse corto en una comida que desperdiciar un bocado. Nunca se sabía lo que les depararía el futuro. Sentada en su silla de montar, Rennie comió despacio, disfrutando del calor de cada mordisco. El café estaba tan caliente que casi le quemaba, pero incluso así le sabía bien.
—¿Saldremos de nuevo con las primeras luces? —les preguntó.
Tom asintió.
—Será lo mejor. ¿Sabe una cosa, señora? Clarence y yo nos preguntábamos qué la ha traído a Echo Falls. Porque si tiene tan metido entre ceja y ceja (y perdone la expresión) llegar al Salto de Juggler, lo cierto es que se ha desviado un buen trecho. A lo mejor Duffy Cedar la ha guiado al tuntún.
—No, el señor Cedar es un buen guía. —Intentó recordar qué les había contado—. Sólo lo contraté para que me ayudara a buscar a Jarret Sullivan. ¿Lo conocen?
—Sería muy difícil no conocerlo —dijo Clarence—. Echo Falls no es que sea una ciudad muy grande.
—Pero, según creo, se ha instalado allí hace poco. El señor Cedar no estaba demasiado seguro de que fuéramos a encontrarlo.
—Sullivan viaja mucho por aquí y por allá. Imagino que usted lo encontró y él la rechazó.
—Exacto.
—Una suerte para nosotros —dijo Tom—. Aunque no entiendo que rechazara el dinero. Por lo que sé, sus bolsillos casi siempre están vacíos.
Eso la sorprendió.
—¿Ah, sí? Me pregunto qué hizo con... —sin terminar la frase, se encogió de hombros—. No importa. Jolene dice que juega mucho al póquer.
Probablemente había perdido todo el dinero de Jay Mac.
—Eso no hay quien lo discuta —dijo Clarence, y soltó una risa disimulada—. No aguanta las cartas mejor de lo que aguanta el licor.
Tom soltó una estruendosa risotada.
—Ni punto de comparación con nosotros, ¿verdad, Clarence? Y ya ni puede sostener un arma...
Se rieron a carcajadas, y Rennie miró a uno y a otro, intentando entender qué les parecía tan gracioso. Lo que sí era evidente era que ninguno de los dos sentía demasiado respeto por Jarret Sullivan, y eso le extrañó mucho. Aun cuando se lo conociera de forma superficial, a ella le parecía que si algo infundía era respeto. Al ver su mirada desconcertada, Tom dejó de reír.
—No nos haga caso, señora. Sólo es una broma entre amigos... —Le dio un codazo a Clarence—. Estaba pensando si podríamos hablar de la paga.
Rennie sintió que se le erizaba el vello en la nuca.
—Creo que dejé claro que sólo habría dinero si me llevaban al Salto, y ya les di dinero para los víveres. Tendrán que esperar para el resto.
—El caso es que ni a Tom ni a mí se nos da muy bien eso de esperar —dijo Clarence—, y menos cuando se trata de la cantidad de dinero que usted ha ofrecido.
Las manos de Rennie se deslizaron en sus bolsillos.
—No creerán en serio que llevo esa cantidad encima, ¿verdad? Tengo previsto hacerles una letra de cambio por el dinero cuando lleguemos a nuestro destino, y pueden cambiarla por efectivo en cualquier banco. El Northeast Rail la aceptará y la abonará.
—Lo creo —dijo Tom asintiendo con la cabeza—, pero eso no me hace cambiar de opinión. Creo que es mejor tener ya esa letra de cambio. El Salto de Juggler está a mucha distancia, y a lo mejor a usted le pasa alguna cosa. ¿Y si no puede escribir una vez que hayamos llegado allí? ¿Y si se ha roto el brazo, o algo? Clarence y yo habríamos perdido mil dólares. Esa clase de cosas pone nervioso a un hombre.
Rennie se esforzó por mantener la calma.
—Pues me parece que comprenderán lo nerviosa que me pondría a mí escribir la letra de cambio ahora. —La risa simpática con que los dos pretendieron tranquilizarla tuvo justo el efecto contrario—. Creo que voy a acostarme.
Se puso en pie, recogió la silla de montar y el petate y los apartó del fuego. Mientras se marchaba, Clarence, que estaba observándola, le dijo:
—Tendrá frío ahí.
—Estaré bien.
Primero Rennie extendió una tela de hule para proteger las mantas y la ropa, y después colocó una gruesa manta de lana encima. Entonces, usando la silla de montar como almohada, se tumbó y se tapó con dos mantas más finas. Duffy le había dicho que empleara varias capas de ropa para vestirse y para dormir, y que secara siempre todo lo que se mojase; de nuevo sus consejos estaban siéndole muy útiles. Se puso lejos del fuego. Le preocupaba mucho más el posible timo de sus dos acompañantes que la congelación. Clarence y Tom estuvieron hablando en voz baja un rato antes de añadir leña a la hoguera y extender sus mantas. Rennie siguió agarrando su revólver de bolsillo hasta que oyó que se dormían, e incluso entonces esperó un rato antes de sentarse.
En la noche no se oía prácticamente nada. El viento se había calmado, y la nieve absorbía las pisadas de los animales nocturnos. Si sonaba algún chasquido de ramita o un susurro en las copas de los árboles, quedaba bastante más allá de los límites que iluminaba el fuego. Rennie se movió con cautela y en silencio. No estaba segura de si sería capaz de encontrar el camino de vuelta a Echo Falls, pero sí sabía lo que le aguardaba si se quedaba. Mejor arriesgarse a afrontar los elementos que enfrentarse a uno de sus guías..., o a los dos. Acarició a Albión y la calmó antes de ponerle la silla. Acababa de abrochar la cincha cuando se dio cuenta de que la inquietud de la yegua se debía a otro motivo. Se volvió despacio, al tiempo que dejaba caer las manos a la altura de los bolsillos. Tom estaba a pocos metros de ella, con el arma desenfundada. Llevaba subido el cuello de su grueso gabán, pero la bufanda estaba bajada hasta la barbilla, y al sonreír mostró dos incisivos que a Rennie le parecieron colmillos.
—¿Nos abandona usted? —preguntó con desenfado.
—Yo... Tenía frío —dijo ella sin convicción—. Creí que sería mejor dar una vuelta.
Él se rió sin humor.
—Dar una vuelta es una cosa, pero usted parece que se disponía a marcharse.
—Falta poco para que amanezca, ¿no?
—Sabe condenadamente bien que no. Tenemos ocho horas más hasta que claree lo bastante como para que nos vayamos. Lo que necesitaba usted es acercarse más al fuego. —Se volvió—. ¿No es así, Clarence?
—Así es. Por aquí, donde yo la haga entrar en calor.
Las estropajosas cejas de Tom se levantaron en un gesto interrogante cuando miró a Rennie.
—¿Y bien? ¿Qué le parece? ¿Acepta la oferta de Clarence?
—Me parece que no —dijo ella, manteniendo una apariencia de tranquilidad.
Él hizo un gesto, como si pensara detenidamente en su negativa.
—Entonces a lo mejor quiere pensar lo que le voy a decir. Quisiera que nos escribiera esa letra de cambio ahora. Me parece que...
—No voy a hacerlo.
Tom prosiguió, como si ella no hubiera hablado.
—Me parece que estaba usted a punto de salir corriendo sin pagar su deuda. Clarence, ¿qué te parece si levantas la grupa y ves si encuentras lo que buscamos? —Sonrió a Rennie—. Si él no lo consigue, tendré que registrarla.
Rennie se apartó de Albión mientras Clarence echaba un vistazo a sus pertenencias. En seguida dio con un pequeño libro de cuentas con tapas de cuero negro, que contenía una docena de cheques en blanco. Lo sostuvo en alto para que Tom lo viera y gritó:
—¡He encontrado plata! —Se lo lanzó y siguió registrando; al fin halló el compartimento secreto donde Rennie guardaba las monedas y los billetes—. ¡Parece que lleva casi trescientos dólares aquí! ¡Figúrate!
—Figúrate —repitió Tom en voz baja, guardando el arma—. ¿Has encontrado algo para que escriba?
—Pluma y tinta —dijo Clarence, soltando una risilla mientras sostenía en alto ambas cosas—. Y ninguna de las dos se ha helado.
—Bien —dijo Tom—. Su sangre habría sido mi segunda opción.
Rennie palideció.
Tom hizo un gesto a Clarence para que le acercara la pluma y la tinta, y luego se las llevó a Rennie, junto con el libro de cuentas.
—Si se pone por aquí, verá lo que escribe. Son dos mil para cada uno, señora. No somos codiciosos.
Firmar la letra de cambio era firmar una sentencia de muerte, y Rennie lo sabía. Cuando sacó las manos de los bolsillos, sostenía el Smith & Wesson.
—Retroceda, señor Brighton —dijo—. Estoy dispuesta a usarla.
—Más vale que hagas lo que dice —le dijo Clarence a su amigo—. Nunca me he fiado de una mujer con un revólver, sobre todo uno de esos chismecillos elegantes.
Tom dio un cauteloso paso hacia atrás y en el mismo movimiento, le lanzó a Rennie el libro de cuentas. Ella disparó, pero el libro de cuentas le golpeó la muñeca, y el tiro salió desviado. Al instante comprendió que no dispondría de una segunda oportunidad. La agarraron y la tiraron al suelo de un empujón. La hoguera le chamuscó el puño de piel del abrigo. Ella se puso a repartir golpes sin mirar adonde, atacando con puñetazos y patadas. Por casualidad más bien que a propósito, una patada alcanzó en los genitales a Tom, que aulló, se echó atrás un momento y luego le dio un puñetazo en el vientre. El grito de Rennie se le murió en la garganta cuando el aire salió a la fuerza de sus pulmones. De repente, la noche se había llenado de sonidos: las ramas altas se cimbreaban entre crujidos, al tiempo que los pájaros y los pequeños mamíferos huían de los agudos gritos de la mujer y de las fatigosas respiraciones de los hombres. Los caballos, nerviosos, relinchaban y resoplaban. Una manada de lobos huyó, aunque luego se volvieron más audaces.
La bufanda de Rennie, que le habían arrancado de la cara, salió volando hasta quedar cerca del fuego, y las llamas lamieron los flecos del remate. La boca de Clarence le destrozaba la suya, mientras Tom le desgarraba los cierres del largo abrigo. Unas manos se deslizaron bajo las pieles y la cogieron por los pechos. Rennie no reconocía como suyos aquellos gritos heridos y lloriqueantes. La bilis le subió por la garganta cuando una lengua se le metió entre los dientes; entonces los cerró en un mordisco y notó un sabor a sangre, pero Clarence volvió a levantarse y le dio un bofetón con la palma de su mano. Las lágrimas le enturbiaron la vista y se le helaron en las mejillas. Oyó que el cuello de su vestido cedía bajo los dedos frenéticos de Tom. Unos guantes de cuero le rasparon la piel, y su carne desnuda se estremeció por el aire frío. Su gemido se convirtió en un lamento cuando la boca de él se cerró sobre su pezón. Rennie quiso utilizar las manos como garras, pero las llevaba cubiertas por los guantes y no sirvió de nada. Agarró un puñado del pelo de Tom y tiró, pero él le clavó los dientes en la piel y tuvo que soltarlo. Rompió en sollozos, mientras las manos —ya no sabía de quién— le levantaban la falda y tiraban de sus bragas. Clarence gruñó:
—Yo primero. Esta vez no estoy dispuesto a coger tus desperdicios. —Trasteó en vano con la bragueta de sus pantalones, hasta que se quitó los guantes y acabó la tarea—. Sujétala. No quiero que me dé un rodillazo en las partes.
Las manos de Tom sujetaron con firmeza los hombros de Rennie mientras ella luchaba por incorporarse. Su cuello se arqueó. Gritó. De un violento tirón le subieron las piernas y se las separaron, y luego el cuerpo de Clarence las mantuvo separadas. Por el rabillo del ojo vio que las llamas prendían del todo en un extremo de su bufanda. Entonces sus dedos se cerraron en torno al extremo que ardía sin llama y se lo lanzó a la cara. Clarence gritó cuando el fuego le quemó la frente y agarró la bufanda, mientras echaba hacia atrás la cabeza jadeando. El eco de su grito enfurecido resonó en las montañas; tan fuerte, que no oyó el sonido que lo mató. Clarence se desplomó hacia adelante, sobre el cuerpo de Rennie. Al instante, de un salto, Tom se quitó de en medio y cayó de espaldas, y, pataleando, intentó ponerse a cubierto. Con un ronco aullido, Rennie empujó en vano los hombros de Clarence. Agarró la bufanda que seguía ardiendo y la lanzó lejos, antes de que las llamas le lamieran su propia cara. El miedo le oprimía el pecho y le dificultaba la respiración.
Vio que Tom sacaba su arma y disparaba hacia el oscuro bosque de pinos. Algo húmedo y caliente le goteaba entre los pechos y, aterrada, volvió a empujar el cuerpo de Clarence. Esta vez logró quitárselo de encima, y entonces se sentó y se miró. Tenía los pechos manchados con su sangre. Se llevó una temblorosa mano al seno e intentó limpiarse, mientras sus angustiados ojos buscaban en las sombras a su salvador, más allá de los límites de la luz. En ese instante Tom se deslizó detrás de ella y le rodeó el cuello con el antebrazo. Le apretó la tráquea hasta que Rennie se dejó caer sobre él, y luego, usándola como escudo, Tom mantuvo el revólver en alto y fue moviéndolo despacio de un lado a otro en previsión de otro disparo.
—¿Quieres que la compartamos? —gritó—. Si se trata de compartir la mujer, no me importa. Hasta me da igual si la quieres toda para ti.
Las manos de Rennie le arañaron débilmente el antebrazo. Sentía arcadas. Él le dio una leve sacudida y aflojó su agarrón lo suficiente como para dejarla respirar. De nuevo gritó a su enemigo del bosque:
—Tiene dinero. Más dinero del que te imaginas. No hay más que hacerla firmar estos trozos de papel. Y lo hará, seguro. Sé un hombre y verás cómo hace lo que quieras.
Rennie cruzó los brazos y subió las rodillas. Temblaba tanto que a Tom le resultaba difícil mantener firme el revólver; entonces volvió a apretarle el cuello.
—¿Me oyes? —voceó—. ¿Quieres parte de ella, o parte de su dinero? ¿Quieres parte de los dos?
A Tom se le ocurrió que tal vez su asaltante estuviera dando la vuelta en el bosque, por detrás de él, de modo que, agarrado a Rennie, empezó a girar despacio con ella, al tiempo que levantaba la cabeza hacia los pinos, intentando oír una pisada o el chasquido del martillo de un revólver.
—¡Ven a por él!
Su aliento en la oreja le pareció muy áspero a Rennie. Con tono bronco, le susurró:
—Dígaselo. Dígale que lo desea. —Le apretó el cañón del arma contra la mandíbula—. ¡Dígaselo, maldita sea!
—Lo deseo —dijo ella con voz ronca.
Tom agitó el arma otra vez.
—¡Más alto! ¡Dígaselo más alto!
—Lo de...
El destello de luz y la detonación fueron casi simultáneos; y aunque Tom devolvió el disparo, la bala que tenía en el hombro hizo que errara el blanco. El dolor le quemó el pecho cuando la fuerza de la bala lo impulsó hacia atrás. Rennie se desplomó en el suelo. Otra bala, esta vez en el brazo con el que sostenía el revólver, lo obligó a dejar caer el arma. Sollozó débilmente, agarrándose a sí mismo mientras trataba de huir de donde venían los balazos. Entonces Jarret salió del bosque y entró en el círculo de luz. Su sombrero dejaba a oscuras parte de su cara, pero no escondía el músculo que le latía en la mandíbula.
Tom lo reconoció al instante.
—¡Tú! ¿Qué quieres tú?
—Creí que lo había dejado claro —dijo él.
—Por nosotros no dan recompensa. Decían que lo habías dejado. Dicen que no disparas bien.
Jarret efectuó un disparo que dio en el fuego, levantando chispas y ascuas.
—A veces no —dijo. Luego volvió a disparar, esta vez al pecho de Tom Brighton—. Y a veces sí.
El cuerpo de Tom cayó en la nieve, y entonces Jarret guardó el revólver diciendo:
—Es imprevisible.
Luego se arrodilló junto a Rennie, le levantó la cabeza y le acarició un rizado mechón de pelo, veteado de castaño y cobre. Tenía la cara color ceniza y los ojos cerrados. La llamó con suavidad:
—Rennie. Rennie, soy yo... Sullivan.
Ella abrió los ojos despacio, y aunque levantó las pestañas, las sombras que había debajo de ellos no desaparecieron. Con algo parecido al asombro pronunció su nombre: «Jarret», mientras esbozaba una sonrisa débil y lo miraba con tristeza. El dijo:
—Sí, Jarret —le tomó una mejilla con la mano—. Rennie, voy a sacarla de aquí. Esta noche no podemos recorrer todo el camino hasta Echo Falls, pero deberíamos marcharnos. Los animales encontrarán los cuerpos... ¿Me entiende?
Ella asintió brevemente.
—Lo que usted diga.
No le preguntó cómo se encontraba, o si estaba herida. En cambio, la mantuvo ocupada, y la obligó a tomar pequeñas decisiones con el fin de que conservara la calma y siguiera poniendo un pie delante del otro. A cada paso ella se mostró conforme y actuó con la precisión mecánica de un juguete de cuerda. Él no la presionó. Se limitó a animarla. Al cabo de menos de quince minutos iban por una loma, camino de Echo Falls. Cabalgaron casi una hora hasta que Jarret dio el alto. Había tenido que dejar que Rennie cabalgara con él, y ahora el caballo se resentía de la doble carga y el terreno difícil. No tenía sentido reventar otra montura. Se dejó caer hasta el suelo y luego mantuvo firme a Rennie mientras se dejaba caer de la silla. Sin fuerzas en las piernas, ella se apoyó en él, que la cargó hasta un afloramiento rocoso, apartó un poco de nieve y la depositó allí. Regresó con mantas y después se dispuso a montar el campamento. Armó su pequeña tienda militar clavando unas estaquillas en la tierra helada, y en el interior extendió una tela de hule y mantas. Cuando fue a por Rennie, ella no estaba. El corazón se le cayó a los pies. La llamó con un hilo de voz, pero no hubo respuesta, y entonces llamó más fuerte.
—Estoy aquí —dijo ella, apareciendo a la vacilante luz del farol; en los brazos cargaba un hato de leña—. A lo mejor quiere encender fuego.
—Ya lo cojo yo —dijo él suspirando; no tenía sentido echarle la bronca por haber desparecido. Intentaba ser útil—. Entre en la tienda, y llévese el farol, yo veo lo bastante para encender el fuego.
Ella titubeó, insegura.
—¿Estará usted aquí?
—No voy a irme a ningún lado —dijo él.
—Muy bien —dijo ella por fin; cogió el farol y, agachándose, entró en la tienda.
La hoguera era más para mantener a distancia a los animales que para dar calor. Jarret esperó hasta que estuvo ardiendo bien para encargarse de los caballos. Mientras trabajaba, sus ojos se desviaron hacia la tienda. La silueta de Rennie aparecía recortada en la lona. Se había quitado el abrigo y el vestido, y se había soltado las horquillas del pelo. La curva en sombra de su cuerpo se dibujaba perfectamente. Distinguió la línea del hombro y el brazo, la pendiente de sus senos y la angosta curva de su cintura. La vio revolver en su bolsa de viaje, con movimientos casi frenéticos, hasta encontrar lo que buscaba. Entonces se inclinó y por un momento vio que su brazo se deslizaba a través del faldón de la entrada. Cogió un puñado de nieve y se retiró. Luego, con la manopla y la nieve en la mano, empezó a frotarse de manera desesperada. Jarret apartó la vista. Para cuando él terminó su tarea, Rennie había acabado también. Le pasó algunas pertenencias más por el faldón, y mientras ella se ponía un camisón de franela, él se dispuso a preparar su cama junto al fuego.
—¿Jarret? —lo llamó ella. En su voz había una pizca de ansiedad.
—Aquí mismo —dijo él.
—¿Qué está haciendo?
—Prepararme para acostarme.
—¿Ahí fuera?
Él se tendió en las mantas y se dio la vuelta para mirar al fuego.
—Eso pretendo.
—Entonces yo también voy afuera.
Él se incorporó de un salto.
—Quédese donde está, Rennie. Aquí hace demasiado frío, estará más cómoda en la tienda.
Ella asomó la cabeza por el faldón.
—Y usted también.
—Yo estoy bien.
Ella negó con la cabeza y empezó a recoger sus mantas. Sólo se detuvo al ver que los faldones de la tienda se abrían y Jarret echaba sus cosas dentro.
—Ha cambiado de opinión —dijo ella cuando él se agachó y tapó la abertura.
—No he tenido mucha opción —entró gateando, mientras Rennie se apresuraba a dejarle sitio—. ¿Está segura de que esto es lo que quiere?
Ella apartó la vista y alisó la manta que tenía debajo. El cabello le caía sobre el hombro y le tapaba media cara.
—No quiero estar sola —dijo—. Estoy asustada.
El hecho de que lo admitiera lo impresionó; no esperaba oír a la orgullosa y testaruda Mary Rennie Dennehy reconociendo su miedo.
—De acuerdo —dijo en voz baja—. Échese. Yo la taparé bien.
Ella soltó una risilla al oírlo.
—Parece usted Jay Mac...
Pero le hizo caso y se tendió sobre las mantas.
—Yo no soy su padre, Rennie.
—Lo sé. —Se abrochó el último botón del camisón, hasta el cuello, mientras Jarret la tapaba—. No he querido decir...
—Sé lo que ha querido decir —dijo él.
Jarret apagó el farol y lo dejó fuera. Luego cerró y ató el faldón, y volvió a arreglar su cama. Entre los dos compartieron el pesado abrigo de pieles de ella y el chaquetón de él, con forro de borreguillo. Estaban uno frente al otro, inmóviles, casi sin respirar. Cada uno sentía la rigidez y la incomodidad del otro, pero no sabían cómo evitarlo. Jarret nunca habría tendido la mano hacia Rennie sin su permiso, y ella no sabía cómo pedirle que la abrazara.
—¿Cómo me encontró? —dijo Rennie al fin.
—Jolene me contó que se había marchado. —Su voz resultaba sedante. Era un profundo susurro que aliviaba la tensión que había entre ambos—. Tuve que venir.
—No lo planeé así —dijo ella—. No creí que me seguiría.
—Lo sé.
Ella se estremeció un poco y, de forma bastante natural, se acercó a Jarret. Sus rodillas chocaron con las de él y, en un gesto de timidez, empezó a apartarse.
—No —dijo él—. Da igual. Quédese ahí. Está tiritando.
Poco a poco, Rennie se relajó y fue entrando en calor gracias a su voz y a su cercanía. Por las comisuras de los ojos le caían las lágrimas.
—A veces me comporto de forma estúpida. —Lo dijo en voz tan baja que casi parecía que sólo hubiera movido los labios—. Pero no soy idiota, señor Sullivan.
Como ella no lo veía, sonrió.
—Antes me ha llamado Jarret —dijo—. Y nunca he pensado que fuera usted idiota.
Ella negó con la cabeza, sin creerlo.
—Es muy amable al decir eso.
—No soy amable, Rennie, ya debería saberlo. No lo digo para no herir sus sentimientos. Ha actuado de forma temeraria esta noche, pero no confundo eso con el hecho de que sea usted idiota. —Y además, en parte, se culpaba por no ver la desesperación que había en el fondo de su conducta; de haberlo previsto habría pronosticado lo que haría a continuación, y ella se habría evitado la experiencia vivida con Tom Brighton y Clarence Vestry—. Ahora sé lo que significa para usted encontrar a su padre, lo que arriesgaría para conseguirlo. Debí darme cuenta antes.
Durante un instante ella albergó esperanzas.
—Entonces, ¿me ayudará?
—Yo no he dicho eso —respondió. Notó, más que vio, su decepción—. Más adelante hablaremos del asunto. Ahora debería dormir. ¿Tiene suficiente calor?
—Me las apaño.
—Con este tiempo no es bastante. Acérquese, si lo desea.
—Yo no...
—No voy a hacerle daño, Rennie.
—De acuerdo. —Se apresuró a barrer sus lágrimas y se frotó las mejillas—. Tal vez sea usted el único hombre en quien puedo confiar.
A él le habría gustado preguntarle por Hollis Banks, pero no era el momento. Después de su enigmática frase, ella se volvió de costado, mirando en dirección contraria, y ajustó los contornos de su cálido cuerpo al suyo. Durante un segundo, cuando el brazo de él se curvó en torno a su cintura, se puso rígida, pero al empezar a quitarlo, le agarró la muñeca y lo mantuvo allí, y sus dedos se entrelazaron con los de él. En cuestión de minutos, estaba dormida.
El chillido de un animal herido despertó a Jarret. Al otro lado de la tienda los caballos resoplaban, inquietos. Alargó la mano buscando el arma, dio con ella y esperó a que se repitiera el grito. No tuvo que pensar qué haría; un animal medio enloquecido tal vez no huyera del fuego, e incluso podía atacar a los caballos o la tienda. El único modo seguro de terminar con su sufrimiento era acabar con su vida, y estaba dispuesto a hacerlo... Hasta que se dio cuenta de que el animal en cuestión era humano. Dejó a un lado el arma cuando Rennie gritó de nuevo. Los terrores nocturnos habían encogido su cuerpo hasta convertirla en un tenso ovillo bajo las mantas. Tenía las rodillas plegadas contra el pecho, y se las abrazaba. Su cabeza estaba torcida, y el cuello y la espina dorsal formaban una rígida curva. No le pidió permiso: tendió los brazos hacia ella y la rodeó con un abrazo más poderoso que tierno, protector. Y la acunó, incluso después de que se le entumeciera el brazo derecho, desde el hombro a los dedos. De vez en cuando le volvía la sensibilidad.
Más tarde se esforzó por recuperar el aliento mientras los espasmódicos sollozos agitaban con fuerza su cuerpo. De sus ojos brotaban lágrimas. Sus dedos se agarraron a la camisa de Jarret, aferrándose a ella como si fuera un salvavidas, y apretó la frente en su hombro. El llanto nacía de muy hondo: de un espíritu destrozado y un alma herida. Él le acarició el pelo con unos dedos que no siempre sentían su contacto. Apoyó la barbilla en su coronilla y repitió su nombre, llamándola primero «Rennie» y luego «Mary Rennie», como pensó que haría su familia en un momento como ése. Y, en cierto modo, llegó hasta ella. Rennie se quejaba, se sorbía los mocos. En un momento dado, él sacó un pañuelo del bolsillo y se lo puso en la mano. Rennie no pareció saber qué hacer.
—En vez de mi camisa —dijo él en voz baja.
No entendió lo que quería decirle, y tardó un momento en comprender. Entonces fue consciente de cómo se acurrucaba contra él, tan acoplada a las curvas de su cuerpo que muy bien podría haber formado parte del mismo. Azorada, empezó a apartarse.
—No —dijo él—. Está bien donde está. Coja el pañuelo y séquese la cara.
Con gesto rígido abrió los dedos y le soltó la camisa. Después se enjugó los ojos y, con suavidad, se sonó.
—Suénese de verdad —dijo Jarret.
Rennie sintió que los ojos volvían a llenársele de lágrimas. Fue su particular amabilidad, nimbada de aspereza, lo que la desarmó. Con una temblorosa sonrisa que Jarret no uso, alzó el pañuelo y luego se sonó con todas sus fuerzas. Jarret soltó una silenciosa risilla cuando ella hizo ademán de devolvérselo.
—No, quédeselo. —Como no estaba seguro de que le gustara que ella aún lo hiciera reír, dijo—: Todavía tenemos mucha noche por delante. Quizá lo necesite otra vez.
La idea de que la pesadilla pudiera repetirse, la hizo ponerse en tensión.
—Entonces no me dormiré.
El deseó no haber dicho nada. Al ver que intentaba despegarse de su regazo, dijo:
—No me molesta... A menos que no se encuentre cómoda...
Ella se quedó donde estaba.
—No, estoy bien. Creí que querría deshacerse de mí.
«Todo el tiempo», pensó él..., pero por motivos que ya no le quedaban demasiado claros.
—No, no me importa abrazarla.
Tranquilizada, ella asintió. Después alargó la mano para coger su abrigo y cubrió con él los hombros de los dos, para compartir el calor.
—Estaba soñando con esos hombres —dijo.
—Eso pensé.
—Ojalá los hubiera matado.
Él no dijo nada, pero le acarició el pelo, desde el hombro hasta la base de la columna, y se animó al ver que la tensión iba desvaneciéndose.
—Yo tenía un revólver.
—Lo sé. Un Smith & Wesson de bolsillo. Lo he encontrado.
—Lo habría usado.
—Eso también lo sé.
Ella apoyó la mejilla en su hombro, y él notó en el cuello su cálido aliento.
—¿Se arrepiente de haberlos matado?
—No hay placer alguno en matar —dijo él—. Pero con ellos... Estuve cerca. No, no me arrepiento..., y me alegro de que no lo hiciese usted.
Cambió de postura, y también movió a Rennie.
—Póngase usted cómoda. Nunca se sabe, a lo mejor se duerme.
Además, estaba empezando a sentir una hinchazón... en la entrepierna. Creyó que había conseguido moverla antes de que sintiera el bulto de su ingle.
Pese al par de gruesos calcetines de lana que llevaba, Rennie tenía los dedos de los pies fríos; cuando él se tendió a su lado, le frotó los pies contra sus piernas. Estaba demasiado absorta en encontrar una postura cómoda como para oír la brusca inspiración de Jarret, pero al acabar de situarse, él le preguntó, apretando los dientes:
—¿Cómoda? —Ella se limitó a ronronear, y él soltó una maldición para sus adentros. No le bastaba con usar su pierna como rascador, acurrucarse junto a él con gracia felina o mirarlo con aquellos ojos de gato color esmeralda; también tenía que ronronear—. Intente dormir un poco.
Pasaron unos minutos durante los cuales ninguno de los dos cerró los ojos ni pensó en dormir.
—Rennie, ¿qué pasa? Está más despierta ahora que hace un rato.
Era verdad. Rennie se preguntó cómo lo sabía él. Había tenido cuidado de no moverse, respirar de forma regular, estar relajada.
—Aún siento sus manos sobre mí —susurró.
Jarret no supo qué decir. De haber podido absorber su dolor, lo habría hecho.
—Me he lavado, ¿sabe?, me he frotado... Pero da lo mismo. Todavía siento la presión de sus dedos, de sus bocas...
—¿Qué puedo hacer?
—Ayúdeme a deshacerme de ella.
Él negó con la cabeza.
—No puedo hacerlo, Rennie. No sabría cómo.
—Entonces, sustitúyala.
—¿Cómo? —Casi no podía respirar.
—Sustitúyala —dijo—. Ponga las manos donde estuvieron las suyas, la boca donde ellos me tocaron.
—No sabe lo que dice. —Ni lo que le pedía, pensó; si la tocaba del modo que sugería, aquello no acabaría allí—. ¿Y Hollis Banks?
—Hollis no está aquí —dijo ella—. Y usted sí.
—Eso es egoísta, Rennie. Hasta para usted es egoísta.
Su comentario le escoció, y la verdad que contenía le caló hondo.
—Con usted nunca hago lo correcto —replicó ella.
—Duérmase —le aconsejó Jarret—. Ahora mismo eso es lo correcto.
El aroma de ella era como el de un vino embriagador: prometedor e incitante. Era una fragancia mezclada de almizcle y lavanda, que no se disipaba. Sus suaves labios eran dóciles y se movían bajo la boca de él, devolviendo sus besos y buscando placer por sí mismos. Recorrió la cresta de sus dientes con la lengua, y su boca se abrió. Si había un sabor para el ansia y el anhelo, en ese momento estaba saboreándolo. Ella le rodeó la cabeza con las manos y se lo acercó; sus dedos se le enredaron en el pelo. Exploró con los labios, los dientes y la lengua, haciendo incursiones por su mandíbula, sus mejillas y su cuello. Lo que sentía en su interior era algo poderoso, un deseo que la impulsaba más allá de los límites de la razón. Tenerlo la consumía, y la consumación lo era todo... La fuerza de su propia emoción despertó a Rennie, jadeante, temblando después de aquel sueño. Jarret estaba dormido junto a ella. Tenía una de sus manos sobre su pecho. Bajo el camisón sentía la carne extrañamente hinchada bajo su palma, el pezón dilatado... Despacio, subió las rodillas, incómoda con aquella difusa sensación de ansia que sentía entre las caderas y con la súbita idea de que sentía un vacío allí. En sus músculos había una tensión especial, que se desvanecía; una sensación punzante, no desagradable, que sentía justo bajo la piel. ¿Qué acababa de ocurrirle?
—¿Jarret?
Él no se movió.
—¿Hum?
Rennie se volvió hacia él, y su pulgar le rozó el pezón al apartar la mano. En ese instante, una insólita espiral de calor irradió chispas desde su pecho hasta su matriz. Entonces se acercó más, levantó una pierna y la cruzó sobre las de él. Luego apretó la pelvis contra su cadera. Por un instante el ansia de su interior quedó adormecida, y soltó aire con suavidad. Su respiración se convirtió en un suspiro. Pero la sensación de que necesitaba más regresó con creces, hasta casi ser dolorosa. Alzó la cabeza hacia la de Jarret, y al hacerlo lo tocó. Sus labios le rozaron la boca. Su muslo le rozó el sexo. En ese momento Jarret reaccionó. Sus ojos se abrieron mucho y luego volvieron a cerrarse. Se rindió cuando la boca de ella se movió sobre la suya. Pero al poco le agarró con ambas manos la cara y la mantuvo hacia atrás, de modo que ella lo tocara sólo con el aliento. Cuando habló, su voz sonó tan profunda como whisky vertido sobre terciopelo.
—¿Eso es lo que quieres de verdad?
Ella no sabía lo que quería, pero comprendió que él sí. Estaba dispuesta a dejarse enseñar.
—Creo que sí —dijo—. Me duele cuando no te toco.
La resolución de él se desplomó ante aquella confesión.
—Hazlo entonces —susurró junto a su boca—. Tócame.
A Jarret su beso le pareció extrañamente familiar, como si el sabor de ella ya estuviera en la punta de su lengua y se reencontrara con su textura y su aroma. La boca de ella se movió sobre la suya, mordisqueándole el labio inferior, barriendo con la lengua su sensible interior. Él intentó cogerle el labio con los dientes, pero ella lo esquivó, al tiempo que le inundaba la frente y las sienes de besos ansiosos. Las mantas se enredaron entre los dos, pero no eran más que una molestia secundaria comparada con la camisa de él. Ella tiró de los botones, y él puso las manos sobre sus dedos.
—Ya lo hago yo —dijo.
Los labios de ella le rozaron los nudillos mientras sus manos trabajaban. Lo ayudó a sacarse los faldones de la camisa de los vaqueros, y con las palmas palpó la forma de su pecho, la tensión de su carne y la curva de sus costillas. Con las puntas de las uñas rozó su abdomen, tenso y ondulado. La respiración entrecortada de él la sorprendió, y entonces volvió a tocarlo ligeramente, y sintió que su vientre se contraía bajo sus dedos, esperando su caricia. Al ver que los dedos de ella iban moviéndose poco a poco por debajo de sus vaqueros, la mano de Jarret se cerró en torno a su muñeca para detenerla. Después tiró de ella para tener otra vez su boca. Ella se la dio, complaciente, y entabló un dulce combate con su lengua y sus labios. Él le cogió las nalgas y apretó la cuna de sus caderas contra la dura cresta que había dentro de sus vaqueros. Aquel beso siguió el ritmo de las caderas de ella sobre las de él. Luego la hizo girar y la tendió de modo que quedara debajo de su cuerpo. Sus manos tiraron del camisón más hacia arriba, y bebió el jadeo de ella cuando le acarició los pechos. Luego enterró la cara en su cuello.
—¿Quieres que me detenga? —preguntó.
Más que oírla, sintió su negativa. Entonces recorrió su cuello con la lengua y depositó un beso voraz en la arqueada curva de su garganta. Con los pulgares jugueteó con sus pechos, tensamente hinchados, y sus pezones, duros como guijarros. Los abandonó lo justo para deslizar las palmas de las manos por sus costillas y por la curva de su delgada cintura. Inquieta, ella se movió debajo, resiguiendo su espalda con las yemas de los dedos. Sus muslos se abrieron, y cuando él bajó más la mano más allá de sus caderas, hasta posar los dedos en el suave montículo que había entre sus piernas, descubrió que estaba cálida, húmeda y lista para él... Y, sin embargo, no estaba lista, porque todo su cuerpo se puso rígido ante la caricia exploratoria de su mano. Él no la retiró, pero sus dedos no se movieron más.
—Rennie, aún puedo parar.
Ella apenas oía su propia voz, pero deseaba que lo entendiera.
—¿Tienes que tocarme ahí?
—No, por ahora no —dijo él, apoyando la frente en la de ella.
Sus narices chocaron. Él la besó con vehemencia y pasión, y cuando acabó, posó la mano en su cadera.
—Dime dónde —dijo él—. Dime dónde quieres que te toque.
Por un instante ella no dijo nada. Sólo distinguía el perfil en sombra de la cara de él en la oscuridad, que resultaba a la vez amenazador y erótico. Alzó una mano y encontró su mejilla. La acarició y contuvo el aliento cuando él llevó la boca hacia su mano y le mordió la carnosa yema del pulgar.
—¿Así? —preguntó él, imaginando su sonrisa de sirena en la oscuridad.
Ella tomó la mano que estaba sobre su cadera y la llevó hasta su pecho.
—Y aquí —dijo.
No sólo era su mano lo que quería allí, sino su boca, y él pareció saber lo que ella no le pedía, porque sintió sobre la piel su aliento caliente y su boca más caliente aún.
Sus labios se cerraron sobre su carne, y sintió el sorbetón húmedo y cálido; y no sólo en el pecho, sino más hondo, más profundo que su palpitante corazón, o que el ardiente fluir de la sangre por sus venas. Aquella sensación corrió por debajo de su piel, siguió por sus nervios y la hizo sentir un ardiente y ansioso vacío entre los muslos. Estuvo a punto de pedirle que volviera a tocarla allí, pero ya él había trasladado sus atenciones al otro seno. La mente y la voz de Rennie eran incapaces de formar un pensamiento completo, y sus dedos se enredaron en el suave cabello de él mientras le acariciaba la nuca. Nada de lo que él le hacía se parecía a nada que le hubieran hecho antes, y sin embargo, la caricia de sus manos sobre su cuerpo le resultaba familiar. Recordó el sueño que la había llevado hasta sus brazos —el segundo—, y se preguntó si no estaría soñando otra vez, si la caricia de él no sería la prolongación de un sueño hecho de deseo. El borde de su lengua tenía una placentera aspereza mientras trazaba una línea desde el centro de sus pechos hasta su vientre. Cuando le exploró el ombligo, le hizo cosquillas.
—¿Ah, sí? —dijo él cuando Rennie se lo dijo—. Demuéstramelo.
Cuando ella invirtió las tornas, creyó que su corazón iba a desbocarse, que se derretiría o que se saldría de su piel. Dejó que lo pusiera de espaldas y se elevara sobre él. Con la boca, Rennie respiró la emoción que había en su pecho, dando besos con la punta de la lengua en sus tetillas y haciéndolas erigirse como él había hecho con sus pezones. Luego fue deslizándose mientras los dedos de él le peinaban la sedosa catarata de cabello rojo oscuro, y su boca se abrió camino, bajando por su vientre liso y mordisqueándole la piel que le rodeaba el ombligo.
—Eso no hace cosquillas —dijo él.
Ella sustituyó el mordisqueo por un beso.
—Aún tengo que aprender.
Jarret metió la mano bajo sus hombros y la subió de modo que quedara contra su cuerpo, con la cabeza a la misma altura que la de él. Su camisón resbaló sobre sus pechos, y sintió la tosquedad de los vaqueros en sus piernas desnudas. Entonces, en voz baja, con seriedad y con la voz llena de pasión contenida, él pronunció su nombre:
—Rennie, sabes lo que viene ahora. Si quieres que me detenga, dilo ya.
—No quiero que te detengas.
—Espero que lo digas en serio —susurró junto a su boca.
La besó y la tumbó boca arriba. Sus nudillos le rozaron los muslos mientras se desabrochaba la bragueta. Ella levantó un poco las rodillas cuando él se movió entre sus piernas, y se estremeció debajo de él. Su aliento le raspaba el cuello.
—Rodéame con las piernas —le dijo él.
Sus dedos se curvaron por debajo de sus nalgas y la levantó. Rennie lo deseaba; lo deseaba de verdad... Pero ante su entrada, intentó retirarse y provocó una acometida más honda. Jarret se quedó quieto y se mantuvo firme dentro de ella. La sintió cerrarse en torno a él en un intento de expulsarlo de su cuerpo. Aquel agarrón de sus paredes de terciopelo era para morirse de placer. Bajó un poco y descansó su peso en los antebrazos. Su boca topó con la de ella.
—Deberías haberme dicho que eras virgen —dijo.
—Creí que lo sabías. —Sintió que su cuerpo se estiraba para alojarlo dentro de ella—. Aquellos hombres... Ellos no...
—Shh —siseó él. El indeciso movimiento de ella se detuvo—. Sé lo que ha ocurrido esta noche. Me refería a estos nueve meses que Hollis...
Se acomodó más contra ella y la penetró un poco más.
—Que tú y Hollis habríais...
Ella volvió a moverse, esta vez para aceptarlo.
—No... Nosotros no... Yo...
Jarret la interrumpió con un beso. Sus caderas se alzaron y cayeron. Sintió tensarse las piernas de ella en sus costados. En el siguiente empujón, ella subió con él. El ritmo de su unión amenazaba con sumirlos en una espiral descontrolada. La urgencia los arrollaba. Las uñas de Rennie arañaron la espalda de Jarret. La boca de él le quemaba la piel. Respiraban con violencia, y sus frases eran incompletas y roncas. A Rennie le pareció como si cabalgara una enorme ola de tensión que prolongaba todo su ser, en busca de algo que se encontraba más allá del alcance de su mano. Se sentía elevada... Sus dedos se abrieron, y su cuello se arqueó. Era como salir de sí misma... Y de repente, sin previo aviso, ocurrió. En un instante él estaba con ella, guiando sus movimientos, emparejando el ritmo frenético y ansioso del acoplamiento de los dos, y al instante siguiente se derrumbó; no con la plenitud de la culminación del amor, sino con el vacío del intento fracasado. Su hombro, su brazo y sus manos habían cedido.
Su cuerpo quedó echado pesadamente sobre el de ella, no de forma cómoda, sino agobiante. En un segundo, la humillación se convirtió en rabia. Jarret se retiró de ella, soltando brutales improperios mientras se sentaba. Apartó las mantas con gesto impaciente y se abotonó la bragueta. Al sentir que Rennie le tocaba levemente en el hombro, se apartó con brusquedad. Desconcertada, ella dejó caer la mano.
—¿Qué ocurre, Jarret? ¿Qué ha pasado? —Él no contestó—. ¿He hecho algo?
—Demasiado —dijo él—. Ha sido una mala idea desde el principio. Y yo he sido un estúpido por pensar lo contrario.
—No entiendo.
Él volvió la cabeza para mirarla, pero apenas distinguió su perfil.
—Mire, siento que no haya sentido placer, pero esto se ha acabado. La próxima vez que tenga ganas de jugar, busque a otro hombre. A mí no me interesa.
Ella retrocedió, aturdida, y su silencio lo intimidó. Entonces volvió a soltar improperios, esta vez las palabras fueron más crudas, pero no sirvieron para limpiar su orgullo herido. Jarret agarró una manta con la mano izquierda y se dirigió afuera, hacia el fuego.
—Esté preparada para partir con las primeras luces —dijo.
Luego dejó caer el faldón de la tienda en su sitio, y volvió la espalda cuando ella soltó el primer y desgarrador sollozo.