Capítulo Tres

Tan pronto como salió Jarret, la señora Cavanaugh entró a toda prisa en la habitación.

¿Le ha hecho daño? —Se arrodilló junto a Rennie y le acarició el pelo—. Pero ¿qué es lo que está haciendo ese hombre? ¿Habrá perdido la cabeza? —Se santiguó—. ¡Por todos los santos! Que su madre haya podido marcharse así y dejarla a usted... No lo entiendo. Ahora mismo voy a por mi marido y lo mandaré a la policía. Y ya no la dejaré más sola con el señor Sullivan. 

Rennie se armó de paciencia. Ahora tenía claro que Jarret no había pretendido hacerle daño; eso no quería decir que lo que había hecho no fuera imperdonable, pero no había tenido intención de asesinarla.

¿Puede soltarme, señora Cavanaugh? —le dijo, indicando con la cabeza sus muñecas atadas. 

La mano de la cocinera se apartó del pelo de Rennie.

¿Cómo? ¡Ah! ¡Claro! —Sus hábiles dedos, fortalecidos por años de amasar y de pelar patatas, se dedicaron al instante a la tarea—. No entiendo en qué estaba pensando su madre cuando se marchó, y usted, embridada como un ganso de Navidad. 

Rennie sonrió ante la comparación.

La navaja sería más adecuada para la tarea —dijo. 

La señora Cavanaugh echó una ojeada la navaja, y luego otra vez a los nudos. En su afilado rostro se pintó una expresión desaprobadora.

Tengo una cuchilla de carnicero que lo haría con más delicadeza. 

Así pues, Rennie tuvo que esperar. Sentía que ciertas funciones corporales exigían su atención, y la idea de que quizá tuviera que hacer sus necesidades allí mismo fue otro motivo para imaginarse la muerte, lenta como una tortura, de Jarret Sullivan.

Bueno, pues ya está —dijo al fin la señora Cavanaugh, tirando del último nudo—. Ese hombre es un bruto. 

Rennie se mostró de acuerdo.

Un monstruo. 

Un demente. 

Un cretino. 

La señora Cavanaugh asintió.

Pero guapo, ¿no le parece? 

Las manos de Rennie quedaron libres. Entonces usó la pata de la cama para incorporarse y dejó que la cocinera, con mucho cuidado, le masajeara las muñecas.

¿Y qué tiene que ver su aspecto con nada? —preguntó—. Se ha comportado de una forma muy censurable. 

Ay, sí —se apresuró a decir la cocinera—. No tiene excusa, por supuesto, pero lo que yo decía es que es muy buen mozo. Nada más, sólo era un comentario. 

Haciendo caso omiso de la mirada agria de Rennie, la señora Cavanaugh la ayudó a ponerse en pie.

Ahora me encargaré de la policía. Su madre me dijo que ese hombre se había quedado para protegerla, pero me da la sensación de que ahora querrá echarlo. 

Desde luego que sí —convino Rennie con vehemencia—. Seguro que querría que estuviera en la cárcel. 

La señora Cavanaugh acompañó a Rennie a su cuarto, la ayudó a preparar un baño y luego bajó a buscar a su marido... Pero de pronto recordó que haría veinticuatro años que conocía a Mary Rennie y que con ella ninguna situación era nunca tan sencilla como parecía. Entonces tomó una decisión: dejó que el señor Cavanaugh siguiera podando en el jardín y, en su lugar, buscó al señor Sullivan.

 

 

El señuelo que atrajo a Rennie hasta la cocina fue el aroma del pan que se horneaba y el tocino que se freía. Delante de la cocina de hierro, la señora Cavanaugh revolvía huevos y echaba un ojo a las tortitas, perfectamente redondas, que burbujeaban y se tostaban en la parrilla.

Qué bien huele todo —dijo Rennie; luego cruzó la cocina y, una vez junto a la cocinera, le rodeó con un brazo los estrechos hombros—. ¿Puedo ayudarla? 

El café está haciéndose. Mira a ver si está listo. 

Rennie sonrió. El que le encomendaran una tarea tan sencilla no le sorprendía, pues, la señora Cavanaugh desconfiaba de su ayuda en la cocina.

¿Sabe, señora Cavanaugh? Lo cierto es que algún día tendré que aprender a cocinar. 

En mi cocina, no. 

Rennie miró el impoluto delantal de la cocinera y dio un suspiro. A pesar de que la señora Cavanaugh llevaba una hora trabajando, su delantal estaba inmaculado, la mesa despejada, el fregadero vacío y el suelo limpio. En cambio, ella era capaz de armar un desastre rellenando los saleros...

En realidad —dijo la cocinera—, más vale que se aparte de la cocina antes de que se queme... —Apenas había acabado de hablar cuando el aceite chisporroteo en la sartén y saltó a la mano de Rennie—. ¡Ahí tiene! ¡Mire! Ande, métala bajo el agua fría y luego siéntese a la mesa. No puedo guisar y estar atenta a lo que ocurre cuando anda usted por aquí. 

Riendo, Rennie hizo lo que le mandaban.

¿Ha ido el señor Cavanaugh a buscar a la policía? 

Todo está en orden. 

Eso la sorprendió. No había oído ningún alboroto en el piso de arriba, y no parecía muy probable que Jarret abandonara la casa sin armar jaleo.

No habrá sacado el arma, ¿no? 

La señora Cavanaugh negó con la cabeza, mientras daba la vuelta a una tortita y se ponía otra vez a revolver los huevos.

Estaba casi segura de que lo haría. 

Bueno, pues no. 

Rennie se dio cuenta de que en la voz de la cocinera había un ribete de impaciencia. Entonces advirtió que sus movimientos eran bastante rígidos: parecía atacar la comida, alancear el tocino y catapultar las tortitas. Al final, la señora Cavanaugh dispuso una bandeja y dos platos; amontonó tortitas en uno y colocó el tocino y los huevos en el otro. Luego puso un tazón en la bandeja, lo llenó de café caliente, supervisó su obra y levantó la bandeja. Los ojos de Rennie se desencajaron al ver tanta comida. Alzó las manos al tiempo que negaba con la cabeza.

No puedo comer tanto. 

No espero que lo haga —dijo la cocinera alegremente— por eso hay té recién hecho en la tetera y dos panecillos calientes en el horno. Esto es para el señor Sullivan. 

A Rennie no le costó entender su gesto de asentimiento y su sonrisa; ambos decían a las claras: «Ahí queda eso.» Y, atónita, se quedó mirando a la señora Cavanaugh mientras salía a buen paso de la cocina.

 

 

Jarret echó a un lado el Chronicle cuando la señora Cavanaugh entró en el comedor. Al ver las raciones, reaccionó de forma parecida a Rennie. 

Me parece que ha sobreestimado mis ganas de comer —le dijo. 

¡Venga, no diga tonterías! —repuso ella, dejando la bandeja—. Un hombre como usted necesita comer después de la noche que ha pasado. 

Jarret desplegó la servilleta y la extendió sobre las rodillas. Bajo la mirada observadora de la señora Cavanaugh, empezó a comer con apetito lo que le había puesto delante. En ese momento, desde la puerta, Rennie preguntó:

Y, exactamente, ¿qué clase de noche ha sido? —Tenía las mejillas encendidas, y las manos, cerradas en un puño a los costados—. ¿Qué le ha contado a la señora Cavanaugh? 

Jarret se levantó un segundo, señaló la silla que estaba en la esquina, a su derecha, y siguió comiendo. La cocinera los miró a los dos con gesto de preocupación y salió discretamente de la estancia. Rennie hundió los puños, con los nudillos blancos de tensión, en los bolsillos de su traje color tórtola.

Iba a mandar a su marido a la policía —dijo. 

Su voz no parecía la suya; la fuerza de su rabia la había vuelto frágil. Apenas era consciente de que su enfado no iba dirigido a la señora Cavanaugh, sino a Jarret.

Quizá lo haya hecho —dijo él sin darle importancia. 

Sus ojos vagaron hasta el periódico doblado que tenía junto al plato, y empezó a leer el relato, bastante crudo, de un asesinato ocurrido en el barrio de Bowery. Rennie se acercó a la mesa.

Deje eso. Está fingiendo leer para evitar mis preguntas. 

Ensimismado, Jarret tardó un momento en levantar la vista.

Perdone. Decía... 

Está haciéndolo adrede —dijo ella con ojos acusadores—. Nadie resulta tan irritante a menos que sea queriendo. 

Jarret se quedó pensando.

¿Ah, sí? Pues me parece que eso debe de pasarle a mucha gente. 

Rennie le dio una patada a la butaca que estaba junto a él y se sentó dejándose caer. Luego sacó las manos de los bolsillos y se agarró a los reposabrazos, de elegantes curvas. Una pequeña parte de ella reconocía que, en realidad, no se enfrentaba tanto a él como al impulso de echarse a reír. Pero las emociones contradictorias no encajaban con ella. Le gustaban las cosas bien definidas, ordenadas y catalogadas... Y la diversión y el enfado no podían ir juntos.

¿Qué le ha contado a la señora Cavanaugh? —volvió a preguntar. 

Pues la verdad. —Jarret le»ofreció una tira de tocino crujiente—. Coja un plato y sírvase. 

Rennie tomó el tocino pero rechazó con la cabeza su sugerencia.

¿Qué clase de verdad? —preguntó. 

¿Es que hay distintas clases? Ése es un asunto bastante complicado y filosófico, ¿no? 

Alzó su tazón de café, lo sostuvo entre las manos y durante unos instantes adoptó la actitud de un hombre sumido en profundas meditaciones. Rennie contuvo el deseo de echarle el café caliente por la pechera.

Estoy perdiendo la paciencia con usted, señor Sullivan. 

Él asintió.

Entonces estamos igual. —Dio un sorbo al café, dejó el tazón y pinchó en los huevos—. A la señora Cavanaugh le he contado exactamente lo que ocurrió aquí anoche, ni más ni menos. Y resulta bastante interesante que, poco después de las tres de la madrugada, a ella y a su marido los despertaran los perros, que ladraban por todo el vecindario, de modo que su experiencia no ha hecho más que corroborar lo que yo le contaba. Así que entiende muy bien por qué me vi obligado a..., a... 

Hizo una pausa. Un asomo de sonrisa iba y venía por su cara.

A embridarla como un ganso de Navidad, eso creo que ha dicho. 

Rennie le dio un mordisco al trozo de tocino y le lanzó una mirada asesina.

Debe de haber disfrutado usted escuchándolo. 

Era una frase interesante. Yo había comparado la experiencia con amarrar terneros, ¿sabe?, de modo que valoré la perspectiva de la señora Cavanaugh. 

Ella dio gracias por haber tragado, porque, en caso contrario, se habría atragantado.

Quiero ver a Hollis Banks hoy —dijo con rotundidad—. ¿Puede arreglarse? 

Dije que lo haría, ¿no? 

No lo conozco lo suficiente como para decir si es usted un hombre de palabra. 

En ese instante, todo resto de humor lo abandonó. Sus intensos ojos color zafiro se ensombrecieron y se volvieron fríos, al tiempo que las arrugas se le marcaban más, con lo que sus facciones adoptaron un gesto de adusta seriedad. En su cara sólo se advertía un movimiento: un leve latido de la mandíbula.

Me parece que miente, señorita Dennehy. Lo único que sabe de mí es que soy hombre de palabra. —La miró un instante más, atravesándola con la mirada; luego dijo en voz baja—: Ahora, si me disculpa... 

En lugar de moverse, empezó a comer de nuevo. Entonces Rennie se dio cuenta de que la había despachado. Abrió la boca y luego la cerró, demasiado perpleja para replicar. Y a continuación se puso en pie con gesto brusco, apartó la butaca de la mesa y buscó el refugio de su cuarto.

Una vez allí, no pudo concentrarse en el libro que eligió para leer. Sus pensamientos volvían invariablemente al comentario que Jarret había hecho en el comedor. Había empleado un tono casi amenazador, como si la retara a ofenderse por lo que decía. Sola en su dormitorio, hecha un ovillo en el grande y cómodo sillón, Rennie se dio cuenta de que no había aceptado el desafío que había en la voz de Jarret, sino que había huido de él. ¿Cómo iba a saber que era un hombre que cumplía sus promesas? ¿En qué podía basarse? Con ella no tenía ningún compromiso y, además, era un cazador de recompensas. Si eso no era propio de alguien con mucho sentido de la independencia y muy poca conciencia... Con semejantes antecedentes, ¿qué más daba que, temporalmente, fuera un alguacil federal? Lo más probable era que ni siquiera hubiera prestado juramento. Según lo veía ella, no estaba atado por promesa ninguna. A quien debía su protección era a su hermana, no... Despacio, cerró el libro. No hacía ni veinticuatro horas que lo conocía y Jarret Sullivan había interrumpido su boda, había seguido sus pasos desde el juzgado hasta su casa, la había perseguido por tres manzanas de Manhattan en plena madrugada y, para colmo, la había amarrado a la cama. Dejó el libro y se puso de pie. Se alisó los pliegues del vestido a la altura de las caderas, aseguró un rizo rebelde tras la oreja y regresó abajo para hacer las paces con Jarret.

Él estaba en el salón delantero, repantigado en una butaca, con una pierna descansando con descuido sobre un reposabrazos y la otra en un escabel. Al ver a Rennie se levantó. Con un gesto, ella le indicó que se sentara de nuevo. 

Parecía absorto en sus pensamientos —dijo—. No pretendía molestarlo. 

Él había estado pensando en ella, y como el curso de sus pensamientos había sido perturbador, le pareció que daba igual qué intenciones trajera. Mientras se sentaba, se pasó los dedos por la coronilla de su pelo rubio oscuro.

El señor Cavanaugh ya ha ido a traer a su prometido. 

Rennie pasó su fina mano por detrás del curvo respaldo del sofá.

No he venido por eso, pero gracias. Agradezco la oportunidad de hablar con Hollis. 

Rodeó la esquina del sofá, dudó y luego se sentó. Entonces miró a Jarret y se dio cuenta de que él no la observaba con actitud expectante, como esperaba, sino con desconfianza. Sintió un destello de irritación.

En realidad he venido para liberarlo de su promesa. 

Él levantó una ceja.

¿Ah, sí? 

Sí —continuó ella—. De su promesa de protegerme. Es eso, ¿no? Es decir, por eso tendría que saber que es usted un hombre de palabra, ¿verdad? Ha jurado protegerme, y lo ha hecho..., o sea, lo hace... —Hizo una pausa, creyendo que a lo mejor él quería decir algo, pero sus atractivas facciones permanecieron impasibles—. La verdad, es admirable. Debería haberlo entendido antes, pero en lugar de eso me he liado con todo este asunto. He estado pensando que deberíamos hablarlo con tranquilidad y considerar la idea de un compromiso. Y para eso estoy dispuesta a liberarlo de su promesa. 

Ya entiendo. 

Ella sonrió con confianza.

¿Sí? Bueno, es un principio. 

Él negó con la cabeza. 

No, es un final. No se trata de una promesa hecha a usted, señorita Dennehy, sino de una que le hice primero a Ethan, luego a su padre y después a su hermana. Es un juramento de responsabilidad que adquirí cuando me nombraron ayudante de Ethan, así que no voy a ir a ningún sitio. 

¡Pero yo no lo quiero a usted por aquí! 

Ya lo sé —dijo él en voz baja—. ¿Y se ha preguntado por qué? 

Ella se puso rígida al oír de nuevo el desafío en su voz, esta vez con suavidad, como si la sondeara.

Yo... Usted... 

¿Sí? 

Nerviosa, se puso de pie. A primera vista, las palabras de él eran muy claras y fáciles de comprender, y sin embargo entre ellos había algo soterrado, la insinuación de algo no tan sencillo de definir... En ese instante abrió un poco más los ojos. Sin dejar de mirarla, él se había levantado de la butaca y se le acercaba. De repente le costó trabajo respirar. El corazón le latía demasiado fuerte, y sus dedos retorcían la tela de su vestido. Quiso dar un paso atrás pero se mantuvo firme. Cuando tuvo la cara de Jarret encima de ella, y su pecho sólo a un latido del suyo, él se detuvo.

Yo le diría por qué no le gusta —le dijo—, pero no me creería. Se lo demostraría, pero la promesa que he hecho, la única que usted cree no comprender, no me permite hacerlo. 

El gesto negativo de Rennie apenas se notó. Sus ojos no se apartaron de los de él, y su voz sonó en un susurro:

Está diciendo cosas raras. 

No lo creo. 

Su cabeza bajó un poco, lo bastante para sentir cómo Rennie contenía la respiración. Por un brevísimo momento sus ojos se fijaron en su boca. Entonces, bruscamente, se apartó.

Tiene compañía, señorita Dennehy —dijo en tono alegre, como si la amenaza de su voz no hubiera existido nunca—. Su prometido ha venido a visitarla. 

Rennie se sintió como si hubiera estado cayendo por un pozo profundo y oscuro, y como si, de pronto, la hubiera agarrado la misma persona que la había empujado por encima del brocal.

Sí que es usted un hijo de..., señor Sullivan. 

La leve sonrisa de Jarret pareció un asentimiento. Ella pasó por su lado, rozándolo. Recogió los añicos de su confianza en sí misma y fue a recibir a Hollis en el vestíbulo de entrada. ¿Cómo lo habría oído llegar? Ella no había oído nada, salvo el golpeteo de su propio corazón.

Hollis estaba dándole su gabán al señor Cavanaugh, que se escabulló cuando Rennie tendió los brazos a su prometido. Este la atrajo hacia sí y la abrazó.

¡Rennie! ¡Dios, qué alegría saber de ti! He leído el periódico esta mañana... No sabía qué pensar. Estaba seguro de que diría algo de Nate Houston y de nuestra fallida boda. 

Rennie se echó atrás. Sus finas cejas estaban muy juntas.

¿Que has leído el periódico para ver si aparecía lo de nuestra boda? —preguntó, espantada—. ¡Son más de las diez! ¿No se te ocurrió venir por aquí a ver si todo iba bien, a averiguar en persona qué ocurría? 

Hollis le puso las manos en los hombros. Deslizó las palmas por sus brazos hasta rodearle las muñecas y entonces le dio una suave y condescendiente sacudida.

Rennie, Rennie. ¿Qué ha pasado? No pareces la misma. 

Intentó conducirla hasta el salón, pero ella se zafó. Entonces la vio encogerse y mirarse las muñecas. Justo por debajo de los puños del vestido, unas magulladuras se apreciaban con claridad.

¿Acabo de hacerte eso? —preguntó. 

De repente, en los grandes ojos color esmeralda de Rennie brotaron las lágrimas, y la figura de Hollis pareció empezar a brillar. Que demostrara tanta preocupación y temor por su propia fuerza la conmovía mucho, y al cabo de un instante permitió que la abrazara contra su amplio pecho y sus poderosos hombros. Aquel hombre que parecía un oso, con su fornido cuerpo y su rostro ancho y atractivo, podía ser violento y amenazador cuando lo desafiaban, pero nunca le haría daño. Hollis le dio unas leves palmaditas en la cabeza, satisfecho de que su mundo se enderezase de nuevo. Con dulzura, la animó a entrar en el salón, la dejó en el sofá y le sirvió una copita de jerez.

Es demasiado temprano —dijo ella cuando le tendió la copa. 

Tonterías. Te calmará. —Se sentó a su lado y al ver que sus ojos llorosos recorrían la habitación, le preguntó—: ¿Buscas algo? 

Ella se rió débilmente, aliviada de que Jarret Sullivan no estuviera al acecho en el salón.

No, no es nada. ¿Me prestas el pañuelo? 

Rennie nunca parecía tener pañuelo, y a Hollis eso le molestaba un poco. Sin embargo, dadas las circunstancias, creyó mejor no mencionarlo. Se lo pasó diciendo:

Claro. —Ella se enjugó los ojos y se lo metió bajo el puño de la manga; Hollis supo que no volvería a verlo más—. Dime qué ocurre. El señor Cavanaugh sólo ha dicho que querías verme. Ni siquiera conseguí que me dijera cómo estabas. 

Estoy bien, Hollis. —Dio un sorbo a su jerez—. Tal vez algo desconcertada, bastante, en realidad. No sé qué pasó ayer. ¿Por qué consentiste en suspender la boda? 

Hollis se hizo el ofendido de modo muy convincente. Sus cejas, del mismo tono chocolate que sus ojos, se alzaron.

¿Quién te dijo que consentí? Hizo falta el cañón de una pistola para hacerme entender que Houston pretendía detener la ceremonia. —Le tomó la mano y se la elevó hasta su nuca; aún se apreciaba el chichón—. Supongo que tuve suerte de que sólo me hiciera eso. Aquel hombre tenía toda la pinta de ser un asesino. 

¿Te golpeó con su revólver? —preguntó ella. 

No supondrás que se habría suspendido la boda por menos de eso, ¿no? 

No sabía qué pensar... Nadie me contó nada. Y me desmayé en la iglesia. Dos veces. Ya sé, casi ni yo misma me lo creo. 

No tendrías que haberte enfrentado a Nate Houston sin mí —dijo Hollis. 

Rennie frunció el ceño.

Es la tercera vez que mencionas a Houston, pero Houston no está aquí. Al menos, nadie lo sabe seguro. Quien te dejó inconsciente fue el señor Sullivan. Papá le pagó diez mil dólares para que detuviera nuestra boda. 

¡Diez mil! —La cara de Houston se puso colorada—. ¿Qué quieres decir con que aquel hombre no era Nate Houston? Eso fue lo que dijo. 

Rennie suspiró. Ahora se aclaraban muchas cosas. Jarret había intimidado a Hollis, un hombre a quien no era fácil amenazar, no con un revólver, sino fingiendo ser otro... Terminó la bebida y puso la copa sobre un pañito de la mesita auxiliar.

Es el señor Jarret Sullivan, y es ayudante de Ethan Stone. Ya sabes, el marshal que salvó la vida a Michael. 

El que le hizo el niño a Michael —dijo él. 

Rennie prefirió ignorar su tono mojigato.

El señor Sullivan ha venido al este con el marshal Stone para buscar a Houston y a Detra Kelly, pero sus planes se alteraron un poco cuando papá lo informó de que Michael tenía una gemela. Entonces, de carambola, le adjudicaron la tarea de protegerme. 

Ésa debería ser tarea mía. 

Es justo lo que yo opino. Y lo habría sido, a no ser por la intromisión de Jay Mac. 

Hollis meneó la cabeza.

No entiendo a tu padre. Valora mi trabajo y mis ideas, me trata como si fuera hijo suyo... ¿Por qué diablos no ha querido que me casara con su hija? 

Se le ha metido en la cabeza que no eres el hombre apropiado para mí —dijo Rennie; no iba a insultar a Hollis acusándolo de que iba tras su dinero—. Y ya conoces a Jay Mac. No es probable que vaya a cambiar de opinión de pronto. De modo que o seguimos esperando o nos lanzamos por nuestra cuenta. 

Miró a Hollis con expectación.

Nos lanzamos —repuso él sin dudar. 

Su respuesta hizo brotar una de las inusuales y hermosas sonrisas de Rennie, que suavizó la tensión de sus preocupadas facciones... Pero la sonrisa desapareció cuando él añadió:

En su debido momento. 

¿Qué quieres decir? 

Formalidad, Rennie. Por lo que sé, tu familia ni siquiera está aquí. 

Michael y Mary Francis siguen en la ciudad. Papá se ha llevado a las demás al campo. 

¿Y así es como quieres casarte? ¿A sus espaldas, como si estuviéramos cometiendo un delito? 

No, pero... 

Y después hay que pensar en mis padres. Sabes que habría venido antes si no fuera por ellos. Mamá ha tenido que meterse en cama con migraña, y a papá casi le da un ataque... El escándalo de ayer los avergonzó muchísimo, por no hablar del susto que se llevaron. 

Humillada, Rennie bajó la cabeza, consciente de su egoísmo.

Lo siento, Hollis, es sólo que... 

Ya lo sé —dijo él en tono serio—. Yo también quiero casarme. Mis sentimientos hacia ti no han cambiado. Me crees ¿verdad? 

Rennie le examinó el rostro. No podía negarse que era atractivo, pero ella buscaba algo más que sus hermosos rasgos. Buscaba firmeza y poder confiar en un hombre. Le daba igual que él no le alterara el ritmo del corazón. No quería casarse con él por amor, y sospechaba que Hollis tampoco.

Te creo —dijo en voz baja. 

Él se inclinó hacia adelante y le besó la mejilla. Entonces Rennie se volvió, de forma que sus labios se rozaran. Cerró los ojos cuando Hollis aceptó su boca. Él aumentó la presión poco a poco, moviendo sus labios sobre los de ella, y deslizó una de sus manos hasta la base de su espalda para abrazarla cuando Rennie le rodeó el cuello con los brazos. La boca de ella se abrió bajo la suya, y sintió que su bigote y sus patillas le raspaban la piel. No resultaba desagradable. 

Perdón. 

Al principio Rennie pensó que era Hollis quien se disculpaba, pero luego su mente reconoció el tono y los matices de aquella voz. Aunque Hollis se apartó al instante, ella dejó caer los brazos de su cuello con premeditada lentitud. Luego, volviendo la cabeza, echó un vistazo a la puerta abierta.

Hollis, éste es el señor Sullivan. No te dejes confundir por su sonrisa. El hecho de que esté aquí en este preciso momento demuestra que es tan puntual como un reloj suizo. 

Jarret entró sin prisas en la habitación y le tendió la mano a Hollis.

Señor Banks, me alegro de volver a verlo. No parece que su encuentro con Nate Houston lo haya desmejorado. 

Hollis no vio la gracia al comentario. Siguió sentado e hizo caso omiso de la mano de Jarret.

Debió decirme quién era usted. 

Las cejas de Jarret se alzaron levemente.

Creo que lo hice. En realidad, me pareció... 

Dejó la frase sin concluir al ver que la inquietud aparecía en los ojos de Rennie. Y en ese momento se planteó qué sería más justo: si darle a Rennie todos los detalles de su conversación con su prometido, o dejar que Hollis diera su versión. Lo cierto era que Hollis quiso creer que él era Nate Houston para que su rendición fuera menos repugnante a los ojos de Rennie.

¿Sí? —preguntó ella, animándolo a seguir. 

Nada. 

Rennie se relajó un poco.

Ya le he contado a Hollis que Jay Mac le ofreció a usted una gran suma de dinero para que hiciera lo que hizo. 

Hollis asintió. Después sacó del bolsillo de su chaleco un purito y se lo ofreció a Jarret, que no lo aceptó. Entonces lo cortó y lo encendió él mismo. Inhaló una profunda bocanada y soltó una lenta nube de humo por encima de su cabeza.

Es comprensible que a un hombre como usted se lo convenza con dinero. 

Jarret se limitó a mirarlo fijamente, con la boca reducida a una línea y ojos de complicidad. «¿Y qué me dice de usted?», quiso preguntarle. Para sobornar a Hollis sólo habían hecho falta mil doscientos dólares... Rennie buscó un cenicero y se lo llevó a Hollis. Después llamó a la señora Cavanaugh. Le pidió que trajese el té y le dijo que serían tres para almorzar. Mientras volvía al sofá, preguntó:

¿De verdad fue necesario golpear a Hollis? 

Sin rastro de culpabilidad, Jarret respondió:

Sí, me pareció que sí. —Miró a Hollis—. Y la experiencia no le ha sentado mal, ¿no? 

Yo no diría eso, señor Sullivan. —Hollis puso una mano sobre la de Rennie y le dio una suave palmadita, con cierto aire de propietario—. Hoy Mary Rennie sería mi esposa. 

«En lugar de eso —quiso decir Jarret—, durmió conjugo anoche...» Algo de ese pensamiento debió de llegarle a Rennie, porque la vio palidecer.

Aunque, por lo visto, lo inevitable no ha hecho más que posponerse —dijo diplomáticamente. 

De modo que ha estado escuchando tras la puerta —dijo Rennie con voz acusadora. 

En absoluto —repuso él—. Cualquiera que los viera a ustedes dos sacaría esa conclusión. Una pareja tan enamorada no dejará que los reparos de papá supongan un obstáculo. 

«Miente descaradamente. No creas ni una palabra», quiso decirle Rennie a Hollis... Pero no dijo nada y le dirigió a Jarret la menos sincera de sus sonrisas.

Por lo que a mí respecta —prosiguió Jarret—, me han pagado para detener una boda, sólo una. 

Hollis asintió con la cabeza.

Entonces no tenemos motivo para esperar que vuelva a entrometerse. 

Delo por seguro —dijo él con regodeo. 

En ese momento llegó la señora Cavanaugh con el té, y Jarret aprovechó la interrupción para lanzarle una traviesa sonrisa a Rennie. Ella dio la impresión de que le iba a derramar el té caliente por encima. Hollis apagó el cigarro.

Dígame, señor Sullivan, ¿cuánto hemos de esperar que dure este asunto de Nathaniel Houston? 

No se sabe. Unos días, una semana, un mes... 

¡Un mes! —dijo Rennie. 

Jarret se encogió de hombros.

Es posible. A una sabandija no se la puede sacar de su guarida si no se sabe dónde está. 

Hollis alzó la taza.

¿Y de verdad hace falta que usted se quede mientras esperamos a esa..., hum, sabandija? —Dio un sorbo a su té—. Es decir, no resulta muy decente, ¿no? 

Nadie sabe que está aquí, Hollis... —dijo Rennie, y en seguida se mordió el labio; había dicho una mentira, pues recordaba el encuentro con Logan Marshall. Entonces, procurando no mirar a Jarret, añadió—: Salvo el señor y la señora Cavanaugh. 

Sí, pero ellos se alojan en la casa de la cochera. 

¿Qué pretendes decir? —preguntó ella, agitándose—. ¿Qué quizá ocurra alguna indecencia durante la estancia del señor Sullivan? 

No, claro que no —se apresuró a responder Hollis—. No, no lo creo. Jamás. —Volvió a darle unas palmaditas en la mano—. Pero debes ser consciente de que no todo el mundo comprenderá que esté aquí. Pienso en tu reputación. 

«Y también en la tuya», pensó Jarret. Hollis no quería que por la buena sociedad corriera la noticia de que su prometida tenía amistad con otro hombre.

Ya te lo he dicho, Hollis —insistió ella—, nadie sabe que está aquí. 

Rennie —dijo Hollis en tono paciente—, él interrumpió la ceremonia de nuestra boda; nuestros invitados lo vieron caminando por la iglesia, y luego me golpeó con su revólver y desapareció. Mientras me reanimaban, Mary Francis presentó disculpas, pero su explicación no fue muy elocuente. Con toda franqueza, somos la comidilla de la ciudad. 

En ese momento intervino Jarret.

Lo importante es que poca gente sabe que Rennie sigue aquí. Creo que su hermana dejó que pensaran que Rennie se iba de la ciudad, de modo que, mientras permanezca en la casa, no hay motivo para que nadie sospeche otra cosa. Cuando capturen a Nate Houston, ustedes dos pueden reconciliarse a lo grande, ante una multitud, si lo desean. Hasta entonces, la seguridad de ella depende de que no salga de aquí... —Hizo una pausa—. Y su reputación descansa en nuestra discreción. 

Hollis se dirigió a Rennie.

Entenderás que me sentiría mejor si estuvieses conmigo. Puedo protegerte de sobra. 

Ya lo sé —dijo ella. 

Entonces, ¿es que te satisface este arreglo? —preguntó. 

Qué va. Si no fuera porque Michael sigue en la ciudad, me reuniría con el resto de mi familia. Pero en realidad no tengo elección, Hollis. He de estar aquí. Aunque no haga nada por ella, al menos sé que no le doy la espalda. Ella haría lo mismo por mí. 

Hollis se dio cuenta de que debía conformarse, pero no lo encajó bien.

¿Así que sigo yendo al despacho como si todo estuviese en orden? 

Todo está en orden. Yo no te dejé plantado. —Rennie se acabó su té—. Pero no me apetece hablar más del asunto delante del señor Sullivan. 

Le dirigió una mirada intencionada a Jarret, pero éste se limitó a dar un sorbo a su té y a sonreír, cortés.

Volveremos a hablar de ello en privado. 

Minutos después los interrumpió la señora Cavanaugh. Rennie, que llevaba un rato buscando temas de conversación que no fueran conflictivos, agradeció la interrupción. Y el almuerzo transcurrió sin problemas. Entre la sopa, la ensalada y el pastel de carne con puré de patatas, Rennie trabó una charla de negocios con Hollis, excluyendo casi a Jarret. Por el rabillo del ojo se dio cuenta de que a éste sus ardides parecían más bien divertirle.

Podría haberme dejado que hablase otra vez con él a solas —dijo cuando Hollis se marchó—. Sabía que quería hacerlo. 

Ah, ¿entonces era consciente de que yo almorzaba con ustedes? 

Rennie alzó una comisura de la boca para indicar asco.

¿Cómo no ser consciente? Sorbía usted la sopa con tanto ruido que me sorprende que los vecinos no se hayan quejado. 

Él le dedicó una amplia sonrisa.

Lo advirtió, ¿verdad? 

Rennie le lanzó una mirada asesina. Por lo que a ella concernía, Jarret Sullivan carecía de conciencia. Sin hacerle caso, la acompañó desde el vestíbulo de entrada hasta el salón.

En realidad, Rennie, sabía que no saldría nada bueno de una conversación privada con Hollis. 

No se molestó en regañarlo otra vez por tomarse aquellas confianzas.

¿A qué se refiere? 

Iba a intentar convencerlo de que se fugaran, ¿no? 

Ella pasó a la ofensiva.

¿De dónde saca esas ideas? 

A él le daba igual que lo reconociera o no. Le bastaba con haber llegado a la conclusión adecuada.

No creo que Hollis hubiera accedido. Parece desear la autorización de toda su familia. Y es que, al fin y al cabo, ¿dónde está la ventaja, si gana a la hija de Jay Mac pero pierde Northeast Rail? Y además, usted lo necesita en el cargo que tiene, ¿no? 

¿Y eso qué quiere decir? 

Yo creo que he entendido lo esencial. —Jarret se pasó los dedos por el cabello mientras reflexionaba—. Según la conversación que mantuvieron ustedes en el almuerzo, parece que casi todo lo que a usted le gusta de Hollis tiene que ver con su influencia en la empresa de su padre. 

Como de costumbre, no tiene ni idea de lo que habla. 

¿Ah, no? 

Se acercó a la ventana y descorrió las cortinas. Examino la calle en busca de algo raro, un carro o un peatón que no se ajustaran al patrón del vecindario. Todo parecía estar como debía. Luego se volvió hacia Rennie.

En cierto modo, es un alivio que esté equivocado. Si se hubiera fugado habría significado que volvía a estar en guardia, no ya por Nate Houston, sino también por usted. —Le dedicó una pequeña inclinación de cabeza y una alegre sonrisa—. Y ahora, si me perdona, tengo unas cuantas puertas y ventanas que asegurar. El señor Cavanaugh va a ayudarme. 

Inquieta, Rennie se sentó despacio. Aquel hombre casi le leía el pensamiento..., aunque no acababa de comprenderlo todo. Creía que se casaba con Hollis Banks porque era ambiciosa. No imaginaba qué haría si sospechara sus verdaderos motivos. En ese instante su mirada se detuvo en el cenicero de cristal donde Hollis había dejado su purito a medio fumar. Antes, Michael tenía la costumbre de fumar bastantes cigarrillos, pero a Rennie le desagradaba. Cogió el purito y le dio vueltas entre el pulgar y el índice. Michael fumaba para burlarse de las convenciones de la buena sociedad; eso y aceptar un trabajo en el Chronicle. Rennie nunca había deseado escribir. Quería dirigir un ferrocarril. 

Mientras se llevaba el purito a los labios, con la otra mano rascó una cerilla. Dio una calada con suavidad, se pasó el humo por la boca y luego lo soltó. No estaba tan mal. Se arrellanó en el sofá y apoyó las piernas en la mesita de café, con los tobillos cruzados. Esta vez, al inhalar el humo, éste le llegó hasta los pulmones, y el consiguiente ataque de tos hizo añicos su buen humor. Jarret, que pasaba por el vestíbulo, se detuvo ante el salón y meneó la cabeza, sin acabar de creer lo que veía, aunque no demasiado escandalizado. Con una amplia sonrisa, sopesó el martillo que llevaba en la mano derecha y prosiguió su camino hacia el piso de arriba.

 

 

Cenaron en la cocina. Rennie insistió en ello, porque no quería que la señora Cavanaugh tuviera que servirlos.

También prometió que ella y Jarret se encargarían de fregar, y así la cocinera y su marido podrían retirarse pronto.

¿Más pan? —preguntó, pasándole a Jarret el cestillo—. La señora Cavanaugh prepara la mermelada ella misma, nunca la compra. Puedo traerle, si quiere. 

Jarret negó con la cabeza.

No, está bien con la mantequilla. 

Intentó imaginarse qué estaba buscando Rennie.

¿Ha hecho todo lo que pretendía hacer hoy? 

La casa es más segura, si es a eso a lo que se refiere. Había un canalón doblado y unas cuantas tejas sueltas en el tejado, las he fijado. —Era lo menos que podía hacer, puesto que los desperfectos se debían a su excursión por el tejado—. Y también he ayudado al señor Cavanaugh con algunas reparaciones. 

Qué amable. 

No tanto. Estaba aburrido. 

Ella asintió.

Entiendo qué quiere decir. Yo estoy deseando regresar a mi trabajo... Y probablemente Michael siente lo mismo. 

Lo dudo. Está en su luna de miel, ¿no lo recuerda? 

Los ojos de Rennie se centraron en el plato. Dio unas vueltas a los guisantes con el tenedor hasta que sintió que el rubor se le iba de la cara.

Quisiera recoger unos papeles del despacho. 

Pero Jarret no se dejó engañar.

Exactamente, ¿qué hace usted en Northeast Rail? 

Trabajo para el director de nuevos proyectos. 

Jarret hizo su interpretación.

Es usted su secretaria. 

Ella notó el menosprecio en su voz y, entre orgullosa y a la defensiva, dijo:

Tengo mucha más responsabilidad. Llevo trabajando en Northeast, en un puesto o en otro, desde que tenía catorce años. 

Eso es encomiable. 

¿Qué hacía usted a los catorce? 

Jarret terminó de untar mantequilla en el pan. Tuvo cuidado de no responder al desafío que encerraba su pregunta, y contestó con un tono natural:

Estaba en el Express. 

¿En el Pony Express? —A pesar de querer evitarlo, se había quedado impresionada. 

Sí. Allí conocí a Ethan. Mis padres tenían una de las casas de posta de la ruta a las afueras de Salina, en Kansas. Durante el poco tiempo que funcionó el Express, proporcionaron víveres frescos a los jinetes. Yo me uní al equipo unos meses antes de que aquello se acabara. 

Debe de odiar los ferrocarriles. 

¿Odiarlos? No. 

Pero las vías del tren acabaron con el Express. 

Aquello era un negocio. Ah, ya sé lo que la gente del Este pensaba de él. Yo mismo compartí esas ideas durante un tiempo. Pero eran tonterías románticas, mantenidas por periodistas que lo más lejos que habían ido del Oeste era a Pittsburgh. Aquél era un trabajo peligroso y sucio, más agotador que emocionante. Mis padres lo sabían, y por eso me dejaron probarlo; casi no se sorprendieron cuando resulté elegido. 

Da la impresión de que fueron muy sabios al dejarlo descubrir ciertas cosas por sí mismo. 

Creo que optaron por el mal menor: o me dejaban ir, o yo me escapaba. —Su amplia sonrisa estaba llena de burla hacia sí mismo; de pronto adoptó un tono confidencial—. Todavía no había sentado la cabeza. 

Rennie soltó una ligera risa.

¿Ah, no? ¿Y sabe cuándo ocurrió ese acontecimiento? 

Una sombra cruzó la cara de él.

Sí. 

Rennie se dio cuenta de que, en ese momento, él no la miraba, sino que estaba mirando a través de ella. Lo que pretendía que fuera una pregunta burlona había tomado otro sentido para él al hacerle recordar el pasado.

No tiene que contármelo —dijo. 

Jarret sacudió la cabeza para salir de su ensueño.

¿Cómo? No, no pasa nada. Enterré a mis padres en el año sesenta y siete. 

Lo siento. 

A él le pareció que no lo había dicho como una cortesía rutinaria. Lo había dicho como si hablase en serio. Sus grandes ojos expresaban pesar, y sus finas cejas se fruncían con delicadeza. Tenía la boca reducida a una línea, con los labios apretados de una forma que pretendía expresar algo... Y Jarret tuvo la extrañísima sensación de que sentía el dolor de él.

Ocurrió hace mucho tiempo. 

En cierto sentido, nueve años no parecían tanto. Sin embargo, al ver cómo seguía doliéndole a Jarret, a Rennie se le antojaron una eternidad. Sus sonrisas, su naturaleza tan imperturbable, sus burlas y sus tomaduras de pelo, todo aquello, en fin, sólo pretendía mantener la distancia... Ella lo examinó con nuevo interés.

¿Fue una enfermedad? —preguntó. 

Jarret negó con la cabeza.

Estaban en Hays por un asunto de ganado. En aquellos tiempos apenas era una ciudad, sino más bien un lugar de encuentro de comerciantes y gente así. Había muchos soldados, por lo del fuerte, y los ganaderos la atravesaban con sus rebaños. El dinero corría en abundancia, y atraía a gente que no necesariamente estaba dispuesta a ganárselo honradamente. A mis padres los mataron cuando ingresaban dinero en el banco. 

Era tan horrible como Rennie se había temido, pero estaba segura de que la muerte de los señores Sullivan no eran el final de la historia, y también de que, a lo mejor, la historia ni siquiera tenía un final. Quería saber, pero no era capaz de dar con las preguntas adecuadas.

Hábleme de sus padres. ¿Qué clase de personas eran? —dijo. 

Jarret se sirvió otra ración de pollo y ensalada de col con zanahoria. Agradecía la oportunidad de hablar de la vida de sus padres, no de sus muertes.

Mi padre era inmigrante. Llegó a Boston en el año cuarenta y pretendía viajar a California. Tenía la costumbre de comentar que si no hubiera sido porque se lió con mi madre en Kansas City, habría estado en Sutter's Fort cuando se encontró el oro. 

Rennie soltó una risilla.

No parece que lo sintiera mucho. 

Y no lo sentía. 

Ha hablado de ganado. ¿A eso se dedicaba la familia de su madre? 

Él negó mientras tragaba. 

No. Por decirlo así, ella no tenía familia. Creció en un orfanato aquí, en Nueva York, y se educó en un colegio para ser maestra y corresponder en algo a la institución, pero en lugar de eso se marchó al Oeste y aceptó un trabajo en San Luis y luego otro en Kansas City. Mi padre la conoció cuando perseguía por la calle a un alumno que hacía novillos. Agarró al chico por el cogote y lo sujetó hasta que llegó mi madre. No estoy muy seguro de lo que ocurrió después, parece que al chico lo soltó, pero a mi madre no. 

Fue amor a primera vista. 

Eso parece. 

¿Cree usted en el amor? —dijo ella, intrigada. 

Sospecho que a lo mejor... —respondió él con regodeo—, cuando me ocurra. 

Rennie se fijó en que había dicho «cuando» ocurriera; ella habría dicho «si» ocurría.

¿Y se establecieron en Salina? —prosiguió. 

Con el tiempo. Mi madre dejó de dar clases. Tuvo que hacerlo. La junta educativa dijo que no era profesión para una mujer casada. 

Rennie hizo una mueca. Era una actitud tan típica que no merecía respuesta.

Aunque le dio clases a usted. 

Él asintió con la cabeza.

No he ido a la escuela ni un solo día de mi vida. Pero hasta que fui a trabajar para el Express, nunca lo eché en falta. 

A Rennie no le sorprendía que lo hubiera educado su madre, pero sí que le hubiera proporcionado toda su educación. Cuando le convenía, Jarret fingía que no tenía educación ninguna, pero no le habría sorprendido que citara a Shakespeare.

Mis padres eran socios —dijo él—. Trabajaban juntos en todo. Primero fue un pequeño comercio que se fue al garete al cabo de unos meses. Luego probaron con una granja, y a mi padre no le gustó. Mi madre tenía algunos ahorros de cuando era maestra, que mi padre no había dejado que gastase. Al final lo convenció para que intentaran llevar una hacienda. Aquello sí que era lo que les gustaba, y también les fue bastante bien. 

Estaba orgulloso de su herencia, pensó Rennie. Orgulloso de los valores que le habían inculcado, de esa ética del trabajo, de ese amor del que nunca se duda.

¿Cree que algún día usted tendrá una hacienda? —preguntó. 

Lo pienso de vez en cuando. 

El modo en que lo dijo le hizo darse cuenta de que el tema quedaba zanjado, como si, sencillamente, Jarret no quisiera hablar del futuro. Pero ¿qué hombre no alberga Un sueño...? se preguntó. Jarret terminó su comida cuando Rennie empezaba a despejar la mesa. 

He puesto una cerradura nueva en su puerta —dijo. 

Ella se detuvo y ladeó la cabeza. No estaba segura de haber oído bien.

¿Quiere repetir lo que ha dicho? 

Hay una cerradura nueva en su puerta. 

Rennie se dio cuenta de que llevaba casi treinta minutos intentando creer que Jarret Sullivan no era su guardián. Habían compartido una cena, una conversación, risas... La tensión se había disipado; los silencios resultaban gratos, la compañía, agradable. Podrían haber sido dos personas que reanudaban una antigua amistad, o conocidos que buscaban un territorio común... Y todo había sido un fraude. Ahora lo sabía... Y no culpaba a nadie salvo a sí misma.

¿Con qué finalidad? —preguntó. 

Jarret se puso de pie, le quitó los platos de las temblorosas manos y los llevó a la pila. Empezó a fregar.

No creo que desee dormir en el suelo esta noche. 

Claro que no quiero. —Lo siguió hasta el fregadero—. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? 

Sin esa cerradura, me temo que tiene pocas posibilidades de hacerlo. —Empezó a bombear agua en la pila—. Después de la escapada de anoche, no creerá que voy a confiar más en usted. 

Rennie vertió escamas de jabón en el agua y la agitó con la mano para que se formara espuma; a continuación empezó a echar dentro la vajilla, y estuvo a punto de darle a Jarret en las manos. Cuando él se apresuró a quitarse de en medio, le sonrió con dulzura y muy poca sinceridad.

Supongo que visitar a mi hermana esta noche será imposible. 

Suposición correcta. 

¿E ir a recoger papeles al despacho? 

Imposible también. 

¿Leer en mi cuarto? 

Desde luego que sí. 

¿Y qué me dice de emborracharme como una cuba? 

Él soltó una risa breve.

Eso me gustaría verlo. 

Créame, señor Sullivan, no lo haría para divertirlo. 

Jarret cogió un paño y empezó a secar los platos. Rennie jamás había visto a un hombre ayudar con la loza. El señor Cavanaugh nunca ayudaba a su esposa, y Jay Mac ni se lo habría planteado. Dudaba de que Hollis supiera qué hacer con un paño de cocina si se lo diera... La ayuda de Jarret la desconcertó tanto que, al verlo, casi olvidó lo irritada que estaba.

¿Va a encerrarme? —preguntó. 

Sí. 

¿Y si hay un incendio? 

Rennie no iba a cejar así como así.

No lo habrá. —Metió un plato en el mueble de la cocina—. Escuche: si eso le preocupa tanto, puede quedarse con la cama y yo me las arreglaré con el suelo. 

¿Molestar de ese modo a un huésped? —preguntó ella—. No se me ocurriría. 

Acabaron el resto de la tarea en silencio. Cuando terminaron, Jarret pidió permiso y se retiró a la biblioteca, aunque de vez en cuando comprobaba el paradero de Rennie. Por su parte, ella se quedó en la cocina, trabajando en aquella mesa llena de marcas: el lugar que había conocido los amorosos y bulliciosos días de la infancia de ella y sus hermanas. Tenía delante un mapa de Colorado y los planos para una línea troncal mejorada desde Denver hasta Queen's Point. Y es que, poco a poco, el nombre de Northeast Rail iba quedándose pequeño a medida que crecía el país. Era agradable ser parte de él, y resultaba frustrante no poder hacer más... A las diez en punto cerró sus libros, dobló los mapas y se sacó del cabello todos los lápices que, sin darse cuenta, había ido insertando en él.

Luego se estiró y giró el cuello para aliviar la tensión. Tras hacer varias inspiraciones hondas para calmar los nervios, Rennie se levantó de la mesa y preparó una cafetera. A las diez y veinte estaba sirviendo café a Jarret.

¿Usted no va a tomar? —preguntó él cogiendo la taza que ella le ofrecía. 

Claro. 

Alzó su taza en un saludo burlón, tomó un sorbo y luego volvió a dejarla en la bandeja.

¿Está leyendo? —preguntó, mientras observaba cómo Jarret tomaba su café; luego se inclinó y tomó el libro que había junto a su butaca— John Stuart Mili, La esclavitud de la mujer. 

Le echó una mirada de extrañeza.

¿Es uno de sus favoritos? 

Él negó con la cabeza.

Pensé que tal vez fuera uno de los suyos. Está muy manoseado. 

Sí que me gusta Mili, y también lo que dice sobre las mujeres, pero si está manoseado es porque Mary Francis o Michael se lo han aprendido de memoria. —Llevó el libro a la estantería y lo colocó en su sitio—. Aquí está su Ensayo sobre la libertad. ¿Lo ha leído? 

Varias veces. 

Rennie regresó de donde los libros.

Perdone, había acabado con el libro, ¿no? Parecía que había acabado cuando entré. 

Sí que había acabado. —Señaló la taza de ella, que seguía en la bandeja—. Se le enfría el café. Yo ya he terminado el mío. 

¿Quiere más? A lo mejor debería haber traído la cafetera. 

Da lo mismo. Termínese el suyo primero. 

Rennie se sentó en la silla que había frente a él. Tenía gratos recuerdos de sentarse justo así con Jay Mac, él bebiendo café irlandés, y ella dando sorbos a su taza de chocolate, los dos con bigotes de nata montada. Jay Mac hablaba del ferrocarril mientras ella absorbía todas sus palabras; a veces, sin querer, se quedaba dormida, hecha un ovillo en la silla, y él la llevaba a la cama...

Jarret cogió la taza vacía de Rennie justo cuando iba a estrellarse contra el suelo. Tomó el platillo que sostenía en la otra mano y, con cuidado, puso encima la taza y dejó ambos en la bandeja. Las pestañas de ella se curvaban en un oscuro abanico sobre su pálida piel, y los bruñidos colores de su cabello parecían apagados a la media luz de la biblioteca. Entonces, sin saber que iba a hacerlo, Jarret deslizó los dedos sobre su sien y los metió entre su pelo. Ella no se movió.

La próxima vez que me ponga algo en la bebida, Mary Renee, debería asegurarse de que no cambio las tazas. 

Se agachó, pasó los brazos por debajo del cuerpo inmóvil de Rennie y la levantó. Con el mayor cuidado posible, la llevó a su habitación y la acostó.