Prólogo

Primavera de 1876

Según Jarret Sullivan, que casi siempre valoraba el lado alegre de la incierta vida cotidiana, aquella tarde tenía un marcado cariz caprichoso. ¿Cómo, si no, se explicaba su presencia en Manhattan, por no hablar del Edificio Worth? Y sin embargo, allí estaba: a punto de entrar en el sanctasanctórum de uno de los hombres más poderosos del país. Sólo una puerta lo separaba a él, Jarret Sullivan —hijo de un peón irlandés y de una maestra de Kansas City—, de John MacKenzie Worth.

Nada de la chusma habitual —dijo en voz baja. 

¿Qué? —preguntó Ethan Stone con voz impaciente. 

Nada. 

Jarret advirtió el mal humor de su amigo. Era la primera vez que lo veía tan nervioso. Se quitó el sombrero y lo sacudió contra el muslo, y el polvo recogido en el largo viaje en tren desde San Luis a Nueva York se esparció por el aire y se reunió en un rayo de sol fino como un lápiz. Jarret volvió a encajarse el negro sombrero en la cabeza y levantó un poco el ala con el índice. Sus botas resonaron levemente en el brillante suelo de madera mientras cruzaba el vestíbulo junto a Ethan. Las débiles luces de gas parpadeaban a su paso. Con gesto ausente, se pasó la mano por el gabán hasta sentir el arma que llevaba a la altura de la cadera.

No vas a necesitarla —dijo Ethan, que había visto su ademán por el rabillo del ojo—. No va a haber violencia. 

Eso es lo que tú dices. 

Con todo, Jarret dejó caer la mano. Sabía que Ethan iba a ver a Jay Mac Worth con la mejor intención, aunque no sabía si eso iba a significar mucho para Jay Mac. En realidad, no le hacía mucha gracia la estrategia de su amigo: amilanar al padre de la mujer que había secuestrado y seducido..., en fin, no le parecía un plan demasiado bueno. Le había aconsejado que no lo llevara a cabo, pero como no consiguió nada, al final sólo le quedó ofrecerse a cubrirle las espaldas. Ethan decía que no contaba con que hubiera violencia, pero a Jarret no se le escapaba que John MacKenzie Worth tenía una reputación y no sería extraño que considerase un privilegio matar de un tiro al marshal que había puesto a su hija —de hecho, a toda su familia— en peligro mortal. Claro que Jarret tampoco envidiaba la posición en que se encontraba Jay Mac. Sabía que algunos opinaban que el magnate de los ferrocarriles se merecía todo lo que le pasara, como castigo por llevar casi toda la vida pisoteando los mandamientos del Señor. Pero, según él, sus tribulaciones se debían más bien a que aquel hombre tenía cinco hijas: ¿cómo iba a tener tranquilidad de espíritu con semejante panorama? A Ethan sólo le preocupaba una: Mary Michael. La seguridad de las otras cuatro era tarea suya, y empezó a contar con los dedos: 

Mary Francis, Mary Margaret, Mary Schyler, Mary... Mary... 

Renee —dijo Ethan—. Mary Renee. Michael dice que la llaman Rennie. 

Rennie —repitió Jarret; pensó un momento y luego se encogió de hombros—. Gritaré «Mary» cuando quiera que venga una, y todas acudirán corriendo. 

Ethan, divertido, alzó la comisura de la boca en una tensa sonrisa.

Si crees que va a acudir alguna, y encima corriendo... Jarret, ya te enterarás por ti mismo, como hice yo. 

Jarret se rió en voz baja, con lo que se le marcaron más las arruguitas que tenía en las comisuras de los ojos. Su sonrisa sólo se desvaneció al sentir que Ethan se tensaba de nuevo. Entonces apartó la vista de él y, por primera vez, se dio cuenta de dónde se encontraban.

En el cristal esmerilado destacaban unas letras negras y ribeteadas de oro: JOHN MACKENZIE WORTH. Nada más. En ningún sitio decía: «Presidente. Northeast Rail Lines.» Habría sido un desperdicio de pintura negra y pan de oro. Con muy pocas excepciones, casi todo el mundo conocía a Jay Mac en aquel país; sus trenes movían la nación... Y Jarret Sullivan se sorprendió al descubrirse impresionado y algo incómodo. «Maldita sea —pensó—, ¿adónde me ha llevado mi amistad con Ethan Stone?» 

Ethan hizo girar el pomo de la puerta de cristal, y entraron uno tras otro. El secretario de Jay Mac alzó la mirada, al tiempo que movía la cabeza con un gesto tan rígido como su ennegrecido bigote.

¿Qué desean..., caballeros? 

La sonrisa de Jarret volvió a aparecer, esta vez con un aire burlón. Era evidente que a aquel secretario no le hacían mucha gracia sus arrugados guardapolvos ni sus sombreros vaqueros. Menudo pelotillero debía de ser... Entonces dejó que Ethan se ocupara de él, y que el pelotillero le echara un vistazo a su Remington.

Cuando se abrió la puerta de su despacho, John MacKenzie Worth hizo girar su gran sillón de piel. El oscuro cuero color burdeos guardaba el aroma de muchos cigarros. A Jay Mac le agradaba ese olor incluso antes de dejar de fumar, hacía ya siete meses. Había hecho un pacto con Dios por el regreso de su hija Mary Michael sana y salva, y Dios lo había complacido.

Su cita de las dos está aquí —dijo Wilson—. Trae consigo a otra persona. 

Hágalos pasar. —Por encima del hombro del secretario vio a dos hombres que se acercaban al umbral del despacho—. Déjelo, Wilson, veo que ya han encontrado el camino solos. 

Entonces se levantó, rodeó la mesa y despidió a Wilson, mientras tendía una mano a sus visitantes. Ambos tenían un aspecto francamente agotado y entumecido; ninguno de los dos estaba acostumbrado a pasar días y noches de viaje en tren. En realidad, no parecían ser del tipo de hombres que soportasen la reclusión y mucho menos que la disfrutaran. Jarret se mantuvo en segundo plano mientras Jay Mac le tendía la mano a Ethan. En el breve instante que habían tardado en cruzar el despacho, había notado la mirada del hombre del ferrocarril; los había estudiado a los dos con detenimiento, con la expresión impasible que a él le encantaba poner cuando jugaba al póquer.

Jay Mac era varios centímetros más bajo que Ethan, pero Jarret sólo se percató cuando Worth ya se alejaba, pues el padre de todas aquellas «Marys» tenía un aura de autoridad y poder que le prestaba una estatura en realidad inexistente. Tenía una tupida cabellera de un rubio oscuro, que iba volviéndose ceniza en las sienes. No era de extrañar, pensó Jarret. Todas aquellas hijas... El milagro era que no hubiera encanecido del todo. O que no estuviera calvo. Jarret se encontró sonriendo otra vez, y eso atrajo la atención de Jay Mac.

Este es Jarret Sullivan —dijo Ethan, mientras los implacables ojos verdes de Worth se volvían hacia el hombre que tenía al lado—. Le he pedido que nos ayude. Nos conocemos desde hace unos años, desde los días del Express. 

En ese instante Jarret sintió la fuerza de la mirada de Jay Mac. ¿Qué pensaba aquel hombre? ¿Lo comparaba con Ethan, o con otro? Quiso decir: «Mire: no tengo la mira puesta en ninguna de sus hijas; en ninguna»... Pero, en lugar de eso, se mantuvo callado y dejó que Jay Mac se formara una idea de él.

Jarret Sullivan medía algo más de metro ochenta, lo cual lo situaba al mismo nivel que Ethan, pero entre ambos sólo existía un parecido superficial. Jarret era un poco más ancho de hombros, aunque, en general, más flaco. De miembros largos, tenía un porte suelto que le daba un aspecto más ágil que fuerte. Emanaba un aire de tranquilidad, cierto aire de tranquila alerta que lo hacía parecer más relajado de lo que era en realidad. La leve elevación de una comisura de su boca indicaba el regocijo, a veces cínico y a veces auténtico, con que Jarret observaba cuanto sucedía a su alrededor. Sin embargo, nunca se mantenía tan ajeno a los acontecimientos como sus ojos, azules y distantes, parecían indicar, unos ojos color zafiro que llamaban la atención en un rostro curtido por el sol. Con su mandíbula de corte enérgico y su nariz patricia, tenía el aire orgulloso de un aristócrata; por el contrario, la barba de pocos días en las mejillas y el mentón le daba un aspecto más bien peligroso. Tenía el pelo rubio oscuro y demasiado largo en la nuca para la moda de Nueva York, pero en cierto modo le sentaba bien.

¿Sullivan? —preguntó Jay Mac cuando acabó de enjuiciarlo—. Es un apellido irlandés, ¿no? 

A Jarret no le hacía demasiada gracia que Jay Mac lo evaluara, pero en atención a Ethan hizo un esfuerzo por contener su desdén y, con un creíble deje irlandés, respondió, amable:

Del condado de Wexford, por el lado de papá. 

Jay Mac soltó una risilla al retirar la mano; luego señaló con un gesto las butacas que había ante su escritorio y les pidió que se sentaran. Él se quedó de pie, apoyado en el borde de la mesa, y tomó la caja de puros, de laca negra, que había junto a él. Levantó la tapa y les ofreció a sus invitados.

Yo lo he dejado —dijo—, pero no me importaría oler el humo. No creo que eso sea faltar a mi promesa. 

Ethan pasó, pero Jarret tomó uno.

¿Una promesa? —preguntó Ethan. 

Jay Mac cerró la tapa y después cortó y encendió el cigarro de Jarret.

Hice un trato con Dios: prometí que dejaría de fumar si me devolvía a mi hija sana y salva. 

Se perdió el respingo de sorpresa de Ethan mientras disfrutaba de forma indirecta del humo de Jarret. Al cabo de un instante se enderezó, suspiró y rodeó la mesa para volver a su butaca. Una vez sentado, dedicó toda su atención a Ethan Stone.

Su telegrama me llegó hace cinco días —dijo—. La verdad, me pareció que Dios faltaba a Su palabra. No se lo he dicho con estas palabras a Moira ni a Mary Francis, ya que se sentirían muy decepcionadas si me oyeran hablar así, pero es lo que pienso. 

Un observador imparcial habría creído que Jarret se mantenía al margen de la conversación; incluso le daría la impresión de que no le interesaba y de que se concentraba quizá sólo en el sabor y al aroma del cigarro. Ese observador imparcial se equivocaría: Jarret no perdía detalle de los nombres que acababa de oír y archivaba la información. Mary Francis era la hija mayor de Jay Mac, monja de las Hermanitas de los Pobres de Queens. Moira Dennehy era la amante de Worth y, según Ethan, lo era desde hacía veinticinco años; también era la madre de las cinco hijas de Jay Mac. Cinco hijas ilegítimas, todas llamadas «Mary»... Se las arregló para controlar su regocijo exhalando un aro de humo azul grisáceo.

Dígame, señor Stone —decía Jay Mac en ese momento—, ¿cuál es el peligro real en que se encuentra mi hija? 

Si no creyera que Houston y Detra iban a venir a buscarla, no le habría mandado un telegrama ni habría venido yo mismo —dijo—. Va a necesitar protección. Ni por un instante se me ha ocurrido que Houston y Dee vayan a escabullirse discretamente y a vivir el resto de sus vidas en el anonimato. Si hubiera visto la mirada que Houston le dirigió a Michael cuando lo sacaban después de escuchar la condena, tampoco lo creería. 

Con los ojos entornados, Jarret observó con atención cómo Jay Mac cogía el abrecartas que había sobre la mesa y se daba unos golpecitos en la palma; reconoció en aquel gesto una señal de inquietud y de peligro. Un padre encolerizado podría, sin más, clavárselo en el corazón al hombre que le había hecho daño a su hija, y la estrella de hojalata de Ethan no brindaba mucha protección. Probablemente Jay Mac compraba marshals como otros se compraban camisas. 

Yo no quería que ella declarara en los juicios —dijo en un tono algo seco—. Tendría que haber sido sólo cuestión de usted. 

Tenían que citarla —le dijo Ethan—. Prácticamente fue testigo de todo. 

¿Y tengo que darle a usted las gracias? —Golpeó un poco más fuerte con el abrecartas sobre su piel—. Subestima mucho mi influencia si no cree que yo podría haberle impedido testificar. 

A mí no habría podido comprarme, señor Worth. 

Jarret tuvo que reconocer que su amigo estaba haciéndole frente a Jay Mac, aunque el hecho de que Worth llevara razón no le facilitaba las cosas. La causa de que Mary Michael hubiera sido testigo de robo y asesinato, y de que acabara metida en medio de todo aquel asunto, la tenía Ethan Stone.

Yo no quiero su dinero —dijo Ethan. 

Jarret se planteó si él habría dicho lo mismo, y luego se relajó levemente cuando Jay Mac retrocedió y apartó la mirada. Al final tiró en la mesa el abrecartas, que saltó por la superficie y se puso a dar vueltas como la aguja de una brújula antes de quedarse quieto. Entonces dijo:

Sólo estaba despotricando un poco. 

Ethan asintió con la cabeza, aceptando la casi disculpa.

No intentó usted ningún soborno, ¿verdad? 

Mi hija me conoce demasiado bien y me advirtió que no lo hiciera; me lo advirtió, no me lo pidió. Michael se cortaría la mano derecha antes de pedirme que hiciera nada por ella. Insistió en declarar. Dijo que era un privilegio y un derecho. Detenerla habría significado perderla, señor Stone, y eso es lo único que no voy a hacer. Michael y yo no siempre opinamos igual, pero Dios sabe que la quiero. 

Jarret echó una ojeada a Ethan y supo que éste sentía todo el peso de aquellas palabras, toda la responsabilidad que había en ellas. Ethan Stone había cruzado medio país para arreglar las cosas con Mary Michael. Él, Jarret Sullivan, había ido por el dinero. Entonces cogió un cenicero, sacudió un poco de ceniza de la encendida punta de su cigarro y tomó la palabra. Empezó a explicarle la situación a Jay Mac, puesto que el apresurado telegrama de Ethan no se había extendido en detalles.

Detra Kelly contó con la ayuda de un guardia en la cárcel de mujeres; por lo visto, lo sedujo. —Su perezosa sonrisa se acentuó—. Creo que también ayudó el que le prometiera una considerable parte del dinero del robo, que no ha llegado a recuperarse. 

Yo ni siquiera supe que se había fugado hasta que ayudó a escapar a Houston —dijo Ethan—. Eso fue hace diez días. Michael declaró contra otros miembros de la banda, pero éstos resultaron heridos o muertos en el intento de fuga. Es posible que el mismo Houston esté herido, pero su amante se las arregló para llevárselo. Han esquivado todos los grupos de búsqueda que han mandado tras ellos. 

Ethan y yo nos separamos del pelotón principal y les seguimos la pista hasta San Luis —dijo Jarret—, pero allí los perdí. El rastro se borró. 

Aquello le dolía aún. Él era bueno en su trabajo, pero aún no se lo había demostrado a Dee y a Houston..., y el único modo de hacerlo era atrapar a uno de ésos o a los dos antes de irse de Nueva York.

Tal vez Houston y Dee estén ya en la ciudad —dijo Ethan—, y dudo de que los encontremos primero. ¿Ha actuado usted según las sugerencias que le di en el telegrama? 

¿Se refiere a trasladar a mi familia? —preguntó Jay Mac; en su rostro se advertía una clara expresión de incredulidad—. Señor Stone, esta semana no habría sacado a Moira y a mis hijas de Nueva York ni con el Séptimo de Caballería. 

Se puso los lentes, sacó el reloj de bolsillo y dio un vistazo a la hora.

Dentro de hora y medía se casa mi hija. Llevan meses haciendo planes, y la noticia de la fuga de Nate Houston consiguió que pararan todo un segundo; al instante volvieron al lío de elegir flores para la iglesia y a pelearse por el menú del banquete. Dijeron que le seguían la corriente a Michael y que si ella no estaba preocupada, ellas tampoco. O, al menos, fingían no estarlo. 

Jarret observó a Ethan por el rabillo del ojo. Su amigo estaba pálido. Al oír lo de la boda, pareció que la sangre le huía de la cara. Cuando Jay Mac les ofreció una copa, Ethan aceptó y se la bebió de un trago, como si fuera agua. Jarret tomó la suya a sorbos. Su regocijo nacía de que Ethan estaba tan enamorado que no pensaba con claridad.

Entonces volvió a centrar su atención en John MacKenzie Worth. Aquel abuelo era astuto.

Ethan me ha contado que tiene usted cinco hijas —dijo—. ¿Cuál es, pues, la que va a casarse? 

La mirada de Jay Mac se apartó de Ethan y cayó, inocente, en Jarret.

¿Ah, no lo he dicho? Creía haber mencionado que se trata de Mary Renee. 

Al instante, el inmediato alivio de Ethan se vio sustituido por un sentimiento de cólera. Lo había manipulado.

Quería que creyera que era Michael. 

Jay Mac se encogió de hombros y guardó el licor. Después llevó su vaso de vuelta a la mesa y se sentó en el borde. Sin disculparse, dijo:

Tenía que saber lo que siente por mi hija. —Le echó una ojeada a Jarret—. A mí me parece que la ama. ¿Qué cree usted? 

Justo lo mismo, señor. —La voz de Jarret era cortés y seria; sintió que Ethan le lanzaba una mirada asesina, y no hizo caso de ella—. ¿Sabe Michael que veníamos? 

No se lo he dicho —dijo Jay Mac—. Temía que la noticia la hiciera ponerse a hacer las maletas. 

Jarret dudó de que a Ethan le agradara la noticia. No debía de resultarle agradable saber que Michael haría cualquier cosa para evitarlo, pese a que unos criminales fueran tras ella.

Cuando veníamos para acá, Jarret y yo hemos ideado un plan —dijo Ethan—. Creemos que Michael debería continuar con sus costumbres, como, según parece, ha hecho. Eso hará que Houston y Dee salgan. Sin embargo, por respeto a la seguridad del resto de su familia, creo que las demás deberían dejar la ciudad por un tiempo. 

Jay Mac se quedó callado y tomó otro sorbo.

No puedo decir que me guste la idea de usar a Michael como cebo, y eso es justo lo que ustedes dos me proponen. Por otra parte, no tengo esperanza alguna de convencerla de que deje su trabajo en el Chronicle ni siquiera por un día, por no hablar de las semanas o meses que a lo mejor harán falta para que ustedes atrapen a Houston. Mary Francis estará muy tranquila en el convento; Maggie, Skye y su madre irán a mi casa de verano en el valle del Hudson. 

Jarret había ido contando mentalmente las chicas y su paradero. Faltaba alguien. Entonces Ethan dijo:

Y Rennie estará de luna de miel con su reciente marido. 

Rennie, pensó Jarret; ¿por qué le costaba tanto trabajo recordar a Rennie? ¿Y por qué dudaba Jay Mac a la hora de confirmar la suposición de Ethan?

Bueno, Rennie supone un pequeño problema —dijo Jay Mac despacio—. No estoy seguro de que acceda a dejar la ciudad cuando sepa que usted está aquí. 

Jarret descartó la idea. Una guirnalda de humo se cernía en el aire delante de él. La apartó con un leve soplido.

Seguro que su marido tendrá algo que opinar en el asunto. —Era una afirmación, no una pregunta. 

¿Hollis Banks? —Jay Mac dejó escapar un resoplido burlón—. No se atrevería a contradecir a Rennie. Hará lo que ella diga. 

Fue Ethan quien replicó, aunque Jarret estaba pensándolo también.

Pero ¿es que no tiene ninguna hija que haga lo que le dicen? 

Ni una siquiera —aunque levantó las manos, no parecía especialmente decepcionado—. Me temo que Moira las ha criado con voluntad propia. 

Jarret dudó de que aquello fuese del todo verdad. Sospechó que Jay Mac también habría ejercido su influencia.

Entonces, ¿qué hacemos? 

Jay Mac se acabó su bebida.

Lo cierto es que confiaba en que este asunto con Houston dejara un resquicio de esperanza. Creía que quizá serviría para suspender de forma temporal la boda de Rennie. —Se subió los lentes hasta arriba de todo de la nariz y volvió a mirar el reloj—. Dentro de poco más de una hora... Le he pedido a Dios que no se casase con ese berzotas. 

Jarret mostró una amplia sonrisa, al tiempo que exageraba el placer que le proporcionaba el cigarro.

Supongo que, si tuviera otro vicio que dejar, cerraría otro trato con Dios. 

Jay Mac parpadeó ante la insolencia del más joven, aunque luego soltó una breve carcajada.

Está completamente en lo cierto, señor Sullivan. Completamente en lo cierto. 

Ethan se levantó. La boda de Rennie no era asunto suyo.

Jarret se quedará con la madre y las demás hermanas en el valle. Si está completamente seguro de que Mary Francis se encontrará a salvo, no hace falta más protección por ese lado. Si no confía en que el futuro marido de Rennie sepa cuidarla, le sugiero que contrate a alguien. Yo estaré con Michael. 

Jarret puso su vaso en el borde de la mesa y siguió el ejemplo de Ethan.

Entonces, supongo que nos veremos todos en la boda. Aunque nosotros no vamos vestidos para la ocasión. —Advirtió que Jay Mac tampoco—. ¿Lo seguimos a usted hasta allí? 

Un silencio mortal siguió a la pregunta de Jarret, y Ethan sabía por qué. Jarret sólo vio que, sin darse cuenta, había abordado un tema que debía evitarse. Entonces Jay Mac sacó de un cajón de la mesa papel y una pluma y se apresuró a escribir las direcciones. El rápido movimiento de su mano por la página hacía casi invisible el ligero temblor de sus dedos. Cuando habló, su voz estaba cuidadosamente modulada. Sólo sus oscuros ojos verdes insinuaban la intensidad de su dolor.

Yo no voy a asistir a la boda —dijo, con una sonrisa de burla hacia sí mismo—, ni a entregar a Rennie. Me temo que es uno de los precios que un padre de familia paga por engendrar bastardas. Aunque tal vez sea eso el resquicio de esperanza al que me refería. Así no tendré que ver cómo comete el mayor error de su vida. 

Luego sopló sobre el papel para secar la tinta, lo dobló en cuatro partes y se lo pasó por encima de la mesa a Ethan.

La boda es en la iglesia de San Gregorio, aquí en Manhattan. También he puesto la dirección del hotel de Michael. Se aloja en el Saint Mark desde que volvió de Denver. Por la mañana me iré con Moira y las chicas a la casa de verano. He contratado protección por mi cuenta, así que no necesitaremos al señor Sullivan. 

Jarret asintió con la cabeza; de todos modos, aquello le venía bien. Quería estar en la ciudad cuando Houston y Dee asomaran la nariz.

Entonces me quedaré cerca de ti, Ethan. 

En ese momento Jay Mac negó con la cabeza.

Me sentiría mucho mejor si se quedara cerca de Rennie. 

Todo el regocijo desapareció del rostro de Jarret que, mientras aplastaba el cigarro en el cenicero, preguntó:

¿En su luna de miel? 

Como dudo de que ahora acceda a irse, necesitará tanta protección como Michael. 

Jarret y Ethan preguntaron al mismo tiempo:

¿Por qué? 

Jay Mac ladeó la cabeza y frunció sus rubias cejas. Desconcertado, miró a Ethan.

Así que no lo sabe, ¿verdad? Michael no le ha hablado de Rennie. 

Jarret miró a su amigo esperando su respuesta. ¿Qué diablos pasaba?

No estoy seguro de lo que quiere decir —dijo Ethan. 

Esta vez, cuando Jay Mac Worth levantó las manos, quedó clara su irritación.

Es muy típico de ella —dijo, más para sí mismo que para sus visitantes—. Y Rennie habría hecho igual. Llevan jugando a estos jueguecitos con la gente desde que eran niñas. Uno piensa que ahora, con veinticuatro años, ya no tendrían que divertirles tanto, pero está claro que algunas cosas no cambian nunca. Sólo Dios sabe cuándo tendría pensado decírselo. 

¿Decirme qué? —preguntó Ethan, impaciente. 

¿Decirle qué? —preguntó Jarret, intrigado. 

Michael y Rennie... son gemelas. 

La boca de Ethan, que se había abierto un poco, ahora se cerró de golpe. Jarret soltó un silbido y alzó las cejas al pensar en las posibles consecuencias.

Gemelas. Imagínate... Houston y Dee podrían tropezar con la hermana equivocada. 

La mirada de Jay Mac fue de uno a otro.

Exacto. Y ese idiota de Hollis Banks no puede protegerla. En realidad, no estoy seguro de que nadie pueda —miró con intención a Jarret— si Rennie decide atraer la atención sobre sí misma para salvar a Michael. Y eso, caballeros, es justo el tipo de insensatez que a Rennie se le puede meter en la cabeza. 

Con un brusco ademán, se apartó de la mesa y se puso de pie. Luego se quitó los lentes, los dobló y se los metió en el bolsillo.

Estoy dispuesto a pagar diez mil dólares para detener esa boda. 

Yo no quiero su dinero, señor Worth —repitió Ethan. 

Tendió la mano, le estrechó la suya y se volvió para marcharse. Jarret Sullivan siguió su ejemplo, pero cuando estaba a punto de salir se volvió hacia Jay Mac. En su boca se marcaba cierto placer sarcástico.

Hablando de esos diez mil dólares... —dijo—. Es posible que yo esté muy interesado.