El sonido de un mensaje en el móvil se encargó de interrumpir el silencio que había dentro del coche. Incluso Joel no había encendido la radio, creyó oportuno dedicar el regreso a casa para meditar con sobre todo lo que había ocurrido en ese día; todavía sentía miedo por el incidente de la gasolinera.

—Es mi madre, pregunta que cómo estoy —dijo Helen.

Joel observó que un letrero dándoles la despedida: “Lafayatte, vuelva pronto”. Luego miró el reloj y observó que marcaba las seis de la tarde.

—Llegaremos sobre la hora de la cena. Aunque mejor le dices que te quedas a cenar en mi casa, y así ganamos algo más de tiempo —respondió él.

A la pelirroja le pareció buena idea y respondió el mensaje: “Cnare en ksa de Joel. Tqm, bsos”, pulsó el botón de enviar.

Antes de tomar la autovía que los iba a llevar hasta Nueva Orleans, el joven observó que tras ellos iba un coche de policía. En un momento dado, la patrulla encendió las luces de servicio e indicó a Joel que se detuviera a un lado de la calzada. Cuando lo hizo, se dio cuenta de que aquel hombre era el sheriff Dalton. Bajó la ventanilla al completo para poder hablar con él.

—¿Ocurre algo, sheriff?

Dalton les saludó echándose la mano al sombrero.

—¿Ya os marcháis?

—Sí, ya tenemos datos para nuestro trabajo.

—Primero tendrás que arreglar la luz de posición trasera. Así no puedes circular, podéis sufrir un accidente.

Le disgustó escuchar esa noticia. Tenía bombillas de repuesto, y no era la primera vez que cambiaba una de esas luces, pero le agobiaba esa tarea. Sus manos no es que fueran muy grandes, pero no entraban en aquel diminuto espacio donde estaban alojadas las bombillas. Él hubiera preferido hacerlo al llegar a casa, esa faena los iba a retrasar bastante.

—¿Es necesario?

—¡Por supuesto! —respondió con rotundidad el sheriff—. Baja del coche, te ayudaré.

Alargó su brazo derecho hasta la guantera y cogió una caja de bombillas. Antes de salir advirtió a su amiga.

—Espera aquí dentro, vuelvo enseguida.

Ella respondió con una sonrisa. Cerró los ojos y se quedó allí sentada, intentando relajarse un poco. Tenía un leve dolor de cabeza, todavía no había asimilado la increíble y fantástica noticia. «¿Bruja yo?», se volvió a preguntar intentando responder a todo lo ocurrido hasta el momento. Y creyó encajar todas las piezas de sus dudas, cuando se dio cuenta de que quizá los extraños sucesos con el fuego en la gasolinera y en casa de Juana, la curandera, la relacionaba directamente con todo lo sobrenatural. Sí, quizá también los extraños y ardientes sueños tenían que ver, y todo era un círculo que rondaba a su alrededor para que ella despertara y empezara a averiguar quién era y cuál era su verdadero origen. Después de recapacitarlo, no se sintió asustada. Tan sólo le inquietaba la elección a la que se tenía que someter: el bien o el mal. Helen era bondadosa, pero en más de una ocasión sintió furia hacia Sarah, y sabía que esa sensación le resultaba a veces incontrolable. Su cabeza era un hervidero de preguntas y la única persona que podía responderlas era su abuela. «¿Por qué dijo que corría peligro?», sin duda esa era una de las cuestiones que más le preocupaba.

Joel se dirigió a la parte trasera del coche con el recambio entre sus manos. El sheriff estaba allí, con la mirada puesta en las luces. Al llegar junto al policía, el joven se agachó para comprobar cuál de todas las bombillas era la que estaba rota.

—Sheriff, funcionan tod…

Joel no pudo terminar la frase. Notó en su cabeza un fuerte golpe que lo dejó inconsciente. Tuvo la suerte de no ver la enorme brecha de su cráneo, ni el río de sangre que regó el frío asfalto. Dalton guardó la porra retráctil con la que atizó al joven, y apartó el cuerpo a un lado del coche para que ningún conductor pudiera verlo. Luego se dirigió con sigilo al asiento de Helen, con la suerte de que la encontró durmiendo. «Las bestias mejor dormidas», dijo mientras la redujo sin esfuerzo. Introducir el cuerpo de los jóvenes en el reducido maletero del coche policial fue mucho más complicado.

Le costó abrir los ojos, estaba muy cansada. Cuando pudo hacerlo se dio cuenta de que era de noche y se encontraban bajo el raso nocturno en mitad del bosque, pero eso no fue lo que le preocupó, sino verse desnuda, con su pubis pelirrojo y sus pequeños pechos pálidos destacando en la oscuridad, colgada de brazos en la rama de un enorme árbol. Aunque en realidad sintió más miedo cuando vio a Joel en las mismas condiciones, pero con una enorme herida en la cabeza que tenía muy mal aspecto. Observó el recorrido de la sangre: desde la crisma hasta la altura de los genitales. Sintió pudor al ver la gran desnudez de Joel.

Cuando pudo abrir los ojos al completo vio que allí no estaban solos. Bajo ellos se congregaba una gran multitud. Al mirar a la gente pudo reconocer algunas caras: la camarera del restaurante, el trabajador de la gasolinera y el sheriff Dalton. Todos la miraban con cierto temor.

—¿Qué sucede? —preguntó Helen con voz débil.

—¿Estáis seguros de que es ella? —quiso saber un sacerdote vestido con una túnica blanca que destacaba sobre el resto.

—Padre, tiene todo el aspecto de la última bruja de los bosques de Lafayatte —respondió el sheriff.

—No me basta con un simple parecido. No enviaremos a una joven inocente al infierno por tal motivo —aseveró el sacerdote.

—Tenemos pruebas de que ella es su hija—le informó Dalton señalando a Helen.

—¿Qué clase de pruebas?

—Teddy vio con sus propios ojos cómo su cuerpo se convirtió en una bola de fuego, y Eva dice que en la biblioteca estuvo consultando información sobre… —quedó en silencio dudando en si mencionar el nombre.

—¿Sobre qué? —se interesó el cura.

—Sobre la muerte de CristhaWeaver, la última bruja que enviamos al infierno. ¡La amante de Solomon! ¡Ella es el fruto de su semilla! —dijo Dalton señalando a Helen.

Se escuchó el murmullo de todos los vecinos allí reunidos. El sacerdote mandó callar a la gente y quedó por un momento en silencio. Luego miró a la joven que pendía del árbol, quejándose por el dolor que empezaba a sentir por el peso tirando de sus extremidades. Tomó una decisión.

—¿Juráis ante Dios que vuestras afirmaciones son ciertas? —preguntó en tono amenazador.

«¡Sí, lo juro!», dijeron al unísono los testigos, creyendo que su valentía en atestiguar contra aquella joven les valdría para entrar directamente en el cielo, limpiando así cualquier pecado pasado.

—¡Pues que Dios se apiade de esta joven bruja! —dijo el sacerdote señalando a Helen— ¡Encended la hoguera!.

—¡Joel, despierta! —gritaba Helen intentando poner en alerta al muchacho, pero la inconsciencia del amigo era profunda. Debía estar en un hospital en lugar de allí colgado.

Sus chillidos pidiendo auxilio y clemencia no sirvieron de nada. La joven observó que unos hombres encendieron la pila de leña que se encontraba debajo de ella. «¡Soltadme, por favor!», ni las numerosas lágrimas sirvieron para pagar la mecha, pronto empezaron a brotar las primeras llamas y el calor empezó a alcanzar la planta de sus pies. Sentía quemazón, pero eso no le dolía. Lo que sí le hacía daño eran las heridas de la muñeca que se había hecho al forcejear para intentar liberarse. Esos nudos se hicieron a conciencia para que nadie pudiera escapar de ellos, pero no quisieron darse cuenta de que la pelirroja no era normal. De sus heridas brotó sangre hirviendo, tan caliente como la espesa lava de un volcán. Tan caliente que el recorrido que hizo sobre la piel de sus brazos dejó visibles estigmas provocados por el fuego. Tan caliente que las cuerdas de cáñamo que le apresaban no pudieron aguantar el reguero de fuego que salió del interior de la muchacha. Esa misma fuerza la liberó de sus ataduras, provocando que cayera con violencia dentro de la enorme hoguera que tenía bajo sus pies.

La comuna que miraba con atención los hechos quedó atónita, sin poder pronunciar palabra. Lo que más les sorprendió fue ver el cuerpo de la joven desaparecer entre las llamas, de igual modo como el que cae en un pozo sin fondo, sin escuchar ningún quejido de dolor, sólo el típico sonido del bosque en la noche mezclado con el ruido de la lumbre ardiendo. ¡Eso fue lo que más les asustó! El silencio sepulcral y el escuchar a los depredadores nocturnos merodeando el lugar. Jamás se hubieran imaginado en qué clase de presas se habían convertido ellos allí, bajo la Luna y el olor a piel quemada que provenía de la hoguera.

El sacerdote rompió el silencio con un viejo cántico cristiano con el que pedía a Dios que tuviera piedad de la joven que le acababan de enviar para su juicio. El resto de la gente se animó a canturrear el estribillo: «Gracias Señor por defendernos, tu bondad jamás olvidaremos, nuestra fe por ti cultivaremos… »

El cura se acercó hasta la hoguera, y cuando terminó el salmo, roció el fuego con unas gotas de agua. Jamás se pudo esperar lo que ocurrió después, pues el contacto de esa bendición con el puro fuego provocó una fuerte explosión. Todo el mundo cayó al suelo al mismo tiempo que una llamarada descomunal ascendió con fuerza hacia arriba, quemando el árbol en el que poco antes había estado colgada Helen.

—¡Pero qué coño… ! —exclamó Dalton mientras ayudaba al sacerdote a levantarse.

Cuando estuvieron de pie y se recuperaron del aturdimiento, vieron una imagen que les cortó la respiración. La muchacha pelirroja estaba en brazos de una figura humana hecha por fuego. Las llamas salieron de la hoguera, andando y portando con delicadeza el cuerpo de la joven, a quien dejó con sumo cuidado sobre el suelo. Más asombrados quedaron al ver que ella no había sufrido ningún daño, ni tan siquiera una sola quemadura. La figura de fuego pronunció con voz enérgica: «¡Despierta, hija mía!», y ella lo hizo.

Helen se levantó a la orden de aquel extraño ente. Cuando estuvo reincorporada, las llamas la abrazaron y cubrieron su desnudez. Abrió los ojos de par en par. Sus iris cambiaron su color característico por el tono más rojizo y brillante que pudiera brillar en el infierno. Se miró las palmas de sus manos y vio que de ahí nacían las llamas de su ser; no tenía corazón, tenía fuego en la sangre. Miró la figura de llamas, no pudo evitar preguntarle:

—¿Eres mi padre?

—Soy lo que queda de él —respondió aquel retrato de llamas.

El sacerdote se levantó. Cogió el crucifijo que colgaba de su cuello y se acercó con valentía hasta el hombre de fuego, pero de nada le sirvió la reliquia, que no tardó en arder bajo la desafiante mirada de aquel extraño ser.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Soy el espíritu de al que llamabais Solomon; habéis atentado contra mi sangre —respondió con furia.

—¡El demonio! —gritó Dalton, desenfundando su revólver y descargándolo de forma inútil e incomprensible contra Solomon. Las balas no sirvieron, atravesaron la figura de fuego y se perdieron en la oscuridad del bosque.

La gente huyó asustada del lugar. Sólo se quedaron el sacerdote y el sheriff haciendo frente a la maldad del espíritu.

—¡Regresa al infierno! —ordenó el cura.

—¿No te das cuenta? Ya no soy un simple brujo al que puedas condenar, ni tan siquiera un diablo para asustar con el símbolo de tu Dios. ¡Me convertí en algo más oscuro y poderoso por mi servicio al Rey de la Oscuridad!

Dalton, asustado ante la temible presencia fantasmagórica intentó protegerse cogiendo a Helen y usándola como escudo. Pareció no querer darse cuenta de que no estaba tratando con una persona de carne y hueso. La estúpida acción hizo que Solomon riera de forma maquiavélica, sabiendo que el sheriff no iba a ganar con aquel chantaje que pretendía hacerle.

—¡Vete y la joven no sufrirá ningún daño! —gritó nervioso Dalton a la vez que la tenía cogida por la espalda y la apuntaba en la cabeza.

—¡Cómo si la pistola te fuera a servir! —volvió a reír Solomon.

Con cada una de las risas del maligno, su cuerpo candente ganaba luminosidad, haciendo perecer la oscuridad del lugar. Solomon quiso dejar claro quién era él y qué clase de poder tenía. Se acercó con su cuerpo de fuego hasta tener al cura a menos de un metro de distancia.

—Saluda a Dios de mi parte —dijo Solomon.

El sacerdote no tuvo tiempo para reaccionar. Solomon sopló con fuerza y una nube de fuego rodeó al hombre santo, abrasándolo en un instante y cayendo sobre el suelo convertido en cenizas.

Cada vez el sheriff estaba más aterrado. Los nervios provocaron que la mano con la que apuntaba se moviera de forma incontrolable, y sin querer golpeó en varias ocasiones con la punta de la pistola en la sien de la joven.

—¡Atrás! —advirtió a Solomon al ver que se acercaba hasta él.

—¡He dicho que atrás… ! —repitió.

Se escuchó la detonación de la pistola. Dalton apretó el gatillo hasta el final y vio cómo la bala atravesó el cráneo de Helen. Luego miró a Solomon que lejos de espantarse por lo sucedido, continuó riendo. Al ente le pareció una escena muy divertida.

El sheriff observó el cuerpo de la joven. Se asustó al ver que, aunque el disparó, la había matado, ella no se había desvanecido sobre el suelo. Seguía erguida junto a él. Se apartó de Helen, y la pelirroja permanecía en la misma posición, con los ojos abiertos y con un enorme boquete en la cabeza, por el cual se podía ver la entrada y salida de la bala. De allí no salió sangre, y eso le aterró, pues lo único que se observaba a través del agujero era una masa de fuego, cómo si los sesos de la joven fueran el núcleo del centro de la Tierra.

Dalton arrojó el revólver al suelo y se echó a correr, pero no logró escapar. Tuvo la misma suerte que el sacerdote. Una llamarada que salió de la boca de Solomon lo calcinó antes de que las piernas del policía alcanzaran su máxima velocidad.

—¿Papá? —preguntó Helen sin entender lo que estaba ocurriendo y sintiendo cómo la herida en su cabeza estaba cicatrizando.

Solomon se acercó hasta la joven. Sus abrazos la rodearon. El delicado cuerpo de Helen quedó cubierto por las llamas. Ella se apartó y miró a lo que creía que eran los ojos de su padre; vio aquel rostro intentando dibujar una sonrisa.

—Al fin estás conmigo, hija.

Solomon le tendió la mano, y ella la agarró.

—¿Vamos? —preguntó él.

Helen miró a Joel que seguía colgado del árbol. En su rostro se reflejó la tristeza.

—No podemos hacer nada por él —aseguró Solomon.

Entonces ella sintió las lágrimas brotar de sus ojos, helando por completo el fuego que sentía en su corazón. Entendió que con su amigo muerto por su culpa, ya no tenía sentido seguir allí en ese mundo. Marchó con paso lento junto a su padre hacia la fogata en la que pretendieron quemarla con vida. Allí se encontraba abierta la puerta para entrar al mundo de la oscuridad.

Antes de que pusieran el primer pie dentro del fuego, Solomon sintió una helada brisa que le hizo recordar muchos momentos de cuando vivía junto a su amada Cristha.

—¡Detente, Solomon! —gritó una anciana.

Se detuvieron antes de entrar en el infierno, y Solomon reconoció la cara de la vieja.

—¡Dorothea! Sabía que eras tú —musitó él.

—¡No puedes llevártela! —le increpó ella.

—¿Por qué no? ¡Es mi hija, tiene mi sangre! En este mundo sólo corre peligro. En el otro lado la respetarán por ser quién es.

—Todavía no ha cumplido la mayoría de edad. Aún no puede elegir entre el bien o el mal.

Aquella afirmación trastocó los planes de Solomon. Si Helen marchaba con él sin haber cumplido la mayoría de edad se convertiría en el otro lado en una simple víctima al no haber cruzado el umbral por su propia decisión. Sería una miserable alma en el infierno, jamás podría llegar a desarrollar su poder.

Solomon soltó la mano de su hija, la miró a los ojos y le dijo.

—Eres igual de preciosa como lo era tu madre. Todavía es pronto para que vengas conmigo y te responda a todas tus preguntas. Además, quizá tienes la pureza de Cristha y no mereces venir conmigo. Si me necesitas, piensa en fuego. Las llamas te responderán. Nos veremos pronto hija.

Solomon se apartó de ella. Se despidió de su hija pasándole la mano por su cabellera pelirroja, allí las llamas de la figura del padre pasaban desapercibidas, aunque Helen notó el calor, el mismo que sentía todas las veces que había soñado durante los últimos años. Entonces ella supo que esa sensación era el del amor de sus padres.

El espíritu se adentró en la hoguera, sin mirar atrás y sin despedirse de Dorothea. Su suegra jamás le trató bien en vida y le guardaba cierto rencor. Al contacto de las llamas con más llamas, Solomon Loveau cruzó al hogar en el que ciertos cristianos le obligaron a vivir. De una u otra forma él se buscó ese destino.

Se acercó hasta la fogata y cuando observó que Solomon desapareció al completo, conjuró unas palabras ininteligibles para Helen. Luego sopló sobre el fuego y el gélido viento que salió de su boca terminó por cerrar la puerta entre el bien y el mal.

Dorothea se acercó hasta la joven que permanecía desnuda. La cubrió con su gabardina y luego la abrazó con fuerza y mucha ternura.

—Abuela ¿Qué está ocurriendo? —preguntó la pelirroja desorientada.

—Nada, hija. Tú no tienes la culpa de lo que te está pasando.

En un momento dado se acordó de Joel. Acudió corriendo hasta él. Lo bajaron del árbol y cubrieron sus vergüenzas con su ropa que encontraron tirada por el suelo.

—¿Está muerto? —preguntó Helen.

La vieja puso la mano en el cuello del muchacho. Luego hizo lo mismo pero sobre la frente, y susurró un hechizo.

—No, pero le ha faltado poco. Duerme profundo.

—¿Se pondrá bien? —preguntó con un gesto de preocupación en su cara.

Dorothea entendió la amistad especial que había entre los dos jóvenes. Sabía que si terminaban teniendo una relación, él lo pasaría muy mal; las parejas sentimentales entre gente normal y la que se dedicaba a la magia no solía funcionar.

—Se pondrá bien, no te preocupes —le respondió la vieja mientras cubría con barro del suelo la herida del joven.

—¿No se infectará?

—Tranquila…

Dorothea sopló sobre el ungüento que secó enseguida y Helen observó cómo la enorme herida de la cabeza de su amigo había desaparecido. «Magia», pensó la pelirroja a la vez que lucía la primera sonrisa de la noche.

—Abuela, ¿Yo soy buena o mala? —preguntó extrañada, pues ya no sabía si había heredado los rasgos de la madre o de su padre.

—Eso tendrás que decirlo tú, cariño. Pero aún eres joven y debes aprender.

—¿El qué?

—Sobre la vida. Tienes que forjar tu interior y escuchar lo que sientes por ti, por el resto de la gente, por la Tierra.

Helen mostró un gesto de incertidumbre, pues no sabía a lo que se estaba refiriendo su abuela.

La vieja sacó de una bolsa un libro con aspecto muy antiguo.

«La verdad entre el bien y el mal», leyó en voz alta la joven.

—¿Qué es? —preguntó.

—Algo que te ayudará a tomar la gran decisión de tu vida.

La vieja se puso en pie y ayudó a Helen a meter a Joel en su coche. Por fortuna el sheriff pensó que aparcado en la cuneta podría provocar un accidente y decidió que alguien lo condujera hasta allí.

—Ahora debes despertar a tu amigo y marcharos de aquí —apresuró a decir Dorothea.

—¿No vienes con nosotros, abuela?

La vieja sonrió, le gustaba escuchar esa palabra que la relacionaba con la pelirroja. Era tan idéntica a su hija que no pudo evitar recordarla cuando tenía la misma edad que Helen.

—No, debes elegir tú misma. Yo no puedo interferir en tu decisión.

Dorothea besó en la frente a su nieta.

—No estás sola. Te vigilaré.

Sonrió por última vez y desapareció en la oscuridad que cubría el bosque, a la vez que se levantó un ligero viento moviendo las ramas de los árboles.

La misma brisa que acompañó la despedida de la vieja, hizo que Joel despertara. La sensación de fresco sobre la cara le hizo abrir los ojos.

—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó asombrado al verse dentro del coche, medio desnudo y bastante sucio.

Helen se puso contenta al ver que su amigo se encontraba en buen estado. Lo abrazó.

—Nada que pudieras creerte. Te dormiste antes de que empezara lo interesante.

La respuesta de Helen no le ayudó a salir de dudas. Miró el reloj y se dio cuenta de que llegaban muy tarde a casa. A ambos les extrañó no tener ninguna llamada perdida de sus padres, y eso era un buen síntoma para saber que por el momento, se iban a librar de la regañina.

Joel puso a todo volumen “At The final countdown”, mientras Helen le contaba el por qué se quedó dormido en el coche. La historia de que se cayó por la cuneta mientras cambiaba la bombilla, no le resultó muy creíble. Les había ocurrido tantas cosas ese día que ese suceso no le inquietó demasiado. Se preocupó de coger la autovía y pisar el acelerador para llegar lo más pronto posible a casa. Se acercaba la primavera y Joel no tenía ganas de empezarla castigado. Eso sí le preocupaba.