A su madre le resultó extraño ver a su hija despierta tan temprano. «¿Te encuentras bien?», preguntó al notarla un poco inquieta. En realidad la joven estaba nerviosa. Jamás había mentido a sus padres, e intentó convencerse de hacía lo correcto para que sus padres no sufrieran. Respondió que todo estaba bien, pero Catheryn conocía demasiado a Helen. Sabía que tramaba algo. Su cara la delataba.

—Sea lo que sea puedes contar conmigo.

—Lo sé, mamá —respondió con una sonrisa.

Helen cogió la mochila y besó a su madre al despedirse. Este gesto terminó por delatarla: «No está llevando bien la noticia de la adopción», pensó su madre a la vez que la vio a través de la ventana de la cocina subir en el coche de Joel. «El tiempo dirá… », dijo en voz baja Catheryn mientras limpiaba y secaba la taza de color naranja que había usado su hija para desayunar, la misma que había utilizado durante los últimos diez años.

Joel no estaba acostumbrado a realizar viajes tan largos, así que se armó de mucha paciencia, de lo que él consideraba buena música y de un viejo mapa que le quitó a su padre por si acaso se perdía. No tenía el carné de conducir desde hacía mucho tiempo y por ese motivo le aterraba la idea de tener que salir de la ciudad, pero él no iba a reconocer su temor ante Helen. Creía que bastante tenía ella con sus preocupaciones.

Llevaban poco más de una hora de camino recorrido cuando se terminó el primer cedé. Coldplay no eran clásicos, pero sin duda pensaba que era de los pocos grupos que conservaba esa chispa de genialidad que mueve a los melómanos como él. Aminoró por un momento la marcha, y miró a Helen que parecía adormilada.

—Dicen que la música amansa las fieras, pero lo tuyo no es normal. ¿Estás bien? —se interesó al ver a Helen más seria de lo habitual.

—Sólo pensaba… —respondió la pelirroja.

Joel pulsó el botón «play» para que el disco volviera a empezar de nuevo. Helen lo miró.

—¿No preguntas en qué pienso?

—Tienes un montón de cosas para pensar y creo que debería dejarte y no entrometerme. Ahora bien, si quieres que te pregunte, lo hago.

La pelirroja sonrió y le dijo que lo hiciera.

—Entonces… ¿en qué piensas? —formuló la pregunta con un gesto gracioso.

—En mis padres; adoptivos y verdaderos… —quedó pensativa.

—¿Y en algo más?

—Sí, en ti.

A Joel la confesión le causó cierta curiosidad.

—¿En mí?

—Sí, en ti. Siento haberte metido en todo este jaleo —respondió Helen con una mirada seria y sincera.

—Por mí no te preocupes, yo estoy bien. Averiguaremos todo sobre tus padres y pondremos fin a tus dudas.

Helen se esperó una respuesta de ese tipo, sabía que Joel haría lo que fuera por la ayudarla.

El joven volvió a centrar su atención en la carretera. Por el momento no se había equivocado, incluso ni en su decisión de acompañar a su amiga, y eso le hizo sentirse bien. Presionó el acelerador lo justo para adecuar la velocidad a la autovía en la que circulaba.

Justo antes de entrar en la ciudad de Lafayette, Joel observó cómo el depósito de la gasolina se ponía en reserva. Detuvo el coche en una estación de servicio para repostar. Antes de salir del coche sacó dinero de su cartera. Empezó a contar las muchas monedas y los pocos billetes que llevaba encima: «Cinco, seis, siete, nueve y medio, diez y medio, once… treinta dólares», hizo el cálculo en voz alta.

—¿Has roto el cerdito? —preguntó sonriendo Helen.

—Más bien lo he exprimido. Después de comprar el coche ya no me quedan demasiados ahorros. Tengo ganas de que llegue el verano para volver a trabajar en el almacén de mi tío y así ganar algo de pasta.

Joel repostó y antes de entrar en la tienda para pagar, observó que su amiga salió del coche para ir junto a él.

—Me apetece estirar las piernas —dijo ella abrazando por la espalda al muchacho.

Helen solía mostrar su cariño de ese modo, cruzando los brazos por el cuerpo de Joel, pero él empezó a sentir algo muy especial con cada uno de esos gestos de afecto.

Al entrar en la tienda Joel observó un viejo reloj analógico que colgaba justo encima de la caja. Marcaba las 09:54 horas.

Se acercó hasta el dependiente y dejó todo el dinero amontonado encima del mostrador.

—Le he echado treinta dólares —dijo Joel.

El hombre que atendía era una persona de unos cincuenta y pico años. Un tío no muy alto, calvo, recio y con cara de muy mal carácter. Infundía miedo.

Mientras Joel pagaba, Helen estaba entretenida mirando la sección de chucherías y snacks. Sin darse cuenta se chocó con un hombre joven, de raza negra. El golpe provocó que a este se le cayeran de su chaqueta las botellas de güisqui que estaba robando. El ruido de cristales rotos llamó la atención del dependiente, que al ver lo que ocurría cogió una porra de madera que guardaba bajo el mostrador. Salió a por el ladrón, pero justo en ese momento el delincuente cogió por la espalda a Helen. Sacó una navaja de grandes dimensiones y la puso sobre el costado de la pelirroja.

—Si te acercas, la rajo —dijo el delincuente.

Joel intentó aproximarse hasta ellos para calmar la situación, pero el maleante les volvió a advertir: «Ni un paso más».

Helen sintió el duro acero presionando sus carnes. Jamás en su vida había sentido una situación tan extrema y se sintió agobiada. Empezó a sudar.

—Por favor, suéltame —pidió ella.

—Zorra, si hubieras mirado por dónde andabas, nada de esto habría ocurrido —la zarandeó.

El mal gesto del agresor hizo que Joel y el trabajador de la gasolinera intentaran acercarse hasta ellos, para liberarla. Pero el negro hizo presión con el cuchillo en el cuerpo de la pelirroja, de tal modo que la joven sintió un dolor agudo. Ella no pudo evitarlo y se quejó.

—No os atreváis a moveros. Tú, cerdo. Llena una bolsa de papel con todo el dinero que tengas en la caja —ordenó.

En un primer momento el dependiente no hizo caso, pero tras escuchar un segundo grito de la chica, se dirigió hacia la caja.

—Por favor, cógeme a mí y deja a ella en paz —dijo Joel.

—¿Acaso es tu novia?

Le apartó el pelo rojo para ver la cara de su víctima. Le gustó lo que vio.

—No está mal la zorrita, es guapa —dijo a la vez que pasó la lengua por la mejilla izquierda de la joven—, y sabe muy bien.

El agobio de Helen fue en aumento. Sintió calor y el sudor empapando sus axilas, su espalda; empezó a calar la ropa.

—¡Déjame! —gritó la pelirroja—, ¡Por favor, suéltame!

Regresó el dependiente con la bolsa. El atracador le ordenó acercarla desde el suelo, con una patada. Lo hizo, y tras darse cuenta de que era el quinto atraco que sufría ese año, pensó que no valía con resignarse: «Si tengo la oportunidad, me lo cargo», pensó esperando pillarlo desprevenido. El negro hizo que Helen recogiera la bolsa con el dinero. Creyó tenerlo todo controlado: «Te vendrás conmigo, guapa», dijo en voz alta.

—¡Suéltame! —dijo furiosa ella.

Ella tenía calor, pero ya no era el agobio de opresión que poco antes casi logró tirarla al suelo. Era furia lo que estaba sintiendo recorrer por sus venas.

—No estás en condiciones de pedir —dijo el delincuente presionando una vez más el cuchillo.

La chica sintió dolor, pero esta vez no se quejó. Cerró los ojos y esperó a que sucediera algo. Notó algo extraño que llegaba por su sangre y se desprendía de su cuerpo.

—¿Qué coño? —preguntó extrañado el negro al sentir quemazón en la mano en la que empuñaba la navaja.

Joel permanecía atento a cada uno de los movimientos de aquel delincuente, tenía decidido que a la mínima oportunidad se lanzaría para liberar a su amiga. El trabajador de la gasolinera tenía una idea similar, pero en su mente rondaba soltarle un mamporro en la cabeza y arrancarle los dientes a aquel «maldito negro», conforme llevaba llamándolo desde hacía rato en su pensamiento.

Helen parecía estar relajada, permanecía con los ojos cerrados. «El fuego está en tu sangre», recordó las palabras de Juana. Entonces ocurrió algo que provocó desconcierto. De su cuerpo surgieron dos enormes llamas que prendieron fuego al delincuente. El atracador se apartó de la chica envuelto en llamas, gritando por el dolor. Salió corriendo al exterior de la tienda. Joel se abalanzó sobre ella, para intentar ponerla a salvo.

—¡Vámonos! —gritó Helen a Joel.

Los amigos salieron de allí corriendo. Se subieron al coche y tras comprobar que la chica no tenía ninguna herida, se marcharon lo más rápido que pudieron del lugar.

Joel miró por el retrovisor. Vio la enorme masa de carne carbonizada en la que se estaba convirtiendo el atracador. Justo delante de él, el dependiente miraba satisfecho el horrible final del maleante. Podría haber usado uno de los muchos extintores que había allí, pero decidió no hacerlo: «Tú te lo has buscado», dijo el trabajador de la gasolinera, sintiendo el olor a carne abrasada.

Se detuvieron en un restaurante de carretera que no les causó muy buena impresión, «La Fogata», pero Joel se empeñó en hacerlo porque necesitaba estar seguro de que su amiga se encontraba en perfectas condiciones.

La camarera que les sirvió el café tampoco les gustó mucho. Resultó ser una antipática mujer mayor que pareció molestarle que se hubieran fijado en aquel solitario lugar para tomar algo y descansar. Joel con cierta ironía pensó que la camarera igual era hermana del trabajador de la gasolinera. Por el aspecto físico y su conducta, era lo más propio.

—¿De verdad que estás bien? —le preguntó a Helen.

—Sí, no te preocupes. Estoy bien.

Él no estaba seguro, vio en varias ocasiones al atracador clavarle ligeramente el cuchillo en su costado.

—Si no me dejas verlo, no estaré tranquilo.

La pelirroja se subió la camiseta y al final pudo comprobar que tenía razón, no había ninguna herida.

—Todavía no me explico lo ocurrido —dijo él.

Helen tampoco sabía muy bien lo que había sucedido, pero creyó que no era tiempo para pensar en ello. Tenía que encontrar cuanto antes pruebas sobre sus padres y regresar a casa lo más pronto posible.

—Es fácil, nos han atracado y me he librado por los pelos —respondió ella, pero sabía que su amigo no se refería a eso—. Estamos bien, es lo que importa.

Joel dio el último trago a la taza de café. Sintió alivio, pero decidió que por el momento no le haría más preguntas a su amiga.

La campana que había sobre la puerta sonó. Los jóvenes miraron hacia la entrada y vieron a un enorme policía. El oficial se dirigió a la camarera y le susurró algo al oído. Ella le indicó con el dedo índice la mesa de Helen y Joel. Con paso firme se aproximó hasta los jóvenes.

—¡Buenos días! —saludó el policía— ¿Puedo sentarme? —preguntó.

Los amigos le dieron permiso.

—Soy Dalton Speakson, sheriff de la ciudad. ¿Quiénes sois?

Joel estuvo a punto de hablar, pero Helen le cortó tomando ella la voz.

—Él es Joel; yo soy Helen Hugman.

—¿De dónde sois?

—Venimos de Nueva Orleans.

La camarera se acercó hasta la mesa y sirvió un café al Sheriff.

—¿Y se puede saber qué hacen dos muchachos jóvenes de Nueva Orleans en Lafayette?

La bebida del Sheriff estaba muy caliente, pero pareció no importarle. Bebió un largo trago.

—¿Y bien? —volvió a preguntar.

—Hemos venido hasta aquí para consultar la Biblioteca Municipal. Estamos desarrollando una investigación para el instituto sobre un paisano nuestro que murió por esta zona, o eso creemos —respondió Joel, pensando que si no hablaba iba a parecer tonto y posiblemente hacerles sospechosos de algo.

—¿Y quién es ese hombre?

—Solomon Loveau —respondió Helen.

Dalton Speakson se terminó el café con un segundo trago.

—No tengo ni idea quién es. Pero si buscáis la biblioteca está al final de la Avenida Tuckson, al salir a mano izquierda. Decidle a la gruñona de Eva qué vais de mi parte.

Los jóvenes le agradecieron la información. Se levantaron para marcharse, pero el sheriff les hizo volver a sentarse.

—Todavía no hemos terminado, chicos.

—¿Qué ocurre? —preguntó Helen.

—Vengo de la gasolinera del norte. ¡Menuda barbacoa! Teddy, el dueño, me dio vuestra descripción.

Los jóvenes se mostraron algo nerviosos. Si constaba en algún documento oficial que ellos estaban allí, iban a tener serios problemas en casa con los padres.

—¿Estás bien? —preguntó Dalton a Helen—. Me dijo Teddy que ese loco te tomó por rehén.

Ella asintió con la cabeza.

—¿Quieres presentar una denuncia?

—¿Debería hacerlo? —preguntó ella.

—Sólo si lo consideras necesario, aunque viendo que no tienes heridas y estás bien, creo que sería mejor dejarlo correr. Además, el caso está claro. Al tío, un ladrón torpe, se le rompen las botellas de alcohol que estaba robando y se empapa la ropa con él. Luego el lerdo se enciende un cigarro sin más, y… ¡Boom! Negro a la parrilla, caso cerrado. ¿Sabéis que la carne de cerdo negro es la más sabrosa? —la ironía no causó buena impresión a los muchachos— ¿Es eso lo que ocurrió no?

Helen y Joel se miraron antes de hablar. Esa mirada les sirvió para pactar lo que iban a decir. Se conocían de sobra.

—Sí, así es —dijo ella.

—Entonces todo solucionado, chicos. Podéis marchar. ¡Disfrutad de Lafayette, espero que encontréis lo que estáis buscando! —sonrió el Sheriff.

Los amigos se despidieron de Dalton y se marcharon de allí. La camarera se acercó hasta la mesa, en la que todavía permanecía sentado el policía. Le volvió a servir café.

—¿Crees que es ella? —preguntó.

—¡Por Dios, Sheryl! ¿Acaso no la has visto? ¡Es idéntica a la madre!

La camarera dejó la cafetera en la mesa de Dalton, para que se sirviera a su gusto. Regresó tras la barra del bar, a la vez que se santiguó y empezó a rezar mentalmente: «Dios te salve, María… »

«¡En esta ciudad está todo el mundo mal follado!», exclamó Joel a Helen, quejándose del mal carácter de Eva, la bibliotecaria. Le dijeron que iban de parte del sheriff, pero eso pareció no alegrarla demasiado. Se limitó a informarles en qué lugar podían encontrar la hemeroteca de los periódicos locales.

Empezaron a buscar información sobre las doce de la mañana, y ya habían pasado dos horas desde entonces. El estómago del chico se vio resentido por no haber comido nada durante la mañana y se quejó. Se echó la mano al bolsillo de su tejano, y encontró un par de dólares. «Voy a por algo de comer», le dijo a Helen. Se fijó en la máquina expendedora de comida que había justo en la entrada de la biblioteca.

Helen tenía sobre la mesa todos los volúmenes del único periódico local que se publicaba en la época. Se limitó a recopilar los únicos que iban entre las fechas de su posible nacimiento hasta poco después de su ingreso en el orfanato de Lafayatte: «de enero de 1995 hasta diciembre de 2000».

Organizó todos los periódicos en dos montones: el primero con los años de 1995 a 1998, y el segundo con los años de 1999 al 2000. Cuando regresó Joel con un par de bollos en la mano, le dio el segundo montón para que los ojeara. Le destinó ese grupo adrede. No porque no confiara en él, pero ella sabía que lo que buscaba con probabilidad se encontraba en la pila de papeles que ella iba a mirar, y tenía decidido hacerlo con mucha paciencia.

—¿Qué hay que buscar? —preguntó Joel.

—Cualquiera de estas cosas: «Solomon Loveau, mujer muerta en incendio, bebé abandonado, fuego… » —le pasó un papel con una serie de palabras anotadas.

Las horas pasaron y Joel no encontró nada. En cambio Helen dejó apartados unos diarios que contenían cierta información interesante. Cuando comprobó que en el resto no había nada, se centró en los que había dejado a un lado para comprobarlos.

Helen empezó a leer en voz alta:

«Crónicas de Lafayette, 24 de junio de 1998.

UNA JOVEN MUERE EN UN INCENDIO.

La noche más corta del año, la del 23 de junio, la joven identificada como CristhaWeaver, perdió la vida en un incendio que tuvo lugar en su domicilio situado en la céntrica All Saints Road, 16. Los motivos del incendio todavía se desconocen… »

«Crónicas de Lafayette, 30 de junio de 1998.

ESCLARECIDO EL INCENDIO DE ALL SAINTS ROAD.

Confirmado. El jefe de la Brigada de Bomberos de Lafayette, Edward Greefeth, notifica que el incendio que causó la muerte a la joven C.W, de 28 años de edad, fue motivado por un descuido en su hogar. Dado que la joven vivía sola y nadie ha reclamado su cuerpo, el Ayuntamiento ha decidido costear la sepultura a la joven en la parte antigua del cementerio local… »

«CristhaWeaver», le pareció precioso el nombre de su auténtica madre. Aunque Helen no se creyó la noticia en la que aseguraban que la muerte era debido a una imprudencia. No, eso no era así. Ella lo había soñado y sabía que sus sueños decían la verdad: la mataron, aunque no sabía quién ni el porqué.

La cascarrabias de la bibliotecaria se acercó hasta los jóvenes para comprobar que no hacían nada extraño. Eva pudo leer uno de los titulares: «Una joven muere en un incendio». De forma desagradable les dijo que procuraran no dejar desorganizado ninguno de aquellos periódicos y volvió a su sitio.

Helen había encontrado parte de lo que buscaba. De su padre no salió ninguna información, pero no esperaba encontrarlo en vida, pues en su sueño ya se decía que había muerto. El reloj marcaba las tres y media de la tarde. Antes de regresar a casa le pidió un nuevo favor a Joel. Su amigo, de nuevo, no pudo negárselo. Pusieron rumbo al Cementerio Local de Lafayette.

Se despidieron de forma muy amable de Eva, y la única respuesta que obtuvo por parte de ella fue: «¡Shhh!».

Cuando los jóvenes salieron de allí, la bibliotecaria descolgó el viejo teléfono fijo que había sobre su mesa de trabajo. Marcó un numero móvil y cuando escuchó que desde el otro lado la saludaban, ella dijo de forma muy tajante: «Dalton, sin duda es ella. Ha buscado cosas sobre su madre», colgó sin esperar una respuesta por parte del otro interlocutor.

La parte antigua del cementerio en realidad era más fría y triste que la zona nueva. Quizá porque dejaron a los árboles crecer a su voluntad y estos lo hicieron mal: encorvados y dejando las ramas caer sobre el camposanto, como si fueran personas doblegadas por la tristeza y llorando ante las lápidas. Cuando los jóvenes llegaron al lugar, se encontraron con poco tiempo para poder visitarlo, pues estaban a punto de cerrar.

Helen averiguó el paradero de su madre, pero se sintió muy triste al ver donde descansaban sus restos: en una zona común en la que descansaban los pocos cuerpos que durante años, nadie había reclamado. A Helen le hubiera gustado encontrarse con un nicho individual para su madre, o que descansara en una pequeña parcela bajo el suelo, pero no se encontró con nada de eso. Tuvo que armarse de valor y hablar al suelo, como si estuviera dando una charla a un montón de cadáveres. Eso no le gustó, hasta esa poca dignidad le habían arrebatado. Antes de decir nada, se giró y vio a Joel que la vigilaba desde la distancia. Helen habló al lugar, esperando que su madre recibiera el mensaje:

«Mamá, al fin te encuentro. ¿Por qué nos separamos? Sé que me escuchas, y aunque jamás encuentre respuesta y creas que no te conozco, no es así. Te he visto en sueños y creo que no son más que recuerdos que tengo tuyos… »

Escuchó el ruido de unos pies pisando el césped seco que era muy común en aquella zona vieja del cementerio. Al notar que alguien se acercaba hasta ella se giró. Se llevó una gran sorpresa.

—¡Helen!

Ante sus ojos había una mujer anciana, vestida de negro. Su cara era redonda, con unos enormes ojos aparentemente cansados. El aspecto de la vieja era cansado.

—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó la joven a la desconocida.

Helen buscó con la mirada a Joel. No tenía miedo de la mujer, pero se iba a sentir más cómoda con él a su lado. Se preocupó al ver que el joven no estaba, había desaparecido.

—Nosotras te lo pusimos…

—¿Vosotras? —Helen no entendió a qué se refería.

—Tu madre y yo…

La joven no supo qué contestar. Se quedó helada, sin poder moverse. Volvió a mirar a la mujer, y aunque las facciones le resultaban algo familiares, no pudo averiguar quién era la anciana.

—Puede parecerte extraño lo que te voy a decir. Me llamo Dorothea, soy tu abuela.

Helen seguía permaneciendo inmóvil. Intentó recordar, pero esa mujer no se parecía a la de su sueño.

—Los años no pasan en los sueños, pero la vida real nos demacra —dijo la anciana.

—¿Cómo sabes que he soñado? —preguntó Helen.

—Simplemente lo sé. Toda nuestra generación siempre ha tenido sueños premonitorios antes de estar a punto.

—¿A punto para qué? —preguntó con curiosidad.

—¡Para elegir el bien o el mal! —sentenció la abuela.

—¿Es una locura o qué? ¡No entiendo nada! —Helen se mostró molesta.

Dorothea pasó su brazo por el cuello de la joven y la abrazó con dulzura. Luego miró el suelo, sabía que allí descansaba su hija Cristha. Ella le habría dado su aprobación para que se lo contara todo y así lo intuyó la vieja.

—Presta atención, cariño. Te lo explicaré. Todo empezó hace diecisiete años, en uno de los inviernos más fríos que jamás recuerdo…

Invierno de 1996.

«Solomon Loveau, tu padre, fue un personaje mítico y muy conocido entre los creyentes del paganismo de Nueva Orleans. Muchos creían que sus historias sólo eran rumores falsos inventados para infundir miedo y que la gente se refugiara en la fe cristiana, pero era tan real como la luz de la Luna crepuscular a la que tanto le ofreció en sus noches de fanatismo oscuro.

Aparentaba la edad de un joven no mayor de veinte años, pero te aseguro que eso no era así. Sus crueles hazañas se rememoran siglos atrás, en los libros más antiguos de brujería negra. Porque si tu padre fue algo, fue una herramienta del Diablo para conseguir víctimas a las que azotar y maltratar en el infierno. Solomon regalaba magia a los ciudadanos a cambio de sus almas, y con ellas conseguía larga vida y ese aspecto juvenil que tanto atraía a las mujeres, muchas de ellas convertidas en sus propias víctimas.

Y ocurrió lo que cualquier fanático nunca quiere ver llegar, el peligro. Jefferson Ceth, un hombre de poder de la época, le pidió convertirse en uno de los hombres más poderosos del país. Solomon intentó ayudarlo, pero el Diablo exigió un gran precio por aquel favor: «Tres personas de cierto círculo deberán morir, dos gotas de agua y un sol no deberán seguir… », le dijo las llamas al hombre, quien jamás hubiera imaginado a las víctimas de aquel pacto de sangre. Al llegar a su casa lo comprobó: sus dos hijos gemelos de cuatro años y su mujer de caballera tan rubia como el astro citado por las llamas, yacían en la cama sin más violencia que haber muerto asfixiados. ¡Ese fue el principio del fin de tu padre! Aquel hombre influyente en la comarca abrió la veda contra Solomon, y él mismo sabía que Satán no iba a ayudarle; podía haber conseguido vidas extras al haber vendido almas, pero sabía que el fuego era el único remedio que podía poner fin a su existencia, y los cristianos tenían claro cómo acabar con él. Jefferson Cethen poco tiempo se convirtió en un importante político americano y juró vengarse de Solomon, poniendo precio a su cabeza.

La huida trajo a tu padre hasta los bosques pantanosos de Lafayette, donde se escondió una larga temporada. Cierto día, y con tu madre merodeando el lugar, conoció a Solomon. Y aunque sabía que él era de sangre negra y ella una bruja con el alma tan pura como el agua de un torrente, no pudo evitar enamorarse. Lo ayudó, e incluso hizo que él abandonara su adoración al mal; fue magia blanca contra magia negra. Solomon descubrió lo que fue sentirse querido de verdad y tú fuiste el fruto de esa unión. En un principio tu madre me ocultó la relación, sabía que iba a negarme por completo a que estuvieran juntos. Y aunque sí que es verdad que vi como la oscuridad se apartaba de Solomon —su cara envejecía a pasos agigantados—, yo sabía que tenía que alejar a mi hija de su lado. Ninguno de los dos me escuchó. Jefferson Ceth encontró a tu padre y según cuentan lo quemó en la hoguera más grande que jamás se ha visto en Luisiana. Tu madre tampoco logró escapar de las fauces de ese loco amor, y tuvo el mismo final. A ninguno de los vecinos de Lafayette le importó conocer a Cristha, el hecho de haber engendrado un bebé de Solomon la sentenció. A ti logramos ponerte a salvo. Te dejé en las puertas de un convento. Sabía que si entrabas allí, nadie podría hacerte daño. »

Durante su vida Helen había leído y escuchado cuentos de brujas. Siempre creyó que eran estupideces, pero al escuchar la historia de su abuela y sin apartar la vista de sus ojos, creyó que todo era cierto.

—Entonces yo…

—Tú eres una bruja, cariño. Tienes el fuego en la sangre y su marca bajo tu pie derecho. Estás empezando a desarrollar tus poderes. Cuando cumplas dieciocho años los tendrás al completo, por eso es muy importante que elijas el buen camino.

Cuando Dorothea mencionó la seña terminó de convencer a la joven pelirroja. Era cierto que en la planta de su pie tenía dos diminutas marcas de nacimiento, en forma de media luna, ella siempre tuvo curiosidad por el dibujo pero creyó que podía tratarse del típico antojo de las embarazadas.

—¿Y si no quiero?

—Satán te llamará. Intentará llevarte por su sendero del mal ofreciéndote cosas que creerás que son buenas para ti, pero que en realidad no lo son. Por eso estoy aquí contigo, para ayudarte.

Helen volvió a buscar a Joel y lo vio a lo lejos. El amigo al ver que estaba acompañada decidió acercarse hasta ella para ver si ocurría algo.

—¿Qué debo hacer? —preguntó desconcertada.

—¡Por el momento, huir! Vete ahora mismo, aquí no estás segura.

Dorothea le dio un papel con su número de teléfono.

—Cuando llegues a casa y pasen unos días, llámame. Tengo cosas muy importantes que decirte —quedó en silencio y miró al cielo que empezaba a oscurecer—. El tiempo se nos echa encima.

La vieja se cubrió la cabeza con la capucha de su enorme gabardina y se alejó de Helen andando con forma torpe, aunque ligera.

Joel encontró a la pelirroja con un gesto pensativo en la cara.

—¿Te encuentras bien?

Ella pareció no escucharlo, seguía meditando con todo lo que había descubierto sobre su vida. El joven le puso la mano sobre su hombro y la zarandeó.

—¿Quién era esa mujer? —preguntó.

—¡Una bruja! —dijo con voz firme.

—En este pueblo están todos pirados. Tenemos que regresar, Helen.

Se puso de cuclillas y tocó el suelo. Acarició la escasa vegetación viva que quedaba y agarró un puñado de arena. Se levantó. Abrió la mano y dejó que el viento se llevara los restos. «Adiós, mamá», susurró pensando que con aquel ritual había logrado acariciar la piel de su madre. Así lo creyó y marchó feliz.