El sol hacía rato que ya había desaparecido. Helen tuvo que inventarse una excusa para que su madre la dejara salir hasta más tarde de lo normal. Joel y su amiga esperaban en el pequeño salón del macabro apartamento de Juana González. La estancia estaba decorada con imágenes de calaveras vestidas con ropas propias de santos, adornadas todas ellas con flores multicolor. Los jóvenes esperaban su turno en silencio, asustados por toda la parafernalia que les rodeaba.

—Este sitio da miedo. ¿No tenía otra hora para visitarnos? —preguntó con cierto nerviosismo Helen.

Antes de que Joel pudiera responder se abrió la puerta y se escuchó una voz seca y ronca: «Podéis pasar, muchachos».

Entraron en una habitación oscura, decorada con las mismas calaveras que fuera, pero el interior era mucho más tétrico: muñecos deformes colgaban del techo y los estantes estaban repletos de tarros de cristal llenos de moho y polvo. No quisieron imaginar lo que podían contener.

Juana era una mujer bastante mayor, con los ojos ocultos tras las bolsas de unas enormes ojeras. Permanecía sentada en su butaca de cuero negro. Les ordenó que tomaran asiento.

Helen se sintió muy incómoda. Se dio cuenta de que la mujer no le quitaba la vista de encima en ningún momento. Juana miró el cabello de la joven y dijo en voz baja: «fuego».

Joel fue el primero que se atrevió a hablar. Lo hizo con una voz entrecortada, inseguro de lo que iba a decir.

—Doña Juana, mi amiga necesita su ayuda.

La mujer miró de forma detenida a la joven. Sentía en aquella adolescente un poderoso caudal de energía oculta bajo su apariencia juvenil.

—Dame tu mano derecha, niña.

Helen dudó en un primer momento, pero Joel intentó tranquilizarla.

—No tengas miedo —le dijo él.

La vieja cogió la mano de la pelirroja. La observó con paciencia, recorrió con sus dedos cada una de las líneas de su palma. En un momento dado su dedo índice se detuvo en un punto. La mujer apretó con fuerza en ese sitio; encontró calor, mucho calor.

Helen se sintió incómoda con lo que la curandera le estaba haciendo. Empezó a notar el calor subir por el cuello hasta la frente, notando que su larga cabellera pelirroja ardía homenajeando al color de su pelo.

—Tranquila, niña —dijo la extraña mujer.

Pero ella no se tranquilizó. El dedo de esa mujer empezaba a hacerle daño.

—Para… —dijo Helen—, por favor, para.

Juana no hizo caso, siguió explorando la mano de la joven, intentando averiguar qué se escondía tras la piel de la bella pelirroja. Algo extraño sucedió y es que la mujer notó cómo su dedo índice se quemaba. Tuvo que apartarlo y cuando lo hizo se dio cuenta de que estaba ardiendo al igual que un fósforo. Intentó apagarlo cubriéndolo con un trapo, pero en un primer momento no funciono. Poco después, y ante el asombro de los chicos, logró sofocar el fuego de su dedo. Helen reconoció un tufo que no le era desconocido: el olor a carne quemada.

—¿Pero qué cojones ha pasado? —preguntó asombrado Joel.

Juana se deshizo del trapo que cubría su dedo y lo encontró completamente quemado. Entonces supo que una fuerza extraordinaria protegía a la muchacha, y que ella era incapaz de hacer algo al respecto.

—Tienes fuego en la sangre —dijo la mexicana—. Yo no puedo hacer nada por ti.

Helen estaba asustada por lo ocurrido. Llegó allí con la esperanza de que esa mujer la ayudara a interpretar sus sueños, pero lo sucedido la dejó más desconcertada.

—¿Y quién puede ayudarme? —preguntó Helen.

—Yo no puedo hacerlo. Tan sólo el fuego sabe la verdad, quizá deberías preguntarle a él.

La mujer se levantó y salió de allí con paso ligero. Desapareció sin despedirse de ellos, y lo que le pareció más extraño a Joel, sin pedir dinero por aquella sobrenatural consulta.

Los jóvenes hicieron lo mismo, se levantaron y se marcharon del lugar. No sin antes dejar cincuenta dólares sobre la mesa, no querían tener nada pendiente con aquel lugar, ni mucho menos con la extraña mujer que podía encender un cigarro con sus dedos. Ellos todavía no se habían dado cuenta de la verdad.

Los dos amigos dejaron pasar los días e intentaron volver a la normalidad. Olvidaron lo ocurrido y se sumergieron en la vida cotidiana de la adolescencia. El humor también les ayudó a zanjar el tema, y se rieron de lo sucedido. Se consideraron unos lerdos engañados por una estafadora que había montado un espectáculo de película. O eso querían creer, para no seguir dándole vueltas al asunto del «dedo-cerilla», cómo Joel había bautizado a la espantosa mano de Juana González.

—¿Te acerco a casa? —le preguntó Joel a Helen a la salida de clase.

—Gracias, pero hoy iré andando. Tengo que pasar por la copistería y hacer fotocopias de unos apuntes para el examen de Historia de la semana que viene.

Él se despidió con un «luego te llamo». Helen quedó sentada bastante rato sobre las escaleras del hall del instituto. Le fue inevitable recordar las palabras de Juana: «… sólo el fuego sabe la verdad». Sí, quizá Joel tenía razón y se había reído de ellos sacándoles la pasta, pero, ¿por qué Doña Juana había hecho referencia al fuego? En todas sus pesadillas aparecía, y ella no le había contado nada al respecto.

Sintió a alguien acercarse por detrás y se volvió para ver quién era. Se trataba de Sarah, se había tenido quedar hasta bien tarde para cumplir un castigo que le había impuesto la profesora de Francés.

—¡Hey, friky! ¿Qué haces tan solita? ¿Te ha dado plantón tu novio, el raro?

Helen se levantó para estar a la altura de Sarah. Llevaba tiempo con ganas de encontrarse en esa situación, a solas con ella para dejarle las cosas claras. Tampoco le gustaba que insultaran al bueno de su amigo.

—Prefiero ser una friky con amigos especiales a una zorra que se la follan por todos los agujeros. ¡Dicen que tienes contento al equipo de fútbol!

—¿Qué has dicho, cerda? —Sarah no creyó lo que estaba saliendo por la boca de Helen.

—Si hace falta te lo repito, pero no creo que seas tan estúpida cómo para que no lo hayas entendido.

Helen se dio la vuelta. Se agachó para recoger la mochila que tenía en el suelo. Sintió las manos de Sarah sobre su espalda, y luego notó un fuerte empujón que logró tirarla escaleras para abajo. Cincuenta y cuatro escalones fueron los que tuvo que soportar la cabeza de la pelirroja. El cincuenta y cinco fue el peor, el que detuvo el movimiento involuntario de la joven y el que le propinó el más fatídico de los golpes. El bordillo de ese último escalón le abrió la cabeza, tiñendo el pelo con más rojo todavía. Su última visión fue ver a la miserable Sarah huyendo del lugar.

Las lágrimas de Catheryn inundaban sus ojos. Apenas la dejaban ver a través del cristal. Su hija estaba al otro lado de la pared, en una camilla y conectada a numerosas máquinas a través de gruesos tubos. Le resultaba una imagen horrible ver ahí a su niña, inconsciente.

—Dice el Dr. Peirano que todavía es pronto para saber algo sobre su evolución, pero que debemos estar tranquilos, que la vida de nuestra hija no corre peligro —dijo Robert a Catheryn.

Su marido le tendió un pañuelo de papel para que se limpiara los ojos. Cuando vio que estaban secos, miró con cariño a su mujer.

—Creo que cuando despierte deberíamos contarle la verdad.

—¿Estás seguro de eso, Robert?

—Es lo mejor. Dentro de poco cumplirá la mayoría de edad, y necesita saberlo.

—¿Por qué? Es nuestra pequeña —Catheryn no se encontraba segura con la propuesta de su marido.

—Porque sí, Cath. Tarde o temprano lo averiguará, y si no se lo decimos nos lo reprochará para siempre. No quiero perderla. ¡Es mi niña! Además, hoy por lo del accidente ha tenido que recibir una transfusión. ¿No crees que sospechará cuando se entere que no tiene ni tu grupo sanguíneo ni el mío?

Catheryn meditó cada una de las palabras de su marido. Supo que era el momento de contarle toda la verdad a su hija. Sabía que algún día tendría que hacerlo, pero no estaba preparada para ese momento. Robert abrazó a su mujer y sintió de nuevo cómo sus suspiros fabricaban nuevas lágrimas de dolor. En realidad él tampoco estaba preparado para revelarle a su hija quién era, pero había decidido que era el momento de hacerlo.

El bebé miraba a su madre mientras ella le daba el pecho. Sin duda la pequeña era un esbozo de la belleza de su progenitora, ambas tenían el pelo rojizo y la piel pálida. Permanecía en silencio mientras mamaba al ritmo que escuchaba una canción infantil que su familia transmitía de generación en generación: «delicada mi niña, de corazón puro y eterno, duerme y descansa en paz, que mi amor por ti velará… ». La pequeña se quedó completamente dormida; acostada en un pequeño cesto de mimbre, allí empezó a soñar…

—Sabes que vendrán a por ella —dijo la abuela del bebé.

—Ella no tiene la culpa de todo esto. No tienen derecho a hacerle daño.

—Lo sé, pero ellos no lo ven así. Es la hija de Solomon y sólo por eso van a querer acabar con su vida. Jamás debiste acostarte con él.

—Es cierto, madre, pero ya sabes lo estúpido que resulta a veces el amor. Además, esta historia debería terminar. Le mataron arrojándole a la hoguera, ya nada de él existe en esta tierra.

—Eso no es verdad, hija. Tu niña todavía está viva, y no se detendrán hasta que toda la sangre de Solomon arda en el infierno.

—¿Y qué puedo hacer? —preguntó desconsolada la madre del bebé.

La abuela quedó mirando la fogata y sólo vio una opción para salvar a su nieta.

—Despídete de tu niña.

—Pero…

—Sí quieres que tu pequeña sobreviva, debe estar muy lejos de aquí.

Aunque le doliera separarse de ella, sabía que era la única opción. Se acercó hasta la niña y le susurró al oído: «recuerda mi amor, el único hechizo sincero de una bruja es un beso»; la besó en los labios y se la dio a su madre para que la sacara de allí. La pequeña debía sobrevivir y no pagar una exagerada deuda de amor en la que ella nada tenía que ver.

La despedida fue muy oportuna, porque a los pocos minutos de marcharse, la casa de la familia ardía por culpa de la rebelión de los lugareños. Ellos creyeron haber terminado con todo: Solomon, su amante y la hija, todos ellos estaban en el infierno; sangre saldada con fuego.

El bebé despertó de su sueño convertido en una preciosa adolescente de diecisiete años, postrada en la cama de un hospital. Lo hizo con una idea muy clara: algo le estaba diciendo que ella no era hija de Robert ni de Catheryn; «¿Cómo puedo serlo si soy pelirroja y toda la familia de mis padres son morenos?», fue la pregunta que se hizo Helen al despertar del coma.

*****

Desde que le dieron el alta hospitalaria, Helen no volvió a sufrir pesadillas. La última que tuvo, mientras estaba en coma, fue muy reveladora. Buscaba el momento oportuno para hablar con sus padres y preguntarles sin tapujos sobre su infancia. No tenía nada claro sobre su vida.

—¿Qué tal te encuentras? —preguntó Joel que fue a visitarla a casa—. Ya no sabes cómo librarte de tus clases con Joffrey.

—En serio, las echo de menos. Estoy agobiada de tanta pared, tanta cama y tanta estúpida televisión.

—Eso te lo voy a solucionar yo —dijo él.

El joven sacó de su mochila un libro.

—¿Qué es? —preguntó Helen muy curiosa.

—¡Un libro!

—No me fastidies, me había parecido una batidora —dijo ella riéndose—. «Una noche de lluvia de estrellas en Seattle» —leyó en voz alta Helen.

—Es una novela muy interesante, la leí el verano pasado. Es una ficción de extraterrestres que vienen a nuestro mundo para ayudarnos a salvarlo.

—¡Sólo faltaban marcianos en mi vida! —se quejó ella.

—Oye, si no quieres leerlo me lo llevo y ya está. Sólo quería ayudarte…

—Lo leeré, no tengo nada mejor que hacer —respondió sonriendo a su amigo.

—Hablando de bichos verdes. ¿Quieres saber quién fue la culpable de esto? —Helen señaló la aparatosa venda que cubría su enorme herida de la cabeza.

—¿No fue un accidente? —preguntó Joel asombrado.

—¡Qué va! Fue la cerda de Sarah…

—¿Pero qué me estás contando? ¿Lo dices de verdad?

—Se burló de ti, y bueno… tras decirle dos cosas bien dichas, me tiró por las escaleras del instituto.

—¡Qué hija de puta! —dijo él con desprecio.

—Su madre no tiene la culpa.

—Puede ser que su madre no, pero ha sacado el mismo carácter que el prepotente de su padre.

—¿Lo conoces? —preguntó ella.

—Es un cerdo que suele hacer las cosas «por sus santos huevos». En el barrio mucha gente le tiene ganas. Si un día desapareciera, te digo que nadie le echaría en falta—Joel hizo una breve pausa—. ¿Sabes qué? Te juro que esa zorra se va a cagar.

Helen no contestó, se limitó a mirar a Joel y reír. Le encantaba esa risa contagiosa del muchacho. Pensó que sin él a su lado su vida no hubiera sido la misma. Él siempre estaba para los buenos y malos momentos, como ese atardecer pocos años atrás en el que permaneciendo sentados en la orilla del río Mississippi, le confesó lo que ella sentía por Nick Thomas: «Te juro que me gustaba, Joel. No sé si serán las estúpidas mariposas en el estómago de las que hablan las canciones, pero le quería. Y él creo que también sentía algo por mí»; después de la confesión, surgió un torrente de lágrimas resbalando por sus mejillas al recordar el trágico accidente de tráfico que mató al muchacho que la había enamorado. En ese justo instante, y cuando Joel la abrazó para consolarla, ella supo que jamás en la vida iba a estar sola. El calor del cuerpo del joven la hizo sentirse segura.

Helen volvió a mirar a Joel y sintió la necesidad de abrazarlo. Lo hizo, y poco después él la dejó allí sola para que descansara. Estaban unidos por un hilo invisible y a su vez delicado, el amor. Y aunque ella se hacía la fuerte, no podía negar que sentía algo especial por él.

Se leyó en media tarde la mitad del libro que Joel le había regalado. No estaba acostumbrada a ese tipo de lectura, pero tuvo que darle la razón a su amigo, pues le pareció una trama muy interesante. Aunque lo que más le atrajo fue el personaje principal, un joven sin padres ni familia, totalmente despreocupado de la vida y acostumbrado a vivir entre porros y cerveza. Le gustó su evolución durante la novela, y más aún disfrutó con la moraleja que ocultaba el texto entre sus líneas.

Tocaron la puerta de su habitación: «Adelante», dijo ella. Entraron sus padres y no tardó en comprobar que sus caras estaban maquilladas por un gesto de preocupación.

—¿Qué tal te encuentras, cariño? —preguntó su padre.

«Pregunta con trampa», pensó Helen mientras se reincorporaba de la cama para poder hablar con ellos.

—¿Ocurre algo? —preguntó la hija.

Antes de responder Robert miró a los ojos de su mujer. Catheryn asintió con la cabeza.

—Tenemos que hablar de algo importante —dijo sin rodeos el padre—. Es sobre ti.

Helen había pensado con el sueño del bebé abandonado, y en otros detalles que le daban a entender que Robert y Catheryn con probabilidad no eran sus padres verdaderos. Quería tener una charla con ellos, y ese era justo el momento en el que podía salir de dudas.

—No me digáis nada. Soy adoptada —dijo Helen con rotundidad.

La afirmación provocó que Catheryn derramara su primera lágrima. Su marido la abrazó y luego hizo que se sentara justo al lado de Helen.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Robert.

—Papá, respóndeme a una pregunta: ¿Cuántos pelirrojos hay en la familia Hugman?, ¿Y en la familia O’Neil?

«Papá», a Robert jamás en la vida le había provocado tanta satisfacción escuchar esa palabra.

—Verás, Helen. Te lo íbamos a contar todo cuándo cumplieras la mayoría de edad.

Apartó la vista de su padre para mirar a Catheryn que no paraba de llorar. Le habló a su madre.

—No llores mamá, no os voy a reprochar nada. Me duele esta noticia porque jamás me hubiera imaginado todo esto. Sólo pido la verdad.

—Y la vas a saber, cariño… —respondió Catheryn con lágrimas en los ojos.

Helen volvió a mirar a su padre. Sabía que él iba a ser el encargado de contarlo todo. Siempre había sido así, Robert tiraba del carro en las malas situaciones.

—Todo empezó hace diecisiete años. Mamá y yo queríamos tener un bebé para darle nuestro amor. ¿No te has preguntado nunca por qué no te hemos dado un hermano? La naturaleza no ha sido justa con Cath, y le arrebató la oportunidad de sentirse madre.

Robert hizo una pausa y aprovechó para coger la mano de su mujer. Se dio cuenta de que Helen no perdía detalle de lo que le estaba explicando. Continuó:

—Al principio no sabíamos cuál era el problema, y por eso tanto ella como yo visitamos muchos doctores. Al final todas las respuestas fueron la misma: tu madre es estéril, jamás podrá engendrar un hijo. ¿Sabes lo duro que fue la noticia para ella? Se sumió en una depresión. Yo no podía verla ahí tirada en el sofá, sin más consuelo que las pastillas que le recetó su médico. No tuve más remedio que proponerle lo único que podía cambiarle la vida: la adopción —volvió a hacer una pausa, seguía con la mano cogida a su mujer, y aprovechó para coger también la de su hija. Las unió—. Cuando te tuvo por primera vez en sus brazos, le cambiaste la vida, Helen. Quizá no sea tu madre biológica, pero te aseguro que eres lo que más le importa de este mundo.

Catheryn no pudo contenerse al recordar la historia, y sus lágrimas se convirtieron en un torrente de lamentos. Helen no soportó ver a su madre tan apenada, jamás la había visto así. Le acarició la mano a la vez que le dijo: «Tranquila, mamá».

—¿Podéis decirme algo de mis verdaderos padres? —preguntó ella.

«Verdaderos padres», esa expresión le dolió tanto a Catheryn como a Robert. Ellos se consideraban unos «verdaderos padres» a los que la vida jamás le dio la oportunidad de demostrarlo en primera persona.

—Nos dijeron que alguien te dejó en un convento de las afueras de Lafayette, y que las monjas que te encontraron llamaron a la policía. Por eso acabaste en el orfanato de Nueva Orleans. Sobre tu familia nunca se supo nada, la policía que se encargaba de tu caso jamás averiguó nada sobre ellos. Cath y yo te adoptamos cuando tan sólo tenías dos añitos. Eras un bebé precioso. Siempre lo has sido.

—¿Es todo cierto? —preguntó Helen asombrada por su pasado.

Catheryn se secó las lágrimas. Miró con ternura a su hija y se armó de valor para hablar con ella.

—Te lo juro, hija. Todo lo que te ha contado tu padre es verdad. No se sabe nada de tu familia. Me duele esta situación. Durante este tiempo me he estado preparando para poder decirte que no eres mi hija de sangre, y ya me ves, ha llegado el momento y casi no puedo mirarte a los ojos porque siento vergüenza —dijo Catheryn.

—¿Vergüenza por qué? —preguntó Helen.

—Porque nunca me he puesto en tu piel, sólo en el pellejo de una madre virtual que intenta criar de la mejor manera posible a su hija, esperando que el momento de la revelación jamás llegase. No sé si lo he hecho bien durante todo este tiempo, pero te juro que para mí siempre serás ese bebé que jamás saldrá de mi vientre.

A Helen le brotaron en sus ojos dos diminutas lágrimas. No cuestionó a Robert ni a Catheryn. Empatizó con ellos desde el primer momento de la confesión. Además supo que le estaban contando la verdad, pues sus extraños sueños ya le habían revelado que ellos no eran sus padres auténticos, y parte de ese sueño también decía que su verdadera madre había muerto quemada. Estaba claro que ellos no eran sus padres de sangre, pero para ella sí lo eran. Habían cumplido esa misión durante los últimos quince años y esperaba que todo siguiera igual.

—¿Estás enfadada con nosotros? —preguntó su padre.

—¿Por qué debería estarlo? Vosotros no tenéis culpa de todo lo sucedido. Si no me hubierais adoptado vosotros, lo hubiera hecho otra familia, y me alegro que todo haya sido así —Helen sonrió.

Los tres se unieron en un bonito abrazo. Los padres decidieron dejarla descansar. Creyeron que necesitaría tiempo y un poco de soledad para asimilar toda aquella noticia. Antes de salir de la habitación vieron una sonrisa en su hija.

—¿Sabéis? Diga lo que diga la genética, vosotros sois mis padres.

Aquella afirmación alegró a Robert y a Catheryn. Cuando se cerró la puerta, se abrió una nueva duda para la joven: «¿Quién será Solomon? Si es mi padre también está muerto… », pensó mientras cogía lápiz y papel y anotaba cada uno de los recuerdos de su sueño. Entonces encontró una posible solución; en su sueño su abuela no moría. Quizá estaba viva y ella podía explicarlo todo: la muerte de su padre, la de su madre, los sueños extraños… Decidió intentar encontrar respuestas sin que sus padres se enteraran de ello.