Fuego, calor y olor a quemado. Sus sueños no habían cambiado nada en los últimos años, y aunque Helen en más de una ocasión sabía que estaba dentro de una pesadilla, no podía hacer nada por despertar. Sentía que algo la obligaba a presenciar la misma escena una y otra vez: una hoguera de grandes dimensiones en un lugar desconocido. Junto a esa imagen se escuchaban los gritos de pánico de una mujer, y poco después, tras oler lo que sin duda era carne abrasada, algo conseguía despertarla de esa infernal pesadilla: la mujer que moría quemada era muy parecida a ella.

Se levantó sobresaltada, sudada en exceso y a la vez que se encendía el despertador de su móvil al ritmo de “Jump”, de Van Halen. Ella era una joven con un gusto musical muy diferente al de la mayoría de adolescentes, los ritmos de Lady Gaga le parecían absurdos. Quizá el culpable de su pensar era su mejor amigo Joel Summers, un aficionado a la música de los ochenta y quien no perdía la oportunidad para canturrear en los oídos de Helen uno de sus estribillos favoritos: “Goodnight, now it's time to go home and he makes it fast with one more thing. We are the sultans. We are the sultans of swing”.

Se miró en el espejo. Su larga melena pelirroja estaba empapada de sudor y su cara había perdido su tono pálido habitual para dejar paso a un bermellón de sofoco. Se quitó la camiseta y el pantalón del pijama; luego lo dejó todo tirado sobre el suelo. Salió por el pasillo buscando la ducha. Antes de poder abrir el grifo para refrescarse, escuchó el reproche habitual de su madre: «Helen, cariño. Vas a llegar tarde al instituto». La joven ni contestó, dejó correr el agua por su cuerpo para apagar el incendio que en apariencia había abrasado su piel.

Aseada, relajada y viendo cómo humeaba el descafeinado entre sus manos, volvió a recordar la horrible pesadilla. En un primer momento pensó en contárselo a su madre, pero luego recapacitó y sabiendo lo “plomazo” que podía llegar a ser, se lo guardó en su cajón de los secretos. Sabía que si le decía algo acabaría en la consulta del doctor Jackson, un loquero mucho peor que sus pacientes. Helen ya visitó su consulta en la niñez, porque según sus padres tenía un exceso de imaginación que le permitía crear sus propios amigos, en lugar de relacionarse con el resto de niños del barrio. Pero no era así, Helen era muy sociable, aunque sí selectiva en cuanto a las amistades. Ella solía decir: «Tengo pocos amigos, pero los mejores».

El fuerte sonido del claxon de un coche hizo que la joven volviera a la realidad y se diera cuenta de la hora que era.

—¿Podrías decirle a Joel que no es necesario que toque todos los días el maldito pito? —le dijo su madre a la vez que le daba el bocadillo que le había preparado para el almuerzo—. Además, no me hace gracia que vayas con él, apenas tiene experiencia con el coche.

Helen no contestó, estaba aburrida de aquella monótona y matutina conversación. Todos los días era lo mismo. Echó el bocadillo en su mochila a la vez que su madre se despidió de ella dándole dos sonoros besos. A la joven no le gustaban ese tipo de despedidas, pero prefería que fuera ahí en lugar de hacerlo en la calle y que algún conocido lo viera.

Subió con tal rapidez en el coche de Joel, que no vio a su madre cómo salió a despedirla. Su amigo sí que la vio, y volvió a tocar el claxon de manera repetida, saludando de esa manera a Catheryn.

—¿Te he dicho alguna vez que tu madre me cae genial? —preguntó el joven a la vez que bajó el volumen de la radio para poder mantener una conversación normal.

—No sé yo si ella piensa lo mismo de ti. Cree que eres un peligro al volante.

—¿Lo dices en serio? Sería el mejor yerno piloto que pudiera tener —dijo sonriendo.

En una mañana normal Helen hubiera reído la broma de su amigo, pero en esa ocasión no se había levantado de muy buen humor.

—Tienes mal aspecto ¿Todavía tienes pesadillas? —Joel se interesó por su amiga.

Ella asintió. Cerró los ojos y ladeó la cabeza sobre su hombro, intentando encontrar cinco minutos de descanso antes de llegar al instituto.

—Duerme un rato, te despierto al llegar —le dijo su amigo preocupado por su mala imagen.

Joel sabía a la perfección qué emisora sintonizar para relajarla. Quizá lo mejor hubiera sido apagar la radio, pero él era un tío que tenía una banda sonora para cualquier momento. Eligió un programa de clásicos, donde la canción “I drove all night” intentó dar sosiego a la joven. Lo consiguió, quedó dormida antes de que el pegadizo estribillo saliera por los viejos altavoces del coche. A él no le hubiera importado conducir toda la noche con tal de ver feliz a su amiga, aunque en realidad desde hacía mucho tiempo sentía mucho más que amistad. Jamás se atrevió a decirle nada por miedo a perderla.

Le costó encontrar aparcamiento. Las últimas lluvias de invierno quisieron presentarse, y a Joel conducir con mal tiempo le suponía un incordio. No porqué no le gustara hacerlo, sino porque a su viejo Ford Scort no le funcionaba la opción para desempañar los cristales; le resultaba un engorro tener que ir con un trapo en sus manos limpiando el vaho que no le dejaba ver.

—¿Sabes que es ridículo verte conducir así? —dijo Helen con su primera sonrisa del día.

—Algún defecto debía tener el coche por el precio que me costó —respondió conduciendo el volante con una mano y con la otra sosteniendo el trapo—. Aunque si la señorita quiere podría echarme una mano…

—¡Jamás seré tu “desempañadora”! —respondió riendo.

Odió su mala suerte al ver que la única plaza libre estaba justo al lado del coche de Matt, el deportista más engreído del instituto. Para su colmo, estaba allí dentro. Desde que Joel se cruzó por primera vez con él en aquel centro educativo, ya habían tenido varias reyertas serias. Hubiera preferido aparcar medio kilómetro más abajo, pero la lluvia caía fuerte y no le apeteció pasar toda la mañana completamente empapado.

—¡Vamos a empezar bien el Lunes! —dijo Joel de muy mal humor.

Salieron del coche con la mala fortuna de toparse con Matt y su novia Sarah, una joven de la misma calaña que el deportista. Eran la pareja perfecta cara el resto de adolescentes, dos muchachos populares y guapos que parecían tenerlo todo. Pero no era así, cuando estaban en la más absoluta intimidad no encontraban nada en común para hacer que su relación fuera perfecta. Tan sólo los unía el placentero sexo de dos cuerpos esculturales y el hecho de haber descubierto de manera precoz la codicia.

—¡Capullo! Ve con cuidado, a ver si me arañas el coche! —dijo el prepotente de Matt al ver el viejo Scort aparcado al lado de su flamante Audi.

Joel no le hizo caso. Se acercó hasta Helen y le cogió la mochila.

—¡Qué bonito! Al rarito le gustan los bichos —dijo riendo Sarah.

Sarah era una auténtica pija, criada y mimada en algodones por su padre, un tipo metido en la política y al que el director del instituto solía cuidar más que a ningún otro padre. De hecho, ella se había escapado en más de una ocasión de algún expediente disciplinario, uno relacionado con la pelirroja Helen. Dos años antes, Sarah y sus amigas le gastaron una broma muy pesada: aprovecharon uno de los descansos de la clase para llevarla obligada hasta el baño. Allí le quitaron la ropa y la disfrazaron de princesa. Helen fue el hazmerreír del instituto durante meses.

Sonó el timbre de entrada y provocó que no hubiera ninguna discusión. Cada uno de los alumnos se enfiló a sus clases.

—Conozco a alguien que puede echarte una mano con tus pesadillas —le dijo Joel a Helen, devolviéndole su mochila.

—¿Quién?

—A la hora de la comida te lo explico —se despidió con una sonrisa de su amiga.

El joven profesor de ciencias, Joffrey Larsson, era un tío que amaba la naturaleza, hasta el punto de no usar espráis ni productos químicos en su cuerpo. Él mismo se encargaba de hacer sus propios desodorantes con plantas y aceites naturales, pero eso no le funcionaba. Aunque él creía que sí, el resto de personas apreciaba en él un horrible olor a ser humano desgastado.

Sus clases eran aburridas, y aunque se empeñaba en poner entusiasmo en cada una de las cosas que explicaba, la verdad que no lo conseguía. Tan sólo lograba la atención de aquellos muchachos que querían aprobar. Tampoco le valía ninguno de sus malos chistes para hacer más amenas sus largas intervenciones.

Joffrey observó que Sarah estaba despistada, con el móvil en las manos. Intentó captar su atención con una pregunta.

—Sarah, ¿Podrías decirme qué es la mitosis?

A la joven le enfureció que el profesor, a quien ella consideraba un estúpido, cortara su conversación de WhatsApp con una de sus preguntas. Sin vacilar contestó al profesor creyendo que tenía la respuesta correcta.

—Mito… sis; ¿El dios griego número seis?

La ridícula respuesta provocó una risa generalizada en la clase. Incluso Helen no pudo evitar contagiarse, y soltó una carcajada que llamó la atención de Sarah.

—Sarah, te recuerdo que estamos en clase de Ciencias Naturales y no de Historia. Haz el favor de guardar el teléfono y de prestar atención, por favor.

La exagerada risa de Helen provocó que el profesor se fijara en ella. Quizá no debería haber reído tanto, pero le fue inevitable no hacerlo.

—Helen, ¿podrías decirnos qué es la mitosis?

La joven pelirroja sí sabía la respuesta, pero no le gustaba interactuar con él.

—¿Y? —volvió a preguntar Joffrey.

No tuvo más remedio que contestar, no quería ganar ningún punto negativo por no responder a una cuestión que sabía con certeza.

—Es un proceso de división celular, dónde a partir de una célula madre se originan dos nuevas células con el mismo número de cromosomas.

La respuesta dejó satisfecho al profesor, quien aprovechó la breve introducción para continuar con el tema de la reproducción celular, no sin antes reprochar a Sarah su falta de atención: «A ver si aprendes más de Helen», Joffrey jamás debería haber dicho eso. La pelirroja sabía que esa comparación iba a tener futuras consecuencias. Nadie humillaba a la pija sin padecer unas severas represalias.

Aunque la mayoría de jóvenes solían acudir al comedor para relajarse y desconectar un poco de la jornada de estudio, Helen y Joel lo hacían en el jardín del instituto, pero la lluvia les fastidió la rutina y tuvieron que refugiarse bajo el porche del gimnasio, su segunda opción.

Joel saboreaba un jugoso sándwich de carne de ternera, aliñado en exceso con kétchup.

—¿Cómo puedes comerte eso? No me acostumbro a verlo —dijo ella con un gesto repulsivo.

—Que a ti no te guste la carne no significa que los demás no podamos disfrutar de ella.

Helen continuaba mostrando su mal aspecto, y la imagen de Joel devorando su comida no le ayudaba demasiado a recuperarse. Él se dio cuenta de ello.

—¡Vale, ya termino! —el joven no acabó de comer. Envolvió los restos de su sándwich en el papel de aluminio y lo guardó en su mochila.

—Esos sueños tuyos…

—¿Qué pasa con ellos? —preguntó Helen.

—Creo que no es normal que tengas pesadillas con el fuego. ¿Has tenido algún trauma de pequeña con él?

—No que yo sepa.

—¿Por qué no le preguntas a tus padres?

—Paso, apenas me cuentan nada de cuando era pequeña, y no quiero volver a ver al doctor Jackson en mi vida.

—¿Ese era el tío que pasaba consulta vestido en pijama? —no pudo evitar reír al recordar aquella anécdota que le contó su amiga.

—El mismo.

Los dos quedaron en silencio tras recordar que aquellos tiempos en los que Helen visitó al psicólogo, no fueron nada buenos.

—Esta mañana dijiste que sabías de alguien que podía ayudarme con mis sueños.

—Sí, pero no estoy seguro. Mejor olvídalo.

—¿Por qué? —preguntó ella por curiosidad.

—Se trata de una mujer algo extraña del barrio donde vivo. Juana González, una mexicana a la que todos acuden cuando tienen problemas.

—¿Qué clases de problemas?

—Espirituales… es curandera.

La pelirroja se hizo una imagen de la mexicana y le dio grima el mero hecho de pensar en acudir a un sitio así.

—¿Crees en esas cosas? —preguntó a Joel.

—Bueno, tus padres optaron en su día por el pirado ese… Jackson, y no te ha dado resultado. ¿Qué te cuesta probar?

Helen empezó a encontrarse mal, su cara mostraba ese color rojizo de agobio con el que solía levantarse todas las mañanas tras las pesadillas. Joel acercó la mano hasta la frente de su amiga y notó que estaba más caliente de lo normal.

—Debería llevarte a casa, creo que tienes fiebre.

La ayudó a levantarse del suelo y recogió todos sus bártulos. Ella se sentía muy afortunada de contar con la amistad de su querido amigo. Llevaban desde educación infantil juntos y jamás se habían separado.

—¿Podrías acordar un cita con esa mujer? —preguntó Helen.

—Podría, pero ahora te llevo a casa. Debes descansar.

Ayudó a su amiga a subir al coche. En realidad estaba bastante preocupado por ella. Sabía que las pesadillas le estaban afectando de forma física, y eso no era nada bueno. Decidió pedirle cita a Juana González, él mismo acompañaría a Helen a ver a esa mujer.

—¿No pones música? —preguntó ella extrañada al ver que no sonaba ninguna canción dentro del coche.

—Verte en silencio y descansando es una de las mejores melodías que pueda escuchar.

Ella no pudo evitar sonreír. Cerró los ojos cuando el motor se puso en marcha y Joel apartó su coche del espectacular deportivo de Matt. Pensó en lo que disfrutaría arañando el brillante color negro del. Algún día quizá lo hiciera.