Tres semanas después del accidente, Helen se recuperó de sus heridas y volvió a retomar su rutina. Esa mañana Joel se empeñó en almorzar en el comedor del instituto en lugar de hacerlo en el sitio de siempre. En un primer momento Helen se negó, no quiso encontrarse con la estúpida de Sarah. No le tenía miedo, pero pasaba de enzarzarse en una posible pelea, incluso aunque sólo fuera verbal.
El comedor estaba lleno, les costó encontrar un hueco libre para sentarse. Sobre la mesa de los comensales habían distintas fiambreras abiertas, causando una mezcla de aromas un tanto extraña y repugnante. Helen se llevó la mano derecha hasta la nariz y se la tapó.
—Por eso no me gusta comer aquí, no aguanto esta olor —dijo ella.
—¡No seas quejica! Presta atención.
Joel buscó en la sala a Sarah. No tardó en encontrarla. Siempre se sentaba en el mismo sitio, junto a los pijos y los jóvenes más populares del instituto. Abrió su mochila y sacó una jeringuilla.
—¿Qué es eso? —preguntó con curiosidad Helen.
Joel no respondió, se limitó a sonreír.
—¡Shhh! Tú mira y calla.
El joven guardó la jeringuilla con cuidado en el bolsillo de su anorak. Se levantó y se acercó con disimulo hasta la mesa en la que se encontraba Sarah. Consiguió pasar desapercibido gracias a la multitud que esperaba en la cola para coger la comida. Se quedó allí esperando un despiste por parte de Sarah y de sus compañeros, para poder acercarse hasta ellos. Le costó encontrar la oportunidad, y cuando creyó que era el momento, se aproximó con paso ligero hasta la mesa. Observó que Sarah estaba tomando un zumo de frutas light, y se marcó por objetivo vaciar el contenido de la jeringuilla allí dentro. No lo tuvo muy claro, porque estaban hablando entre ellos y no había ninguno despistado. En cierto momento la suerte se alió con él. Un fuerte ruido de cristales rotos llamó la atención de todo el comedor, entonces aprovechó la ocasión para aliñar la bebida dela pija con el potingue que contenía la jeringa. Lo hizo todo con un movimiento torpe, pero logró hacerlo sin ser visto.
Joel regresó junto a Helen lo más rápido que pudo. Se sentó con la pelirroja sonriendo.
—¿Qué has hecho? —le preguntó con curiosidad, sin comprender la actitud de su amigo.
—Tú no pierdas de vista a Sarah.
Helen hizo caso, puso su mirada en ella y la observó en todo momento. Comía con gestos muy finos: el sándwich lo partía en trozos minúsculos, y luego los cogía con delicadeza para no mancharse las manos.
Se llevó a la boca el zumo y dio un largo trago. Desde la distancia Joel no pudo evitar reír al verla refrescarse: «Mira, mira, ya bebe… », le dijo a Helen dándole un ligero codazo para que prestara atención. La pija hizo un gesto desagradable con la cara, pareció no encontrar buen gusto a la bebida y decidió dejarla apartada.
—¿Y ahora qué? —preguntó la pelirroja.
Joel miró el reloj de su muñeca, un viejo Casio digital que le regalaron a los nueve años de edad.
—Espera unos minutos…
Sarah empezó a encontrarse mal. Se llevó las manos hasta el estómago y lo agarró con fuerza. Notó ligeros movimientos en su tripa, los cuales poco a poco se fueron agravando. En un momento dado tuvo que encorvarse para intentar aliviar los dolores, pero no lo consiguió. Al principio no le dio importancia, pero cuando notó un sudor frío nacer en el estómago y llegar hasta su frente, supo que se trataba de algo más serio y comprometedor. «¿Qué te ocurre?», le preguntó Matt. La respuesta de Sarah no salió por su boca, sino por su culo, en forma de aire pastoso y maloliente.
Se levantó con rapidez, pero con movimientos rígidos y encogiendo el culo para intentar aguantar que no saliera nada. Sarah no pudo evitarlo, su estómago no soportó la presión y explotó antes de que pudiera llegar al váter. Su cara ropa interior dejó de ser glamurosa y se convirtió en inservible.
—¿Qué le has hecho? —preguntó Helen asombrada.
—Le di un chupito de Laxoya. Te prometí que se iba a cagar, y lo ha hecho —respondió riendo—. Por lo visto, todos somos seres humanos.
Ella no era una persona rencorosa, pero le hizo mucha gracia el maquiavélico plan de Joel, y no pudo reprimir una sonora carcajada al ver la horrible cara de Sarah. Si hubieran estado solos quizá le habría dado un beso a su amigo. Pero allí delante de todos no iba a intentarlo. Le bastó con acariciarle el pelo para mostrar su gratitud y complicidad. «Una menos de tu lista negra», dijo él con una enorme sonrisa. Helen no se cansaba de ver ese gesto en Joel, cada vez le gustaba más.
Los amigos se marcharon del lugar. Habían visto todo lo que tenían que ver y decidieron salir afuera. Eso sí, evitaron la dirección que había tomado Sarah. No quisieron encontrarse ni con el repugnante hedor, ni con un posible camino manchado de heces.
Estaban en la habitación de Helen. Ella enchufó el ordenador dispuesta a buscar cierta información sobre sus sueños. Joel permanecía sentado en la cama de su amiga. Seguía alucinado por la noticia que le acaba de dar la pelirroja. «Todavía no puedo creer que Robert ni Catheryn sean tus padres», afirmó incrédulo.
Se levantó y cogió una silla para sentarse junto a ella.
—¿Y sabes algo de tus padres? —preguntó él.
—¿Recuerdas las pesadillas de fuego que te conté? Creo que en ellas alguien intenta decirme algo.
—¿Por qué piensas tal majadería?
—No creo que sea ninguna locura. Puede ser difícil de comprender, pero ahora estoy atando cabos.
—Explícate…
—Cuando estuve en el hospital tuve un sueño mucho más extraño que el resto. No lo recuerdo muy bien, pero tengo claro que en esa vivencia yo era un bebé y estaba en los brazos de la misma mujer que siempre termina quemada en mis pesadillas —hizo una pausa para mirar el bloc de notas donde anotó su sueño—. Creo que ella es mi madre.
—¿Por qué lo crees?
—En el sueño se habla de que esa mujer se había enamorado de un tal Solomon, con el que había tenido un bebé. A ese tío lo mataron por algo que no sé.
Joel asombrado pensó que el sueño de su amiga era muy interesante. Prestó atención a cada detalle de Helen.
—¿Y qué más? —preguntó él.
—Pues luego esa mujer entregó el bebé a su madre, porque según ellas su vida corría peligro si permanecía allí. Y después de todo eso, ella moría entre las llamas mientras el bebé escapaba con la que creo que era su abuela.
Estuvieron un rato en silencio. Mientras Joel meditaba sobre el sueño de su amiga, Helen tecleó en su ordenador: «www.google.eu».
—¿Y por qué tendrías que ser tú ese bebé? Yo creo que puede ser una película que se ha montado tu cabeza tras el accidente.
—¿No es mucha coincidencia? —preguntó ella—. En el sueño que tuve estando en coma me sentía identificada con ese bebé; viví la historia desde sus propios ojos. Inmóvil, sin poder decir nada, pero todo muy real. Y después de todo eso, me entero que mis padres no son los auténticos y no se sabe nada acerca de mi verdadera familia. Algo me dice que ese sueño ocurrió en realidad y la mujer de mis pesadillas es mi madre.
—¿Y qué vas a hacer?
—Intentar averiguar algo sobre ellos.
Helen tenía la página del buscador delante de sus ojos. Ojeó la libreta en la que tenía anotaciones de sus sueños y de lo que sus padres le habían explicado sobre su pasado. Clicó con el ratón en el campo de búsqueda y pensó una combinación de texto: «Solomon, Nueva Orleans, Lafayette, fuego, muerte». Pulsó el botón de buscar.
En las primeras cinco páginas de resultados no se encontró nada interesante. En la sexta había un enlace a un foro de brujería en la que se narraba una leyenda. Se titulaba: «Solomon Loveau, el vendedor de almas»; leyó en voz alta a su amigo:
«Se dice, se cuenta, que Solomon Loveau fue un brujo de mala calaña nacido en Nueva Orleans, que se dedicaba a vender hechizos y pócimas para que la gente lograra sus deseos. El único pago que pedía por sus servicios era el alma de la persona a la que ayudaba. También se dice que luego vendía esas almas directamente al mismísimo Diablo, con el que había pactado que recibiría diez años extra para su propia vida a cambio de cada alma. La gente consideraba que el pago que pedía Solomon era una tontería, por ese motivo fue un brujo muy solicitado y reconocido en su época. Las lenguas dicen que tenía más de trescientos años cuando encontró su muerte en una hoguera de Lafayette; allí los cristianos se rebelaron contra él, cuando lo descubrieron haciendo una ofrenda a Satán. Le acusaron de llevar el mal al pueblo, de las muchas muertes de mujeres y niños inocentes que perecían sin más en el lecho. También se dice que se volvió tan oscuro, que las llamas que lo devoraron no eran rojas, sino que el azulón fue el encargado de llevarlo junto a su señor».
La historia puso la piel de gallina a los chicos. A Helen le resultó curioso el dato de que Solomon muriera en Lafayette, justo en el mismo sitio donde a ella la abandonaron al nacer.
—Entonces, si dices que la mujer del sueño es tu madre… ¿El pirado de Solomon era tu padre?¿Te vas a creer todo ese rollo? Creo que es mejor que vuelvas a preguntar a tus padres, igual no te han contado toda la verdad.
—No mienten, me han dicho la verdad.
—¿Cómo lo sabes?
—Simplemente lo sé.
Apagó el monitor y se echó sobre la cama. Se tapó la cabeza con los dos enormes peluches que siempre tenía allí puestos.
—A mí todo este asunto me ha pillado desprevenido, Helen. Tus sueños, la adopción, el loco ese de Solomon. No sé si todavía estoy durmiendo y aún no me he despertado —se pellizcó el pómulo—. ¡La puta! Pues sí, estoy despierto.
Helen parecía no querer salir de su escondite y Joel se encargó de sacarla. Quitó los peluches de la cabeza de la pelirroja, con tal fuerza que él cayó encima de ella. Quedaron cabeza contra cabeza, con sus labios a punto de chocar.
—¿Y qué pretendes hacer con todo el asunto? —preguntó él.
—Quiero intentar saber qué me está pasando, y sobre todo saber qué fue de mi madre.
Joel permanecía con la mirada en los bonitos ojos de color verde de Helen. Bajó la vista un segundo. Observó los bonitos y carnosos labios de la joven. Le hubiera gustado aventurarse en ellos, pero no encontró el valor para hacerlo.
—¿Me ayudarás? —preguntó ella.
—Sabes que sí. Lo haré.
Se quitó al muchacho de encima usando todas las fuerzas de sus rodillas. Logró tirarlo.
—Joder, Helen. ¡Qué bestia eres! —se quejó el muchacho al golpearse la cabeza contra el suelo.
Ella se puso en pie de manera exaltada. Se volvió a sentar frente al ordenador y encendió de nuevo la pantalla.
—¿Qué haces ahora? —se interesó él mientras se levantaba del suelo.
—Preparar nuestro viaje.
Él cada vez se sentía más confundido. Se sentó en el borde de la cama y se dejó caer sobre ella.
—¿Dónde se supone que vamos?
Helen calculó la ruta del viaje usando Google Maps. Imprimió la información y se la dio a Joel.
—Lafayette, 135 millas; dos horas y siete minutos de viaje —leyó en voz alta el joven— ¡Tu madre me mata si se entera que te llevo hasta ahí!
—Dijiste que me ibas a ayudar.
—Y lo haré.
—Entonces… ¿Cuándo partimos? —preguntó ella sonriendo.
Joel se echó las manos sobre la cabeza. Siempre terminaba accediendo a las peticiones de su amiga . A esas alturas tenía claro el por qué lo hacía. Disfrutaba viéndola sonreír y estando a su lado. Él no lo dijo, pero el viaje no le resultó una locura, sino una oportunidad para pasar más rato con ella. Ya no podía engañarse más, estaba enamorado de ella.
El joven sacó de su bolsillo las llaves de su coche. Las lanzó a Helen y ella las cogió al vuelo.
—¡Más te vale que busques una buena excusa para desaparecer todo un día entero!
A Helen le iba costar encontrar una coartada. Jamás necesitó un motivo para mentir, siempre fue muy sincera con sus padres. Pero ahora era diferente, no podía decirles que iba a ir hasta Lafayette para intentar averiguar cosas sobre su madre biológica. Robert y Catheryn no permitirían que hiciera el viaje sola, y ella no los quería por medio. Pensó que entorpecerían su investigación.