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Los hijos de Butterfly
Noboru Yokoi fue durante toda su infancia un testigo privilegiado de la loca devoción por lo occidental que embargó a Japón hasta los años 20. Purgó con seis años de prisión su militancia comunista en la universidad. Participó como muchos idealistas de izquierda de su país en el experimento de crear un nuevo Japón en Manchuria. Volvió desencantado a Nagasaki, en donde se casó y donde vio a su esposa morir en el parto de su segundo hijo. Peleó toda la guerra como soldado y, en los difíciles años posteriores a la derrota, crió solo a sus dos hijos, hasta emigrar con ellos al Brasil en 1952. Sin embargo, cuando rememoró la primera mitad de su vida para María Domecq, no parecía nunca estar hablando estrictamente de sí mismo sino del influjo que había tenido la vida de otros en él —la de su madre primero, la de sus hijos después.
Lo que él mismo sintió no figura en el relato. Como si, al vivir lo suficiente, uno llegase a estar más allá de sus propios sentimientos, como si no los considerara un elemento de verdadera relevancia. María Domecq me había contado de la misma manera su propia historia, aquella tarde que nos conocimos en el hospital. El lugar que en el relato de ella ocupaba la enfermedad, en el relato de Noboru lo ocupaba la historia, la política, el trágico devenir del Japón.
Los dos seguían vivos porque eran de esa manera; sólo así habían llegado a sobrevivir hasta el momento en que estuvieron frente a frente. Y estoy seguro de que los dos lo supieron inequívocamente desde el momento mismo en que se conocieron.
Yae Banno no volvió a Nagasaki cuando el almirante dejó el Japón, a principios de 1907. Aunque Tokio no era el lugar más fácil para que una joven de Nagasaki criara sola a su hijo, Yae prefirió esperar allí —hasta que ese período transitorio se hizo definitivo y pasó de esperar a simplemente vivir en Tokio.
Noboru nunca supo a ciencia cierta si el almirante prometió retornar o simplemente dejó abierta esa esperanza con un mero: «Verás que volveré». Para cuando pudo interesarle la diferencia, el tiempo se había encargado solo de dar una respuesta, porque aquella promesa o mera esperanza de retorno había dependido enteramente de los designios de la Historia.
Si bien el Tratado de Portsmouth no exigió a Rusia pagar indemnizaciones de guerra al Japón (un hecho que generó disturbios en Tokio cuando la prensa dio a conocer la noticia y una multitud convergió en el parque Hibiya y marchó hacia el Palacio Imperial al grito de «¡La guerra debe continuar!»), la evidente pujanza de la isla, la rapidez con que se había recuperado de los esfuerzos de la guerra, le auguraba un lugar de importancia en el nuevo concierto de las naciones.
La Argentina mostraba un perfil similar en el otro extremo del mundo. Todo indicaba que ambos países intensificarían sus relaciones luego de aquel gesto argentino que tan decisivamente había contribuido al triunfo japonés contra la Rusia zarista. El reconocimiento y los honores que había recibido el almirante de parte del gobierno japonés (como representante de nuestra nación) seguramente le permitieron ilusionarse con la posibilidad de volver a la isla como parte de la legación diplomática que a todas luces se instalaría pronto allí.
Vaya a saberse cuánto le duró al almirante aquella esperanza, si es que llegó a tenerla, a su regreso a nuestro país. Lo concreto es que llevó mucho más tiempo el afianzamiento de las relaciones diplomáticas entre ambas naciones. Durante casi una década, el trato del Japón con la Argentina siguió a cargo del representante japonés en Brasil, primero, y luego de su par en Chile[46]. El gobierno argentino sí tuvo representante en Japón en esos años, pero con un perfil netamente orientado al intercambio comercial entre ambos países: de hecho, el cargo de cónsul fue rápidamente reemplazado por el de encargado de negocios. Ésa fue toda la legación diplomática que tuvo nuestro país en el Japón hasta entrados los años 20, y para entonces ya sabemos hacia dónde lo había llevado su destino al almirante.
A lo largo de esos años, sin embargo, llegaron puntuales remesas de dinero desde Argentina para Yae Banno y su hijo. Noboru sólo tenía recuerdos de oídas del almirante y de los primeros tiempos sin él. Sabía que, al vencer el contrato de alquiler de la casa en Ginza donde Domecq los había instalado antes de partir, Yae prefirió que se trasladaran a una vivienda más austera, fuera del distrito cosmopolita de la ciudad, y luego de pocos meses decidió probar suerte en otro vecindario de Tokio, donde tampoco resistió mucho. Conseguir hospedaje respetable se le hacía cada vez más difícil: el problema no era el dinero, sino las habladurías que despertaba una joven sola con un hijo pequeño y esa clase de dinero.
En uno de los melancólicos paseos primaverales que madre e hijo hacían por las avenidas de Ginza, célebres por sus crisantemos y cerezos en flor, había tenido lugar el encuentro fortuito que los llevó a los dos a Asakusa, el lugar donde comenzaban los recuerdos de Noboru, el legendario Sexto Distrito de la ciudad, donde ambos vivieron desde fines de 1908 hasta el terremoto que arrasó buena parte del viejo Tokio en 1923.
Asakusa llegó a ser casi una ciudad autónoma dentro de Tokio en esos años. Eroguro es el término que usan los japoneses para describir el período que va desde el triunfo contra Rusia hasta el comienzo del militarismo de fines de los años 20. Ero por erótico; guro por grotesco. En ningún lugar del Japón se daba más nítidamente ese cruce que en el Sexto Distrito de su capital. Asakusa fue el Montmartre, el Soho, el Alexanderplatz de Tokio. Un laberinto de callejones con locales de toda naturaleza perpetuamente abiertos había crecido a las espaldas del venerado templo Kuanon y los jardines que daban al río Sumida. Allí convivían las últimas geishas y calígrafos del «mundo flotante» con el culto al cabaret y las películas mudas; las casas de té con las lecherías que pronto se convirtieron en cafés a la usanza occidental; las discusiones combustionadas por el alcohol sobre El Capital de Marx, las novelas rusas y los manifiestos de vanguardia con el bajo mundo de hampones, mendigos, vendedores de pájaros y artesanos callejeros, muchos de ellos informantes de la policía. El profesor Yasunosuke Gonda decía a los alumnos de su cátedra en la Universidad Imperial: «Vayan a Asakusa. Asakusa es su bibliografía».
Yae Banno llegó al Sexto Distrito por intermedio de Yoshihiro Yokoi, un cronista del diario Yomiuri Shinbun que entrevistó al almirante luego del retorno triunfal a Yokohama de la flota imperial. Yoshi Yokoi era uno de los tantos quintacolumnistas del periodismo que creían que la modernización de su país iría de la mano de la incorporación de ideas y costumbres de Occidente. Tal como había entrevistado al almirante, podía cubrir para su diario una de las suntuosas recepciones del Rokumeikan (el primer gran salón de la ciudad donde fue bien vista la novedosa costumbre de que los invitados asistieran con esposa o acompañante), reportar una huelga fogoneada por predicadores del bolchevismo en el gran mercado de pescado de Nihombashi o relatar las novedosas atracciones nocturnas y la fauna humana que convergía en Asakusa. Así se había abierto camino desde las calles del Sexto Distrito hasta el despacho propio que tenía en la redacción del Yomiuri en Ginza.
Cuando Yoshi Yokoi se topó con Yae y Noboru, en uno de los paseos por Ginza que hacían periódicamente madre e hijo, la reconoció en el acto, se presentó, le sonsacó sin esfuerzo el motivo de sus penurias y, en cuanto supo que lo que atribulaba a Yae era la perspectiva de una nueva mudanza, le ofreció una mágica solución al problema: él podía hablar con su casera (que además era su tía) e instalar a Yae y al niño en las habitaciones superiores de su vivienda en Asakusa. Tendrían una hermosa vista del río Sumida, privacidad y comodidades suficientes, una buena escuela cercana en la que él podría interceder para que aceptaran al pequeño Noboru y, además, si existía algún rincón de Tokio libre de necias habladurías vecinales, ese lugar era Asakusa: ¿a quién podía llamarle la atención una madre sola con su hijo, en un barrio donde el desfile humano por sus calles atraía gente de todos los confines de Asia?
Vaya a saberse cuánto tardó Yae en entender que se había producido un viraje decisivo en su vida. Aceptó la oferta de Yoshi porque todas sus otras opciones eran peores. Y, desde las primeras semanas allí, se amparó en la evidente dicha de su hijo para justificar la permanencia de ambos en Asakusa. Pero es probable que durante un buen tiempo tomara cada decisión teniendo siempre en cuenta, en lo más íntimo de su corazón, la eventualidad de volver algún día a aquella casa de ladrillos en Ginza, cuando el almirante retornara al Japón. Lo cierto es que en los primeros recuerdos propios que tenía Noboru, esa eventualidad ya había desaparecido de cuadro. Desde que tenía memoria, su madre le había enseñado a honrar a un padre en ausencia, alguien que no volvería: casi un antepasado, más que un padre.
De hecho, cuando unos años más tarde llegó el momento de enviar a Noboru a la escuela superior, y Yae se inclinó por un buen establecimiento público en Shitaya (un distrito vecino con costumbres más severas que las de Asakusa), aceptó que Yoshi Yokoi le diera su apellido al niño, porque las escuelas superiores de Shitaya no aceptaban hijos de madres solteras.
Aun así, en el recuerdo de Noboru es el almirante, ausente y todo, el que ocupa el lugar del padre. Yoshi Yokoi era otra cosa: era familia, pero en un grado indeterminado. Así de exasperantemente difuso era, en el relato de Noboru, todo lo relacionado con la naturaleza del vínculo entre su madre y el hombre que le había dado a él el apellido: no había un solo detalle sobre su intimidad; ni siquiera podía adivinarse qué clase de afecto había habido entre ambos.
Ni Kenji ni Etzuko, el hijo varón y la hija mujer de Noboru (ambos cincuentones cuando María Domecq los conoció en São Paulo), podían contribuir en nada a aclarar ese misterio. Ninguno de los dos llegó a conocer a Yoshi. Lo poco que sabían de los años de Asakusa se los había contado la abuela Yae, pero ella había muerto cuando Etzuko tenía seis años y Kenji cinco. Y cuando Noboru volvió del frente, después de la guerra, había asuntos mucho más urgentes que los relatos de familia. De hecho, el recuerdo de ambos hijos de Noboru sobre el país de su infancia se caracterizaba por los eufemismos que usaban los adultos japoneses para referirse a la guerra y a la prolongada efervescencia militarista anterior a la guerra, período al que sólo se referían veladamente con la expresión aquellos años, para cambiar inmediatamente de tema o llamarse a silencio.
Hasta que Noboru relató a María Domecq la historia de su vida, el tío Yoshi era, para Kenji y Etzuko, simplemente el familiar que les había dado el apellido, antes de perderse en la bruma de aquellos tiempos que todos los habitantes del Japón de posguerra preferían acallar. Lo único que Noboru dejó en claro en sus conversaciones con María Domecq era que, gracias a Yoshi Yokoi, no había experimentado nunca en su infancia el escarnio de ser hijo de gaijin sino el manto protector de familiaridad con que los vecinos de Asakusa trataban a los suyos.
A diferencia del resto de Tokio, la manera más eficaz de protección para una mujer sola en Asakusa era tener una leyenda detrás. Y Yae tenía un pasado que cuadraba perfectamente con los cánones del Sexto Distrito. Yoshi la convenció de que bien podía dar lecciones de etiqueta occidental a la miríada de jóvenes que aspiraban a convertirse en cocottes, flappers o meras mujeres de mundo como las que veían en las películas mudas que pasaban día y noche en las salas del Ryonkaku[47].
Muchas veces le relató Yoshi al pequeño Noboru la impresión que había recibido al ver por primera vez a Yae, cuando él estaba entrevistando al almirante y ella apareció a servirles té en el salón de aquella casa de Ginza, y volvió a materializarse como por arte de magia para acompañar al dueño de casa en la despedida al visitante. Según Yoshi, Yae tenía un don que las jóvenes de Asakusa de aquellos tiempos anhelaban a toda costa poseer, aunque fuese en dosis mínimas.
Las habitaciones que compartían madre e hijo se fueron llenando de aspirantes en la medida en que corrió por el vecindario la historia que la tía y casera de Yoshi contó a las primeras interesadas: que esa dama que enseñaba los encantos femeninos occidentales a la manera en que las viejas amas formaban a las geishas, había aprendido su arte en el verdadero campo de batalla del amor, junto a un capitán de marina de un país lejano, que había ayudado a las tropas del Emperador en la guerra contra Rusia, además de desposarla y darle un hijo, luego de conocerla en Nagasaki, su primer destino en la isla.
Según Noboru, así de ingenua era la actitud hacia todo lo occidental en Asakusa, en aquellos tiempos. El advenimiento de la electricidad, el teléfono, la radio y las nuevas tiendas a la usanza occidental contribuyeron mucho a ese comportamiento. La gente adoptaba el estilo de vestir europeo de un día para el otro; nuevas costumbres desplazaban hábitos inmemoriales de la noche a la mañana. Aquello que había hecho una paria de Yae en otros distritos de la ciudad, en Asakusa la convirtió en una adelantada, un modelo a seguir. Las muchachas acudían a ella no sólo para aprender cómo vestirse, llevar el cabello, caminar y bailar a la usanza occidental; también absorbían ávidamente todo consejo que lograban extraerle a su mentora. Los propios amigos de Yoshi, que competían por estar al día con las novedades de Occidente, la aceptaban con beneplácito en su mesa. Y no sólo como ornamento: pronto empezaron a darle en préstamo los libros que ellos leían, así como la llevaban a ver las películas y espectáculos que todos iban a ver por entonces en Asakusa, y la estimulaban también a participar de las discusiones que los mantenían despiertos hasta altas horas de la noche.
Si su madre tenía un don, según Noboru, era el de saber incorporar instantáneamente a su experiencia todo aquello que le pasaba cerca. Así había sido con el almirante y así siguió siendo en Asakusa. Fuese por temperamento natural o por el hecho de tener que criar sola un hijo, Yae lo hacía todo con una seriedad y un fervor que la diferenciaba del estilo disipado que reinaba por entonces en el Sexto Distrito. Sus clases de etiqueta fueron derivando progresivamente en una suerte de populoso consultorio, no sólo sentimental sino también existencial, y Yae terminó por convertirse en una figura tutelar para buena parte de la población femenina de Asakusa: antes de cumplir los veintisiete años, se había ganado el apelativo de mama-san entre las mujeres del Sexto Distrito, incluyendo a varias de las veleidosas profesionales del espectáculo local.
Todas esas mujeres que llamaban mama-san a Yae, aun cuando hubieran tratado poco y nada con ella, veían en el pequeño Noboru no sólo al hijo de quien aconsejaba mejor que ninguna cómo manejar los desvelos del corazón: también creían ver en él la sombra del enigmático extranjero que había convertido a Yae en la mujer que era. Así fue como Asakusa contribuyó al culto del ausente en la infancia de Noboru.
Por supuesto, Yae no era la única mujer japonesa que había tenido un hijo con un occidental; había muchas como ella, en las ciudades del Japón. De hecho, cuando llegó Madame Butterfly a Tokio, en 1916, el diario Asahi Shinbun publicó una breve crónica del evento, mencionando que un considerable porcentaje de la platea femenina lloraba sin disimulo cuando la protagonista veía partir a su amado y que esa clase de espectáculos debían servir como llamado de atención a las mujeres japonesas acerca de lo que podía ocurrirles si establecían vínculo con un extranjero.
Desde 1900, los establecimientos con música occidental en vivo se reproducían «como el bambú después de la lluvia» en Asakusa, según las crónicas de la época. En ellos, el público escuchaba entre las risitas nerviosas y el arrobamiento a un benshi[48] que resumía en japonés la letra de una canción o el argumento completo de la obra de la cual provenía, y luego los cantantes interpretaban las piezas en cuestión, que podían ser indistintamente de music-hall o de ópera («La donna è mobile» de Rigoletto fue durante 1910 la canción de moda en Asakusa, así como «Tipperary» lo había sido el año anterior). También se ejecutaban óperas con toda la regla en el Tokio de entonces: el Teatro Imperial había contratado en 1907 al italiano G. V. Rossi para seleccionar y entrenar en el bel canto a alumnos de la Escuela Musical de Tokio, con los cuales puso en escena las principales óperas europeas. Pero más de la mitad de sus entrenados terminaron desertando para pasarse al Rokku (también conocido como la Ópera de Asakusa) donde ganaban más dinero y las exigencias artísticas eran sensiblemente menores[49].
En un relevamiento de las puestas que se hicieron de Butterfly en Oriente figura que el 16 de noviembre de 1916 se ejecutó por primera vez en el Japón. La función no se realizó en forma de ópera, sino como un varieté que incluía algunas arias y motivos musicales de la pieza de Puccini. Como no había tenores japoneses en aquella época, todos los papeles eran cantados por sopranos —a la audiencia le hizo mucha gracia que Pinkerton y Butterfly tuvieran voces tan similares.
La soprano Tamaki Miura, una de las estrellas del maestro Rossi en el Teatro Imperial, que llegaría a interpretar más de dos mil veces el papel de Butterfly en los más importantes teatros líricos del mundo, recuerda en sus memorias que iba de tanto en tanto a Asakusa, para ver en los escenarios a sus descarriadas excompañeras y beber después una copa con ellas. Invariablemente intentaba convencer a las que tenían más talento de que volvieran con ella al Imperial, en lugar de malgastar su don en esos antros, e invariablemente recibía un no por respuesta. Cuando por fin le llegó el turno a ella de interpretar el papel, no en Asakusa sino en el respetabilísimo Kabukiza, y no en forma de varieté sino en la primera puesta completa de la ópera, realizada en 1924, le llamó la atención que varios de los admiradores que fueron a saludarla al camarín después de la función (gente seria, según la Miura, no la clase de público que frecuentaba los varietés del Sexto Distrito) le preguntaran si era cierto el rumor que decía que la verdadera protagonista de Butterfly no se había suicidado sino que vivía en Asakusa con su hijo.
Al viejo Noboru le hacían gracia todos esos datos que yo había reunido en mi búsqueda de vínculos entre la ópera de Puccini y la historia de Yae y el almirante. Pero los descartaba uno por uno, tal como desmalezaba las plantas de su jardín mientras conversaba con María Domecq. Cuando ella le leyó ese fragmento de las memorias de la Miura, se lo ve asentir repetidamente en el video, con la perentoriedad gestual que caracterizaba su conversación, y comentar que tal cosa era probable, teniendo en cuenta la cantidad de jóvenes japonesas que habían tenido un hijo con extranjeros. A continuación agrega, a modo de evidencia: «Cio-chan. Hijo de Mariposa. Así llamaban a aquellos niños en Asakusa». Y se vuelve a cámara, con gesto triunfal y un manojo de raíces retorcidas en sus manos negras de tierra.
La seca pronunciación japonesa con que Noboru hablaba el portugués, a pesar del medio siglo que llevaba viviendo en Brasil, significó un inesperado alivio lingüístico para María Domecq y para mí: era más fácil entenderle a él que a sus hijos y nietos, quienes hablaban sin excepción con esa cadencia sinuosa con que hablan todos los brasileños. Y aunque Noboru asegurara haber perdido el castellano que alcanzó a aprender en aquella academia de lenguas de Tokio en los años 20, en los videos se nota que algo le queda, y que lo ayuda en su comunicación con María Domecq.
Al principio yo pensaba que ese ejercicio de la memoria le había sido doblemente difícil a Noboru: al acto de volver la vista atrás se le sumaba el de relatarlo en una lengua diferente a aquella en que había vivido esos hechos. Pero he cambiado de opinión en estos siete años. Ahora creo que sólo de esa manera pudo hacerlo: contestando en su lengua de adopción las preguntas hechas en la lengua de su padre. Creo que le hubiera sido imposible confesarse de esa manera en japonés.
Luego de su paso por los severos claustros de Shitaya (gracias al cual podría ingresar en la universidad), Noboru acompañó a Yae a un mitin improvisado en los fondos de un teatro de Asakusa. Rodeados de un centenar de fieles, escucharon la encendida prédica que les dedicó, parado sobre una mesa, Boris Pilniak, el joven heraldo de la literatura soviética que pasó por el Japón en 1922.
En los primeros tiempos después de la Revolución de Octubre, cuando los libros de Pilniak, como los de Vladimir Maiacovski o los de Isaak Babel, sólo podían leerse en ruso todavía, porque no había habido tiempo aún para traducirlos a ningún otro idioma, sus nombres ya se mencionaban con unción entre los simpatizantes que tenía la Unión Soviética en todo el mundo, como ocurría también con los de Eisenstein, Malevitch, Grodchenko o Meyerhold. Las crónicas que enviaban a sus países de origen los corresponsales y testigos presenciales de la Revolución dedicaban párrafos enteros al mundo nuevo que los artistas estaban construyendo codo a codo con los trabajadores, los técnicos y los científicos. Cada uno de esos relatos tenía una audiencia voraz, en el rincón del mundo adonde llegara. Imagínese entonces lo que ocurría cuando uno de esos artistas soviéticos llegaba a aquellos países y daba testimonio de primera mano de su visión de la Rusia revolucionaria. Eso pasó cuando Pilniak estuvo en Europa, cuando recorrió Estados Unidos y antes: cuando salió por primera vez de la Unión Soviética y viajó a Japón, a principios de los años 20.
La llegada al poder de los bolcheviques había producido un cisma entre los modernos de Tokio: los que veían la Revolución como epítome y objetivo excluyente de la vanguardia renegaron del culto indiscriminado a las novedades de Occidente que habían practicado hasta poco antes. Incluso el pasado comenzó a verse con crisol internacionalista: según los fogosos jóvenes mobu[50], la Guerra Ruso-Japonesa había servido para horadar las fuerzas del Zar y abrir el camino a la Revolución bolchevique. Ésa fue una de las tantas cosas que dijo Boris Pilniak durante aquella accidentada visita al Japón (que terminó con su expulsión de la isla, acusado de espionaje).
Cuando Pilniak llegó a Tokio acababa de publicar El año desnudo, una novela que relataba con extraordinaria vividez y notable modernidad de recursos el efecto de la Revolución de Octubre en una pequeña ciudad de la estepa, durante los doce meses inaugurales del bolchevismo. La convicción vibrante de su relato, y de los sacrificios que exigiría de todos si querían alcanzar un futuro de grandeza, dejó a sus oyentes sin aliento. Para los japoneses era casi inconcebible que un ser humano pudiera transmitir con tan estremecedora franqueza lo que sentía. El alma rusa y la quimera comunista les parecieron una sola cosa a quienes lo escucharon en esos mitines.
Yae Banno era de Nagasaki: había oído hablar en ruso por las calles y negocios de su ciudad desde que tenía memoria. Escuchar a Pilniak, entendiendo ruso como entendía ella, ha de haber sido una experiencia acojonante. Su influjo produciría en ella y en Noboru un cambio tan profundo como la llegada de ambos al Sexto Distrito, catorce años antes. Madre e hijo vivirían quince meses más en Asakusa, hasta septiembre de 1923, pero ya estaban cambiando de piel, ya habían entrado en el siguiente capítulo de sus vidas.
Noboru abandonó la academia de lenguas donde trabajaba después de la escuela y organizó la primera célula marxista en la Universidad Imperial, donde se había matriculado para estudiar ingeniería. Yae se enroló como maestra en una de las himmin gakko (escuelas para pobres), que la Democracia Taisho abrió por ese entonces en los distritos más humildes de Tokio. Sus discípulas de antaño seguían recurriendo a ella para pedirle consejo pero ya no pagaban por él, y lo que recibían ahora eran arengas contra las fatuidades de la vida disipada. El terremoto que arrasó Tokio en 1923, los terribles meses posteriores, el altruismo que sólo la desgracia más terrible y generalizada puede despertar, fueron para madre e hijo una confirmación palpable de que habían elegido el camino correcto después de escuchar a Pilniak en aquel mitin.
Lo que se conoce como el terremoto de Tokio de 1923 fue, en realidad, una sucesión vertiginosa de setenta episodios sísmicos producidos entre el 1 y el 4 de septiembre de aquel año. La mayoría de las construcciones de la ciudad eran en ese entonces de madera, y resistieron mejor que lo esperado los sacudones sísmicos, pero los incendios que estallaron en diferentes puntos de la ciudad (causados por el fuerte viento) arrasaron con la mitad de sus edificios.
Hasta entonces, Tokio se enorgullecía de sus incendios, los llamaban «las flores de Edo» (Edo no hana) y ocurrían tan seguido que ninguna construcción en la Ciudad Vieja duraba más de dos décadas. Hasta existía una máxima comercial que decía que, si un negocio no retomaba su actividad tres días después de un incendio, no tenía futuro. Por esa razón, muchos comerciantes tenían permanentes reservas de madera en los depósitos que había junto al río Sumida. Pero el terremoto de 1923 sepultaría esa costumbre, entre muchas otras prácticas del viejo Edo que seguían prolongándose en el Tokio de los años 20. Según los cálculos oficiales, murieron más de cien mil personas en esos días, de las cuales la mayor parte fueron víctimas de los incendios o perecieron ahogadas (de los casi quinientos puentes sobre el Sumida que tenía la ciudad, sólo veinte eran de hierro y ochenta de piedra; el resto eran de madera y ardieron en su totalidad).
La Prefectura de Tokio debió endeudarse severamente para enfrentar los daños, las privaciones estaban a la orden del día y, durante los dos años siguientes, impusieron a los ciudadanos de Tokio una austeridad y una camaradería comunitaria que nunca se había visto ni se volvería a ver en la voluble capital del Japón. Recién en 1930 se darían por terminados los trabajos de reconstrucción y se celebraría el renacimiento de la ciudad, su nuevo trazado[51], con un festival al que asistió hasta el emperador Hirohito. Ni Noboru ni Yae pudieron ser testigos de ello: Noboru porque para entonces estaba sirviendo su sentencia en el penal de Sugamo (en 1926 había sido arrestado junto a sus compañeros de célula, juzgado y condenado a seis años de cárcel por sedición y propagación de ideas antipatrióticas) y Yae porque el arresto de su hijo la había decidido a regresar a Nagasaki, donde siguió trabajando en una himmin gakko evitando las redadas de la policía secreta, que eran mucho menos frecuentes y exhaustivas que en Tokio[52].
En aquellos mitines de Asakusa en 1922, Pilniak había convencido a sus oyentes de que el hambre y el caos social de los años previos y posteriores a la Revolución fueron necesarios para ayudar a los rusos a conocerse a sí mismos. Luego de pasar su adolescencia en una comuna anarquista, sostenía que era necesario aprender a verlo todo con ojos nuevos: reivindicaba la vida comunal como la única vida digna, sostenía que en el comunismo auténtico el primer deber lo constituía el amor a los semejantes y a ello oponía el entumecimiento de lo humano que representaban la máquina de la burocracia y las hipocresías del comercio (a las que llamaba «los lobos del hombre»). Como Gogol, Dostoievski y Tolstoi, creía que los males de Rusia se debían al vano, «antinatural» esfuerzo por europeizarla y reivindicaba con fiereza el componente asiático, que según él tendría un rol decisivo a la hora de extirpar la ponzoña de su tierra natal y de toda Asia.
En todas las historias del Partido Comunista japonés se menciona que la mezcla de gente que asistió a aquellos mitines (que anticipa la que caracterizaría la fundación del PC poco después) se debía no a la prédica de Pilniak en favor de esa austera vida comunal que tanto efecto hizo en Yae y Noboru, sino a aquel encendido —y malinterpretado— llamamiento al panasiatismo que pregonaba a voz en cuello.
Los japoneses consideraban que Corea y Manchuria eran parte histórica de su imperio: desde el desfavorable laudo de Portsmouth, los altos mandos militares nipones intentaban que el Emperador les diera de una vez la venia para avanzar sobre esos territorios —y, una vez logrado ese objetivo, aprovechar el envión y tomar lo que se pudiera de China y de Rusia.
El furioso antioccidentalismo de Pilniak convocó a aquellos mitines por lo menos a tantos nacionalistas como cristianos, socialistas y anarquistas, más unos cuantos académicos, estudiantes y periodistas que simpatizaban con las ideas de Marx o con la literatura rusa simplemente, lo que llevaría al mismísimo León Trotski a comentar: «Los primeros comunistas japoneses tenían raíces muy tenues en la clase obrera».
Por eso se dice que el PC japonés estuvo malparido de entrada. Mientras el país inauguraba relaciones diplomáticas con la Unión Soviética en 1925 y los nacionalistas nipones celebraban el discurso de G. Voitinsky, cabeza del Buró Oriental de la Komintern («El acercamiento de Japón y la Rusia soviética debe convertirse en la consigna más popular entre las masas, puesto que de la Rusia soviética llegará ayuda generosa en forma de materias primas necesarias que la producción japonesa no necesitará pagar a precio vil a las potencias occidentales»), la policía secreta arrestaba militantes rojos en masa, amparada en la curiosa Ley de Preservación de la Paz, aprobada por el Consejo Imperial para evitar «el empeoramiento de ideas peligrosas que ha acarreado la entrada en vigor del sufragio universal».
Poco después de que algunos cabecillas del PC lograran escapar a Vladivostok y crearan un Buró Japonés en el exilio, la Komintern les ordenó retornar a la isla para acelerar «la revolución proletaria». Todos terminaron en prisión. Con la avanzada militarista de los años 30 empeorarían las cosas (y luego vendría la guerra y, después, la ocupación norteamericana). Es comprensible que Noboru hablara poco y nada de su militancia. Seguramente su madre le iba informando lo que sucedió fuera de la cárcel entre su entrada y su salida. En esos seis años, la Dieta japonesa votó una serie de leyes contra la disensión política y todos los partidos apoyaron las campañas de represión, no sólo contra los simpatizantes marxistas sino también contra socialdemócratas e incluso demócratas a secas. En las escuelas se empezó a predicar la pureza racial japonesa y la procedencia divina de su linaje. Todo gesto que atentara contra el kokutai, o esencia nacional, era motivo de arresto. La expresión tenko[53] se volvió un término familiar: de hecho, muchos simpatizantes de ideas progresistas ni siquiera consideraron que traicionaban sus ideales anteriores al adscribir a la nueva ideología que reinaba en el Japón.
El mejor ejemplo es lo que se dio en llamar el Proyecto Manchukuo, que Noboru conoció bien de cerca porque, como muchos idealistas de izquierda, incluyendo al doctor Shibayashi, el hombre que se convertiría en su mentor en los años siguientes, decidió participar en él al salir del penal de Sugamo.
El doctor Shibayashi había compartido pabellón con Noboru en el penal. Fue él quien le habló de Manchukuo, y hacia allí partió cuando lo liberaron, un año antes que a Noboru. Shibayashi era médico pero se lo respetaba casi religiosamente en Sugamo por el poder de sus manos. Hacía lo que hoy conocemos como digitopuntura, reflexología, shiatsu y afines. Noboru lo había visto curar todo tipo de dolencias en la cárcel, y también había franqueado su alma con él: así fue como Shibayashi (también desencantado del rumbo que estaba adoptando el PC japonés) le habló de Manchukuo y le explicó que alguien que tuviera estudios de ingeniería no encontraría dificultades para conseguir un puesto de trabajo en el ambicioso proyecto japonés de poblar las vastedades manchurianas.
Es curioso que tantos idealistas de izquierda se sumaran a aquel proyecto evidentemente expansionista que habían tramado juntos los altos mandos del ejército imperial y los más importantes industriales japoneses. La idea era crear un enclave continental desde Manchuria hasta Corea y Taiwán, que no sólo proveyera al Japón de las materias primas que escaseaban en la isla sino que le permitiera desarrollar una industria pesada, tender puentes y caminos, abrir bancos y fábricas y centrales eléctricas, edificar de la nada deslumbrantes urbes, e incluso mudar la capital del imperio a una de ellas. En lugar de ver el modo evidente en que militares y financistas japoneses manejaban como un títere al emperador Pu Yi, aquellos idealistas vieron en Manchukuo la posibilidad de iniciar allí la transformación de las masas que era imposible realizar en el Japón de 1930.
Los resultados del experimento manchuriano son hoy suficientemente conocidos: fracaso urbanístico e industrial, explotación en masa, matanzas como la de Nanking (donde se calcula que el ejército japonés masacró a trescientos mil inocentes) entre otras atrocidades que incluyeron hasta experimentos genéticas comparables a los de los nazis. Lo único que sabían Kenji y Etzuko por boca de su padre de los años manchurianos era que, decepcionado por el curso que estaban tomando los acontecimientos, Noboru abandonó muy pronto su puesto como técnico en la construcción del ferrocarril y peregrinó durante meses hasta encontrar al doctor Shibayashi, a cuyo lado permaneció desde 1932 hasta que el médico murió, en la informal sala de auxilio devenida centro de curación regional que había iniciado en una aldea del sur manchuriano siete años antes.
A principios de 1939, Noboru regresó a Nagasaki. Allí conoció a una exalumna de Yae que trabajaba con ella en una himmin gakko, una muchacha de la aldea cercana de Mogi, llamada Tomoko Wada, con la cual se casó y a quien pasó a reemplazar en aquella escuela para pobres cuando la lactancia de Etzuko y el segundo embarazo (que traería a Kenji al mundo y se llevaría del mundo a Tomoko) le impidieron a ella seguir cumpliendo con sus obligaciones docentes. El duelo por Tomoko fue interrumpido por la entrada de Japón en la guerra. Pocas horas después del bombardeo a Pearl Harbour, Noboru fue convocado a las filas del ejército imperial y dejó sus pequeños a cargo de Yae.
Ni Tomoko ni Yae supieron nunca de las habilidades curadoras que él había aprendido junto a Shibayashi, porque Noboru sólo se atrevió a ponerlas en práctica cuando estuvo en el frente, y eso por razones de fuerza mayor: los batallones japoneses que combatieron en la Segunda Guerra Mundial no contaban con médicos ni enfermeros. El padre del almirante había ido a la guerra como médico y murió como soldado; el hijo del almirante fue a la guerra como soldado y volvió convertido en sanador.
Ése era el padre que conocieron Kenji y Etzuko, cuando Noboru apareció a buscarlos por la aldea de Mogi, donde ellos esperaban con sus abuelos maternos desde que Yae los había dejado a resguardo allí. Habían pasado toda la guerra en Nagasaki, a cargo de ella, pero al comenzar a escasear los alimentos y ante la perspectiva cada vez más cierta de un bombardeo aliado sobre la ciudad, Yae se decidió a seguir el consejo de las autoridades: llevó a Kenji y a Etzuko hasta Mogi, donde estarían a salvo junto a los padres de Tomoko, y volvió a pie hasta Nagasaki, a cuidar de aquellos niños de su himmin gakko que no tenían adónde ir.
Todo lo que sabían Kenji y Etzuko de su padre hasta entonces lo sabían por boca de Yae. Era casi un extraño para ambos aquel hombre parco y hambreado que llegó a Mogi casi seis meses después de la bomba en Nagasaki y la rendición de Japón, con las botas rotas y la ropa llena de polvo y que, a menos de una hora de tener a sus hijos en brazos por primera vez en cinco años, recorrió la aldea ofreciendo sus servicios sanadores en forma gratuita.
Aquella visión de su padre atendiendo a los vecinos de Mogi por las más diversas dolencias la misma tarde que llegó a la aldea, sin siquiera cambiarse la ropa con la que había llegado, fue una escena que marcó a fuego a ambos hijos. Asistieron a ella esa tarde y los días y semanas que siguieron, durante meses, hasta que la ocupación norteamericana permitió la libre circulación de las personas y los habitantes de la aldea, en agradecimiento por los servicios prestados, ayudaron a Noboru a trasladarse con sus hijos a Nagoya, una de las pocas ciudades japonesas que no habían sido arrasadas por los bombardeos.
En Nagoya, Noboru pudo encontrar a un colega que también había estado con Shibayashi en Manchuria. En Nagoya, Kenji y Etzuko pudieron asistir a la escuela primaria mientras su padre trabajaba como sanador. En Nagoya pudieron aprender a quererlo. También en Nagoya, en algún momento del año 1950, logró encontrar cura a una grave lesión en su espalda la bailarina y coreógrafa de ballet Akiko Ohara. Fue Noboru quien la curó.
Cerca de un año más tarde, ya completamente recuperada, Akiko Ohara viajó con su compañía de danza a Brasil. Después de actuar para la gran colectividad japonesa de São Paulo, la llevaron a conocer la Comunidad Yuba y fue tal el impacto que le produjo el lugar que decidió quedarse allí para siempre.
Por iniciativa de aquella bailarina y coreógrafa, quien entendió rápido la inmensa utilidad que podía tener un sanador como Noboru en aquellas tierras tan alejadas de todo centro sanitario y se encargó de convencer al consejo de Yuba de la necesidad de incorporar cuanto antes una persona así, a principios del año 1952 se invitó formalmente a Noboru Yokoi a integrarse a la comunidad. La propia Akiko Ohara le solventó el viaje, a él y a sus hijos, desde el Japón[54].
Así se cerraba el círculo. Para Kenji y Etzuko, la secuencia de los hechos era ésa: su padre se había criado en Asakusa; la efervescencia de Asakusa y de aquellos años lo habían llevado al comunismo; el comunismo lo había llevado a la cárcel; la reformulación de su idealismo en los años que pasó preso junto al doctor Shibayashi lo había llevado a Manchuria; y el oficio que le enseñó Shibayashi en Manchuria le dio a Noboru una posibilidad de ejercer por fin su idealismo —y, a la vez, ofrecer un futuro a sus hijos—, cuando volvió de la guerra. Gracias a aquel oficio había logrado emigrar con Kenji y Etzuko al Brasil y encontrar allí un lugar donde los tres pudieron vivir a resguardo de los vientos de la Historia que habían regido la primera mitad de la vida de Noboru.
Shibayashi le enseñó a curar; Brasil y la Comunidad Yuba le enseñaron a curarse. Así lo explicaba Etzuko. Noboru había logrado encontrar, para sí mismo y para sus hijos, el lugar que su madre y él imaginaron al oír las palabras de Pilniak treinta años antes. Yuba era el ansiado puerto de destino al que la madre no alcanzó a llegar, pero hacia donde había puesto en camino a su hijo. Así lo explicaba Kenji. El precio habían sido esos treinta años (la cárcel, Manchuria, la guerra, la bomba y los arduos tiempos de posguerra en la aldea de Mogi), las cosas que Noboru debió atravesar en esos treinta años y que callaba empecinadamente desde entonces. Las cosas que ni siquiera a María Domecq le quiso confesar.
Noboru llevaba cuarenta y siete años viviendo en Brasil al conocer a María Domecq. Había llegado a São Paulo cuando Kenji y Etzuko tenían catorce y quince años respectivamente. Gracias a un programa de la Comunidad Yuba los dos pudieron estudiar en la universidad estatal paulista, donde Kenji cursó medicina y Etzuko bioquímica. Después de graduarse, los hermanos habían logrado levantar de la nada un laboratorio especializado en genéricos que ahora estaba a cargo de Etzuko, mientras que Kenji se dedicaba a la investigación inmunológica, en un instituto de la universidad. Los dos hermanos vivían en casas pegadas, en un barrio jardín de las afueras de São Paulo llamado Butantã. En el fondo compartido de esas casas se alzaba un vivero que parecía un bosque tropical en miniatura; en el centro de ese micromundo vegetal había una construcción baja, a la usanza japonesa, con piso de madera y paneles corredizos de papel de arroz, donde vivía el viejo Noboru desde que sus hijos lo convencieron de vivir junto a ellos.
La relación con Yuba continuaba: el laboratorio de Etzuko proveía de medicamentos a la comunidad y un par de experimentos de Kenji se basaban en las propiedades medicinales de cultivos orgánicos desarrollados allí. Tanto Etzuko como Kenji se habían casado con brasileñas. Los dos habían tenido hijos, algunos de esos hijos ya estaban casados, otros estaban en Yuba o dando vueltas por el mundo, todos ellos habían dejado el hogar familiar salvo Thiago, el nieto preferido de Noboru, el «hijo de la vejez» de Kenji (nacido cuando éste y su esposa estaban cerca de cumplir los cincuenta). Fue Thiago quien descubrió la página web que habíamos colgado con María Domecq. Jugando con un amiguito en la computadora habían tecleado sus apellidos en un buscador, a ver qué salía.
Así fue como llegó María Domecq a casa de los Yokoi: luego de que el viejo Noboru les tendiera a sus hijos aquella hoja de papel que le había impreso su nieto y les dijera que quería conocer a esa argentina que decía ser pariente suya. Kenji y Etzuko escribieron a la casilla de hotmail, hicieron contacto con María Domecq, le mandaron un pasaje y le dijeron que sería para ellos un honor recibirla como huésped en su casa.
En ese uso de la palabra honor yo veo una síntesis perfecta de lo que uno sentía al entrar en aquellas casas de Butantã: la cortesía casi inhumana, la actitud de servicio combinada con una distancia imposible de franquear que imponían los Yokoi a quien llegaba (distancia que uno notaba enseguida que era igual de infranqueable para ellos mismos, en el trato interfamiliar). A mí me habría sido imposible entender la química que se produjo entre María Domecq y los Yokoi si no hubiera sido por Yoshi, el segundo Yoshi entre los Yokoi, el hijo mayor de Kenji, la oveja negra de la familia.
Había también otra Yae, y una Tomoko, ambas hijas de Etzuko; sólo había nombres japoneses en la prole de los Yokoi hasta que llegó, cuando nadie lo esperaba ya, el pequeño Thiago. A Yoshi le gustaba decir que su padre temía tanto que se repitiera en su segundo hijo varón la evolución del primogénito (es decir, él) que le puso nombre brasileño al pequeño Thiago. Así era Yoshi. Tenía veintisiete años cuando lo conocí. Era el único de la prole que había abandonado la universidad, trabajaba como trader en la Bolsa de São Paulo, era un adicto a la adrenalina en tres variedades (los vehículos veloces de todo tipo, las putas caras de cualquier color, el dinero fácil de cualquier procedencia) y se tomaba como una tarea personal lograr que el pequeño Thiago no sucumbiera a las asfixiantes exigencias que regían su casa natal.
Pero incluso esa batalla que libraba Yoshi contra la idiosincrasia familiar ocurría en la forma muda y velada que caracterizaba la atmósfera de aquellas casas. Hacía falta un intérprete para entender sus signos, y eso fue Yoshi para mí: el único de los Yokoi capaz de hablarme de María Domecq sin considerarme un intruso. El único que me ofreció conocer Yuba, aunque de todos ellos fuese el que menos vínculo tenía con la Comunidad. El único capaz de ayudarme a entender los mecanismos internos de la familia y el efecto que había tenido María Domecq en ellos.
Según Yoshi, era típico de su padre y su tía haber convencido al viejo Noboru para que se trasladase desde Yuba a vivir con ellos, con la excusa de que así tendría cerca y podría disfrutar a sus nietos. Lo que terminó pasando en realidad fue que el abuelo siguió llevando la misma vida retirada y solitaria que en sus últimos años en Yuba —sumergido en sus plantas, tratando de tanto en tanto al paciente ocasional— mientras los nietos pasaban el día entero en institutos de doble escolaridad y cursos extracurriculares, con horarios y obligaciones tan férreos como los que se imponían sus padres en sus respectivos trabajos.
Las cosas habían sido diferentes para el pequeño Thiago: a él le habían concedido asistir a la escuela sólo de mañana y le postergaron indefinidamente toda actividad extracurricular cuando, llegado el momento de enviarlo a la primaria, Kenji descubrió que la desusada fluidez que tenía su hijo menor en la lengua japonesa, así como en las operaciones básicas de lectoescritura, suma y resta (para no mencionar sus insólitos conocimientos de botánica), se debían a las horas que pasaba en el feudo del abuelo Noboru en el fondo.
Así seguían las cosas cuando llegó María Domecq a Butantã. Kenji y Etzuko y sus respectivas parejas volvían al caer la noche a sus hogares y, cuando se sentaban a cenar con María Domecq, practicaban la discreción característica de la familia: preguntaban poco y nada qué habían hecho ella y el viejo Noboru ese día.
Thiago, en cambio, fue testigo desde el principio de lo que pasaba en el fondo, donde su abuelo y la visitante sentaron campamento desde el primer día. La presencia de Thiago ofrecía una función sumamente útil en la conversación entre Noboru y María Domecq: contribuía con traducción espontánea del japonés cuando a su abuelo le fallaba el portugués.
Como buenos nipones, los Yokoi tenían un considerable surtido de artefactos electrónicos en sus casas y Thiago, como suele pasarles a los chicos entre los diez y los doce años, estaba en plena etapa de experimentación de cuanta tecnología doméstica le dejaran a su alcance: así fue como se le ocurrió, uno de esos días, llevar la filmadora digital de la casa en sus incursiones al fondo[55].
El viejo Noboru nunca había ofrecido un relato pormenorizado de su vida a sus nietos, y tampoco a sus hijos. Siempre había hablado poco; era sorprendente que le interesara hablar todavía, viendo la asombrosa relación que tenía con el mundo vegetal. Pero María Domecq había despertado en él una locuacidad inédita, y aquella ocurrencia de Thiago con la filmadora terminó generando un rito vespertino cada vez más nutrido en las casas Yokoi, que logró por la familia aquello que Kenji y Etzuko siempre quisieron y nunca supieron cómo lograr: que los nietos se interesaran por el abuelo, que ellos mismos recuperaran interés en Noboru, y que él pudiera franquearse con alguien al fin.
Poco incidió en aquel rito familiar frente al televisor el cambio en el estilo fílmico de Thiago, cuando aquella iniciativa espontánea pasó a convertirse en una obligación para él (su padre y su tía le rogaron, con inesperada intensidad, que por favor siguiera haciéndolo, mientras el abuelo no se opusiera). Aburrido de filmar, el benjamín de los Yokoi dejaba la cámara apoyada en cualquier parte, y las voces de Noboru y María Domecq quedaban como un prolongadísimo off durante largas secuencias de foco fijo en una planta, o a ras del piso de la cabaña, con periódicas entradas y salidas de cuadro de una mano o un pie del anfitrión o de su visitante.
Según Yoshi, ver a su familia reunida frente al televisor mirando embobados un inmutable primer plano vegetal mientras escuchaban la cascada voz del abuelo hablando sobre su mítico país natal era tan cómico que le daban ganas de llorar, de incendiar la casa con todos adentro, de irrumpir desnudo y aullante delante de la pantalla en pleno trance general. Ésa era la manera de Yoshi de confesar que también él había permanecido hipnotizado frente al televisor durante aquellas sesiones. Ésa era su manera de describir lo que había representado María Domecq para los Yokoi.
La noticia de que María debía volver a Buenos Aires por los chequeos mensuales que le exigía su enfermedad mostró los niveles de eficiencia que caracterizaban a los Yokoi, y el único modo en que sabían expresar su agradecimiento. Kenji y Etzuko sólo parecieron interesarse en los aspectos técnicos de aquellos chequeos, con la servicial frialdad que los caracterizaba, pero menos de una semana después le anunciaron a su huésped que no había la menor necesidad de que abandonara São Paulo. Colegas de Kenji que tenían relación permanente con la Academia de Medicina argentina habían contactado al equipo que trataba a María Domecq y arreglado la posibilidad de que los chequeos pudieran realizarse en el hospital-escuela de la universidad, en Butantã: bastaba que la paciente diera su consentimiento y el equipo de la Academia enviaría el protocolo y las indicaciones a seguir, para que sus pares brasileños les remitieran a su vez los resultados de aquellos análisis y María Domecq pudiera estar en São Paulo tan supervisada profesionalmente como lo estaba en Buenos Aires.
No me cabe duda de que ella lo vio como uno más de esos momentos en que podía golpear al lupus por un costado inesperado, tal como el lupus hacía con ella. No me cabe duda de que, cuando María Domecq aceptó la propuesta de Kenji y Etzuko, lo hizo con eso en mente. Por esa clase de razones, el lupus no pudo con ella.
Según Yoshi, no sólo el abuelo Noboru sino todos los Yokoi la adoptaron, cada uno a su manera. El efecto de su presencia entre ellos había sido tan potente que ninguno registró del todo el hecho de que podía morirse en cualquier momento, y que seguía viva de manera inexplicable. Para todos ellos estaba tan indisolublemente unida a Noboru que, en el fondo de sus mentes, pensaban lo mismo de él y de María Domecq: sí, ambos estaban en la recta final ya, en cualquier momento les llegaría el aciago momento, pero ese momento estaba en el futuro indeterminado, en ese difuso mañana que parece a años luz de distancia de nuestro presente cotidiano, en especial cuando ese presente cotidiano es tan impermeable como lo era el de la familia Yokoi.
Acababan de conocerla, no llegaron a terminar de entender hasta qué punto la habían ido incorporando a la familia en esos meses. Además, un chequeo no es una internación y los Yokoi no la vieron siquiera trastabillar en alguna de esas cíclicas arremetidas del lupus que la obligaban a internarse o a encerrarse en sí misma. Porque el lupus no pudo con ella, al final. No fue el lupus lo que la mató: fue un estúpido accidente automovilístico, en pleno centro de São Paulo.
María Domecq iba a retirar los resultados de su tercer chequeo cuando, en plena calle, según todos los testigos presenciales, quedó de pronto paralizada, y uno de los autos que doblaban la esquina a la velocidad demencial con que circulan todos los vehículos paulistas se la llevó por delante y la mató en el acto. O eso fue lo que pareció en un primer momento. Después, al escuchar la policía la descripción del comportamiento de la víctima que hicieron los testigos presenciales, y conocer la historia clínica que tenía María Domecq, se ordenó una autopsia. Y esa primera autopsia fue cuestionada por los abogados del conductor del auto, quien había virado bruscamente en un vano intento por esquivar a María y había terminado embistiendo a dos transeúntes más, que esperaban en la vereda para cruzar y también resultaron muertos.
El resultado de la segunda autopsia era indispensable en el juicio que enfrentaba el conductor del auto. Si en ella podía comprobarse que la súbita paralización de María Domecq en plena calle se debía a un infarto cerebral, o algún otro latigazo igual de súbito del lupus, los abogados lograrían eximir a su cliente de toda responsabilidad por homicidio. Así había empezado el calvario legal con el cadáver de María Domecq.
En ese momento llegué yo a São Paulo. Después de que Angélica me pidiera por teléfono, quebrada de dolor, si podía viajar a Brasil a traer el cuerpo de su hija. Casi seis meses más tarde de haberla visto con vida por última vez.
Angélica no había registrado las complicaciones y demoras que podía tener todo el proceso. Y aunque lo hubiera sabido, no tenía otra persona a quien recurrir. Sabía que era demasiado, resultaba evidente incluso por teléfono lo que le costaba hablar conmigo, pero la noticia la había devastado de tal manera que finalmente se atrevió a llamarme. Lo único que le importaba era recuperar el cuerpo de su hija. Pude sonsacarle poco y nada de lo que había pasado, el shock me dejó también a mí convertido en un autómata: anoté todo lo que me dictó Angélica y avisé a los Yokoi que tomaba el primer vuelo que salía hacia São Paulo.
Cuando bajé del taxi que me llevó desde el aeropuerto de Guarulhos hasta Butantã, sólo sabía que María Domecq había vivido en esa casa los últimos tres meses de su vida y que había muerto en un estúpido accidente de tránsito en el centro de São Paulo, pero ignoraba el efecto que había tenido ella sobre los Yokoi.
Thiago me mostró el cuarto donde había dormido María y donde aún estaban sus cosas; Kenji me sentó en el living y, con Etzuko a su lado, me explicó el laberinto judicial en que se había convertido la causa y los pasos a seguir. Después me ofrecieron una habitación en sus casas (aunque ni para ellos ni para mí era admisible la idea de que me alojara ahí). En ningún momento verbalizaron lo que sentían. No eran los únicos que contemplaban atónitos la intensidad de la pérdida de alguien que ni siquiera conocían meses antes. Pero qué podían saber ellos de mi dolor. Para los Yokoi, yo era nada más que el familiar que acompañaría el féretro hasta Buenos Aires. Sólo Yoshi, y quizá Noboru, conocían mi verdadero vínculo con María Domecq. Y el viejo Noboru tenía escasísimo interés en hablar, conmigo o con cualquier otra persona.
Aquella tarde en que Etzuko me dejó a solas con su padre y se alejó por el jardín, fui incapaz de tomar la iniciativa en la conversación. Y Noboru no había sido nunca un hombre de muchas palabras: las que le quedaban habían sido para María Domecq.
Estuvimos frente a frente cerca de media hora. Me sirvió té, bebió cuando yo bebía, sostuvo mi mirada una o dos veces y el resto del tiempo dejó que mis ojos recorrieran impúdicamente sus manos sarmentosas, su piel floja y reseca por el sol, su sencilla e impoluta camisa gris, su cuello arrugado como el de una tortuga, su boca hundida y sin mentón, sus pómulos afilados, sus ojos entrecerrados e impenetrables.
La relación de ese hombre con el dolor era tan privada que daba pudor ser testigo de ello, comprobar que la vida pudiera seguir lastimando cuando no parecía quedar margen ya para que algo lastimara. María Domecq le había sido arrebatada a él más que a ningún otro (incluyendo a Angélica, me atrevo a decir, aun cuando no tenga derecho a decir algo así ahora que conozco en carne propia los alcances de ese amor demencial que despierta una hija en uno).
Hubo sólo un instante en que su realidad hizo contacto con la mía: cuando murmuró un velado reconocimiento por la ingrata tarea que me había tocado. Pero incluso eso fue distante, introspectivo. En ese rato que pasé junto a Noboru supe inequívocamente que el único vínculo que me relacionaba con él no era el almirante sino María Domecq. Nada tenía menos sentido en ese momento que lo que pudiera contarle del almirante. Y ni siquiera podía contarle algo de María Domecq que él no supiese ya, a su manera. Yo estaba ahí sólo para llevármela. Yo estaba ahí sólo porque ella ya no estaba.
Cuando esa idea empezó a manifestarse en mi cabeza, tuve un momento de zozobra que pude sobrellevar por la lección de entereza que me estaba dando Noboru. Reuní fuerzas para incorporarme, me excusé por robarle su tiempo y creí que a continuación íbamos a saludarnos sólo con una reverencia, como cuando llegué. Pero él me tendió la mano. Le devolví el apretón tan miméticamente como pude, con los ojos bajos y la cabeza gacha, y supe sin necesidad de mirarlo que también él estaba doblado en dos por dentro por lo ensordecedor de la pena.
Fue Yoshi el que me consiguió hotel, el que me llevó en su auto hasta allá y el que insistió, después de que yo hiciera el check-in, para que nos bebiéramos una copa en el bar al lado de la recepción. No fue una sino varias, y cuando cerraron Yoshi siguió bebiendo del frigobar de mi habitación. Descalzo en la alfombra, con la espalda apoyada contra el colchón de mi cama y un reguero de botellitas de vodka, gin y whisky a su costado, con la mirada y el habla turbios por el alcohol, me dijo, en cierto momento de la noche:
—Yo también me acosté con ella.
Nunca en mi vida deseé tanto beber como aquella noche. Afortunadamente, cuando me cansé de la insistencia de Yoshi y le expliqué por qué no podía acompañarlo en su borrachera, él se encargó por teléfono de que nos trajeran marihuana al hotel, así que yo también tuve mi anestesia para encarar la inmersión enferma en el fondo de nuestros corazones que practicamos ambos aquella noche.
Era fácil entender qué había visto María Domecq en Yoshi. Dicen que los velorios irlandeses son así: el alcohol o cierta bestial vitalidad congénita permiten celebrar al muerto, no llorarlo. Yoshi era un animal que sólo sabía responder a la muerte intensificando su estilo habitual: lo que al principio consideré un castigo que me autoinfligí porque no me merecía otra cosa, ni quería ahorrármela (incluso llegué a decirle en cierto momento que todo, todo en él me resultaba deleznable: su estúpida fascinación por el dinero y las putas y los autos caros, su irritante cara de monito japonés, su impoluta familia y su desdén por aquella familia, el hotel que me había elegido, la prepotencia con que se había colado en mi habitación, el hecho de que se hubiera acostado con María Domecq y, especialmente, la evidencia aun más desquiciante de que ella le hubiera hablado de mí), todo eso fue mutando a lo largo de la noche, hasta que empecé a coincidir con Yoshi en las herejías que decía entre trago y trago, y a acompañarlo en las risotadas enervantes con que puntuaba cada uno de sus comentarios, y terminé preguntándome si la propia María Domecq no había anticipado aquella manera patética en que la velamos, la celebramos, a solas, él y yo, esa noche.
A través de Yoshi supe, aquella noche, que María Domecq había sido puta. Él me había preguntado qué era lo que me parecía más sexualmente irresistible de ella —a ese punto habíamos llegado—, y yo contesté exactamente lo que él quería oír: que me tenía completamente sin cuidado que le faltase un riñón, le hubiesen vaciado la matriz y no pudiese derramar lágrimas siquiera, porque era la mujer más entera que había conocido en mi puta vida.
Yoshi casi se ahogó de risa. Cuando por fin recuperó el aliento me dijo si quería saber por qué me parecía tan entera en la cama María Domecq. Y procedió a contarme lo siguiente.
Fascinado como había estado siempre con el dinero, y conociendo como conocía Yoshi el mundo de la medicina a través de su familia, una de las primeras cosas que quiso saber de María Domecq fue cuánto le costaba la enfermedad en términos financieros: qué le cubría la Academia por tratarla como caso testigo y cómo se las arreglaba ella para pagar lo restante, de medicamentos y de internaciones. Se lo planteó de la misma manera frontal y sin anestesia con que le había dicho que quería acostarse con ella. Y ella le contestó con la misma franqueza y espontaneidad con que reaccionó a la atracción de él.
Le dijo que intermitentemente, cuando lo que tenía ahorrado le parecía insuficiente para cubrir los gastos que se avecinaban, llamaba a un número de teléfono, avisaba que estaba disponible y un rato después la llamaban de vuelta para decirle en qué hotel y número de habitación debía presentarse. Siempre con extranjeros, de cierta edad y recursos y modales, un servicio de lo más aséptico para todos los involucrados.
—Eso es lo que me gusta de Buenos Aires —me dijo Yoshi aquella noche, con su desagradable cara de fauno—. Una ciudad realmente cosmopolita es un lugar donde uno puede satisfacer todos sus gustos. No como São Paulo.
Los mismos responsables de aquella organización se encargaban del intercambio de efectivo. Así de aséptico era todo: al día siguiente de cada prestación se le acreditaba la suma en una cuenta de banco a su nombre.
¿Un número de teléfono?, dije yo. ¿Eso era todo? Y cómo había llegado María Domecq a ese número: cómo había accedido a ese mundo paralelo, supuestamente impenetrable para el ingenuo vulgo que hasta entonces creía que ella integraba tal como yo. ¿Otra de las bondades que le habían ofrecido sus conocimientos de Internet? Yoshi disfrutó un rato mi consternación antes de explicarme que una pareja que había tenido María Domecq años antes de conocerme (pero después de saber que tenía lupus y de alcanzar el precario equilibrio en que vivía desde entonces), un tipo más grande que ella y más bien insondable en ciertos sentidos que ella entendió recién cuando se separaron, un tipo que le había visto algo que nadie antes había visto en ella, fue quien le dio aquel número de teléfono, y le explicó cómo era el asunto.
—El mundo de las experiencias sexuales es misterioso —me dijo Yoshi entonces, con una seriedad inesperada en él. Eso mismo le había dicho aquel tipo a María Domecq: que el sexo liberaba energías misteriosas y las personas que se atrevían a experimentarlo descubrían tarde o temprano interlocutores idóneos para sus gustos sexuales.
Aquel tipo entendía muy bien la situación en la que estaba María Domecq y lo que ella era capaz de producirle a cierta gente, precisamente por los efectos internos que el lupus había liberado en ella. Había quienes sabían valorar la excepcionalidad de alguien como María Domecq. Había quienes veneraban la posibilidad de experimentar esa excepcionalidad. Todo se reducía, si ella estaba dispuesta a hacerlo, a llamar a cierto número de teléfono. No tendría que explicar nada en absoluto, él se iba a encargar de eso. Y, si ella prefería no llamar nunca, no había de qué preocuparse: su mundo y aquel otro mundo jamás se tocarían.
María Domecq le dijo a Yoshi que varias veces había querido confesármelo, porque nadie en su sano juicio podía creer siquiera por un instante que diseñar una que otra página web y vender muzak minimalista al menudeo alcanzaban como medio de vida a alguien en su situación. Pero yo había aceptado con tal candor aquella primera explicación, que ella supo que me resultaría intolerable conocer la verdad.
—Y si te interesa saber lo que pienso yo —me dijo entonces Yoshi, su cara a un centímetro de mi cara y sus manos apretando el cuello de mi camisa hasta asfixiarme—, lo que pienso yo es que nadie en su sano juicio pudo tener el mínimo contacto con el cuerpo de ella sin sentir de alguna manera esa excepcionalidad. Ni siquiera un idiota que se enamorara de ella.
Eso era lo que Yoshi no me perdonaba: que hubiera sido capaz de amarla hasta la imbecilidad más completa. Él la había entendido como ninguno. Yo, en cambio, mostraba la misma vulgaridad que todos los hombres que han escuchado una revelación como ésa sobre la mujer que aman: no quise oír una palabra más y al mismo tiempo quise sonsacarle de manera enferma, lacerante, todo lo que Yoshi supiera sobre el miserable asunto. Mientras lo escuchaba me fui convenciendo de que lo había sabido desde el primer momento; ha de ser igual para todos los pobres diablos en mi situación, un reflejo pavloviano casi, esa sucesión de estremecimientos más bien inmanejables que desembocan en la pueril y fatua certeza: lo sabía de antes, lo sabía sin que me lo dijeran.
Porque tenía razón Yoshi: bastaba tener en brazos a María Domecq para sentir en su cuerpo algo más que las dentelladas de la enfermedad, algo completamente diferente, que recién en ese momento supe definir. Bastaba tenerla en brazos para sentir que esa mujer no podía ser mía. Ni mía ni de nadie. Estuviera uno o no al tanto de su desgracia, siguiera ella o no llamando a aquel número de teléfono mientras estuvimos juntos, nadie, ni siquiera el lupus en sus momentos más implacables, pudo decir que María Domecq era suya.
Al día siguiente, después de un par de horas inútiles en los tribunales paulistas (donde me informaron de no muy buena manera que el cuerpo estaría disponible cuando estuviera disponible, ni un minuto antes ni un minuto después) y unas cuantas horas más, igualmente vanas, solo en mi habitación, hablando primero con el consulado argentino, recorriendo después a ciegas el contenido de la laptop de María Domecq, fumando el resto de marihuana que quedaba de la noche anterior y llorando intermitentemente, Yoshi llamó por teléfono y me preguntó si quería ir a Yuba. Cuándo, quise saber yo, rogando que me contestara ahora, y que su auto se materializara en ese instante en la puerta del hotel.
Pero Yoshi me estaba llamando desde Nueva York: negocios y placer, explicó, obligaciones impostergables, las unas y las otras, agregó con una de sus risitas. En cuatro o cinco días estaría de regreso. «Sospecho que haremos ese viaje a Yuba, si la morgue judicial funciona como yo creo que funciona», dijo alegremente desde su celular y cortó. Hasta el día de hoy creo que se fue a Nueva York nada más que para dejarme sufrir solo esos cinco días. Y no precisamente por respeto o comprensión al dolor ajeno.
La comunidad Yuba —o Yama, a secas, como la llamaban sus integrantes— fue fundada por Isamu Yuba en 1935, a seiscientos kilómetros al noroeste de São Paulo. Isamu llegó al Brasil en 1926, procedente de Kobe. A diferencia de la mayoría de emigrados japoneses que partían hacia Latinoamérica con el plan de hacer dinero y regresar al país natal, Isamu Yuba llevó consigo a toda su familia (sus siete hijos, sus padres y hasta su anciana abuela), señal inequívoca de que no planeaba volver.
Luego de obtener a escaso precio unas tierras fiscales, los treinta colonos que logró reunir Isamu desmontaron y desmalezaron el terreno y se dedicaron a la cría de aves de corral, desoyendo el consejo mayoritario de la colectividad japonesa de São Paulo, que sostenía que el dinero estaba en el cultivo de café. Isamu era práctico: las aves de corral, con su producción inmediata de huevos, eran la manera más rápida de generar una entrada de dinero, con el cual solventar los cultivos y compra de animales que permitirían a la comunidad autoabastecerse y crecer. Isamu era idealista además de práctico: los únicos libros que existían en la Yuba de los inicios eran los ejemplares profusamente subrayados del Emilio de Rousseau y Mis memorias de Tolstoi que él había traído consigo desde Japón. Su propósito era formar una comunidad que cultivase el espíritu tal como cultivaran la tierra (y cuando decía cultivar el espíritu, Isamu se refería a las artes, más que a la mística o la religión, ya que él y los suyos eran agnósticos).
Siempre al borde de la bancarrota y el desalojo, el porfiado Isamu logró salirse con la suya: a diez años de empezar, los sesenta integrantes de la comunidad no sólo abastecían de huevos a la cercana ciudad de Mirandópolis sino que se alimentaban de la leche y la manteca que daban sus animales de ordeñe, y de los vegetales y frutas que daban sus huertos y frutales, además de la producción de hongos shittake y miso y salsa de soja que vendían a la colectividad japonesa paulista. No habían faltado momentos de zozobra, como cuando Isamu los tuvo a todos a pan y agua para comprar el primer piano de Yuba, que hizo instalar en el mismo galpón donde se guardaba de noche el tractor, o cuando volvió a vaciar las arcas de Yuba, esta vez para traer un proyector que instaló en el mismo galpón frente a una pared donde hizo colgar un enorme lienzo hecho de bolsas de alimento para aves cosidas entre sí, donde los habitantes de Yuba verían las películas japonesas que conseguía Isamu en sus viajes a São Paulo.
Cuando la célebre Akiko Ohara llegó a Yuba en 1951, acompañada de su esposo escultor, Hisao, ambos quedaron cautivados por el panorama: las tierras labradas, los árboles rebosantes de frutos, los animales que pastaban, el comedor comunal donde también se realizaban las labores manuales de costura y cerámica y donde se impartían las primeras lecciones a los pequeños, las veladas más bien precarias de música y de películas en el galpón, los rostros curtidos por el sol, las manos ásperas de mujeres y hombres, la serenidad en los rostros de adultos y ancianos y niños. «Una sola cosa le falta a este lugar y nosotros podemos dársela», le dijo Akiko a su marido y lo convenció de quedarse.
El matrimonio Ohara contribuyó a darle a Yuba su conformación definitiva: logrando incluir la práctica de las artes en el mismo nivel de importancia que tenían las tareas manuales en la rutina cotidiana de los miembros de la comunidad. Las esculturas en granito de Hisao y sus alumnos poblaban ahora los jardines de Yuba y se exhibían en museos brasileños y japoneses; la compañía de danza dirigida por Akiko no sólo era el número central en la gran fiesta anual de la comunidad sino que se presentaba periódicamente en los teatros más importantes de Japón y Europa.
Había incluso una pequeña orquesta (aunque sólo para amenización doméstica). La comunidad becaba a los jóvenes que necesitaban continuar sus estudios fuera de Yuba y estimulaba a sus miembros a casarse con personas que no pertenecieran a la comunidad, para evitar la endogamia. Gente de todos los rincones del mundo llegaba de visita; algunos se quedaban para siempre, como el matrimonio Ohara; había también nativos de Yuba que volvían casados de São Paulo (o Río, Tokio, San Francisco, Nueva York), a criar a sus hijos. Había quienes habían nacido y pasado toda su vida dentro de la comunidad y había quienes llegaban de viejos, para pasar sus últimos años allí. Había hasta libros y documentales sobre Yuba. Pero la población nunca había superado el número de cien en toda su historia: no era una vida para cualquiera la que ofrecía Yuba —o Yama, como le decían sus residentes.
La llamaban así porque yama (que significa monte, en japonés) era la expresión coloquial con que los campesinos del escarpado Japón se referían al acto cotidiano de ir a trabajar en las laderas de las montañas. Según Yoshi, había también una manera extraoficial de llamar a Yuba: «triple ká» (en referencia a las iniciales de kiken, kitsui y kitanai, es decir riesgoso, cansador y sucio, expresión coloquial que usan los japoneses para referirse a los trabajos que nadie quiere hacer).
Yoshi tenía una hermana y una prima en Yuba. Ésa fue la excusa que alegó para hacer el viaje conmigo: si él no iba hasta allá no las veía nunca, porque ellas salían de Yuba muy rara vez. Por el camino, tuvo la estúpida ocurrencia de llamar por el celular a su hermana y avisarle que estaba en camino con un periodista argentino, de manera que al llegar nos sometieron a la visita guiada oficial. Yoshi me dejó solo durante la recorrida.
Ya cuando su auto salió de la ruta noté que se producía un indefinible cambio en él. Acabábamos de internarnos por un angosto camino de tierra roja, con densas plantaciones de guayaba a ambos costados, cuando Yoshi me señaló al pasar el desgastado cartel de madera que era la única señal del acceso a Yuba: «El mismo cartel que vio el abuelo Noboru, cuando llegó en 1952», dijo.
Tomoko, la hermana mayor de Yoshi, me contaría horas más tarde, en un momento en que su hermano no nos escuchaba, que al principio no le había sido nada fácil a su marido adaptarse a Yuba: «Según él, casarse conmigo fue como casarse con cien personas, cada una con sus manías. Pero con el tiempo se aprende que de la armonía depende nuestra supervivencia. Conflicto es desintegración, en este lugar. La Comunidad Yuba no es un modelo de sociedad; es apenas un lugar con una manera diferente de vivir».
Tomoko era una de las instructoras de la Escuela de Danza. Su marido arquitecto se encargaba de todas las construcciones en Yuba (además de ser el responsable de aquellas hermosas habitaciones japonesas que tenía Noboru en los fondos de la propiedad de sus hijos en Butantã). El guía que me llevó de recorrida era un japonés que había llegado a Yuba cuando estaba dando la vuelta al mundo en bicicleta, quince años atrás. Yae, la hija mayor de Etzuko y primera nikkei[56] del clan Yokoi, bioquímica como su madre, era la encargada de los cultivos experimentales de Yuba que Kenji y su equipo usaban en sus investigaciones en la Universidad de São Paulo (a diferencia de Tomoko, Yae no mostró la menor alegría al ver a su primo Yoshi y se limitó a saludarnos y seguir con sus actividades).
Era visible cuánto había influido Yuba en la idiosincrasia de los Yokoi. Era igualmente visible que aquel admirable culto al equilibrio y la armonía llevado al extremo podía llegar a ser asfixiante, si no dejaba lugar para otra cosa. Uno empezaba a sentir la tentación de decir o hacer necedades, cualquier cosa que lograra corroer al menos un poco aquel fanatismo por la virtud que empezaba a hacerse opresivo al rato de estar en Yuba, tal como uno sentía que le faltaba el aire poco después de entrar en los impolutos, silenciosos hogares de Kenji y Etzuko en Butantã.
En la ruta de vuelta a São Paulo, Yoshi me confesó que empecé a caerle simpático cuando María Domecq le contó hasta qué punto me enfermaba yo con mi familia a propósito del almirante, cómo ponía en la historia del almirante todo mi problema con la familia, y la clase, la casta en la que había nacido.
—Será que somos almas gemelas, Yoshi. Lo que me gustaría saber es cómo, porque vos encarnás todo lo que yo desprecio en la vida.
—Lo mismo digo. ¿No es desagradable? —contestó él, y me palmeó la rodilla, y aceleró aun más su maldito bólido deportivo por la autopista que nos llevaba a São Paulo.
Fue la última vez que vi a Yoshi. Al llegar al hotel tenía un mensaje de Kenji, avisándome que la morgue había liberado el cuerpo de María Domecq. Cuando lo llamé, me dijo que lo más aconsejable era que una funeraria se encargara de los arreglos del cuerpo para el viaje. Angélica no se opuso. Me esperaría en Ezeiza y de allí iríamos directamente al cementerio de Monte Grande a enterrarla. A la mañana siguiente me reuní con Kenji y los empleados de la funeraria en las oficinas de la morgue. Se me pidió que reconociera el cadáver antes de liberarlo. Fue un momento devastador.
Las dos experiencias más intensas con la muerte que yo había tenido fueron con Akita y con mi padre. Akita, que sobrevivió poco más de un año a Carlos Forn, viajó de La Cumbre a Buenos Aires a principios de 1982, para hacerse una serie de estudios (entre ellos una biopsia). Viajó sola en avión y recibió a sus nietos con la vivacidad de siempre en su habitación de hospital, antes de que le iniciaran los análisis. Yo fui a verla al día siguiente, después de que los médicos la hubieran abierto y cerrado, al comprobar que no había nada que hacer. Me dejaron entrar a su habitación aunque estaba bajo el efecto de la anestesia. Fue impresionante: no era ella. Ya había empezado a morir aunque siguiera viva. Dos días más tarde la estábamos enterrando.
Menos de tres años después, a principios de 1985, recibí una llamada por teléfono en medio de la noche. La mucama de mis padres me pidió que fuera para allá cuanto antes. Sé que hice las veinte cuadras corriendo pero no tengo el menor recuerdo de aquella carrera. Sólo sé que, al llegar, esquivé un par de caras desconocidas y me abrí paso hasta el dormitorio principal. El marido de una de mis primas, médico, gran tipo, trató de salirme al cruce pero me zafé de él, llegué hasta la cama, abracé el cuerpo exánime de mi padre, todavía tibio, y me puse a gritar como loco: «Está vivo todavía. Está tibio. Hagan algo». Hasta que mi pariente médico logró sacarme de la habitación y explicarme que mi padre había muerto de un síncope durmiendo y que no había nada que se pudiera hacer ya.
Todavía recuerdo como si fuera hoy la mano de Akita en mis manos, el cuerpo de mi padre contra mi pecho. Esa tibieza. Con María Domecq fue horrorosamente diferente: el empleado de la morgue levantó la sábana y se quedó esperando. Las cicatrices, toscamente cosidas; el verdor en su piel antes marfilina; la opacidad pardusca a la que había virado el hermoso color rojizo de su pelo; la imposibilidad de ver por última vez aquellos ojos grises; la rígida, inhumana inmovilidad del cuerpo cuando lo toqué. No era ella, ya. No quedaba ni un resto de tibieza, ni un solo rastro de la hermosa, rabiosa vida que había palpitado con tanto empeño en su cuerpo.
La funeraria se encargó de transportar el ataúd hasta el aeropuerto. Kenji y Etzuko estaban allí y se quedaron a mi lado hasta que terminé los trámites de embarque. Cuando llegó el momento de la despedida, Etzuko me tendió un paquete. Dijo que era una copia de los videos que había filmado Thiago de las conversaciones entre Noboru y María Domecq. Kenji agregó que Yoshi les había sugerido que me hicieran una copia. Nos despedimos torpemente y abordé el avión. Recuerdo todavía la forma en que Kenji y Etzuko me dijeron adiós: Genki ni narimasu, dijeron. Y me explicaron que, en japonés, significa: «Que tengas salud».
Había casi cincuenta personas en el entierro, en Monte Grande. Ninguno de esos rostros, exceptuado el de Angélica, me era conocido. Pero evidentemente la habían querido a María Domecq, todos ellos. Se sentía en el aire cuando bajaron el ataúd a la fosa y se prolongó incluso cuando la gente empezó a disgregarse, por los senderos arbolados del cementerio. Esperé a Angélica junto al coche que había acompañado a la carroza fúnebre a Ezeiza, a recibirnos.
En Ezeiza, nos habían hecho salir por una dependencia lateral, para evitarles a los demás pasajeros la visión del féretro. Angélica se había bajado del auto cuando nos vio llegar. Iba vestida de negro y creí que se iba a desplomar sobre el asfalto ardiente del estacionamiento cuando avanzó hasta el ataúd y depositó la mano largamente sobre la tapa, antes de que lo introdujeran en la carroza fúnebre. Después aceptó mi brazo para volver al auto y dirigirnos al cementerio. En determinado momento del trayecto me palmeó la mano por un breve instante pero no dijo palabra.
Cuatro de las personas que esperaban en la entrada del cementerio se adelantaron a encargarse del ataúd en cuanto el chofer abrió la puerta trasera de la carroza fúnebre. Alguien se encargó de Angélica, también. Yo me sumé a los últimos que seguían el cortejo. Cuando terminó la ceremonia, fui a esperar junto al auto que llegara Angélica, para despedirme. Pero ella me pidió que subiera y la acompañara hasta su casa. El mismo coche me llevaría después a Buenos Aires. «No se preocupe por mí. Ya hay gente en casa, esperándome. Ahora tiene que preocuparse por usted», me dijo.
El trayecto fue mucho más breve esta vez, pero le dio tiempo a abrir su bolso y depositar en mi mano una libreta de cuero negro muy ajado.
—Tendría que habérsela dado antes. Espero que sepa entender —dijo.
La llevé del brazo desde el coche hasta la puerta de su casa. Alguien abrió. Angélica me apretó nuevamente la mano. «Trate de descansar», dijo y cerró la puerta de su casa.
La libreta pertenecía al almirante. Eso decía en la primera página: Propiedad del Subteniente Manuel Tomás Domecq García. Era su diario de una de las expediciones que había hecho al Iguazú, la del año 1887. El relato era más bien insustancial, salvo un episodio alucinante, que se va sucediendo a lo largo del periplo: poco antes de que partiera de Buenos Aires el vapor en el que remontarían el Paraná, uno de los miembros de la tripulación hizo subir a bordo, sin permiso, a un muchacho extranjero en precario estado de salud. El comandante de la expedición supo de su presencia cuando la nave ya había zarpado y, en consideración al estado físico del polizón y al relato que éste hizo de sus penurias, aceptó llevarlo con ellos, pero sólo hasta que cruzaran Iguazú: una vez en territorio brasileño, el polizón debía valerse por las suyas, y su presencia no figuraría en el libro de bitácora.
No había médico ni enfermero en aquella expedición y la dieta básica (charqui, fariña y porotos, según cuenta el almirante) no era la ideal para un enfermo, pero salud del muchacho se mantuvo estable durante la primera parte del viaje. Sin embargo, unas prolongadas lluvias después de repostar en Posadas debilitaron al enfermo precisamente en el tramo en que la navegación se hacía más ardua. Por ser el más novato de la tripulación, el almirante había sido asignado al cuidado del enfermo. En el diario sólo consigna un nombre (Michele) y una profesión (músico). Fuera de eso, sólo dice que, en determinado momento, el muchacho le arrancó una promesa desesperada: si llegaba a morir en el curso del viaje, le pedía que por favor escribiera a su hermano mayor a Italia, transmitiéndole que había muerto en gracia de Dios.
El solo hecho de encontrar un cura en medio de la selva no habría sido tarea sencilla, pero no hizo falta: unos días después, cuando llegaron a los primeros rápidos, una ola se llevó parte del material logístico y durante horas los tripulantes dedicaron todos sus desvelos a salvar lo que pudieron de las aguas. Cuando el almirante volvió al lado del enfermo, cubierto con su capote empapado, éste creyó en su delirio que tenía frente a sí a un sacerdote y le pidió la extremaunción. El almirante no fue capaz de revelarle su verdadera identidad. Simuló cumplir con los últimos ritos y logró que el moribundo enfrentara sus últimos instantes en paz. Lo enterraron al día siguiente, en un remanso del río donde desembarcaron.
En ese punto, el almirante se pregunta si debe o no escribir la carta prometida: «¿Murió el pobre diablo en gracia de Dios? ¿Puedo mentirle al hermano que así me consta? Mi conciencia no sabe decirme cómo obrar», escribe. Y no menciona más el asunto en el resto de su diario.
No hay manera de saber si ese polizón era Michele Puccini, y si el almirante escribió o no aquella carta al hermano mayor. En los Archivos Puccinianos no figura ninguna misiva de Sudamérica que informe a Giacomo de la muerte de su hermano menor. No hay una sola evidencia que sustente que Puccini y el almirante tuvieron contacto a lo largo de sus vidas. Butterfly se estrenó en Milán sólo siete días después de que estallara la Guerra Ruso-Japonesa y los barcos que llevó el almirante a Nagasaki llegaron ya iniciada la guerra. Yae Banno sólo fue Butterfly para un puñado de bohemios trasnochados del Tokio de los años 20. Nunca sabremos qué fue Yae Banno para el almirante, exactamente. Y yo necesité siete años para entender qué fue María Domecq para mí.
Cuando miro a mi mujer y a mi hija perdidas de risa, echadas la una contra la otra, en cualquier parte de esta casa en la que llevamos cinco años viviendo junto al mar (a un pueblo de distancia de Emilio y Gustavo, la distancia justa, la vecindad perfecta), o cuando bajamos ellas dos y yo a la playa, en invierno o verano, haga frío o calor, y el sol se pierde detrás de los médanos, y yo oigo sus voces llamándome y voy a unirme con ellas, sé que esto que siento desbordar en mi pecho es lo que sentía María Domecq cuando estaba viva.
Ellas dos saben algo que ella sabía. Algo básico y esencial en la vida, que a muchos parece estarnos vedado y en realidad es que nos lo vedamos solos: saber dar, saber aceptar cuando te dan.
En el año 2003, a la inmoderada edad de noventa y ocho años, Noboru Yokoi murió en São Paulo, plácidamente, mientras dormía. Según la esquela que me hicieron llegar Kenji y Etzuko, sus restos descansan en Yuba, tal como él mismo pidió.
Poco antes, el holandés Jan van Rij anunció en su libro The search for the real Cho-Cho-san que había descubierto la identidad de la verdadera Butterfly: se trataría de una tal Maki Kaga, quien luego de dar a luz a un hijo llamado Tomisaburo lo entregó en adopción al poderoso empresario escocés Thomas Glover, de muy importante influencia en las relaciones entre Japón y Occidente en la segunda mitad del siglo XIX. En realidad, Tomisaburo era hijo de uno de los hermanos de Glover, pero éste lo adoptó porque el padre real de la criatura acababa de morir y él necesitaba un heredero. Tomisaburo vivió en Ippon-matsu (la mansión que Glover había cedido en alquiler a Pierre Loti durante la breve estancia de éste en Nagasaki) hasta 1906, fecha en que la propiedad fue vendida a la empresa Mitsubishi. El jardín de esa casa sigue ofreciendo hasta hoy la mejor panorámica de la bahía en todo Nagasaki y es una de sus atracciones turísticas más visitadas. En un rincón de ese jardín hay una estatua de piedra que representa a una mujer con un bebé en brazos, señalando el lugar de la bahía por donde ha de llegar el barco que traerá a su amado de regreso. Detrás de la estatua hay un muro por el cual corre una cascada de agua. Parlantes ocultos emiten en forma continua el aria «Un bel di vedremmo». No sólo turistas occidentales visitan el lugar: es uno de los preferidos de las parejas de novios japoneses para fotografiarse en el día de su boda.
Sólo queda decir que este libro es, a pesar de sus precisiones históricas (sobre el almirante, sobre la Semana Trágica, sobre Yuba, sobre los primeros comunistas de Japón), una novela.
Un novelista no sabe hacer otra cosa, aunque crea estar haciendo crónica periodística, investigación histórica, ensayo, biografía o cualquier otra variante más o menos camuflada del buceo confesional. Para decirlo más enfáticamente, con palabras del polaco Kazimierz Brandys: «Eso querría decir que nos narramos sin tregua una historia inventada por nosotros, una historia de la que extraemos nuestro origen y en la que encontramos confirmación, una historia en la que nos obstinamos en creer porque sólo ella puede salvarnos».
Aquello que yo llamo María Domecq en este libro fue mi tabla de salvación después de las pancreatitis: la manera que encontré para convertir en pasado, en relato, aquello que amenazaba ser un presente perpetuo para mí, el rito de pasaje que me permitió pasar de la enajenación y el miedo a esta vida actual junto a mi mujer y mi hija en nuestra casa junto al mar.
Lo que amamos nos cambia.
Nos rescata.
A veces, hasta nos limpia la sangre.
Genki ni narimasu. Que tengan salud ustedes también.
Villa Gesell, junio de 2007.