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La malquerida
Cuando el comodoro Perry y sus cuatro «naves negras del mal» entraron en la bahía de Edo (hoy Tokio) y exigieron a punta de cañón el inicio de las relaciones comerciales entre el Japón y los Estados Unidos, la isla llevaba más de doscientos años aislada de todo contacto con el extranjero. En 1630, los shogunes habían expulsado a todos los misioneros españoles y portugueses y pasado por las armas a los japoneses que se habían convertido al cristianismo. El único trato con Occidente a lo largo de esos dos siglos y medio se realizó a través de la Compañía de Indias Orientales holandesa, institución que se jactaba de privilegiar la ganancia por encima de la propagación de la fe y que, por ese preciso motivo, fue autorizada por los shogunes a instalar una pequeña filial, convenientemente aislada, en la isla de Dejima, frente a la bahía de Nagasaki.
El tránsito marítimo era escaso: no más de dos barcos por año. Los mercaderes holandeses tenían permiso para desembarcar y afincarse en Dejima, con una sola condición: hacerlo sin familia. A cambio, se les permitía «casarse» con mujeres japonesas mientras vivieran en la isla. Los shogunes no eran tontos: esas mujeres —así como los intérpretes oficiales— los mantenían informados de todas las actividades de los holandeses en Dejima. A través de esos holandeses, los shogunes se mantuvieron actualizados también de los sucesivos cambios que se producían en las sociedades de Occidente a lo largo de esos dos siglos.
Para la llegada de Perry, había unos cuantos japoneses ilustrados que propugnaban —con discreción, para evitar ser ejecutados— la apertura de Japón al mundo, de manera que el comandante de la flota norteamericana no necesitó de sus cañones para convencer al Emperador. El Japón abrió sus fronteras, pero no sólo a Estados Unidos y, en los siguientes treinta años, bajo la dinastía Meiji, el país prosperó famosamente, incorporando todos los adelantos europeos a través de su nueva política comercial con Occidente.
Aun así, la práctica de matrimonios temporales no sólo se mantuvo sino que se convirtió en uno más de los prósperos negocios que marcaron aquella época. En julio de 1885 llegó a Nagasaki, a bordo del buque francés Triomphante, un teniente llamado Julien Marie Viaud, más conocido en su país como Pierre Loti, autor de coloridas novelas basadas en sus viajes, que fue definido por Anatole France como «el sublime iletrado» y por Jean Cocteau como «el mamarracho pintarrajeado». Si bien era vox populi en la marina francesa la costumbre de Loti de presentarse cada día a formación en cubierta con el rostro pulcramente maquillado, el vivaz teniente frecuentaba muchachas en cada puerto donde desembarcaba, y las convertía después en protagonistas de sus populares folletines exóticos.
Nagasaki no fue la excepción: apenas desembarcado Loti procedió a contactar un «agente confidencial para las relaciones interraciales» y anunció por carta a su amiga Juliette Adam, de la revista Nouvelle Revue: «Hoy me casé ante las autoridades de este país con una muchacha de diecisiete años llamada O-Kane-san. Tuvimos un té de gala y un desfile con linternas de papel. El matrimonio cuesta veinte monedas de plata mensuales y es válido por 999 años… o el tiempo que yo permanezca en suelo japonés».
A lo largo del mes en que el Triomphante permaneció en el dique seco de Tategami, Loti anotó en su diario la vida cotidiana que llevaba con O-Kane-san, incluso se hizo retratar con ella por Hikoma Ueno, el primer fotógrafo comercial de Japón, porque «sé que algún día podré venderle esta historia a Calmann-Levy» (su editor francés). Cuando el Triomphante estuvo listo para seguir viaje hacia China, Loti volvió a escribir a Juliette Adam, esta vez para informarle que había abandonado a su flamante esposa «sin emoción y sin remordimiento». Agregaba que kane significaba dinero en japonés, «un nombre que le calza como un guante a mi mousmé», para concluir con gravedad infrecuente en él: «Es el fin de una pequeña aventura en la que jamás reincidiré».
En 1887. Calmann-Levy publicó en París la nouvelle Madame Chrysanthème con un éxito inmediato. En el libro, O-Kane-san había sido rebautizada O-Kiku-san[2], Loti le adjudicó una estirpe más ilustre que la que solían tener las mousmés de occidentales (Kiku-san era hija de samurai) y, cuando llegaba el momento de la despedida, «luego de un último y ensimismado sorbete en la Casa de Té de la Mariposa Indescriptible», contaba Loti que al asomarse a la recámara de su esposa la descubrió sentada en el piso, «tarareando alegremente y golpeando contra su oído las monedas de plata del arreglo, con un pequeño martillo característico de los cambistas callejeros».
Este acorde de despecho fue malinterpretado por el público femenino como un insólito gesto de independencia del personaje de Chrysanthème y el libro se vendió como pan caliente, entre otras razones porque Loti describía con igual encanto las costumbres de su acompañante (desde fumar en una pequeña pipa hasta tocar el samisen y beber con los bonzos de un templo cercano) y el Nagasaki que había conocido (explicando, por ejemplo, las diferencias entre las mousmés, de costumbres más bien recatadas, las yujos, o prostitutas del puerto, y las geishas, cuyas habilidades artísticas les permitían amenizar veladas masculinas sin obligación de favores sexuales). Vale aclarar que Madame Chrysanthème se publicó en pleno auge de la fascinación europea con el Japón, un impacto que abarcó desde la plástica (con el descubrimiento, a través de los impresionistas, de los dibujos de Hokusai) hasta la indumentaria y el diseño (la popularidad de lacas, cerámicas y kimonos japoneses haría eclosión con el Art Nouveau, a través de los cuadros de Klimt, los cristales de Gallé y los muebles de Mackintosh).
Era previsible que el exótico romance pintado por Loti desembocara tarde o temprano en el reino por excelencia de lo sentimental, y así fue: luego de vender veinticinco ediciones sucesivas, Chrysanthème se convirtió en 1893 en una ópera compuesta por André Messager. Para ser fiel a las convenciones del género, Messager obvió el contrato pecuniario que unía a Kiku-san y al teniente: en su ópera, la unión se debía exclusivamente al amor, y la desunión también (cuando Kiku-san frotaba contra su oído aquellas piezas de plata era en busca de los últimos ecos de su amante que quedaban en ellas). Pero su pieza musical no tuvo una repercusión siquiera comparable a la del libro.
Mientras tanto, al otro lado del océano, el japonisme también hacía de las suyas. El pintor Whistler anunció que los artistas ya no debían mirar a Europa sino a Oriente en busca de inspiración; Tiffany’s inundó sus vidrieras de objetos orientales; y un anónimo abogado de Filadelfia llamado John Luther Long se reencontró con su hermana Jennie, casada con un misionero de apellido Correll y recién llegada de una larga estadía en el Japón.
Las anécdotas que relató Jennie Correll a su hermano estimularon las inclinaciones literarias de Long y, a partir de enero de 1898, aparecieron en rápida sucesión, en la revista Century Monthly, una serie de cuentos con los siguientes títulos: «Misa Cherryblossom de Tokio», «Un caballero de Japón y una dama», «Ojos púrpura» y «Madame Butterfly». El éxito del último de los cuentos fue tal que el letrado devenido hombre de letras lo reeditó en forma de libro en 1899.
Long (que habría de publicar más de un centenar de obras hasta su muerte en 1927, todas igual de olvidables y ninguna con el éxito de su «Madame Butterfly») no dio un solo reportaje en vida. Jennie Correll, en cambio, sí aceptó referirse en público a la génesis del relato más famoso de su hermano: cuando Long llevaba ya cuatro años enterrado, su hermana dio en Japón una conferencia[3] en la que contó que, durante sus años de misionera en Nagasaki, supo a través de su casera de la historia de una geisha del vecindario, que pasaba sus días contemplando las aguas de la bahía, en vana espera del retorno de su enamorado, un marino occidental que nunca cumplió con su promesa. En toda la conferencia no hizo la menor referencia a Madame Chrysanthème ni pronunció una sola vez el nombre de Pierre Loti.
Las similitudes entre Chrysanthème y Butterfly son, sin embargo, más que sugestivas. Si bien Kiku-san se convierte, en el texto de Long, en Cio-cio-san[4] y el teniente Loti muta en teniente Pinkerton y ya no es francés sino norteamericano (aunque llega a Japón «de un destino mediterráneo», tal como Loti llegaba de Toulon), la nouvelle y el cuento abren de manera calcada: en la cubierta de un buque, con Loti/Pinkerton anunciando a un camarada de armas que buscará un casamentero que le consiga esposa japonesa. La ceremonia matrimonial es también idéntica (Pinkerton emite un sarcasmo tras otro acerca de las costumbres japonesas, tal como hacía el personaje de Loti). El padre de Butterfly es samurai como el de Chrysanthème, e incluso la fecha de partida de Loti/Pinkerton hacia China es la misma: 17 de septiembre.
La astucia de Long empieza a tallar a partir de ahí. Mientras Chrysanthème se dedicaba a criar a un hermanito menor al ser abandonada por Loti, Butterfly lo hace con una criatura que no sólo es sangre de su sangre sino también carne de su carne: el hijo que le dejó Pinkerton en el vientre. Hay, además, dos personajes nuevos: Yamadori, un príncipe occidentalizado que quiere casarse con Butterfly cuando Pinkerton la abandona, y Adelaide, la insufrible esposa norteamericana de Pinkerton.
Es a través de esos dos personajes que se produce el segundo acierto dramático del texto de Long: Pinkerton retorna con su flamante esposa a Nagasaki en pleno cortejo del príncipe Yamadori a Butterfly. Y es Adelaide quien reclama el niño al enterarse de su existencia, ya que Pinkerton ni se digna a volver a ver a su mousmé. Pero tampoco en el cuento de Long se suicida Butterfly: si bien decide hacerlo, siguiendo la tradición samurai que le inculcó su padre, a último momento decide no matarse: «Sus ancestros le habían enseñado a morir, pero Pinkerton le había enseñado a vivir», escribe Long. Butterfly huye con el niño durante la noche. Cuando Adelaide llega a buscar al bebé, encuentra la casa vacía.
Long, como ya hemos visto, era abogado. Y mostró sus uñas de leguleyo en el final de su Butterfly, al afirmar que la historia se basaba «en un hecho real ocurrido hace poco en Nagasaki» del que tenía noticia a través de su hermana misionera. Teniendo en cuenta que Loti había vivido en Higashi Yamate (el vecindario en el cual se alzaba la iglesia protestante donde Jennie Correll vivía y trabajaba) es posible que también hubiese escuchado dicho relato y que, en lugar de desposar realmente a una japonesa, se limitara a apropiarse de aquella historia, convirtiendo sus cartas a Juliette Adam en los primeros borradores del libro que planeaba publicar al volver a Francia. Con Loti, todo era posible.
Aun así, para reducir el riesgo de que lo acusaran de plagio, Long centró su relato en el personaje femenino, en lugar del masculino (como hacía Loti) y lo inyectó de melodrama, convirtiendo a Butterfly en una heroína trágica, despojada de la inexpresividad y el materialismo que le había dado el francés. Los paralelismos no acaban ahí: así como Messager adivinó el potencial operístico que tenía Chrysanthème y se apresuró a escenificarla en pleno auge del libro, la Butterfly de Long despertó inmediato interés en David Belasco, el empresario teatral más célebre de la época en Norteamérica, quien procedió a incorporarle dos modificaciones decisivas al cuento para llevarlo a escena. A diferencia de Messager, Belasco logró una obra teatral tan exitosa que, luego de triunfar en Nueva York a principios del 1900, llegó a Londres a fines del mismo año, con igual suceso.
Belasco era famoso por las innovaciones escénicas de sus puestas y también por su falta de escrúpulos a la hora de decidir entre la fidelidad al texto y el golpe de efecto teatral. Ambas características pondría en acción para redefinir el cuento de Long y convertirlo en la atracción dramática del año a ambos lados del Atlántico: primero, apelando a un hallazgo escénico para representar la larga vigilia de Butterfly esperando el retorno de Pinkerton (Belasco instaló a la protagonista en el centro del escenario, de espaldas a la platea y contemplando una vista escenográfica de la bahía de Nagasaki; y, a lo largo de catorce minutos completos, a través de cambios de luces y efectos sonoros, marcó el paso del tiempo desde un ocaso hasta un amanecer: en ese momento Butterfly se levantaba, el público descubría su avanzado embarazo y comprendía que la muchacha debería criar sola a la criatura que llevaba en el vientre). Belasco remataba la obra con otro gran golpe de efecto: su Butterfly sí se suicidaba. Lo hacía al comprender que su amor estaba condenado al fracaso, y era por esa razón que Pinkerton y su esposa se quedaban con el bebé.
Uno de los tantos espectadores arrobados con aquella inmolación romántica fue un director de ópera italiano que estaba en Londres por entonces, supervisando el estreno londinense de su ópera Tosca. Si bien Giacomo Puccini no entendía una palabra de inglés, quedó tan fascinado con la obra de Belasco que se precipitó a los camarines a su finalización, abrazó al auteur con lágrimas en los ojos y le rogó que le permitiera usar su Butterfly para componer «la ópera más emocionante que haya existido jamás»[5].
Giulio Riccordi, el acaudalado editor de partituras musicales, era el mecenas de Puccini desde que se lo había birlado a su colega editor y archirrival Sonzogno (en 1884, cuando Sonzogno organizó un concurso en busca de nuevos talentos y la primera ópera de Puccini, Le Villi, perdió contra la Cavalleria Rusticana de Mascagni). Mucha agua había corrido bajo el puente desde entonces: a la muerte de Verdi en 1901, George Bernard Shaw resumió la opinión generalizada del mundo de la ópera, declarando que Puccini era el heredero indiscutido del autor de Aída y La Traviata. Aun así, cuando Puccini descubrió Butterfly en Londres y anunció a su protector que ése sería su nuevo proyecto, Riccordi no quedó muy convencido de que fuese la mejor elección para suceder el clamoroso recibimiento que habían tenido La Bohème y Tosca en toda Europa.
Pero, como bien había comprobado Belasco, no era fácil disuadir a Puccini. Riccordi terminó poniendo a disposición de su predilecto el mismo dúo estelar de libretistas que había trabajado en Manon, Bohème y Tosca: Luigi Illica y Giusseppe Giacosa. A ninguno de los dos le atraía especialmente repetir el tema japonés, luego de la escasa fortuna que había tenido la ópera de Messager, pero Puccini dejó muy en claro que su ópera iba a basarse exclusivamente en la versión teatral que tanto lo había fascinado en Londres. Riccordi compró los derechos de la obra teatral aunque Illica y Giacosa dijeron que era un crimen tirar el dinero así. Según ellos, el Pinkerton de Belasco era un personaje plano, mientras que el de Loti tenía el relieve «europeo» que demandaba una verdadera ópera[6] (Puccini se había negado a leer Chrysanthème; según las malas lenguas porque era incapaz de leer un libro, incluso uno tan corto como el de Loti).
Muy pronto empezaron las peleas entre el músico y sus libretistas. Puccini suprimía gran parte del material que éstos redactaban. Su devoción por la obra de Belasco era tal, que se negó a entrar en razones cuando se le suplicó que dividiera en dos el segundo acto (ya había aceptado a regañadientes que la ópera no podía tener un solo acto, como la obra vista en Londres, pero se negó a dividir en dos el crescendo entre la vigilia de Butterfly y el retorno de Pinkerton que generaba la tragedia final). Hubo una pelea especialmente áspera cuando el compositor rechazó de plano la idea de dar un aria a Pinkerton luego del suicidio de Butterfly: nada debía atenuar el protagonismo que Puccini deseaba para su heroína.
Los meses previos al estreno fueron más bien catastróficos. A la tensión con los libretistas se sumó la borrascosa situación sentimental de Puccini, tironeado entre tres mujeres: Elvira Bonturi, la mujer que le había dado un hijo (las hermanas de Puccini presionaban día y noche para que Giacomo purgara el prolongado concubinato con un casamiento por la iglesia); una tal Corinna del Piamonte (quien, a diferencia de otras amantes de Puccini, se negaba a aceptar un resarcimiento de despedida y exigía que el compositor volviera con ella) y, por último, Hisako Oyama, la bella esposa del embajador japonés, que conoció a Puccini en Roma a fines de 1902 y lo subyugó a tal punto que terminó colaborando con él en los motivos musicales japoneses de la partitura de Butterfly.
Cuando un Puccini cada vez más desequilibrado sufrió un accidente automovilístico que casi acabó con su vida en 1903, el editor Riccordi tomó cartas en el asunto y le hizo entender que la única solución era no ver más a la esposa del embajador japonés, encerrarse en su residencia de Torre del Lago, donde debía casarse con Elvira en una sencilla ceremonia doméstica, y olvidarse del engorroso asunto Corinna (Riccordi se hizo cargo de la delicada negociación con la amante abandonada).
Casado a su pesar, extrañando a gritos a Hisako y negándose a recibir a sus libretistas, Puccini se encerró a terminar la ópera, cada vez más identificado con su heroína: de hecho, trasladó sus propios tironeos emocionales a las escenas finales, donde Butterfly es asediada por Yamadori y Adelaide, mientras Pinkerton brilla por su ausencia.
Mucho se ha hablado del estreno de Madama Butterfly[7] en La Scala el 17 de febrero de 1904, uno de los desastres más famosos de la historia de la ópera. El propio Puccini lo describió como «un linchamiento público de proporciones dantescas», pero nunca se pudo determinar cuánto incidieron los defectos en sí de la puesta y cuánto se debió al boicot orquestado por sus enemigos.
Según las distintas opiniones, esos enemigos incluían no sólo a los demás compositores del rebaño de Riccordi (envidiosos del trato preferencial que el mecenas daba a Puccini) sino también a Sonzogno y su facción, y hasta a los propios Illica y Giacosa, heridos por el maltrato recibido. Lo cierto es que las críticas que pulverizaron la obra coincidían con las discrepancias entre compositor y libretistas: el desequilibrio entre los roles del tenor y la soprano, por un lado, y la excesiva duración del segundo acto, gran parte del cual quedó silenciado por los abucheos y las risas en la platea.
Cuando Riccordi logró hacer entrar en razón a Puccini y convencerlo de que buscara revancha de aquel fracaso reestrenando, sólo tres meses después, la versión corregida de la ópera en el Teatro Grande de Brescia (una sala más pequeña, donde podría evitarse con más facilidad la entrada de «conspiradores»), el compositor ya había entrado en razones: le importaba más reivindicarse que identificarse con su heroína. No sólo dividió en dos partes el segundo acto y le agregó líneas al rol del tenor aquí y allá, sino que incorporó completa aquella aria final de Pinkerton que tanto había enfurecido a los libretistas que se suprimiera[8].
Esta vez, público y crítica aclamaron con igual entusiasmo la obra e inauguraron el exitoso itinerario que tendría Butterfly a partir de entonces (el telón debió levantarse treinta y dos veces aquella noche, para que saludaran elenco y autor, y se hicieron siete bises). El éxito curó aceleradamente las penas de amor de Puccini, que olvidó sin mayor esfuerzo a Hisako. En cambio, no se sobrepuso del todo al Efecto Belasco: en 1910, volvería a apropiarse de una puesta del norteamericano para convertirla en su ópera La Fanciulla del West.
La puesta siguiente de Butterfly sería, de todos los lugares posibles, en el Teatro de la Ópera en Buenos Aires. De allí viajó a Londres y luego a París y Nueva York. Sin embargo, ni Loti ni Long la vieron nunca. Un hecho tan sugestivo como que Loti no demandara por plagio a Long[9]. Long tampoco demandó nunca a Belasco: ni por cambiarle el final a su obra con el suicidio de Butterfly, ni por guardarse para sí el monto desembolsado por Riccordi por los derechos de Butterfly.
En cierto sentido, ese doble desinterés puede interpretarse como si cada uno de los sucesivos relatores de la historia supiese que estaba ofreciendo una versión temporaria de la historia de amor de aquella muchacha japonesa, hasta que adoptara las características con que accedería a la inmortalidad.
En esos veinte años desde 1885 hasta 1905 y saltando por tres continentes, una pequeñísima anécdota de la vida portuaria japonesa se convirtió, en diferentes manos, en nouvelle francesa, opereta europea, cuento norteamericano, vaudeville atlántico y, por fin, gran ópera italiana. En ese itinerario, el personaje fue cambiando diametralmente de signo, desde su hierático materialismo inicial (símbolo del traicionero Oriente a los ojos occidentales) al lírico romanticismo que la convirtió en heroína por excelencia del rubro inmolación por amor.
La puesta de Butterfly en Buenos Aires (aclamada por un público delirante, según los diarios de la época) fue dirigida por Arturo Toscanini. Puccini asistió a la representación; de hecho permaneció casi tres meses en la ciudad, abrumado por los homenajes locales (no sólo asistió a la puesta de Butterfly, también estuvo presente en las funciones, igualmente aclamadas, que se hicieron de Edgar, Manon Lescaut, La Bohème y Tosca). Incluso tuvo la cortesía de componer a pedido un himno escolar que se cantó en los establecimientos porteños durante meses, además de participar en unas cuantas partidas de caza de ciervo y jabalí junto al melómano Ezequiel Paz, director del diario La Prensa y promotor de la visita de Puccini a la Argentina.
Cuando los biógrafos mencionan que Puccini no sólo visitó el Departamento de Policía sino también varias comisarías durante aquel viaje, nada dicen si esas actividades se debieron al intento de averiguar in situ algo acerca de la muerte de su querido hermano Michele, ocurrida en nuestro país en oscuras circunstancias, quince años antes. Lo poco que se sabe de esa historia es lo siguiente: además de sus cinco hermanas mujeres, Puccini tenía un único hermano varón llamado Michele, el benjamín de la familia, en el que convivían el talento musical y la bohemia. En vista de las penurias económicas que le deparaba la vida como músico al hermano mayor, Michele decidió probar suerte en el nuevo mundo y se embarcó hacia la Argentina en 1880. Las cartas que le envía a Giacomo se interrumpen en 1887, luego de anunciarle que ha conseguido un empleo interesante como maestro de música en un liceo de señoritas de Jujuy, por el cual le pagarán «trescientos escudos al mes»[10].
Al parecer, Michele era tan mujeriego como su hermano mayor, y en su nuevo puesto enamoró a la prometida del gobernador de la provincia. Cuando los rumores del romance llegaron hasta gobernación y el ofendido envió una patrulla extraoficial a escarmentar al atrevido italiano, Michele huyó a Buenos Aires con lo puesto. Pero tampoco ahí estaba a salvo: el largo brazo del gobernador (que también era senador nacional por su provincia) llegaba hasta la capital, razón por la cual el atribulado Puccini abandonó su escondite en una pensión de la calle que hoy se llama Cerrito, dispuesto a cruzar al Brasil en forma furtiva. En este punto hay discrepancia entre los biógrafos de Puccini: algunos dan por muerto a Michele en el accidentado trayecto por ríos y selvas; otros afirman que logró llegar hasta Río de Janeiro, y recién allí murió, con sólo veintiséis años, víctima de las fiebres que había contraído en Buenos Aires o durante el viaje.
Escribí y publiqué esta historia de Butterfly a fines de los 90, en Radar, el suplemento cultural del diario Página/12, donde trabajaba entonces. No lo hice por melómano sino por un par de casualidades. Era una semana negra: el jueves a la tarde se cayó la nota que iría en tapa ese domingo, y no había con qué reemplazarla (así es la ley de Murphy del periodismo: la nota de tapa siempre se cae cuando uno no tiene con qué cubrir el agujero). Nos pusimos a llamar frenéticamente a todos los colaboradores que nos tenían prometidas notas, pero ninguno llegaba a entregar esa misma noche. En medio de aquella locura, cayó en mi mano una de las mil gacetillas que llegan todo el tiempo a las redacciones de los diarios y, cuando leí en ella que en una semana iba a montarse en el Colón una puesta de Butterfly con elenco argentino-japonés, fue como si hubiera encontrado un billete de cien en el bolsillo de un pantalón que no usaba nunca.
Meses antes, había entrevistado a un historiador llamado De Marco, cuando lo nombraron presidente de la Academia. El reportaje se había prolongado más de la cuenta y yo estaba llegando tardísimo al diario. Esperaba impaciente el ascensor, con el académico a mi lado, porque De Marco era uno de esos hombres de otro tiempo que acompañan a toda visita hasta el ascensor, aunque tengan secretaria y aunque sepan la eternidad que tarda siempre ese ascensor en subir. Si aquél hubiese sido un ascensor normal, De Marco nunca habría llegado a preguntarme, para llenar el tiempo durante la espera, qué parentesco tenía yo con el almirante Domecq, el almirante Manuel Domecq García. «Era mi bisabuelo», le contesté. «Y, por supuesto, está al tanto de la relación entre Domecq García y el Japón», dijo entonces De Marco.
El vínculo entre mi bisabuelo y el Japón era uno de los hitos del relato mítico familiar que mis primos y yo habíamos escuchado desde chicos de boca de mi abuela, hija única del almirante, en aquella casona que él mandó construir en Palermo Chico para pasar allí la última mitad de su vida. Esa casa donde nacimos y pasamos la infancia todos nosotros, esa casa que siempre había estado llena de objetos nipones, ofrendas del Imperio a Domecq García, después de que él actuara como observador internacional de la Guerra Ruso-Japonesa.
El Japón logró salir victorioso de aquel conflicto gracias a su flota, y nadie conocía mejor que nuestro bisabuelo[11] la nave insignia de esa flota, el acorazado Nisshin, ya que bajo su supervisión directa se había construido en unos astilleros de Génova por encargo del Estado argentino. Cuando el Japón necesitó reforzar su flota para hacerle la guerra a Rusia, envió de apuro a su embajador en Río de Janeiro hasta Buenos Aires y, entre gallos y medianoche, negoció con el gobierno de Roca la compra de ése y otro acorazado. Por tal razón, mi bisabuelo recibió en Génova la orden de llevar esas naves recién botadas al mar no a la Argentina sino al Japón, y una vez allí fue invitado a permanecer como observador internacional de la guerra del lado japonés.
A tal punto agradecía el gobierno nipón el gesto argentino que, terminada la guerra, invitaron a Domecq a permanecer en la isla como embajador plenipotenciario, razón por la cual el futuro almirante, que había partido de Génova cuando su mujer estaba embarazada, recién conoció a mi abuela al retornar al país, cuando ella ya tenía cuatro años.
Toda familia tiene su relato mítico y ése es el que habíamos escuchado desde chicos mis primos y yo de boca de nuestra abuela, corroborado y potenciado por todos los objetos japoneses que nos rodeaban en aquella casa: katanas con pendones que colgaban de las paredes; vitrinas de laca y cristal donde parecían flotar en el aire las figuras talladas en marfil de samurais y dragones; acuarelas verticales con ideogramas y un monte nevado o la rama de un cerezo en flor; fotos en sepia con fondos de pagodas o jardines y personajes uniformados en primer plano, todas ellas en marcos delicadamente trabajados en caoba; y, en especial, dos tigres acechantes de hierro que custodiaban la chimenea en la que no había vuelto a arder el fuego desde que el almirante murió, en 1951.
Si bien el almirante nunca volvió al Japón después de 1907, mantuvo el resto de su vida relaciones estrechas con los representantes diplomáticos y las cabezas de la colectividad nipona en la Argentina (incluso inauguró el Jardín Japonés, en su período como ministro de Marina). Su prematura viudez lo hizo criar solo a su única hija, y cuando ella se casó con mi abuelo, Carlos Forn, el primer encargo importante que recibió el flamante ingeniero fue levantar para su suegro esa casa en Palermo Chico[12] que iba a albergar todos aquellos objetos japoneses, además de la familia, que crecería en los años siguientes con la llegada de los hijos de la joven pareja y, más tarde, con los hijos que irían teniendo éstos al casarse.
Una de las razones por las que todos esos nietos adorábamos a nuestra abuela era porque se llamaba, y todos le decíamos, Akita. La historia de ese nombre también era parte del relato mítico familiar: como ya dije, el almirante conoció a la pequeña Akita al volver del Japón. De hecho, la bautizó así cuando la tuvo en sus brazos por primera vez. Akita fue su única hija. O la única que sobrevivió. En aquellos tiempos era común que en las familias se bautizara a un hijo nuevo con el nombre del que había muerto, si se daban esas tristes circunstancias, y eso fue lo que pasó con Akita: en ausencia del almirante, había recibido el nombre de la hermana que la antecedió por breve tiempo en la tierra. Pero parece que él detestaba esa costumbre, y al volver a la Argentina movió sus influencias, que no eran pocas, hasta lograr cambiarle el nombre a su hija.
Ésta era la clase de cosas que adorábamos oírle contar a Akita. Pocas escenas encarnaban tan plenamente mi infancia como aquellas tardes a los pies del sillón de ella, después de que nos arrearan en dulce montón del jardín a la cocina, a lavarnos atropelladamente las manos, y de ahí al living, donde nos esperaba ella recién levantada de la siesta, con el té servido. Akita señalaba entonces alguno de los muchos objetos japoneses que poblaban aquella enorme habitación y nos contaba quién se lo había dado al almirante, y por qué, y qué recuerdos le traía a él contemplarlo. Despatarrados en la alfombra a sus pies, siempre esperábamos el momento culminante, cuando alguno de nosotros apuntaba con el dedo aquellos imponentes tigres de hierro a los costados del hogar, que según Akita sólo adoptaban su aspecto verdaderamente temerario cuando el fuego de la chimenea iba transmitiéndoles calor.
Aquellas sesiones siempre terminaban igual: nosotros rogándole a nuestra abuela encender el fuego en la chimenea, y ella repitiendo que prefería que esos tigres fueran mansos y buenos, como debíamos ser nosotros. Más o menos lo mismo nos contestaba cuando preguntábamos por qué el almirante no había vuelto nunca al Japón si tanto lo querían allá, y por qué no nos había llevado a todos con él, así ahora seríamos todos guerreros japoneses. Akita entonces nos decía que el tiempo de los guerreros ya había terminado; que por esa razón el almirante se había quedado en la Argentina, aportando su granito de arena al progreso de nuestro país, y que por eso había ahora en Buenos Aires unos astilleros y una calle que llevaban el nombre Domecq García, y que eso era lo más importante: que nosotros supiésemos seguir su ejemplo cuando fuéramos adultos, para hacer más grande el país donde vivíamos.
Todo esto pasó en un segundo por mi mente mientras esperaba junto a De Marco el ascensor que no llegaba nunca. Traté de que no se transparentara mi impaciencia cuando le contesté que sí, conocía bien el rol que había tenido mi bisabuelo en la Guerra Ruso-Japonesa y la relación posterior que había mantenido hasta su muerte con el Japón, si a eso se refería. Porque la especialidad de De Marco eran las petites histoires de nuestra historia naval[13] y me imaginé que su interés iba en esa dirección.
«Precisamente», asintió él. «Y perdóneme la curiosidad, pero ¿en su familia están al tanto de que el Pinkerton de Madame Butterfly puede estar basado en el almirante?». Y agregó que la peregrina idea (teniendo en cuenta que la guerra entre Rusia y Japón había empezado en enero de 1904, sólo un puñado de días antes del estreno de la ópera en Milán) había echado a rodar, quizá, por un dato que era vox populi en los corrillos navales de la época: que el almirante había tomado esposa japonesa y tenido un hijo con ella durante su larga estancia en la isla.
De Marco abrió él mismo las puertas del ascensor y me despidió como si me estuviese viendo partir a otra ciudad, a otro país, a otro mundo. Mientras desaparecían delante de mis ojos las piernas y después los zapatos del viejo profesor y el obsoleto ascensor seguía su enervante camino descendente, sentí por primera vez en mi vida interés genuino en el almirante: no en lo que nos habían predicado sobre él en casa sino en su verdadera historia, esa que quizá mostrara su verdadera faz si se la acercaba al fuego, tal como sucedía con aquellos tigres inmóviles junto a la chimenea del living donde nos arracimábamos a escuchar los relatos de Akita.
Semanas después, me tocó ir al casamiento de una de las hijas del mayor de mis primos, uno de los pocos que habían llegado a conocer al almirante (casi todos los demás habíamos nacido después de 1951). Promediando la fiesta, cuando ya estábamos todos bastante borrachos, me crucé con mi primo en el jardín y nos sentamos al fresco a conversar de bueyes perdidos mientras fumábamos unos habanos. Cuando le conté mi charla con De Marco, él me dijo con la mayor naturalidad:
—Sí, claro, el hijo japonés del almirante. ¿No sabías nada, vos?
Y me relató lo siguiente:
Poco después de la muerte del almirante, cuando los hijos de Akita y Carlos ya empezaban a casarse y a poblar aun más aquella casa de Palermo Chico, se presentó un día en la puerta un oriental atildado y ceremonioso con un sobre en la mano, que pidió ser recibido por el almirante Domecq García. Después de cierto revuelo en la cocina, la mucama que le había abierto volvió a la puerta y preguntó de parte de quién. El oriental contestó: «Del hijo japonés del almirante». Akita se negó a recibir al visitante pero éste entregó el sobre igual, a la mucama, después de verificar que ésa era la residencia del almirante. En ningún momento le dijeron que Domecq había muerto, y él se limitó a dejar la carta y retirarse tal como había llegado. El episodio había sido brevísimo, pero se fue amplificando con el tiempo en las tertulias informales de aquella cocina, donde mis primos más grandes lo oyeron en algún momento. Para entonces, las mucamas habían discutido hasta el cansancio si aquel japonés era el hijo del señor almirante en persona o un mero emisario, porque nadie que hubiera cruzado el mundo con un propósito como ése habría aceptado dar media vuelta e irse con tal resignación, pero ¿qué sabían ellas del milenario protocolo japonés? A lo mejor, en el Japón se estilaba esa clase de incomprensible comportamiento.
—¿Me estás diciendo que el almirante tuvo un hijo en Japón, y que nadie hizo nada cuando el tipo apareció en nuestra puerta, medio siglo después?
—Te estoy contando una conversación de mucamas —contestó mi primo, soltando el humo de su habano hacia el cielo estrellado. Y después de palmearme la espalda con su fuerza de oso volvió con paso vacilante a la fiesta.
Un par de horas más tarde, cuando la fiesta languidecía y yo ya estaba de salida, me interceptó un amigote de mi primo y me arrastró de nuevo para adentro, diciendo que no podía irme sin escuchar algo que mi pariente acababa de confesar. Parece que, en medio de la histeria femenina que había generado en casa de mi primo aquel casamiento, su esposa se había rebelado de repente y decretó que no le iba a cortar más las uñas de los pies. Mi primo era un grandulón de más de cincuenta años, que había engendrado y a su manera educado cinco hijos, y que llevaba al menos dos décadas como socio en un estudio importante de abogados; sin embargo, desde el día en que nació hasta el momento en que abandonó la casa de sus padres para casarse, se las había arreglado para que alguien siempre le cortara las uñas de los pies; y así habían seguido las cosas después, en su larga vida de casado, hasta la inesperada insurrección de su esposa, en la vorágine de preparativos de aquel casamiento. Mi primo penó durante dos semanas, contemplando cada mañana y cada noche el aspecto más y más repugnante de sus pies hasta que descubrió providencialmente que en el Jockey Club no sólo podía cortarse el pelo y hacerse afeitar sino que también podían resolverle su problema inconfesable. El gran momento de la anécdota venía entonces, cuando contemplaba más bien azorado cómo se reían de él sus interlocutores y exclamaba: «¿Me están diciendo en serio que ustedes se cortan solos las uñas de los pies?».
Eso era mi familia para mí: el mito del almirante y la incapacidad de cortarse solos las uñas de los pies.
En esos dos detalles se cifraba todo aquello de lo que yo había huido como de la luz mala desde mi adolescencia: incluso antes de entenderlo cabalmente, sentí en cada poro del cuerpo que no quería pasar el resto de mi vida en el mismo mundo endogámico que habitaba la gente como mis primos o mis compañeros de colegio (la «gente como uno»). De todas las maneras de equivocarme que tenía a mi disposición, ninguna me deprimía más que la fatua naturalidad con que todos ellos habían ido adoptando, sin el menor cuestionamiento, vacilación o inquietud, esa suma de conductas que nos inyectaron en el cerebro desde el momento de nacer (empezando por el silencioso precepto que establecía que, cuanto más cercana a nuestra infancia fuese una costumbre, un dogma, un vínculo, un apellido o un mero paisaje geográfico o mental, más confiable, más sagrado debía ser).
Dicen que, entre la muerte del padre y el nacimiento del primer hijo, uno es libre como nunca. Yo llevaba casi dos décadas viviendo impunemente en ese mundo, desde que murieron en rápida sucesión mi abuelo Carlos Forn, mi abuela Akita y mi padre. Mis diferencias con los valores familiares empezaron a manifestarse bastante antes: a los doce años, cuando le dije en la cara a mi padre que yo debía ser adoptado porque no tenía nada en absoluto que ver con ellos (así inauguré mi adolescencia, así me gané el único cachetazo que él me dio en la vida); a los dieciséis, cuando me llegó el momento de sacar el DNI y me inscribí como Juan Forn a secas, sacándome de encima el Forn Domecq. Para mi relato mítico, yo no venía del almirante: yo venía de Carlos Forn, el gran cabrón de la familia, el arribista que se había casado con mi abuela y le había despilfarrado la fortuna y había hecho la vida más bien imposible a mi padre y sus hermanas y había terminado instalándose en la casa de La Cumbre cuando no soportó un minuto más de tilinguería porteña.
Así eran las cosas entre la familia y yo. A esa altura de mi vida, a punto de cumplir los cuarenta, con un par de libros y un par de divorcios a mis espaldas, y veinte años habitando eso que en otras épocas se llamaba la bohemia, mi única idea de pertenencia era la que me unía a esa casta de descastados que veía cada noche al salir del diario: los que no éramos ni padres ni hijos de nadie, los que nos creíamos inmortales de noche y remontábamos la resaca de la mañana siguiente enfilando a ciegas hacia la próxima noche. Quiero decir que lo único que podía interesarme de la historia del almirante, a esa altura de mi vida, era aquella esposa y aquel hijo japonés. El resto me tenía sin cuidado: lo que sabía y lo que no sabía.
Pero en las biografías de Puccini y los libros sobre Butterfly (cortesía del crítico de música clásica del diario) que leí a lo largo de las semanas posteriores a aquel casamiento, no encontré una sola evidencia que permitiera siquiera sospechar que el compositor italiano tuviese noticia del almirante ni de la rama japonesa de mi ilustre familia. De manera que, tal como había aparecido aquel destello de interés por la historia del almirante, se fue apagando sin pena ni gloria, hasta que cayó en mis manos en la redacción del diario aquella gacetilla del Colón.
La nota sobre Butterfly tenía que estar lista esa misma noche, de manera que, nomás leer aquella gacetilla, corrí a mi departamento a buscar lo que tenía, volví a mi computadora del diario y procedí a resumir a toda máquina la disparatada historia de Loti, Long, Belasco y Puccini poniendo cada uno lo suyo hasta que esa mariposa llamada Butterfly emprendió vuelo.
Los que hayan estado alguna vez en situación semejante en una redacción periodística, escribiendo contra reloj mientras los de Taller reclaman que entreguemos el texto de una puta vez, quizá puedan entender el modo impunemente melodramático con que cerré aquella nota: ¿cómo iba a perderme la presunta relación del almirante con esa historia? ¿Cómo iba a callar aquella aparición del japonés en nuestra casa, cuando mi abuela se negó a recibirlo? El párrafo final decía:
«Han pasado casi cincuenta años desde entonces, pero aquella desafortunada tarde en que mi abuela repudió a su medio hermano japonés (como, supongo, lo habrán repudiado en su tierra de origen por ser hijo de madre soltera y de gaijin[14]), él le mandó decir que igual iba a quedarse en la Argentina. Si se quedó, debe estar esperando todavía, haciendo honor al dicho acerca de la paciencia oriental. Yo voy a ir a buscarlo. Y, cuando lo encuentre, en la vida real o en esa vida paralela que son las novelas para los novelistas, le diré que no hay excusas que justifiquen aquel comportamiento de mi familia. Y ojalá que él me permita escuchar de su boca la historia de su madre, la mujer que le dio al almirante un hijo en el Japón: esa versión de Butterfly que quizás a nadie en el mundo le importe pero a mí sí».
¿Era una bravata, una impostación? Sí, lo reconozco. Pero también acentuaba operísticamente el vínculo entre Japón, Butterfly y la Argentina, si conseguía que quienes leyeran la nota sintiesen al menos el diez por ciento de lo que sentía yo en esos momentos: ¿o no era poderosa la idea de que el hijo de Madame Butterfly había peregrinado hasta el otro extremo del mundo en busca de su padre, para que su media hermana argentina se negara a recibirlo?
Fue de las pocas veces que experimenté dentro de una redacción esa épica de lo efímero que alimenta la leyenda del periodismo. En el momento en que puse el punto final y dejé que el texto partiera a Corrección, en el momento en que miré con ojos enrojecidos la redacción semidesierta y me eché contra el respaldo de mi silla pitando el enésimo, y completamente insaboro cigarrillo de aquella jornada, tenía la convicción más absoluta de que saldría a buscar, y de que iba a encontrar, a aquel japonés. Después de canibalizar en una infame nota, escrita de relleno y contra reloj, un tema digno de una novela —el tema, quizá, de toda mi vida como novelista—, me juré a mí mismo que iba a hacer algo más que escribir una novela: la iba a vivir, literalmente.
Era medianoche cuando salí del diario. Horas más tarde caí desplomado en la cama, como sospecho que habrán hecho los demás que trasnocharon conmigo. Sé positivamente que en esa trasnochada, como en todas las que participé en mi vida, hubo gente que bebió y se metió mucha más basura en el cuerpo que yo en el mío. Para mis parámetros, y los de aquellos compañeros de juerga, yo era un moderado. Sin embargo, el que al día siguiente tuvo una pancreatitis fulminante que lo mandó en coma al hospital no fue ninguno de esos sátrapas hermosamente autodestructivos, sino yo.