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La segunda
En un libro de memorias llamado Una educación nada sentimental, escrito al final de su larga vida, la octogenaria Sybille Bedford se atreve a confesar que su madre era morfinómana y que, entre los dieciocho y los veinte años, ella fue la encargada de dosificarle diariamente las aplicaciones de morfina. En cierto momento de esos atroces dos años, la joven Bedford come unos mariscos en mal estado y no sabe cómo llega arrastrándose, doblada de dolor, en medio de la noche, hasta la cama de su madre. Cuando Bedford abre los ojos, a la mañana siguiente, su terrible madre está acariciándole la frente y sólo le dice, a modo de explicación: «Ah, la gente no acostumbrada a estar enferma… Hay que estar enfermo para saber qué pide un enfermo».
Es cierto. Absolutamente cierto.
Hubo una madrugada de mi vida en que abrí los ojos y supe que María Domecq ya no estaba a mi lado, que no había nadie más que yo en la cama. Después hubo otra, y otra, y unas cuantas más, pero fueron diferentes: ahora, en la cama éramos el miedo y yo, y no había nada más en el mundo que esa cama y el miedo. El miedo a morirme y el miedo a vivir. Eran casi una sola cosa, y eran mucho más que una sola cosa. Recién cuando uno puede separarlas empieza a volver. No voy a decir mucho más sobre el tema, por razones supersticiosas muy profundas. No se habla de eso sin volver ahí.
Tampoco voy a abundar en mi segunda pancreatitis. Sólo voy a describir el contexto en que ocurrió.
Cuando llegó el momento de volver al diario, era evidente para todos que no me daba el cuerpo ni el alma para cargarme otra vez el suplemento sobre mis espaldas, así que los muchachos siguieron haciendo las cosas como durante mi ausencia y me concedieron un generoso lugar de figura decorativa con quien consultaban las cosas que ya habían decidido solos.
Nunca se los agradeceré suficiente. Mis nuevas responsabilidades permitían perfectamente parar antes de estar cansado. Podía elegir cualquiera de las asignaciones semanales que quedaban sin cubrir, una que no interesara a nadie, y hacerme cargo de ella. Ese libro de novecientas páginas que quedaba sin manotear cuando llegaba el paquete de novedades de las editoriales; ese sobre de fotos de una muestra casi en el margen de las galerías de arte que a nadie más le había llamado la atención; ese reportaje que alguien en algún momento tenía que hacer antes de que el tipo se muriera; ese ciclo de cine en el que quizá había algo pero era demasiado largo y demasiado viejo y demasiado ajeno al canon para tentar a los cinéfilos de la sección.
Podía, en suma, hacer aquello que tanto había despreciado siempre en los periodistas culturales: laburar sin el alma, sin romperme. Trabajaba tal como sufría, con el freno de mano puesto, ajeno a mí, con piloto automático. Y de la misma manera escuché, unas semanas más tarde, las novedades que me transmitió el especialista al que me venía reportando desde que me derivaron a él al salir del hospital.
Después de interminables baterías de análisis, había aparecido una explicación a mi mal: un quiste en el Canal de Wirzung, el conducto que recorre todo el páncreas, por el cual circula la bilis que el páncreas se encarga de recibir y eliminar de nuestro organismo. Si una vulgar ecografía permitía ver ese quiste, era de suponer que había otros quistes más, y cualquiera de ellos podía producir en el momento menos pensado un reflujo de bilis (esa sustancia tóxica, esa «mala sangre», según la bautizaron los antiguos griegos): bombearla en la dirección opuesta y mandarme de vuelta al hospital con otra pancreatitis.
El ilustre especialista prescribía una solución, que evitaría de cuajo el riesgo de más episodios similares: quirófano. Lo que en la jerga llamaban cirugía abierta biopsial, un procedimiento que demandaría entre cuatro y cinco horas, en el cual me abrirían y someterían a biopsia en el quirófano mismo los distintos trozos de páncreas que me fueran cercenando, hasta garantizarse que no quedaran ni rastros de los quistes. Quizás hiciera falta extirpar la mayor parte de mi páncreas, pero no había nada que temer: si me quedaba un diez por ciento en su lugar, alcanzaría para producir gran parte de la insulina que necesitaba mi cuerpo. Por mi edad, podía descartarse la hipótesis más pesimista (que mi organismo no resistiera la remoción completa del páncreas): eso sólo había sucedido en casos muy aislados, de pacientes que superaban los setenta años y no habían reaccionado bien a las cinco horas de cirugía.
En mi caso, el panorama era alentador: quedaría insulinodependiente, es cierto, pero no necesariamente inyectándome varias veces al día, como los diabéticos. La ciencia y la industria avanzaban a paso rápido: podía alcanzarme con unos novedosos comprimidos de insulina, llegados hacía poco al mercado. Y lo mismo sucedía en el terreno de los inoculables, dijo el especialista, para que me quedara «absolutamente tranquilo»: había unas pistolas nuevas para inyectarse que convertían en tarea de niños la hasta entonces engorrosa rutina del insulinodependiente.
Lamentablemente, él tenía su primer turno disponible para operarme recién en cuarenta días, y no había otro especialista en el país que él se atreviera a recomendar. Pero, si me mantenía bajo observación y en reposo, no había por qué temer que se produjera alguna sorpresa desagradable.
No había pasado ni una semana de aquella consulta cuando, en casa de Emilio en la costa, manoteé las llaves de su camioneta en medio de la noche de un sábado y llegué a la clínica del pueblo doblado en dos de dolor.
Le dije al primer enfermero que me crucé que estaba teniendo una pancreatitis y le repetí lo mismo al médico de guardia que apareció una eternidad después junto a mi camilla. Me gané su irritación cuando le fui anticipando todos los diagnósticos que había que descartar. Ni cálculos en la vesícula, ni alcoholismo, ni stress: llevaba meses sin tocar una botella, mi vesícula estaba inmaculada y podía dar fe de que ni un solo día después de mi anterior internación había rondado siquiera el umbral del agotamiento. Me había tomado al pie de la letra la recomendación de parar siempre antes: antes del cansancio, antes del tedio, antes de la pena.
—Hablemos de la pena —dijo el médico.
—Hablemos de la morfina primero —le contesté. Y la rematé diciendo, con los dientes apretados por la cuchillada que sentía en el vientre, que me diera un puto calmante, después me hiciera una puta ecografía y ahí hablábamos todo lo que él quisiera sobre el o los putos quistes que había en mi puto[43] Canal de Wirzung.
Pero era porfiado, el tipo. Primero me sacó sangre y la mandó analizar. Ecografía no hizo porque a esa hora no había operador. Y el calmante llegó inoculado dentro de la cánula de suero que me puso en cuanto volvieron los análisis de sangre, demostrando que mi cuenta de transamilasas[44] era demasiado alta y que había que internarme en Mar del Plata. No haría falta ambulancia si me aguantaba hacer el viaje sosteniendo yo mismo la bolsa de suero conectada a mi brazo. Antes de seguir su ronda, o volver a su cubículo a dormir, el tipo dejó caer sobre mi estómago el sobre con los análisis de sangre y me dijo: «Para mí ya pasó lo peor. Cuarenta y ocho, a lo sumo setenta y dos horas de ayuno y suero, y lo van a mandar de vuelta a su casa. Pero usted sabrá si confiar más en un matasanos de pueblo que en una eminencia de Buenos Aires».
El tipo tenía razón. Fueron sólo esa noche y las dos siguientes en una clínica de Mar del Plata, y me dieron el alta. La pancreatitis había sido considerablemente más leve que la anterior, pero obligaba igual a postergar la fecha de cirugía que me había dado la eminencia: cuarenta días por lo bajo, quizá más. En todo caso, demasiado tiempo para esperar lo peor.
El día en que salí de la clínica acepté sin la menor resistencia presentarme en la consulta que me había conseguido Emilio para esa misma tarde, con el clínico hindú que llevaba semanas pidiéndome que fuese a ver. Fuimos desde Mar del Plata a Buenos Aires en su camioneta, él al volante y yo en silencio a su lado, escuchando las cosas que me contaba de aquel médico que era hindú de verdad, y clínico, y también ayurveda.
Su nombre era Domar Singh y su historia era tan impresionante como los resultados que tenía con sus pacientes: había llegado a los quince años a la Argentina, se pagó las lecciones de castellano y toda la carrera de medicina dando clases de yoga, perdió un riñón recién vuelto de la India, adonde había ido después de graduarse como médico, para traerse a vivir a la Argentina a la mujer que amaba desde la infancia (y con la cual no podía casarse en la India por diferencia de castas), supo que su segundo riñón estaba fallando y que no había posibilidad de trasplante después del nacimiento de su segunda hija, cuando tenía treinta y dos años. Ahora tenía sesenta y esa segunda hija se estaba por casar en la misma ciudad de la India donde estaba el ashram que Domar Singh llevaba un cuarto de siglo visitando puntualmente todos los años, donde permanecía dos meses tratándose el riñón que le quedaba y trabajando ad honorem, y de donde traía los compuestos ayurveda, completamente vegetales, que daba a sus pacientes en la Argentina.
Sólo voy a decir respecto de aquella consulta y de mi relación posterior con Domar Singh que, cuando por fin llegó la fecha en que me había citado el especialista del páncreas para hacerme los últimos análisis previos a la operación (en su consultorio-gabinete del hospital, rodeados los dos del grupo de cirujanos residentes que él estaba formando, todo esto un día antes de ingresarme al quirófano), las ecografías que me hicieron no mostraron ni rastros de quistes en mi Canal de Wirzung.
Con estupor, y los faldones de mi camisa contra el mentón y el scanner ecográfico manejado por la mano de la mismísima eminencia recorriendo mi vientre envaselinado, escuché cómo les explicaba muy suelto de cuerpo a sus discípulos que estábamos ante uno de esos raros casos de reabsorción de quistes en el Canal de Wirzung. Después de haber oído de su propia boca, ochenta y nueve días antes, que la solución quirúrgica era la única alternativa en estos casos porque lamentablemente no existía la menor posibilidad de que los quistes pancreáticos redujeran su tamaño o se reabsorbieran solos; al contrario: siempre tendían a crecer, para no mencionar la posibilidad de que fueran tejido maligno —léase, cáncer, la puta que los reparió a él y a sus discípulos.
Algún día alguien escribirá sobre Domar Singh como él se merece. Yo sólo puedo decir un lugar común: que me devolvió el alma al cuerpo. Hay un famoso diálogo de Hemingway[45], en el que un personaje le pregunta a otro cómo se derrumbó: «Primero de a poco y después de repente», contesta el quebrado. El retorno de mi alma al cuerpo fue así de indiscernible primero, y después así de abrupto. Domar Singh es la figura que tutela el comienzo de ese itinerario y mi hija, el día que mi mujer me hizo padre, coronan la llegada. Pero antes de iniciar todo ese camino faltaba que tocase fondo.
Escuché el primero de los mensajes de María Domecq en mi contestador uno o dos días después de enterarme de que el quiste en mi Canal de Wirzung podía ser cáncer. Fue un momento difícil. Estaba echado en la cama cuando se activó el contestador y oí su voz, diciendo: «Veo que no estás abriendo la casilla de hotmail. Quería que supieras nomás que alguien contestó, de parte de Noboru Yokoi. Perdón por llamar, pero me pareció que tenía que avisarte». En un esfuerzo supremo no me moví de la cama hasta que terminó el mensaje, y entonces me levanté y fui a borrarlo de la máquina antes de que me venciera la tentación de volver a escucharlo, y escucharlo, y escucharlo.
El segundo mensaje esperaba junto con otros cuando volví de aquel fin de semana en la costa que desembocó en la internación en Mar del Plata y mi primera consulta con Domar Singh. Espero no ser desleal con Domar si confieso que, hasta el momento en que la eminencia no pudo encontrar el menor indicio de quistes en mi páncreas, yo seguí temiendo lo peor. Cumplía todas las indicaciones de Domar pero como pisando sobre hielo fino. Y mirando sólo hacia delante: no quería ni ver qué sombras ominosas circulaban debajo de la quebradiza superficie en la que se apoyaban mis pies.
El mensaje era igual de escueto que el primero, sólo que tenía el eco de las llamadas internacionales y una perentoriedad mayor: «Por favor, abrí tu casilla de mails; ahí te cuento todo. Te lo mandé hace días, con pedido de confirmación de lectura, pero evidentemente ni lo abriste. Estoy llamando desde São Paulo. Encontré a Noboru, ¿entendés lo que te digo? Noboru está vivo. Y quiere conocerte».
Pero haría falta un tercer llamado, esta vez de Angélica, y tres meses más tarde de los dos llamados de María Domecq, para que yo me decidiera por fin a abrir esa casilla de hotmail y viajara a Brasil, a conocer al hijo japonés del almirante.