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La mala sangre

De las infinitas iniquidades que se produjeron durante la Guerra del Paraguay, una nada menor fue el comercio de niños. Pero sólo en un libro como el que se proponía escribir Estanislao Zeballos, sólo en un libro demencial que reconstruyese entera esa guerra infame, podía figurar ese episodio de infancia del almirante.

El problema es que Zeballos nunca escribió ese libro. Su obra reunida consta de más de quinientas publicaciones, que abarcaron casi todas las ramas del saber de su época y fueron el complemento de su incansable labor pública en todos los frentes imaginables. A los dieciocho años fue uno de los motores de la Comisión Popular de Salubridad durante la epidemia de fiebre amarilla que azotó Buenos Aires; a los veintiuno (meses antes de graduarse como abogado) ya era director del diario La Prensa. En los años siguientes fundaría la Sociedad Científica Argentina y su revista los Anales, el Instituto Geográfico, la Universidad de Rosario, el Círculo de Periodistas y la Revista de Derecho. Fue diputado, ministro y canciller. Por iniciativa suya se sancionaron las leyes de ferrocarriles, de reformas sanitarias, de creación de colonias agrícolas, de matrimonio civil. También creó la más tarde poderosísima Sociedad Rural[16].

Zeballos había conocido Asunción a los quince años, invitado por su compañero de estudios Emilio Aceval, que con los años llegaría a ser presidente del Paraguay (junto a él había fundado el año anterior la revista El Colegial en el Colegio Nacional de Buenos Aires, y desde sus páginas había criticado la decisión de Mitre de hacer la guerra al Paraguay, cosa que seguiría criticando, en conferencias y notas periodísticas, hasta el fin de esa guerra). Esa visita a Asunción ocurrió pocos meses después de que las tropas de la Triple Alianza tomaran y saquearan la capital guaraní. Las imágenes de desolación que Zeballos contempló a lo largo de ese viaje lo marcaron a tal punto que fueron el motivo por el cual, quince años más tarde, cuando tenía treinta, se embarcó en el proyecto más ambicioso de su vida: retratar esa guerra desde la doble perspectiva de vencedores y vencidos, ofrecer un relato tan pormenorizado de sus horrores, que sirviera para acabar con todas las guerras.

En 1888, Zeballos pasó casi dos años recorriendo todos los escenarios del conflicto, donde entrevistó a militares de todo rango, funcionarios y civiles[17], fueran protagonistas, víctimas o meros testigos de la guerra. Llegó a reunir mil cuatrocientos testimonios diferentes, un corpus documental asombroso que trasladaba consigo adonde se mudara y que seguía acrecentando con nuevas entrevistas y datos, recopilados en sus muchas misiones políticas o diplomáticas a Montevideo, Asunción y Río de Janeiro. Zeballos planeaba escribir un libro en doce tomos que se convirtiera en la primera y también la última —por definitiva— historia de la Guerra del Paraguay. Su convicción era tal que logró para su proyecto hasta el aval de sus adversarios ideológicos.

El propio Bartolomé Mitre le había escrito en una carta: «No pienso escribir la historia de la campaña del Paraguay y valoro que usted se decida a emprender ese trabajo». Lucio V. Mansilla (veterano de aquella guerra y autor de la formidable Una excursión a los indios ranqueles) escribió en una de sus «Causeries del Jueves» que sólo un hombre en la Argentina de los que no habían peleado en esa guerra sería capaz de contarla como «una verdadera historia que no sea una simple cronología, una retahíla de foja de servicios, un diario de impresiones falsamente heroicas», y que ese hombre era Estanislao Zeballos.

Quienes estuvieron a su lado cuando murió, en el exilio, en Liverpool, en 1923, aseguran que hasta el último día siguió pensando que lograría terminar ese libro inmenso. No sólo no lo terminó: no existe la menor evidencia de que lo haya empezado siquiera, salvo un par de piezas notables que publicó en 1890 en una revista llamada Álbum de la Guerra del Paraguay. Sin embargo, el inmenso archivo que dejó (doblemente valioso una vez que fueron muriendo todos los contemporáneos del conflicto) terminó convirtiéndose en la fuente por excelencia donde han abrevado todos los libros escritos desde entonces sobre esa guerra.

Es tal la variedad de información que ofrece el Archivo Zeballos a quienes se internan en él que, si se junta la enorme y diversa cantidad de libros escritos sobre el tema (o toda la información obtenida del Archivo que aparece en esos libros) y se los imagina escritos en la prosa de aquellos dos artículos aparecidos en 1890, se alcanza a vislumbrar las dimensiones tolstoianas que hubiera tenido aquel opus magnum soñado a lo largo de cuarenta años por Zeballos.

El Paraguay ha sido repetidamente considerado la Polonia de América: codiciado desde siempre por el Brasil, la Argentina y hasta el pequeño Uruguay, sufrió la prepotencia de sus vecinos tal como Polonia padeció la de Rusia, Austria y Alemania. La excusa de los gobiernos brasileño, argentino y uruguayo para iniciar la Guerra de la Triple Alianza fue derrocar «la dictadura expansionista» de Solano López —para expandirse ellos mismos en el reparto posterior a la victoria, por supuesto.

La pronta victoria vaticinada por la desproporción entre los contendientes[18] no fue tal. La guerra duró cinco años interminables, vació las arcas del Brasil y de la Argentina, además de arrasar con el Paraguay, y ostenta la particularidad de ser el conflicto bélico con mayor número de deserciones (en uno de sus bandos solamente, el de los aliados) de toda la historia del continente, señal inequívoca del escaso patriotismo que despertaba esa supuesta cruzada entre la soldadesca argentina, brasileña y uruguaya.

Además de reforzar su ejército con mercenarios reclutados en Europa, Mitre aceptó que se sumara a sus tropas un regimiento llamado la Legión Extranjera, compuesto de ciudadanos y residentes paraguayos opositores a Solano López. Así fue como el padre del almirante, un médico llamado Tomás Domecq, peleó la guerra del lado de los aliados.

Domecq se había casado unos años antes en Buenos Aires con Eugenia García Ramos. Luego del nacimiento de su primer hijo, había partido con ellos a Paraguay, donde ejerció su profesión hasta el inicio de la guerra. Tomada la decisión de combatir del lado de los aliados, Domecq hizo lo mismo que otros argentinos afincados en el Paraguay: trasladó a su esposa (en avanzado estado de embarazo) y a su hijo de seis años hasta un pueblo llamado Pirayú, donde las familias de los combatientes aliados esperarían el resultado del conflicto. En ese pueblo, en las precarias condiciones impuestas por la guerra, la esposa de Domecq daría a luz a la hermana menor del almirante, Tita.

Cuatro años después, cuando el ejército aliado entró por fin en Asunción, la madre cargó a sus dos hijos y se sumó a los contingentes que partían hacia la capital. Allí recibió la noticia de que su marido había muerto meses antes, en la feroz batalla de Humaitá, sin que se pudiera recuperar su cadáver. Abrumada por la pena, la enfermedad y las ásperas condiciones de vida en aquella ciudad diezmada por la guerra y el saqueo, Eugenia escribió una carta desesperada a su hermano (un estanciero argentino llamado Manuel García Ramos) diciendo que se dirigía con una partida del ejército hacia Buenos Aires y que le encomendaba sus dos hijos en caso de que ella muriera en el viaje.

En el accidentado trayecto hacia el sur, el pequeño Manuel se extravió. Demolida por esa última desgracia, la madre murió a los pocos días. La niña Tita fue depositada en brazos de su tío junto con la noticia de la muerte de la madre y la desaparición del hermano, para lo cual el ejército había librado un bando que decía textualmente (incluyendo el error de grafía en el apellido del almirante):

Circular Dirijida a Jefes y Oficiales del Ejército Aliado en Operaciones en el Paraguay y Otras Personas Residentes en el mismo país, pidiendo noticias del niño que se ha estraviado

MANUEL DOMEQC

Se suplica a cualquiera persona a cuyas manos llegue este impreso, que si tiene alguna noticia del paradero del niño Manuel Domeqc, de diez años, blanco, ojos negros, pelo negro, tenga la bondad de trasmitirla al Señor Comisionado Argentino en la Asunción, Coronel don Pedro José Agüero, directamente si es posible, y si no al jefe más inmediato, a quien también se pide que haga llegar la noticia a dicho Coronel.

Este niño venía con la señora a cuyo cargo se hallaba, entre un grupo de familias que fueron recojidas por las fuerzas aliadas en el mes de Agosto próximo pasado. Durante la marcha a pié para la estación del Ferrocarril, el niño se cansó o se enfermó, y un oficial brasilero lo habría tomado en ancas de su caballo.

En la confusión se estravió, no pudiendo darse con él hasta ahora.

La familia que se encuentra desolada con la pérdida, agradecerá profundamente y gratificará a quien proporcione indicaciones sobre su paradero.

En Buenos Aires puede ocurrirse a la ropería sita en calle Perú esquina Rivadavia.

Según le contó el propio almirante a Akita (y ella nos lo contó después a nosotros, sus nietos), lo que pasó fue que, en un descanso en el camino, él se puso a seguir un regimiento de húsares brasileños, atraído por sus vivos uniformes y briosa monta. Así fue como se confundió de columna en el camino y perdió a los suyos. La suerte quiso que, después de múltiples peripecias, el mismísimo Marqués de Caxias, comandante en jefe de las fuerzas brasileñas, terminara encargándose del niño y se lo llevara con él a su país.

Enterado unos meses después del bando puesto a circular entre la oficialidad luego de la desaparición del niño, Caxias escribió a García Ramos informando que Manuel estaba a salvo a su lado, y que pretendía adoptarlo formalmente si aceptaban dejárselo, porque le había tomado mucho cariño. García Ramos se trasladó personalmente a Brasil, se presentó en el palacete de Tijuca donde vivía Caxias, agradeció al marqués el honorable gesto para con su sobrino y le explicó que no podía complacer tal pedido porque su hermana le había encomendado aquellos dos niños antes de morir.

Esta versión de los hechos no figura, hasta donde yo sé, en ninguno de los libros que se han escrito en la Argentina sobre la Guerra del Paraguay. Lo que sí se menciona, en uno de los libros brasileños, más exhaustivos sobre el conflicto (Maldita guerra, de Francisco Doratioto), pero al pasar y como ejemplo de las sevicias cometidas por las tropas aliadas en Asunción, es el extravío del almirante cuando niño. Ocupa sólo unos pocos renglones en una nota al pie, donde Doratioto aclara, citando como fuente uno de los tantos testimonios recogidos por Estanislao Zeballos en su fenomenal Archivo, que además de saquear cada población paraguaya que iban conquistando por las armas, los soldados aliados cobraban rescate por devolver niños extraviados (o directamente raptados) a sus familias.

Eso fue lo que habría sucedido con el almirante, según le relató a Zeballos doña Concepción Domecq de Decoud (casada con Juan Francisco Decoud, comandante de aquella Legión Extranjera que peleó junto a las tropas argentinas, y hermana de Tomás Domecq, el padre del almirante muerto en Humaitá cuando revistaba en la Legión). Al parecer, la señora Decoud debió penar por la ciudad hambreada para reunir la suma de ocho libras esterlinas, el rescate que pedía por el niño un pelotón brasileño.

Después de leer el libro de Doratioto, conseguí a través de la editorial su dirección y le escribí al Brasil, resumiéndole el relato de Akita y preguntándole si tenía conocimiento de algún elemento que sustentara el vínculo entre Caxias y el niño Domecq. Lo hice sin mucha esperanza de recibir respuesta, acostumbrado, después de años de tratar con escritores, a la casi nula solidaridad interpares que caracteriza a nuestro gremio. Pero al pedir sus datos a la editorial y recibir una dirección electrónica, María Domecq me dijo: «Tiene e-mail. Quiere decir que contesta. Haceme caso: escribile».

Doratioto, efectivamente, contestó. Yo ignoraba una larga tradición entre los estudiosos de la Historia que el brasileño me explicó en su respuesta: muchos descubrimientos de historiadores se habían producido así, al consultarse unos con otros (se conocieran o no, fuesen profesionales de peso o meros aficionados, vivieran en un país u otro) respecto de un pálpito o una sospecha de los que carecieran de evidencias. Así avanzaba la Historia, me dijo: todos éramos fuentes, además de protagonistas de ella, aun cuando no tuviéramos conciencia de ese rol.

En cuanto a mi consulta en sí, y excusándose por su demora en contestar, Doratioto me explicaba que se había tomado su tiempo porque consultó a otros colegas expertos en el período, pero ninguno —tampoco él mismo— podía ofrecer un solo dato fidedigno sobre el asunto, salvo aquel que él había incluido con bastante reticencia en su libro, ya que el testimonio de la señora Decoud mostraba unas cuantas discrepancias con otros más confiables y documentados del mismo Archivo Zeballos.

Aun así, Doratioto sugería tener en cuenta ciertos hechos sucedidos en las mismas fechas de la desaparición del niño Domecq. A poco de entrar en Asunción, el Marqués de Caxias había sufrido un profundo malestar que lo dejó inconsciente más de media hora (al parecer, se habría tratado de un síncope). Septuagenario, enfermo, harto de la guerra y abochornado por el comportamiento de sus tropas, Caxias venía pidiendo el retiro desde que el agónico triunfo en Humaitá definió el resultado de la guerra, pero se había comprometido a permanecer en su puesto hasta que las tropas tomaran Asunción. Cuando insistió en su pedido, luego de aquel síncope, el emperador Pedro II (de quien Caxias había sido instructor personal de esgrima) contestó: «No creo haber declarado la terminación de la guerra en el orden del día de hoy». Aun así el marqués se retiró a Montevideo con licencia médica y desde allí regresó a Río de Janeiro (donde descubrió con dolorida resignación que ni un solo representante del gobierno se había apersonado en el puerto para recibirlo).

Doratioto decía que existían sobradas pruebas en la correspondencia de Caxias de la pena que le produjo, al principio de la Guerra del Paraguay, la muerte en combate de un muchacho de catorce años llamado Luis Alves, un indio huérfano que había adoptado en 1855 y a quien consideraba su hijo legítimo y sucesor. Uno podía imaginar el efecto que pudo haber tenido para Caxias aquel otro niño, huérfano de padre desde Humaitá precisamente (el peor momento de la guerra, para Caxias) y separado del resto de su familia y librado a su suerte en Asunción (escenario de las peores atrocidades de sus tropas).

Sumemos a eso la viudez de Caxias, a poco de su regreso a Río de Janeiro (Anica, su esposa y gran amor, había sido la única persona esperándolo en el muelle cuando llegó de Montevideo). Doratioto agregaba a esos hechos un detalle según él bien conocido sobre los solitarios años finales del marqués: que no había semana que no concurriera a la Casa de Huérfanos y Mutilados de Guerra llevando una provisión de frutas y legumbres de sus huertos.

El relato del almirante, el deseo manifiesto de Caxias por adoptarlo de niño, calzaban como un guante en ese contexto. Doratioto remataba así el larguísimo mail que me había escrito en su simpático portuñol: «Yo digo que la abuela tuya me parece excelente fuente de información, pues por supuesto tendrá escuchada la historia del propio almirante Manuel, entonces me parece que deberías aceptar lo que ella te contaba, mismo sin tener otra fuente. Acaso con el tiempo, si das a conocer el episodio, ha de aparecer evidencia que corrobore».

No sé cómo se corroboran los hechos entre los historiadores, pero poco después supimos de la existencia de otra fuente que sostenía el vínculo entre Caxias y el almirante. No fuimos nosotros quienes la encontramos; nos la dio Angélica, la madre de María Domecq. Era un recorte del diario ABC de Asunción, de agosto de 1996.

Angélica había tenido una alumna paraguaya en el conservatorio, hija de una familia opositora a Stroessner que había pasado muchos años exiliada en nuestro país. La familia de esta chica vivía también en Monte Grande y Angélica había sido la responsable de prepararla para entrar al conservatorio, además de tenerla después como alumna. La relación entre ambas había sido tan importante que, cuando esta chica hizo carrera como concertista y le llegó el momento de presentarse en su país, convertida en una intérprete de cierto renombre, invitó a su antigua profesora a Asunción para que estuviera a su lado en aquel momento triunfal. Angélica agradeció la invitación pero confesó a su alumna que nunca había sido capaz de sobreponerse al miedo que le daba viajar en avión y que ya estaba demasiado vieja para aventurarse hasta el Paraguay en un micro.

De manera que se perdió el concierto y el viaje. Pero su alumna le envió por correo un ejemplar de la revista dominical del diario ABC de Asunción, donde le hacían un reportaje en el cual ella mencionaba a Angélica como la persona que le había inculcado como ninguna otra el amor a la música. El envío incluía otro número de la misma revista, con una marca en sus últimas páginas, donde había una sección de efemérides a cargo de un tal Luis Verón, miembro de la Academia Paraguaya de la Historia. La efemérides de ese día de agosto de 1996 parecía dedicada a los niños de la guerra del Paraguay («hoy, que se cumple un nuevo aniversario de la batalla de Acosta Ñú, durante la cual cientos de niños fueron masacrados en una desigual escaramuza…»). Pero, luego de aclarar que «hubo otros que sobrevivieron, y no faltó quien llegara a presidente de la República, como el caso de Emilio Aceval», procedía a anunciar: «Hoy recordaremos a otro niño paraguayo sobreviviente de la Guerra contra la Triple Alianza, que con el transcurso de los años llegó a ser una gran personalidad en la vida política argentina, el almirante Manuel Tomás Domecq García».

Verón daba al almirante como nacido en el Paraguay, en el pueblo de Tobatí. Mencionaba que el padre había perdido la vida en el cerco de Humaitá y que la madre había muerto en la batalla de Piribebuy, el 12 de agosto de 1869. Pasaba luego a citar el testimonio de Concepción Decoud en el Archivo Zeballos, con más detalle que Doratioto: «Después del regreso de las familias a la Asunción, se celebraba una noche en casa del señor Decoud Juan Francisco una comida en regocijo de la reunión de la familia, cuando llamaron a la puerta unos brasileños. Salió el joven José Segundo a inquirirse del objeto de la visita, y le dijeron que querían hablar con la señora. Cuando doña Concepción se presentó con dos de sus hijos, se desarrolló el siguiente diálogo: Usted busca un sobrino, señora; nosotros lo tenemos, dijeron los soldados brasileños. Tráiganlo, pues, contestó doña Concepción. Es necesario que nos pague el servicio. La señora ofreció una libra esterlina, cifra elevada para la época, pero los brasileños se negaron a entregar al niño por esa suma y recién luego de varios minutos de puja los convenció, cuando ofreció entregar ocho libras esterlinas por el rescate del niño, quien se encontraba escondido en una carpa en el campamento brasileño».

Lo curioso es que, a continuación, Verón decía que el niño Domecq había vuelto a extraviarse, «en el largo viaje a la Argentina emprendido junto a su hermana Eugenia». ¿Qué pasó con el niño el tiempo que estuvo nuevamente desaparecido?, se preguntaba Verón retóricamente. Y se contestaba a sí mismo: «Con la inconsciencia propia de su edad, el niño decidió subirse a la grupa del caballo de un oficial brasileño, quien le llevó al Brasil, donde fue recogido por el mariscal Luis Alves de Lima e Silva, duque de Caxias[19]. Por suerte, sus familiares le localizaron y un tío estanciero viajó al Brasil a rescatarlo».

La nota de Verón daba cuenta, a continuación, de la trayectoria naval del almirante y terminaba así: «Luego de una larga vida, el paraguayo nacionalizado argentino Manuel Tomás Domecq García, aquel niño que conoció los horrores de la guerra en la que perdió a sus padres y cuyo destino le llevó a servir con heroísmo a la Argentina, desde las agrestes florestas misioneras a los inhóspitos páramos chaqueños, contribuyendo activamente a engrandecer el poderío naval de su país de adopción, entregó su alma el 11 de enero de 1951, a los noventa y dos años, dejando al morir en herencia una casa hipotecada y un automóvil de veinte años de antigüedad, sus uniformes y sus cartas. Es hora que sus compatriotas paraguayos empecemos a conocerlo».

Era raramente pertinente que esta semblanza del almirante hubiese desembocado en manos de Angélica Domecq y no de la tía Meme o de algún otro miembro de mi lado de la familia (que sin lugar a dudas se hubiera escandalizado ante la mención de aquella hipoteca, señal inequívoca de que Carlos Forn ya había empezado a dilapidar el patrimonio de Akita). Para Angélica Domecq, en cambio, lo más significativo de aquella semblanza tenía relación con la música: según Verón, el marqués brasileño había transmitido al almirante el gusto por el bel canto, llevándolo a escuchar ópera una vez a la semana durante su breve tutelaje. Verón fundamentaba este detalle con un dato que aparecía en todas las biografías de Caxias: el marqués no sólo asistía a todos los conciertos de cierta Compañía Italiana de Canto sino que incluso llegó a sostenerla en patronazgo.

Para Angélica era especialmente significativo ese dato porque había sido el almirante quien más la estimuló a entrar en el conservatorio y quien pagó sus estudios. Todo lo hacía pasar por la música, esa mujer. Era bastante impresionante escuchar de su boca, en esa salita que daba al jardín de su casa en Monte Grande, rodeados de un piano vertical, un viejo tocadiscos en una mesita y estantes llenos de partituras y discos viejos y libros de música por todos lados, sus recuerdos del almirante, tan austeros, tan reticentes, tan opuestos en todo sentido a aquellos que yo había escuchado de boca de Akita, en el living de aquella casa que para mí y para todos mis primos simbolizaba la mejor época de nuestra infancia.

Angélica Domecq era incondicional con su hija, uno podía respirarlo de sólo estar frente a ellas. Había accedido a hablar conmigo, o en mi presencia, porque así eran las cosas entre ellas dos a esa altura de sus vidas: habían sido tantas las veces en que María decidía algo que a la madre le parecía insensato y terminaba sin embargo sirviendo en forma más o menos definitoria para la supervivencia de su hija, que había aprendido a confiar en ella incluso en los momentos de mayor discrepancia.

Pero no estaba nada a gusto con aquella situación. No había querido que su hija me llevara a aquella casa. No le había sido nada fácil a María convencerla de que nos mostrara aquel recorte de prensa. Ni siquiera quería oír lo que yo podía contarle del almirante. En su opinión, ya sabía lo suficiente: aquello que él había decidido contarle en su momento. No le importaba saber más, ni que nosotros lográsemos averiguar más. Para ella, pertenecíamos a mundos diferentes, que no necesitaban tocarse, y que en lo posible no debían tocarse.

No me refiero a ella y nosotros, sino a María Domecq y yo.

Aficionado o no al bel canto, lo cierto es que el niño Domecq llegó con su tío a Buenos Aires en 1870, estudió en el colegio inglés de Caballito y, cuando se aprestaba a ingresar en la carrera de agronomía[20], una pulmonía torció su destino. El consejo del médico fue que los aires marinos harían bien al enfermo y sugirió que se lo embarcara en un buque de guerra. Enterado de la noticia, un amigo de García Ramos, el capitán de navío Guerrico, intercedió para que el joven Domecq ingresara en la recién creada Escuela Naval, que funcionaba en la corbeta Uruguay.

Otra intercesión providencial define los inicios de la carrera naval del almirante. Cuando los cadetes se preparaban para dar los últimos exámenes a bordo de la corbeta, dos años después, Domecq lastimó seriamente a uno de sus colegas de apellido Ramírez (al parecer, le habría arrojado un libro en la cabeza cuando éste se durmió mientras estudiaban). Castigado por su superior, fue enviado al túnel hasta que llegaran a puerto y le dieran la baja. Por algún motivo, el mismísimo general Roca presenció los exámenes a bordo del buque. Cuando hubieron pasado todos los aspirantes, el capitán del barco informó al general que quedaba un cadete castigado. Roca ordenó que el cadete se presentara con uniforme, se hizo poner al tanto del incidente y decidió que se sometiera al muchacho al examen y que el resultado definiera su baja o su permanencia en el arma. El examen de Domecq fue lo suficientemente bueno como para obtener el diploma de guardiamarina. Su gratitud hacia Roca se manifestaría años más tarde, a la hora de casarse, cuando le pidió al general que fuera su padrino de boda (Roca aceptó).

En 1895, cuando ya era capitán de navío, Domecq partió a Inglaterra, comisionado para supervisar la construcción de la fragata Sarmiento en los astilleros de Laird Brothers en Birkenhead. El relato familiar cuenta que el presidente Luis Sáenz Peña lo despidió con la frase: «Vaya, Domecq, y construya un buque que no se dé vuelta». Otro detalle de los que contaba Akita: para el mascarón de proa de esa fragata que se convertiría en el buque escuela de la Armada argentina, el escultor logró que la joven esposa del capitán de navío posara como modelo.

Hay un episodio más de aquel viaje, del que se tiene noticia porque el fiscal Quantin solía citarlo en sus clases en la Facultad de Derecho hasta ayer nomás, como contraejemplo de los muchos casos de corrupción que se conocen en la historia argentina. Reunido en las oficinas centrales de la empresa Laird en Londres, para la firma del contrato y la aprobación de planos, el joven capitán solicitó una serie de modificaciones para mejorar la capacidad operativa del buque, que había propuesto en su momento al Estado Mayor de la Armada[21]. Aprobadas las modificaciones por las autoridades del astillero, se procedió a firmar el contrato, por un monto de 105 mil libras esterlinas. Cuando Domecq puso su firma, el constructor le extendió un certificado de cobro por mil cincuenta libras esterlinas, equivalente al uno por ciento del precio total del buque, una pequeña fortuna en aquellos años pero una comisión razonable para un operador comercial en ese ramo. Domecq giró entonces hacia su edecán y le dijo: «Teniente, tome nota. El astillero acaba de hacerle al gobierno argentino un descuento de mil cincuenta libras esterlinas en la construcción de la fragata». Y procedió a entregar a los ejecutivos británicos el mismo cheque certificado, a modo de adelanto.

Luego de traer la nave al país, Domecq habría de recibir una nueva comisión europea, esta vez para trasladarse a los astilleros Gio Ansaldo, en Génova, a dirigir y fiscalizar la construcción de dos cruceros acorazados, el Moreno y el Rivadavia: aquellas dos naves que, a su terminación, el gobierno japonés compraría al Estado argentino para hacer frente a la guerra con Rusia, aquellas dos naves que llevarían al almirante a Japón, a principios de 1904.

Para la Armada argentina, esos barcos mandados a construir en Génova en 1901, bajo la supervisión de Domecq, tenían un objetivo bélico concreto. En aquel mismo momento, los chilenos habían encargado dos buques de mayor envergadura a astilleros ingleses. Con esas naves, la superioridad de su escuadra sobre la argentina sería evidente, en un momento en que el litigio de límites por los hielos continentales del sur hacía cada vez más inminente la eventualidad de una guerra entre ambos países. De hecho, en febrero de 1902, el almirantazgo argentino urge a Domecq una fecha pronta de terminación de los buques (él contesta que no podrán estar listos antes de fin de año). Por fin prima la vía diplomática y se firman los Pactos de Mayo, que estipulan la reducción armamentista de ambos países.

Ni chilenos ni argentinos pueden sumar a sus respectivas armadas las naves en construcción: ahora el objetivo es venderlas y recuperar la inversión, al menos parcialmente. La Rusia zarista muestra inmediato interés en las naves chilenas. Los británicos, que saben del interés expansionista de los rusos y de su necesidad de una salida al mar en clima templado, después de sus fallidos intentos en Crimea y los Balcanes, bloquean la operación comprando ellos mismos esas naves[22]. Los rusos intentan entonces comprar las naves argentinas, al mismo tiempo que una comitiva de la legación japonesa en Río de Janeiro se traslada de urgencia a Buenos Aires (donde no tenían representación diplomática). El encargado de negocios Hariguchi llega el 24 de diciembre por la noche y se dirige directamente al domicilio particular del canciller argentino Drago. El propio presidente Roca y varios ministros se apersonan también y allí se decide, a las dos de la mañana del día de Navidad, vender las dos naves al Japón (que pagará en efectivo, a diferencia de los rusos, que ofrecían un largo plan de pagos). Uno de los ministros presentes resume la posición argentina diciendo que «nuestro pueblo, conocido por el caballeresco espíritu gaucho, no puede permanecer con la boca cerrada cuando una pequeña nación está por entrar en guerra con una gran potencia, siendo ésta rusa precisamente». Según la fuente que relata esa reunión, ruso significaba, en la jerga popular de la época, taimado o tunante, y el comentario final del ministro («Además, ¿quién podría fiarse de rusos en un pago en cuotas?») despertó la hilaridad de Roca y los demás presentes.

Aquellas dos naves (originariamente Moreno y Rivadavia, rebautizadas Kasuga y Nisshin por los japoneses) tendrían su bautismo de fuego no más salir de los astilleros genoveses, pero no en el Cono Sur sino en el otro extremo del mundo: en las aguas heladas de Port Arthur y Vladivostok. Lo que Domecq no se imaginaba, cuando recibió la noticia, es que él mismo estaría a bordo de una de ellas a lo largo de todo el conflicto, como observador internacional de la guerra.

A su vuelta del Japón, el almirante redactaría un informe de mil doscientas páginas, que publicó el Centro de Estudios Navales a fines de 1908. En él relata los antecedentes de la guerra, el modo pormenorizado en que se preparó Japón para ella durante los diez años anteriores al conflicto, el desarrollo en sí de las operaciones, el comportamiento no sólo de las tropas sino de los cirujanos navales de la flota y hasta los partes enviados desde el frente por el almirante Togo al Estado Mayor. Nada dice, en cambio, de su vida en la isla antes y después de la guerra.

Hay una fascinación evidente de Domecq por el pueblo japonés desde el momento mismo en que pisa el Japón. En su informe, reniega de la visión europea que creía que «aquel país de hombres con abanicos que vivían en casas de papel no pasaría nunca de ser una simple chocarrería». En un párrafo que parece dirigido especialmente contra Pierre Loti dice: «La caricatura, la crítica alegre de los escritores europeos, especialmente los de raza latina, con ese espíritu imaginativo y poco observador propio de ella, nunca se ha detenido a estudiar a fondo el espíritu de esta civilización, contentándose con describir sobre la vida apacible de sus geishas y mousmés, contempladas desde la terraza de una casa de té enclavada en la ladera de una colina cubierta de cerezos y magnolias».

También se encarga de desautorizar uno de los pocos análisis que existían entonces sobre la organización militar japonesa, escrito por el francés Petillot, funcionario en Indochina. Éste define a la infantería nipona como endeble, incapaz de realizar largas travesías cargando equipo de guerra. «Tal cosa constituye el mayor de los disparates. Careciendo casi en absoluto de caballos, en ninguna parte del mundo se emplea más la fuerza humana para la tracción de toda clase de vehículos, desde el ligero rickshaw hasta el pesado basha, con el que se arrastran tales cargas que resulta inverosímil pensar que un solo hombre pueda con ellas. Hay en el Japón más de medio millón de kurumayas matriculados, hombres que no tienen otra ocupación que arrastrar vehículos y que son capaces de recorrer hasta 65 kilómetros diarios. Ellos solos formarían la más brillante infantería del mundo».

En cuanto a Rusia, luego de dar una versión muy particular acerca de la guerra entre chinos y japoneses de 1895[23], dice que los nipones procedieron con ecuanimidad digna de elogio al devolver (por imposición combinada de Francia, Alemania y Rusia, vale aclarar) Port Arthur y la península de Manchuria a los chinos, luego de haberlas tomado por las armas. Los rusos recuperaron esos territorios poco después, a través de un contrato de arrendamiento por noventa y nueve años, con el objetivo de que el ferrocarril transiberiano llegara hasta allí y ofreciera al imperio del Zar una salida al Pacífico.

Esos diez años entre 1895 y 1905 son los que destinó Japón a prepararse metódicamente para la guerra contra Rusia. Desde el momento mismo de la devolución de Port Arthur, se acuñó la expresión Wasureru na kono hi no («No olvidemos este día»), título de un ensayo escrito con los dientes apretados por el ministro de Instrucción Pública Toyama, que se convirtió en texto de lectura obligatoria para todos los escolares japoneses que, diez años después, habrían de conformar las tropas que derrotaron a las del Zar.

Domecq cuenta en su informe un episodio de espionaje que demuestra hasta qué punto se preparó Japón para esa guerra. Al parecer, era costumbre entre los oficiales rusos apostados en confines orientales del imperio tener sirvientes japoneses. Por esa razón, muchos oficiales, hijos de poderosos damyos y descendientes de samurais, se trasladaron de incógnito al continente y lograron ser contratados para esas humildes funciones mientras recababan información militar rusa que enviaban al Servicio de Informaciones Secretas en Tokio. Igual de eficaces eran en el contraespionaje, a la hora de lidiar con agentes enemigos. Especialmente en Nagasaki, que era la residencia de invierno más elegida por los rusos pudientes del este siberiano antes de la guerra[24]. En esos casos, agentes japoneses se disfrazaban de chinos manchurianos para pasar información falsa a los rusos, como pudo comprobar el propio Domecq cuando, apenas llegado a la isla, hizo un viaje desde Nagasaki a Shanghai: en el barco iba un personaje de larga trenza y ropa de vivos colores, que hablaba fluidamente en ruso con sus vecinos y comentaba muy suelto de cuerpo que la mayor parte de la escuadra japonesa estaba en arsenales. Ese rumor, que el espionaje nipón echó a rodar por todo el teatro bélico, hizo que el comandante ruso procediera a desplegar su flota por el Mar del Japón dejando desguarnecido Port Arthur, cuyo ataque sorpresivo con torpedos inició la guerra. (En cuanto al modo artero en que ocurrió ese ataque, que anticipa el de Pearl Harbour, comenta Domecq en 1908: «Las guerras ya no se hacen hoy como en los tiempos caballerescos en que los adversarios se invitaban mutuamente a iniciar la acción»).

Si en el ataque a Port Arthur pueden verse similitudes con el de Pearl Harbour, el final de la Guerra Ruso-Japonesa ofrece otro paralelismo: la batalla de Tsushima ha sido muchas veces comparada con la de Trafalgar, ocurrida cien años antes («una salvó a Europa del dominio napoleónico, la otra salvó a Asia de la dominación rusa», dice Domecq). El almirante Togo estimuló a sus tropas para el combate diciéndoles: «El destino del imperio se cifra en esta batalla. Que cada cual esté a la altura de su deber es todo lo que el Emperador espera de nosotros», una frase que remite a las palabras de Nelson antes de Trafalgar.

Tsushima fue la peor derrota naval que sufrieron los rusos en su historia: de los cuarenta buques que participaron, veintitrés fueron hundidos y catorce capturados. De los quince mil hombres que componían sus tropas, murieron seis mil (contra apenas ochenta y ocho bajas japonesas y tres buques). Ambos bandos estaban para entonces exhaustos: pocos días antes de Tsushima, en la más feroz batalla terrestre, los rusos se retiraron de Mukden, capital de Manchuria, luego de sufrir ochenta y nueve mil bajas (los japoneses pagaron un altísimo precio también: setenta y un mil muertos). Sin flota, con un ejército desmembrado y abrumado por las conspiraciones en su contra, el Zar aceptó la mediación del presidente norteamericano Roosevelt y firmó la rendición[25].

El almirante siguió toda la guerra a bordo del acorazado Nisshin, segundo buque insignia de la flota, que sufrió serios daños en Tsushima por corresponderle estar a la vanguardia durante el combate (su capitán, el vicealmirante Mitsu, segundo de Togo, quedó ciego a causa de una de las explosiones producidas por torpedos rusos). También fue testigo del triunfal recibimiento del pueblo japonés a la flota, luego de finalizada la contienda. Previa visita en acción de gracias al santuario de Ise, Togo marchó con sus comandantes a lo largo de cincuenta kilómetros, desde Yokohama hasta el Palacio Imperial en Tokio, saludado por banderas y vítores a lo largo del camino. Una vez frente al emperador dijo: «Tengo el honor de informar a Su Majestad que nuestra responsabilidad cumpliendo Su mandato ha llegado a su fin».

El periodista y diplomático Masao Tsuda, que estuvo dos veces en la Argentina (en 1939 como corresponsal de Domei y, entre 1957 y 1963, como embajador) escribió: «Tuve ocasión de escuchar al almirante Domecq García contar cómo el almirante Togo, ensangrentado por las esquirlas que lo habían herido, dirigía las operaciones, mientras sus oficiales y tripulantes, unidos como un solo hombre, luchaban encendidos del espíritu de servir a la patria. Al relatar estas escenas, los ojos de Domecq brillaban de emoción y me dijo que su misión era difundir entre el pueblo argentino el espíritu japonés de sacrificio individual (cosa que hizo sobradamente al fundar, junto a Yoshio Shinya, y presidir durante largo tiempo la Asociación Argentino-Japonesa). Esto ocurrió en su residencia, en una habitación que él llamaba su salón japonés, con tatamis en el piso traídos del Japón y cortinajes de color morado. Allí guardaba las condecoraciones y obsequios que había recibido del Emperador, del almirante Togo y de otros jerarcas de la Armada Imperial. Cuando me hizo pasar a ese salón, y yo titubeé si debía quitarme los zapatos antes de entrar, él me ordenó que debía hacerlo. Fiel a nuestra clásica costumbre, él también se descalzó y conversamos sentados los dos a la japonesa sobre los tatamis que tapizaban el piso, acerca del sentimiento de gratitud que sentía hacia nuestro pueblo, sin distinción de clase social».

Desde su regreso a la Argentina hasta la muerte de Togo en 1922, Domecq y el almirante japonés cruzaron telegramas encada aniversario de la batalla de Tsushima. Akita siempre redondeaba este relato con un episodio posterior. Cuando estuvo en Japón, el almirante se mandó hacer, o alguien le regaló, un anillo de oro con una piedra que tenía su monograma en japonés. Era su favorito y lo usaba siempre en el meñique de su mano derecha, hasta que el 6 de agosto de 1945, de manera sorpresiva y sin razón aparente, la piedra se rajó en varios pedazos. Horas después, el país se enteraba por radio que los norteamericanos habían lanzado la bomba atómica sobre Hiroshima[26].

Entre la primera y la segunda comisión europea que recibió Domecq, poco después de ser ascendido a capitán de navío, su foja de servicios muestra el único episodio disonante en una larga sucesión de misiones evaluadas con honores. En 1895, de maniobras con el crucero 9 de Julio frente al puerto de Santa Cruz, cuando tenía a su cargo un estudio hidrográfico de las costas patagónicas y sus canales, se produce un incidente que le merece un sumario, y que él apela ante el Supremo Consejo de Guerra y Marina. Su defensor fue, insólitamente, Estanislao Zeballos.

En su alegato, Zeballos sostiene que el proceso ha llegado hasta ese alto tribunal «envuelto en una atmósfera artificialmente preparada». Y que, si bien no le consta que el procedimiento haya sido malicioso, sí es evidente que acusa «una extraña incompetencia», debida a algo que ha criticado en público con anterioridad: que el país «siga haciendo vida de aldea después de haber jurado las instituciones de los Estados grandes», utilizando un hecho menor para dar curso a resentimientos y rivalidades ajenas al hecho. Zeballos habla de repetidas violaciones y manipulaciones al secreto de sumario (se acusaba a Domecq de que el buque a su cargo había varado al entrar a puerto). En general, cuando se comprobaba impericia o falta de diligencia del comandante de la nave, el hecho solía acabar con la carrera de dicho oficial. Pero lo aparentemente ocurrido en este caso era que el buque zafó de la varadura al subir la marea en medio de una tormenta. Motivo por el cual el tribunal absolvió a Domecq, luego de determinar que no hubo falta ni delito en su actuación, y dejando constancia de que esos hechos no debían «afectar ni su nombre ni su honor».

Nada se sabe del motivo que llevó a Domecq a elegir a Zeballos como defensor, ni tampoco la razón por la cual éste aceptó defenderlo. Pero existe la probabilidad de que ambos se hayan conocido en las selvas del Chaco paraguayo, teniendo en cuenta que Domecq había vuelto entre 1883 y 1888 a los traumáticos escenarios de su infancia, cuando integró tres expediciones sucesivas de la Comisión de Límites con Brasil, los mismos territorios que Zeballos recorrió largamente, reuniendo testimonios sobre la Guerra del Paraguay, cuando pensaba que ya había dejado atrás su carrera legal para dedicarse por entero a ese gran libro que acabaría con todas las guerras.

En el Archivo Zeballos no figura ningún testimonio de Domecq aclarando aquel confuso episodio de su infancia, cuando fue rescatado de las tropas brasileñas o adoptado por su jefe máximo. Es difícil pensar que ambos hombres no hayan hablado alguna vez de la Guerra del Paraguay. Se sabe que Zeballos aprovechó hasta su muerte cada oportunidad que tuvo de sumar testimonios para su gigantesco archivo y es improbable que dejara pasar una historia como la del almirante con el Marqués de Caxias. Sólo queda adjudicar ese silenciamiento a un episodio sucedido veinticinco años después, cuando los nombres de Zeballos y del almirante vuelven a cruzarse, relacionados ambos con la Liga Patriótica, durante la Semana Trágica de 1919.

Hasta el momento en que el profesor De Marco me mandó sin proponérselo a revisitar el relato mítico de mi familia, yo sabía de la Semana Trágica lo que sabía del resto de la historia de nuestro país: esa clase de conocimiento somero (con mucho más de somero que de conocimiento) que caracteriza al argentino medio. Cuando leía Semana Trágica, leía: huelga, anarquistas, balazos, xenofobia contra el inmigrante, Liga Patriótica, el fascismo argentino. A eso se reducía mi idea del tema. Quiero decir que ignoraba la bochornosa participación del almirante en los hechos, el rol que le cupo.

Sé que no soy el único argentino en ignorar pliegues de su historia familiar que remiten a la historia nacional. Quizás allí radique una de las taras de nuestro país: que escondamos las vergüenzas nacionales tal como se silencia una vergüenza familiar. Quizás en todos los países es igual, y seguirá siendo así hasta que la hagiografía sea destronada del canon escolar por una historia veraz de las infamias nacionales: sospecho que hay más chances de amar al propio país si nos enseñan desde chicos las vilezas a las que fue sometido. Sin embargo, el orgullo nacional prefiere alimentarse de proezas: así es como la idea de patria ha terminado siendo algo tan parecido al autoengaño. Pero quién soy yo, tan luego yo, para pontificar contra el autoengaño.

Hoy, a la distancia, veo dibujarse de manera flagrante ya el fin entre María Domecq y yo en aquella noche inicial, cuando le confesé el rechazo casi físico que me produjo la relación del almirante con la Liga Patriótica. No sólo hacia él sino hacia el relato mítico familiar (que callaba tan herméticamente ese episodio) y en especial hacia mí mismo, por haber tardado tanto en descubrirlo.

Porque lo primero que sale siempre a la luz, en cualquier relevamiento sobre el almirante en los libros de historia, es la Semana Trágica. Y con una preponderancia mucho mayor que su participación en la Guerra Ruso-Japonesa, sus desventuras de infancia en la Guerra del Paraguay o su gestión «modernizadora» como ministro de Marcelo T. de Alvear[27].

María Domecq no había necesitado buscar en los libros de historia para saberlo. Le había bastado con llevar el apellido que llevaba (porque eso era lo que le había tocado a ella en el reparto: no el relato mítico, ni los privilegios de cuna, ni el orgullo por los blasones de la familia, sino meramente el apellido). Y por mera portación de ese apellido había sabido desde chica, o fue sabiendo con los años hasta saberlo con resignación desde siempre («¿Sabés quién se llamaba como vos? ¿Sabés el flor de turro que tenía ese apellido?») el modo en que la memoria colectiva de los argentinos recordaba al almirante.

Ella lo conocía mejor que yo, aunque supiera mucho menos de él. Eso era lo que terminaba de legitimar su derecho de buscar a Noboru Yokoi. Ella quería encontrarlo. No necesitaba un porqué: su enfermedad, su crianza, la historia de su madre, el apellido que llevaba, su encuentro conmigo, todo convergía para ella en Noboru Yokoi. Ella creía en lo que pasaría cuando estuviese frente a él, tal como había creído contra toda esperanza sensata en cada uno de esos pálpitos triviales que, para estupor de sus médicos, la seguían manteniendo viva en su desigual lucha contra el lupus.

Yo, en cambio, que trabajaba hacía años en un diario de izquierda, convenientemente anonimizado detrás de un apellido que, como el de muchos de mis compañeros de redacción, como el de tantos hijos de inmigrantes, sólo aludía a un pasado de trabajo[28]; yo, que me había limitado a unir la disparatada génesis de Butterfly a los condimentos que tenía la saga del almirante, y había creído que así era como debía contarse verdaderamente la historia de mi familia, desembocando en lo que para ellos era tan obviable y olvidable y para mí tan fundamental (ese hijo japonés, ese amor japonés); yo, que me enorgullecía de haber expuesto a la luz pública ese pequeño oprobio privado, había sido incapaz de ver la verdadera bomba: que el presunto Pinkerton de Puccini había sido, en la vida real, el responsable del primer pogrom en territorio argentino, el organizador del primer grupo paramilitar a gran escala en la historia de nuestro país.

El 7 de enero de 1919, lo que hasta entonces era una huelga más de las casi doscientas que había habido a lo largo de los últimos doce meses en todo el país, comenzó a convertirse en el injustificable episodio conocido hoy como la Semana Trágica. Los obreros de los talleres Vasena, en Avellaneda, llevaban más de veinte días de paro. Reclamaban la reducción de la jornada de trabajo de once a ocho horas diarias, el reconocimiento del descanso dominical (trabajaban de lunes a lunes) y un ajuste de los jornales que los acercara a la media que se estaba pagando entonces (Vasena era famoso por sus condiciones insalubres de trabajo y por el uso mayoritario de mano de obra inmigrante recién llegada al país).

En la tarde del 7, un camión con operarios dispuestos a trabajar, reforzado por rompehuelgas, superó el cordón policial e intentó ingresar en los depósitos. Cuando los huelguistas y sus familiares les cerraron el paso, los rompehuelgas quisieron entrar a la fuerza. La policía abrió fuego, en lugar de separar. El saldo fue cuatro obreros muertos (dos a tiros, dos a sablazos) y treinta heridos, varios de los cuales fallecerían pocas horas después.

La prensa apenas cubrió el hecho al día siguiente. En el Congreso mereció mayor atención: los diputados de la minoría socialista pugnaron en vano por la nueva legislación laboral que el gobierno del radical Hipólito Yrigoyen había prometido al asumir en 1916 (y que hasta los sectores conservadores reconocían con resignación que era cada día más necesaria, para evitar «males mayores»). El diputado radical Oyhanarte aseguró que el gobierno había exigido a Vasena que recibiera a una comisión de los huelguistas y culminó parafraseando así el Manifiesto Comunista: «Trabajadores de la República, uníos… y sabed esperar». Los diputados conservadores, por su parte, se negaron a discutir reformas laborales en ese clima. Y, menos que menos, las responsabilidades de la represión del día anterior. La imperiosa orden del día, según ellos, era cómo combatir la incidencia cada vez más perniciosa de «maximalistas ácratas y bolcheviques» entre los inmigrantes que componían la masa obrera, y qué clase de garantías ofrecería el gobierno para proteger a la sociedad durante la huelga general que habría el día siguiente, resuelta por la Federación Obrera (FORA) durante el velatorio de los caídos.

La huelga del día 9 paralizó la ciudad a partir del mediodía, lo que hizo doblemente imponente el cortejo fúnebre que marchaba hacia el cementerio de la Chacarita, compuesto por decenas de miles de personas, incluyendo gran cantidad de mujeres y niños. Al frente marchaba un grupo de defensa de cien hombres armados con palos y fusiles. A lo largo del camino y en los paredones del cementerio vigilaban la marcha efectivos policiales y de bomberos fuertemente armados. La primera chispa se produjo cuando un desprendimiento de la retaguardia de la manifestación volteó las puertas de una iglesia en Yatay y Corrientes y procedió a incendiarla. La policía abrió fuego, los manifestantes asaltaron una armería, se alzaron con carabinas y revólveres y contestaron los disparos. El rumor llegó rápidamente hasta el cementerio, enfervorizando en igual medida a obreros y policías, y en cuestión de minutos se desató la masacre, en medio del discurso de un miembro de la FORA: la multitud huyó en todas direcciones mientras les llovían balas desde lo alto; los ataúdes de los cuatro obreros muertos en Vasena quedaron sin enterrar.

A partir de entonces fue el caos. Las escaramuzas se multiplicaron por toda la ciudad, grupos anarquistas atacaban comisarías para liberar a los detenidos, el presidente Yrigoyen nombró a un general de su confianza, Luis Dellepiane, como comandante militar de la ciudad y éste avanzó con veinte mil efectivos desde Campo de Mayo. Aun así, el Comité de la Juventud (de orientación conservadora) incitó a sus miembros a salir con armas a la calle, «dejando temporariamente de lado las divergencias políticas con el gobierno actual». El no funcionamiento del alumbrado público alimentó el anonimato. Al fin de esa noche, los muertos ya sumaban cien, ninguno de ellos policía o militar.

El día 10. Yrigoyen se reunió a las ocho de la mañana con Dellepiane, quien le informó cómo había desplegado sus tropas por la ciudad. Acto seguido, el Presidente convocó a la Casa Rosada al empresario Vasena, quien se presentó acompañado del embajador inglés[29]. Al término de la reunión, el gobierno informó a los delegados de la FORA presentes en Casa de Gobierno que Vasena había concedido lo que pedían los obreros. Y, esa misma noche, un plenario de la Federación Obrera decidió levantar la huelga general.

Sin embargo, el número de civiles armados que se iban sumando a las fuerzas policiales «para contrarrestar con mayor eficacia la acción subversiva» era cada vez mayor. La pregunta es por qué. ¿Acaso no alcanzaban los veinte mil soldados de Dellepiane, a los que había que sumar los efectivos policiales de la ciudad, más los bomberos y reservistas? Para no mencionar que los diarios del día 11 anunciaban en primera plana el levantamiento de la huelga. Y que el propio general Dellepiane declaraba a la prensa ese mismo día: «Como el desorden tiende a desaparecer, no será necesario el concurso ofrecido por la civilidad». En sus memorias, Perón agrega un dato que ninguno de los historiadores de la Semana Trágica repite: que ese mismo día, Dellepiane tuvo una reunión a solas con Sebastián Marotta, uno de los cabecillas sindicalistas, y logró convencerlo de que aplacara los ánimos, después de confirmarle el arreglo entre Vasena y la FORA.

¿Por qué, entonces, el día 11, en una reunión convocada de urgencia en el Centro Naval, a la que asistieron representantes del obispado, el Jockey Club, el Círculo de Armas, el Club del Progreso, las Damas Patricias, la Mutual de Estudiantes, el Yacht Club y el Círculo Militar, se decidió conformar la autodenominada Guardia Cívica (luego Liga Patriótica), que pondría en las calles un número aun mayor de feroces jóvenes armados, quienes tendrían un papel preponderante (en muchos casos no sólo actuando por cuenta propia sino incluso dando órdenes a los uniformados) en los indiscriminados hechos de sangre que, en los días siguientes, producirían setecientos muertos, tres mil heridos, más de veinte mil detenidos —muchos de ellos vejados o torturados— además de incontables daños a la propiedad en los barrios de inmigrantes?

Se ha intentado explicar ese concurso civil por el temor de que los uniformados (fuesen policías o soldados) se identificaran con el descontento de los obreros y se negaran a arremeter contra miembros de su misma clase social. Según los diarios, hubo conatos de sublevación en algunas comisarías, circularon entre miembros de las fuerzas policiales «panfletos sediciosos de marcado tinte izquierdista» y, en las filas del ejército, se produjeron numerosos traslados de conscriptos por negarse a obedecer órdenes de sus superiores.

Lo cierto es que, entre el día 9 y el 15, reinó el terror en las calles y en las casas de Buenos Aires, y la ciudad quedó aislada del resto del país. Algunos afirmaban que había llegado a nuestras costas la tan temida ola revolucionaria que, después de triunfar en Rusia quince meses antes, amenazaba expandirse por media Europa. Otros sentían más de cerca una ola distinta, y mucho más palpable: la de policías, tropas de ejército y civiles armados baleando y entrando por la fuerza en locales partidarios y sindicales primero (los supuestos soviets de la supuesta revolución) y después en bibliotecas, clubes de fomento, negocios y hasta domicilios particulares de inmigrantes, echando a la calle todo lo que contenían y prendiéndole fuego a la vista de todo el mundo.

A pesar de que los diarios del día 12 coincidían en afirmar que «no se trata de un levantamiento de trabajadores sino de una minoría de agitadores contra cuyos excesos basta oponer la firmeza y cordura del orden», lo que se impuso en las calles no fue cordura precisamente. Un comisario de apellido Romariz, que después publicaría una memoria de los hechos sucedidos durante esa semana, escribió en su libro: «Jóvenes imberbes se presentaron en gran número en el Departamento Central de Policía. El general Dellepiane dispuso que se proveyera a esos colaboradores de revólveres Colt y la correspondiente dotación de proyectiles». Esos civiles armados, que ya eran multitud, contaron también con llamativa anuencia de la policía y el ejército, a la hora de apalear a mansalva, disparar contra gente desarmada y efectuar arrestos por las suyas.

Supuestamente, las razzias eran para capturar a los dirigentes obreros que habían organizado la huelga y la resistencia a la autoridad. Pero el descontrol queda en evidencia en una circular del propio Dellepiane a los jefes de las fuerzas policiales[30]: «Desde este momento tratarán ustedes de que no se efectúen detenciones de ninguna clase por personas que no sean de la repartición policial». Las comisarías rebasaron pronto de detenidos, en muchos casos sometidos a tortura en esas mismas dependencias por grupos mixtos de uniformados y civiles.

En cada inmigrante catalán, italiano, eslavo o ruso, se escondía un ácrata o un bolchevique. Pronto se simplificó la cuestión: el maximalista era, lisa y llanamente, el judío. Los «defensores del orden» de la Guardia Cívica centraron su actividad en los barrios del Once y Villa Crespo, donde se alojaba la mayor parte de la colectividad. La represión había degenerado en el primer pogrom argentino.

Hay una llamativa coincidencia entre los historiadores de izquierda y de derecha en adjudicar a las huestes de la Guardia Cívica la iniciativa de aquel ataque indiscriminado (se calcula que casi un tercio de los muertos y heridos de la Semana Trágica fueron miembros de la colectividad judía).

Volvamos a aquella reunión convocada de urgencia el día 11 en el Centro Naval. Ni los diarios que dieron cuenta de la noticia ni los libros sobre el tema aclaran qué pez gordo estaba detrás de aquella convocatoria. Sólo se sabe que la presidió el entonces vicealmirante Manuel Domecq García. Hay quien sostiene que el propósito de aquella reunión era nuclear a los espontáneos que ya habían tomado las armas «en defensa de la patria», para que actuaran coordenadamente con el operativo de Dellepiane y no por las suyas. Hay quien dice que fue exactamente al revés: se trataba, en realidad, de convocar voluntarios «confiables», armarlos (e incluso poner vehículos a su disposición) para garantizar que los sectores acomodados de la ciudad estuviesen defendidos día y noche de los vándalos.

Según el diario La Nación, en aquella reunión del día 11, «Domecq comunicó a los concurrentes el anuncio gubernamental del término de la huelga, por lo que el ofrecimiento en cuestión ya no era necesario». Sin embargo, al día siguiente, Domecq abrió un registro para que se inscribieran «voluntarios que deseen colaborar en el mantenimiento del orden», y se decidió por unanimidad la formación de grupos civiles armados, a partir de aquel padrón.

Casi no hay registros de las órdenes que recibían en el Centro Naval esas brigadas, salvo un suelto del diario La Prensa del día 13, que daba cuenta de los jóvenes que hacían cola para inscribirse como voluntarios en el Centro Naval (la fila llegaba hasta la calle Florida), donde recibían armas y una arenga de un contralmirante O’Connor que terminaba sosteniendo: «Si los rusos y catalanes no se atreven a venir al centro, los atacaremos en sus propios barrios».

El nacionalista Juan Canilla (que once años después sería uno de los hombres de confianza de los hermanos Irazusta, en el golpe de Estado que derrocó a Yrigoyen) escribe en sus memorias: «Oí decir que los liguistas estaban incendiando el barrio judío y dirigí mis pasos hacia las calles Junín, Uriburu y Azcuénaga. Al llegar por Viamonte, vi en medio de la calle piras ardientes de libros y trastos viejos, entre los cuales podían reconocerse sillas y mesas. A pocos pasos de allí se luchaba dentro y fuera de un edificio. Se trataba de un comerciante israelita culpable de hacer propaganda comunista. El ruido de muebles y cajones violentamente arrojados a la calle se mezclaba con gritos de mueran los maximalistas. A mi vera pasaban viejos barbudos y mujeres desgreñadas, de rostro cárdeno y mirada suplicante, arrastrados por mozalbetes. El ataque a negocios y hogares hebreos se había propagado a varias cuadras a la redonda».

El legendario cronista Soiza Reilly relató en la revista Popular la visita de once diputados, un senador y tres concejales al Departamento Central de Policía, donde comprobaron el tratamiento que sufrían los detenidos. «Por los pasillos desfilaban los flagelados y ensangrentados. Civiles y uniformados se alternaban para azotarlos, se los obligaba a golpes a cantar el Himno Nacional, y a quienes no lo sabían se les orinaba en la boca».

Manuel Gálvez escribe en su biografía sobre Yrigoyen: «Ha habido muchos muertos, acaso un millar, y varios miles de heridos. La mayoría de los muertos no son obreros: son gentes que se asomaron a la calle o a la ventana y recibieron un balazo». En los archivos del Ministerio de Asuntos Extranjeros de Francia consta que su embajador en Buenos Aires informó que «la policía masacró de manera salvaje todo lo que era o pasaba por ruso» y citaba el caso de un delegado (es decir, un civil) que se ufanaba delante de él «de haber matado en un solo día cuarenta judíos». Según los archivos del Departamento de Estado, el embajador norteamericano informó a su gobierno haber contabilizado 1356 muertos y cinco mil heridos, y agregaba que en el Arsenal había visto con sus propios ojos 179 cadáveres de judíos. El comisario Romariz descalifica estas cifras en su libro, pero dice que los muertos eran incinerados a medida que llegaban a los lugares de concentración, sin controlar su número.

Lo cierto es que el día 15 el Poder Ejecutivo dio orden de empezar a liberar a los innumerables detenidos que abarrotaban las comisarías (a muchos de ellos se les aplicó la Ley de Residencia y fueron expulsados del país). Ese mismo día tuvo lugar una nueva reunión en el Centro Naval, en la que se evaluó «el heroico comportamiento de las guardias cívicas» y se constituyó formalmente la Liga Patriótica como institución, con una Junta Central compuesta por notables y tres comisiones: una dedicada a redactar los Estatutos, otra de Fondos y una tercera de Propaganda. Con la ciudad «ya pacificada y en normal funcionamiento», Domecq pidió que se le designara reemplazante en la presidencia, ya que su condición de militar «coarta la dedicación a los asuntos de la misma» (el nuevo presidente, elegido semanas después por votación, fue Manuel Carlés, el hombre que habría de convertirse con el tiempo en sinónimo de la Liga Patriótica, extendiendo su influencia a nivel nacional, sofisticando hasta la perfección el accionar de aquel bautismo de fuego, reprimiendo reclamos obreros, ajusticiando anarquistas, amañando elecciones y alcanzando su máximo esplendor en el golpe de Estado de 1930 que interrumpió el segundo gobierno de Yrigoyen e instaló al fascista general Uriburu en su lugar).

Es significativo señalar que el paso al costado del almirante coincidió con dos críticas virulentas al accionar de las brigadas, realizadas por dos hombres muy cercanos a él: Estanislao Zeballos y Ezequiel Paz. Zeballos sostuvo desde las páginas de su Revista del Derecho que el gobierno era el gran responsable de los hechos y deploró especialmente «el espectáculo de sportsmen que se lanzaron a las calles a desempeñar funciones de irresponsables policías populares, dando por resultado vejaciones injustificadas a las personas y la propiedad». Paz, director del diario La Prensa[31], dedicó un editorial a la defensa de la colectividad israelita y cuestionó la existencia de Ligas Patrióticas ante la falta de evidencias de que se enfrentara verdaderamente una revolución social: «Los hechos no justificaron la postura ni demostraron luego que era exacta la causa de tan especial enardecimiento».

Para el almirante han de haber sido duras de tragar esas críticas, viniendo de donde venían. Paz y Zeballos no sólo compartían la idea de patria que tenía él; además integraban aquella primera Junta Central de la Liga (incluso puede suponerse que habían aceptado figurar en ella por convocatoria del propio almirante). Que tomaran esa distancia de la Liga no podía interpretarse de otra manera que como reproche personal, según el código de caballeros que los regía.

En cuanto al hipotético caso de que también al almirante lo avergonzara el comportamiento de las brigadas que él mismo había convocado, o la evolución de la Liga bajo el mando de Carlés, resulta entonces difícil de entender que aceptara ser ministro de Marina de Marcelo Torcuato de Alvear cuando éste sucedió a Hipólito Yrigoyen en la presidencia de la república —ya que era público y notorio que más de la mitad del gabinete elegido por Alvear eran miembros ilustres de la Liga Patriótica.

Zeballos y Paz, en cambio, ya se habían desvinculado por completo de ella: Zeballos porque partió al exilio (moriría en Liverpool en 1923) y Paz por franca antipatía hacia Carlés.

En 1922, el dandy Marcelo T. de Alvear dejó las comodidades de su vida parisina, donde llevaba casi dos décadas como embajador, y volvió al país para ser el candidato radical en las elecciones, por pedido del propio presidente Yrigoyen[32]. Sin embargo, al asumir la presidencia, Alvear ignoró los nombres sugeridos por su antecesor y optó por rodearse de un gabinete de incondicionales (dos características debían reunir los elegidos: haber tenido trato personal previo con él y ser «notables» en sus respectivos rubros). Uno de los chistes de la época decía que ese gabinete estaba compuesto en realidad por ocho presidentes y un secretario (en referencia al perfil de los ocho ministros y a la escasa experiencia política del propio Marcelo T.). De aquellos ocho ministros, sólo dos acompañaron a Alvear durante todo su mandato: el almirante Domecq García en la cartera de Marina y el general Agustín P. Justo en la cartera de Guerra.

A Alvear le tocó gobernar durante ese interregno de calma y prosperidad entre la crisis económica posterior a la Primera Guerra y el crack del 29. Las cifras de crecimiento durante su período confirman esa bonanza, pero vale la pena detenerse en una de esas cifras, que tendrá consecuencias directas en el año 30: durante el gobierno de Alvear se sanciona la Ley de Armamentos, que duplica los presupuestos de Guerra y Marina y permite aumentar las tropas de ambas en un 25 por ciento.

Aprobada la Ley de Armamentos, es necesaria la figura de un Inspector General, que supervise las nuevas erogaciones. El elegido es, increíblemente, el general Uriburu, a quien Alvear había vetado como ministro de Guerra por considerarlo demasiado germanófilo (en 1913, Uriburu había ido a formarse a Berlín, donde hizo tan buenas migas con la oficialidad prusiana que llegó a formar parte de la guardia personal del Kaiser). Alvear también había vetado como ministro a uno de los protagonistas de la Semana Trágica, el general Luis Dellepiane, por considerarlo demasiado fiel a Yrigoyen. En cuanto a Justo, no pertenecía en absoluto a la claque de amigotes del Presidente[33]: Alvear terminó ofreciéndole la cartera de Guerra porque Justo llevaba ocho años como director del Colegio Militar y eso le había ganado un fuerte ascendente sobre gran parte de los oficiales en actividad.

Uriburu y Justo se detestaban. Cuando fue nombrado Inspector General, Uriburu logró depender directamente del Presidente y no de los ministros de Guerra y Marina. Paralelamente, amparó y estimuló la formación de varias logias militares afines a Primo de Rivera y Mussolini (a través de las cuales se daría el contacto posterior con la Liga Patriótica), que significaron un socavamiento en el ascendente de Justo sobre las camadas militares más jóvenes. Aun así, la puja entre ambos se mantuvo pareja y constante, a lo largo del gobierno de Alvear y especialmente después, cuando las elecciones de 1928 permitieron a Hipólito Yrigoyen volver al poder.

Al año de asumir, el gobierno de Yrigoyen ya tenía los días contados. Carlés vociferaba en los actos de la Liga Patriótica que «un triunfo por mayoría electoral no alcanza para constituir un gobierno» y exigía «la renuncia presidencial o la guerra necesaria». Los rumores de complots estaban a la orden del día. Justo debió escribir una carta a los diarios negando que se proponía encabezar un movimiento de salvación nacional con políticos alvearistas; se dijo entonces que era Uriburu quien estaba al frente de la conspiración, y que no sólo pretendía tomar el poder sino «reformular por completo el Estado, echando a patadas a las inútiles hordas de políticos». Uno y otro rumor demostraron ser ciertos. Fue Uriburu quien volteó a Yrigoyen, pero no le alcanzaron las débiles alianzas que había tejido dentro y fuera del ejército para permanecer en el poder: un año después, fue obligado a llamar a elecciones y, en unos comicios famosamente fraudulentos, el general Justo logró alzarse con la presidencia.

A pesar de que las simpatías del almirante estuvieron en un principio con Justo, de poco y nada servía ya su influencia: promediando el mandato de Alvear, había pasado a retiro en la Armada y su incidencia en los círculos navales se evaporó desde ese momento. Su colega de antaño, el almirante Moneta (aquel que había revestido como observador de la Guerra Ruso-Japonesa en la corte del Zar), era quien ejercía ahora mayor influencia en el arma, y había operado fuertemente entre la oficialidad para inclinarla a favor de Uriburu, tal como había hecho Carlés con sus esbirros de la Liga Patriótica.

Cuando vio a Uriburu convertido en presidente, el almirante seguramente sintió que sus setenta y un años le caían encima y que se había iniciado una época que ya no era la suya[34]. Se ha dicho muchas veces que, con el golpe del 30, murió una Argentina y nació otra. En palabras del propio Perón, «hasta entonces los militares habían temido tomar el poder, pero el golpe de Uriburu les hizo perder el miedo para siempre, y también introdujo en los civiles la idea de que, por llevar uniforme, un militar estaba capacitado para gobernar el país y dictar leyes por las suyas».

El almirante había conocido a Perón. No fue durante la Semana Trágica (en la cual Perón participó como teniente) sino una década después, en las oficinas de Justo, cuando ambos eran ministros de Alvear, y Domecq sintió un desagrado inmediato por ese «mocito ladino e impertinente» que Justo le había querido presentar. La impertinencia de Perón puede haber sido el hecho de que, en la misma semana en que conversó con el almirante y con Justo, se convirtiera en uno de los primeros oficiales en apoyar a Uriburu[35]. O quizá fue un episodio posterior el que refrendó para siempre ese desagrado inicial del almirante: en 1934, Perón publicó (en colaboración con el teniente coronel Enrique Rottjer) un libro en dos tomos titulado La Guerra Ruso-Japonesa. A pesar de ya estar retirado hacía años, el almirante acudió a los contactos que le quedaban en el ejército y logró que se sometiera a ambos oficiales a un tribunal de honor, acusados de plagio. El tribunal falló en contra de la dupla autoral y obligó a ambos a ofrecer disculpas al almirante, además de retirar de circulación el texto.

Por supuesto, el almirante mascó bilis cuando Perón llegó a la presidencia. Poco antes de la hemiplejia que lo postró, cuando mi padre y una de sus hermanas estaban presas y él había encabezado una lista de marinos que protestaban por los arrestos contra estudiantes y mujeres, una comisión policial se presentó en la casa de Palermo Chico. Según contaba Akita, el almirante los hizo pasar al living y ahí les preguntó a qué venían. A detenerlo, contestaron los policías. «Sepan, jovencitos, que a mí me viene a detener el jefe de policía, no una pandilla de mequetrefes». Parece que los muchachos pidieron permiso para hablar por teléfono. Al colgar, le dijeron al almirante que se retiraban y no volvieron más[36].

Según el relato mítico familiar, esos últimos años el almirante los dedicó a la familia, y a la presidencia honoraria de la Asociación Argentino-Japonesa. Incluso cuando Japón entró en la Segunda Guerra mantuvo el almirante su fidelidad a la colectividad nipona en el país. Muestra de ello es la noticia que publica en 1944 el diario Acción Argentina, acusando a la Asociación de ser una agencia de espionaje vinculada con el gobierno del Japón y de realizar reuniones privadas donde ciudadanos argentinos de origen japonés movían grandes sumas de dinero. La denuncia no prosperó: aquellas reuniones eran (o, para ser más preciso, habían sido) encuentros de la asociación de préstamo mutuo tanomoshiko[37]. Y, para entonces, no sólo estaban prohibidas las remesas de dinero al Japón y todo cambio en la titularidad de bienes y sociedades de japoneses naturalizados en el país, sino que también se requería autorización de la policía para celebrar reuniones entre los ciudadanos nipones.

De manera que en este punto puede aceptarse el relato mítico, cuando dice que el almirante dedicó sus últimos tiempos a la familia. Uno puede imaginarlo sentado frente a aquella chimenea custodiada por flamígeros tigres de hierro, inaugurando para mi padre y sus hermanos el rito que, años después, iba a repetir Akita para mis primos y yo.

A pesar de la falsedad para entonces evidente de aquel relato mítico, yo seguía infectado a mi manera del autoengaño colectivo de mi familia. Yo era la víctima y el hazmerreír perfecto de esa bella sentencia que dice: «La patria es la infancia». Yo le estaba fritando el cerebro a María Domecq con las ignominias del almirante y los demás integrantes de su casta de prohombres. Después de escaparle como a la luz mala a su relación con la Semana Trágica, me había metido hasta el cuello en el asunto: leía un libro tras otro sobre la época, y pretendía purgar el mal sabor de esas lecturas recitándole a ella los fragmentos que más me enfermaban. Y tampoco la privaba de ninguno de aquellos recuerdos de infancia y adolescencia que volvían uno tras otro a mi mente, cargados de nuevo y amargo sentido, ahora que necesitaba integrarlos al relato que debía tener listo para cuando encontrásemos por fin a Noboru Yokoi.

En el invierno de 1979, en uno de los momentos de mayor desorientación en mi vida, busqué asilo con mi abuelo Carlos Forn en La Cumbre. Él estaba solo en la casa (fue un invierno especialmente frío, y sospecho que las relaciones entre Akita y él habían alcanzado la misma temperatura, porque ella no se movió de Buenos Aires hasta los primeros calores de octubre) y yo estaba en el punto de mayor enfrentamiento con mis padres, con lo que se esperaba de mí, con la idea de la vida que tenían ellos —y ellos no eran sólo mis padres, en aquella época, en el ambiente en que crecimos los que tienen mi edad.

Esas semanas que pasamos los dos solos en la casa de La Cumbre fueron la última vez que lo vi con vida. Terminó echándome, después de ridiculizar mi rebeldía en la misma medida en que la alimentó, escarneciendo teatralmente cada una de mis palabras, una de sus actividades preferidas, el rasgo de su carácter que más enervaba a la familia, el que más me gustaba a mí de él. Era un gran cabrón, tenía más contradicciones que nadie, pero nadie desenmascaraba como él las contradicciones ajenas. A su lado, uno tenía conciencia inmediata de que la vida podía y debía ser otra cosa, si no quería acabar como él, emputeciéndole la vida al resto del mundo.

Terminaran como terminaron, fue en aquellas semanas de invierno en La Cumbre que empecé a armarme de coraje para desoír el mandato de mis padres y, en lugar de entrar en la universidad o ponerme a trabajar o simplemente quedarme en aquella Argentina en tinieblas de la dictadura, conseguí lugar en un avión de carga que me llevó a Europa (un año más tarde, cuando aceptara encontrarme con mis padres a su paso por París, me enteraría por boca de ellos de que Carlos Forn había muerto una semana antes, en la casa de La Cumbre).

A causa de un accidente en su juventud, el pulgar de la mano izquierda de mi abuelo no terminaba en una uña, como el del resto de los mortales, sino en una meseta lisa de piel a la altura de la primera falange. Nada le gustaba más que torturar a sus nietos con ese dedo mocho, y lo poco que habíamos logrado averiguar nosotros de ese accidente era que había ocurrido cuando cambiaba la rueda de un auto bajo la lluvia, acompañado según las malas lenguas de una mujer que no era mi abuela. Por eso, creíamos nosotros, Akita miraba ostentosamente para otro lado cuando él se ponía a jodernos con ese dedo, en los almuerzos familiares: no porque mostrar mutilaciones en la mesa fuera de mal gusto, sino porque se debía a una de las conspicuas infidelidades de él.

Sin embargo, en aquellos días de 1979 que pasé a su lado en La Cumbre, Carlos Forn me ofreció otra versión del hecho. Fuese porque me veía suficientemente grandecito como para saber ciertas cosas, o porque la opresiva atmósfera de la Argentina de entonces hacía mella incluso en alguien que disfrutaba ridiculizando todo intento individual o de masas por cambiar el mundo, lo cierto es que una noche desembocamos no sé cómo en su dedo mocho, yo le pregunté si era cierta aquella versión del accidente bajo la lluvia y él contestó que alguna vez había chocado un auto estando con otra mujer, pero lo del dedo había sido mucho antes, cuando todavía no estaba casado con Akita.

Todos mis primos y yo habíamos escuchado unas cuantas veces que al almirante no terminaba de convencerlo como yerno ese hijo de catalanes del Borne que había hecho perder la cabeza a su adorada hija. Llegados a la Argentina una década antes de que él naciera, los padres de Carlos Forn contemplaron con orgullo cómo su hijo mayor cumplía con creces el mandato de ascenso social: dio libres los dos últimos años del secundario para ingresar más rápido en la universidad (de la que egresaría con medalla de oro); logró alternar, gracias a la práctica de deportes y a su descarada confianza en sí mismo, con la crema de la sociedad porteña de entonces; y así llegó a conocer y a ganarse el corazón de la ingenua y tímida Akita. Todo iba viento en popa; el plan de los novios era casarse en cuanto Carlos obtuviera su diploma y Akita cumpliese los dieciocho, si el almirante les daba su bendición.

Hasta esa noche, lo que yo sabía del casamiento de mis abuelos era que el almirante había terminado aceptando a Carlos Forn tal como él mismo había sido beneficiario de un voto de confianza equivalente, cuando Roca lo salvó de la baja como cadete naval y le dio la oportunidad de definir él mismo su destino. Aquella noche supe que lo que había definido ese voto de confianza fue un hecho fortuito, ocurrido cuando mi abuelo tenía diecinueve años, la misma edad que tenía yo aquel invierno en La Cumbre.

Una de las cosas que más me impresionaban de Carlos Forn en mi infancia era que tuviera la edad del siglo[38]. Por esa razón puedo, al reconstruir su relato de aquella noche, situarlo inequívocamente en la Semana Trágica, cosa que habría significado bien poco para el que era yo a los diecinueve años.

Los padres de mi abuelo habían emigrado de Catalunya escapando de las represalias a los anarquistas (en mi ingenuidad de aquel momento, yo creí que escapaban de Franco; reconstruyendo la historia comprendí que tuvo que haber sido después de la fallida Comuna de Barcelona en 1890). Aunque el padre de Carlos Forn comulgaba muy tibiamente con las ideas ácratas de sus dos hermanos que habían caído en los enfrentamientos, prefirió abandonar España de apuro, junto a su mujer, poner la mayor distancia posible de aquella locura de sangre y muerte. Por esa razón, madre y padre le habían hecho jurar a su hijo mayor no meterse nunca en política, rechazar con todas sus fuerzas el germen libertario que llevase en las venas y aprovechar la oportunidad que le daba aquel país generoso para labrarse un futuro merced al esfuerzo, tal como ellos se deslomaban de sol a sol como tenderos para que sus hijos tuvieran una vida mejor.

El joven Carlos Forn había obedecido a rajatabla ese doble credo hasta los diecinueve años. Lo que hizo aquella tarde de 1919 no tuvo, según él, nada que ver con la política. Simplemente iba por la calle, desoyendo la recomendación que habían dado las fuerzas públicas, confiado de que nada podía pasarle a un tipo como él. No había transportes y tuvo que cruzar a pie la ciudad, rumbo a un inquilinato del Once donde vivía una costurera con la que se desfogaba cuando tenía oportunidad. Al llegar al edificio vio un pelotón de caballería dando palos a los habitantes del inquilinato que habían sido arrojados a la calle por otros policías. Según él, actuó sin pensar: ni siquiera llegó a ver a su costurera entre las víctimas. Cuando se quiso dar cuenta, un milico le había rebanado la mitad del dedo pulgar de un sablazo y ya lo arreaban junto al resto de los detenidos a la comisaría más cercana, donde su indumentaria y sus aires de señorito lo salvaron. Pidió a gritos a uno de los uniformados que lo ayudara a parar la hemorragia y, cuando éste se descuidó, mi abuelo logró abrirse paso hasta un fogón en medio del patio y hundió el dedo en las cenizas calientes. Produjo tal impresión entre la milicada, que lo llevaron ellos mismos a una sala de socorro, y de ahí a un hospital.

Carlos Forn no necesitó siquiera dar su versión de los hechos cuando despertó: unos compañeros suyos de la universidad lo habían reconocido y le habían avisado a Akita y al almirante. Así fue como el tullido por lujuria se convirtió involuntariamente en un integrante de aquellas brigadas de salvadores de la patria, caído en honorable cumplimiento del deber.

Podría jurar que aquella noche Carlos Forn no dijo en ningún momento que el almirante era el que había convocado aquellas brigadas. Más improbable aun es que me hiciera ver la relación entre aquel germen inequívoco de 1919 y el terrorismo de Estado que tenía al país en un puño en 1979. Lo único que yo registré de aquel relato fue la condición de intruso perpetuo de mi abuelo, que explicaba por qué prefería vivir en La Cumbre, a su manera, en lugar de en Buenos Aires, según las reglas.

Y aunque mucho de lo que conversamos y de lo que viví a su lado aquellas semanas fue a parar al diario que yo llevaba en aquel entonces y que viajó conmigo a Europa poco después, esa historia increíble y su ominosa connotación política no figuran en él.

Dice bastante de mí que el episodio recién volviese a mi memoria veinte años más tarde, cuando me puse a rastrear como un poseso lo sucedido en la Semana Trágica. Y en cambio brillara por su ausencia en mi primer libro, una novela autobiográfica protagonizada por mi abuelo y yo, que empecé a escribir sin saber bien por qué en Europa, se cargó de sentido cuando me enteré de la muerte de Carlos Forn por intermedio de mi padre, estando aún allá, y adquirió su verdadera razón de ser cuando mi propio padre murió dos años después.

En el libro yo era un chico de trece años al que mandaban a vivir con su abuelo en un pueblo de Córdoba, después de que la muerte del padre volviera inmanejable su rebeldía adolescente[39]. La convulsiva Argentina de principios de los 70 apenas se vislumbraba como telón de fondo de los hechos, tal como podía verla el chico que contaba la historia.

Es más que sugestivo que yo escribiera así ese libro mientras en el país recién democratizado se juzgaba a los militares de la dictadura. Es cierto: yo era uno de los tantos hijos del Proceso, como se nos bautizó generacionalmente. Había un abismo entre nosotros y los tipos apenas cuatro o cinco años mayores —por ejemplo, los integrantes de la comuna de exiliados en Sitges adonde fui a parar apenas llegado a Europa en 1979, y a través de quiénes me desayuné de lo que realmente estaban haciendo los militares en el país.

En los años siguientes, los tipos como yo no supimos qué hacer con eso, cómo incluirlo en nuestra historia, después de que nos hubiera pasado por delante de las narices sin que lo viésemos. En los primeros años de democracia, el derecho a hablar de aquel tema seguía siendo patrimonio casi exclusivo de quienes lo habían padecido en carne propia: hubiera sido inconcebible de nuestra parte participar en el debate más que como oyentes. Decir, por ejemplo, que eso le había pasado al país, no sólo a ellos.

Primo Levi y Elie Wiesel dicen que la culpa por sobrevivir, después de la guerra, la tenían no sólo los que volvieron vivos de los campos: la tenían todos los sobrevivientes. Pero los que vivieron el horror en carne propia tienen que convencerse de que eso le pasó a toda la sociedad, no sólo a ellos. Y los que menos lo padecieron tienen que convencerse de que eso les pasó a ellos, porque le pasó a toda la sociedad. Nuestra aversión generacional por lo político, habríamos de entender con los años, era la incapacidad de aceptar como enteramente propia aquella herida abierta.

Poco sorprendente esa incapacidad, en mi caso concreto, como venía a descubrir ahora: era una costumbre de la casa. Mi propia familia me ofrecía una evidencia flagrante de cómo emputecer el país y desentenderse de las consecuencias después.

A mi hermano siempre le había resultado inexplicable que yo eligiera a Carlos Forn como figura tutelar, en ese primer libro y en la vida. Su problema no era con el personaje de mi libro sino con el de carne y hueso que él había conocido. A pesar de ser el único otro nieto de Carlos Forn que llevaba el apellido (algo que, según mi madre, había sido una exigencia difícil de soportar hasta que nací yo), Emilio había recibido cero atención de él, desde un principio. El rechazo había sido mutuo, si se puede usar la palabra mutuo en la relación entre una criatura y un hombre mayor que casualmente es su abuelo.

Para Emilio, Carlos Forn era ese tirano que, en la casa de La Cumbre, enseñaba a todos sus nietos a nadar atándoles una cuerda al pecho, tirándolos al agua y sosteniendo el otro extremo de la cuerda mientras circunvalaba a grandes zancadas el perímetro de la pileta, una y otra vez (rito iniciático que siempre tenía lugar a última hora de la tarde, cuando ya no quedaba nadie en la pileta, y uno tiritaba de frío en el agua mientras veía extinguirse la luz allá afuera, pataleando con desesperación para no hundirse, hasta que de a poco descubría que esos movimientos convulsos lo mantenían a flote, y la adrenalina superaba al miedo, y uno terminaba pidiendo una vuelta más antes de salir, y otra, hasta que aquella cuerda nos depositaba mansamente en los escalones de la parte baja de la pileta y Carlos Forn nos envolvía en un toallón y nos graznaba al oído: «Ya sabés nadar»).

A esa clase de recuerdos Emilio había sobreimpreso la versión de Carlos Forn que nos había dado nuestra madre, que no lo quería nada, y nunca lo disimuló, ni se privó de contarnos las trastadas que él le había hecho a nuestro padre, su único hijo varón[40].

Para mí, esas trastadas mostraban más bien la debilidad de mi viejo para defender el derecho a hacer lo que quería con su vida. Por ejemplo, dedicarse a la matemática pura en lugar de estudiar ingeniería, como terminó haciendo por presión de su padre. O buscarse un trabajo por las suyas, en lugar de entrar en la empresa de caminos que tenía mi abuelo[41], razón por la cual se pasó casi cinco años viviendo mayormente en pensiones de pueblo o casillas en medio de la nada, mientras supervisaba a los obreros con los cuales construía las rutas que el Estado nacional o provincial encargaba a Forn Hermanos.

En esas interminables horas muertas de frío continuo, mi viejo ideó por las suyas un sistema de calefacción y le propuso a mi abuelo asociarse con él para patentarlo y producirlo; mi abuelo corrió con los gastos de la patente pero la registró a su nombre y al tiempo vendió los derechos por nada, decretando que era una idea impracticable (dos décadas más tarde, el sistema de losa radiante se convertiría en la niña bonita de los edificios en torre que invadieron Buenos Aires).

Había unos cuantos episodios similares. Todos mostraban más o menos lo mismo, sólo que para Emilio mostraban una cosa y, para mí, otra. Yo veía en las cabronadas de mi abuelo un estímulo, un desafío. Retorcido, al estilo bestia de él, que según Emilio sólo revelaba lo castrador y despótico que había sido siempre (nunca había tenido respeto por nadie, en esa frase cifraba Emilio todo su desagrado por Carlos Forn). Para mí, en cambio, al ponerte la pata encima, lo que te estaba diciendo era: «¿Vas a dejarte cortar las pelotas, así vas a ir por la vida?». Si te las dejabas cortar, te las cortaba. A mí me había verdugueado igual, cuando fui a refugiarme a La Cumbre. Los argumentos que había usado para desacreditar mi idea de dedicarme a escribir fueron casi los mismos que los de mi viejo; sin embargo, había una apelación implícita en sus palabras completamente antagónica a las de mi viejo. Terminó echándome a patadas de La Cumbre para que me animara a salir solo a la vida. Y no fue sólo una manera más de mojarle la oreja a mi viejo, entrometiéndose en la relación de un padre con su hijo: fue una intervención agónica en dos de su prole a la vez (tal como lo demostraba el episodio que tuvo lugar un año más tarde, en el Aeropuerto De Gaulle de París, cuando mi viejo me agarró fuerte de los hombros, nomás verme al salir de Migraciones, y me dijo: «Tengo que darte una mala noticia: tu abuelo murió hace una semana», y se puso a llorar a la par mía, abrazados los dos entre la gente que iba y venía a los codazos por los pasillos circulares del De Gaulle).

Emilio decía que ésa era la clase de sanata que yo me inventaba para no pensar en serio, para seguir respondiendo ciegamente a cada trapo que flameara delante de mis ojos. Según él, yo justificaba mis propias cabronadas adjudicándolas al espíritu libertario que me había llegado por sangre, salteando una generación, directamente de mi abuelo. Yo llamaba libertario a lo meramente autoritario. Yo seguía creyendo que toda temperancia era, en el fondo, falta de temperamento. Yo seguía neciamente convencido de que un cambio de opinión era una concesión y que madurar era, en el fondo, traicionarse.

Así lidiaba con las cosas. Así me salían. Tal como estaba demostrando una vez más, con ese tirabuzón absurdo en el merdo familiar, esa insensata autoflagelación que pretendía imponerle a él y a María Domecq, tal como Carlos Forn salpicó siempre a cuantos lo rodeaban con su frustración por haber vivido de la patética manera en que había vivido. ¿O acaso no me daba cuenta de que lo que estaba buscando realmente, detrás de esa acumulación insaciable de indignidades históricas del almirante, era una explicación, una justificación, al menos un paliativo, que me permitiera sentirme menos avergonzado de un bisabuelo así, de haber nacido donde nací, de haber sido el que en el fondo seguía siendo?

¿No me daba cuenta de que ya tenía frente a las narices la única clave que podía llegar a encontrar sobre el almirante: aquellas remesas mensuales a Japón que se prolongaron a lo largo de los años, y aquellas puntuales visitas a la casa de Monte Grande para ver crecer a Angélica? Todo el resto estaba a la luz: la moral «pública» que había regido su vida visible y la ética privada a la que fue clandestinamente fiel (con Yae y su hijo Noboru primero, con Angélica y los Martínez después) a espaldas de los ojos del mundo.

Y si lo que tanto me abrumaba era la fatalidad genética, para llamarla de alguna manera, ¿por qué no me permitía pensar que en algunos de nosotros pudiera primar la faceta oculta del almirante por encima de la otra, tal como en el resto de la familia ocurría lo contrario? ¿Por qué carajo no terminaba de verme del mismo lado que aquellos que había elegido como los míos: el puto Emilio, la muerta en vida María Domecq, el bastardo Noboru Yokoi?

¿O no era ése el fondo del asunto? Llegar hasta aquel japonés y ofrecerle un retrato completo del almirante. Uno que sacara a la luz no sólo lo que era intragable para el relato mítico familiar sino también lo que era intragable para mí. Uno que explicara (que le explicara a Noboru y me explicara a mí mismo) por qué se me había puesto entre ceja y ceja encontrarlo y por qué estaba ahora desatendiendo esa búsqueda por concentrarme en mi mal karma.

Si el único futuro que yo era capaz de imaginar en compañía de María Domecq era rastreando junto a ella a Noboru (y ahí Emilio no se metía: no juzgaba si esa idea descabellada se debía a mi incapacidad para confiar en los sentimientos o a la eventualidad más que atendible de que María Domecq no durara mucho tiempo más en este mundo), pero si ése era el caso, ¿por qué no me atrevía entonces a poner los cojones en esa quimera, por irracional que fuese, en lugar de seguir enroscándome con el almirante y su incorregible pasado de manera tan enferma?

Y, ya que venía dedicándole tantos desvelos al cuestionamiento del relato mítico familiar, ¿qué tal si también empezaba a cuestionarme un poco esa mimetización idealizada de Carlos Forn, con la que justificaba todas las sandeces de mi propia vida? ¿No podía purgar de una vez la mala sangre de mi organismo? ¿No me había alcanzado ni con un coma pancreático?

Fue tremenda, la andanada.

Ojalá lo hubiera escuchado. Pero tocaba tan centralmente ese punto ciego de mi relación con Emilio, ese lugar en donde yo era una cosa y él otra, tan diferente y extraña a pesar de todo lo que tuviéramos en común, que sólo vi eso en sus palabras: que él no entendía, él no podía entenderme.

Más o menos lo mismo que había sentido él veintipico de años antes, durante aquel agónico interregno entre el momento en que me reveló su homosexualidad y el día en que finalmente se atrevió a decírselo a nuestros padres.

Emilio había conocido a María Domecq. Yo la llevé a la costa una vez. Lo hice por la misma razón que ella me llevó a Monte Grande y me presentó a Angélica: porque necesitamos los dos que alguien más que nosotros fuese testigo de la fuerza centrífuga que nos había juntado, eso que ella y yo sentíamos que emanaba de nosotros, esa incandescencia tóxica que, para Angélica y para Emilio, nos terminaría separando tal como nos había unido.

Después de ese intento, nos aislamos del resto del mundo. Ni ella ni yo hicimos el menor movimiento para frecuentar a nuestros respectivos amigos. Seguimos viviendo en la misma ciudad pero como extranjeros, adentro de una burbuja, con sus propias reglas y ritos y costumbres. El comienzo del amor es siempre excluyente; sus efectos son incompatibles con cualquier otro estímulo.

Yo estaba de licencia, no tenía que pisar el diario en tres meses, y desde que me habían arrebatado el alcohol, el café, el tabaco y toda otra forma de adrenalina nocturna, una pared invisible me separaba de mi vida anterior: con la pancreatitis había pasado al lado de los escorados, los que ya no podían hacer ciertas cosas. Esa pared invisible se me hacía especialmente abrumadora en los lugares que solía frecuentar antes del coma. Junto a María Domecq, en cambio, el síndrome de abstinencia se empequeñecía hasta perderse de vista.

Podía ser otro, con ella.

Podía, por ejemplo, aceptar como acepté el té, las distintas especies de té, para los distintos momentos o estados de ánimo del día; la ceremonia de hervir el agua, decidir cuáles hebras echar en la tetera y dejar reposar antes de servir la primera taza y comprobar cuán feliz había sido la combinación. Hasta que los médicos me quitaron el café, yo consideraba que el té era agua sucia solamente. Pero con ella fui descubriendo que mi organismo ya no era incapaz de detectar la variedad infinitesimal que producían en uno aquellas distintas especies de yuyos tan aparentemente similares. Había algo en aquella levedad, tan opuesta al impacto inmediato y entumecedor de la cafeína, la nicotina, el alcohol, la cocaína.

Igual que nadar. Nada más opuesto a mis furibundas sesiones semanales de squash o fútbol cinco (doblemente valiosas para mí, porque no sólo me permitían correr, transpirar y gritar como un poseso sino que me robaban apenas una hora de mi jornada) que ir a nadar a una pileta cubierta, en un gimnasio cercano al departamento de ella, en los horarios en que había menos gente y uno tenía completamente a su disposición el carril que elegía, y podía ir y venir a su ritmo, abstraerse completamente del entorno (la pileta estaba en el último piso del gimnasio, cubierta con un techo de vidrio), rodeado de ese celeste absoluto, esa fluidez silenciosa que sólo existe debajo del agua, hasta olvidar que estaba nadando, tal como uno se olvida de que está pedaleando cuando anda un rato largo en bicicleta.

Salíamos, también. No había día en que no tuviésemos que ir a la embajada japonesa, o a alguna entidad de la colectividad nipona, o a las distintas dependencias donde se conservaban los archivos de inmigración (porque existía la posibilidad remota de que Noboru Yokoi hubiese decidido, a pesar de no recibir nunca respuesta a su carta, emigrar de todas maneras a la Argentina). Teníamos tiempo, íbamos y veníamos siempre a pie, eligiendo las calles laterales, evitando las avenidas. Ella era capaz de cruzar la ciudad caminando, le hacía bien, decía (en realidad se ahogaba en cualquier tipo de transporte público, como suele pasarles a todos los caminantes empedernidos, pero me concedía un taxi de tanto en tanto).

A eso se le sumaba la rutina hospitalaria de ella y la mía (Emilio dio con alivio un paso al costado y dejó de supervisarme por teléfono desde la costa y yo empecé a acompañar a María Domecq a sus controles tal como ella me acompañaba a los míos). Y, por supuesto, estaban también las horas en su departamento, echados en aquel sofá, o haciendo el amor en la cama, o sentados frente a sus computadoras, peinando en todas direcciones los inabarcables territorios de Internet, tendiendo redes, chequeando en los foros si había habido respuesta, si se había abierto alguna puerta en algún lado. Redactamos juntos un texto, yo lo traduje al inglés y conseguimos que una secretaria de la Asociación Nikkei nos hiciera una versión en japonés y María lo colgó como página web, de tal manera que cualquier persona en el mundo que tecleara el nombre Noboru Yokoi en un buscador desembocara ahí.

En el texto dábamos todas las señas de Noboru que conocíamos (que su madre se llamaba Yae Banno; que él había nacido entre 1904 y 1905 en Nagasaki; que habría trabajado en una academia de lenguas en esa u otra ciudad de Japón; que había servido en el ejército imperial durante la guerra, y que su última residencia conocida era la ciudad de Nagoya a fines de 1950), explicábamos que ese Noboru Yokoi era hijo del almirante argentino Manuel Domecq García (e incluíamos un par de fotos de época del almirante, en su uniforme naval, que bajamos de Internet) y decíamos al final que una descendiente del almirante llamada María Domecq[42] quería encontrarlo, establecer contacto con él, en lo posible reunirse cara a cara. Al pie de esa página web dejamos una dirección de hotmail, una casilla que María Domecq abrió especialmente con su nombre (y cuya contraseña era el mío), para que hubiera dónde localizarnos.

Incluso empezamos a hacer una lista de cosas que vender (ella parte de su equipo informático y unas pavadas de oro que tenía; yo un par de cuadros de pintores amigos y mi considerable colección de discos de vinilo), para pagarnos los pasajes y la estadía de los dos en el Japón, en cuanto obtuviésemos la primera pista cierta de Noboru Yokoi.

No sé cómo hubiera sido una vida, una década, siquiera un año juntos. Ni siquiera sé si ella era realmente como fue mientras estuvo conmigo. Sólo estuve a su lado dos meses, hace siete años. Si pusiera uno detrás de otro todos los recuerdos que tengo de ella no llegaría a reunir un día completo. Pero en esa fragmentaria jornada de mi imaginación, todo aquello que nos separaba nos hace complementarios. Ella me veía básicamente sano y entero (a pesar de mi debilidad, a pesar de lo que yo pensara de mí), tal como yo creía (contra toda evidencia) que su manera de lidiar con la adversidad la hacía invulnerable. Y como ella llevaba tanto más tiempo que yo dándole batalla al enemigo interior, me plegué a su estrategia, creí que la persona que podía ser a su lado la hacía también a ella mejor. Ella y su enfermedad eran una sola cosa, un afrodisíaco y un antídoto perfecto para mí y la mía.

Así fueron las cosas, aun cuando en determinado momento yo empezara a sentir que habíamos llegado a un punto muerto en relación con Noboru, que todo lo que llevábamos hecho hasta entonces daba básicamente cero, que su fantasma no cumplía con su parte del trato y nos mandaba a dormir cada noche con menos y menos tareas pendientes para el otro día. Cuando sentí que era necesario hacer algo más, algo que me diera al menos una ilusión de eficacia, sólo atiné a hacer aquello que más había hecho a lo largo de mi vida: me puse a leer un libro detrás de otro.

Al principio combiné los textos sobre Japón y Puccini con los de historia argentina en los cuales buscaba referencias del almirante, pero la balanza se fue desequilibrando enseguida. Leía en el departamento de ella, me llevaba un libro cuando salíamos en nuestra ronda cotidiana por dependencias oficiales y privadas, leía hasta en la sala de espera de los médicos de ella y de los míos.

Poco a poco, imperceptiblemente, fuimos dejando de hacer las cosas a la par: yo la seguía, en el rastreo cotidiano de Noboru Yokoi, pero ya meramente como acompañante, tal como ella escuchaba de mi boca todo aquello que me pareciera digno de mención del libro que tenía en ese momento en la mano, pero el que se sumergía en los libros, y en la transcripción posterior de lo que iba encontrando, era yo.

Así se habían dividido imperceptiblemente nuestras responsabilidades: ella iba a llevarnos hasta Noboru, y yo, el día en que por fin lo tuviera enfrente, iba a ofrecerle un relato fidedigno de quién había sido su padre, ese hombre que a él y a mí nos habían enseñado a venerar desde la infancia, y que ninguno de los dos había llegado a conocer.

Dos personas están juntas, sienten cómo calzan uno con el otro, y de pronto se produce un mínimo movimiento entre los dos que altera el molde que conforman. La primera reacción es recuperar instantáneamente ese calce perfecto, caer en él de nuevo, nada más fácil, no puede hacer falta más que una pequeña corrección. Sin embargo, con cada movimiento que hacemos se vuelve más evidente el desfasaje. El desajuste sigue siendo mínimo, pero ya no hay retorno. Porque el calce ya no está ahí, sencillamente. No hay manera de volver a caer en él, porque ya no existe.

Uno simplemente cae.

Y no hay nada abajo.

No hay nadie al lado.

No hay otra cosa que seguir cayendo.

Estábamos en el hospital donde María Domecq se hacía dos veces al año su horroroso tratamiento en las articulaciones. Tenía que internarse dos días, durante los cuales cada cuatro horas entraban un médico y dos enfermeras en su habitación y le aplicaban una batería de inyecciones en las articulaciones de determinado sector de su cuerpo. La aplicación duraba aproximadamente veinte minutos y le daban tres horas y media de respiro hasta la siguiente. En ese lapso debía mantenerse en una posición fija en la cama, apuntalada por almohadas, tal como la habían acomodado las enfermeras, para que los densos fluidos que le había inyectado el médico llegaran hasta donde debían llegar produciendo el menor padecimiento posible en la paciente.

Yo salía de la habitación durante las aplicaciones y volvía a ocupar la silla junto a su cama durante las tres horas siguientes, sosteniendo su mano, pasándole un trapo húmedo por la frente, dándole de beber un poco de agua o jugo de un vaso con pajita cuando ella me lo pedía, distrayéndola con conversación, que más bien era un monólogo en voz baja y monocorde, para ayudarla a dormitar un poco o al menos a evadirse por un rato de aquella cama de hospital. Yo mismo prestaba menos atención a mis propias palabras que al efecto que producía esa cantinela en ella. Ya estábamos en la segunda jornada, faltaba sólo la última de las aplicaciones y el período final de reposo cuando María Domecq abrió los ojos y dijo, con media cara hundida en la almohada y la mitad visible de su boca caída feamente hacia abajo:

—Prefiero que te vayas. Dejame sola.

Y no parpadeó hasta que me vio levantar de la silla. Y en el modo en que se dejó ir cuando me vio alejarme de su cama (aunque ese dejarse ir consistiera únicamente en cerrar el ojo que me ofrecía), supe que la había perdido, aunque nos quedara pendiente todavía pasar por toda la ceremonia del adiós. Volví al hospital unas horas después a escuchar lo que ya sabía: que se había ido sola, por las suyas, en un taxi. Esperé en mi departamento su llamado y cuando llamó, al mediodía siguiente, fui obedientemente para allá.

No me sorprendió ver que ya hubiese juntado todas mis cosas, en una caja que me esperaba al lado de la puerta. Le dije que entendía todo, entendía incluso que no hubiese vuelta atrás y que las palabras no sirvieran de nada, pero que igual necesitaba oír de su boca por qué no podíamos seguir juntos.

—Prometeme que vas a seguir buscando a Noboru —dijo ella, cuando ya no quedaba más que decir.

—Te prometo avisar cuando lo encuentre —le contesté.

Lo único que me hizo posible esa última mentira, el mínimo aplomo que logré mantener mientras estuvimos frente a frente, fue la manera en que ella había logrado borrar de su persona todo rastro de la que el día anterior, desde su cama del hospital, batallando con todo su ser contra la abrumadora adversidad de su enfermedad, me dijo con los ojos que efectivamente la estaba enloqueciendo con mis peroratas sobre el almirante y mi necedad en general, pero eso no era grave. Incluso podía sobrellevar ver el padecimiento que me producía a mí contemplarla sufrir en aquella cama. Pero lo que le resultaba inmanejable, lo que hacía imposible que yo siguiera a su lado era esa alarma muda y viscosa que me salía por todos los poros: la desesperación de que se me muriera en brazos.

Ella podía lidiar perfectamente con mi miedo a morirme, a no haberme muerto sólo por casualidad (me había manifestado de mil maneras que le parecía ilusorio, novelesco, o un mero acto reflejo posterior a mi internación). Pero con lo que no podía de ninguna manera era con mi pavor a que fuera ella la que muriese.

Postrada en aquella cama de hospital, ella había visto su debilidad en mis ojos, durante horas, tal como yo había descubierto con terror que, en los momentos decisivos, toda la energía y vitalidad que ella tenía las necesitaba enteras para sí misma. Y ni siquiera así le alcanzaría, en algún momento.

Yo no tenía el menor derecho a cargarla con eso.

Pero tampoco podía dejar de sentirlo. Y tarde o temprano volvería a demostrárselo.

A pesar de los esfuerzos que hiciese por disimularlo, y aunque siguiera reverenciando y alimentándome a manos llenas de su entereza y su vitalidad, había ahora algo en mí que para ella era anatema. Algo que sencillamente no podía tener cerca.