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Mariposa negra

Éramos ocho sillas en círculo contando al supervisor, en esa sala perdida del subsuelo que el hospital había habilitado para los grupos de SPT, o Síndrome Post Traumático. En algún momento del último mes, cada uno de nosotros había sido ingresado en ambulancia a ese hospital, en coma o camino al coma. Los médicos habían hecho lo suyo: nos habían traído de vuelta, más o menos enteros. Técnicamente hablando, ya no éramos su problema: había casos más graves o más urgentes llegando todos los días al hospital.

Pero para demostrar que la institución no era del todo inhumana, junto con el alta y la batería de chequeos que confirmarían nuestra evolución, el hospital ofrecía uno de sus subsuelos para los grupos de SPT. En aquel rincón de las entrañas hospitalarias podríamos lidiar con el estupor, el pánico retrospectivo, la conmoción en casi todos los confines del organismo, que nos había dejado el coma a cada uno de nosotros.

Éramos todos sobrevivientes. Pero éramos todos lisiados también: nos sentíamos de manteca. Podíamos disimularlo, y a veces hasta olvidarlo por un buen rato, si nos aventurábamos a la calle fuera de las horas pico, si nuestros seres queridos no nos rompían mucho la paciencia con sus cuidados o miradas de preocupación, si funcionaba por la noche la pastillita para dormir y de día, en esas horas muertas de reposo obligado, conseguíamos no preguntarnos cuándo volvería nuestro organismo a parecerse a lo que había sido hasta la internación, en qué momento volveríamos a funcionar como antes, como siempre.

Si nos guiábamos por los médicos, el tiempo iría pasando, los días de reposo harían lo suyo en nuestra vapuleada humanidad y siempre estaban aquellas reuniones de SPT si, en lugar de disfrutar aquel descanso, necesitábamos un poco de apoyo logístico hasta que llegara el momento de volver al yugo laboral.

Uno de los médicos, una eminencia que le dedicó más o menos ocho minutos a mi caso antes de seguir su recorrida, había dictaminado que mi pancreatitis, a diferencia del 95 por ciento de los casos habituales, no había sido causada por piedras en la vesícula ni por alcoholismo o drogadependencia. También para la ciencia médica yo había resultado ser un moderado. O no tanto: ante la falta de daño visible en mi vesícula, aquella eminencia terminó dictaminando que mi colapso se debía al stress. Y que todo se reducía, de ahí en adelante, a evitar por supuesto el alcohol y el café y la comida chatarra y los picantes y el tabaco y las drogas recreativas, pero especialmente a cambiar de hábitos. A aprender a parar antes de estar cansado: no cuando sentía el cansancio sino antes.

¿Pero cuánto antes, exactamente? ¿Y cómo se medía eso? En mi oficio, las cosas recién empezaban a funcionar cuando uno conseguía olvidarse de sí mismo: cuando uno conseguía entrar, fuera leyendo o escribiendo. ¿Y cómo carajo iba a poder entrar, si tenía que estar listo para salir en todo momento? Para no mencionar el contexto en el que tenía que poner en práctica tal consejo: ese mundo en el que todos llevábamos tanto tiempo dándole ciegamente para adelante, que la mera noción de cansancio había desaparecido de nuestro sistema de coordenadas. Como bien lo demostraba aquella ojerosa eminencia que, para darme el alta, me había ordenado abandonar de cuajo todo lo que daba sentido a mi vida, antes de dirigirse al enfermo siguiente de su recorrida, con la misma ciega y mecánica urgencia con la que yo acometía mis rutinas cotidianas hasta que desemboqué en el hospital.

Lo único que yo creía era que no podía creerle nada a nadie, empezando por mí mismo. Porque, de golpe, después de aquella estancia en el hospital, todo lo que me decían me parecía aceptable. Llevaba cuarenta y cinco, cincuenta minutos en aquella segunda reunión de SPT y todo, absolutamente todo lo que había escuchado hasta ese momento me parecía cierto: la sensación de que lo peor había pasado y que lo importante era recuperarse, pero también su opuesto, que el coma era una señal y que sería muy pero muy estúpido no prestarle atención. Yo sentía la misma mezcla de ira y gratitud que sentían todos los demás hacia esos médicos que nos habían salvado y después se habían desentendido olímpicamente de nosotros. Yo lidiaba tal como los demás con el fastidio y el simultáneo afán de tranquilizar a quienes se preocupaban por mi estado. Yo tenía una certeza idéntica a la que tenían todos ellos de venir forzando la máquina hacía un tiempo largo y el mismo estupor ante la evidencia de que mi propio cuerpo me hubiera jugado tan mala pasada. Y, como todos los demás, yo también prefería, incluso a regañadientes, la extrañeza que producía hablar de algo tan íntimo entre desconocidos al ensordecedor ruido blanco de lidiar a solas con eso.

Entonces María Domecq me interceptó a la salida (había estado parada al fondo, escuchando gran parte de lo que se había dicho en aquella reunión) y me preguntó si tenía quince minutos para hablar con ella. Y antes de terminar de sentarnos en una de las mesas contra la ventana del bar de enfrente del hospital, me dijo a quemarropa:

—No es que te identifiques con todo lo que oíste decir a los demás allá: es que tenés tanto miedo que no te animás a descartar ninguna opción.

Hay algo peor que nos digan cobarde: que tengan razón.

María Domecq había detectado con tal facilidad lo que me estaba devorando por dentro porque ella intimaba hacía mucho más tiempo que yo con eso: el solo hecho de vivir implicaba para ella un nivel de familiaridad con el miedo que a mí me era sencillamente inconcebible.

En aquel bar supe por qué. María Domecq se había desayunado a los veintiocho años de que la sorprendente cantidad y variedad de enfermedades que venía sufriendo desde su infancia eran en realidad una sola: una maldición llamada lupus.

Hasta entonces, los médicos le habían tratado por separado todas esas flaquezas de su sistema inmunológico. A fin de cuentas, ¿qué podían tener que ver varios moretones sin causa con una inflamación en los riñones, una gastritis con la súbita caída del pelo, una apnea con sucesivas anemias, las depresiones cíclicas con ciertas heridas pequeñas en el cuero cabelludo que demoraban en cicatrizar, especialmente si todas esas dolencias aparecían en momentos distintos, con períodos considerables de normalidad en el medio?

Por esas heridas inexplicables en el cuero cabelludo, María Domecq aceptó hacerse una biopsia, cuando tenía veintiocho años. La biopsia obligó a una batería completa de análisis. Y el diagnóstico final (lupus sistémico) explicó retroactivamente cada uno de aquellos síntomas. Hasta las periódicas angustias y depresiones (en realidad, pleuritis y astenia) eran efectos del lupus.

Una vez diagnosticado el mal, era más posible lidiar con él, vía antimaláricos y cortisona. Una cantidad bastante impresionante de prednisona e hidrocloroquina, que desde entonces acompañaban a María Domecq adonde fuera, y que producían a su vez ciertos efectos secundarios que ella prefería ahorrarme. Había también que hacerse chequeos continuos y, una o dos veces por año, un tratamiento de inyecciones en las articulaciones, una por articulación, en la impensable cantidad de articulaciones que tenemos en el cuerpo, dijo ella, como si cada uno de los rincones de su cuerpo perforado por esas agujas le estuviesen recordando en ese momento el caudal acumulado de dolor que implicaban aquellas aplicaciones, pero después de una mínima pausa prefirió dejarlo ahí.

Su vida, me dijo, no era fácil. Pero se la podía vivir, y en más de un sentido había terminado siendo mejor que la anterior. Aunque en esos diez años hubiera perdido un riñón, después parte del útero, más tarde se le hubieran secado los conductos lagrimales («Sí, no puedo llorar; hace ya dos años de eso, al final te acostumbrás») y en cualquier momento pudiera sobrevenirle una anemia, una septicemia, un aneurisma o un episodio cardíaco, al menos ahora ella sabía en qué clase de batalla estaba metida, con quién se enfrentaba allá adentro: esa mariposa negra llamada lupus (bautizada textualmente así en la jerga médica, mariposa negra, porque cada aleteo podía lastimar en el rincón más inesperado del organismo que lo albergaba). Así vivía María Domecq, así llevaba viviendo diez años, la tarde en que me contó su historia.

—Cuando sos una persona racional, y estás en una posición como la mía, entrás en un terreno difícil de definir: no podés depositar mucha esperanza en nada pero, por la misma razón, tampoco podés descartar nada. En realidad, empezás a funcionar un poco como el lupus: vos también golpeás de tanto en tanto en lugares inesperados.

Se tomó bastante más tiempo para explicármelo. La idea básica que quería que yo entendiera era que, por vivir así, su sistema de reacción ante eso que llamamos casualidades era muy diferente del nuestro. Ella necesitaba de esas casualidades en su batalla con el lupus. Es más: si seguía viva era gracias a esas casualidades. Según los parámetros médicos, ella era una incongruencia en movimiento: tenía que morirse, tenía que estar muerta hacía tiempo. No había remisión posible para su mal; no había ningún tratamiento al cual reaccionase en forma especialmente favorable, no había ninguna investigación en curso que prometiera una esperanza en el mediano o largo plazo. Para su caso —es decir, para su vida—, sólo quedaban las casualidades. Así como no podía permitirse depositar su confianza en ninguna posibilidad, tampoco podía negarse ninguna. Y cuando no se puede descartar nada, algo hay cada tanto que termina ofreciendo más de lo que prometía, en el momento más inesperado.

—Si yo te digo ahora que leí ese artículo tuyo sobre Butterfly. Si te digo que fui al diario a verte precisamente por eso. Y que en el diario me dijeron que estabas internado. Y cuando llegué al hospital me dijeron que ya te habían dado el alta, pero si volvía a la tarde quizá podía encontrarte en el grupo de SPT del segundo subsuelo… Si yo ahora te digo que tenés que encontrar a ese hijo japonés del almirante tal como me encontraste a mí, vos vas a pensar que estas casualidades no se dan en la vida, ¿o no?

Tardé en acomodar las piezas en mi cabeza, principalmente porque hasta ese momento yo no sabía ni su nombre. Creía que era una integrante más del grupo, que había estado en coma como todos nosotros, sólo que en su caso, tal como me había hecho saber en aquel bar, el coma era sólo una tribulación más en la larga y desgraciada serie de eventualidades con las que lidiaba desde mucho antes que todos nosotros. Pero qué tenía ver todo eso con aquel japonés y el almirante…

—Me llamo María Domecq —dijo ella entonces—. Tendría que haber empezado por ahí. Y así hubiera empezado, si te encontraba en el diario. Pero después de las cosas que te oí decir, a vos y a los demás, allá adentro…

Cómo que te llamás Domecq.

—Sí, claro. Ésa era la idea, así debía empezar esta conversación —dijo ella, pasando por alto mi súbita hostilidad—. Vos decías en tu artículo que tu abuela fue la única hija del almirante que sobrevivió a la infancia. No es del todo cierto; había otra. Inés, se llamaba. Vivió hasta casi los cuarenta, con el almirante y tu abuela, hasta donde sé. Pero era retrasada.

Esa última palabra estalló como un fogonazo en mi cabeza y disolvió mi suspicacia. En el curso de un minuto, esa mujer había conseguido que pasara de escucharla con el corazón en la mano a ponerme instintivamente en guardia, y casi enseguida me tuvo de vuelta pendiente de sus palabras. Porque era cierto: había, en nuestra familia, una loca en el altillo. Era algo que no se ocultaba exactamente pero tampoco se mencionaba. Mi hermano Emilio y yo nos habíamos enterado un poco por azar, un verano que pasamos con Akita y Carlos en La Cumbre. Mi madre estaba embarazada y tenía fecha para principios de enero, así que cuando terminaron las clases nos habían fletado con nuestros abuelos, hasta que mi padre y mi madre llegaran con la bebé, cuando el médico les permitiera viajar. Pero un par de días antes de Navidad, Akita nos sentó en su cama a mi hermano y a mí, y nos dijo que nuestros padres pasarían Nochebuena con nosotros, pero vendrían ellos dos solos porque Lucía (así iba a llamarse nuestra hermanita) se había ido al cielo.

Básicamente, nos explicó que la bebé había nacido con problemas y que no había sobrevivido, y que quizás eso fuera mejor; a ella le había pasado cuando era chica: dos de sus hermanos habían muerto así, y una tercera, nos contó, había nacido con problemas pero sobrevivió. Y su vida había sido muy triste, porque no podía hacer casi ninguna de las cosas que hacía la gente normal.

A tal punto nos quedaron grabadas esas palabras que, cuando llegaron mis padres, les preguntamos si Lucia había nacido como esa hermana de Akita, y por qué entonces se había muerto si la hermana de Akita había podido vivir. Cosa que causó una discusión considerable entre mi padre y mi abuela horas antes de sentarnos a la mesa en Nochebuena, discusión que nosotros oímos a escondidas y en la cual él le preguntó a Akita qué necesidad había de contar esas cosas a los chicos y mi abuela le contestó que no tenía por qué ocultar que había tenido una hermana así. Para ella eso no era una vergüenza y, si para mi padre sí lo era, lo lamentaba con todo su corazón. Sin embargo, aunque mi hermano y yo le pedimos varias veces a Akita en las semanas siguientes que nos contara cosas de esa hermana, nunca más nos habló de ella.

—¿Te sentís bien? Estás medio pálido.

—Es cierto; había otra hermana. Seguí contando, por favor.

—¿Preferís dejarlo para otro momento? No tenés buena cara.

Seguí, por favor.

—Mi madre es hija de Inés —dijo María Domecq—. Pero la crió una familia de Monte Grande, de la que vos seguramente no sabés nada.

La historia era de novela gótica. Un buen día se descubre con espanto en la residencia del almirante que la retrasada muestra signos inequívocos de embarazo. Revuelo absoluto en la casa, drásticas represalias al personal doméstico, pero no hay tiempo que perder: el almirante decide dar la criatura en adopción, con las mismas monjas del convento adonde ha llevado a Inés desde el momento en que se descubrió el embarazo. Sin embargo, cuando la beba nace y se ve que es normal, cuando el almirante tiene la criatura en brazos y comprueba que es un bebé sano y hermoso, se le parte el corazón: no se siente capaz de desligarse de ella.

Poco antes, el almirante había ayudado a instalarse por su cuenta a un matrimonio que trabajó veinte años para él: los Martínez, Elba y Rubén. Él era su chofer y ella ayudaba a cuidar a Inés, hasta que se compraron un terrenito en Monte Grande para poner un taller mecánico, con vivienda atrás. El almirante les había dado su bendición (léase apoyo económico, reconocimiento por los servicios prestados). El almirante sabía que los Martínez se morían por tener hijos pero no podían. Sabía también qué clase de personas eran, y adivinó cómo reaccionarían cuando les planteara la situación. Porque su decisión fue entregarles la bebé. Darle su apellido pero confiársela a los Martínez, y asistir a distancia a su crianza. Los Martínez aceptaron no sólo por gratitud, sino porque adoraban a Inés y porque entendían la inmanejable situación en que estaba el almirante, que ya había tenido más que suficiente con el escándalo del embarazo.

—¿Y tu madre? ¿Está viva?

—Angélica, se llama. Sí, es profesora de música. Está jubilada pero sigue teniendo alumnos.

—¿Y los Martínez?

—Murieron los dos, hace mucho. Pero podés conocer la casa. El taller se vendió pero la casa no; mi madre vive ahí, todavía.

—¿Y el almirante iba a verla?

—Un par de veces al año. Se quedaba toda la tarde cuando iba. Mi madre supo después que fue él quien pagó su educación: el conservatorio, las clases particulares… les pasaba plata a los Martínez para que nunca faltara nada. Me impresionó muchísimo cuando leí tu nota que le dijeras el almirante, porque así lo nombraban ellos siempre, en casa.

—¿Y él nunca la llevó a que conociera a Inés?

—Tengo entendido que Inés murió cuando mi madre era chica. Pero no, no la llevó nunca a ningún lado, hasta donde yo sé. Sólo iba a visitarla a Monte Grande, dos o tres veces al año.

Estuvimos unos minutos en silencio mientras yo digería toda esa información. Quedaba algo sin explicar, dijo entonces María Domecq: por qué llevaba el apellido del almirante ella también.

Sí, quedaba eso, dije yo.

Ella entonces abrió su bolso y puso sobre la mesa del bar una partida de nacimiento. Era la suya. En el nombre de la madre decía Angélica Domecq García. En el del padre, el casillero sólo mostraba una raya horizontal.

—Después del conservatorio, mi madre entró como segundo violín en la Orquesta Municipal de La Plata. En los huecos que le dejaban los ensayos y los conciertos, hacía suplencias en el conservatorio, hasta que quedó embarazada de uno de los miembros de la orquesta. Él estaba casado, tenía familia, trató de hacerle ver que lo mejor, para todos, era interrumpir ese embarazo. Pero mi madre no quiso saber nada. Les contó todo a los Martínez, les dijo que ya tenía decidido dejar la orquesta y dedicarse a enseñar. No lo hacía sólo por el embarazo; llevaba ya un buen tiempo sabiendo que lo que más le gustaba del mundo de la música era el conservatorio, y no tenía sentido seguir posponiendo esa decisión. Si se iba de la orquesta podía conseguir la titularidad en el conservatorio, cosa que efectivamente ocurrió, y a su edad era sencillamente lo que correspondía: ya no era una chiquilina, quería tener ese bebé, y esperaba de todo corazón que ellos la apoyaran y me dieran a mí todo el afecto que le habían dado a ella. Porque no era una desgracia lo que había pasado; era, a pesar de todo, una alegría. El almirante ya había muerto para entonces, los Martínez no tenían que rendir cuentas a nadie de la decisión de mi madre, y para ellos era más que una hija. No sé exactamente cómo explicarlo, no sé hasta qué punto influyó que desde el vamos no le ocultaran a mi madre nada de su origen, que el vínculo entre ellos se basara tan francamente en eso desde el principio. Y, por supuesto, después estuvo el hecho de que yo necesitara tantos cuidados desde chica. Fue como si los tres entendieran con toda naturalidad, desde el momento en que mi madre les dio la noticia, que ésa era la clase de familia que íbamos a ser. O quizá lo entendieran desde antes: desde el momento en que el almirante se les apareció con mi madre recién nacida en brazos. En cierto sentido, a causa de aquella decisión de él, y sus visitas posteriores, fue como si mi madre hubiera participado de su propia crianza a la par de los Martínez. Y en ese momento les pedía a ellos que participaran en la mía de la misma manera. Lo que te quiero decir es que…

Hizo una pausa, se quedó mirando la taza vacía sobre la mesa y, cuando volvió a enfocar sus ojos en los míos, yo tuve que reprimir el gesto instintivo de apartarle de la frente las puntas del flequillo que rozaban sus pestañas y la hacían parpadear sin darse cuenta.

Eso era todo, entendí de golpe que ella iba a decir, cuando la oí suspirar y quedarse sin palabras. Lo que pasaba en la vida real, cuando uno tenía frente a sí una de aquellas casualidades que se pasaba la vida anhelando era esto mismo que nos estaba pasando ahora a los dos: que ninguno supiera qué hacer con eso.

María Domecq dijo entonces, sin especial convicción:

—El almirante le contó a mi madre unas cuantas cosas de su época en Japón. Quizá quieras hablar con ella. —Y, ante mi falta de respuesta, agregó—: Bueno, te dejo en paz. Acá te anoto mi número de teléfono, por si en algún momento considerás útil hablar con mi madre.

Y deslizó el papel con el número de teléfono bajo mi mano, después de decir estas últimas palabras, porque yo estaba con la mirada perdida en la ventana, contemplando sin ver la mole grisácea del hospital allá enfrente, imaginando cómo hubiera sido aquel diálogo si ella me encontraba en el diario: el minuto y medio que le hubiera concedido, de parados los dos en la recepción del diario, el modo en que la hubiera escuchado a medias y con mal disimulada impaciencia mientras seguía teniendo en la cabeza lo que había dejado sin terminar adentro.

De manera que lo que ella dijo a continuación y el contacto de su mano con la mía ocurrieron casi al mismo tiempo. Y yo sentí de golpe una corriente de calor que me llegó hasta el pecho y me hizo cerrar los ojos para no derrumbarme:

—Lo que te quería decir es que lo vas a encontrar. No te rindas, porque lo vas a encontrar —había dicho María Domecq, con su mano en la mía.

Para todos los que estábamos en el grupo de SPT, el coma había sido breve. Y bastante más difícil de sobrellevar para quienes estaban a nuestro lado que para nosotros mismos. Lo peor vino después, y en aquellas reuniones cada uno de nosotros supo que también había sido así para el resto.

Lo peor había sido la primera noche sin suero ni sedantes; la primera noche ya sabiendo, aunque fuera brumosamente, lo que nos había pasado. La manera en que uno terminaba de entender que había estado en coma. Porque eso eran las pesadillas, o La Pesadilla, dijo en aquella reunión el supervisor mirándonos uno por uno, y algunos no pudieron sostenerle la mirada, y otros asintieron como autómatas, porque todos sabíamos perfectamente de qué estaba hablando. Sólo que hasta entonces no sabíamos que los demás también habían tenido La Pesadilla.

Eso era lo impresionante de oír cada versión. Eran todas diferentes pero todas eran variaciones en torno de una misma cosa, siempre inexorable, tan inexorable que a todos nos provocaba lo mismo: cuando uno creía por fin despertar, seguía adentro. Ésa era la característica definitoria de La Pesadilla, dijo el supervisor. Y no lo decía figuradamente, no era ninguna metáfora, cada uno de nosotros lo sabía bien. Mi hermano Emilio me había contado que lo despertaron mis gritos aquella noche en el hospital, la primera noche después de que me desentubaran. Dijo que me abracé con desesperación a él en cuanto se acercó a la cama, que le hablé minutos enteros de lo que estaba soñando, pero al mismo tiempo era como si siguiera adentro del sueño, moqueando contra su pecho, manoteando en el vacío las palabras que me ayudaran a salir. Era pavoroso, según Emilio, que no pareciera servirme de nada ese abrazo, su presencia a mi lado, que nada sirviera de nada hasta que el sueño decidió soltarme y perderse en el fondo de mi cabeza.

La Pesadilla, dijo entonces el supervisor, era algo así como el impuesto por recobrar la conciencia. Había una explicación técnica, para el que le interesara: era necesario suprimir los sedantes para acompañar la evolución del paciente, para no entorpecer el retorno de los signos vitales. De manera que no había forma de evitar La Pesadilla, porque era un signo de mejoría. Lo importante, para los médicos, era primero revivirnos y después comprobar qué secuelas nos habían quedado. Y para hacerlo debían suprimir los sedantes. Ese pequeño efecto psíquico causado por la abstinencia era soslayable, para ellos. Las señales que más les preocupaban de nuestro estado, a esa altura de la internación, eran otras.

Una vez que esas secuelas preocupantes quedaban descartadas, una vez que recibíamos el alta, llegaba el momento de lidiar con La Pesadilla. Para eso existían los grupos de SPT: para abarajarnos, cuando la medicina se desentendía de nosotros, y empezaba el trabajo de sacar algo en claro. Era obvio que ninguno de nosotros había sabido escuchar las señales que le mandaba el cuerpo, antes del coma. Pues bien, dijo el supervisor, La Pesadilla era una de esas señales que teníamos que aprender a interpretar. Nuestra tarea, en aquel grupo, era dedicarnos pacientemente a desovillarla y proyectarla contra todas aquellas otras señales que no habíamos sabido o querido registrar en su momento.

Pero yo era incapaz de recordar una sola imagen de lo que había soñado aquella noche, eso que tanto había aterrorizado al pobre santo de Emilio, que había hecho cuatrocientos kilómetros desde la costa para instalarse junto a mi cama de hospital en cuanto supo de mi internación. Por más esfuerzos que hubiese hecho desde entonces, La Pesadilla seguía siendo un misterio absoluto para mí. En cambio, la mano de María Domecq sobre mi mano, en aquel bar frente al hospital, era una certeza: la primera sensación totalmente bienvenida por mi propio cuerpo, no sólo desde que me había despertado del coma en el hospital sino desde mucho antes.

Aunque todos mis huesos estuvieran pidiendo a gritos una cama, que el mundo me diera un respiro y siguiera un rato su curso sin mí, lo que sentí en ese momento fue que podía quedarme a vivir en ese bar, a cambio de que durara esa sensación. Porque María Domecq no sólo entendía lo que me pasaba: llevaba décadas con la muerte respirándole en la nuca, cada hora de su vida. Y, sin embargo, bastaba escucharla, bastaba simplemente estar un instante frente a ella para sentir que estaba viva de una manera que yo, al menos, nunca había visto.

Era como si estuviese enferma de vida.

Y me contagiara.

—Estás blanco como un papel —dijo de pronto ella—. Voy a llamarte un taxi.

—Esperá —dije, y apreté su mano para que no me soltara, para comprobar que existía, para absorber unas gotas más de su vitalidad antes de levantarme y salir a la calle—. Vamos juntos en el taxi. Te llevo adonde vayas.

Esa noche, en su departamento, cuando la tuve en mis brazos por primera vez, ella me dijo al oído, con los dientes apretados y todo su cuerpo en tensión: «No te enamores de mi desgracia. ¿Entendés lo que te digo?».

Qué iba a contestarle: ¿que no era su desgracia, sino aquello en lo que se había convertido a causa de esa desgracia, lo que me atraía así de ella? En su Diario argentino, Gombrowicz escribe, después de leer un libro de Simone Weil: «Contemplo a esta mujer con estupor, y me digo: ¿de qué manera, por qué magia, logró tal ajuste interior que le permitiera enfrentarse con lo que a mí me destroza? Y me encuentro con ella en una casa vacía, por así decirlo, en un momento en que tan difícil me es huir de mí mismo».

Sé que si María Domecq me hubiese encontrado no en el hospital sino en cualquier otra parte, en cualquier otro momento, yo no le habría dado el tiempo que le di para contarme su enfermedad. Y dudo mucho de que ella se decidiera a contármela, a confesarse así, si el que tenía enfrente hubiese sido el que yo era antes de que me internaran.

Quiero decir, hasta el momento en que ella me dirigió la palabra yo no la había registrado siquiera. Podría alegar que, en mi estado de entonces, no estaba precisamente para andar mirando minas. Pero no sería cierto: incluso en el hospital había sentido esa reverberación tan familiar en cuanto se acercaba a mi cama una enfermera mínimamente atractiva. María Domecq era otra clase de mujer: fuese por su enfermedad o por las consecuencias psíquicas de su enfermedad, había conseguido silenciar por completo ese ronroneo casi imperceptible que produce la belleza en las mujeres que se saben atrayentes.

No hay mujer que no tenga conciencia de su belleza, pero hay algunas pocas, poquísimas, que eligen no ofrecer esa información al público; la conservan para una segunda instancia de intimidad. Son mágicas, desde el momento en que dejan de ser invisibles. Hasta entonces parecen hechas para no llamarnos la atención, para que las sorteemos invisiblemente en nuestro camino. Y, de golpe, no podemos parar de mirarlas, no queremos otra cosa que tocarlas, sólo nos importa mantenernos a su lado el tiempo que nos sea posible.

Había algo entre ella y la vida que era hipnótico. Como esos cantos rodados que el mar deposita en la playa, esas pequeñas piedras sometidas durante quién sabe cuánto tiempo a la abrasión marina, hasta que su forma, su textura, su color (es decir, la suma de su hermosura) es efecto de ese desgaste, así era María Domecq para mí. Esa sensación producía tenerla en brazos: todo lo hermoso en ella había sido tallado por la enfermedad, por su resistencia a esa enfermedad. Y cada día iba a ser más hermosa, cada día, hasta el último, iba a estar más viva.

A su lado, se podía estar vivo como ella. A su lado, el desgaste de la vida no roía: pulía. A su lado, no había lugar para el miedo.

Su departamento era alquilado, quedaba a un par de cuadras de la boca de subte de Medalla Milagrosa, en uno de esos edificios bajos de varios cuerpos, de ladrillo marrón oscuro y persianas blancas, rodeados de jardín y caminitos de piedra entre los árboles, que en un mundo mejor deberían haberse multiplicado por todo Buenos Aires, en lugar de la indecencia edilicia que había sobrevenido desde los años 60. Entrar en su perímetro ya era salir de la ciudad. Las ventanas del tercer piso donde vivía María Domecq daban a las copas de los árboles y los primeros edificios altos estaban a más de una cuadra de distancia, en un segundo plano empequeñecido por el primer plano de lo vegetal. Entre una y otra ventana había una larga mesada contra la pared, ocupada por un caótico arsenal de computación, y una silla de oficina con ruedas para desplazarse de un extremo al otro de aquel arsenal. Contra la pared de enfrente, había un sofá con los resortes bastante vencidos, franqueado por dos baúles puestos como mesas de arrime, con la mitad de su superficie útil cubierta de velas de todos los tamaños, en distintas etapas de consumición.

En ese sofá me dejé caer al llegar, mientras María Domecq ponía música a un volumen casi inaudible en sus computadoras, preparaba té en la cocina, encendía una por una las velas sobre esos baúles y traía en una bandeja dos jarros y una tetera enorme cubierta con una funda de crochet. En los dos meses siguientes íbamos a repetir hasta el cansancio aquella ceremonia de escucharnos uno al otro echados en aquel sofá con los cuerpos enfrentados, ella reposando la sien contra mis rodillas, yo acariciando sus pies contra mi pecho, mientras los protectores de pantalla de sus computadoras armaban laboriosamente y desvanecían en un silencioso estallido el mismo arabesco una y otra vez, y la mínima música y la luz de las velas y el humo de nuestras tazas hacían y deshacían sus propios arabescos en la penumbra en que se alcanzaba a ver, al fondo, detrás de las ventanas, el óvalo de las copas de los árboles y el cielo de la tarde, de la noche o de la mañana.

Uno notaba, casi palpaba las horas que pasaba ella ahí adentro. No sólo frente a sus máquinas, o en aquel sofá, sino también en el resto del departamento: en la cocina, con sus plantas y su luz; en el viejo baño, igual de luminoso y anacrónicamente amplio; en el dormitorio del fondo, cuyas únicas piezas de mobiliario eran la ventana y, debajo, esa masa amorfa y raramente armónica que conformaban las alfombras, el colchón, las mantas, las almohadas y almohadones de la cama de María Domecq, en una superposición de formas y texturas que sólo alguien que había pasado mucho tiempo acostado podía ser capaz de combinar.

Por su enfermedad, María Domecq no había trabajado nunca en relación de dependencia: ¿quién iba a arriesgarse a contratarla? Pero a través de su enfermedad había descubierto providencialmente una manera de ganarse la vida. Uno de los médicos que le habían diagnosticado el lupus, a quien ella empezó a torturar con infinitas preguntas técnicas sobre su mal, terminó dándole acceso al banco de datos que había en la Academia de Medicina, para que le diera un respiro.

La historia era más larga: su lupus y la reacción de su organismo al lupus eran tan infrecuentes que los médicos la tomaron como caso testigo. Además de sus periódicas internaciones, María Domecq tenía que ir una vez al mes al edificio de la Academia, adonde se la sometía a diversas pruebas y adonde el hospital enviaba los resultados de los análisis que le hacían cada tres semanas. En cierto sentido, ya era de la casa cuando le dieron acceso al banco de datos. Y así fue como descubrió su afinidad insospechada con el lenguaje informático.

Según ella, se le abrieron dos mundos en ese momento: uno era el mar de información sobre el lupus, y en muy poco tiempo sintió que, cuanto más se internara en él, más tóxico y sin salida iba a resultarle. El otro, en cambio, la recibió con los brazos abiertos, se le entregó de entrada a cambio de que ella se le entregara también. María Domecq empezó a pasar cada vez más tiempo frente a una computadora, tomó un curso tras otro de informática, y por primera vez en su vida sintió que su enfermedad no era un obstáculo sino una azarosa herramienta para el saber: lo supo desde el momento en que aplicó por primera vez frente a un teclado esa combinación de lógica y apertura permanente a lo aleatorio que era su segunda naturaleza.

Un día ofreció tímidamente su opinión cuando surgió un problema en una de las máquinas de la Academia; dos años después trabajó mano a mano con el programador que diseñó el acceso virtual al banco de datos, cuando se decidió ponerlo a disposición pública a través de Internet. A eso se dedicaba María Domecq desde entonces: a diseñar páginas web.

Hubo un momento, aquella primera noche, en que le relaté cómo se me había ido diluyendo entre los dedos la pista de aquel japonés y cómo había vuelto a mi mente cuando leí aquella gacetilla del Colón. Lo que quería transmitirle, lo que esperaba de ella, era la misma feliz resignación que sentía yo ante la fatalidad de los hechos. Abrazados a la luz de las velas, a las cuatro de la mañana, después de habernos pasado la noche entera contándonos nuestras vidas, pensé que dedicaríamos un breve instante a imaginar qué hubiese pasado de haber descubierto ambos la existencia del otro quince o veinte años antes: cómo nos las hubiéramos arreglado para llegar hasta aquel japonés y, con nuestra mera comparecencia ante él, con la descarada pureza que sólo es posible en la juventud, purgar aquella injusticia a la que él había sido sometido en el año 51.

Pude ver en mi imaginación la secuencia entera de aquel peregrinaje y su final feliz, y creí con estúpida ingenuidad que María Domecq estaba haciendo lo mismo y que, acto seguido, procedería tal como yo a celebrar lo verdaderamente importante de todo el asunto: que estuviésemos uno en brazos del otro a aquellas horas de la madrugada, en esa avanzada instancia de nuestras vidas.

Era la lógica culminación de aquella jornada; era lo que tenía que pasar. Pero todo ocurrió, aquella noche y los dos meses siguientes, con la rara lógica que tienen las cosas cuando se ven en cámara lenta o abajo del agua: no fue a la cama adonde nos trasladamos, no fue a la hermosa y caótica cama bajo la ventana que había en su dormitorio adonde me llevó entonces María Domecq, sino a la mesada donde estaban sus computadoras. Me sentó frente a una de las pantallas y ella se hizo cargo del teclado, de pie a mi lado.

—No digo que vaya a aparecer justo lo que buscás, porque eso no pasa casi nunca. Pero lo que te puedo garantizar es que algo que no sabés va a saltar seguro. El resto depende de vos, de lo que sepas hacer con lo que vayas encontrando —dijo y me conminó a mirar lo que hizo a continuación.

Era el año 99. Hoy parecerá increíble pero para aquella época llevábamos casi tres años en el diario haciendo un suplemento cultural que pasaba por ser el más novedoso que ofrecía la prensa argentina y hasta latinoamericana de entonces, y nunca, nunca, navegábamos en Internet para buscar información. María Domecq no lo podía creer cuando se lo conté. Le pareció especialmente hilarante que en las computadoras de la redacción no tuviésemos mouse siquiera, porque nos seguíamos manejando en Word Perfect (el mismo arcaico programa que usaba yo en la máquina de casa, para no embarullarme).

Ella, en cambio, hacía hasta música en sus computadoras. Ésa era la razón por la que compraba el diario algún que otro domingo: porque Radar era el único suplemento que cubría la escena electrónica[15] la música que más le gustaba a ella. Había sido a través de la electrónica que María Domecq terminó acercándose a la vocación de su madre, veinte años después de convencerla de que carecía de toda sensibilidad melódica, y liberarse así de la tortura de los ejercicios de solfeo y las horas de práctica frente al piano. A los treinta y cinco años, había vuelto sin proponérselo a la música a través de la informática. Una de las cosas que más le gustaba hacer con sus computadoras era colchones de sonido: capas y capas de ínfimos ruidos convencionales, sampleados y repetidos en diferentes secuencias envolventes hasta convertirlos en una cantinela lo suficientemente diáfana debajo de su monotonía como para que pasara por música —al menos en opinión de una diseñadora de ropa a quien María Domecq le hizo su página web y que terminó comprándole una serie de secuencias como ambient para su local.

A través de aquella diseñadora empezó a grabar pistas para algunos DJ y hacer cortinas musicales para varios programas de una señal del cable. Eso era lo que estábamos escuchando desde que entramos en su departamento: lo último que le habían encargado. La música electrónica suena siempre impersonal, metálica y trasnochada para mí; lo que hacía ella no. Era música de día, diurna y orgánica; es todo lo que puedo decir para describirla. Pero lo que ella quería mostrarme en sus computadoras era otra cosa.

Después de teclear el nombre y apellido del almirante en un buscador, fue abriendo y cerrando ventanas con el mouse a una velocidad enervante, hasta que apareció en una de las pantallas una foto en sepia de cuatro tipos barbados, con pañuelo al cuello, el torso desnudo, los pantalones arremangados y los borceguíes apelmazados de barro, mirando solemnes al ojo de la cámara mientras posaban junto a una precaria embarcación, a la orilla de un río, con la selva a sus espaldas. La leyenda en inglés debajo de la foto decía: The 1883 Expedition to the Iguazú River. Describía, de izquierda a derecha, a los integrantes de la foto: Lieutenant Adolfo Arana, Second Lieutenant Manuel Domecq García, Engineer Hunter Davidson (chief of the Expedition) and Naturalist and former Lieutenant of the Norwegian Navy Olaf Storm. Y explicaba que los fotografiados conformaban una expedición hidrográfica de relevamiento de los ríos Paraná Norte e Iguazú, para fijar las nuevas líneas de frontera entre Brasil, Paraguay y la Argentina después de la Guerra de la Triple Alianza.

La foto me impresionó doblemente porque yo la conocía bien: era una de las tantas que colgaban de las paredes del dormitorio de Akita en La Cumbre. Yo había pasado tardes enteras contemplándola, en esas horas muertas de la siesta obligada, durante los veranos de infancia en que nos fletaban a Emilio, a mí y a nuestros primos a pasar las vacaciones con nuestros abuelos.

—¿Te das cuenta de lo que te estoy mostrando? —dijo María Domecq, con el teclado en la mano—. Esto es un pozo sin fondo, y cada día cuelgan más información. No te hablo del almirante. Te hablo del japonés: es obvio que tenés que empezar por acá. Esto es como si marcaras 110 por teléfono, pero a nivel planetario. Podés ir a directorios japoneses, si querés. De todo el planeta, no sólo de Japón. Estoy segura de que todas las colectividades japonesas en el mundo tienen alguna clase de registro de sus miembros accesible por pantalla. Y además están esos foros de gente que busca gente. Hay mil posibilidades. Ni hace falta saber japonés, porque el inglés es el esperanto de Internet. ¿Entendés lo que te estoy diciendo? —dijo entonces, con especial énfasis—. Si me das el nombre del hijo del almirante, y nos armamos de paciencia, se lo puede llegar a localizar.

Fue hermoso, y patético a la vez.

Yo le había puesto en la cabeza que ese fantasma del pasado no sólo había existido, sino que podía seguir existiendo. Y no en el mero terreno de las probabilidades, no en ese mundo paralelo y perpetuamente mutable, que se hace y deshace inofensivamente en el aire cada vez que imaginamos que algo puede suceder o haber sucedido. No en esa falsa realidad de pacotilla del papel impreso de un diario con el que al día siguiente se envuelven vidrios rotos, sino en el mundo real, en el mundo concreto, de carne y hueso, en el que vivíamos ella y yo y el resto de las personas del planeta. Con dirección y teléfono y hasta e-mail quizás.

Yo le había hecho creer eso. Y, ahora, ella me ponía frente a las narices una manera concreta de rastrear a ese ignoto, remoto y seguramente difunto japonés, de llegar hasta él, de tenerlo frente a frente incluso, y ahí contarle cómo habíamos llegado hasta su puerta.

Dejando de lado por un instante que aquel hijo japonés del almirante no había sido, para mí, más que un providencial comodín para hacer literatura barata ante la imposibilidad de hacer lo que se suponía que debía hacer un periodista (lidiar con la realidad); dejando por un instante de lado que la única prueba de la existencia de ese fulano era su supuesta aparición (y casi inmediata desaparición, sin dejar rastros) en la puerta de nuestra casa de Palermo Chico, cincuenta años antes; imaginando por un instante que el tipo seguía vivo, en Japón o en cualquier otro lugar del mundo donde viviera (cosa de la que tampoco sabíamos absolutamente nada); en el delirante caso de que ese tipo, que debía tener noventipico de años ya, fuese a enterarse vía Internet, en el remoto rincón del planeta donde viviera, que alguien en la Argentina lo estaba buscando:

—¿Te lo imaginás contestándonos, realmente? —dije.

Fue como si le hubiese dicho que su enfermedad iba a terminar devorándola, a pesar de cuanto se resistiera.

En la mirada de estupor que me dirigió vi cómo se superponían tres mensajes diferentes: que estaba seriamente desequilibrada, que me estaba ofreciendo la manera más extraordinaria de encarar no sólo el tiempo muerto de mi licencia del diario sino el resto de nuestras vidas, juntos, y que estaba a punto de perderla si no decía algo rápido, cuanto antes.

No tuve tiempo de pensar. Lo que dije se dijo solo, como un acto reflejo, como si algo en mí reaccionara antes que yo. Me oí decir:

—Entonces para vos también está vivo.

Y al instante sentí que, a su lado al menos, eso era cierto. A su lado era posible creer que aquel japonés existía; era concebible incluso la idea de llegar a encontrarlo.

No sé si lo era. Lo único que sé es que ella se dejó abrazar entonces. Y cuando la tuve enteramente en brazos por primera vez, cuando hundí mis dedos en su pelo y me perdí en el hueco de su cuello y el leve perfume de su piel, oí que me decía al oído, con los dientes apretados y todo su cuerpo en tensión:

—No te enamores de mi desgracia. ¿Entendés lo que te digo?

Y yo me sentí un farsante.

Porque yo no sólo había dado por muerto a aquel japonés desde el primer momento: ni siquiera había hecho el menor esfuerzo por averiguar su nombre.

No me atreví a confesárselo esa noche. Ni siquiera podía confesármelo a mí mismo, porque era la prueba incuestionable de que, hasta ese momento, yo no había hecho nada para encontrar a aquel japonés. Apenas había coqueteado fugazmente con la idea, de la misma inconsecuente manera que consideraba, por ejemplo, dejar el periodismo, quemar las naves, salir a recorrer el mundo, irme a vivir a la montaña, o al lado del mar como mi hermano Emilio, y así recuperar esa relación áulica con la literatura que, para cuando me internaron en el hospital, era incapaz de experimentar no sólo cuando intentaba escribir sino hasta cuando me sentaba a leer a mis autores favoritos.

Había sido la noche más perfecta de mi vida. Seguía siendo la misma noche y María Domecq era la misma que había sido hasta ese momento, pero a partir de entonces hasta que salí a la calle, con las primeras luces del alba, todo lo que hice fue con una sola cosa en mente: evitar que me pidiera aquel nombre, evitar tener que confesarle que lo desconocía.

Así fue como hice el amor con ella por primera vez: así de mal. Con ese peso adentro le dije un rato después que había sido una jornada agotadora, que lo mejor sería que yo volviese a mi departamento, así los dos podíamos dormir aunque fuese unas horas, porque juntos no seríamos capaces de pegar un ojo.

Prometí llamarla nomás despertarme, prometí obligarme a descansar a cambio de que ella hiciera lo mismo. Desde la puerta le juré que íbamos a encontrar a aquel japonés aunque tuviéramos que ir hasta el fin del mundo. Hice todo el trayecto en el taxi con la ventanilla abierta, para que el viento en la cara me impidiese pensar, pero cuando el coche frenó delante de mi edificio, cuando por fin traspuse la puerta de mi departamento, bajé las persianas y me desplomé vestido en el sofá, se me hizo imposible parar la frenética cinta de Möebius que daba vueltas y vueltas en mi cabeza.

Hasta que oí ruidos de llaves en la puerta y apareció mi hermano, recién bajado de un micro que lo traía de la costa.

Emilio prefería parar en un hotel las poquísimas veces en que Gustavo, su pareja, aceptaba a regañadientes venir con él a Buenos Aires (Gustavo era un ingeniero diez años mayor que él, que había dejado la profesión para dedicarse al complejo de cabañas que construyeron juntos en la costa), pero tenía llave de casa para cuando venía solo y, en las últimas semanas, había estado viajando a la ciudad con cualquier excusa, para asegurarse con disimulo de que yo estuviera cumpliendo la rutina médica y los análisis que me habían impuesto en el hospital.

My brother, my keeper, eso era Emilio para mí: el primer lector de todos los libros que yo había escrito, la oreja perfecta cada vez que me empantanaba en un problema, el único en el mundo capaz de opinar sobre mis asuntos sin enervarme y darme una mano cuando yo estaba con el agua al cuello. El hermanito menor que agradecía de esa manera inclaudicable el tosco apoyo recibido de su hermano mayor en los difíciles años de adolescencia.

Yo lo había odiado el día en que me reveló su homosexualidad, y me sentí orgulloso de él el día en que por fin se lo confesó a nuestros padres. Él supo obviar aquella flaqueza mía por la manera cada vez más evidente en que empecé a valorar sus opiniones desde entonces. A Emilio le producía un intenso fastidio que yo adjudicara a su homosexualidad el hecho de que supiese pensar y entender las cosas mejor que yo. Pero él mismo sabía que algo de cierto había en eso. Así como los dos sabíamos que él no era solamente ese cúmulo de sensatez: también estaban aquellas esporádicas escapadas que necesitaba hacer cada tanto, esfumarse un par de días, buscar alivio a la urgencia que le quemaba por dentro. Y no decir una palabra después, cuando reaparecía, o cuando me tocaba ir a buscarlo adonde hubiera quedado, y darle refugio en mi departamento hasta que volvía a la costa.

Si Emilio hubiera sido solamente un hiperintegrado, o solamente un descontrolado, se me habría hecho cuesta arriba tenerle paciencia —iba a decir entenderlo, pero tenerle paciencia es más fiel a la verdad, y esa paciencia era la misma que me tenía él a mí, sin entenderme mucho más que yo a él—. Supongo que ésa era una de las razones por las cuales Gustavo no terminaba de bajar la guardia conmigo. Porque yo le hacía sentir, cada vez que iba de visita a la costa, que sabía que Emilio necesitaba escaparse. En lugar de lo obvio: que no era asunto mío, que la relación entre mi hermano y él era evidentemente buena para los dos, con los matices y costos que tuviese, y que también para Gustavo, de una rara manera, Emilio valía lo que valía, tenía ese equilibrio, esa visión de las cosas, esa generosidad, a costa de esas escapadas.

Ingenuamente, yo creía conocer a mi hermano más que Gustavo. Necesitaba creerlo porque Emilio era mi bastión: eso que lo convertía en la única persona concebible a la que podía pedirle opinión para zafar del brete en el que estuviera metido. Por ejemplo, de qué manera se podía salir, antes de que fuese demasiado tarde, del insoluble dilema en el que había desembocado aquel amanecer.

Sólo a Emilio podía confesarle que estaba enamorado hasta las verijas de una mujer que había conocido menos de diez horas antes, una mujer que según la ciencia médica debía estar muerta hacía años, una mujer que no sólo era parte secreta de nuestra familia (con todo lo que eso implicaba de incestuoso y de adictivo) sino que además pretendía que rastrease junto a ella el paradero de otro de los secretos de la familia. Y todo por culpa de una nota periodística que había escrito yo mismo.

Me tenía sin cuidado haberme jactado públicamente de que saldría a buscar a aquel japonés por el ancho mundo; no era la primera vez ni sería la última que mentía por escrito y con mi firma. Mi problema no era ése. Mi problema era que, apenas hora y media antes, le había dado a esa mujer mi solemne palabra de acompañarla hasta el fin del mundo en busca de alguien cuya existencia sólo me parecía concebible mientras estaba a su lado. Mi problema era que estaba dispuesto a hacer lo que fuese para seguir al lado de ella. Mi problema era que ella se merecía alguien mejor que yo. Sin ir más lejos, alguien que supiera el nombre de aquel japonés de mierda. Alguien que, al menos, supiese por dónde empezar a buscarlo.

Emilio me escuchó con su silencio habitual mientras se preparaba meticulosamente el desayuno, se lo comía igual de meticulosamente y lavaba cada una de las cosas que había usado. En cierto momento me interrumpió para preguntar por qué María Domecq estaba tan interesada en el hijo japonés del almirante, teniendo mucho más cerca de ella otro misterio a develar: el paradero de su propio padre.

Yo repetí entonces lo que me había contado ella. Que su padre no era ningún misterio; ella había sabido de su existencia la primera vez que le preguntó por él a Angélica: supo que era músico, que tenía familia, que había logrado un traslado a otra orquesta, en Rosario, después del episodio con Angélica, pero que aun así había cómo contactarlo. De hecho, el tipo no sólo estaba al tanto de la existencia de María sino también de sus enfermedades (todavía no le habían diagnosticado el lupus en aquella época). Angélica le contó incluso que, una vez que lo llamó a Rosario, el tipo le dijo por teléfono: «Si pensás pedirme plata, perdés el tiempo». Aun así, María Domecq quiso conocerlo. No fue Angélica sino Rubén Martínez quien la llevó hasta Rosario, cuando ella tenía quince años. Ese único encuentro había sido suficiente. Un par de años después supieron que el tipo había muerto de dos balazos en la espalda. El caso llegó a los diarios: un marido enloquecido de celos lo había baleado, en pleno centro de Rosario, a las diez de la mañana.

—O sea que no le falta nada para ser la mujer perfecta para vos —dijo Emilio—. ¿Por eso querés escaparte de ella?

Le dije que le estaba hablando en serio.

—Yo también te estoy hablando en serio —contestó él. Y se levantó de su silla, sacó de las alacenas un paquete de sal gruesa y desapareció por el pasillo.

Oí desde la cocina que llenaba la bañadera. Cuando reapareció, depositó la sal en la alacena, volvió a su silla, sacó una tabaquera de su bolso, procedió a armar un fino de marihuana y dijo que lo que yo precisaba era pitar un poco y después darme un buen baño caliente con sal, lo único que me serenaría lo suficiente como para dormir unas horas. Porque eso era lo que yo evidentemente necesitaba: descansar. Para que esa tarde pudiéramos ir juntos a ver a la tía Meme.

Y se podía saber qué carajo teníamos que hacer en lo de Meme, pregunté.

Emilio me pasó el porro encendido, me lo sacó después de mi segunda pitada, me empujó en dirección al baño y contestó que él iba a ir porque era lo que hacía siempre que pasaba por Buenos Aires, y yo iba a ir para demostrarle a la pobre que ya estaba recuperado de la internación. Y, además, si había alguien en el mundo que pudiera darnos alguna pista del nombre de ese japonés, era la tía Meme.

Mis abuelos Akita y Carlos pasaron sus últimos años en La Cumbre, después de liquidar la casa de Palermo Chico y comprar varios departamentos para instalar a cada uno de sus hijos con sus respectivas proles. De manera que hacia aquella casona construida por mi abuelo en las sierras cordobesas habían partido todas las cosas del almirante: aquellas que años más tarde, a la hora del reparto (después de que murieran primero Carlos y casi enseguida Akita), se dividieron entre mi padre y sus hermanas. A mi tía Meme, la mayor y única soltera, le tocó en aquel reparto la casa de La Cumbre; y con ella todos los papeles que quedaron del almirante. La discusión había sido por los objetos de valor, desde las piezas japonesas hasta los campos que quedaban. Con las fotos y papeles pasó lo que suele pasar con esas cosas: en su gran mayoría, quedan arrumbadas en el mismo lugar donde estaban.

En toda familia hay una tía Meme: es la que conserva en sus cajones y en su memoria toda la historia familiar, el repositorio viviente de todo aquello que los demás miembros del clan se permiten descartar u olvidar porque saben que, si alguna vez llegan a necesitarlo, pueden acudir a ella. La tía Meme vivía para esos momentos, y le hubiera gustado que las cosas siguieran así eternamente. Pero un día se cansó de mantener ese elefante blanco que era la casa de La Cumbre, decidió ponerla en alquiler en verano y no tuvo más remedio que trasladar a su departamento de Buenos Aires los innumerables objetos personales que se habían acumulado allá a lo largo de los años. Emilio lo sabía bien porque no sólo era su sobrino favorito; también era el que la había ayudado en aquella mudanza, y el único en el mundo capaz de sonsacarle algo que ella vacilara en entregar. De manera que hacia aquel departamento partimos esa tarde los dos hermanos, Emilio como hacía siempre que pasaba por Buenos Aires, y yo para demostrarle a la tía Meme cómo me estaba recuperando de la internación.

Le llevamos una caja de marrón glacés, ella nos esperaba con el té listo, hablamos de bueyes perdidos un buen rato (mi enfermedad, el clima en la costa, la dificultad cada vez mayor para conseguir marrón glacés decentes en Buenos Aires, la eficacia del acupunturista que Emilio le había recomendado mil veces a Meme y ella al fin se había decidido a consultar) hasta que yo perdí la paciencia. No sirvió de nada que sacara el tema del almirante. Cuando me di cuenta de que podíamos seguir horas y días dando vueltas intrascendentes por los adorables y mil veces escuchados recuerdos de la pobre tía Meme, terminé interrogándola sin anestesia sobre aquel desventurado día en que el japonés se había presentado en la puerta de nuestra casa en Palermo Chico.

Fue notable la conversación: cada intento mío por sacarle un reconocimiento aunque fuese velado de la vida secreta del almirante quedaba colgando en el aire hasta evaporarse frente a nuestros ojos. En ningún momento salió de su boca una palabra que concediera siquiera la posibilidad de que el almirante hubiera engendrado un hijo japonés. Su manera de obviar el asunto era dejar que se extinguiera solo: no lo esquivaba ni lo negaba. No parecía registrarlo siquiera, como si fuera otro ruido de la calle que se filtraba a pesar de las cortinas. Y mientras tanto nos servía más té, nos ofrecía más scones, seguía conversando como si nada, feliz de tenernos de visita en ese living lleno de pasado a reventar, un pasado idílico, no sólo para ella sino para cualquiera de la familia que traspusiera esa puerta, y se sentara en esos sillones, y viera materializarse en la mesa ese juego de té imposible de olvidar, y aceptara la taza que le tendía la tía Meme desde su mundo inalterable.

Según ella, se podía entender perfectamente que al almirante le hubiera durado toda la vida ese amor por Japón, por el pueblo japonés, hasta por los inmigrantes que habían formado la colectividad japonesa en la Argentina (evidencia de eso era todo lo que había hecho por ellos, por tantos de ellos, no sólo en lo colectivo sino en lo individual, a lo largo de los años) y que sin embargo no intentase nunca volver al Japón. Era en todo caso un culto a la memoria, una manera de honrarla que había aprendido allá, dijo la tía Meme. Como si el Japón hubiese abierto en el almirante un compartimiento en el cual todo era a la japonesa: no sólo el recuerdo en sí de su estancia allá sino la manera de recordar, e incluso la manera de honrar ese recuerdo, en actos y también a la hora de su transmisión.

Aquella templanza oriental había llegado intacta hasta las palabras de Meme, y su idea era que se siguiera propagando así de generación en generación, loable intención siempre y cuando se obviara el pequeño detalle, tan poco oriental, de que quienes velaban por la continuación de ese rito eran los mismos que se habían negado a recibir a la encarnación misma de ese recuerdo, cuando éste les golpeó la puerta.

¿Por qué había hecho Akita algo semejante, si ella no era así en absoluto; al contrario, si siempre fue la comprensión personificada, tanto con su padre como con su marido, con sus hijos y nietos y con el mundo en general?

—Era un momento difícil —dijo Meme después de quedarse un rato largo mirando al vacío—. Primero él tuvo una hemiplejia que lo dejó paralizado e incapaz de hablar. Estuvo meses así. Después recobró un poco el habla y pareció que se recuperaba, pero la mejoría duró apenas unos días. Cuando se murió, el golpe fue doble para mamá, por esa fugaz esperanza. Ella misma lo había cuidado, no se alejaba un minuto de su cama, no quería saber nada con enfermeras. Por eso, cuando llegó el desenlace, cayó postrada: no sólo de pena sino de agotamiento. Para peor, en esos días tu padre, que estaba en la universidad, y tu tía Elvira fueron presos por participar en una manifestación estudiantil contra Perón. Eran tiempos terribles…

—Pero lo dejaron en la calle, al pobre tipo.

—No fue así, mi querido —dijo la tía Meme—. Me parece que no entendés.

—¿Qué es lo que hay que entender?

Por un instante Meme me miró como un animal encandilado por los faros de un auto en medio de la noche.

—Acompañame, Emilio —dijo entonces y le tendió la mano para que la ayudara a incorporarse.

Los seguí a los dos hasta un ropero que había al final del pasillo. Meme señaló con su bastón unas cajas que había en el estante más alto y le dijo a mi hermano que las bajara. Volvimos a los sillones, yo corrí a un costado la bandeja con las cosas del té y Emilio apoyó las cajas sobre la mesa. Meme se puso los anteojos y empezó a revolver entre los papeles hasta que sacó un sobre de papel madera en el que se leían, escritas en mayúscula, en la inconfundible letra de Akita, las palabras: ASUNTO NOBORU YOKOI.

—Emilio, confío en vos para que lo que hay ahí dentro quede en esta casa. Ahora si me disculpan… —dijo la tía Meme, y nos dejó solos en el living.

Emilio me tendió sin decir palabra aquel sobre amarillento. Adentro había otro sobre, de papel mucho más fino y quebradizo, sin destinatario ni remitente, que contenía unas hojas igualmente finas y quebradizas, manuscritas con una letra cursiva que, más que escrita, parecía dibujada con meticuloso esfuerzo, fechadas en la ciudad japonesa de Nagoya en el mes de octubre de 1950, en las cuales el tal Noboru Yokoi se dirigía al almirante en castellano, con la esperanza de que esa carta llegara a sus manos, ya que había sido encomendada a un funcionario de la Asociación Argentino-Japonesa que volvía de Tokio a Buenos Aires, ahora que parecían restablecerse las relaciones entre ambos países luego de los infortunados sucesos de la guerra y por fin podía aspirar a transmitirle aquello que le había sido imposible hacer en su momento.

En primer lugar se presentaba, decía que era el hijo de Yae Banno, y con la misma delicadeza informaba que su madre había lamentablemente fallecido unos años antes, razón por la cual no había ya razón para que se reiniciara el envío de aquellas remesas que puntualmente habían asistido a madre e hijo a lo largo de los años, desde que el almirante dejó el Japón hasta que se interrumpieron las relaciones entre ambos países. Aprovechaba la oportunidad para agradecer ese gesto, que refrendaba la altísima estima que su madre siempre sintió y supo transmitirle a él desde pequeño respecto de aquel que velaba por ellos aun a la distancia. Confesaba también, con indecible desazón, que todos los recuerdos materiales que su madre atesoraba del tiempo en que había vivido junto al almirante se habían perdido a causa de la tristemente célebre destrucción de Nagasaki, pero aun así él podía enumerarlos y describirlos con precisión, uno por uno, no sólo porque formaban parte inalterable de su memoria sino porque en los momentos de zozobra se concedía pensar que habían acompañado a su madre en los últimos instantes de su vida, cuando cayó la bomba atómica sobre Nagasaki.

Por difícil que le resultara escribir lo que venía a continuación, decía Noboru llegado a ese punto de la carta, debía confesar que en la hora postrera no le fue posible estar junto a su madre, faltando imperdonablemente al deber filial de velar por ella con que el almirante lo exhortaba siempre al despedirse, en las cartas que acompañaban las remesas. Se encontraba en el frente asiático en aquel momento, sirviendo en las filas del ejército, como todo japonés en condiciones de hacerlo. No había justificación para esa ausencia, lo sabía bien y cargaría con ello el resto de sus días, pero deseaba que el almirante supiera también que la vida de su madre había sido una buena vida y que de ninguna manera debía adjudicarse responsabilidad por ese aciago desenlace. Para su madre y para él, era un honor haber estado ligados a su ilustre nombre. Ella le había inculcado desde la infancia que debía estar a la altura de ese privilegio en cada uno de los actos de su vida y esperaba que esa carta sirviera de testimonio. Ya que, si podía escribir esas líneas en castellano (aunque debía confesar que lo hacía con dificultad) era porque antes de la guerra había trabajado en una academia de lenguas, aprovechando la oportunidad para aprender algo de nuestro idioma, y así había sido capaz de traducirle a su madre las cartas que ella había atesorado a lo largo de los años.

Noboru decía entonces que, por el portador de esa misiva, había conocido algunos detalles de ese país maravilloso que era la Argentina, y se había enterado también de que el almirante había ofrecido tutela sin desmayo a la colectividad japonesa instalada en nuestro país. Sólo de esa manera, concluía, pensando cuántos hijos del Japón habían sido enaltecidos por su ayuda, podía alguien tan insignificante como él aceptar el inmerecido privilegio de ser hijo del almirante Manuel Domecq García.

—Aunque sea el nombre lo tenés —dijo Emilio, cuando terminamos de leer la carta—. Si te parece que tiene sentido seguirla.

—Qué estás diciendo.

—Que, para mí, esa carta no pide nada. Ni siquiera respuesta. A su manera tenía razón Meme. Es triste, pero es así. Es un cierre, no es un intento de contacto.

—De qué carajo estás hablando. ¿No te das cuenta de que le estaba pidiendo venir a la Argentina?

—No. No estaba pidiendo nada. Quizá supo allá en Japón que el almirante se estaba muriendo y se sentó a escribir esa carta. Quizás el que se estaba muriendo era él, y ni siquiera lo sabía al escribir la carta. No sé, no tengo idea de lo que haya pasado, pero si algo transmite esa carta es que fue escrita por mandato. Por una necesidad inexplicable. No me preguntes de qué. Esas cosas pasan. A vos te acaba de pasar una, ¿o tenés alguna forma mejor de explicar la aparición de María Domecq en tu vida?

—O sea que, para vos, esta carta no merece ni respuesta.

—Pasaron casi cincuenta años, Juan.

—Exacto. Hace cincuenta años que está esperando.

Emilio me miró un buen rato.

—¿Por eso creés que sigue vivo? ¿Porque está esperando? ¿Y no se va a morir hasta que ustedes lo encuentren?

—No sé si lo vamos a encontrar. Ni siquiera termino de creerme que esté vivo. Pero tampoco termino de creerme lo que me está pasando. Y es lo más fuerte que me pasó en la vida.

Emilio me sacó suavemente de la mano la carta de Noboru, la dobló y guardó en el sobre, introdujo el sobre dentro del otro sobre color madera y lo dejó caer dentro de la caja.

—Por lo menos andá a despedirte de Meme. Y agradecele. Y decile que tenía razón.

—Vos sos mejor que yo para esas cosas, hermanito. Haceme ese favor —le dije, y lo abracé, y le dije gracias por todo al oído cuando lo apreté fuerte contra mi pecho, mientras repetía una y otra vez en mi cabeza esas cinco sílabas en japonés:

—No-bo-ru-Yo-koi —dije dos minutos después, desde un teléfono público de la calle, cuando me atendió María Domecq—. Así se llama: Noboru Yokoi; y griega al principio, i latina al final. Vivía en una ciudad llamada Nagoya en 1950. Ya tenemos por dónde empezar. Sí, estoy saliendo para allá. No te llamé antes porque necesitaba dormir. Pero lo único que quiero es estar ahí, con vos, ahora mismo. Cerrá los ojos y abrilos cuando yo diga —dije.

Y corté el teléfono, y paré el primer taxi que pasaba, y crucé la ciudad hasta Medalla Milagrosa, y María Domecq tuvo la hermosa delicadeza de cerrar los ojos al oír que yo abría la puerta con la llave que me había dado, y esperar así hasta que llegué a su lado y le dije al oído:

—Ahora abrilos.