24

—Me gustaría que no regresaras a España-dijo Lucy; desconsolada, sentada en el alféizar de la ventana, en la habitación de la torre que ocupaba Tamsyn—. Estaba ansiosa por ocuparme de ti en esta temporada.

—Ha sido una decisión súbita —dijo Tamsyn abotonándose la falda y tratando de no revelar su impaciencia.

—Pero, ¿qué harás con la familia de tu madre? ¿Ya no quieres encontrarla?

—Tu hermano me ha convencido de que, en realidad, no era buena idea. Lo más probable es que no supieran qué hacer conmigo si acaso los encontrase; por otra parte, es muy probable que yo no tenga nada en común con ellos.

Tamsyn metió la camisa en la cintura de su falda de montar y la abrochó, deseando que Lucy acabara con su catecismo y buscara algo en qué ocuparse. Gabriel había ido a pasar la tarde a Fowey. No le había dado explicaciones; ella tampoco las había pedido. Si había ido en busca de los gemelos era asunto de él, tal como su tío era asunto de ella. Su ausencia le daba la oportunidad de ir a Lanjerrick a ver a su tío, pero Lucy estaba haciéndole perder un tiempo precioso.

—¿Vuelves con Julian porque eres su querida?

Lucy hizo la pregunta de carrerilla, con sus mejillas encarnadas y sus ojos azules inusualmente brillantes que miraban con intensidad a Tamsyn.

—¡Oh! —exclamó Tamsyn, y se sentó en el taburete de su tocador exhibiendo una mueca—. ¿Cómo lo has descubierto?

Recogió una bota de montar y metió su pie derecho en ella.

—Una noche los oímos —dijo Lucy, y su sonrojo se intensificó—. Y los... bueno, los vimos en el corredor: Julian te perseguía.

Tamsyn recordó la ocasión y sonrió.

—¿Por qué no me lo dijiste antes?

—Yo... nosotros... pensábamos que sería una indiscreción. Era obvio que Julian no quería que nadie lo supiera porque, en general, se muestra muy frío contigo y... bueno, esto es tan embarazoso.

Lucy rió, nerviosa, y se apretó las manos contra sus mejillas ardientes.

—No, no lo es —dijo Tamsyn con firmeza, calzándose la otra bota—. Sin embargo, creo que a tu hermano no le gustaría saber que ni lo sabes, y por eso te pediría que procures que Gareth no se le escape una confesión, ¿eh?

Eso explicaba los guiños y las insinuaciones de Gareth y las miradas calculadores con que a veces se había encontrado. Lo más probable era que estuviese especulando con sus posibilidades de ponerse los zapatos de Julian en caso de que éste los dejara, pensó Tamsyn con ironía.

—Desde luego; Gareth no dirá nada —declaró Lucy, un poco a la defensiva—. Él no es indiscreto.

—No —dijo Tamsyn con poca convicción.

Podía imaginar perfectamente a Gareth abordando a Julian con una franca carcajada masculina y un guiño, invitándolo a compartir los aspectos más jugosos de su aventura amorosa. Pero también podía imaginar la respuesta de Julian; si Gareth también pudiera, entonces se mordería la lengua.

—Bueno —dijo—; ése es uno de los motivos por los que regreso a España.

—¿Crees que te casarás con Julian? —preguntó Lucy frunciendo el entrecejo y mordiéndose el labio inferior.

Tamsyn giró sobre su taburete hasta quedar de cara al espejo y se anudó el corbatín de lino.

—¿Piensas que yo podría ser una buena esposa para él? —preguntó a su vez, con ligereza.

Como Lucy no respondió de inmediato, Tamsyn deseó no haber preguntado. Entonces, aquélla dijo:

—Si lo amas, por supuesto que serás una buena esposa. ¿Tú lo amas?

—Si —se volvió otra vez—. Pero no creo que tu hermano me considere adecuada para ser una lady St. Simon.

—Es que... es que tú eres un tanto... bueno, un tanto fuera de lo común —dijo Lucy lentamente—. Pero no creo que eso constituya ninguna diferencia.

Tamsyn se puso su chaqueta. Para describirle con exactitud hasta qué punto era fuera de lo común, ella necesitaría explicarlo durante varias horas; por otra parte, a Lucy le costaría creerlo.

—Las queridas no suelen convertirse en esposas —dijo, como con indiferencia—. Lucy, deberás disculparme pues tengo que realizar una tarea importante. Nos veremos en la cena.

Fue hasta la puerta y la abrió, como invitándola a marcharse.

—¿Adónde vas? —preguntó Lucy con evidente renuencia, aunque de todas maneras dispuesta a dejar la habitación—. ¿Puedo acompañarte?

—No, porque pienso montar a César, y en el establo no hay un caballo capaz de mantener su ritmo.

Tamsyn sonrió para suavizar la negativa. Lucy era pésima jinete; de pronto, Tamsyn recordó aquella ocasión, en las afueras de Badajoz, cuando César se había espantado y el coronel había aferrado sus riendas. Ella se había puesto furiosa, y él le había explicado que estaba habituado a estar alerta cuando cabalgaba con su hermana.

Lucy puso cara larga pero no insistió.

—Entonces, nos veremos luego.

—Sí.

Tamsyn la saludó con la mano mientras la otra se alejaba, un poco pesarosa, por el corredor hacia su cuarto.

Tamsyn cerró la puerta exhalando un suspiro de alivio y comenzó a recoger sus cosas.

Metió en el bolsillo de su capa copias de los documentos que Cecile le había dado; llevaba el medallón colgado del cuello, como siempre. Los documentos originales estaban escondidos en un alhajero en el armario. Metió su pistola en la cintura de su falda y sujetó con corras sendos puñales a sus pantorrillas, por encima de los pantalones.

No esperaba que en este encuentro con Cedric Penhallan hubiera violencia. Pero, por las dudas, estaba preparada física y mentalmente. Su mente estaba despejada, su corazón, frío, decidido y lleno de ansías de venganza. Caería como un rayo sobre el mundo cruel y ordenado de Cedric Penhallan. Y reclamaría los diamantes de su madre como precio por su silencio. Claro que alguien demasiado puntilloso en cuestiones de ética podría calificar aquello de chantaje, pero ella tenía que habérselas con un hombre que había intentado asesinar..., y solo Dios sabía qué otros crímenes habría cometido en su larga carrera en pos de sus ambiciones. Era simple justicia. Además, los diamantes eran de ella.

Una vocecilla molesta le dijo que Julian lo consideraría chantaje, cualquiera fuese el color con que lo pintase. Pero él estaba en Londres y jamás lo sabría.

Josefa entró de prisa mientras ella estaba poniéndose el sombrero: un tricornio bastante audaz. La española se deshacía en sonrisas y no había dejado de sonreír desde que ellos le habían dado la gloriosa noticia de que volvían a su tierra. Empezó a ir de un lado a otro de la habitación recogiendo un vestido de Tamsyn, regañándola por su desorden, siempre sin dejar de sonreír.

—Josefa, voy a salir a andar a caballo, por si alguien te lo preguntara. Volveré a las cinco, a más tardar.

Depositó un beso en cada reluciente y redonda mejilla y salió del cuarto dirigiéndose al establo.

Cinco minutos después estaban en camino a Lanjerrick. Ella y Gabriel habían ido a caballo una tarde, un par de semanas atrás, para tener una idea de la extensión de la propiedad de los Penhallan, pero no habían entrado en sus campos. La casa de piedra gris se erigía sobre un promontorio sobre la bahía St Austell y se veía muy bien desde el camino. Era una casa con torrecillas y gabletes, de empinado techo y ventanas con montantes. Tamsyn había sentido un inmediato desagrado por la casa: la hallaba sombría en comparación con la suave y dorada calidez de Tregarthan.

Traspuso los pilares de piedra de la entrada y avanzó por un sendero cubierto de malezas. El recelo y la excitación recorrían su espalda cuando dejó el camino atrás y se internó más profundamente en la tierra de los Penhallan. Éste había sido el hogar de Cecile, el lugar donde ella había pasado los años de su juventud. ¿Habría cambiado mucho en los últimos veinte años? ¿Habría echado mucho de menos su casa de Cornwall? Tamsyn cayó en la cuenta de que nunca había pensado mucho en esa cuestión. Cecile había sido siempre tan alegre que era difícil imaginar que albergase algún pesar por su tierra. Quizás, alguna vez hubiese evocado el hogar de su infancia con cierta nostalgia, tal como Tamsyn, en ese momento, evocaba con dolorida melancolía los pueblos de su comarca y las montañas nevadas de su infancia.

El sendero terminaba en una extensión cubierta de grava; la casa tenía cierto aire amenazador, cubierta de hiedra, con su sillería resquebrajada en partes, sus ventanas extrañamente semejantes a ojos ciegos. A Tamsyn le pareció extraño que un hombre tan rico y poderoso como Penhallan descuidara tanto su propiedad. Cecile había hablado de Lanjerrick, había descrito su magnificencia, las fiestas grandiosas, las partidas de caza de los fines de semana, la interminable sucesión de huéspedes. Ahora sólo quedaban Cedric y los perversos gemelos. Era de suponer que ninguno advertía el aspecto descuidado de la casa.

Llegó decididamente con su caballo hasta la puerta principal y desmontó. En cuanto lo hizo, salió de la casa un lacayo de librea, con una anticuada peluca empolvada:

—¿Qué la trae por aquí?

—He venido a visitar a lord Penhallan —dijo Tamsyn, alegre, mientras amarraba a César al pilar de piedra en la base de la escalinata que conducía a la puerta principal.

El lacayo pareció perplejo por unos momentos, y Tamsyn aprovechó su desconcierto para ascender los peldaños.

—¿Me haría el favor de anunciarme al vizconde?

Sin esperar respuesta, pasó junto al criado y entró en el vestíbulo.

Un espacio de losas de mármol blancas y negras se extendía hasta la escalinata; la luz entraba por una hilera de ventanas de arco con paneles romboidales de cristal que se abrían en una pared. Ya más curiosa que temerosa, se puso a observarlo todo a su alrededor hasta que un par de galgos grises llegaron desde algún sitio y pasaron corriendo junto a ella.

—Walters, ¿qué diablos está haciendo? —preguntó una ronca voz irascible desde el fondo del vestíbulo. Hombre, cierre esa maldita puerta antes de que los perros salgan fuera.

La puerta se cerró de un golpe tras ella y los dos perros retrocedieron hacia las sombras.

—En nombre de Dios, ¿quién es usted? —preguntó la misma voz.

Cedric Penhallan se adelantó, ceñudo, en la semipenumbra, hasta que vio con claridad a su visitante y entonces se detuvo en seco.

Tamsyn alzó la cabeza y miró a su tío de lleno en la cara, como había hecho en la fiesta, en Tregarthan. Igual que en aquella ocasión, vio un rostro colérico, duros ojos negros, una cabellera gris acero, una nariz curva sobre una boca carnosa. Un cuerpo macizo, poderoso, que empezaba a engordar. Se le erizó la piel al sentir el aura amenazadora que rodeaba a ese hombre; por primera vez, Tamsyn sintió miedo.

Cedric la miraba fijamente. Pasaron los minutos y lo único que se oía en la habitación era el rascar de las patas de los perros sobre las baldosas.

—¿Quién es usted?

Ahora, la voz del hombre sonaba más baja y una luz extraña animaba sus ojos. Él sabía la respuesta y, aun así, quería oírla.

Tamsyn se acercó más a él sintiendo una oleada de euforia que barría con su temor. Él sabía quién era ella; sin embargo, no podía creer lo que estaba viendo.

—Buenas tardes, tío.

—¡Buen Dios, si es la ramera de St. Simon! —antes de que Cedric pudiera responder, llegó desde la escalera la voz de Charles Penhallan que hablaba con dificultad. Tenía un vaso de vino en una mano y la mirada desenfocada—. Mira a quién tenemos aquí, David. La pequeña puta ha venido por más.

Se reía mientras bajaba la escalera; sólo entonces vio a su tío.

—Perdóneme, señor. Pero, ¿qué está haciendo acá la trotacalles de St. Simon?

—Trata de no ser tan tonto, si puedes —dijo Cedric con frialdad. Hizo una seña con la cabeza a Tamsyn. Ven aquí.

Ella avanzó para seguirlo, sabiendo que David se había unido a su hermano en la escalera. Era una suerte que Gabriel no estuviese con ella. Ambos la observaban con el lascivo interés de los borrachos. Tamsyn alzó la vista hacia ellos:

—Qué par de cobardes borrachines sois, primos. ¿Os habéis divertido con alguna niña, últimamente?

Dicho lo cual, siguió a Cedric al interior de una gran biblioteca revestida de paneles de madera.

—¿De dónde has salido? —preguntó él desde un aparador, donde estaba sirviendo coñac con manos no muy firmes.

Tamsyn no respondió la pregunta y, en cambio, dijo:

—Me asemejo mucho a ella, ¿no es así?

Sintió más que oyó a los gemelos que entraban en la biblioteca detrás de ella.

Cedric trasegó el contenido de su copa.

—Sí —respondió—. Eres su vivo retrato. ¿Dónde está ella?

—Ella murió. Aunque ha vivido bastante más de lo que usted pretendía. —Tamsyn empezaba a disfrutarlo; todo su temor había desaparecido ya. Miró otra vez a sus primos, de pie junto a la puerta, boquiabiertos por no comprender nada de lo que veían—. Vivió el tiempo suficiente para asegurarse de que usted pagaría por el daño que le hizo —sus labios se estiraron en una fría sonrisa—. ¿Era necesario, en realidad, enviarla a la muerte, tío?

—Tu madre era una mujer muy difícil —Cedric llenó de nuevo su vaso. Casi se habría podido decir que encontraba divertida la situación—. Intentó arruinarme..., atraer la desgracia sobre el apellido Penhallan. Si hubiera sido sólo una muchacha tonta, yo habría podido tenerla bajo control. Pero Celia tenía una voluntad de hierro... observándola, en realidad era difícil de creer. Era tan menuda...

—¿Qué tiene que ver la ramera de St. Simon con nosotros? —preguntó David que, de tan ebrio y confundido sonó petulante.

—¿Lo eres? —preguntó Cedric a Tamsyn, todavía divertido.

Ella negó con la cabeza.

—Por supuesto que no. Soy una Penhallan, señor. Las Penhallan no son rameras, ¿no es verdad?

El color del hombre se acentuó y dejó escapar un silbido entre dientes, pero habló en un tono tan neutral como antes.

—Si es así, ¿qué tiene que ver St. Simon en todo esto?

—Nada —respondió ella—. Él no sabe nada de esto.

—Entiendo —Cedric se acarició el mentón—. Supongo que tendrás pruebas de tu identidad.

—No soy tonta, señor.

—No... tampoco lo era tu madre —de pronto, echó a reír, realmente divertido—. ¡Imagínate! Debía esperar que Celia volviera a perseguirme. Por extraño que parezca, la echo de menos.

—Estoy segura de que ella se habría conmovido de haberlo sabido —repuso Tamsyn con sequedad.

Él rió de nuevo.

—Tienes la lengua afilada, igual que ella —se volvió hacia el botellón y se sirvió una nueva ración— ¿Y qué quieres?

—Bueno; estaba pensando en los diamantes Penhallan —dijo Tamsyn, pensativa—. Eran de Cecile; por lo tanto, me corresponden a mí.

—¿De qué está hablando? —quiso saber Charles.

—¡Calla, idiota! —Cedric observó a la muchacha a través de su vaso—. De modo que ella siguió llamándose Cecile. Dios mío, qué obstinada.

Daba la impresión de que él no tenía intenciones de cuestionar su reclamo. La afabilidad del encuentro desconcertó a Tamsyn, porque esperaba que fuese crispado y lleno de hostilidad.

—¿No cuestiona que reclame los diamantes?

Cedric negó con la cabeza.

—No; desde luego son tuyos si puedes demostrar que eres la hija de Celia.

—Tengo el medallón. Y documentos firmados.

Él se encogió de hombros.

—Estoy seguro de que tienes abundante documentación. Bastante para arruinarme en caso de que se hiciera pública la historia de la desaparición de tu madre.

—Exactamente.

Había algo que no resultaba como ella esperaba, aunque no podía definir qué era lo que la inquietaba. Si sabía que su reclamo tenía una base sólida, ¿por qué le daba mala espina que Cedric lo reconociera? Él era un hombre inteligente y no solía desperdiciar energías en causas perdidas.

—Para ser sincera, en realidad no necesito los diamantes; tengo muchos. Cecile hizo un buen matrimonio, ¿sabe?

Cedric echó la cabeza atrás y lanzó una carcajada.

—¿Hablas en serio?

—Sí, aunque dudo que usted lo hubiese aprobado.

—¿De modo que no necesitas los diamantes pero los quieres?

—Como usted mismo ha dicho, me corresponden por derecho. Si usted no hace una reparación de la memoria de mi madre, yo enviaré la historia completa al Gazette; se conocerá la historia en todo el país.

—¡No puedes dejar que se salga con la suya! —exclamó Charles, precipitándose hacia delante cuando por fin su cerebro alcoholizado comenzó a entender—. ¡Eso es chantaje!

—Muy bien, señor —aplaudió Cedric— ¡Qué perspicacia! Beberemos una copa de champaña juntos, sobrina, para sellar nuestro acuerdo.

Era más una afirmación que un pedido; Tamsyn entrecerró los ojos.

—No lo creo, lord Penhallan.

—Oh, vamos, al menos seamos civilizados —la regañó—. Tu madre siempre era benévola en la victoria. Jamás dejaba de salir de una situación con elegancia.

Con un aguijonazo de pena Tamsyn pensó que él tenía razón. Si Cecile hubiese ganado habría bebido una copa de vino con su hermano. Se habría metido los diamantes en el bolsillo, estrechado la mano de él y se hubiese ido después de saludarlo con una sonrisa.

La muchacha inclinó la cabeza, en gesto de elegante aceptación.

—Entonces, si me disculpas un momento, iré a buscar una botella de algo muy especial, sobrina. No dudo de que tus primos harán lo mejor que puedan para entretenerte.

—Sí, ya he tenido ocasión de probar lo que vosotros llamáis entretenimiento —dijo Tamsyn con frialdad a sus primos cuando su tío salió de la habitación.

Más tarde, Gabriel se ocuparía de ellos; por ahora, ella se ocuparía de su propia venganza. Apoyó una pierna sobre una silla y sacó uno de los cuchillos de su vaina, luego hizo lo propio con el otro. Con aire pensativo, se volvió hacia los gemelos; sostenía los cuchillos por las puntas, entre el índice y el pulgar, uno en cada mano, tal como le había enseñado su padre.

Los ojos de los hermanos se agrandaron al verle el semblante: estaban viendo lo mismo que Cornichet cuando ella había ido a despojarlo de sus charreteras. Entonces, los dos cuchillos volaron, girando y trazando un arco en el aire. Cuando los cuchillos se hincaron en sus botas derechas, penetrando en el cuero como si hubiese sido manteca y fueron clavándose entre los dedos, ambos aullaron tanto de asombro como de dolor. Charles y David, miraron incrédulos las trémulas empuñaduras de los cuchillos y, por unos instantes, enmudecieron.

—Sois afortunados; hoy mi talante es de perdonar —dijo Tamsyn suavemente—. No creo que os encontréis con heridas importantes cuando os quitéis las botas.

Y aún tendrían que vérselas con Gabriel, pero ella prefirió ahorrarles ese conocimiento.

—¡Santo Dios! —exclamó Cedric desde la puerca, cuando se percató de la escena.

Sus dos sobrinos parecían dos pavos tratando de hablar; sus ojos iban, incrédulos, de los cuchillos clavados en sus botas a la mujer de fría sonrisa que los había arrojado.

—Les debía un favor —dijo Tamsyn, mientras los dos hombres se agachaban como autómatas para sacar los cuchillos.

Cedric arqueó las cejas.

—Claro; había olvidado que ya os conocíais.

—Sí; he tenido ese placer hace unas semanas —dijo Tamsyn. Se movió con rapidez y arrancó los cuchillos de las manos laxas de los gemelos. Examinó las puntas de las armas—. No hay mucha sangre, en realidad. El barón estaría orgulloso de mí.

—¿El barón? —preguntó Cedric, fascinado.

—Mi padre —aclaró ella, limpiando las puntas de los cuchillos en su capa y guardándolos en sus vainas.

—Realmente, me gustaría saber más —murmuró Cedric—. Pero, por desgracia no habrá tiempo.

Le dio la espalda y descorchó la botella de champaña. El corcho produjo un estampido amortiguado y se oyó un burbujeo cuando él llenaba las cuatro copas.

—Confío en que no tendrás objeciones en brindar con tus primos —se volvió hacia ella y le entregó una copa—. Sé que son un par de sujetos lamentables pero, por desgracia, uno no puede elegir a sus parientes.

—Es verdad, pero lamento decirle que no quiero brindar con un par de sucios cobardes.

Tamsyn aceptó la copa pero sus ojos, como trozos de hielo violeta, desafiaron a Cedric.

—Si es así, no participarán —accedió Cedric, dejando dos copas en la bandeja. Alzó la suya con expresión todavía un tanto divertida—. Por Celia.

—Por Cecile —Tamsyn probó el vino, imaginando que Cecile haría lo mismo.

Cedric yació su copa, y ella lo imitó.

—Muy bien, tío; si ya hemos concluido nuestro acuerdo, me despediré.

Sonrió al depositar su copa sobre la mesa, pero notó que a su cara le sucedía algo extraño. Su boca no obedecía a su cerebro. Los contornos de la habitación empezaron a borronearse y una niebla grisácea avanzó hacia ella. El rostro de Cedric bailoteó en esa niebla, ante sus ojos y, de pronto, se había hecho inmenso; su boca se abría y se cerraba. Estaba diciéndole algo que ella no podía oír.

¡Imbécil! ¡Demasiado confiada, te creíste demasiado inteligente! Cedric había invocado a la única persona que podría hacerle bajar la guardia: Cecile. Y ella, en su prisa y su arrogancia, en la certidumbre de lo legítimo de su causa, había caído en la trampa.

¡Gabriel! Pero las palabras quedaron adheridas en su cerebro...

Cedric se inclinó sobre el cuerpo inerte. Encontró el medallón que colgaba del cuello y lo abrió. Examinó durante largo rato los dos retratos y luego lo cerró y lo dejó que cayera otra vez entre los pechos de su sobrina. Tomó la pistola de la cintura y sacó los cuchillos de sus vainas, y comentó:

—No hay duda de que esta joven venía preparada.

Se incorporó y murmuró, con cierto pesar:

—Una lástima, querida..., el chantaje no fue buena idea. Tú, al igual que tu madre, has ido demasiado lejos —miró a sus atónitos sobrinos y sus labios se curvaron en una mueca despectiva—. Ella valía más que vosotros dos juntos. Ahora, deshaceos de ella.

—Pe... perdón, señor. ¿Qué... qué debemos hacer con ella?

—¡Cretinos! —la exclamación sonó como un ladrido de desprecio—. ¿Qué qué debéis hacer? ¡Libraos de ella! ¡Deshaceos de ella! ¡Arrojadla al mar! Sólo quiero que os cercioréis de que no esté viva y no pueda contar este cuento ni ningún otro.

Dejó caer todo su peso sobre un sofá y permaneció observando cómo Charles se inclinaba sobre la figura inerte.

—Y hacedlo antes de que vuelva en sí —dijo, de repente, al ver cómo se movían las manos de Charles sobre el cuerpo de Tamsyn—. No se os ocurra comenzar a jugar con ella. Es bastante más lista que vosotros dos... Si se recuperara, se os escaparía.

Charles se sonrojó intensamente pero recogió el cuerpo laxo.

—¿Usamos el Mary Jane, señor?

—Podríamos remar mar afuera y arrojarla más allá de Gribbon Head —propuso David, con un temblor nervioso en un ojo provocado por los sustos y las angustias de la última media hora—. Donde están las trampas para cangrejos.

—Ella será un sabroso bocado para los cangrejos —Charles rompió a reír, y sus ojos desbordaron de malevolencia al mirar el rostro pálido de la muchacha—. No se preocupe, señor: nos aseguraremos de que ella no vuelva más aquí.

—Hacedlo bien —dijo Cedric, fatigado—. Es todo lo que os pido.