8

La batalla comenzó a las diez en punto de esa misma noche.

Tamsyn había salido de Elvas a últimas horas de la tarde. Cruzó con su caballo el campamento del ejército y percibió el ambiente de excitación de los soldados que, fortalecidos por una ración extra de grog, se reunían en grupos mientras controlaban sus equipos e intercambiaban anécdotas de pasadas campañas. Algunos la miraron cuando pasaba; sin embargo, César atraía más la atención de los hombres que su jinete.

Tamsyn se preguntó cuál de esas tiendas de campaña sería la de Julian. Las de los oficiales mayores eran fáciles de identificar por su tamaño y, al pasar ante varias de ellas, oyó voces y carcajadas que provenían de adentro, ruidos de loza y tintineo de cristal: eran los oficiales de Wellington que cenaban juntos antes de la batalla.

A Tamsyn no se le ocurrió intentar encontrar a St. Simon; él necesitaría de toda su concentración para enfrentar la noche que se avecinaba. Su recorrida solitaria era, sobre todo, por tener algo de qué ocuparse. Había crecido en un campamento de guerreros y conocía el temor y la excitación que precedían al combate, y le resultaba imposible permanecer en Elvas como una espectadora inútil, observando y esperando.

Junto con el atardecer llegó un extraño silencio pues habían cesado los disparos y las detonaciones. Los oficiales salían de sus tiendas, daban órdenes en voz baja y tensa, y los hombres comenzaban a dirigirse en grupos hacia las trincheras. Era una noche oscura, cargada de nubes que oscurecían la luna.

Tamsyn salió del campamento y fue hasta una pequeña colina donde detuvo su caballo y aguardó. Las luces de los centinelas oscilaban en las fortificaciones de Badajoz pero, fuera de eso, todo estaba quieto y oscuro en la llanura y no se veían rastros de los soldados que se arrastraban por las trincheras hundiendo sus escalas en las zanjas delante de las brechas que había en las murallas de la ciudad ni de los grupos de asalto que formaban detrás de ellos.

Pero los franceses sabían que ellos estaban al acecho. Sus redes de inteligencia debían de haberles informado que debían esperar el asalto aunque no supieran la hora ni la formación. Sin embargo, estarían preparados para defender las brechas conteniendo el aliento, guardando el mismo silencio que sus atacantes.

El vello de la nuca de Tamsyn se erizó y César movió sus patas y relinchó suavemente.

Entonces, el temible silencio fue quebrado por un resonante grito de guerra y, al mismo tiempo, las tropas británicas se precipitaron hacia las murallas desde las zanjas externas. En las fortificaciones los morteros rugieron su respuesta, y la noche fue rasgada por los disparos y las explosiones.

Tamsyn cerró los ojos sin querer, a medida que el ruido se hacía más insoportable y cada pausa en los disparos era llenada por penetrantes gritos y llamadas de clarín que marcaban el avance. A través de sus párpados pareció estallar una luz muy brillante y, al abrir los ojos, vio J dos esferas de fuego que ardían en el cielo y que habían sido disparadas desde los baluartes para caer al suelo, a unos ochocientos metros, donde siguieron ardiendo e iluminando la pavorosa escena.

Bajo esa luz candente Tamsyn distinguió a un grupo de hombres que se protegían del fuego tras un pequeño monte, si bien seguían estando al alcance de los proyectiles. La silueta inconfundible del duque de Wellington se destacaba a la luz proyectada por una antorcha que sostenía un oficial, junto a él.

Espoleó al remiso César y se unió a los que estaban en la periferia del grupo donde los hombres aguardaban de pie, junto a sus caballos, en actitud de alerta y preparados pero a discreta distancia del comandante en jefe, que estaba redactando órdenes a la luz de esa antorcha. Los gritos de los heridos llegaban allí con claridad mezclándose con los prolongados gemidos de los moribundos. Una y otra vez los clarines marcaban el avance y los soldados se precipitaban hacia las escalas para enfrentar la mortal resistencia de los defensores, que arrojaban bombas flamígeras y barriles de pólvora con mechas cortas en el interior de las zanjas, donde explotaban lanzando los cuerpos al aire como un surtidor de muerte.

Los hombres iban y venían en caballos cubiertos de espuma llevando información al comandante en jefe, desde lo más denso de la refriega. Los mensajes sólo informaban de fracasos. Todos los intentos eran rechazados; las agotadas tropas estaban siendo diezmadas y sus oficiales morían como moscas pues los defensores los empujaban cuando llegaban a la cima de las escalas. El rostro de Wellington parecía tallado en granito blanco a la luz titilante de la antorcha mientras recibía una constante corriente de comunicaciones desesperadas; sin embargo, al verlo redactar órdenes con toda serenidad, hablando en tono sereno con los miembros de su equipo reunidos apretadamente a su alrededor a Tamsyn se le antojó imperturbable.

Entonces, los toques de clarín cambiaron y ella reconoció las notas que indicaban retirada. Sonó una y otra vez aunque ella no pudo ver ni oír una disminución de la salvaje batalla. La tierra seguía arrojando al aire llamas y cuerpos ardiendo, y los espantosos gritos rivalizaban con el bramido de los cañones y la explosión de las minas. Era imposible imaginar que alguien pudiera salir vivo de ese infierno; ella permaneció junto a su nervioso caballo sumida en una suerte de trance horrorizado, preguntándose por qué los seres humanos hacían algo así, por qué se enzarzaban en una carnicería tan espantosa con el único motivo de apoderarse de un insignificante montón de ladrillos y argamasa.

Era imposible seguir razonando de manera coherente; por fin, sus pensamientos y emociones se concentraron en el nombre de Julian St. Simon y comenzó a repetirlo una y otra vez en su cabeza como el estribillo de una interminable canción. Él se convirtió en el foco de la conflagración, en la única realidad que la mente de Tamsyn podía retener aunque ella no lograse deducir dónde podría estar, si estaría vivo o si acaso yacería bajo un montón de cuerpos, gritando en su agonía, ahogado por la sangre de los otros, o si ya no era más que un guiñapo frío y pálido de carne sangrante.

Eran las once y media, hacía una hora y media que había comenzado esa enloquecida carnicería, y un oficial se acercó galopando ventre à terre, con su caballo echando espuma por la boca, sus flancos también cubiertos de espuma.

Cuando el caballo se detuvo resollando junto a él, Wellington se volvió. Si bien la conversación fue breve, los que estaban cerca supieron, sin lugar a dudas, que algo había cambiado.

—Caballeros, el general Picton ha tomado el castillo —lord March, que estaba junto al duque, se volvió para hacer el anuncio—. Ha retirado sus tropas de las trincheras para poder mantener su posición. En poco tiempo, sin duda la ciudad será nuestra.

Así que ya estaban dentro... o casi, al fin. Entre murmullos jubilosos, Tamsyn montó su caballo y lo guió lentamente hacia las murallas de la ciudad. Ya habían entrado pero, a qué costo horrendo. Había montañas de cadáveres, los gritos y gemidos eran más fuertes que nunca. Para los heridos y los moribundos la victoria de Picton había llegado demasiado tarde. Ella cabalgó junto a las murallas sin hacer caso de los disparos que seguían llegando desde los baluartes. Las escalas, recalentadas y resbaladizas de sangre, aún estaban apoyadas en las murallas, cargadas de miembros cortados y de cadáveres enganchados.

¿Habría sobrevivido Julian St. Simon? Era imposible imaginar que quedara alguien vivo aún. Mientras ella pensaba en eso, se elevó un gran clamor de triunfo desde el interior de la ciudad y un clarín hizo sonar un eufórico toque de victoria. Por fin, Badajoz había caído en manos de sus sitiadores.

César alzó la cabeza y azotó nerviosamente la tierra con sus cascos al oler la sangre y oír ese sonido nuevo. Tamsyn lo tranquilizó y él, bien educado por su entrenador mameluco, se quedó quieto aunque estremecido de temor, con sus narices dilatadas y su belfo retraído, que descubría el bocado.

—Está bien —dijo ella con suavidad—. Salgamos de aquí.

Lo hizo girar en dirección contraria a la ciudad con intenciones de dejar a su caballo en Elvas y regresar andando, pero sólo se había alejado unos pocos metros cuando un hombre con la chaqueta verde de los rifleros la detuvo.

Tamsyn tiró de las riendas cuando el hombre, manando sangre de su mandíbula destrozada, se acercó a ella dando tumbos. El soldado trataba de sujetarse la mandíbula con una mano mientras hacía gestos frenéticos hacia la oscuridad, a sus espaldas.

Tamsyn se apresuró a desmontar y se quitó el pañuelo que llevaba en el cuello. Estaba acostumbrada a los heridos y no retaceaba su ayuda en ningún caso. Sólo Gabriel conocía el secreto que la mortificaba: que se desmayaba inmediatamente a la vista de su propia sangre.

Ató la mandíbula del herido con dedos diestros y sensibles.

—Monte mi caballo; yo lo llevaré a la retaguardia.

El riflero negó con la cabeza y siguió haciendo gestos hacia su espalda con miradas tan elocuentes como muda estaba su boca. Tamsyn avanzó hacia donde él indicaba y estuvo a punto de tropezarse con un hombre que gemía, tendido en el lodo. La sangre brotaba de una gran herida abierta en su muslo y él intentaba sujetar con ambas manos los bordes de carne como si así pudiese detener la hemorragia.

—Mi compañero —susurró—. Llévelo al hospital. Él tiene alguna posibilidad. Yo estoy perdido.

—Él no está dispuesto a abandonarlo —dijo ella con suavidad, inclinándose sobre él—. Le haré un torniquete con su cinturón y, si puede usted montar a César, lo llevaré al cirujano en menos que canta un gallo.

Ella se movió con rapidez aunque era consciente de que el hombre tenía pocas posibilidades de sobrevivir. Su rostro ya tenía el tono ceniciento del hombre que ha visto su muerte. Pero su amigo no quería dejarlo y ella comprendía la fuerza de tales lealtades.

Con un esfuerzo casi sobrehumano, su amigo lo levantó en sus brazos y se las ingenió para ponerlo sobre el lomo de César.

—Monte detrás de él para sostenerlo — indicó Tamsyn, acariciando el cuello húmedo del caballo.

El riflero trepó hasta la mullida silla de alto respaldo. La expresión de sus ojos decía con claridad que no le agradaba demasiado esa posición sobre el lomo del inquieto caballo blanco pero sujetó con fuerza a su camarada mientras Tamsyn comenzaba a guiarlo hacia la retaguardia.

El camino ya estaba sembrado de parihuelas y de carretas que sacaban a los heridos del campo, pues el fuego desde los baluartes había cesado. Las personas miraban con curiosidad a la pequeña figura de aspecto andrógino que se abría paso caminando junto a esa magnífica bestia y a sus heridos jinetes, aunque todos estaban demasiado ocupados para hacer otra cosa que mirar al pasar.

El hospital de campaña era un caos, y las antorchas que se balanceaban en unos postes lanzaban una luz vacilante sobre el sangriento trabajo que allí se realizaba. Tamsyn aferró por la manga a un asistente que pasaba.

—He traído aquí a dos heridos. ¿Puede llevarlos?

Él la miró distrayéndose por un instante y luego le dijo:

—Déjelos ahí. Los llevaremos cuando podamos.

—Uno de ellos necesita atención inmediata —insistió Tamsyn con sus ojos echando chispas—. No lo he traído desde el campo para dejarlo morir tendido en el suelo, al alcance de un cirujano.

—¿Qué pasa aquí?

Un hombre cubierto con el delantal ensangrentado de un cirujano, que pasaba de prisa junto a las camillas dando órdenes para la atención de sus ocupantes, se detuvo junto a ellos.

—Tengo aquí a dos hombres que necesitan atención inmediata —declaró Tamsyn—. Y este imbécil me dice que los deje morir en el barro.

El cirujano parpadeó y se quedó mirándola, atónito.

—¿Y usted quién es?

—El comandante en jefe sabe quién soy ella, sagaz—. Y soy amiga... muy amiga del coronel lord St. Simon, del Sexto. ¡Y mientras estoy discutiendo con este palurdo, otros hombres están muriéndose en las murallas porque yo no puedo ir a buscarlos! —señaló con un ademán al desdichado asistente, acompañándolo con una expresión de intenso disgusto y exclamó—: ayúdelos a desmontar.

El cirujano examinó a los dos hombres cuando estuvieron en tierra.

—Un herido ambulante —dictaminó—. Llévelo a la segunda tienda.

El riflero de la mandíbula vendada negó con la cabeza y se vio estallar el dolor en sus ojos mientras señalaba a su camarada con el mismo apremio que había demostrado antes a Tamsyn.

—Está bien; lo atenderé —dijo el médico con un dejo de impaciencia—. No puedo prometer mucho pero tendré que amputar esa pierna... Eh, vosotros, traed esa camilla.

Detuvo a dos enfermeros que pasaban a todo correr.

Éstos se detuvieron, se acercaron y pusieron al herido sobre una camilla. Sólo cuando el otro riflero vio que su amigo era trasladado al interior para contar con la tenue esperanza que pudiera haber en el hospital de campaña se permitió él acompañar al asistente y extendió su mano en muda expresión de gratitud a Tamsyn antes de marcharse.

—César, tenemos trabajo por delante —dijo Tamsyn mientras montaba—. Sé que lo detestas, pero no podemos quedarnos aquí haciendo girar los pulgares.

Volvió a la ciudad buscando heridos que estuviesen en condiciones de soportar esta extraña pero expeditiva forma de transporte.

Dentro de los muros de la ciudad Julian St. Simon, milagrosamente indemne pero ennegrecido de pies a cabeza por el fuego de artillería, estaba en la plaza central y hacía un inventario. Había estado en el asalto a Ciudad Rodrigo tres meses antes y, por horrendo que hubiese sido aquello, no era nada comparado con lo sucedido en esta noche de abril.

—¡Julian! Gracias a Dios, hombre —era Frank Frobisher, que se acercaba corriendo por la plaza—. Te vi en el bastión de San José, pero no pude acercarme a ti en ese momento.

El capitán había perdido su sombrero, su chaqueta estaba desgarrada y tenía un corte abierto que iba desde la ceja chamuscada hasta la boca.

—A mí, lo más dramático que me ha pasado es perder pie —dijo Julian, oprimiendo el brazo de su amigo en gesto mudo—. Tim ha ido a la retaguardia. Le ha entrado una esquirla de granada en un ojo.

—Y Deerbourne ha caído —dijo Frank con expresión sombría—. Y George Castleton y... oh, tantos otros.

Echó una mirada en torno de la plaza desierta. Los habitantes de Badajoz se ocultaban tras las puertas cerradas con llave y no mostraban sus rostros a los vencedores. De tanto en tanto, sonaban disparos esporádicos en los baluartes.

—Los soldados están de un humor salvaje —dijo con expresión sombría—. Si el Par les permite romper filas, habrá un saqueo peor que el de Ciudad Rodrigo.

—Él lo hará —aseguró Julian apretándose la nuca y arqueando el cuello hacia su mano en gesto de fatiga—. Han luchado como tigres, han visto masacrar a sus camaradas y él les concederá la oportunidad de desquitarse.

Los dos elevaron la vista al cielo, donde la estrella vespertina se desvanecía rápidamente.

—Si Wellington hubiese colgado a la guarnición de Ciudad Rodrigo, hoy se habrían salvado miles de vidas —dijo Julian en voz mortecina—. Philippon no se habría sostenido allí si la derrota en Ciudad Rodrigo le hubiese ocasionado la muerte.

Frank se alzó de hombros.

—Aun así, pasar a espada a toda una guarnición derrotada es un poco medieval, Julian.

—¿Acaso crees que lo que sucederá aquí será más civilizado? —preguntó Julian—. Los hombres se desmadrarán y costará un trabajo endiablado volverlos a la normalidad después de semejante orgía.

Frank no supo responder a esa verdad.

Era media mañana cuando la guarnición francesa fue enviada con escolta a Elvas y las tropas inglesas recibieron la orden de romper filas. Se dispersaron por la ciudad entrando a la fuerza por las taponadas brechas, derramándose como un río por las calles de la ciudad, impulsados por una salvaje sed de sangre que había crecido durante una noche de combate; ahora tenían licencia para procurarse ilimitada satisfacción.

Dos horas después del amanecer, Tamsyn había dejado a César en el establo, cansado pero dócil tras tantas horas de labor y había caído sobre la cama en la casa de la señora Braganza, después de haber rechazado, sucia de barro y de sangre, los insistentes ofrecimientos de comida y de agua caliente que le hacía la viuda.

Durmió cinco horas y despertó renovada y alerta pero con la inconfundible sensación de que algo malo sucedía. Saltó de la cama y fue hacia la ventana. Abajo, la calle estaba desierta; sólo se veía un par de campesinos en la sombra de una pared. No hablaban; sólo se apoyaban en la pared y fumaban sus pipas.

Tamsyn bajo la escalera. No se veían rastros de la señora Braganza; la joven salió a la calle, aún vestida con su ropa mugrienta. El aire matutino transportaba los ruidos que llegaban desde Badajoz. Se percibían como un ronco estrépito. Gritos, estampidos, alaridos mezclados con extraños fragmentos musicales de flautas y tambores.

Se cruzó de brazos y se estremeció: ya conocía esa clase de ruidos.

La señora Braganza venía corriendo por la calle con un tarro de manteca. En medio de un voluble parloteo en portugués, hizo entrar a su huésped en la cocina, la obligó a sentarse y le preparó una fragante omelette de tomillo y romero picados y una jarra de café fuerte y amargo.

Tamsyn comió en forma mecánica; al terminar, se puso de pie, agradeció a su anfitriona con una sonrisa distraída y volvió a salir a la calle sin hacer caso de los renovados ofrecimientos de agua caliente y de una muda limpia que llegaban desde la cocina.

Sin que mediara orden alguna de su cerebro, sus pies la llevaron hacia el puente de pontones que conducía a Badajoz.

El campamento estaba casi desolado sin contar el hospital de campaña donde continuaba, sin desmayos, una actividad frenética, aunque ya las carretas y camillas cargando heridos habían disminuido en número. En cuanto se libró la orden de romper filas los hombres habían abandonado a sus compañeros heridos para entregarse a los placeres orgiásticos que podrían encontrar en Badajoz.

Tamsyn entró en la ciudad por una de las brechas. Desde la zanja, alguien gritaba pidiendo agua en una súplica baja y continua. Se detuvo y buscó al doliente pero no pudo distinguir, entre el embrollo de cuerpos, al que, tal vez, estuviese vivo. Una parte de ella sabía que era una locura y, sin embargo, algo la impelía a entrar en la ciudad.

Un grupo de soldados pasó corriendo junto a ella con sus brazos cargados con las mercancías de una tienda saqueada, cuya puerta desquiciada era mudo testigo del pillaje. Desde un callejón llegaban voces de borrachos que cantaban; allí había otro grupo sentado alrededor de un barrilete de vino, bebiendo de sus propias manos o de sus morriones mientras sus mosquetes yacían, olvidados, a sus pies. Cuando Tamsyn llegó junto a ellos, levantaron la vista con la mirada desenfocada, sus bocas manchadas de rojo, pero como estaban de buen humor, se limitaron a lanzarle unas pocas pullas mientras pasaba.

Ella había dejado su rifle y su canana en Elvas, sólo llevaba un cuchillo en su cinturón, pero se le ocurrió que así, enfundada en su atuendo masculino, sucia y manchada de sangre, contaba con suficiente protección. La única joya que llevaba era el medallón que colgaba del cuello, estaba oculto bajo su camisa.

Siguió caminando por las calles empedradas, oyendo el estampido de mosquetes por encima del confuso barullo de gritos y exclamaciones de risa y de cólera. En alguna parte resonaba un tambor y una flauta trinaba acompañándolo. Una monja con su hábito desgarrado salía corriendo de una iglesia, perseguida por una tropa de soldados risueños y vocingleros, con sus chaquetas y camisas abiertas. Uno de ellos agitaba en el aire, como una bandera de triunfo, un paño de altar bordado en oro; otro llevaba dos palmatorias de plata maciza.

La monja se deshizo de ellos metiéndose en un portal; Tamsyn vio su rostro aterrorizado bajo la toca antes de que la puerta enrejada se abriese y ella fuera arrastrada al interior donde reinaba una relativa seguridad. Llegaron sus perseguidores y, al no poder encontrarla, se detuvieron y empezaron a dar vueltas, desconcertados, moviendo la cabeza como si así pudieran resolver ese misterio. Entonces, alguien arrojó una bota de vino a su compañero y todos se volvieron a una, como obedeciendo a un instinto colectivo, otra vez hacia la iglesia.

Tamsyn se echó a temblar sintiendo que se consumía en la llama de la ira por lo que veía mezclada con aquel odioso recuerdo. Llevó su mano al cuchillo y deseó haber traído consigo su rifle, no porque ella misma se sintiera amenazada sino porque sentía una rabia asesina viendo las tropelías con que los soldados castigaban a los habitantes de Badajoz. Aquí y allá había oficiales que intentaban contener lo peor de los excesos aunque los hombres, ebrios de vino y de victoria, estaban fuera de control.

Tamsyn vio a dos oficiales reconviniendo a una turba de soldados de infantería que llevaban a cabo una subasta en la calle. Uno de los artículos del lote era una joven. Un soldado disparó su mosquete por encima de la cabeza de uno de los oficiales y otro apuntó con su arma al corazón de su compañero. Ellos eran sólo dos contra veinte borrachos enloquecidos y no tuvieron más remedio que retroceder, bajo la mirada de Tamsyn que los observaba desde un portal.

Los militares dieron media vuelta y se marcharon, y ella los entendió, aunque se quedó esperando hasta que la muchacha fue vendida por un rubí del tamaño de un huevo de gallina, entre estallidos de risa y arrojada al público, a los brazos de un robusto riflero con un parche en el ojo.

El hombre se llevó su premio a cuestas abriéndose paso entre la gente, y se dirigió hacia una plaza que había al final del callejón. Tamsyn lo siguió, concentrando ahora su rabia mortífera en este episodio. Si bien no podría detener toda esa salvajada, al menos podría impedir ésta.

La plaza se había convertido en un desordenado tumulto, con soldados que entraban y salían de las tiendas cuyas puertas habían sido arrancadas, allí había barras de hierro quitadas de las ventanas que ahora estaban rotas en el suelo y mercaderías desparramadas en la calle.

La muchacha gemía como una niña perdida y Tamsyn apretó el paso siguiendo al soldado al mismo tiempo que barría la calle con la vista en procura de un arma más contundente que su cuchillo. Dos hombres sentados en un umbral, entre las ruinas de una tienda de paños, jugaban a los dados. Sus mosquetes estaban en el suelo junto a ellos. Tamsyn fue hacia allí, arrebató una de las armas y salió corriendo por la calle sin reparar en los gritos indignados que sonaban a sus espaldas.

Los chillidos cesaron pronto: recuperar un mosquete no era una prioridad para esos hombres, que optaron por reanudar su juego.

En el centro de la plaza se alzaba una bomba, sobre una gran pica de piedra a la que se ascendía por tres anchos y bajos peldaños. El soldado arrastró a su víctima por los peldaños evidenciando su intención de gozarla allí mismo, a la luz del sol. En el mismo momento en que la apoyaba en el suelo, Tamsyn saltó hacia delante golpeando al hombre con la culata del mosquete en la cabeza. Éste lanzó un bramido y soltó a su presa para volverse hacia su atacante.

Tamsyn retrocedió y apuntó el mosquete al corazón del soldado.

—¡Canalla! —dijo, con suave ferocidad—. Asesino hijo de puta. Se sentiría muy orgulloso de violar a esta muchacha, ¿no es verdad? ¿Y qué pensaba hacer con ella cuando acabase? ¿Venderla a sus amigos?

La muchacha estaba de rodillas en la escalinata, acurrucada, todavía lamentándose. El soldado tenía una expresión perpleja pues el golpe del mosquete lo había aturdido y la sangre le chorreaba por el cuello, donde la piel se había desgarrado. Clavó la vista en la diminuta figura que lo enfrentaba y casi no pudo oír sus palabras.

—Corre, niña —apremió Tamsyn a la muchacha.

La muchacha se levantó con dificultad y miró, aturdida, a la multitud que se amontonaba en la plaza como si buscara un lugar seguro para pasar. En ese momento, el soldado recuperó el sentido y, lanzando otro bramido, se abalanzó hacia la muchacha que echaba a correr. Tamsyn estiró su pie y el soldado cayó sobre el empedrado, pero se levantó en un instante sacudiendo la cabeza como un toro herido.

El coronel St. Simon y el capitán Frobisher llegaron a la plaza justamente cuando el grupo de hombres que se hallaba cerca de la bomba empezaba a prestar atención al altercado que se desarrollaba sobre la escalinata. La muchacha corría, descalza, por los adoquines y de sus ojos brotaban lágrimas de terror. Tropezó con Julian, y éste la sujetó reteniéndola contra su cuerpo, sus ojos fijos en el centro de la plaza. La muchacha se acurrucó temblando como una gama herida, reconociendo la seguridad que representaban para ella los galones y las charreteras doradas del uniforme de un oficial.

—¡Jesús, María y José! —murmuró Julian cuando-un rayo de sol quedó atrapado en la inconfundible cabeza platinada de La Violette un, segundo antes de que ella desapareciera tragada por la irritada turba de soldados.

Apartó a la muchacha y la empujó hacia Frank ordenándole, cortante:

—Llévala a lugar seguro.

De inmediato, echó a correr hacia la bomba con la espada desenvainada en una mano y la pistola en la otra.

Se precipitó hacia el centro de la refriega moviendo su espada a diestra y siniestra, insultando a los soldados en el colorido lenguaje de las barracas y abriéndose paso entre ellos. Los vigorosos improperios fueron más potentes que sus armas en ese momento, como si hubiesen irrumpido en el trance ebrio de sus hombres, recordándoles, hasta cierto punto, la familiar disciplina cotidiana. Hubo una vacilación, un leve oscilar del apretado círculo, y Julian se abalanzó hacia el centro.

Tamsyn estaba luchando cuero a cuerpo con el hombre al que había privado de su botín. Él le había arrebatado el mosquete, y ella forcejeaba para sacar el cuchillo de su cinturón. Julian disparó su pistola al aire y, al mismo tiempo, aferró el brazo libre de Tamsyn. Por unos instantes, ella fue como una cuerda en disputa, hasta que Julian asestó un golpe al hombre con su espada y éste la soltó lanzando un rugido de dolor mientras la sangre manaba de un gran tajo en su mano.

Un murmullo amenazador recorrió el círculo de hombres y otros comenzaron a avanzar hacia la bomba desde las cuatro esquinas de la plaza. Con gestos deliberados, Julian envainó su espada, metió su pistola en el cinturón, se volvió y cargó a Tamsyn bajo un brazo como si ella fuese un saco de patatas.

—Dios maldiga a vuestras negras almas —escupió a los soldados—. Dejadme pasar. Ésta es mía.

Bajó los escalones con su carga que se retorcía violentamente. Alguien lanzó una carcajada de borracho, y fue imitado por los demás. El ánimo de la turba cambió y retrocedieron, proponiéndole atrevidas sugerencias a ese oficial que era tan buen camarada como para permitirse su propia diversión.

—¡Déjame, maldito seas! —exigió Tamsyn entre dientes, sintiendo que la sangre zumbaba en su cabeza colgante.

Era ridículo que él pudiera llevarla de ese modo, sin que sus pies tocaran e! suelo. Ningún hombre se había aprovechado, hasta entonces, de su escasa estatura, y la cólera asesina que ya estaba devorándola llegó a nuevas alturas.

—No, no te dejaré, tonta —aseguró Julian, tan colérico como Tamsyn_. ¿Qué crees que estás haciendo aquí... entremetiéndote en este infierno? No es asunto de tu incumbencia. Si yo tuviera un grano de sentido común te habría dejado a merced de ellos.

Tamsyn le hundió los dientes en la pantorrilla.

El alarido de Julian pudo oírse a tres calles de allí.

—¡Condenada salvaje!

La lanzó hacia arriba desplazando las manos sobre su cuerpo como si ella hubiera sido uno de esos troncos de pino que se lanzan en los juegos de las Highlands escocesas, y después la acomodó alrededor de su cuello sujetándole las muñecas con una mano, los tobillos con la otra, de modo que la llevaba colgando como hacen los cazadores con sus presas.

Aunque Tamsyn vomitaba injurias que hubiesen hecho sonrojar a un granadero mientras cruzaban la plaza, Julian la ignoró. Estaba demasiado enfadado y asqueado por lo que estaba sucediendo en Badajoz para tomar en cuenta la indignación de Tamsyn por su trato poco caballeroso. No lograba entender qué la habría impulsado a entrar en la ciudad como no hubiese sido la pura imbecilidad..., salvo que pensara aprovechar el caos para realizar su propio pillaje.

—Por la gracia de Dios, Julian, ¿qué llevas ahí? —preguntó Frank con voz de asombro al pasar por un pequeño patio cuyo portón metálico colgaba de sus goznes.

Julian entró en el patio donde una fuente borbotaba, ajena a la destrucción que la rodeaba. La muchacha a la que Tamsyn había salvado se encogía detrás de Frank con sus ojos cargados de terror en su rostro ceniciento.

—Ésta es Violette —anunció Julian, torvo, inclinando el cuello para bajar a Tamsyn de sus hombros y depositarla sobre sus pies.

La muchacha lanzó un grito y corrió hacia Tamsyn rodeándola con sus brazos y derramando un río de palabras de gratitud tras haber recuperado, por fin, el habla.

Julian escuchó el torrente de palabras y al fin entendió lo que Tamsyn había hecho en la plaza. Antes, él no había relacionado a la muchacha que huía con la presencia de Violette. Afortunadamente, él no había expresado su amarga sospecha de que ella había estado procurando sacar provecho, pues habría tenido que disculparse por su rudeza cuando ella lo enfrentase.

—¡Tú... tú no eres mejor que esa escoria... que esa turba de roñosos y asesinos violadores! —exclamó ella, escupiéndole las palabras como si fueran víboras venenosas—. ¿Cómo te atreves a tratarme así? Eres un bribón, un trozo de estiércol...

—¡Eh, contén tu lengua! —rugió Julian olvidando todo propósito de hacer las paces al oír semejante retahíla—. Si yo no hubiese aparecido en escena, muchacha mía, tú estarías tirada sobre los adoquines, a merced de cualquiera que quisiera aprovechar su turno.

—Sucio, odioso canalla —dijo ella en voz súbitamente temblorosa.

Para su asombro, Julian vio brillar lágrimas en sus ojos violeta y su rostro convertirse en una máscara de pena.

—Soldados —siguió diciendo ella con la misma voz—. Apestosos desperdicios de albañal, todos y vosotros. Bárbaros, peores que los animales —barrió con la mano el patio en un gesto que lo abarcaba todo—. Los animales no se portan así. No tratan a los de su especie como si fueran basuras...

Se interrumpió de golpe, la voz ahogada por las lágrimas. Se volvió hacia el portón destrozado empujando el aire con la mano como si quisiera tener a raya a su atónita audiencia.

Frank se quedó mirándola completamente asombrado; la muchacha volvió a buscar su protección. Julian, murmurando una maldición, se sacudió del trance provocado por el discurso violento y apasionado de Tamsyn y corrió tras ella.

—¡Tamsyn!

—¡Déjame en paz!

Volvió la cabeza y lo empujó cuando él se acercó a ella.

Una plateada lágrima brilló en su mejilla trazando surcos en la suciedad mientras se deslizaba hacia sus labios. Su lengua asomó y lamió la lágrima, pero ésta fue seguida por otra y otra.

Julian olvidó las acusaciones que ella le había arrojado a la cabeza. Olvidó cuánto le desagradaba la parte que ella tenía de bandolera. Olvidó cuánto lo había hecho encolerizar cada vez que se encontraban. Sólo tuvo conciencia de la fuerza de su congoja. Notó por primera vez que ella tenía la ropa manchada de sangre.

—Ven —le dijo con suavidad—. Ya es hora de que salgamos de este lugar. No podemos hacer nada hasta que ellos se hayan hartado.

Le apoyó una mano en el hombro para guiarla hacia las murallas de la ciudad.

—¡Déjame en paz! —repitió ella aunque con menos convicción.

Julian negó con la cabeza.

—Si es necesario, te llevaré a cuestas, Violette.

—Salvaje —dijo ella, pero sus lágrimas brotaban cada vez más abundantes y se pasó el brazo por los ojos extendiendo la suciedad por sus mejillas hasta que tuvo el aspecto de un deshollinador.

Pero, esta vez, cuando él le puso una mano en la cintura y la condujo hacia la calle no se resistió.

—Tú has salvado a esa muchacha —dijo, con la intención de brindarle cierto consuelo.

—¡Una de tantas! —repuso ella—. Están violando a las monjas, profanando las iglesias, ensartando a los hombres con sus bayonetas. Ya he visto esto antes.

Las últimas palabras fueron pronunciadas en voz tan baja que él tuvo que inclinar su cabeza para oírlas aunque la intensidad del dolor que percibió en ella era tan clara como la llamada de un clarín.

Fuera de la ciudad, grupos de fatigados soldados portugueses cavaban zanjas para los muertos cuyos cadáveres se amontonaban en carros esperando ser confiados a la tierra en cuanto las zanjas alcanzaran la profundidad necesaria.

—Tú eres tan malo como cualquiera —dijo Tamsyn, renovando súbitamente su ataque—. ¿Qué justificación podría tener esto? Semejante carnicería..., una insensata carnicería.

—Pregúntaselo a Napoleón —respondió Julian con sequedad—. Pregúntale a Philippon. Si él hubiese rendido la ciudad cuando era claro que ya no era posible defenderla, se habrían salvado miles de vidas. No se trata sólo de nosotros, Violette.

—Yo no dije eso —replicó—. Son los soldados. Brutales, bestiales...

—Es la guerra. Convierte a los hombres en bestias — interrumpió él—. Pero, ¿qué me dices de tu padre? Él hacía la guerra por el oro... nada de principios ni...

—¡No menciones a mi padre, inglés! —giró en redondo hacia él con el cuchillo en la mano, sus ojos aún brillantes de lágrimas, ahora llenos de furia—. ¿Qué sabes tú de un hombre como El Barón? ¡Tú, cobarde, débil soldado inglés!

Escupió la palabra como si fuera el peor de los insultos.

—No te atrevas a amenazarme, Violette —Julian le aferró la muñeca y la retorció hasta que sus dedos se abrieron y soltaron el cuchillo, que cayó al suelo—. Estoy hasta la coronilla de ser vapuleado por ti —la empujó con tal brusquedad que ella cayó de rodillas—. No quiero volver a verte. Ve adonde te plazca, siempre que sea fuera de mi vista.

Giró sobre sus talones y echó a andar, furioso, en dirección al campamento. Pero, tras unos pocos metros, disminuyó el paso y miró a desgana por encima del hombro.

Tamsyn seguía de rodillas en el suelo, la cabeza baja, sus lágrimas cayendo en el barro. No parecía haber notado su partida. Por primera vez desde que había sucedido, ella estaba reviviendo la masacre de San Pedro. Hasta entonces, sólo se había permitido recordar la lucha mortal y desafiante de su padre, a su madre descansando apaciblemente en las sombras. Pero ahora evocaba todo lo demás. El asesinato de los recién nacidos, la violación de las mujeres, la tortura de los hombres y las llamas de la aldea incendiada que llegaban hasta el cielo. Y ella y Gabriel, dos contra varios cientos, que lo habían visto todo desde lo alto de una colina, tragando su impotencia. Y después, tres días después, cuando esos salvajes habían abandonado las casas quemadas y sus habitantes masacrados llevándose consigo todo el botín que pudieron encontrar, habían bajado a la aldea para sepultar a Cecile y al barón y cavar una fosa para tos otros, idénticas a las que estaban siendo cavadas allí, porque ellos dos solos no podrían cavar tumbas para cada uno de tos muertos.

—Ven, no puedes quedarte aquí —le dijo Julian con voz suave, inclinándose sobre ella.

La alzó, y ella apoyó su cabeza en el hombro de él. El sintió que los sollozos estremecían el cuerpo de ella. La llevó a su tienda, le dijo a Dobbin con voz perentoria que desapareciera y entró, cerrando y atando la solapa de la tienda.

—Cuéntame todo —le dijo en voz baja.